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MÍSTICOS DE
SANTA CATALINA,
EL CUADRO QUE
“MATÓ” AL PINTOR
HISPALENSE
MURILLO
De nombre, Bartolomé. De apellidos, Esteban y Murillo (aunque
Pérez sería el legítimo por ser el primero de su madre). Nacido
en Sevilla a finales de diciembre de 1617 y bautizado el primer
día del siguiente año en la parroquia de Santa María
Magdalena…
Podría ser este un buen comienzo para una biografía sobre el genial pintor sevillano ¿no
creéis? “Y el menor de 14 hermanos” podríamos añadir, que no es poca cosa.
Bartolomé Esteban Murillo, huérfano de padre y madre antes de los 10 años, vivía en la
calle Santa Teresa, aledaña a la hispalense Plaza de Santa Cruz. Fue el pintor de
las Inmaculadas y los pastores que ilustran nuestras postales navideñas. El artista cuyos
restos están actualmente desparecidos tras el expolio francés de la Sinagoga de Santa
Cruz en su “visita” de principios del siglo XIX.
Murillo fue también el protagonista de una de las leyendas que engrosan nuestra rica
tradición oral. Hay quien dice que una vez, estando paseando por los alrededores de la
majestuosa Catedral o cerca del Puerto de Sevilla (que aunque pueda sonar un poco raro,
existió y sigue existiendo, al sur de la hermosa ciudad), se le acercó una gitana que se
aventuró a leerle su destino. Acto seguido, muy seria, le miró a los ojos y le animó a no
acudir a ninguna boda, pues en una de ellas estaría su desdichado final. Dicen que,
además de ferviente hombre de fe, era bastante supersticioso, y que incluso llegó a
rechazar alguna invitación por miedo a que se cumpliera la profecía.
Pasó el tiempo y al maestro del barroco, ya entrado en años, le llegó un encargo del
convento de los Capuchinos de Cádiz para revestir con sus pinturas el retablo mayor de la
desparecida iglesia de Santa Catalina. Se dirigió hacia allí, con sus pequeños achaques
pero con el mismo sentimiento innato para la pintura. Corrían los años 80 de aquel siglo
XVII y Murillo, como buen artista que quiere empaparse de todo el sentido de su obra,
decidió convivir durante aquel tiempo en el mismo convento donde daría sus últimas
pinceladas. Y el vaticinio se cumplió… No fue como padrino ni como marido, pero sí como
autor del cuadro de una boda: un compromiso divino entre Santa Catalina y Dios mismo.