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Así, el concepto de lo bueno y de lo malo está en función de la ley moral. Ahora, la mediación
entre esta ley con las acciones consiste en elevar la máxima (subjetiva) a lo universal y decidir
desde allí si la acción es buena o mala, sin injerencia alguna de los sentimientos.Para Kant el
único sentimiento válido es el respeto frente al hombre que encarna la ley moral (es un
sentimiento producido por causa intelectual y conocido a priori).
En contraste, el móvil para la acción no debe ser el amor propio, el cual es la inclinación a hacer
de sí mismo principio objetivo de determinación. La presunción, por su parte, se da cuando el
amor propio se erige en legislador y en principio práctico absoluto. En resumen, la determinación
de la voluntad para la acción no es moral si se da desde los propios sentimientos e inclinaciones,
sino en la ley moral que es desinteresada y cuyo único requisito es el deber.
El respeto tiene un efecto positivo pero indirecto sobre el sentimiento, pues debilita por
humillación las inclinaciones. Así, el deber es la acción realizada en vista de la ley, no por
solicitaciones externas ni inclinaciones; diríamos en una sola expresión: interés moral. La crítica
de Kant a la razón práctica es la tendencia de ésta a fundar sus preceptos con el único arreglo a
la experiencia, y por ello, elevar a principios prácticos supremos las inclinaciones de cada
individuo.
(… ) sustituye al deber algo muy diferente, un interés empírico en el cual entran todas las
inclinaciones en general, que, sea cualquiera la forma que revistan, degradan a la humanidad,
cuando se las eleva a la dignidad de principios prácticos supremos; y, como estas inclinaciones
halagan, no obstante, la sensibilidad de cada individuo, el empirismo es mucho más peligroso
que el fanatismo, el cual no puede constituir en la mayor parte de los hombres un estado
duradero y permanente (Kant, Crítica de la razón práctica, 2004, pág. 105)
Kant establece un esquema respecto a los principios prácticos. Define que las éticas anteriores a
él son heterónomas, en tanto que la voluntad depende de contenidos ajenos a sí misma. En
contraste, la moral regida por el imperativo categórico es auto determinante (autónoma) pues
no depende de contenidos sino de la forma. Respecto a Aristóteles ya se marca una diferencia,
ya que Kant clasifica a la eudonomía como una ética heterónoma al perseguir un fin determinado
(es un imperativo hipotético mas no categórico). No obstante, actuar por la ley moral (deber) nos
convierte en hombres dignos de felicidad, así sea en el otro mundo.
Lo último por resaltar son aquellas ideas que en la razón pura son inaccesibles (mundo
nouménico), pero que en la razón práctica se asumen como postulados, a saber: la libertad, la
inmortalidad del alma humana y la existencia de Dios. Al ser postulados, no importa si son ciertas
o falsas, lo que importa es la perspectiva y necesidad práctica. Estamos obligados a admitir estas
ideas para explicar la ley moral. Sin entrar a definir cada una de estas ideas, se resalta que el
fundamento para la vida moral no precisa de la verdad o del conocimiento. Esto guarda alguna
similitud respecto a Aristóteles quien sitúa la ética en el ámbito de la prudencia y no en
la sabiduría. Es decir, para ambos filósofos llevar una vida ética o moral no se relaciona
necesariamente con el conocimiento, sino con los sentimientos y la manera en que los
manejamos.
En esta obra, Kant intenta la conjunción de racionalismo y empirismo, haciendo una crítica de las
dos corrientes filosóficas que se centraban en el objeto como fuente de conocimiento, y así, dando
un «giro copernicano» al modo de concebir la filosofía, estudiando el sujeto como la fuente que
construye el conocimiento del objeto, a través de la representación que el sujeto, mediante la
sensibilidad inherente a su naturaleza toma del objeto.
Entre las resistencias que encontró la obra se puede citar que Pío VIII, antes de llegar a papa
católico, como prefecto de la Congregación del Índice prohibió bajo amenaza de excomunión la
lectura de la Crítica de la razón pura (decreto del 8 de julio de 1827)
INMORTALIDAD DEL ALMA
La inmortalidad del alma es, entonces, “un postulado de la razón pura práctica”, que
Kant entiende como “una proposición teórica, pero que no es demostrable como tal,
sino en cuanto depende inseparablemente de una ley práctica que vale
incondicionalmente a priori” (KpV 5:122). La inmortalidad sólo puede pensarse en
relación a aquella perfección a la que estamos obligados en nuestras acciones, no
obstante jamás podemos alcanzar en esta vida.
Kant cree que a una persona que ha experimentado cierto amejoramiento moral en lo
que respecta a su propia personalidad, sólo por ese hecho, le es lícito “esperar una
ulterior e ininterrumpida continuación de tal prosecución mientras dure su existencia y
hasta más allá de esta vida… ciertamente jamás aquí o en algún previsible punto del
tiempo futuro de su existir, sino sólo en la infinitud de su persistencia (abarcable sólo
por Dios)” (KpV 5:123-124).
[…] es el giro utilizado por la razón para designar un bienestar íntegro e independiente
de todas las azarosas causas del mundo y, al igual que la santidad, es una idea que
sólo puede verse comprendida en la totalidad de un progreso infinito, con lo cual nunca
será plenamente alcanzada por dicha criatura. (KpV 5:123n)
Se suele decir que la filosofía de Kant recae finalmente en los mismos dogmas del
cristianismo, a saber, en la creencia en Dios y en la inmortalidad. Para Kant ambos son
artículos de fe, postulados de la razón pura práctica. No obstante, la filosofía kantiana
no sólo no afirma su existencia, como hemos mostrado, sino que, al menos en relación
a la inmortalidad, dice explícitamente que es inalcanzable para criaturas como
nosotros, y sólo nos queda una esperanza útil para nuestra resolución moral, aquí en
la tierra.