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Jaime Alfaro I.
Alba Zambrano C.
Juan Sandoval M.
Ricardo Pérez-Luco A.
Presentación
realizan los profesionales frente a las demandas técnicas formuladas desde las
orientaciones programáticas de estas políticas, constituye un factor obstaculizador del
desarrollo de la especialidad, a la vez que limita la efectividad e impacto de las
intervenciones.
Sobre la base de estas consideraciones, nos planteamos el propósito general de
contribuir a un debate necesario, sistematizando la evidencia disponible respecto del
estado actual del quehacer de los psicólogos en programas sociales, e iniciando una
línea de reflexión y revisión teórica que permita dar cuenta de los planos constituyentes
de las prácticas interventivas realizadas en el marco de la institucionalidad de las políticas
sociales.
Dicho en términos específicos, en este trabajo nos planeamos el doble propósito
de, por una parte, estructurar y exponer un estado de situación de la evidencia disponible
sobre estas prácticas que ordene los datos existentes y contribuya a la conformación de
un marco diagnóstico, así como también nos planteamos el propósito de contribuir a la
conformación de un cuerpo analítico conceptual de estos nuevos quehaceres
profesionales. Nuestro propósito último es aportar para generar recursos teórico
metodológicos que orienten, de un modo más efectivo, el desempeño técnico-
profesional de los psicólogos en programas sociales en Chile.
Esperamos con este diagnóstico y análisis del desarrollo-adecuación de estas
prácticas, dar cuenta de las tensiones técnicas e institucionales que enfrentan los
psicólogos que intervienen en este ámbito. Consideramos fundamental detectar las
tensiones que se derivan de los procesos formativos universitarios, de manera de avanzar
en el desarrollo de un currículo de formación que integre y potencie la articulación y
diálogo entre los planos académicos y técnico profesionales. Nos parece fundamental
que la formación académica integre, de un modo crítico y propositivo, las nuevas
demandas surgidas en este campo particular de intervención.
Pensamos que el desarrollo y ampliación de referentes diagnósticos, conceptuales
y analíticos contribuirá a comprender la situación contextual y técnica que enfrentan los
profesionales implicados en estas prácticas, y lo que es más importante, permitirá proveer
de recursos de conducción técnica y académica de las prácticas profesionales realizadas
en el marco de las nuevas orientaciones en políticas sociales, implementadas desde los
años noventa, y estructuradas en torno a nuevas y distintas categorías de técnicas, relativas
a las estrategias interventivas frente a problemáticas sociales.
Sostendremos, en el análisis que exponemos, que las bases del adecuado manejo
y resolución de esta tensión deviene, no sólo del entrenamiento profesional instruccional
y cognitivo previo, sino que también de manera importante deviene de la síntesis,
integración y elaboración, colectiva, cultural y contextualmente situada, que los
profesionales implicados realizan de las demandas técnicas de intervención generadas
desde este escenario complejo de interjuego de actores.
De esta forma, entendemos que para comprender el estado actual de las prácticas
interventivas en este ámbito y para poder perfilar profesional y académicamente el
campo, se requiere concebir y conceptualizar que las acciones de intervención no se
TRAYECTORIA DE PRÁCTICAS DE LA PSICOLOGÍA COMUNITARIA EN CHILE DESDE LOS AÑOS 90 A LOS 2000 217
constituyen a partir de una identidad cerrada y fija, forjada sólo desde los procesos
formativos universitarios, sino que considera también, de modo relevante, el quehacer
práctico, que no resulta posible de concebir al margen de la historia de experiencias que
construyen un determinado trasfondo colectivo en que no puede quedar fuera la
trayectoria biográfica, así como también el espacio o lugar institucional y social en el cual
se constituye la ejecución de estas prácticas de intervención.
De este modo, entenderemos que las prácticas de intervención comunitaria y
psicosocial de los psicólogos en programas y políticas sociales, son constituidas desde
el interjuego de un conjunto de dispositivos de acción que integran y articulan, por una
parte, el nivel de las competencias profesionales entregadas por los programas de
formación de psicólogos; los requerimientos técnicos de los marcos situacionales de
las instituciones y programas en los cuales se despliegan las intervenciones, por otra
parte; y el espacio simbólico y material de elaboración que constituye el propio
interventor, en tanto agente/actor socialmente situado, en el cual sedimentan estos
diversos planos en la propia práctica de intervención.
A continuación, presentaremos, en primer lugar, una exposición y análisis de los
antecedentes diagnósticos disponibles sobre las prácticas de intervención que realizan
los profesionales en el marco de programas sociales generados desde las actuales políticas
sociales. Posteriormente, expondremos un análisis de las tensiones presentes en los
marcos referenciales utilizados desde los procesos formativos para fundar estas prácticas.
Finalmente, expondremos una propuesta conceptual de análisis y comprensión situada
de estas prácticas de intervención comunitaria y psicosocial.
profesionales que asumen un compromiso activo con los grupos sociales desfavorecidos
que, hasta ese momento, se habían visto excluidos de los beneficios del desarrollo de la
Psicología como profesión. Tal como lo refiere Pérez-Luco (2003),dicho eslogan,
paradojalmente, implica que el profesional que acude en ayuda de la comunidad oprimida,
asume la responsabilidad del cambio de tal condición, con lo cual conduce el proceso,
limitando la asunción de control de la comunidad respecto de su situación.
Durante la década del ‘90, en las prácticas de intervención psicosocial habría
ocurrido un proceso de institucionalización que significó el aumento cuantitativo de
ellas y una tendencia a la estabilidad de sus modalidades de trabajo, así como también, ha
afectado la lógica, el modelo o la estrategia desde donde ellas se instalan y fundamentan,
modificando la definición de los niveles de acción, los objetivos y metas de trabajo y los
destinatarios de la acción.
Esta misma línea de observación se ha presentado en el trabajo deWinkler,Avendaño,
Krause y Soto (1993), constatando que al inicio de la década del ‘90 los interventores
sociales (en donde se incluyen los Psicólogos Comunitarios) habrían pasado a ocupar una
posición más tradicional de científico-técnico, pasando a ser considerados los poseedores
de una verdad que se debía “promover” y “develar” a los usuarios de sus servicios,
conformándose una identidad de ellos como especialistas, “médicos o doctores”.
Así también, Rozas (1993) da cuenta de una relación de conflicto entre los aspectos
normativos, financieros y técnicos que conforman las estrategias de trabajo en problemas
sociales desde las políticas y programas sociales en la época, con las estrategias clásicas
de los modelos de la Psicologia Comunitaria en boga en el periodo. Específicamente,
señala que la focalización, como un instrumento técnico central de las políticas y
programas vigentes, impide la utilización de la categoría “comunidad” (concebida como
una micro sociedad constituida por pobres y no tan pobres, pero igualmente
pertenecientes a una cultura e identidad), permitiendo sólo la utilización de la noción
de “localidad” (concebida geográficamente) con el fin de delimitar a los grupos
destinatarios específicos.
Complementa esta observación Alfaro (2004), quien establece que estas prácticas
de intervención comunitaria y psicosocial desarrolladas en diferentes periodos históricos
en el país, han ocurrido condicionadas por la institucionalidad que configura las políticas
sociales, de tal manera que se constata un estrecho y directo (aunque no mecánico)
nexo entre las estrategias formuladas desde estas políticas y la magnitud que adquieren,
los objetivos planteados en las intervenciones comunitarias, la particularidad del objeto
en el que ellas intervienen y la estrategia que utilizan para implementar sus acciones
estas prácticas comunitarias.
Desde esta manera se hace clara la necesidad de asumir que, en las formas técnicas
que adquieren las políticas sociales y sus estrategias, opera un determinante importante
y crucial, de grandes efectos concretos y operacionales para los marcos técnicos posibles
de implementar en intervención comunitaria y psicosocial.
De manera tal, para las prácticas interventivas es posible sostener que una política social
no sólo es el escenario o contexto material para la aplicación de programas, sino que, además,
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abordar los aspectos deficitarios, manteniendo una preocupación secundaria por los
aspectos promocionales y transformadores, e incorporando secundariamente la
participación de la población.
De esta manera, las observaciones sistemáticas de las prácticas desarrolladas en
el país, dan cuenta consistentemente de un desfase y una tensión entre los planos de,
por una parte, el referente disciplinar desde el cual se ha delimitado e identificado
académicamente el quehacer profesional de los psicólogos en programas sociales de
intervención, y por otro lado, el plano de las estrategias y directrices técnicas y de
trabajo que organizan los programas de intervención en que elaboran los profesionales
psicólogos (las orientaciones de estrategia de los programas y políticas sociales
vigentes).
De tal manera que las prácticas que finalmente se despliegan se configuran sobre
la base de los contextos específicos donde se implementan las acciones de los
interventores, las interacciones con los usuarios y las diferentes perspectivas de
intervención en juego, dando origen a una amplia variedad de disímiles prácticas.
Es interesante tomar en consideración que este desfase y tensión entre referentes
académicos disciplinares y lineamientos técnicos y de estrategia demandados desde los
programas sociales estatales, es posible de ser observada de manera similar también en
los desarrollos ocurridos en estas materias en las experiencias tanto europeas, como
norteamericanas.
Según nos señala Sánchez-Vidal (2006), desde su perspectiva europea del
desarrollo de la prácticas de intervención comunitaria, la implicación del Estado en el
abordaje psicosocial de los problemas sociales genera necesariamente y ha generado
(en diversos espacios y momentos) una tensión y desencuentro entre la lógica de la
planificación técnica desde arriba —inherente al Estado y su acción centralizada— y las
lógicas propias del trabajo comunitario, que pone énfasis en los procesos locales y
considera una estrategia de trabajo que parte “desde abajo”.
Así también, según distingue Isaac Prilleltensky (2006), las prácticas interventivas en
Estados Unidos enfrentan, en la actualidad, una tensión generada por el apoyo que entrega el
Estado a las líneas de intervención (en “destrezas” señala el autor) centradas en promoción de
la salud física y mental, negando o resistiendo los lineamiento también surgidos desde la
Psicologia Comunitaria que ponen énfasis en la promoción de la participación.
Así, ya a nivel conclusivo de este conjunto de evidencias expuestas, cabe preguntarse
e iniciar una reflexión sistemática sobre la adecuación y sincronización de las prácticas
de intervención psicosocial y comunitaria que realizan los profesionales psicólogos
nacionales, respecto de las políticas sociales de los ‘90 y 2000, que impone nuevas y
distintas categorías técnicas, relativas a las estrategias interventivas y de formulación y
evaluación de los proyectos sociales.
Investigar sobre esta dinámica de tensión y sobre las posibilidades de adecuación
y sincronización, permitiría procesos de reflexión tendientes a la búsqueda de alternativas
de modelos conceptuales para fundar estrategias interventivas de mayor capacidad de
complementación y generatividad entre prácticas profesionales y programas sociales,
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que canalizan y ejecutan la política pública, en el cual operan y del cual son parte los
interventores psicosociales, a fin de generar condiciones de mayor fluidez y eficiencia,
sustentadas en la coherencia entre el discurso y la acción (Pérez-Luco, et al., 2006).
De tal modo, el trabajo psicosocial y comunitario ya no se puede concebir
exclusivamente con la comunidad foco de atención (los vecinos que comparten un
territorio, por ejemplo, o grupos de intereses particulares), sino con la comunidad más
amplia, aquella que incluye y contiene las instituciones y los mecanismos de apoyo para
su desarrollo. Así la intervención también se dirige hacia las redes de apoyo para la
promoción del desarrollo, especialmente hacia quienes cumplen roles en la
operacionalización de las políticas sociales en el espacio local (Pérez-Luco, et al., 2006).
Desde los anteriores antecedentes, podemos suponer, a modo diagnóstico, que
las prácticas de intervención psicosocial y comunitarias realizadas por psicólogos en el
marco de los programas sociales, en nuestro país, constituyen un hacer profesional en
proceso de consolidación que, en la actualidad, aún no poseen un eje teórico-
metodológico solido y común; y además, como una rasgo central y definitorio de la
situación que actualmente estas prácticas atraviesan, ellas están cruzadas por la tensión
que se presenta entre el perfil profesional a desempeñar que deviene desde la formación
y entrenamiento profesional previo, y las demandas de intervención generadas
fundamentalmente por el Estado (a través de programas con componentes de
intervención psicosocial y comunitaria) y las necesidades comunitarias.
De tal manera que las prácticas que los psicólogos realizan en los programas con
componente psicosocial y comunitario y de financiamiento estatal, dan cuenta o
presentan perfiles e identidades profesionales diversas y sólo parte de ellas corresponde
a lo que desde el plano académico se denomina Psicologia Comunitaria.
De tal forma que las competencias profesionales requeridas por los programas
para la contratación de psicólogos son genéricas e inespecíficas y se centran, en su
mayoría, en la intervención individual o micro grupal, privilegiando, a su vez, estrategias
asistenciales y no participativas. De esta manera, se constituye una importante y resaltada
tensión/ inadecuación entre las competencias y herramientas técnicas demandadas por
los programas y las manejadas por los profesionales.
Se constata, así, un notorio choque de orientaciones “valorativas” o de principios
interventivos entre orientaciones de acción comunitaria (participativa/colectiva), op-
erantes en los interventores; y estrategias no participativas, asistenciales y con foco en lo
individual, que no privilegian el trabajo comunitario proveniente de las orientaciones
técnicas y programáticas de las políticas sociales.
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afuera y arriba, mientras que “Comunitario” refiere un cambio más “natural” o espontáneo,
generado desde dentro y desde abajo, desde lo común compartido por un colectivo. La
pregunta que sigue es cómo ambos términos pueden llegar a compatibilizarse; veamos
qué señala el autor al respecto.
Existirían dos enfoques opuestos identificables en el desarrollo de la IC; por una
parte, aquellos que enfatizan el trabajo planificado, organizado e iniciado desde arriba y,
por otra, aquellos que potencian o apoyan lo existente o iniciado más o menos
“espontáneamente” desde abajo, centrado en el desarrollo de recursos comunitarios y
en la acción social.
Del primero son ejemplos las planificaciones de desarrollo global de la comunidad
y la prestación de servicios, mientras que del segundo lo son la organización comunitaria
y la autoayuda (Sánchez Vidal, 1996).
Según este autor, ambas perspectivas pueden ser complementarias en la medida
que haya aspectos de la intervención que requieren más de una intervención dirigida,
particularmente cuando se requiere de procesos globales de planificación, mientras
otros necesitan ser participativos para producir los cambios sociales deseados.
En relación con la delimitación del Trabajo Comunitario (TC), Barbero y Cortes
(2005) proponen que el eje central de este tipo de IS es la organización de la población
o la constitución de un grupo/grupos en torno a un proyecto común. Se trataría, según
los autores, de una práctica organizativa que pretende abordar la transformación de
situaciones colectivas mediante la organización de la acción asociativa. El componente
participativo en este proceso es fundamental, pues se trataría de que la gente se fuera
implicando de un modo creciente en iniciativas que les son relevantes.
Para Marco Marchioni (2001), dos son los elementos básicos en el TC: la
participación y la organización. Según este autor, el proceso comunitario de desarrollo
no es posible si los diversos protagonistas de un cierto territorio no participan
activamente en él. Se trata de ofertar ocasiones concretas, reales y apropiadas a la realidad
en que se desenvuelve el proceso, para que las personas participen activamente en la
organización, toma de decisiones y realización de las acciones que estiman convenientes.
Pero, además, esa participación debe ser organizada, se trata de que los profesionales
colaboren en realizar una función pedagógica, aporten en organizar procesos y
actuaciones para que la gente aprenda a participar y participe efectivamente.
En lo que concierne a la organización, incluye la necesidad de coordinar los diversos
recursos a menudo fragmentados y dispersos en el territorio, y darles coherencia y
sentido de globalidad. Esto implica trabajar con los diferentes entes de los servicios
públicos, asociaciones privadas y también con el resto de la población.
El proceso participativo tiene que crear organizaciones sociales: reforzando los
grupos y las asociaciones existentes en la comunidad; propiciando el nacimiento de
nuevas organizaciones, favoreciendo un proceso que alimente y enriquezca el tejido
asociativo y, por último, fomentando que entre el conjunto de grupos exista comunicación
y colaboración (Barbero & Cortés, 2005). En este último punto, como subraya Marchioni
(2001), se debiera favorecer no sólo la comunicación de las actividades o propósitos
TRAYECTORIA DE PRÁCTICAS DE LA PSICOLOGÍA COMUNITARIA EN CHILE DESDE LOS AÑOS 90 A LOS 2000 227
puntuales, sino que también colaborar para una comprensión global del proceso
comunitario.
Una segunda tensión, que cruza el campo —muy próxima y relacionada con la
anterior— tiene que ver con los modelos conceptuales de referencias generados y
disponibles para concebir e instrumentar las prácticas de intervención.
Permite dar cuenta de esta diversidad y pluralidad de aproximaciones el
planteamiento de tradiciones de Intervención presentes en la Psicología Comunitaria
formulado por Alfaro (2006), que describe la gama de definiciones respecto del objeto
de intervención, así como respecto de la noción de problema, y las estrategias de
intervención desarrolladas a su interior.
La Psicología Comunitaria tendría heterogeneidad en la forma en que define su
objeto de intervención, conteniendo aproximaciones en que este se fija o delimita
como relaciones sociales de poder o diálogo, como ocurre en la Psicología Social
Comunitaria Latinoamericana u otras, en que es fijado en referencia a dinámicas de
interdependencia sistémicas, que incluyen procesos y estructuras de organización, como
en la Ecología Social.
Lo anterior junto a planteamientos como la denominada Intervención en Redes,
en la cual el objeto queda explicado por las lógicas sistémicas conformadas como redes
de intercambio y negociación simbólica (comunicación), que operarían según principios
de autorregulación y/o autorreferencialidad, constituyendo lo social y delineando la
acción humana.
Existen, asimismo, y siempre dentro de la Psicología Comunitaria, otras formas
de delimitar el objeto de intervención que apelan a la relación de ajuste o desequilibrio
entre sujeto y entorno social, entendidos como dos planos independientes
antológicamente, como en el Enfoque de Competencia.
Del mismo modo, la Psicología Comunitaria sería heterogénea respecto de la
noción de problema que utiliza, conteniendo aproximaciones en el que este queda
definido por las relaciones de poder, control y “sujetamiento” social, producto, productor
y reflejo del operar de relaciones sociales de desigualdad en la distribución de recursos
y poder en una sociedad, como es en la Psicologia Social Comunitaria.
Junto a otros perspectivas en las que un problema es entendido como resultado
de la dinámica sistémica de interdependencia, en la que participan los recursos sistémicos,
contextos, escenarios, límites, redes de intercambio, recursos personales y sociales,
etc., operando estos como el determinante que genera, mantiene, incrementa y / o
reduce una situación problema, de manera tal que lo que lo define es la disfuncionalidad,
o incapacidad en el funcionamiento del todo sistémico para operar armónicamente,
proveyendo de los recursos necesarios, como es en la propuesta de Ecología Social.
Es posible también reconocer, a este respecto, nociones de problema en las que
este es concebido como una conducta desviada, construida desde la relación sistémica,
constituyéndose como una “etiqueta” o forma simbólica, no referida a una característica
de la conducta en sí, sino más bien a un registro normativo particular, de carácter
simbólico relacional, que afecta la identidad del sujeto y abre un proceso que amplifica
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por un lado, critica la idea de sujeto unitario y coherente y, por otro, resalta la función
central que tienen en la configuración de estos sujetos y en su posicionamiento, las
dinámicas de articulaciones enmarcadas en contextos sociales. De tal manera que, desde
esta perspectiva, las posiciones de sujeto no sólo se referirían a la posición de interventor/
a o intervenido/a, sino que se referirían a múltiples posiciones que diferentes individuos
o grupos pueden ocupar en dichas articulaciones, dinámicas y cambiantes según las
condiciones contextuales.
La relevancia de estas articulaciones contextuales (la situación) emanaría,
básicamente, del rol central que ellas tendrían en la configuración de lo que es digno de
transformación; es decir, ellas serían cruciales, en cuanto en su dinámica se fijan
significados en relación con las propias posiciones y también con los contenidos que
delimita la intervención.
Así esta aproximación a la intervención, delimitada por Montenegro (2001), resalta
y se sostiene en una perspectiva que enfatiza en el carácter situado del conocimiento de
los agentes sociales involucrados en articulaciones concretas, que permitiría, por un
lado, cuestionar la idea de grupos homogéneos y, por otro lado, resaltar el rol “generativo”
de estas prácticas de conexión, diálogo y tensión en las que se pueda definir posiciones
y miradas de contexto y posibilidades, conjuntamente con otros agentes.
Una perspectiva situada de la intervención social implicaría, tal como resalta la
autora citada, reconocer que en la práctica de materializar una intervención, estamos
siendo intervenidos desde articulaciones que definen nuestras posiciones de sujeto, de
forma tal que el lugar desde donde nos situamos es siempre una posición en construcción,
así como también una herencia, siendo por tanto crucial y necesario reconocer la propia
posición y las de otros entes y los alcances de éstas, además reconocer las posibilidades
y límites que se establecen como contexto de articulación.
Implica partir desde visiones “encarnadas” y situadas sobre el mundo y definir
espacios y problemáticas de transformación a partir de las articulaciones, haciéndose
cargo de las interpretaciones sobre el mundo social que se ponen en juego en cada una
de estas articulaciones particulares y en la referencia de cada definición.
realizamos, en tanto agentes sociales, en nuestras familias y grupo de pares, pero también
en estructuras institucionales como los procesos formativos y el trabajo.
Es decir, los interventores, en tanto agentes situados en un trasfondo, despliegan
sus prácticas sociales a partir de las posibilidades producidas en este marco de principios
generadores construidos socio-biográficamente. Sin embargo, estos principios
necesariamente se expresan en un escenario situacional concreto que impone unos
requerimientos particulares, de modo que toda práctica social es, a la vez, dependiente
y autónoma de la situación que constituye su contexto de inmediatez puntual.
Así proponemos entender que la constitución de toda práctica social es resultado
o producto de una relación dialéctica entre una situación y un habitus, de modo que su
comprensión no puede ser reducida a la pura descripción de las características
situacionales del contexto de ejecución, pues en ella también se expresa una matriz de
percepción, de apreciación y de acción, que hace posible el funcionamiento y despliegue
de tareas infinitamente diferenciadas gracias a la capacidad de transferir analógicamente
los esquemas que permiten resolver problemas que se presentan en la misma forma
general, pero en situaciones específicas distintas.
Este planteamiento nos señala que la búsqueda teórica del fundamento de las prácticas
de intervención psicosocial, ya no se puede centrar en la figura de un interventor, entendido
como procesador ejecutor —como postulan los numerosos cognitivismos—, constituido
éste sólo desde el despliegue de su conocimiento técnico-profesional. Así como tampoco
nos puede llevar a centrarnos en la figura de un interventor entendida, simplemente, en
base a la imagen de un productor hablante —postulado por una no menor cantidad de
discursivismos—. Más bien, desde esta perspectiva, la búsqueda del sentido de nuestras
intervenciones debería estar centrada en la realidad corporal e histórica de un “usuario-
intérprete” biográfica e institucionalmente situado (Sandoval, 2004).
De ahí que podríamos asumir la propuesta de Martínez (2004) de que la práctica
es una acción permanentemente abierta e irreversible, encuadrada por las estructuras
externas, y guiada estratégicamente por el habitus que actúa como trasfondo, y construida
en los contextos o campos situacionales cotidianos.
Basado en ello, proponemos analizar las prácticas de intervención psicosocial y
comunitarias a partir de esta doble constitución, en tanto acción regulada y construida a
partir de las necesidades institucionales de un programa y una política social, y en tanto
acción fundamentada y construida a partir de un saber práctico instalado en el registro
del habitus de los propios interventores.
Nos ayuda a clarificar este carácter situado de toda práctica interventiva a la que
nos referimos, recurrir a una segunda idea clave para analizar y teorizar la constitución
de estas. La idea del interventor psicosocial como un mediador entre los requerimientos
de la institución y las posibilidades que permite la trayectoria de formación de los
propios profesionales (Saavedra, 2005), o la idea de un mediador institucional entre un
programa y una comunidad concreta (Martínez, 2004).
En el análisis de las prácticas de intervención comunitaria, entendidas como
intervención social situada, de Montenegro (2001), y en la noción de prácticas como
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Conclusiones
Creemos que la intervención comunitaria en nuestro país, comienza a configurarse en
una incipiente institucionalidad, que pretendiéndose instituyente comparte espacios
con una diversidad de institucionalidades que han construido prácticas que se resisten,
o al menos friccionan, con los propósitos y prácticas que se pretende desde una
intervención participativa, situada, inclusiva capaz de provocar sinergia de recursos de
diversa índole para mejorar las condiciones de vida en la dirección que la gente establece.
La política social es el contexto para la implementación de prácticas interventivas
psicosociales y comunitarias, en el contexto de un Estado centralizado y “omnipresente”.
Nos enfrentamos a un Estado que define como tarea la “superación de la pobreza” y,
junto con ello, diseña diversos mecanismos institucionales para brindar respuestas a las
demandas y necesidades de la población que vive la pobreza, abre los espacios laborales
a los profesionales que se interesan por la temática, pero a la vez regula los modos de
acción y los criterios de evaluación, favoreciendo una tecnificación que progresivamente
propende al “enfriamiento ideológico” y valórico, provocando la retirada del
“compromiso” o el desencanto por la pérdida de mística de la intervención.
De esta manera, las prácticas interventivas se construyen desde arriba (“Top Down”),
por tanto pierden su rol transformador, pasando a ser un nuevo mecanismo de adaptación
social. Por cierto, a cambio pasan a ser replicables y se masifican, logrando grandes
coberturas y resultados demostrables y transferibles, pero en un marco de posibilidades
distinto.
Realizar estas prácticas por fuera del sistema, en oposición a éste o como alternativa
a las ideologías dominantes, o sea en la adversidad, que significa una construcción desde
abajo (“bottom up”), supone por definición prácticas resilientes, participativa y
empoderadora, lo cual implica que ellas se hagan intransferibles, aisladas e irrepetibles,
pues requieren de un compromiso y perseverancia difícil de exigir como parte de un
“contrato laboral”, en consecuencia, se puede tratar de intervenciones místicas, pero de
baja cobertura y marginal.
Tanto los profesionales, los psicólogos y psicólogas en este caso, como las
comunidades producen prácticas humanas que son una suerte de “punta de ovillo” de
la dimensión institucional que lo origina y sostiene (Ferullo, 2006). En la interfase
producida por el encuentro de culturas y posiciones diversas procedentes de estas
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también comparten una perspectiva crítica de la realidad social, entran en franca fricción
con el escenario institucional que delimitan las políticas sociales en Chile.
Esto se ve reafirmado al considerar lo indicado por Alipio Sánchez Vidal (2006), a
partir del análisis de una serie de artículos de académicos chilenos especialistas en el área,
quien señala, textualmente, que la Psicología Comunitaria chilena “aparece como un campo
en plena ebullición teórica y práctica, ilusionado y socialmente comprometido, plural e
híbrido, animado por ciertas místicas no siempre convergentes (lo latinoamericano, lo
crítico-construccionista, el cambio social), atravesado de ambivalencias (lo propio y lo
ajeno) y lastrado con algunas carencias (técnicas, sobre todo)”.
Si esto demarca el contexto formativo de los profesionales psicólogos y a ello
sumamos las tensiones propias que viven las políticas sociales en relación con sus
modelos teóricos y metodológicos y las tensiones propias de la institucionalidad, es
urgente atender a las prácticas psicosociales que son posibles en este contexto.
A partir de lo expuesto a modo de propuesta o “hipótesis de futuro”, surge la relevancia
de asumir el desafío de investigar sobre las prácticas de intervención que realizan actualmente
profesionales psicólogos en el marco de los programas sociales, aproximándonos a las
elaboraciones que ellos efectúan a partir de las múltiples interfases institucionales/culturales
en las que deben actuar, y reelaborar una y otra vez sus prácticas. Creemos que ello es de
relevancia para avanzar y asentar mínimas “coherencias sistémicas”, que efectivamente aporten
a la transformación social desde modelos participativos y sinérgicos.
Así, la pregunta específica que debiera guiar el análisis y comprensión de las prácticas
de intervención que realizan los psicólogos en marcos de los programas sociales,
debiera poner foco central en dar cuenta de los contenidos de elaboración, integración
que se estructuran en la acción simbólica de los interventores, respecto de los dispositivos
técnicos y de acción relativos al nivel de las competencias profesionales provenientes
de la formación universitaria de estos profesionales, por una parte, y por otra la
elaboración simbólica que ellos realizan respecto de los requerimientos técnicos
surgidos desde los marcos institucionales de los programas sociales en que los psicólogos
se encuentran insertos laboralmente.
Desde nuestro punto de vista, un camino posible para estudiar, entender, conducir
y abordar formativa y académicamente este desfase que se presenta entre las políticas
sociales y las orientaciones de estrategia que surgen desde los desarrollos en Psicología
Comunitaria, se requiere estudiar las categorías y dimensiones teóricas y subjetivas
(simbólicas representacionales) que estarían operando actualmente en la elaboración
contextual y en la conformación técnica y concreta de respuestas operacionales en los
interventores psicólogos que se desempeñan en la ejecución de programas.
Un análisis de la estructuración simbólica, recogiendo las disposiciones
representacionales específicas con respecto al quehacer psicosocial y comunitario que
elaboran los interventores a partir de sus trayectorias biográficas–profesionales, ya que,
en su construcción, converge tanto la re-escritura de la formación universitaria-docente,
como la re-elaboración de los capitales familiares, sociales y culturales de los propios
interventores.
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Así también, por otro lado, debiera dar cuenta de las disposiciones
representacionales respecto de los requerimientos de los programas y proyectos, es
decir, dar cuenta de los sistemas de significados personales y grupales con los cuales los
interventores elaboran las demandas técnicas que se les presentan desde la política
social, la cual actúa como un contexto de condiciones de posibilidad para sus acciones
profesionales en el marco de los programas sociales.
Es decir, una adecuada comprensión de las prácticas de intervención comunitarias
y psicosociales debiera interrogar sobre la interfase de elaboración situacional en la que
se instala y se conforma el interventor y desde la cual enfrenta la tensión y la mediación
entre las orientaciones de la política social y la disciplina académica, lo cual, finalmente,
se materializa en una práctica interventiva concreta.
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Referencias