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Crónicas
(2003-2013)
Francisco Mouat
Viernes 29 de Agosto de 2003
Apostillas a Bolaño
En esta misma revista, el 18 de
abril de este año, Rodrigo Pinto
publicó una entrevista a Roberto
Bolaño en la que el escritor
hablaba de su insuficiencia
hepática y le preguntó:
"¿Cuándo supo que estaba
enfermo?". Me cuesta olvidar la
respuesta de Bolaño, y por eso
vuelvo sobre ella: "En realidad
me di cuenta de que estaba
enfermo a los 11 o tal vez a los
10 años, en Cauquenes. Yo
estaba solo, en el patio de mi
casa, y un tipo muy alto y muy
flaco me preguntó, desde el otro
lado de la barda, por una calle.
Le dije que no sabía dónde
estaba esa calle y el tipo se
alejó. Yo me asomé a la barda
(era una barda no de ladrillos ni
de cemento, sino de adobes
hechos con barro y paja) y lo vi
alejarse. Parecía un zancudo. Y
entonces me di cuenta de que,
de la misma forma en que él se
alejaba, yo también, en cierto
modo, me alejaba, ambos nos
alejábamos mutuamente de
nuestras respectivas
conciencias. Me di cuenta de
que yo pensaba y que él también
pensaba y que ambos
pensamientos no sólo no eran
parte de un juego, sino que eran
dos pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de pocos segundos. Que yo
tenía mi vida y que él también
tenía su vida. Y esa toma de
conciencia fue para mí el primer
atisbo concreto de la muerte,
pese a que ya por entonces
había visto a dos muertos (en
dos velorios, naturalmente)".
Bolaño se murió hace más de un
mes en Barcelona de un shock
hepático incontrarrestable, y de
su muerte y su legado literario
se ha escrito bastante en este
tiempo. Pero sus palabras dichas
en esa entrevista siguen dando
vueltas en mi cabeza. La imagen
narrada, el flaco preguntando y
luego perdiéndose para siempre
en algún rincón de Cauquenes,
posee la fuerza de una novela
existencial. Bolaño reflexiona
en su respuesta acerca de
aquellos encuentros casuales
con otras personas que nos
remiten a nuestra propia
conciencia de muerte: "Dos
pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de pocos segundos".
A veces se trata de un flaco con
aspecto de zancudo que te
pregunta una dirección y luego
se pierde para siempre de tu
vida. A veces es un extraño con
el que compartes asiento en el
metro o en el estadio y del que
no sabrás demasiado, aparte de
su aspecto físico. A veces es el
lector desprevenido de un libro
escrito por Bolaño —yo
mismo— que durante el tiempo
de lectura se entromete en las
obsesiones de sus personajes.
Mañana será el dependiente de
por ahí que te sirva un café, o el
quiosquero de más allá que te
extienda el diario. A veces la
vida te da sorpresas, y la
casualidad te llevará a
encontrarte en un terminal de
buses con la que más tarde será
una entrañable amiga del alma.
Nosotros mismos, todos
nosotros, sin excepción, somos
el resultado de un montón de
accidentes y azares ocurridos en
cientos de años que nos tienen
hoy en nuestro puesto de
combate. No sabemos qué viene
para nosotros más adelante, y
esa sola comprobación de
fragilidad nos hace humanos,
exageradamente humanos e
imperfectos, mortales.
Cuando supe la muerte de
Bolaño, pensé en mis amigos
que eran sus amigos. A uno le
escribí de inmediato, intuyendo
su tristeza. Me respondió al
minuto: "Por el momento no
hay consuelo. Se me agolpan las
imágenes de mi último
encuentro con él, en mayo, y
lloro. ¿Qué más podría hacer?".
Los amigos más amigos se
hacen imprescindibles, incluso
cuando están muertos. Bolaño
sabía que estaba enfermo y que
su enfermedad podía traerle la
muerte por anticipado. "Tengo
fecha de caducidad", decía. Y
resistía escribiendo.
"Escribiendo a contrarreloj",
como apuntó su amigo
mexicano Juan Villoro.
"Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable",
escribió una vez José Agustín
Goytisolo en su hermoso poema
"Palabras para Julia". Ahora
Bolaño está muerto en
Barcelona, cremado y echado al
viento sobre las aguas del
Mediterráneo, y nosotros
seguimos acá, también con
fecha de caducidad, sin
demasiada idea de lo que nos
espera. Lejos de su conciencia,
como lejos estaba él de la
conciencia de aquel flaco con
aspecto de zancudo que le
preguntó por una dirección en
Cauquenes.
Termino de escribir esta
columna y voy sobre sus libros.
Convertido ahora en su lector,
pienso nuevamente en sus
palabras, las que el propio
Bolaño redactó en esta revista:
"Dos pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de pocos segundos". Y corrijo
su texto: debiera decir "casi
siempre por espacio de pocos
segundos". Pero no esta vez.
Tratándose de sus libros, por
todos los segundos que dure la
lectura, hasta el último de sus
versos.
Viernes 12 de Septiembre de
2003
La barra del Bierstube
Guardo desde hace años la
imagen de un hombre gordo que
casi siempre vestía pantalones
grises, camisa blanca y a veces
suspensores. Un hombre gordo
y de lentes sentado en uno de
los pisos de la barra del
Bierstube, dándome la espalda a
mí y a todos los que íbamos y
nos sentábamos en alguna de las
seis mesas del bar.
Hablo del Bierstube frente al
parque Forestal, en Merced 142;
hablo de la segunda mitad de los
años ochenta, y de este hombre
gordo y alemán que era el dueño
del local, o mejor dicho el
esposo de la dueña, porque lo
que él hacía a toda hora, día y
noche, era tomar cerveza
sentado en la barra, cerveza
rubia y negra, mientras su
señora llevaba las riendas del
negocio muy bien parada al otro
lado del mostrador.
Este señor alemán de lentes, con
quien los clientes nativos
prácticamente no cruzábamos
palabra, salvo ligeros ademanes
de cabeza al entrar y al salir del
boliche, ya no está más en el
Bierstube. El otro día, cuando
volví al lugar después de
muchos años de tregua y
abandono, me enteré por la
nueva dueña que el hombre
había muerto.
Según la ley de probabilidades y
estadísticas, la muerte de este
señor alemán, gordo y bueno
para la cerveza, debo leerla
como un asunto más o menos
natural, tomando en cuenta que
han pasado 15 años o más de
cuando yo frecuentaba el local
dos o tres veces a la semana,
momento en el cual este
caballero andaba fácil en los 65
o 70 años de edad. Si
consideramos además su ingesta
diaria de cerveza, que seguro no
iba acompañada de ejercicios
cotidianos en el parque Forestal,
sumada a la deglución
sistemática de los
extraordinarios embutidos que
la cocina de su propio local le
proveía, el pronóstico acerca de
su salud se simplifica todavía
más.
Pero el hombre del que hablo
aquí no es el único ausente en el
nuevo Bierstube. Tampoco está
ahora Frau Lilo, mujer que
según recuerdo era medio prima
o sobrina de la dueña, y que
aparentemente se hizo cargo en
los años noventa del bar.
Cuando pregunté por Frau Lilo,
me comunicaron que había
muerto el año pasado. Entonces
pregunté por las dos mujeres
mayores que atendían las mesas,
la Olguita y la Rosita, las dos de
genio ligero, aunque la Olguita
más cascarrabias que la Rosita,
ambas encantadoras, siempre
vestidas de delantal celeste. Y la
respuesta no fue tan diferente:
"La Olguita jubiló hace varios
años, y la Rosita fíjese que
también murió".
No seguí preguntando. Me senté
en una de las mesas dispuesto a
repetir el menú de tantas
jornadas. El público empezó a
llegar. Un par de estudiantes
universitarios, tres oficinistas
empeñados en tomarle el pulso a
la economía del futuro, una
pareja de trato delicado y pocas
palabras, y en la mesa más
grande, la de la entrada, un
grupo de ocho o nueve personas
que parecían compañeros de
trabajo.
Eso sí, la barra permaneció
desocupada en todo momento.
El vacío de la nueva imagen
contrastaba con la fotografía del
pasado: en el Bierstube de los
ochenta podía haber alguna
mesa desocupada, pero la barra
estaba siempre en movimiento.
En la barra se instalaban los
alemanes junto al dueño de casa
a tomar cerveza, amigos o
conocidos del gordo que a veces
hablaban fuerte, que contaban
chistes en su idioma y se reían
de buena gana, y que más
encima podían enterarse con
exactitud de los resultados de la
Bundesliga de fútbol, incluida la
tabla de posiciones, gracias a un
extraordinario tablero verde con
insignias colgado en la pared
que el gordo se encargaba de
mantener al día.
El Bierstube fue un gran reducto
en mi vida y en la vida de
muchos santiaguinos que
merodeaban Plaza Italia, la
Escuela de Derecho de la Chile,
el parque Forestal, el Bellas
Artes, el barrio Lastarria. Es
probable que no vuelva a ser mi
guarida, como también dejó de
serlo para los alemanes que lo
frecuentaban y que ahora no
sabemos en qué barra seguirán
acodándose para continuar
adelante con sus vidas.
El tiempo hace su trabajo, pero
no nos impone el olvido.
Viernes 26 de Septiembre de
2003
El gran secreto de Charles
Lindbergh
El célebre Charles Lindbergh, el
primer hombre en el mundo que
atravesó con éxito en avión el
Atlántico sin escalas entre
Nueva York y París en 1927, un
ciudadano que solía estar en las
noticias y que a lo largo de su
vida ocupó mucha energía en
protegerse de las cámaras y los
flashes y los micrófonos,
enfermó de cáncer en sus
últimos años de vida y murió un
día de 1974, llevándose a la
tumba un gran secreto que sólo
ahora empezamos a conocer.
Su ejemplo es contundente: la
biografía de cualquier ser
humano siempre está
incompleta. Aunque se trate de
un hombre famoso y
archiconocido, aunque haya
libros y más libros escritos
sobre él, aunque el hombre se
haya esmerado en dejarnos un
exhaustivo diario de vida,
aunque uno haya sabido detalles
increíbles de las cosas que decía
y la ropa que vestía, aunque
haya mil fotografías que lo
descubran en la intimidad de su
casa, o durante sus viajes, o
posando uniformado junto a sus
compañeros de colegio, igual
cualquier narración sobre la
vida de otra persona dejará
espacios en blanco, zonas de
misterio, que a veces el paso del
tiempo se encarga de ir
completando.
Lo de Lindbergh es más intenso
que el más intenso de los
culebrones, y es la vida real. Se
sabía que el hombre estuvo
casado —no felizmente casado,
pero casado a fin de cuentas—
con Anne Morrow, hija de un
diplomático norteamericano, y
que con ella tuvo seis hijos, uno
de los cuales fue secuestrado y
asesinado en 1932 cuando aún
no cumplía dos años de edad.
Pues bien, notas de prensa
despachadas hace algunas
semanas desde Alemania
sacuden el polvo del archivo
familiar de los Lindbergh: ahora
se sabe que Charles mantuvo
durante los últimos diecisiete
años de su vida una relación
extramarital con una sombrerera
alemana, Brigitte Hesshaimer,
con quien tuvo tres hijos que
están vivos y coleando en su
país, y que han decidido hablar
en voz alta no para cobrar parte
de una herencia, sino para
restituir el nombre del padre en
sus vidas.
¿Cómo supieron ellos que
Lindbergh era su padre, si en las
fichas del registro civil figuran
como hijos de "padre
desconocido"? Muy simple:
gracias a viejas fotografías y un
centenar de cartas que la hija
mujer —Astrid— descubrió
casualmente hace muchos años
en el granero de casa, todas
dirigidas a su madre, todas
escritas por el mismo hombre,
todas guardadas en la misma
bolsa; decenas de cartas que
hablaban cariñosamente de
"nuestros hijos" y que hicieron
confesar a su destinaria el gran
secreto: sí, el hombre que venía
dos o tres veces al año a nuestra
casa, el hombre que se hacía
llamar Careu Kent, el hombre
que jugaba con ustedes y les
hacía trucos de magia y les
hablaba de animales salvajes en
África, ese hombre era su padre
y su verdadero nombre es
Charles Lindbergh.
El compromiso de los tres hijos
alemanes con su madre fue que
nadie diría una palabra antes de
que ella muriera. Y la
sombrerera murió el año 2001,
curiosamente el mismo en que
murió también la viuda oficial
de Lindbergh, Anne Morrow, y
entonces los hijos no
reconocidos se sintieron libres
para golpear el tablero y hacer
saltar las fichas de la ordenada
biografía de Charles Lindbergh.
El biógrafo oficial de
Lindbergh, el norteamericano
Scott Berg, autor de un
entretenido libraco de
ochocientas páginas que ganó el
Pulitzer donde supuestamente
cuenta con pelos y señales todo
lo que hay que saber de la vida
del piloto, está denodado, casi
sin habla. En la biografía de
Scott Berg la sombrerera
alemana no existe, en su libraco
sólo se apuntan seis hijos, todos
bien documentados. ¿Qué hará
Berg ahora? Tratándose de
Lindbergh, no bastaba con
investigar cronológicamente su
vida, con meterse a todos los
archivos, con entrevistar a sus
hijos, a sus amigos; ni siquiera
servía el propio diario que
Charles escribió, o saber que su
padre lo había educado para que
ocultara sus sentimientos.
Siempre el biografiado se
reservará un as. Por ejemplo,
viajes furtivos a Alemania cada
tres o cuatro meses en donde
sólo él conoce su paradero, o
escribirle 112 cartas secretas de
amor a su otra mujer, a Brigitte
Hesshaimer, la última de las
cuales despachó desde Maui,
Hawai, diez días antes de morir.
En ella escribió: "Estoy
perdiendo fuerzas cada día, me
resulta difícil escribir. Mi amor
para ti y para los niños es todo
lo que puedo enviar".
Viernes 7 de Noviembre de
2003
Manuel, ciudadano
La historia de cualquiera de
nosotros puede ser contada un
día. No se necesitan galones
especiales ni haber prendido
fuegos artificiales para hacerlo.
Siempre hay un pasado que se
desvanece poco a poco, un
presente fugaz, un futuro
incierto, alguna frase echada al
viento. El protagonista de esta
columna trabaja en la misma
esquina de la comuna de Ñuñoa
desde hace más de quince años.
Hasta ahí llega en micro a
instalarse todas las mañanas
muy temprano, a eso de las
siete, y lo normal es que vuelva
a casa alrededor de la una o una
y media de la tarde, donde lo
esperan a almorzar.
Cuando pensé en escribir sobre
él, no sabía cómo se llamaba.
Ahora sé que se llama Manuel,
que tiene 70 años y que es
viudo. Antes ya sabía que era
bajo de estatura, menudo, de
barba cana, dueño de una calva
lustrada y brillante. Esta mañana
en que me detengo a observarlo,
presenta un aspecto de hombre
pobre pero digno: zapatillas
blancas con mucho uso, una
muleta para sostener y
acompasar la cojera de su pierna
izquierda, pantalones café
gastados, polera gris con blanco
a rayas y casaca beige.
Durante años he pasado con
frecuencia en auto por su
esquina en las mañanas y
siempre he advertido su
presencia, pero mi capacidad de
observación se había limitado a
los pocos segundos que
transcurren al paso cuando hay
luz verde, y a medio o un
minuto más cuando tocaba luz
roja.
No sé por qué, pero desde
siempre el hombre me cayó
bien. No parece ni siquiera estar
a la expectativa: exhibe una
actitud quieta, serena,
desprovista de ansiedad,
mientras espera de pie el gesto
amable de un chofer que baje la
ventanilla, lo llame y le extienda
una moneda. Para saber un poco
más, para ser espía de su vida
cotidiana, decido por una vez no
pasar de largo.
Es una mañana de miércoles
como cualquier otra, pero
soleada, primaveral. Me siento
en el banco de una plaza
pequeña que está justo en
diagonal a la esquina con
semáforo donde Manuel vive su
ciudadanía desde hace más de
quince años. Son las nueve de la
mañana. Un perro callejero
viene a instalarse junto a mí.
Parece querer decirme que
nunca estamos totalmente solos.
En ese mismo momento, un
señor mayor de sombrero
jipijapa y camisa celeste de
manga corta aborda a Manuel.
Es, a las claras, un jubilado con
ganas de charlar. Lo más
probable es que se conozcan
desde hace tiempo, y que el
ritual de la conversación
tempranera sea una rutina en la
vida de ambos. Manuel
enciende un cigarrillo y se
distrae de los autos que bajan y
siguen bajando rumbo a millares
de oficinas y puestos de trabajo.
Me concentro en los ruidos que
acompañan la vida callejera de
Manuel: bocinas, el motor de
una motoneta, el ladrido de un
perro, una máquina eléctrica de
cortar pasto, los frenos sonoros
de un inmenso camión. No hay
mucho más.
Pensaba que Manuel era de
pocas palabras, pero, antes con
el jubilado y ahora con una
empleada doméstica que sale a
regar, el hombre se afana en
mantener una conversación
larga e incluso gesticulada.
Observo, además, que fuma y
fuma, y que el don de la vista lo
mantiene intacto cuando
acompaña con la mirada por
varios segundos el paso
vaporoso y esbelto de una chica
buenamoza con polera negra sin
mangas y aspecto de estudiante
universitaria.
En la última media hora,
Manuel se ha desentendido del
que se suponía era su primer
afán en esta esquina: estar
atento a los aportes monetarios
de los vehículos que pasan y se
detienen con la luz roja. Pero la
vida continúa, la empleada
doméstica que regaba ya entró a
su casa, unas señoras que habían
salido a pasear sus perros se han
marchado, y Manuel vuelve a
afirmarse en el semáforo a
esperar. Pasadas las diez de la
mañana, decido cruzar la calle y
abordarlo. No cuesta nada
conversar con él, saber su
nombre, su edad, su costumbre
de fumar dos cajetillas de Derby
rojo todos los días, su adicción a
la cocacola y ciertos detalles de
su buena salud: "No tomo nada
de alcohol, ni pílsener. Me
levanto a las cinco y media de la
mañana todos los días, estoy
bien con Dios, y aquí me ve,
enterito. Uso muleta porque me
atropellaron de cabro y quedé
con la rodilla mala". En esta
misma esquina dice haber visto
muchas cosas. "Hace poco, unos
jóvenes quisieron quitarle la
cartera a una señora. No puede
ser. Si yo fuera Presidente,
aplicaría mano dura. Mano dura
con los ladrones y los
violadores"
Me despido de Manuel. Cuando
el ruido de autos se desvanece,
es posible escuchar en la plaza
el profundo sonido de la ópera
desde el interior de una casa
cercana que aún no descorre las
cortinas: otro ciudadano
jubilado, imagino, que saluda el
inicio de un nuevo día.
Sábado 22 de Noviembre de
2003
Mi abuelo y mi tatarabuelo
El otro día fui al cementerio a
enterrar al último de mis
abuelos, Arnaldo Croxatto
Rezzio. Pienso en él y pienso en
mis años de cabro chico, cuando
al volver del colegio saltaba la
reja interior (éramos vecinos-
vecinos) para correr a perderme
en su casa, que era también la
casa de mi abuela Amalia.
Había en esa casa de dos pisos
en la comuna de La Reina, casi
en la frontera con Ñuñoa,
apenas divididos por Avenida
Ossa, una glorieta grande en la
que se podía jugar fútbol en
solitario o en compañía de
alguno de mis hermanos; una
glorieta flanqueada por paltos
gigantescos que daban esa palta
hilachenta y sabrosa que poca
salida tiene en el mercado, pero
que igual es rica. Había también
en esa casa patines para correr,
raquetas de bádminton y una
plumilla, duraznos blanquillos y
nísperos jugosos, un gran
mueble con herramientas y una
bicicleta aro 24 de ruedas
anchas en la que podíamos
recorrer un larguísimo parrón
que en verano se cargaba de
estupenda uva blanca, negra y
rosada.
Tampoco faltaban los juegos de
salón, entre los que recuerdo el
Dilema y el Tablero Chino, los
que más jugábamos con mi
abuela, aparte del naipe inglés
que muchas veces nos hizo
pelear cuando uno de nosotros
se llevaba el montón repleto de
canastas sucias y limpias.
Con mi abuela no sólo
jugábamos y peleábamos.
También la acompañaba a ver
teleseries, y de las pocas veces
en que recuerdo haberla visto
llorar, una fue cuando ella veía
un capítulo terrible del culebrón
mexicano Lucía Sombra, y otra
la mañana del 5 de septiembre
de 1970, cuando el diario
confirmó la victoria de Allende
en la elección presidencial.
Aunque mi abuela Amalia era -
de los dos la que hablaba fuerte,
mi abuelo Arnaldo era algo así
como la reserva moral de esa
casa. De bajo perfil en el
mundo, se convirtió en un
profesional meritorio de la
química orgánica industrial,
dictó cátedra en la universidad
con la modestia que lo
acompañaba a todos los sitios, y
en la empresa en la que
trabajaba realizó la síntesis de la
famosa sustancia insecticida
DDT mediante un método
totalmente distinto al conocido
hasta entonces. Ese era su gran
mérito: inventar una nueva
síntesis que permitiera la
fabricación de un producto con
licencia propia, sin tener que
pagar derechos. Lo hizo con un
remedio para la tuberculosis,
con el conocido cloranfenicol, y
también con muchos colorantes
que llenaron de tintura los
textiles de este país durante
décadas, cuando ese trabajo de
teñir las telas era obra casi
exclusiva de la industria
nacional. Mi abuelo, si hubiera
sido ambicioso, habría ganado
mucho dinero con tan sólo
patentar uno o dos de sus
inventos químico-industriales,
pero sus afanes estaban en otro
sitio. En ese sentido era un gil
buena persona.
Mi abuelo era el que llevaba a
sus nietos hasta su escritorio
para cargarnos de municiones
dulces: caramelos, calugas,
chocolates y turrones, a vista y
paciencia de una colección
meticulosamente empastada de
la revista Mecánica Popular. Él
me prestaba sus binoculares
para ver más de cerca a los
jugadores del equipo de sus
amores, Audax Italiano, las
pocas veces en que fuimos
juntos al estadio. Él me abría la
puerta del subterráneo de su
casa, donde guardaba las
películas de Chaplin y El Gordo
y el Flaco que más de una vez
vimos proyectadas por él
mismo. Él me bautizó una vez
como Guatón Bolis.
Lo echo de menos. Lo extraño.
Pero a quién le importa eso. Lo
que importa en este momento es
que él no está más, y que ahora
empieza a vivir como memoria
y como palabra.
Voy al archivo y me encuentro
con una crónica de Daniel de la
Vega publicada alguna vez en
El Mercurio. En ella habla de
otro familiar, de mi tatarabuelo
paterno, el relojero escocés Juan
Mouat, avecindado en
Valparaíso y constructor del
primer observatorio
astronómico que hubo en Chile,
cuando "Valparaíso era una
aldea que sólo tenía una calle
pavimentada". Según De la
Vega, los comerciantes que
habían oído hablar de sus
aficiones astronómicas se
burlaban del silencioso relojero
y le preguntaban irónicamente:
¿Ha descubierto alguna estrella,
don Juan?
"Don Juan sonreía con paciencia
escribe Daniel de la Vega. Él
conocía el desprecio de los
comerciantes por la curiosidad
científica, por la inquietud
filosófica, por el temperamento
artístico. Eran cosas de
desequilibrados. O de vanidosos
que pretendían llamar la
atención. Al hombre se le medía
por su capacidad para obtener el
dinero. En las tardes, don Juan
Mouat cerraba su relojería, se
iba a su casa y sacaba el tubo de
su anteojo por una ventana".
Juan Mouat miraba las estrellas.
Arnaldo Croxatto inventaba
fórmulas de química orgánica
industrial. Daniel de la Vega
escribió de mi tatarabuelo
paterno y de su desdén por el
dinero. Yo escribo ahora de mi
abuelo materno para que sus
besos no se desvanezcan
totalmente y su voz ronca siga
hablándome al oído.
Viernes 26 de Diciembre de
2003
El Finado Vargas
Claudio Vargas, el Finado
Vargas, está vivo pero está
muerto. ¿Cómo? Tal cual. Lo
mató su primera esposa hace
más de 35 años, pero sigue
vivito y coleando. Le explico: el
hombre respira, es de carne y
hueso, es nacido y criado en
Curicó, dice tener ahora 59
años, vive en una casa de la
calle Higuerillas, ha trabajado
toda su vida hasta hoy de
gásfiter, pero desde 1966 figura
en el Registro Civil como
fallecido en San Bernardo.
Leo su breve historia en el
diario Las Últimas Noticias, y
llamo al cronista, a Fabián
Llanca, para saber algo más del
Finado Vargas. Llanca me
facilita el teléfono celular de la
víctima, y no tengo más
remedio que llamar ahora a
Curicó para escuchar de boca
del mismo muerto la historia de
su vida.
La señora que atiende, al
parecer su actual mujer, me dice
que espere un momentito, que
ya viene el Finado.
Doy fe: Vargas es real. El
Finado vive, pero es de pocas
palabras. Su voz ronca, áspera,
es de fumador crónico y está al
otro lado de la línea.
—¿Cómo fue que lo mataron a
usted, Claudio?
—Mi mujer de entonces, con la
que me casé por ahí por 1960,
se fue un día de la casa, año
1965 o 1966, con los dos hijos
que teníamos. Hizo abandono
del hogar. Y yo dejé una
constancia en Carabineros,
porque fue ella la que me
abandonó.
—¿Por qué se fue? ¿Usted le
hizo algo?
—Una tía estaba preocupada y
decía que yo tenía otra mujer. Y
ella le hizo caso y se fue
enojada conmigo. Ella dudaba
de mí, se fue con los hijos y no
volvió.
—¿Era verdad lo que decía la
tía?
—Nada que ver, bajo ningún
punto de vista.
—¿Y?
—Y tiempo después, un año y
siete meses después que se fue,
ella me mató.
—¿Cómo lo hizo?
—No sé cómo lo hizo, pero me
mató con funeral y todo, porque
yo tengo nicho con nombre y
cajón en el cementerio de San
Bernardo. Mi muerte fue
completa.
—Por despecho, o para sacar
certificado de defunción y poder
casarse de nuevo, o por lo que
haya sido que su esposa de
entonces lo mató, Claudio
Vargas quedó legalmente
muerto desde 1966 y se
convirtió a ojos de todo Curicó
en el Finado Vargas.
En su ciudad lo conocen y le
gastan bromas con el cuento de
estar muerto en vida. El Finado
las toma con naturalidad. Lo
que sí le preocupa es que no
puede hacer vida ciudadana
normal, salvo votar los días de
elecciones: "No sé cómo, pero
estoy inscrito en el Registro
Electoral y nunca tengo
problemas cuando voy a votar
porque los encargados de la
mesa me conocen. El problema
grande va a ser cuando cambien
a los encargados. Ahí seguro
que no voy a poder votar".
El Finado Vargas no puede
pedir un crédito en el banco
porque está muerto, no puede
tener trabajo estable en ninguna
empresa porque está muerto, no
puede comprar con tarjeta de
gran tienda porque está muerto,
no puede comprarse un auto
porque está muerto, no puede
acogerse a jubilación porque
está muerto. Lo único que puede
hacer es trabajos esporádicos de
gasfitería para sobrevivir junto a
su nuevo familión que incluye
mujer y siete hijos, cinco
hombres y dos mujercitas.
Oiga, Finado, yo creo que usted
debe presentarse en el Registro
Civil y tratar de resolver su
problema.
He ido dos veces ya, pero
resulta que esta gente cuando yo
voy está en huelga. Y yo no
estoy para andar perdiendo el
tiempo. Si yo no trabajo, no
como. Si yo no trabajo, no tengo
ni para los vicios, ni para
comprarme cigarros.
No faltan en esta vuelta los
asesores improvisados que le
aconsejan al Finado Vargas
arreglárselas para pedir un
crédito a la mala. Total, le
dicen, como está muerto no
tendría que pagarlo después.
Pero él no se deja tentar: "Nada
que ver. Lo derecho es lo
derecho. El que miente, roba; y
el que roba, asesina".
El Finado lo tiene claro: así
como está, muerto, no puede
hacer ningún malabar, ningún
negocio. La última vez que tuvo
posibilidad de tener un trabajo
estable, le pidieron certificado
de antecedentes. El hombre
partió ilusionado al Registro
Civil y la respuesta de la
funcionaria de turno lo dejó
tumbado en el piso: "Usted no
puede sacar un certificado de
antecedentes porque no está
vivo. Lo que sí le puedo dar es
un certificado de defunción".
Oiga, Finado, le insisto: trate de
resolver su asunto, vaya de
nuevo al Registro Civil, hable
con un abogado.
—Chís, una vez hablé con un
abogado y me pedía tanta plata,
yo no tengo para eso.
—Bueno, vaya de nuevo, no
siempre estarán en huelga.
—Fui dos veces y las dos veces
estaban en huelga. Yo no puedo
andar caldeándome la cabeza
con este asunto. Sé que lo tengo
que hacer, ya veré.
La última pregunta, Finado:
¿alguna vez tuvo contacto con el
Más Allá en todos estos años en
que ha figurado como muerto?
—PAWSara nada. Nada que
ver. Ninguna cuestión.
Sábado 10 de Enero de 2004
El circo Guinness
Leo en el diario que no figuran
chilenos en la nueva edición del
Libro de los Récords Guinness.
No puedo creerlo. ¿Cómo es
posible? Nos hemos pasado los
últimos años inventando cada
tontería que es un gusto, y
resulta que ahora nos dan con la
puerta en las narices y ninguna
de nuestras proezas queda
registrada como tal. ¿Será
verdad o sólo se trata de un
rumor de mala leche?
Pasemos revista: en Chile, en el
último tiempo, hay intentos de
todos los tipos. Una ciudad, La
Ligua, decide tejer el chaleco
artesanal más grande del
mundo. Otra ciudad del norte
agita en una coctelera digna de
Gulliver el pisco sour más
voluminoso del planeta. Herido
en su amor propio, Puerto Montt
prepara en una excavación
profunda el curanto más grande
del mundo. Y así, suma y sigue:
en Paniahue arman un anticucho
de un kilómetro de largo, en
Chillán se cuadran con una
longaniza de 183 metros, en
Curicó le echan manjar a una
torta del porte de un estadio, en
Valparaíso cocinan una paila
marina del tamaño de un
océano, en Carahue se afanan
con el pastel de papas más
grande del mundo, y un poco
más allá se matriculan con una
empanada de horno capaz de
alimentar a un pueblo entero.
No faltan los giles que
enganchan y se juegan poco
menos que la vida en el intento,
acicateados por el estímulo de
ver el nombre de su pueblo o
ciudad impreso en un libro de
asuntos extremos. ¿A qué viene
tanto afán de trascender de este
modo, digo yo?
Echo mano a recortes de prensa
y doy con un agitador de la
causa Guinness en Chile: un
sujeto llamado Jaime Moya, que
parece cobrar buena plata por
prestar asesoría a personas e
instituciones interesadas en
registrar marcas en el libro de
los récords. No sería raro que
este Moya o algún otro
vivaracho hayan estado
lavándoles el cerebro a
funcionarios municipales
durante todos estos años para
motivarlos a participar en estas
festivas cruzadas. ¿El gran
premio final? Ver el nombre de
Curicó, por poner un ejemplo,
en el ítem "torta más grande del
mundo". Genial.
Hace veinte años, sin Moya de
por medio, Chile figuraba en el
Guinness casi exclusivamente
por asuntos de naturaleza y
geografía: el volcán inactivo
más alto del mundo, el desierto
más seco del planeta, la
vivienda de mayor altura. La
única exponente de raza con
nombre y apellido era Leontina
Espinoza, considerada entonces
la madre más prolífica del
mundo, con más de sesenta
hijos a su haber. Pero su marca
duró poco porque después no
hubo cómo comprobar que
todos sus hijos fueran paridos
por ella y no recogidos o
adoptados.
Figurar en el Guinness no es
una obsesión exclusivamente
chilena, en todo caso. Para nada:
esto es un asunto que
compromete a humanos de
todas las latitudes. En
Alemania, un piño de obsesos
lee en voz alta los libros de
Herman Hesse durante 52 horas
corridas. Ufff. En Panamá les
pica el amor propio y hacen lo
propio leyendo El Quijote
durante 60 horas para batir el
récord.
Y en el mundo entero, el Libro
de los Récords Guinness se
apunta con su propia marca: ser
tal vez el libro más vendido
entre todos los libros. Por ahí
encontramos una pista de su
éxito: usar a la gilada como
carne de circo para después
vender proezas por millones y
en todos los idiomas. Legítimo,
por supuesto. A nadie lo obligan
a caminar a pata pelada más de
veinte metros sobre brasas
ardientes, para después
sumergirse durante una hora y
veinte minutos en una tina
rellena con doscientos kilos de
puro hielo a veinte grados bajo
cero de temperatura. Y eso fue
lo que hizo en septiembre
pasado el karateca chileno César
Vergara, convirtiéndose según
la prensa de esos días en el
último chileno en inscribir su
nombre en el Guinness.
¿El karateca Vergara tampoco
figura en la última edición?
¿Todo su esfuerzo fue en vano?
Si se hicieran millonarios con la
proeza, uno podría entender la
lógica de los que se afanan: lo
hice por dinero. Pero no:
muchos de estos señores lo
hacen por el bendito honor de
ver su nombre en letras de
molde dentro de un libro donde
figuran millones de otros
nombres; un libro en donde es
imposible retener por más de un
segundo el nombre tuyo o de tu
pueblo porque en la línea que
sigue ese nombre es superado
por la marca del vecino: el
fulano que donó más litros de
sangre, el que tiene la lengua
más larga, el que sostiene más
culebras vivas en su boca, la
mujer más gorda, la más vieja,
el que ha vivido más tiempo con
una bala alojada en su cabeza, el
que se metió más hamburguesas
en la boca sin tragar un solo
pedazo.
¿Cuál será la verdadera gracia
de todo esto, fuera de
provocarnos risa? Algo
intrínsecamente humano tiene
que haber aquí. ¿El honor del
ridículo? ¿Decir lo logré, y qué
fue? ¿Tener un minuto de fama?
Por más que le doy vueltas a la
pregunta, no encuentro más
respuesta que risa nerviosa.
Sábado 4 de Septiembre de
2004
¡No dispares!
Narrada desde el sentido común,
la historia es más o menos así.
Trabajas como empleado en la
bodega de una de las
multitiendas Ripley del barrio
alto. Te contrataron hace poco.
Un sábado cualquiera del último
invierno, viene a las seis de la
tarde una señora a comprar un
televisor, y en la tienda te dicen
que por favor la acompañes
junto a un compañero hasta su
casa, en La Dehesa, para dejarle
instalado el electrodoméstico.
Tú, empleado obediente, haces
caso, y parten los dos con la
señora en su auto hasta su casa.
Llegan, se bajan del auto, y tú y
tu compañero se adelantan y
asoman primero por el hall de
entrada a esperar instrucciones,
mientras la mujer se retrasa
unos segundos. Algo extraño
sucede en esa casa en ese
momento. Hay alboroto. Una de
las hijas grita que parece que
están robando, y en cuestión de
segundos aparece el marido de
la señora que compró el
televisor armado con una
pistola. "¡No dispares!",
alcanzas a decirle. Pero el
hombre no te escucha y, sin que
tú le hagas nada, te descerraja a
quemarropa dos balazos en el
pecho. Caes herido de muerte en
el piso, y entonces llega la
mujer que compró el televisor y
el hombre que disparó se da
cuenta de que se equivocó, que
se equivocó mortalmente, pero
ya es tarde para enmendar el
error, y tú empiezas a morirte
definitivamente porque una bala
te perforó el corazón, y aunque
te llevan a la clínica ya no hay
vuelta que darle, dejas de
respirar y no puedes contar esta
historia por ti mismo.
No es fácil enterarse de los
detalles de tu historia. Tú sabes,
son las leyes no escritas de esta
sociedad. Eres sólo un empleado
de la bodega de una multitienda,
un ciudadano clase b, un
ciudadano sin cartel, y por eso
las noticias cuando hablaron de
ti dijeron algo, pero poco.
Saliste en notas policiales
comunes y corrientes, triviales:
en general, mencionaron la
"lamentable confusión" del que
te disparó creyendo que eras un
ladrón, un asaltante, y
explicaron la reacción
desmesurada (¿no sería mejor
decir enloquecida?) del dueño
de casa porque unos años atrás
su familia había sido asaltada en
esta misma residencia de La
Dehesa. ¿Qué culpa tienes tú?
Ninguna, por supuesto. La
culpa, dicen, es de los
delincuentes que asustan a los
ciudadanos decentes y los hacen
armarse en sus casas para
enfrentarse a los antisociales.
¿Quién te defiende a ti, Sergio
Lagos León? ¿Quién te
devuelve la vida? ¿Quién
consuela a tu madre, a tu padre,
a tus hermanos, a tu novia si es
que tenías una? ¿Quién controla
a los civiles armados dispuestos
a dispararle al primer
desconocido que encuentran en
su casa? No hay justicia posible
en este caso. Como sucede a
menudo. Pueden litigar los
abogados, pueden argumentar
que se trató de legítima defensa,
o de un exabrupto momentáneo
por una crisis nerviosa sin
control, o lisa y llanamente
puede concluirse que todo esto
fue una gran fatalidad, una obra
del destino cruel, porque Sergio
Lagos León nunca debió estar
en ese lugar a la hora de las
balas.
Tú ya no estás aquí para contar
tu versión de los hechos. Hasta
la justicia más ciega te dejaría
libre por falta de méritos:
llegaste un sábado de invierno a
trabajar a tu tienda, fuiste al
anochecer a dejar un televisor a
la casa de una clienta, y cuando
llegaste allá te metieron dos
balazos mortales sin preguntarte
nada.
Escribo tu historia porque nunca
he cargado una pistola, y estoy
casi seguro de que tú tampoco
lo hiciste. Escribo tu historia
porque muchos se arman en sus
casas, y lo cuentan incluso con
orgullo. "Para defenderse",
dicen. Escribo tu historia para
que armados y desarmados no
se olviden de tu nombre, Sergio
Lagos León.
Sábado 18 de Septiembre de
2004
Cartas de amor
Me gustan los libros de cartas,
tengo incluso una pequeña
colección. Me gusta el género,
la comunicación epistolar, el
tono con que se dicen las cosas,
más natural y menos impostado,
con los lirismos justos y
necesarios.
Las cartas, sobre todo en manos
de quienes alguna vez las
recibieron, y más aún si eran
cartas de amor, suelen tener
larga vida y encontrarse entre
los recuerdos que dejan los
difuntos. A veces se guardan
incluso cartas
comprometedoras, que en vida
habían sido escondidas bajo
siete llaves porque ocultaban un
secreto muy bien conservado, y
que en el momento del hallazgo
ayudan a construir una imagen
más humana, más frágil, más
misteriosa de quienes las
mantuvieron consigo hasta sus
últimos días. También las cartas
pueden ser un territorio de
amores no correspondidos o
historias inconclusas.
Ahora mismo, para los que
gustamos de escribir, el e-mail
se convierte a ratos en un
enojoso vehículo lleno de
basura y propaganda, pero
también es una increíble
oportunidad para conectarnos
con otros a través de la palabra.
Guardo en carpetas virtuales
correspondencia personal en
formato e-mail con el mismo
celo con que he acumulado
sobres timbrados con
estampillas rellenos de cartas
manuscritas.
Entre los epistolarios amorosos
que más me gustan, está el de
Juan Rulfo. En su libro póstumo
Aire en las colinas, el escritor
mexicano le va contando a su
novia y después esposa, Clara
Aparicio, los avatares de su vida
y de su amor por ella. Clara es
mucho más joven que él, y
Rulfo debe esperar varios años
antes de que su prometida
cumpla la mayoría de edad y
puedan casarse. Juan Rulfo la
aguarda con santa paciencia, y
entretanto le escribe: "Clara,
pequeña amiga mía. Te estoy
escribiendo desde un
restaurante. Aquí estoy en mi
elemento. Son las diez de la
noche y se me magulla el alma
de pensar que tú algún día
llegues a olvidarte de este loco
muchacho. No, ahora no estoy
triste. Tristeza la de antes de
conocerte, cuando el mundo
estaba cerrado y oscuro; pero no
ahora en que, si no me porto
mal, tal vez algún día de éstos
llegues a comprender lo
encariñado que estoy contigo.
Clara, vida mía, me hace falta
tantita de tu bondad, porque la
mía está endurecida y echada a
perder de tanto andar solo y
desamparado (É) Soy un
desequilibrado de amor y tú no,
ahora lo sé y sé también que por
eso me gustas así, porque eres
como la brisa suave de una
noche tranquila. Es
precisamente por esto que yo te
anduve buscando y me metí en
tantos trabajos para dar contigo
porque sabía que, ya
conociéndote, podía contarte las
cosas que le dolían a mi alma y
tú me darías el remedio".
En mi colección hay cartas de
Kafka a Milena y a Felice, de
Miguel Hernández a Josefina,
de Joyce a Nora, de Borges a
Estela Canto. Si le gusta el
género, búsquelas en las
librerías y léalas en voz alta.
Como todos nosotros, también
guardo cartas mías, de mi
propiedad: hablo de e-mails y
sobre todo de cartas recibidas en
sobre, de una época en que la
vida entera que soñábamos vivir
cabía en una hoja de papel y
podía ser narrada. La magia de
las cartas estriba en su
condición más exclusiva: ser
hojas fugaces de un tiempo
pretérito dispuestas a
permanecer en uno a pesar del
presente y del futuro, que
imponen otro ritmo y vienen a
borrar, a desteñir, a quemar, a
renegar incluso nuestras propias
palabras anteriores, dichas con
una convicción que entonces
creíamos invulnerable.
Sábado 13 de Noviembre de
2004
López Zubero
Me sucede desde hace ya dos o
tres años: durante la primavera
empiezo a pensar en que pronto
vendrá a Chile mi amigo José
Luis López Zubero. Cada
verano, José Luis viaja a Chile
junto a su mujer que es chilena
y se queda acá un par de meses
para disfrutar del sol y de una
ciudad que durante enero y
febrero ofrece el encanto de
saberse más desocupada,
apacible, calurosa y verde que
nunca.
José Luis es sabio: vive los
mejores meses del año en
Miami, mirando el mar desde un
departamento amplio y cómodo
que es su residencia oficial;
luego se traslada a Madrid, a su
pequeño y céntrico apartamento
en la capital española, donde
disfruta la primavera y el verano
europeos; y finalmente se
instala un par de meses en
Santiago, en otro departamento
que tiene en pleno corazón de
Santiago, como le gusta a él,
esta vez con vista a la Plaza de
Armas, para seguir disfrutando
del buen clima y los amigos que
ha ido repartiendo por todo el
mundo.
José Luis, está claro a estas
alturas, es un jubilado con
suerte: tiene una mujer
encantadora y harto más joven
que él, sus hijos se
autoabastecen en todo sentido y
él ya no tiene que trabajarle un
peso a nadie, lo que le permite
darse estos gustos gracias a que
a lo largo de su vida trabajó
duro y sin pausa como oculista.
Lo conocí hace tres o cuatro
veranos, en una tertulia de
amigos, un viernes a la hora de
almuerzo. Calvo, buen
conversador, risueño, con el
mismo entusiasmo con que
deglutía jamón serrano hablaba
de la vida, de España, de los
chilenos, de mujeres guapas, de
operaciones a los ojos, de
juegos olímpicos en los cuales
sus hijos habían obtenido
medallas en natación y sobre
todo de cine, su gran pasión.
Desde entonces ya trabajaba en
un libro que lo mantiene
ocupado hasta hoy, y que es
básicamente un compendio con
las películas de su vida: las
mejores películas que ha visto,
una ficha técnica de cada una de
ellas, y una reflexión que
fundamente por qué las
consagra en su propio ranking.
Después de ese primer
almuerzo, en un nuevo
encuentro supe que José Luis
había estado en la guerra de
Vietnam. No como soldado del
ejército norteamericano, sino
como oculista voluntario que va
al frente de batalla a operar ojos
y a darles atención médica a
todos los que necesitaban ayuda
en el hospital de Vinh Long, en
pleno delta del Mekong. No
pude saber mucho esa vez de su
paso por Vietnam, porque José
Luis se mostró particularmente
reservado en la materia.
En el verano siguiente, supe por
una amiga que lo había
entrevistado que José Luis había
mantenido un diario de vida
durante los dos meses que había
estado en Vietnam. Cuando nos
vimos, le dije si era posible que
me facilitara ese diario por unos
días: quería leerlo, imaginaba la
posibilidad de convertirlo en la
base de un libro que aún no
sabía mucho de qué iba a versar.
José Luis fue algo evasivo con
la idea, pero aprovechó la
ocasión para decirme que había
vuelto a Estados Unidos en julio
de 1967, había guardado aquel
diario en un baúl y nunca más lo
había vuelto a ver. Nunca.
Finalmente lo convencí, y en el
verano de 2003 José Luis abrió
el baúl y vino a Chile con su
diario bajo el brazo y me lo
entregó, para que hiciera lo que
quisiera con él. Desde entonces,
nos reunimos cada vez que él
está en Santiago una o dos veces
a la semana para almorzar solos.
Yo grabo las conversaciones:
hablamos de Vietnam, de la
vida y de la muerte, de mujeres
guapas, de la guerra, de los
hijos, de libros, de viajes, de
películas que debo ver. Tengo
ya un cerro de casetes. Este
verano, en 2005, decidí no
grabarlo más. Ahora
charlaremos sin pauta y
empezaré a pensar en la
estructura posible para un libro
que comienza con José Luis en
la guerra de Vietnam y que será,
a fin de cuentas, un libro sobre
la amistad.
Sábado 27 de Noviembre de
2004
Fotografías
En las paredes de mi casa hay
sobre todo fotografías, no
pinturas. Cuestión de gusto.
Desde una foto de Los Tres
Chiflados en un pequeño baño
de visitas hasta la imagen
enmarcada y en gran formato de
una pareja de enamorados arriba
de un triciclo en alguna calle de
París. Desde la breve cara en
blanco y negro de Borges y de
Julio Cortázar con un cigarrillo
en la boca hasta fotos familiares
de cumpleaños remotos,
navidades del siglo pasado,
infancias olvidadas, tías y tíos y
abuelas y abuelos a los que
vuelvo a ver sólo a través del
recuerdo y de estas fotografías.
En las paredes de mi oficina
sucede casi lo mismo: un par de
banderines pequeños de equipos
de fútbol y tres recortes de
fotografías publicadas alguna
vez en la "Revista Domingo en
Viaje". Un señor que se seca
con una toalla después de darse
un baño en un lago creo que de
Estados Unidos, un niño cubano
que extiende los brazos
elásticamente en una calle de La
Habana, una mujer religiosa que
reza frente a un muro, de
espaldas a la cámara, en algún
rincón de Asia. Tres
instantáneas de mundos lejanos
que, sin embargo, se instalan a
exactos cincuenta centímetros
de mi mirada.
Casi no hay lugar de mi
modesto territorio soberano en
donde no haya fotos, fotos y
más fotos, además de libros,
recortes y revistas llenas de
fotos. Las llevo dentro de mi
chequera, las guardo en algunas
carpetas de mi computador, las
muestro en el tapiz de pantalla
del mismo computador.
Me gustan las fotos, y a ratos
parecen una necesidad en mi
vida. La necesidad de mi ojo y
de mi mente y de mi espíritu
para conectarme con la mirada
de otros y ver a través de sus
ojos lo que los míos no alcanzan
a apresar, ocupados casi siempre
en miradas rápidas, efímeras,
inconscientes, fugaces.
La gracia de las fotos es que
podemos posarnos sobre ellas
todo el tiempo que queramos, y
entonces ver. Me pasó hace
unos días viendo la imagen
ganadora del último World
Press Photo, aquella magnífica
exposición anual que muestra
las mejores fotografías
periodísticas tomadas a lo largo
y ancho del planeta. La
ganadora esta vez, una de las
imágenes que acompaña esta
columna, fue tomada por un
fotógrafo francés, Jean-Marc
Bouju, en un campo de
concentración en Irak. Se trata
de un prisionero iraquí,
encapuchado, que sentado sobre
la tierra consuela a su hijo
pequeño descalzo, mientras las
zapatillas del niño descansan
ordenadas a medio metro de
ellos, rodeados ambos por
mallas y mallas de alambres
utilizados para marcar territorio
en esta cárcel de presos.
La otra imagen que acompaña
esta columna data de 1941, y
fue tomada en Rusia. Una
madre despide con un beso en la
boca a su hijo adolescente antes
de que él se marche a combatir.
El muchacho carga un fusil,
mientras al fondo lo esperan un
compañero y dos caballos. El
beso de la mujer no es un beso
más de una madre a su hijo.
Lleva toda la carga emotiva de
una despedida, ignorante del
futuro que les espera a ambos.
Cuando nos afanamos en
completar la historia que se nos
está mostrando, cuando una
fotografía nos despierta del
letargo, cuando parafraseando al
escritor Antonio Muñoz Molina
hay un cierto momento en que
encontramos algo que no
esperábamos, y recordamos algo
que hasta entonces no sabíamos,
se produce la magia y el
fotógrafo puede sentirse
realizado. Leí una vez un
ensayo de no recuerdo quién
que decía textual:
"Paradojalmente, sólo en la
fotografía y en la muerte se
ocupa un lugar definitivo. Se
muere a los ojos de la Historia
cada vez que se nos fotografía,
y, al mismo, entramos en la
inmortalidad de la memoria".
Santiago está tapizado ahora
mismo de muy buenas
exposiciones fotográficas. La
más célebre: Henri Cartier-
Bresson en el Bellas Artes hasta
enero de 2005. La frase
magistral del francés no admite
indiferencia: "El tiempo fluye y
se desvanece, y sólo nuestra
muerte logra alcanzarlo. La
fotografía es una daga que, en la
eternidad, atrapa el instante que
la deslumbró".
Todos los que leemos estas
líneas algún día dejaremos de
respirar. Entonces alcanzaremos
al tiempo, y seremos, con
suerte, una fotografía en manos
de alguien que todavía respira.
Sábado 11 de Diciembre de
2004
Vivir a destiempo
Tengo al frente tres o cuatro
libros abiertos en páginas
escogidas. No sé cuál de ellos
debo citar para esta columna.
Elijo una de mis debilidades:
Los dominios perdidos, de Jorge
Teillier. Releo en voz alta el
poema "Cuando todos se
vayan": "Cuando todos se vayan
a otros planetas/ yo quedaré en
la ciudad abandonada/ bebiendo
un último vaso de cerveza/ y
luego volveré al pueblo donde
siempre regreso/ como el
borracho a la taberna/ y el niño
a cabalgar/ en el balancín roto./
Y en el pueblo no tendré nada
que hacer/ sino echarme
luciérnagas a los bolsillos/ o
caminar a orillas de rieles
oxidados/ o sentarme en el roído
mostrador de un almacén/ para
hablar con antiguos compañeros
de escuela".
Leer un poema, en mi caso, es
un ejercicio necesario en
aquellos días en que necesito
vivir a destiempo. Cada uno
busca su modo de escapar a la
dictadura que nos imponen el
reloj, los contratos, las deudas,
las enfermedades, las noticias de
último minuto. Mis palabras,
ahora mismo, están atravesadas
por la necesidad del destiempo,
y tal vez por un elogio velado a
la pereza. El otro día me crucé
con un texto de Juan Goytisolo
que traía un mensaje cifrado:
entre arduas reflexiones sobre
su vida en la España del siglo
veinte, dejó caer una expresión
que se ganó el título de esta
columna: vivir a destiempo. La
frase me prendió, me inspiró,
pero sobre todo me dejó un
estado de ánimo. Cito una frase
de Goytisolo: "Un libro de
poemas, una obra musical, un
simple artículo de periódico,
pueden abrirnos los ojos e
introducir una emoción, un
razonamiento esclarecedor en
nuestra amenazada existencia de
ciudadanos".
Un par de horas antes de leer a
Goytisolo había estado hablando
con un amigo sobre uno de
nuestros temas predilectos, las
distintas filosofías de vida que
nos ofrece la vida hoy, y me
había entusiasmado diciéndole
que ya no quería más deudas
con el banco, que quería ir al
revés de los mortales, que mi
mayor éxito y lo que más había
disfrutado el fin de semana
había sido ir al estadio con mis
dos hijos hombres y ver a José
celebrar por primera vez en su
vida de pie y con los puños en
alto un gol de la U. Y fue ahí
cuando mi amigo me dijo,
medio en serio medio en broma,
que parecía personaje de una
película de Aristarain. Hablaba
él de Adolfo Aristarain, director
de cine argentino que en una de
sus últimas películas, Lugares
comunes, muestra a un profesor
universitario despedido por
razones políticas y por viejo,
cuando él estimaba que le
quedaban muchos años para
seguir enseñando amor a la
literatura y sobre todo amor a la
libertad de pensamiento. El
profesor de Aristarain estuvo
obligado a inventarse una nueva
vida, y en esa nueva vida, lejos
de la gran ciudad, nunca dejó de
entusiasmarse con sus valores
del destiempo: libertad,
igualdad, fraternidad.
Le dije a mi amigo que sí, que
los personajes de Aristarain me
conmueven y en parte me
interpretan, aunque los adictos a
las modas digan que son
anacrónicos. Vivir en el
destiempo, para ese profesor y
también para mí, no era dejar de
tener opinión y mirada sobre lo
que pasa frente a tus narices.
Vivir en el destiempo era, es,
tener la oportunidad también de
inventarte un mundo menos
triste que el de los profesores
despedidos por razones
políticas, menos feroz que la
tortura y menos oportunista que
los lavados de imagen, tan
frecuentes en estos tiempos. Un
mundo en donde sea posible leer
a Teillier, disfrutar un partido de
fútbol, gritar el gol de tu equipo
y comprobar que en las tierras
del destiempo llevamos sangre
en las venas, muchísima sangre
en las venas.
Sábado 18 de Diciembre de
2004
Carlos Pinto
Carlos Pinto ya es marca
registrada en la televisión
chilena. Lo que toca lleva su
sello: rating y más rating. Pero
su fórmula no es la de Kike
Morandé, por favor: Pinto es
más eficaz, y más sabio.
No me interesa la verdad, me
interesa la realidad, dice, y hay
que creerle. Las frases que
Carlos Pinto se despacha son
para el bronce, y son también la
luz y el faro que iluminan y
conducen el camino de sus
producciones. A Carlos Pinto no
le interesa el paseo en pantalla
de modelos despampanantes, ni
el concurso de actores famosos
que se supone garantizan
sintonía.
Cuando Carlos Pinto dirige la
orquesta, el guión lleva los
adjetivos justos para mantener
el suspenso durante cada
capítulo, y los actores son el
rostro encarnado de un Chile
profundo y desconocido. Los
reclutados de Carlos Pinto se
juegan la vida cada semana.
Ellos llegan a grabar la escena
que recordarán hasta el fin de
sus días.
Las historias que narra Carlos
Pinto son historias con barrio:
ciudadanos comunes y
corrientes que trabajan ocho
horas diarias en una oficina, y
que una noche cualquiera
descubren que son engañados y
se vuelven locos y matan por
celos a su mujer y de paso
también a sus cabros chicos. La
fórmula Pinto no sólo recrea la
historia, sino que además nos
enfrenta cara a cara, al final del
capítulo, con el sujeto real, el
asesino de carne y hueso que
paga su culpa en una cárcel
apartada del territorio nacional.
Si los protagonistas de sus
historias no son asesinos que
hacen su mea culpa, entonces
son ciudadanos que viven una
experiencia paranormal el día
menos pensado, o estafadores
que alguna vez les fueron con el
cuento del tío a vecinos
incautos. La fórmula Pinto,
chilena hasta las patas, no deja
nada librado al azar, todo está
bajo control. En mis filmes hay
sexo y garabatos y realidad
social. Pero dosificado. Lo
importante es que existan
personajes, momentos, buenas
tallas y una mirada. Yo no
quiero crear verdad, quiero crear
historias donde te reconozcas y,
de paso, sientas que en esa
historia hay chispazos de
verdad.
Sábado 25 de Diciembre de
2004
Vieja querida
Una vez tomé un taxi para ir
donde mis viejos, cuando ellos
aún vivían en la casa de La
Reina en la que pasé mis
primeros veinte años de vida.
Poco antes de llegar a destino, el
taxista me empezó a hablar de
una mujer a la que él le había
seguido la pista en sus años
mozos, y que vivía justo ahí, en
la esquina de Avenida Ossa y
San Vicente de Paul. Esa casa,
le dije, había sido la casa de mis
abuelos. El tipo, entusiasmado
con la coincidencia, me siguió
dando pistas: eran dos
hermanas, una más morena que
la otra, la otra de ojos azules,
linda, linda. "Las dos hacían el
mismo recorrido que yo (¿en
bus, en tranvía, en trolley?) para
ir a la escuela, y yo estaba
enamorado de la de ojos azules.
Me encantaba. ¿Qué será de
esas mujeres?".
Cuando hablamos de fechas, no
me costó demasiado darme
cuenta de que esa mujer joven
de ojos azules de la que el
taxista hablaba era mi madre. El
hombre se refería a ella con
detalle y admiración,
mitificándola. Recuerdo que me
sentí orgulloso de ser su hijo, y
que le di al chofer señas
actualizadas de quien fuera por
mucho tiempo su amor
platónico. Está casada, le dije,
tiene cinco hijos, y sus ojos
azules conservan un brillo
único. La que la acompañaba, la
hermana mayor, la más morena,
es mi tía Mari, precisé, mi
madrina. El chofer del taxi
detuvo la marcha y nos
quedamos charlando un buen
rato. Quería saber más, y sobre
todo quería que ese momento
azaroso, la casualidad de
encontrarse con el hijo de una
mujer que su memoria
recobraba en ese instante con
fuerza, se extendiera lo
suficiente para ser narrado
después por él del mismo modo
como yo recuerdo ahora el
episodio.
El río de la vida. Los azares. El
día en que tu papá y tu mamá se
cruzaron y el destino hizo que
después tu historia contara. No
hay respuesta para tantas
casualidades entrelazadas. Ayer
mismo fui a ver una película
argentina, Roma, donde la
verdadera protagonista es la
madre del narrador, la que
empuja la acción, la que pare, la
que enviuda, la que cría, la que
se siente orgullosa de su hijo, la
que vende el piano con el que
hace clases en su casa para que
el muchacho tome un barco y se
vaya a España.
Pienso en mi vieja. Pienso en lo
falso que es el Día de la Madre.
Pienso en lo que me cuesta
decirle con palabras que la
quiero, que a veces la extraño.
A ella la he visto reír, y también
la he visto desesperar,
justamente por su amor de
madre. Recuerdo sus
sándwiches cuando volvíamos
del estadio con mis hermanos y
era tarde y hacía hambre.
Recuerdo sus mermeladas
caseras, sus postres, que eran su
manera de decirnos cuánto nos
quería, y también sus bandejas
cuando caía enfermo y el mejor
panorama era ver a media tarde
Los Tres Chiflados comiendo
un paquete de galletas de vino
para que no estuviera tan solo.
Esos recuerdos me pertenecen,
vieja, como también me
pertenece saber desde chico que
la vida no es un jardín de rosas.
En parte esa certidumbre te la
debo a ti, a que nos dejaste
probar de nuestra propia
medicina, a veces con temor,
pero sin la impostura ni la
soberbia de hacernos sentir que
íbamos por mal camino si
hacíamos algo distinto a lo que
tú habías soñado para nosotros.
Si lo pienso bien, nunca nos
transmitiste el peso de ningún
sueño especial. Crecimos cerca
de ti, y tú estuviste ahí,
vigilante, pero jamás nos
marcaste un camino.
Escribo de ti esta mañana
porque me da la gana, tal vez
para liberar la emoción de haber
llorado ayer con la película
Roma, y a lo único que aspiran
estas líneas es a tenerte a ti
como lectora y protagonista.
Como dice el narrador de la
película, al final, tú, mamá, que
en mi caso te llamas Amalia,
eres lo único importante entre
tantas cosas que nos suceden y
que mejor sería olvidar. James
Ellroy lo dice mejor que nadie:
"Quiero borrar la distancia que
nos separa. Quiero darte
aliento".
Sábado 3 de Septiembre de
2005
Exclusivas
Un amigo periodista me escribe
desde Concepción para
contarme la idea de su próximo
libro: un compendio con todas
las noticias mulas que sujetos
aparentemente muy bien
informados llegan a ofrecer a
los lugares en donde trabajamos.
En general se trata de noticias
exclusivas, rimbombantes,
curiosas, increíbles, pero
finalmente mulas; o sea, falsas.
Mi amigo me pide ayuda, la
misma que en este minuto le
está solicitando a otros
periodistas cercanos para que lo
abastezcamos con buenas
historias de vendepomadas
célebres que nos haya tocado
conocer.
La idea es muy buena, le digo, y
él se apresura en contestarme
por e-mail: "Tan buena que
acaba de salir un libro en
España en la misma cuerda. Se
llama Buenos días, tengo una
exclusiva, he sido asesinado".
Una crónica publicada en el
diario El Mundo anunció
algunas de estas noticias mulas
publicadas en el libro español:
que Bin Laden trabaja en un
McDonald's de Huelva, que
cada noche hay una procesión
de fantasmas por el centro de la
ciudad de Linares, que el ex
presidente español Felipe
González tiene una máquina
secreta que al ser activada hace
que se defequen ciertas
personas. Una de las más
notables es la de una tipa que
dice que la secuestran y la
obligan a hacer películas porno.
Pero sin duda la mejor de todas
se originó en el llamado
telefónico a la redacción del
diario El Mundo de una mujer
que se escuchaba algo turbada,
y que había leído un artículo
sobre los dineros que mueve la
prostitución en España. Ella
decía que su historia les podía
interesar:
Bueno, verá, es que... No sé
cómo decírselo. Es un tema muy
gordo. Es importante.
Después de algunos rodeos, la
mujer, que hablaba desde una
cabina telefónica en la autopista,
fue al hueso:
Mire, yo por las mañanas soy
funcionaria en el Ayuntamiento
de Zaragoza, pero por las tardes
me hipnotizan y me hacen puta.
Al periodista que escuchaba se
le cayó de las manos el teléfono:
"¡¿Cómo?! ¡¿Escuché bien?!".
Sí, escuchó bien. Y los que me
hipnotizan están ahora
escondidos en una furgoneta, yo
los estoy viendo.
Ya, pero eso usted debería
denunciarlo a la policía.
He ido muchas veces, pero se
ríen de mí y, aunque se creen
que no les oigo, dicen: "Mira,
ahí viene la puta por hipnosis".
Después de que el periodista
intentara convencerla en vano
durante media hora para que
fuera a una consulta médica, o
bien que se tomara vacaciones
en una playa, la mujer cerró su
testimonio con una frase para el
bronce: "Yo por las mañanas no
tengo ningún problema. Me
levanto, me aseo, desayuno y
voy a trabajar. Y estoy
considerada. Pero, como
funcionaria, no trabajo por las
tardes. Y mientras estoy en casa,
esta gente me hace algo en la
mente y me convierte en
prostituta sin yo quererlo.
Supongo que lo hacen a través
de las ventanas, porque no abro
a nadie".
Mi amigo de Concepción está
trabajando en su libro y me
anuncia por email algunas de
sus historias: un sujeto que
declara ver ovnis todas las
tardes, un loco que llega a
denunciar increíbles historias de
corrupción policial, incluido el
descuartizamiento de un
sobrino, un viejo que dice que
los carabineros le pusieron un
chip en la cabeza mientras
dormía, en fin. Yo también me
acordé de algunos casos, así que
haré memoria y se los mandaré
al sur. El que más recuerdo me
lo dijo muy serio un fotógrafo
hiperkinético cuando hacía la
práctica en la revista Hoy en un
verano de comienzos de los
ochenta: le habían contado que
uno de los pilotos
norteamericanos que participó
en la operación bomba atómica
en Hiroshima se había hecho
cura para calmar la conciencia y
trabajaba de párroco nada
menos que en Curepto, pueblo
que queda entre Curicó y Talca.
Estuve bastante tiempo
obsesionado con el tema.
Incluso me compré un libro
sobre Claude Ethely, piloto de
Hiroshima, pero no encontré
ningún rastro que me llevara a
Curepto. Hasta hoy lamento no
haber ido nunca al pueblo para
ver el asunto con mis propios
ojos. ¿Y si era verdad?
Sábado 10 de Septiembre de
2005
Malvinas
La escena parecía sacada de una
película, pero era pura realidad:
parapetados en unas carpas, en
un ángulo de la Plaza de Mayo,
frente al Palacio de Gobierno en
Buenos Aires, un piquete de ex
combatientes argentinos en Las
Malvinas protestaba un año
atrás, en pleno invierno, para
que el gobierno de su país les
mejorara las pensiones y les
otorgara seguros de salud que
los sacaran de la marginalidad
en que se encontraban viviendo.
El escritor Tomás Eloy
Martínez los visitó un domingo
lluvioso de fines de agosto de
2004 y escribió una crónica en
la que describía el movimiento
de protesta, que ya llevaba
varios meses, y los oídos sordos
en que rebotaban las quejas de
los ex soldados: "En cada una
de las carpas hay dos catres de
campaña, una garrafa de gas
para cocinar y una lámpara
mortecina, cuya energía
depende de los cables de la
calle. Afuera, bajo la garúa,
algunos ex soldados recogen
firmas para apoyar el petitorio
que han presentado al gobierno
y, en una alcancía precaria de
cartón, las donaciones de los
paseantes".
El texto de Eloy Martínez
contenía datos elocuentes: hasta
esa fecha, los suicidios de
argentinos que combatieron en
las islas Malvinas sumaban
doscientos ochenta y seis;
doscientos ochenta y seis
sujetos que se pegaron un
balazo o se ahorcaron o se
arrojaron al vacío o quién sabe
qué inventaron para acabar con
su historia. Sin contar ahí a
otros veteranos de guerra, como
uno que se llama Marcelo
Torres, que cuando vino la crisis
económica de 2001 en
Argentina quiso matarse y le
tembló la mano y "el disparo
rompió el techo de su casa
mísera".
Le leo en voz alta estos dos
primeros párrafos de la crónica
a un amigo que estuvo en
Buenos Aires el año pasado
justo cuando se hacía esta
huelga de hambre en la Plaza de
Mayo, y me cuenta un episodio
de aquel viaje.
Era domingo: él iba sentado con
su mujer en la tercera o cuarta
fila de un colectivo, como le
llaman allá a las micros. Venía
justamente de haber visto las
carpas de los ex combatientes
que estaban instalados frente a
la Casa Rosada, cuando de
pronto se sube al colectivo un
tipo cojo, de poco más de
cuarenta años, con una pata de
palo, una muleta y una mochila.
El hombre muestra una
credencial, no paga y se sienta
en primera fila. El chofer se da
vuelta, masculla unas palabras y
hace ademán de cobrarle el
boleto. Y entonces el cojo se
pone a gritar como un
energúmeno: ¿me querés cobrar,
hijo de puta? No dejaba de
insultarlo. Luego se paró de su
asiento, se ubicó junto al chofer,
abrió la mochila y se la mostró:
¿querés que te llene la cabeza de
plomo, hijo de puta? En la
micro, que venía relativamente
ocupada, todos se quedaron
mudos. Nadie dijo una palabra.
Mi amigo tuvo miedo de que en
ese momento este ex veterano
de Las Malvinas, como después
quedó claro que era por los
comentarios de los pasajeros del
colectivo, sacara un arma y se
pusiera a disparar. Fue un
momento de mucha tensión. El
hombre se bajó a las pocas
cuadras no sin decirle antes al
chofer: agradece que te perdoné
la vida, hijo de puta. Cuando ya
estuvo abajo, la gente que iba en
la micro recuperó rápidamente
el habla y se armó un debate
improvisado: algunos defendían
al chofer, otros le reclamaban
por haber querido cobrarle a un
pobre infeliz, víctima de una
guerra absurda.
¿Hay alguna guerra que pueda
ser recordada amablemente?
Cuando se refiere a guerras, se
trate de Vietnam, Las Malvinas
o Irak, vale la pena detenerse un
momento en las historias de los
que quedan vivos pero
traumatizados. Gente que ha
sido puesta ahí a la fuerza, por
obra y gracia de un destino
administrado por otra gente a la
que estos temas no le interesan.
A estos veteranos, como el de
aquel colectivo en Buenos
Aires, la guerra sí que los jodió.
No están en las estadísticas de
los que se han suicidado, aún,
pero hay que ver cómo andan
por la vida. Son fantasmas.
Fantasmas que se suben a la
micro, provocan miedo y nos
recuerdan la crudeza de una
guerra que no se acaba ni en la
muerte ni en la protesta
desvalida de sus veteranos.
Sábado 24 de Septiembre de
2005
Corvina a lo macho
No quería, pero finalmente me
dejé influir por las palabras de
mi amigo y me subí a la romana
del hotel, y entonces verifiqué
lo que ya sabía y no quería
comprobar: superé la barrera de
los cien. De los cien kilos. Mi
amigo también se subió a la
pesa, para no dejarme solo, y
marcó un kilo más que yo. Ja.
Fuimos un par de ballenas
aleteando en el subterráneo del
hotel de Iquique, cerrando un
fin de semana de excesos
culinarios que habían empezado
el viernes en la noche
picoteando una provoleta y unos
pescaditos apanados en salsa
golf, excesos que vivieron su
clímax la noche de sábado
cuando nuevamente azuzado por
este amigo pedí una corvina a lo
macho después de haber
degustado unos locos con
mayonesa y salsa verde, excesos
que culminaron el domingo en
la tarde con los jugos gástricos
completamente revolucionados,
la bodega estomacal repleta y la
verdad de los kilos impresa a
fuego en el alma.
Es segunda vez que me ocurre
que veo en una balanza cómo
supero los cien kilos. La
primera fue donde mi querida
doctora Valdés, en medio de un
control, y la consecuencia
resultó fácilmente imaginable:
dieta, dieta estricta, dieta
rigurosa. Salí de esa consulta
renovado, dispuesto de una vez
por todas a cambiar. Otra
mentalidad. Alimentación sana,
frugal, equilibrada, la justa y
necesaria para ir liviano por el
mundo, ligero de equipaje, sin
arrastrar las piernas, sin hacer
que el corazón bombee sangre
como si estuviera siempre
corriendo una maratón.
Duré un mes. Un mes de
privaciones y tortura. Un mes
saboreando como gran cosa
cereales light con yogurt
descremado. Un mes de
incontinencia por eso de tomar
mucho líquido, tanto líquido
que hasta pude haber dibujado
cómo son exactamente mis
riñones. Bastó una salida de
madre, en España, con amigos
levantando copas y estímulos
sabrosos y aromáticos desde la
mañana hasta la noche, para que
la vuelta a casa fuese con
nuevas redondeces y la idea, no
declarada por cierto, de
olvidarme de dietas y disfrutar
la buena mesa todo lo que se
pudiera mientras el cuerpo
resistiera. Había mucho trabajo
por delante, un libro que
terminar, excusas perfectas para
no mirarse al espejo ni menos
subirse a una romana.
Pero la hora te llega. Cuando te
agachas y haces fuerza para
abrocharte los zapatos, cuando
atraviesas trotando una calle
ancha y te fatigas, cuando tratas
de ir a la par con tus críos en los
juegos y duras medio minuto en
forma, cuando la única manera
de jugar fútbol es tirar al arco no
más de cinco minutos, no hay
modo de evadirse. Un reloj
interno empieza a sonar
segundo a segundo, y comienza
la preparación para el combate.
Esto es una guerra, una guerra
en la que he estado enfrascado
más de veinte años. Un
enfrentamiento en el que he
aplicado todas las formas de
lucha: hasta hipnosis. Y el
balance es desolador. El balance
final te sorprende un sábado por
la noche atacando ya sin fuerzas
una corvina a lo macho, un
trozo de pescado bañado en
salsa picante, sabrosísimo pero
salvaje, que no te deja dormir,
que te obliga a caminar insomne
a las cuatro de la mañana
buscando en vano el equilibrio
extraviado hace ya muchos
kilos.
A veces ando por la calle y miro
con envidia a todos los que no
son gordos: a los flacos y a los
normales. Que son la mayoría.
Puesto uno a revisar con detalle
en el metro las prominencias
abdominales de chilenas y
chilenos, verifico que soy
minoría relativa, pero minoría al
fin.
Mi amigo de Iquique,
pragmático, me dice que
pensemos seriamente en
ponernos una cinta gástrica
durante un año, bajar los
veinticinco kilos que ahora
sobran, y después nueva vida.
Suena a medida extrema. Nunca
pensé que achicar el estómago
en el quirófano podía ser una
estrategia de combate. Pero
ahora, enfrentado a la crisis, no
descarto nada. Me corresponde
una nueva visita de control
donde la doctora Valdés. Ella,
sabia, sabrá cuando entre a su
consulta que me estoy
preparando para una nueva
batalla. ¿Qué puede cambiar
ahora, que me haga cantar
victoria después de la lucha?
Estas mismas palabras son una
nueva declaración de guerra.
Una declaración parecida a las
que hacía el poeta Teófilo Cid
en medio de un bar cuando ya
los parroquianos estaban con
unas buenas copas en el cuerpo:
"¡No tomo más!", decía. "¡Pero
tampoco tomo menos!".
Sábado 12 de Noviembre de
2005
25 de abril de 1994
El miércoles pasado volví al
trabajo después de poco más de
una semana de vacaciones. La
última noche antes de volver
dormí bien, sin sobresaltos, sin
reparar en que al día siguiente el
paraíso se evaporaba. Soñaba
con un director de cine que
ensayaba la mejor manera de
titular su película cuando una
voz conocida me hizo saber que
eran las siete de la mañana, hora
de levantarse. Poco a poco me
dejé ocupar por la realidad. Pero
el sueño de la película no me
dejaba despertar. Recordé sus
escenas principales durante la
ducha. Las registré mentalmente
y ahora las escribo.
En una esquina fantástica de la
ciudad, una esquina que no
existe en ningún otro sitio salvo
en mi sueño, una esquina
techada y cerrada, parecida a la
sala de espera de una estación
de trenes, una esquina que
servía para guarecerse del frío y
la lluvia que caía, un puñado de
ciudadanos esperábamos quién
sabe qué. Entre ellos, en el
medio, un hombre relativamente
joven, vestido de abrigo, bajo de
estatura y rostro difuso, escribió
una nota en un papel y alguien
que debió ser mi alterego en el
sueño fue el único testigo de su
escrito: "Te amo", decía la hoja.
Y abajo una firma: "Yo".
La destinataria del mensaje,
quiero creer, era la mujer guapa
que aparecía en la escena
siguiente en primera fila, arriba
de una micro o tal vez un
tranvía, porque el ambiente
visto en el sueño era
notoriamente antiguo. Y esta
mujer era la misma que figuraba
en el afiche de la película
mencionada al comienzo,
película cuyo nombre aparecía
atravesado en letras grandes
sobre la foto de la protagonista:
"Amalia".
Viene al caso decirlo: Amalia es
el nombre de mi madre y de la
madre de mi madre, mi abuela.
La historia descrita tenía un aire
a película de inmigrantes
remotos. Por lo mismo pensé un
rato más tarde en los
antepasados de mi abuela
materna: en cualquiera de ellos
que haya venido en barco desde
España, cuestión que
probablemente nunca ocurrió.
Qué importa. El miércoles de
rutina hace su trabajo. El sueño
se desvanece, y de él quedan
apenas unos pocos fragmentos
cada vez más deshilvanados. No
hay remedio: lo que cabe ahora
es someterse a la realidad.
Suena el teléfono, salta el e-
mail, me reúno con la jefa, tomo
café con un amigo y luego
recibo una carta en un sobre
cerrado con cuatro estampillas
de veinte pesos de aves chilenas
pegadas más una estampilla de
230 pesos en la que sale el Papa
Juan Pablo II. Mi nombre viene
escrito a máquina, como los
antiguos. Al dorso, un timbre
del remitente: el viejo y querido
Godofredo Stutzin. La carta,
breve, firmada a mano, la
transcribo, porque me alegró el
día: "Apreciado Francisco: te
agradezco la inclusión de mi
recordado MAPOCHO como
personaje inicial de tu libro.
Acompaño una última foto de
él, tomada un año antes de su
muerte, ocurrida el 25 de abril
de 1994. Tuvo una buena vida
en mi parcela bautizada como
Isla Paraíso en mi reciente
librito que te acompaño también
(por si sabes alemán). Un
afectuoso abrazo, Godofredo".
Mapocho había sido un perro
rescatado por Stutzin en
noviembre de 1988 desde el río
Mapocho, muy cerca del puente
Pío Nono. Esa vez, lo que no
pudo el Cuerpo de Socorro
Andino ni se molestó en hacer
la Sociedad Protectora de
Animales lo lograron la
inteligencia y voluntad de
Stutzin, más el fervor de una
periodista conmovida por este
quiltro que se refugiaba en un
islote de escombros para no
sucumbir a la magra corriente
del río.
Stutzin se llevó al perro a vivir a
su parcela, o mejor dicho a
convivir con docenas de otros
perros y gatos recogidos en la
calle en circunstancias menos
épicas. Lo bautizó ese mismo
día como Mapocho y así vivió
el animal hasta 1994. Stutzin
registra en la carta con precisión
la fecha de su muerte. Esa
justeza para recordar en el
calendario la pérdida de uno de
sus tantos perros retrata a
Godofredo Stutzin, igual que
esta carta escrita a máquina, que
ahora guardo como un tesoro
junto a la fotografía de ese perro
de fines de los años ochenta, al
que hoy recuerdo como si fuera
parte de un sueño.
Sábado 19 de Noviembre de
2005
Aforismos
Las cosas suceden frente a
nuestras narices y no
alcanzamos a procesarlas
cuando el vértigo te empuja a un
nuevo escenario. Me subo a un
taxi a la salida de la Feria del
Libro, frente a la estación
Mapocho, y no alcanzo a
avanzar un metro cuando un
piño de carabineros detiene el
vehículo, le pide los
documentos al chofer y como no
están al día le dicen que se lo
llevan detenido. Me bajo del
taxi, abandono al chofer a su
suerte y me subo a otro. ¿Qué
pasa con él? Ni idea. ¿Se lo
llevan realmente preso, o sólo se
trata de una bravata? ¿Por qué
los pacos se le van encima como
si se tratara de un prófugo? Sigo
de largo, y la historia del chofer
al que quieren meter preso se
convierte rápidamente en
ficción y olvido.
Pienso en la impresionante
cantidad de información que la
vida urbana nos obliga a
procesar en breves lapsos de
tiempo. En un día cualquiera de
nuestras vidas computamos
miles de señales: palabras,
gestos, colores, miradas, olores,
emociones, gritos, hambre,
murmullos, sabores, frenadas de
auto, puntadas, silencios,
texturas, risotadas, fatiga. Y no
nos detenemos, ni siquiera en el
sueño. Somos un barril sin
fondo, y entonces, para no
volvernos locos, para sobrevivir,
seleccionamos unas pocas cosas
a las cuales verdaderamente
ponerles atención y el resto es
una buena dosis de indiferencia
hacia todo lo demás.
El otro día se murió un
empleado del diario en que
trabajo asfixiado por una
aceituna. Comentaron después
que fue un infarto, pero
provocado por el ahogo con la
aceituna. Vi su foto en un panel
y tuve la sensación de que no lo
conocía, de que nunca lo había
visto. Tal vez fue así. En todos
estos años, es probable que más
de alguna vez nos hayamos
cruzado, pero nunca reparamos
el uno en el otro. Ahora yo sé de
él por esta tragedia y por su foto
en el panel. Así vamos andando.
Separados unos de otros para no
sucumbir.
Llevo varios días leyendo
aforismos. Un amigo me
contagió el vicio. Aforismos de
Fernando Pessoa. Se pasean por
temas espinudos: Dios, el arte,
la ciencia, el pensamiento, la
vida, la religión, el estado de
ánimo, la electricidad, el
tiempo, el futuro. Son frases
para pensar, frases que
permanecen, que resuenan y nos
ayudan a evitar que todo el
universo se desvanezca, se
disuelva, se diluya a centímetros
de nosotros. Escojo algunos, al
azar. Pueden ser leídos
perfectamente como poemas,
que es a fin de cuentas lo que
son:
"A menudo pienso que no son
los pensamientos demasiado
profundos para las lágrimas,
sino las lágrimas demasiado
profundas para el pensamiento".
Otro: "Todas las frases en el
libro de la vida, si son leídas
hasta el final, van a terminar en
una interrogación".
No es casual que Pessoa haya
escrito El libro del desasosiego.
Sus escritos son una fuente de
desasosiego, un movimiento
provocado por la lectura
delicada y serena de sus textos.
Sería más fácil pasar de largo de
las palabras escritas por Pessoa
y no ocupar nuestra energía en
tratar de comprender lo infinito,
lo que no existe para ser
comprendido, las zonas de
misterio que nos acompañan,
ayer, hoy, mañana.
Hay un aforismo de Pessoa que
no me suelta: "Dar a cada
emoción una personalidad, a
cada estado de alma un alma".
Si fuera posible, si lograra al
menos un fragmento de esta
sentencia, creo que mi vida
estaría plenamente vivida, hasta
donde existe la plenitud o la
ilusión de ella en nosotros,
mortales incompletos que
vamos por el mundo apenas una
fracción de segundo en la
historia del tiempo, el tiempo
justo para saber que existimos y
no mucho más que eso.
Sábado 26 de Noviembre de
2005
El tiburón de Las Cruces
Sabe del mar como pocos en
Chile. Es un auténtico lobo
marino. Vive en La Herradura,
en una casa que semeja un
barco. Alguna vez fue campeón
de caza submarina. Bucea desde
que tiene diez años. Hoy supera
los setenta. Hace poco terminó
de dibujar la inmensa variedad
de peces que hay en Isla de
Pascua. Es médico de profesión.
Su vida está ligada al mar desde
siempre y para siempre: su hijo
mayor murió en un accidente de
buceo en Nueva Caledonia
cuando sólo contaba 21 años. Y
el doctor Alfredo Cea lo sufrió
como nadie, pero no abandonó
el mar. Su hijo menor lo
acompaña a bucear hasta hoy, y
eso ayuda a que sean buenos
amigos.
Lo conocí hace unos días, y
agradezco haberme cruzado con
él. Da gusto cuando en la vida te
encuentras con un tipo que
alucina con un tema y lo
profundiza y se apasiona y lo
respira hasta en sueños. Eso es
lo que hace Alfredo Cea con el
mar: lo vive intensamente. Lo
disfruta, y lo cuida. Para él, es
un escándalo que diez buzos se
hayan muerto este año en Chile
en distintos accidentes por las
condiciones precarias en las que
desarrollan su trabajo. Para él,
es otro escándalo que un barco
derrame petróleo frente a la
costa de Antofagasta y a
nosotros nos importe un huevo
porque estamos acostumbrados
a que se contamine.
Entre sus muchísimas gracias,
Alfredo Cea es uno de los
chilenos que más y mejor ha
buceado el barco La Esmeralda.
Junto a un grupo de buzos
encontraron al guardiamarina
Ernesto Riquelme, el que
disparó el último cañonazo del
buque en el Combate Naval de
Iquique: "Su cuerpo estaba
aplastado por una serie de
estructuras del barco, y tenía su
uniforme", contó en una
entrevista.
Le comento el bautizo de la
caleta de pescadores de Las
Cruces, adonde él iba a veranear
de cabro chico, cuando conoció
a pescadores y buzos que le
enseñaron un mundo y lo
metieron de cabeza en el mar.
La caleta de Las Cruces lleva
hoy su nombre. Se llama Caleta
Alfredo Cea. Un auténtico
honor. Cea se ríe: "Sí, eso tiene
ya su tiempo. La última vez que
fui a la caleta de Las Cruces me
encontré con un pescador al que
no conocía, y le pregunté quién
era ese gallo, quién era Alfredo
Cea". El pescador lo quedó
mirando y le dijo que había sido
un tipo muy capo de la zona, un
sujeto que había inventado unas
escafandras especiales para
bucear, pero que ya estaba
muerto. Le mostró incluso una
roca a lo lejos, y le dijo que
justo ahí se lo había comido un
tiburón. "Se lo comió entero",
dijo, "no quedó nada de Alfredo
Cea". También le contó que
pensaban hacerle pronto un
monolito, para recordarlo. El
doctor Cea se rió.
Nos gusta fantasear. Decir que
Alfredo Cea es investigador
marino, que la medicina de
inmersión es su especialidad,
que conoce las más de ciento
sesenta variedades de pescados
que se pueden conseguir en las
costas de Coquimbo y que más
encima está vivo no sirve
demasiado para alentar el mito.
A lo más ayuda a decir que el
hombre es instruido. Pero decir
que se lo comió un tiburón, eso
sí que no se olvida.
Envidio a Cea. Debe ser
fantástico estar vivo y ser
testigo privilegiado de cómo en
el mito de Las Cruces te come
un tiburón justo ahí, donde está
la roca. Un gran chiste, ideal
para reírnos de nosotros
mismos. Un chiste terapéutico
para quedar con hipo de la risa.
Sábado 17 de Diciembre de
2005
Manuel Pellegrini
A Manuel Pellegrini lo
bautizaron en Argentina, cuando
dirigía a San Lorenzo de
Almagro, como El Ingeniero.
Nunca estuvo mejor puesto el
apodo, porque al Ingeniero
Pellegrini le sobra método y
planificación y rigor
matemático. Siempre ha sido
así. Profesional. Desde joven.
Desde que combinó estudios
universitarios de ingeniería con
el fútbol de primera división.
Desde los tiempos en que era
jugador de la U, defensa central
y de los duros. El más alto del
equipo, el más sacrificado, el
más trabajador, el más rubio. Un
muchacho de buena familia,
Pellegrini Ripamonti, que pudo
haber sido ingeniero pero que
prefirió el fútbol. Porque el
fútbol era y es su gran pasión.
Pellegrini llamaba la atención
de la gente: no era talentoso,
pero suplía sus ripios técnicos
con una disposición al trabajo
que marcaba diferencias con el
resto. Él mismo lo decía: se
quedaba a entrenar más horas
que los demás, porque sabía que
sólo con perseverancia y trabajo
llegaría a la meta. Como
jugador lo logró: fue titular de la
U durante una década, una
década en que la U era un
equipo discreto, del montón, y
coronó su carrera de jugador
defendiendo incluso una vez a la
selección chilena.
Lo suyo, está dicho, es el rigor,
la aplicación, el método, la
organización. La única vez en
que Pellegrini le hizo caso sólo
a la emoción, tomó la gran
decisión de su vida, la que hoy
lo llena de orgullo: dedicarse al
fútbol totalmente; decisión que
hoy lo tiene encumbrado como
el entrenador chileno más
exitoso en el campo
internacional. Primero fue
campeón en Ecuador, pero nadie
lo infló demasiado. Después fue
campeón con San Lorenzo, en
Argentina. Y ahí sí se convirtió
en estrella y pasó a ser El
Ingeniero. Más tarde fue
campeón con River Plate. Y
después, como les sucede a los
entrenadores, fue sacado con
viento fresco porque los
resultados no acompañaron la
nueva campaña y ya nadie lo
quiso, y los mismos hinchas que
antes lo celebraban ahora lo
pifiaban.
Pellegrini no se amilanó. Es un
tipo duro, frío, calculador. Sabe
que en su oficio se vive de
resultados y no de poemas
echados al viento. Lo sabe
mejor que nadie, porque es
ingeniero, la mejor manera de
sobrevivir como entrenador de
fútbol. Y entonces voló más
lejos, a Europa, donde hoy es el
flamante entrenador del
Villarreal, un equipo modesto
que clasificó con Pellegrini a la
Liga de Campeones de Europa y
que ahora se dispone a jugar la
segunda fase de la copa más
importante del fútbol europeo.
El Villarreal y Pellegrini juegan
en las ligas mayores del fútbol
mundial. No te equivocaste,
Ingeniero: tu pasión es tu
profesión.
Sábado 24 de Diciembre de
2005
La Mañana
Cuando hablamos de cronistas
chilenos del siglo XX, el
nombre de Joaquín Edwards
Bello salta como un resorte.
Con justicia, por lo demás: a
estas alturas, es difícil discutir la
calidad e importancia de
Edwards Bello en la crónica
nacional. Ya está instalado. Pero
hay otros cronistas. Tan buenos
como Edwards Bello, pero de
un perfil más bajo. Más serenos,
más elusivos, a ratos con más
humor. Daniel de la Vega es
uno de ellos. Lo venía
observando con detención desde
hacía un tiempo, releyendo a
saltos sus textos en libros
prestados, archivos de diario y
páginas de internet, hasta que
finalmente me rendí y acabo de
comprar de un viaje los cuatro
tomos de sus Confesiones
imperdonables, antología
editada por Zig-Zag en los años
60 con sus mejores crónicas.
En una de las crónicas del
primer tomo, De la Vega cuenta
con maestría cómo vivía el
diario La Mañana, adonde llegó
a trabajar una noche del verano
de 1912. Su función: "Escribir
notas breves para redacción,
encargarme de las lecturas de
las fotografías de primera
página y trasnochar". Sobre
todo lo último: trasnochar. El
diario La Mañana en sus últimos
años de vida andaba a patadas
con el dinero, luchando contra
la bancarrota. En un momento
se hizo cargo del periódico
Emilio del Villar, quien después
de hacer preguntas al personal
se encerraba en su escritorio a
sacar cuentas. Un día,
consciente de que La Mañana
no tenía arreglo, Del Villar se
marchó en puntillas y no se
despidió de nadie, y el resto del
personal creyó durante toda una
semana que el hombre se
mantenía concentrado en su
oficina tratando de salvar el
diario. Hasta que una tarde,
"con gran sorpresa, abrimos la
puerta y encontramos el
escritorio solitario".
La situación se puso tensa
cuando las oficinas del
periódico empezaron a ser
ocupadas por atorrantes que no
tenían dónde dormir. Ofrecían
escribir unas líneas a cambio de
entradas para el teatro y un sofá
para pasar la noche: "Eran unos
individuos siniestros, que no se
afeitaban jamás y que andaban
con unos sobretodos muy largos
y muy raídos. ¡Son los
monstruos de la derrota!,
decíamos nosotros".
De la Vega y sus colegas
llegaron a tener miedo de entrar
al diario y recorrer sus salas casi
desocupadas, entre otras cosas
porque corría el rumor de que
estos atorrantes se habían
comido a un reportero, uno de
apellido Fernández, bastante
gordo y buena persona:
"Desapareció misteriosamente.
Y en cuanto se preguntaba por
Fernández y se trataban de
averiguar las causas de su
ausencia, los hombres siniestros
se ponían muy nerviosos".
Como no llegaban avisos, como
nadie estaba cobrando sueldo,
era frecuente que partiera uno
de La Mañana al mesón de
anuncios de El Diario Ilustrado
a tratar de levantar un cliente.
Apelando a engañifas y
maromas, una vez lograron
convencer a un sujeto de que
trasladara un aviso de defunción
del Diario Ilustrado a La
Mañana, lo que significó
prácticamente asaltar al deudo y
quitarle entre cinco el billete
con que venía a poner el aviso
apenas pisó las oficinas del
diario.
"Una tarde de los primeros días
de marzo de 1916", La Mañana
dejó de existir y los escasos
protagonistas de esta historia se
separaron. De la Vega, ajeno al
rigor del que tanta gala y
alharaca hace nuestro
periodismo de hoy, "se echó a
andar hacia el porvenir".
Aprendió como nadie el arte de
escribir historias, encantó
durante décadas a sus lectores,
obtuvo tres Premios Nacionales
(Literatura, Periodismo y
Teatro) y todavía nos sigue
encantando, cuando han pasado
casi cien años de esa noche de
verano en que llegó a trabajar al
diario La Mañana.
Sábado 31 de Diciembre de
2005
Dulce de membrillo
En víspera de las clásicas fiestas
de diciembre, leo sin apuro un
texto del uruguayo Felisberto
Hernández. El fragmento escrito
por Felisberto se llama "La
Pelota" y está en el primer tomo
de sus Obras completas. Narra
una historia de infancia, cuando
un niño que pudo ser él mismo
tenía ocho años y vivió un
tiempo, "una larga temporada",
con su abuela en una casa pobre.
Todo lo que quería entonces el
niño era que la abuela le
comprara una pelota de colores
que vendían en el almacén, pero
la abuela se resistía y alegaba
que no tenía dinero. Como el
muchacho la cargoseó bastante,
la abuela buscó entre las telas de
un baúl los géneros suficientes
para hacerle una pelota de trapo,
lo que le provocó más fastidio al
niño. El no quería la de género,
él quería la de colores que
vendían en el almacén. Cuando
la abuela se la entregó, el nieto
volvió a encapricharse porque
no le agradaban los
movimientos de la pelota en el
aire, ni que se llenara de tierra,
ni que perdiera la forma cuando
era golpeada con el pie.
Finalmente, cuando el
muchacho se aburrió de jugar
con la pelota de trapo e insistió
una vez más en que le
compraran la del almacén, la
abuela lo mandó a comprar
dulce de membrillo: "Cuando
era día de fiesta o estábamos
tristes, comíamos dulce de
membrillo".
El niño volvió del almacén, y
siguió jugando con la pelota
hasta que la dejó chata como
una torta. Luego fue a donde
estaba la abuela y le dijo que
aquello no era una pelota, sino
una torta, y que si ella no le
compraba la de colores del
almacén él se moriría de
tristeza. La abuela se echó a
reír, y entonces el nieto (que a
estas alturas uno casi puede
asegurar que es el propio
Felisberto) puso su cabeza en la
barriga de su abuela y se sentó
en una silla que ella le arrimó y
se fue quedando dormido
sintiendo "la barriga como una
gran pelota caliente que subía y
bajaba con la respiración".
Leer a Felisberto Hernández,
sentir la respiración de sus
imágenes, la cadencia de los
personajes que se mueven al
interior de sus historias, es una
manera fértil de saludar el fin de
año. Un amigo viene llegando
de Falabella. Me dice que allá
adentro es el caos: turbas que
hacen cola para pagar con
tarjeta los regalos de Navidad,
ropas tiradas en el piso, clima de
efervescencia, cajas gigantes
llenas de juguetes dentro de
bolsas que se mueven como
espadas de combate para abrirse
paso entre la muchedumbre.
Escribo esto cuando me
interrumpe uno de mis hijos: me
dice que su hermano le acaba de
regalar un mono plástico muy
bacán que él ha colocado dentro
de un vaso con agua y ha puesto
en el freezer para verlo más
tarde congelado, tieso, en el
centro de un vaso ahora hecho
hielo.
Ellos, los niños, nos vuelven a
revelar lo que sabemos de sobra:
que su necesidad de fantasía
puede ser satisfecha con un
mono congelado dentro de un
vaso, o con una pelota de
plástico de colores que venden
en el almacén de la esquina, o
con un trozo de dulce de
membrillo.
Me agrada la idea de vivir una
fiesta de fin de año con apenas
un trozo de dulce de membrillo,
y dejar pasar el tiempo sin más
accesorios. Me gusta la imagen
de concentrarme en la mirada de
mi mujer y de mis hijos, y
sostenerlos, y hacerlos respirar
en mi panza. Quiero quedarme
sólo con la certeza de que ese
momento está siendo vivido, y
que yo estoy reparando en él.
Quiero escuchar por un minuto
a mi hija Antonia, con su voz
que antes era casi exclusiva de
uno y ahora se expande por
otros mundos buscando su
tiempo y su espacio. Ese minuto
suyo me basta. Ese minuto hace
el trabajo del dulce de
membrillo en la mesa.
Sábado 2 de Septiembre de
2006
Héroes y tumbas
Un lector me escribe y en su
carta refiere a grandes trazos el
caso de aquel gendarme chileno
abatido a tiros por fuerzas
argentinas en la zona fronteriza
de Laguna del Desierto. La
historia me parece haberla
escuchado alguna vez, recuerdo
incluso haber leído algo, pero
no retengo ningún detalle.
Busco en archivos y doy con la
fecha del altercado: la tarde del
6 de noviembre de 1965. El
teniente Merino, Hernán
Merino, la víctima, tenía
entonces 29 años y es ahora
mártir de Carabineros de Chile:
sus restos están enterrados
desde hace unos años en una
tumba especial donde en cada
noviembre sus compañeros de
armas le rinden honores.
Su historia, leo en diarios
antiguos, contiene la clásica
fatalidad que acompaña a estos
héroes abandonados. En algún
momento del conflicto que
había en esos años por la
disputa territorial de Laguna del
Desierto, la patrulla de Merino
(formada por seis carabineros en
total), que había fijado su
cuartel en una choza
abandonada, quedó sola y no
alcanzó a enterarse a tiempo de
que debían retirarse de la zona
en litigio por acuerdo de los
presidentes de Argentina y
Chile. Parte de la literatura
disponible dice incluso que el
avión que debía informarles
tuvo que devolverse por falta de
combustible, y que el walkie-
talkie de la patrulla tampoco
funcionó, al parecer porque las
baterías se habían gastado
escuchando un partido de fútbol
y no había repuesto.
Lo cierto es que un mensajero
llegó tarde a avisarles que
debían retirarse de donde
estaban, y fue justo en ese
trance de desarmar campamento
cuando ocurrió el episodio que
le costó la vida a Merino. Lo
que se sabe bien es que en algún
momento esta patrulla con
cuatro hombres (los otros dos
habían ido a buscar caballos)
fue cercada de improviso por
alrededor de noventa gendarmes
argentinos armados. El mayor
Torres, a cargo de la patrulla
chilena, le dijo a su gente que
iría a hablar con las tropas
argentinas. Merino, el teniente
Merino, que era bravo y atlético
y de armas tomar, un patriota
que incluso alguna vez había
prohibido a los chilenos entrar a
Cochrane vistiendo pantalones
tipo bombachas propios de los
gauchos argentinos, fue a buscar
su fusil ametralladora para no
dejar solo a Torres. Aquí la
historia es imprecisa. El relato
póstumo de uno de los
carabineros que había ido a
buscar los caballos asegura que
el teniente Merino alcanzó a
disparar su fusil. En el
testimonio posterior del mayor
Torres se señala también que
"Merino, en su afán de apoyar
mis palabras o mi intención de
hablar con el jefe argentino,
tomó su fusil ametralladora
haciendo varios disparos al
aire". Lo que sea que haya
ocurrido, los argentinos
dispararon a matar en contra de
Merino (la herida mortal fue en
el pecho) y también dejaron
baleado al sargento Manríquez.
El cuerpo de Merino fue llevado
a territorio argentino a lomo de
caballo, y devuelto días después
desnudo en una urna metálica.
El teniente Merino fue enterrado
en Santiago con honores, en
medio de una multitud que lo
despidió como héroe, y luego
fue poco a poco olvidándolo y
abandonándolo, hasta hoy, en
que su recuerdo es remoto y
difuso. Los héroes tampoco
tienen cómo escapar del olvido,
aunque el día de su despedida
suenen tambores y trompetas.
Después, mucho tiempo después
de su muerte, fueron sabiéndose
más detalles de cómo vivían
estas patrullas de carabineros en
una zona fronteriza caliente.
Apenas alimentados gracias a la
buena voluntad de un piloto
civil, pasando frío y hambre,
incomunicados del resto del país
y de su alto mando, fueron
incluso después del
enfrentamiento detenidos y
sumariados. La vida del mayor
Torres y de los otros carabineros
que sobrevivieron no supo de
homenajes ni reconocimientos.
Todos siguieron su carrera en la
institución sin contratiempos,
hasta que se retiraron en silencio
cuando les correspondió
hacerlo. No fueron héroes
porque siguieron vivos. Merino,
en cambio, quedó atrapado por
una bala en medio de la
Patagonia y su nombre figurará
empolvado en los tomos de
Historia.
Sábado 9 de Septiembre de
2006
Momentos estelares
La Historia no trabaja inspirada
todo el santo día, de la mañana a
la noche. Igual que la vida de
los artistas, sólo sabe de
inspiración en ciertos momentos
excepcionales. El resto del
tiempo, la Historia transcurre
como suelen correr nuestros
días, uno tras otro: sin mayor
alarde, con ligeras brisas de aire
fresco cuando la percepción está
más fina, escasa en situaciones
que llamen a posar nuestra
mirada en ellas como si se
tratase de una oportunidad única
sobre la Tierra.
Esta idea, por supuesto, no la
inventé yo. La leí el otro día en
el prólogo del libro Momentos
estelares de la humanidad, una
joyita de Stefan Zweig, después
de arrebatarle de las manos a un
buen amigo el ejemplar que
acababa de comprar y que me
venía a mostrar con sonrisa
pícara, como diciendo mira lo
que tengo, ja.
La idea de que hay momentos
de la Historia únicos e
irrepetibles, instantes sublimes
que ninguna imaginación de
artista debe intentar superar, es
una variante elegante y más
completa de ese lugar común
tan certero que dice que la
realidad muchas veces supera a
la ficción.
Como aún no compro el libro,
cuando quise volver sobre lo
que escribía Zweig tuve que
llamar en la noche a este amigo
para que me leyera por teléfono
desde su casa aquellos párrafos
marcados, mientras yo tomaba
nota de lo esencial. Esa es
amistad, aprovecho de comentar
al paso: poder llamar a este
hombre, tan obseso como yo
con el mundo de los libros, a
cualquier hora a su casa para
pedirle que me lea un pedazo de
prólogo que en ese momento me
quita el sueño lo considero un
privilegio.
Zweig llama a estos episodios
"momentos estelares", porque
son resplandecientes e
inalterables como estrellas, y
brillan sobre la noche de lo
efímero. ¿Puede decirse esto
mismo de mejor manera?
Casualidad o no, releía esta
frase maravillosa cuando un
mensaje en la pantalla del
computador me avisó que mi
hija Antonia se había conectado
al messenger. Rápidamente fui
sobre ella y la saludé, y tuve el
impulso no sólo de decirle que
la amaba, imperfectamente por
cierto, sino que la amaba y que
hacía un esfuerzo por
mantenerla la mayor parte del
tiempo en mi horizonte.
Antonia, mi hija mayor,
adolescente muy próxima a la
mayoría de edad legal, es por
supuesto desde su gestación uno
de mis momentos estelares.
Verla nacer un mediodía de
junio en el pabellón de una
clínica de Santiago, llevarla en
las mañanas al jardín infantil,
posar con ella el primer día de
clases en el colegio, besarla,
abrazarla, contemplarla,
alimentarla, vestirla, viajar con
ella al sur profundo y entre los
dos hacerle rogativas al cielo
para que deje de llover a chuzo,
bañarnos en el mar, llorar su
ausencia tantas veces, discutir,
pelear, compartir lecturas y
hojear en este mismo momento
el primer tomo de los Cuentos
completos de Julio Cortázar,
libro que le voy a regalar
cuando la vea el fin de semana y
que cuidará como un tesoro en
su naciente biblioteca, son
episodios que no compiten en la
Gran Historia de la Humanidad
con algunos de los hitos
documentados por Zweig en su
libro, como el día en que nació
el Mesías de Händel, en 1741, o
el día en que indultaron a
Dostoievski momentos antes de
su ejecución, en 1849; pero que
recortados sobre el fondo de mi
vida, una vida más entre
billones de otras vidas que han
sido, constituyen momentos
estelares que usando las propias
palabras de Zweig brillan sobre
la noche de lo efímero.
Ese brillo, esa luz en la
oscuridad, es también
combustible que ayuda a
levantarnos un día y otro y otro
más para rastrear en estas
palabras algo parecido a una
declaración de amor, una
declaración de amor
incorruptible, de padre a hija,
escrita una mañana de invierno
con la inmejorable ayuda de
Stefan Zweig.
Sábado 16 de Septiembre de
2006
Septiembre
Miércoles, doce del día. Voy
leyendo arriba del taxi cuando
una débil sonajera de pitos y
silbidos me recuerda, en pleno
centro de Santiago, que estamos
en septiembre, que se cumple un
año más del 11 de septiembre
del 73. Primero un puñado de
santiaguinos sin un perfil
demasiado definido (más viejos
que estudiantes, menos
embanderados que militantes de
un partido), apostado en la
esquina de José Miguel de la
Barra con Monjitas, hace amago
de tomarse la calle, y luego, un
par de cuadras más abajo, otro
grupo de no más de sesenta o
setenta personas intenta llamar
la atención desde una vereda,
avivando la cueca con un
megáfono en malas condiciones
y desplegando un letrero que no
alcanzo a leer, porque el taxi no
se detiene y avanza por
Monjitas rumbo a la Plaza de
Armas. Nadie hace demasiado
caso de las breves
manifestaciones, que por
supuesto ganan en escenografía
por la presencia inmóvil de
carabineros de las fuerzas
especiales.
El taxista hace un ademán de
molestia: "Hasta cuándo la
revuelven", masculla, sin
demasiada convicción. Me
quedo callado, no contesto.
Falta poco para bajarme y no
tengo ganas de conversar.
Venía leyendo Es tiempo ya, de
Rodrigo Atria, un libro que
demoró más de treinta años en
escribir y publicar, y que,
justamente gracias a todo el
tiempo transcurrido, es sin duda
uno de los buenos libros
disponibles en Chile para contar
el 11 de septiembre de 1973, lo
que había antes, lo que vino
después.
Pocos días atrás, había recibido
este libro de manos del propio
Atria tras una suculenta comida
de sábado en la noche en su
casa. El ejemplar venía con
dedicatoria, breve y precisa:
"Por el tiempo recuperado". No
nos habíamos visto en años. Era
una comida de reencuentro: con
él, con su mujer, con sus
recuerdos.
Entre las muchas historias que
el propio Atria narró mientras
comíamos pasta, hubo una
particularmente simbólica: la de
su anillo de matrimonio. Está en
el libro.
Rodrigo Atria fue detenido el
martes 11 de septiembre en la
fábrica Lucchetti de Vicuña
Mackenna, donde había
decidido quedarse con disciplina
militante junto a un centenar de
trabajadores hasta el toque de
queda que empezaba a las seis
de la tarde, y al día siguiente, el
miércoles 12, fue llevado como
prisionero al Estadio Chile.
Cuando ya hubo cerca de cuatro
mil prisioneros en el estadio,
presumiblemente la noche del
mismo miércoles 12 o la del
jueves 13 de septiembre, los
detenidos fueron autorizados a
ir al baño en grupos. Fue en ese
momento cuando Atria calculó
que la inscripción de su anillo
de matrimonio podía delatarlo
más allá de lo necesario. En su
anillo no figuraba el nombre de
su esposa, como se estila
regularmente, sino una
consigna: "Hasta la victoria
final". La frase, de alta retórica
revolucionaria, estaba en el
anular de su mano izquierda y
era preciso echarla por el water.
Atria no vaciló. El miedo puede
más que los símbolos. Es más
urgente, al menos. Atria dejó
caer el anillo por la taza del
inodoro, tiró la cadena y regresó
al lugar de detención aún con el
miedo abrazándolo entero.
La victoria final de Rodrigo
Atria fue sobrevivir a su
detención, llegar a tener cuatro
hijas con su misma mujer, llegar
incluso a reírse de la historia del
anillo, hacer silencio y
finalmente, después de treinta
años, publicar un libro donde
recuerdos y reflexiones se
combinan para dibujar un nuevo
septiembre, más lúcido, menos
revuelto, menos enloquecido.
Sábado 23 de Septiembre de
2006
El cumpleaños de Chile
No recuerdo quién fue el
primero en usar la expresión
"estar más arriba del
paracaídas", creo que fue
Pinochet o el almirante Merino
a propósito, me imagino, de los
comunistas, que al caso eran
muchísimos, una inmensa
legión, pero por Dios que es
buena y elocuente la expresión.
En este caso, me funciona como
anillo al dedo: quedé hasta más
arriba del paracaídas con todas
estas celebraciones escolares
dieciocheras, sobre todo cuando
comprometen a cabros chicos a
los cuales hay que disfrazar de
chilote, chinita, huaso o
integrante de una diablada,
porque en estos casos "el
cumpleaños de Chile" se celebra
dándole un minuto de fama a
todo el territorio nacional, y
hasta los pascuenses saltan al
escenario.
Siempre es la misma vaina. No
hay primavera que no se
anuncie de la mano de estos
trajes que hay que fabricar o
comprar, y que vienen exigidos
con semanas de anticipación
para tortura de los padres que
debemos gastar plata y energía
en producir parte del evento.
Estoy seguro que si se hace una
encuesta nacional a los
profesores de Chile, la inmensa
mayoría de ellos también está
chata del estrés que provocan
estos actos dieciocheros, y lo
único que quieren es comerse
una empanada y cambiar el
curso de la historia y que el
cumpleaños de la patria se
celebre en febrero, lejos de
cualquier responsabilidad
escolar.
Pero no: la historia no se tuerce,
y aquí estamos en septiembre
avivando la cueca, organizando
presentaciones, vistiendo
pergenios y alimentando una
creciente industria que gana
dinero a costillas nuestras. Me
impactó este año ver en
supermercados no sólo a los
tradicionales trajes de huaso o
china, sino hasta un combo
chilote empaquetado: calceta y
gorro de lana a cerca de tres mil
pesos.
En mi casa, al menos, de prole
numerosa, la presentación
dieciochera tuvo ribetes de
pesadilla. Uno de mis hijos fue
comisionado no sólo para bailar
con gorro de lana, camisa
escocesa y calceta chilota, sino
que después debió transformarse
en un eximio músico intérprete
de unas sambas en metalófono,
las que debía ejecutar vestido de
brasilero, en lo que imagino fue
un guiño a la integración
latinoamericana. El muchacho
no tenía camisa con motivos
tropicales ni pantalón blanco, y
fue un parto convencerlo de que
no se reirían de él si llegaba a la
presentación con sobrios
bluyines y una polera con una
palmera, lo más cercano que
tenía al disfraz de brasilero.
En los casos en que la
presentación es con apoderados
de público, la pesadilla
continúa. Los más pechugones
no dejan ver a los de atrás
poniéndose por delante a punta
de codazos y captando en video
o cámaras fotográficas el
minuto de gloria de su cabro
chico, canción que se despacha
rápidamente en lo que dura la
cueca o el costillar o el sau-sau.
No hay renovación alguna en el
imaginario de los colegios, y
este trance debemos revivirlo en
las fiestas de fin de año, cuando
vuelven a disfrazarlos, ahora
normalmente de animales o
árboles para rendirle homenaje
al ecosistema amenazado por el
hombre. Yo creo que la
verdadera amenaza en estos
casos es a la salud física y
mental de los padres y
espectadores, sobre todo a las
madres, que son las que
normalmente asumen la
responsabilidad de coser,
maquillar y vestir a los infantes.
¿Por qué no simplificar las
cosas, por qué no invitar a los
que saben de música a tocar una
canción, al más payaso a contar
un buen chiste y al más mateo a
resolver una ecuación en la
pizarra, y buenas noches los
pastores? Ya me tocó el caso de
otro hijo mío, que en la última
presentación en diciembre
pasado estuvo al borde del
desmayo después de pasarse
parado en el escenario quince o
veinte minutos sin poder
respirar por la máscara que
llevaba en la cabeza. Para no
aguar la representación, aguantó
hasta el límite de sus fuerzas, y
sólo cuando terminaron de
actuar se animó a sacarse la
capucha. Estaba blanco. Pálido
como una hoja de papel. Costó
reanimarlo. Verlo
semidesmayado fue una
lamentable metáfora de los
extremos a que se puede llegar
en nombre de la educación.
Sábado 30 de Septiembre de
2006
El caos
Anoche me quedé hasta tarde
leyendo y marcando frases de
un diario de guerra. El diario de
guerra que escribió un amigo
mío, José Luis López Zubero,
oftalmólogo que fue a Vietnam
como médico voluntario en
1967, y que estuvo más de
cincuenta días atendiendo
heridos y enfermos en el
Hospital de Vinh Long. Cada
mañana, antes de comenzar el
trabajo, José Luis escribía en
una hoja de su libreta negra un
resumen de lo sucedido el día y
la noche anteriores.
Buena manera de organizar el
caos, o de registrarlo. En su
diario de guerra conviven, en un
mismo día, operaciones de
tumores oculares y cataratas,
natación en la piscina de unas
monjas, amputaciones de
piernas, cenas a orillas del río
Mekong, películas al aire libre y
el sonido intermitente de
explosiones y ráfagas de
metralla.
A veces llegaban al hospital
camionadas de muertos y
heridos, y los propios pilotos de
los helicópteros que habían
bombardeado esa zona donaban
sangre para tratar de salvarles la
vida a los moribundos que iban
dejando sus ataques. El absurdo
se vivía no sólo en estas
situaciones límite, sino a cada
momento. A veces la mayor
preocupación de la mañana
entre los voluntarios era que
hubiese huevos al desayuno. Un
obispo católico celebraba misa
los domingos en una catedral
gigantesca y semiabandonada a
la que sólo asistían diez
oficiales, los que después de
escuchar la plegaria y comulgar
seguían su marcha.
En el diario de guerra de López
Zubero figuran soldados,
enfermeras, intérpretes, putas,
ciegos, mercenarios y médicos
construyendo un mismo
escenario, caótico y en algún
sentido incomprensible.
Soldados que plantean en voz
alta dudas morales derivadas del
acto de matar antes que te
maten, para después acabar
todos en una fiesta tomando
whisky y escuchando música
mejicana. Hay un día en que a
los voluntarios les da por ir a
disparar a los arrozales: "En un
jeep, armados hasta los dientes,
vamos a los arrozales que
controla el Vietcong por la
noche y disparamos y
disparamos M-16, carabinas y
revólveres, hasta que la lluvia
del monzón nos echa del
barrizal. Más tarde dormimos
siesta y después comemos arroz
con carne en un restaurante
local".
Las palabras escritas en este
diario de guerra, las mismas que
registran el caos, sirven también
para fijar fragmentos de vida y
dejar constancia que allí se vivió
y se murió. A veces no nos
percatamos de que la vida que
nos rodea es un gran desorden,
imposible de entender por la
razón. Tomo el diario de un día
cualquiera de un par de semanas
atrás y no aprecio demasiadas
diferencias entre la locura
vietnamita y la locura que
acompaña nuestro andar por el
mundo. Leo. Una alcaldesa
manipula condones repartidos
por el gobierno a los municipios
y alega que son demasiado
delgados, que no son confiables.
Un escolar de 14 años manipula
en el colegio una calibre 22 y
balea en el antebrazo a un
compañero de curso. Un
ascensor en mal estado en un
edificio del centro de Santiago
aplasta a un joven economista y
lo deja en estado grave. Días
después sabremos que ese
hombre no resistió el accidente
y finalmente murió, y también
sabremos que ese sábado había
salido en la mañana a comprarle
comida a su gato. Sigo la lectura
del diario. Una mujer que se
ganó 50 millones en el Kino se
gastó toda la plata en comprarse
una parcela con chanchos,
gallinas y gansos, ahora anda en
una camioneta toda destartalada
y ya no tiene plata para
alimentar a sus animales. Un
humorista enfermo se resiste a
vivir de la beneficencia, y se
presenta en una parrillada con
show.
Las religiones y la política
trabajan justamente con los
desechos del caos. Quieren
ordenarnos la vida, adjudicarse
el sentido de nuestra fe. Mi hija
menor me interrumpe: está de
vacaciones, hoy no ha ido al
colegio, y quiere jugar. Me pide
que me ponga un gorro blanco
que trae puesto en su cabeza, me
regala varias sonrisas y me dice
que le convide algunas tabletas
de vitamina C. La echo del
escritorio con modales
agradables, le ruego que me
deje terminar esta crónica.
Cuando se va, me queda su
rostro, y en su rostro sonriente
adivino, ahora sí, un mundo de
sentido.
Sábado 11 de Noviembre de
2006
As de trébol
Alguna vez, hace no tantos
años, quise estudiar magia. La
idea era aprender una buena
cantidad de trucos para después
presentarme en casas de amigos
y divertirnos un rato jugando a
que yo era mago y ellos un
público entusiasta que celebraba
mis números. Incluso alcancé a
comprar un par de videos de
Tamariz, más una caja de magia
elemental que quedó arrumbada
quién sabe dónde y de la que no
logré aprender ni un solo truco,
porque finalmente el entusiasmo
se deshizo con la velocidad con
que un mago hace aparecer una
paloma de un pañuelo.
Por esos días, había trabado
amistad con una muchacha
uruguaya que pololeaba con un
chileno que era mago de verdad.
Joven, experto en trucos de
salón con una baraja de naipes,
lo invité con su polola para que
fuera a ponerle color a un
cumpleaños de mi mamá un 25
de mayo en que ella estaría más
o menos sola. El mago, que no
recuerdo cómo se llama, aceptó
encantado y apareció esa tarde
en el departamento de mi
madre.
Habrá estado, no sé, cuarenta
minutos entreteniéndonos a
todos con una docena de trucos
que nos tenían con la boca
abierta: el tipo era bueno en su
oficio, lucía una habilidad
envidiable con las manos. Uno
hacía esfuerzos por encontrar la
trampa y no había caso. Antes
de despedirse, el muchacho le
dijo a mi mamá que quería
dejarle en su casa un regalo que
ella no olvidaría jamás. Le pidió
enseguida que eligiera una carta
cualquiera de la baraja. Mi
madre eligió el as de trébol, y
entonces él la firmó y volvió a
ponerla con las demás cartas.
Siguió barajando. Luego hizo
una serie de piruetas y cabriolas
con las manos y finalmente,
¡bum!, un naipe voló al techo
del comedor y quedó allí
pegado, mirándonos a todos
nosotros. Era el as de trébol que
había escogido mi madre.
Aplaudimos con risa nerviosa,
no entendíamos cómo lo había
hecho. Han pasado varios años
desde aquella tarde de mayo y el
as de trébol continúa pegado en
el mismo sitio, sin moverse un
centímetro, y permanecerá allí,
estoy seguro, todo el tiempo que
mi mamá quiera que ese naipe
viva allá arriba.
Cada vez que voy a almorzar a
su casa me encuentro con el as
de trébol en el techo. Me gusta
lo que esa carta representa: un
momento de alegría, magia y
misterio. Y me encanta que a mi
madre también le guste.
Leo en un libro que el arte
consiste en imponer una tregua
al combate de los hombres.
Buena definición. En medio de
la batalla diaria de la
sobrevivencia, el arte sirve de
algo, al menos supone una
pausa a la que se le puede sacar
todo el provecho que ella
contiene, si es que hay enjundia.
El ilusionista, el mago, es de
alguna manera también un
artista: trabaja en una zona
misteriosa, teatraliza el engaño,
y si es bueno saca aplausos. Mi
mamá nunca me lo ha dicho,
pero estoy seguro que ese as de
trébol que nos mira desde el
techo del comedor de su casa es
uno de los mejores regalos de
cumpleaños que ha recibido. Y
se lo dio un mago a quien no
conocía ni ha vuelto a ver en su
vida.
Sábado 18 de Noviembre de
2006
Estridencias
Bebíamos café con mi amigo, y
hablábamos de las inevitables
estridencias que caracterizan a
la vida moderna, la vida que
llevamos hoy en cualquier
ciudad del mundo que se
vanaglorie de formar parte de la
economía de mercado. Es decir,
en prácticamente todo el
planeta. Una especie de chirrido
físico y mental a ratos tenue, a
ratos descarado que nos
acompaña a donde vayamos, y
que se impone no sólo como el
ruido ambiente de nuestros días,
sino también como la manera
que hemos escogido para
relacionarnos con los demás.
Esto que digo no es una
abstracción ni una metáfora:
hablo de las estridencias que nos
acompañan concretamente en la
calle, en el trabajo, en la
televisión, en los titulares de la
prensa, en la casa, a veces
incluso cuando estamos solos y
nos cuesta apañarnos con
nuestra propia soledad.
Estridencia que, pensándolo un
momento, tiene que ver
probablemente con cierta
desconfianza y hasta cierto
desprecio hacia el silencio. Un
silencio que puede ser peligroso,
perturbador, improductivo; un
silencio que puede hacernos
pensar incluso en el sentido de
lo que hacemos más o menos
mecánicamente día a día.
Abunda en este tiempo la
necesidad casi siempre
adquirida de vendernos a cada
rato, de mostrar en el escenario
virtual del mercado las
bondades de nuestro producto,
para que se vea bonito y ojalá se
compre. Nada de lo que
hacemos parece gratuito o no
tiene un fin evidente: no nos
conviene la gratuidad, no es
moneda de cambio. Y, de
vuelta, también a nosotros nos
tratan como compradores
potenciales de lo que el otro nos
ofrece. Que nadie se libre de la
cadena productiva. Que nadie
tenga dudas de que lo que
hacemos es cuantificable,
medible, convertible en billetes.
Que nadie sospeche de que no
colaboramos en el siempre bien
ponderado progreso de la
economía mundial.
Hacer ruido para que se note tu
presencia. Nunca correr el
riesgo de pasar inadvertido. Y
apostar a ganador. Si más
encima te haces famoso, el
círculo suena a perfecto
mientras dura. Porque el propio
mercado que te dispara al cielo
envuelto en fuegos de artificio
te advierte que debes
aprovechar tus quince minutos
de fama. Entre los periodistas,
por ejemplo, es típico escuchar
que el mayor riesgo que corres
es desaparecer de la escena
pública. No figurar. La pesadilla
en ese caso es que el mundo te
olvide apenas abandonas el
ruedo. No se te vaya a ocurrir
irte a la pieza del fondo a
trabajar callado. Cuando
vuelvas, dicen, nadie te
reconocerá y tu espacio ya habrá
sido ocupado por un relevo. Se
supone que lo tuyo, más que
una vida, es una carrera.
La estridencia restalla en tu
oído, te habla de la mañana a la
noche, parece no dejarte en paz.
Me confieso sensible al tema:
vengo llegando de unas
vacaciones en solitario, donde
durante más de una semana
nunca subí la voz ni me la
subieron. No me encaramé a
una micro, menos a un taxi, tuve
tiempo para lustrarme los
zapatos y comer jugosas
manzanas, apenas caminé en un
radio de diez a quince cuadras a
la redonda, y el mayor ruido que
escuché en todo este tiempo
vino de la pantalla grande, cada
vez que fui a encerrarme a una
de las salas del fantástico
multicine que había en la
esquina del departamento donde
me alojaba. Vi historias de
película, dormí siesta, leí sin
apuro, escuché a mi amigo José
Luis hablarme de unas niñas de
siete y ocho años que eran
tratadas como esclavas en
Bangladesh, unas niñas que
acarreaban ladrillos sobre sus
cabezas a pleno sol y que él
nunca ha podido olvidar, y me
traje a la oficina para terminar
esta crónica unos versos de
Chuang Tzu que también dejaré
escritos en la pared: "Escojo
crisantemos al pie de la haya, y
contemplo en silencio las
montañas del sur; el aire de la
montaña es puro en el
crepúsculo, y los pájaros
vuelven en bandadas a sus
nidos. Todas esas cosas tienen
una significación profunda, pero
cuando intento explicarlas se
pierden en el silencio".
Sábado 25 de Noviembre de
2006
Chivolito
La historia es más o menos así:
en el norte de Colombia, en una
ciudad llamada Soledad, cerca
de Barranquilla y del Mar
Caribe, vive un tipo que
responde al nombre de
Chivolito y que se gana la vida
contando chistes en los velorios.
No es que el hombre ofrezca sus
servicios y uno lo contrate. Lo
suyo forma parte de la economía
informal: Chivolito, que ya tiene
cerca de 80 años, se entera de
una muerte o es avisado de un
fallecimiento y concurre al sitio
donde se vela al finado, le
expresa su pésame a quien
corresponda y se instala allí
donde están los deudos y los
familiares y los amigos por un
rato, hasta que siente el impulso
y se pone a contar chistes a viva
voz. Lo normal es que llegue a
las ocho de la noche y se retire
varias horas después, de
madrugada.
La práctica de Chivolito es de
larga data, décadas, y su fama se
ha extendido prácticamente por
toda Soledad, donde ya casi no
hay velorio como Dios manda
sin las tallas del bufón. Hay
gente que no tiene nada que ver
con los muertos que igual llega
al sitio del suceso, porque sabe
que Chivolito lo más probable
es que aparezca con su show.
Ellos, que conocen su batería de
historias, son los que casi
siempre le piden que cuente el
chiste del hombre con dos
próstatas, o el del viagra
pediátrico, o el de los esposos
que se odiaban. Así le ayudan a
Chivolito a recordar parte del
repertorio que pueda estar
olvidando a causa de los años.
Al terminar su rutina, que casi
siempre arranca grandes
carcajadas entre su público,
preferentemente masculino,
Chivolito hace pasear su
sombrero por entre los
asistentes para recaudar alguna
propina que le permita costear
sus necesidades básicas. Más
que un negocio, lo de Chivolito
es una manera de capear el
temporal de la vejez y no morir
de hambre.
El periodista colombiano
Alberto Salcedo siguió su rutina
por un tiempo y acaba de
publicar un magnífico reportaje
donde cuenta la historia de
Chivolito, que, como es
costumbre en estos casos, carga
consigo un montón de dramas
de los cuales no es mala idea
escapar contando chistes.
Cuando el periodista conversa
con Chivolito, escucha de él una
larga lista de maldiciones: "Me
duelen las articulaciones, me
arde la garganta, duermo muy
poco. Me molesta la catarata del
ojo izquierdo y me preocupa el
ácido úrico. Hace treinta años
me abandonó mi esposa y hace
diez se me murió mi hija. A
estas alturas vivo donde un
compadre en una pieza estrecha
y oscura porque mi familia me
dio la espalda". Sus compañeros
de dominó no saben si es verdad
tanta calamidad, pero sospechan
que igual la fortuna no le ha
sonreído demasiado. Como sea,
Chivolito no tiene
inconvenientes para montar un
espectáculo capaz de hacer
aullar de la risa a los que
concurren a los velorios donde
se presenta. Dice Salcedo que
Chivolito, de baja estatura, tiene
"una voz chillona que taladra
los oídos y una variadísima
colección de ademanes cómicos:
tuerce la boca, se pone bizco,
camina renqueando, se tira al
piso, se alborota el pelo, saca
una peineta, se peina con la raya
al medio, hace la mímica de un
borracho, aplaude, se arrodilla".
Cuando se pone a hablar más en
serio, Chivolito confiesa que
todas las mañanas recorre tres
kilómetros a pie vendiendo
boletos de lotería, y que eso le
permite ganarse algunos pesos,
porque lo de los velorios no
siempre es seguro. Dice que a
veces le ha pasado que los
deudos lo corren a patadas por
considerarlo irrespetuoso.
"¿Irrespetuoso yo? Son ellos los
que creman los cadáveres o se
ponen a pelear herencias cuando
el cajón todavía está en la sala".
Alguna vez en su juventud
trabajó Chivolito metiéndoles
voz con megáfono a las
películas mudas de Chaplín.
Hoy convive con la gente en
medio de los velorios y escucha
una y otra vez cómo le piden el
chiste del hombre de las dos
próstatas, el de la viejita que se
desnudó frente al espejo, el del
monstruo que se casó con la
monstrua. Mientras su corazón
se lo permita, Chivolito seguirá
dedicándole unas cuantas
carcajadas a la muerte.
Domingo 26 de Noviembre de
2006
Se fleta
Primero da risa. Ver a un
camión cargado de maíz,
volteado por el peso, dibujando
una gran melena sobre su techo,
aprovechando cada milímetro de
carga posible en este envejecido
se fleta. Pero después ya no da
tanta risa, cuando comprobamos
que la imagen ilustra un mundo
ajeno y remoto que no ha
cambiado demasiado en estos
últimos años. Somalía: un país
pobre entre los pobres, del que
nos enteramos tarde, mal y
nunca que existe, esta vez
gracias a un viejo y delirante
camión que quiere sumarse a la
economía informal de un país
que podría desaparecer mañana
y no salir en las noticias.
Sábado 2 de Diciembre de 2006
Crisis de pánico
Quién te manda a meterte en las
patas de los caballos. Es buena
la expresión: es gráfica y
elocuente. Se supone que nadie
en su sano juicio metería la
cabeza por voluntad propia
entre las patas de los caballos.
Se supone. Un mínimo sentido
de sobrevivencia. La posibilidad
de que te llegue un chancacazo
que te mate o te deje para
siempre turuleco es alta.
La expresión es buena, y la
escuchamos a menudo allí
donde hay conflicto. Pero la
expresión también supone un
gesto ético: hacerte el gil todas
las veces que sea necesario.
Físicamente hablando, me
considero bastante cobarde, y no
sé qué haría si al frente mío en
el metro o en la calle cogotean
con un cuchillo o una pistola a
un sujeto indefenso. No sé si
arriesgaría el pellejo por esa
persona desconocida. No he
estado en esa situación, pero no
descarto para nada la
posibilidad de que yo sea uno
más de los muchísimos tipos
que se hacen los lesos para no
correr el riesgo de salir
perjudicados. Lo sé. Cobarde
actitud. Tal vez pensar en ella
ahora mismo me aporte alguna
dosis de valor para tratar de
torcer mi naturaleza, y
atreverme a algo más el día en
que el destino quiera vestirme
de héroe. Preferiría no hacerlo.
Espiritualmente hablando, no
me considero tan cobarde a
estas alturas de mi vida. Mirado
el asunto con sentido común,
verifico que ya estamos metidos
en las patas de los caballos.
Estamos vivos en este mundo,
sin consulta previa, y
condenados desde el comienzo a
la extinción. El asunto no es
menor.
Ayer en la noche recordaba un
episodio de mi vida risible y
macabro al mismo tiempo: tenía
apenas veintiún años, hacía mi
práctica profesional en la revista
Hoy y ayudaba a una periodista
con años de circo en la
investigación del asesinato de
Tucapel Jiménez. La historia del
crimen era feroz, y en el
reporteo me había tocado ir
incluso a un cuartel de la CNI a
entrevistar a unos dirigentes
sindicales de dudosa reputación
que habían sido acusados de
haber participado
indirectamente en el homicidio.
Andaba saltón, asustado, muy
nervioso. Y no le decía a nadie
lo que me pasaba. Para tratar de
relajarme un poco, fuimos al
estadio con un amigo que
también hacía su práctica en la
revista. Reunión doble en el
Nacional. Partido de fondo:
Colo Colo con la U. El estadio
repleto. Setenta mil personas.
Estuve todo el rato
ensimismado, rodeado de una
turba que vivía el momento y
disfrutaba un simple partido de
fútbol. Yo, en cambio, en vez de
concentrarme en lo que ocurría
en la cancha, estaba inquieto por
mis palpitaciones, las puntadas
y el estado de tensión del que no
lograba librarme. Cuento corto:
en algún momento, me faltó el
aire y sentí que me estaba
ahogando, que el corazón
fallaba y que me iba a morir.
Fui al baño, y ahí prácticamente
me desmayé. Vendedores de
maní solidarios sostuvieron mis
lentes junto a un carabinero y
llamaron a una ambulancia. Yo
estaba verde. La ambulancia se
demoró el tiempo justo para que
miles de compatriotas durante el
entretiempo del partido me
vieran descompuesto en el baño,
entre ellos mi amigo, que tuvo
la delicadeza de abandonar el
fútbol y acompañarme en la
ambulancia a la Posta 4. No
sufría ningún infarto ni me iba a
morir. Tampoco fue el triunfo
holgado de Colo Colo el que me
tumbó, como deslizó algún
amigo entre risas después de la
crisis. Simplemente tuve un
ataque de pánico que no
olvidaré jamás, y que hoy me
ayuda en el recuerdo a enfrentar
los momentos complicados.
Estaba metido en las patas de
los caballos, sin saber mucho
cómo protegerme, y sentía un
temor reverencial hacia la
muerte que imagino se va
diluyendo en el tiempo, a
medida que vamos avanzando
con nuestra mochila a cuestas
intentando hacer más ligero el
equipaje.
Domingo 3 de Diciembre de
2006
Gracias por la atención
dispensada
Hay un libro de poemas de un
amigo que se llama así: Gracias
por la atención dispensada. Mi
amigo dice que lo bautizó de
este modo porque Julio
Martínez, Jota Eme, cerraba sus
comentarios deportivos
dominicales con la frase de
rigor: gracias por la atención
dispensada. Es justamente lo
que queremos decirles en estas
líneas: gracias por ayudarnos a
respirar a través de las páginas
de Domingo en Viaje. Gracias
por la lectura. Gracias por el
comentario boca a boca. Gracias
por llevarnos de compañero de
ruta en sus viajes. Gracias por
hacernos ver lo bueno y lo que
puede mejorar.
Borges escribió una vez: "Un
hombre se propone la tarea de
dibujar el mundo. A lo largo de
los años, puebla un espacio con
imágenes de provincias, de
reinos, de montañas, de bahías,
de naves, de islas, de peces, de
habitaciones, de instrumentos,
de astros, de caballos y de
personas. Poco antes de morir,
descubre que ese paciente
laberinto de líneas traza la
imagen de su cara". Nosotros
decimos con él: semana a
semana, durante 40 años,
hicimos una revista poblada de
imágenes y palabras que
finalmente dibujan la cara de
todos nosotros. De los que
trabajamos en ella, y de ustedes,
sus lectores, que viajan a través
de sus páginas rumbo a destinos
aún inexplorados.
Vienen por delante nuevos
cuarenta años. Adivinar el
camino no es posible. Debemos
transitarlo, paso a paso,
montaña a montaña, calle a
calle, océano a océano, carretera
a carretera, para encontrar
durante el viaje los rostros de
aquellos hombres y mujeres que
habitan la Tierra y que le dan
sentido a esta aventura. Eso es
lo que más nos gusta de este
trabajo: la aventura de vivir para
después narrar la vida.
Seguiremos en contacto.
Sábado 16 de Diciembre de
2006
Tiempo
Soy un hombre lento, nada
vertiginoso, y el tema del
tiempo, del transcurso del
tiempo, me conmueve mucho y
lo experimento a menudo.
Puedo a veces incluso llegar a
conversar en persona con el
Tiempo, un señor elegante al
que no le entran los años y que
se pasea mirando cada cierto
rato su imperturbable reloj de
bolsillo.
Sé que el tiempo refiere, entre
otros asuntos, la fugacidad de
las cosas y la existencia. Leo
con frecuencia textos que
hablan explícitamente del
tiempo, que reflexionan sobre
él, que intentan apresar lo
inevitable antes de la extinción.
Mi amigo Roberto Merino
escribió una vez que a mí me
gustaba escribir no contra el
olvido, sino sobre el olvido: "Su
mirada parece estar clavada en
esa desembocadura donde van a
dar los acontecimientos de la
vida, un tramo antes de su
disolución".
Sin tiempo, no hay vida vivible.
Eso es lo primero y lo más
concreto. Básico como el agua y
el espacio en donde nos
movemos, el tiempo marca el
ritmo y asegura que, puestos en
la Tierra, formamos parte de
una cadena en la que hubo un
antes y habrá un después.
Me pasa a menudo: camino un
día cualquiera por una calle
cualquiera acompañado en ese
momento de muchas personas
que se mueven en distintas
direcciones, y de pronto soy
acechado por preguntas que
nunca podrán responderse, o
que no está en mí contestar de
otra forma que no sean estos
balbuceos que sustituyen al
silencio.
Ayer me preguntaron qué viaje
soñaba hacer, una bella forma
de ocupar el tiempo que nos
queda, y dije dos recorridos:
primero ir a China con mi mujer
y mi amigo el doctor Kin, seguir
el rutero que él mismo dibuje,
dejarnos llevar por su mapa
chino, escuchar las historias de
sus raíces y conmoverme con el
silencio de sus montañas; y
segundo recorrer Chile por
tierra y agua, con todo el tiempo
del mundo, acompañado de mis
hijos, y entre nosotros
mostrarnos un país intenso y
diverso en el que caímos por
azar, pero al que tenemos más a
mano para sumergirnos en él.
Tendré que juntar alguna vez el
dinero necesario no para dar la
vuelta al mundo, que no me
alcanzará ni la plata ni la
curiosidad para tanto, sino para
comprar el tiempo que precise
llevar adelante estos dos viajes
al ritmo cansino y pausado que
mueve mis pies.
Estar contra el tiempo es
probablemente la peor manera
de vivir. Si somos conscientes
de que no habrá nuevas
oportunidades sobre la Tierra,
sabremos valorar, por ejemplo,
lo que puedan decirnos los
jubilados, los más viejos, los
que vienen de vuelta. Ver y
escuchar qué tienen ellos para
contarnos del grosor de las
venas de sus manos y de cómo
miran, de la decadencia natural
en la vejez, del sentido más
profundo de la existencia si
alguna vez se preguntaron por
él.
Leo al japonés Yasunari
Kawabata en Lo bello y lo
triste: "El tiempo pasó. Pero el
tiempo se divide en muchas
corrientes. Como un río hay una
corriente central rápida en
algunos sectores y lenta, hasta
inmóvil, en otros. El tiempo
cósmico es igual para todos,
pero el tiempo humano difiere
con cada persona. El tiempo
corre de la misma manera para
todos los seres humanos; pero
todo ser humano flota de
distinta manera en el tiempo".
La lectura, uno de los ejercicios
más nobles en que puedo ocupar
mi tiempo, forma parte de esa
corriente lenta, hasta inmóvil,
de la que habla Kawabata. Un
escritor español decía el otro día
en una entrevista que se
conmovía mucho con la
constatación de que todo está
condenado a desaparecer, a irse
para no volver, pero que
respetaba los misterios sagrados
de la existencia. A mí me pasa
igual. Convivo con estas
sentencias, y me aferro al
tiempo porque sé que en él vive
la antesala de la disolución, el
escenario donde puedes leer a
Kawabata, abrazar a una mujer
y sentir por un momento que esa
vivencia no te será arrebatada
tan fácilmente.
Sábado 23 de Diciembre de
2006
Funeral
Escucho a la distancia el sonido
de aplausos que despide un
televisor cercano a mi oficina.
Por la hora, calculo que vienen
del funeral de Pinochet en la
Escuela Militar. Hace casi dos
días que llamó mi suegra por
teléfono para dar la noticia.
Acabábamos de almorzar arroz
con hamburguesas. Eran como
las dos y media de la tarde.
Murió Pinochet, dijo, al otro
lado de la línea. Creí advertir un
dejo de pena en lo que decía.
Ella nunca ocultó su adhesión
política al general, aunque
tampoco hacía aspavientos de
ella. Murió Pinochet, ahora,
recién, parece que a las dos y
cuarto. Estaba dentro de las
posibilidades. Nadie tendría que
haberse sorprendido. Un infarto
grave a los 91 años hacía una
semana, un edema pulmonar, el
vaticinio de un par de
cardiólogos entrevistados en los
diarios permitían preparar el
terreno, del mismo modo como
deben estar haciendo en Cuba
con Fidel: preparando el ánimo
para cuando el comandante sea
despedido dentro de un cajón.
Encendí el televisor. Los
periodistas estaban fuera del
Hospital Militar esperando el
comunicado oficial, pero la
noticia ya se había filtrado.
Leo un libro magnífico de
Joseph Roth sobre las ciudades
blancas de Francia, Lyon,
Tournon, Aviñón, a la misma
hora en que despiden a Pinochet
con honores militares. Página
20, a propósito de las guerras:
"La muerte se acepta como un
regalo. La vida no posee
excesivo valor. Vale tanto como
el mísero sueldo, un vino barato
o el cine del domingo".
He guardado los diarios de ayer
y de hoy, diarios que titulan e
invierten gran cantidad de
páginas en la muerte de
Pinochet, para revisarlos
después, años más tarde, junto a
mis hijos menores que hoy son
unos niños, que no tienen idea
de quién es este señor enterrado
con uniforme de gala del que
todos hablan en estos días, y
que pronto volverá a ser
olvidado. Su llegada por última
vez al Hospital Militar, en
medio de un infarto, los gritos
de sus partidarios que le
hicieron guardia frente al
hospital, la champaña en la
Alameda de los que el domingo
festejaron su muerte, forman
parte de las últimas estridencias
que acompañarán su vida y su
historia, la que se irá apagando
progresivamente marcando el
fin de una era.
Varios compañeros de oficina
llegan hoy tarde a trabajar.
Rocío me cuenta que había un
taco fenomenal en Américo
Vespucio, cerca de la escuela
Militar, que el tránsito estaba
cortado, y que los ambulantes se
estaban haciendo el pino
vendiendo chapitas de Pinochet.
Difícilmente habrá otra
oportunidad de comerciar con
su imagen. El televisor despide
ahora discursos. Habla una
mujer. No alcanzo a escuchar
bien qué dice. Recuerdo un
texto de Vila Matas en su libro
Hijos sin hijos. Un niño se
entera del asesinato del
Presidente Kennedy y corre
escalera abajo a avisarle a sus
amigos del barrio. ¡Han matado
a Kennedy, han matado a
Kennedy!, grita. Y uno de los
muchachos que escucha la
noticia le replica: "¿Y?".
Con Pinochet me sucede algo
parecido. Ha muerto, y verifico
que nada cambia demasiado.
Probablemente el país (¿puede
uno hablar del país con certeza
sin equivocarse medio a medio
en lo que se afirma?) cambie en
algo. Joseph Roth, en Las
ciudades blancas, se sorprende
de que los libros y los diarios
informen del presente con
certeza histórica, cuando "basta
un segundo para que miles de
rostros transformen y desfiguren
cada cosa hasta volverla
irreconocible". Pinochet fue
comandante en jefe en un
momento histórico que lo
catapultó violentamente al
primer plano. Quiso creer que el
poder y la victoria eran para
siempre. Cuando cayó en
desgracia, se negó a asumir su
condición de derrotado y menos
su responsabilidad en lo que
había ordenado bajo su mando.
Después de su funeral, al que
ahora nadie le presta demasiada
atención en el televisor cercano
a mi oficina, vendrá el silencio y
la constatación de que si
escuchamos nuestras voces
interiores, hacía mucho rato que
Pinochet ya no vivía entre
nosotros.
Sábado 30 de Diciembre de
2006
Yi yi
Me sucede con relativa
frecuencia: veo fragmentos de
una película que me gusta, leo
páginas de un libro que me
mueve, y más ganas me dan de
vivir todo el tiempo que se
pueda dentro de ese mundo
virtual, con leyes que parecen
desafiar a esta otra realidad
preestablecida que aparece cada
mañana en los diarios. Es un
escape. Lo sé. Para vivir,
prefiero una película que narre
la tristeza y la felicidad al titular
de prensa del ministro de
Hacienda de turno. Cada uno es
dueño de elegir los materiales
con los cuales acompañar sus
días.
Anoche vi en el cable, entre la
una y las dos de la mañana, la
última parte de una larga
película llamada Yi yi. El
director, un taiwanés llamado
Edward Yang, ha dicho en una
entrevista que el tema de su
película exige paz. Tiene razón:
a la una de la mañana de un
miércoles cualquiera, después
de hacer dormir a los niños de la
casa pasada la medianoche,
finalmente en paz, consigo
conectarme gracias a un control
remoto con Yi yi mientras
buena parte del resto de la
ciudad duerme. Las imágenes
narradas por Yang, el discurso
final del niño de ocho años que
escribe en su cuaderno una carta
a su abuela muerta, diciéndole
que quiere llegar a contarle a la
gente las cosas que los demás
no ven, se quedan conmigo, no
se evaporan con el sueño, y
reviven esta mañana junto a la
ducha. "Mirar la vida en su
conjunto", dice Yang, "así como
la exploración del día a día,
exige paz".
Me dejo atrapar por las
obsesiones de Yang: la vida no
es lo que nosotros pensamos
que es, porque cada uno la
cuenta de manera distinta. Lo
que dice Yang no tiene nada de
especial, pero rara vez nos
detenemos a pensar en la dosis
de verdad que esconde su
sentencia. Hay tantas vidas
posibles como narradores dando
vueltas.
Leo en el diario que un niño de
un año y medio de edad llamado
Igor fue encontrado muerto en
su casa de Iquique, debajo de
una cama, sosteniendo un
pedazo de pan en una de sus
manos. Llevaba muerto una
semana, absolutamente solo,
descomponiéndose, sin que
nadie se enterara de su suerte.
Vivía con su madre, pero ella
había muerto en la calle hacía
dos semanas y entró a la morgue
como NN, sin identificarse, y en
todo ese tiempo nadie se enteró
de cómo se llamaba ni supo que
un niño la había estado
esperando en casa para
sobrevivir.
Un amigo cronista escribe el
domingo pasado en el diario un
texto revelador: dice que
vivimos haciendo equilibrio en
líneas imaginarias. Que la vida
consiste en pasar a otra cosa
permanentemente. Que todo lo
que se dijo sobre Pinochet
después de su muerte ya se fue
por el desagüe.
Qué cierto. Avanzamos
anestesiados por un camino que
cada día se nos presenta con
mayor o menor dificultad, sin
entender demasiado si hay un
libreto que dirige nuestros
movimientos. La historia del
niño muerto en Iquique
constituye una imagen horrorosa
de soledad y abandono, pero esa
imagen es apenas el fragmento
de una película mayor donde
también existen Yi yi y tantas
otras historias que conviven en
nuestro imaginario
representando las dos caras de
una misma moneda, el anverso
y el reverso del cine de Edward
Yang y de nuestras propias
vidas: la tristeza y la felicidad,
el amor y el desamor, la risa y el
llanto, la esperanza y la
desesperación, la música y el
silencio, la distancia entre la
vida y la muerte, la frase a
tientas o la última palabra.
Sábado 6 de Enero de 2007
Los jueves
De un tiempo a esta parte, siete,
ocho semanas, me junto a
almorzar religiosamente los
jueves con el poeta Erich
Pohlhammer en algún comedero
de Santiago. Como pasaron
muchos años sin vernos, la
primera cita fue un vano intento
por hacerle saber al otro qué se
habían hecho nuestras vidas.
Pero resumir el tiempo
transcurrido es una tarea
imposible, así que rápidamente
abandonamos cualquier
propósito en ese sentido y nos
abocamos desde ese día a
trabajar (es un decir) en un libro
que le propuse que
escribiéramos durante los
próximos cinco años. Dije cinco
años como pude haber dicho
tres o diez: el tiempo necesario
para que pase agua bajo el
puente y las conversaciones
cristalicen en recuerdos,
historias, ideas, relatos
inteligibles. Al almuerzo voy
con algo más que lo puesto: una
lapicera, una libreta de apuntes,
algunos libros para citar.
La primera vez que nos vimos
después de tanto tiempo le
pregunté por la muerte de su
padre, el escultor Roberto
Pohlhammer, ocurrida un par de
años atrás. Recordaba haber
leído que él no estaba en Chile
cuando sucedió. Así fue.
Pohlhammer vivía de paso en
Ecuador, no tengo muy claro
haciendo qué, pero ese día en la
tarde había mucho sol y Erich
caminaba por una calle de un
pueblo ecuatoriano cuando un
señor lo abordó y le dijo que
habían llamado de Chile para
informar que su padre había
muerto. Pohlhammer quedó
algo aturdido, no preguntó
detalles, siguió caminando y
asegura no necesariamente
haber sentido pena en ese
momento.
Nuestros primeros almuerzos
fueron en un local llamado La
Panera, en General Holley con
Nueva Los Leones, un sitio
donde Pohlhammer se sentía a
sus anchas por ser "asesor
creativo y cultural" del
restaurante. Fui testigo en esos
días de cómo Pohlhammer se
reunía con frecuencia con el
dueño del local para, al calor de
unas cervezas invitadas por la
casa, insistirle en la necesidad
de montar unos espectáculos los
viernes y sábado en la noche
titulados "¿Cuántos schops vale
tu show?", siguiendo la lógica
del mítico programa de
televisión que hace que hasta
hoy gente en la calle reconozca
al poeta y le eche una talla.
El problema es que el local no
prendía; a la hora de almuerzo
se dejaban caer muy pocos
parroquianos, y faltaba
ambiente. La niña que atendía
las mesas decía que en la noche
penaban las ánimas. Cuento
corto: la última vez que nos
juntamos en este sitio, me
encontré a la hora convenida
con Pohlhammer sentado junto
a la puerta y el boliche cerrado a
machote. Un grueso candado en
la reja, las mesas arrumbadas
adentro, y nadie cerca para dar
una explicación. El negocio
había quebrado. Ver al poeta
muerto de la risa, sentado en la
misma terraza donde antes había
un restaurante dibujado y ahora
reinaba la desolación, era una
imagen graciosa.
Ahora los jueves con
Pohlhammer se desarrollan en
un boliche oscuro de calle
Irarrázaval, y cada vez
concurren más y nuevos
parroquianos. Yo por mi parte
sigo tomando notas y pensando
en el libro que podría estar
fraguándose de aquí a cinco
años más. El último jueves
apareció supuestamente Platón
en la mesa: "El tiempo es la
imagen móvil de la eternidad".
¿Sería Platón el que dijo eso, o
Pohlhammer se arrancó con los
tarros? También leímos en voz
alta un poema del mexicano
José Emilio Pacheco que sacó
aplausos: "No importa que la
flecha no alcance el
blanco/Mejor así/No capturar
ninguna presa/No hacerle daño
a nadie/pues lo importante/ es el
vuelo la trayectoria el
impulso/el tramo de aire
recorrido en su ascenso/la
oscuridad que desaloja al
clavarse vibrante/en la extensión
de la nada".
Para el almuerzo de esta semana
tengo reservado a otro
mexicano, Sergio Pitol. Uno es,
decía Pitol, los libros que ha
leído, la pintura que ha visto, la
música escuchada y olvidada,
las calles recorridas. Uno es su
niñez, su familia, unos cuantos
amigos, algunos amores,
bastantes fastidios. Uno es una
suma mermada por infinitas
restas.
Sábado 1 de Septiembre de
2007
La oficina
Un día leí una crónica de
Roberto Arlt que me hizo
suspirar de envidia. Entonces yo
trabajaba en un diario, cumplía
horario y me sometía a las
exigencias normales de
cualquier empleado
medianamente responsable. Arlt
también trabajaba en un
periódico, pero cuando escribió
esa crónica ocupaba toda su
jornada en escribir y corregir
una de sus novelas con tijera,
pegamento y un cerro de
papeles sobre el escritorio. Creo
que la novela era El
lanzallamas. El jefe de
redacción pasaba por su
despacho a distintas horas,
mañana, tarde y noche, y Arlt,
con cara de poseído y una barba
de siete días, no le prestaba
mayor atención afanado en su
libro que pronto debía entrar a
imprenta. Una vez el jefe no se
aguantó y le preguntó qué
estaba haciendo, que escribía
todo el día y no entregaba una
nota para el diario ni por error.
Roberto Arlt tuvo que decirle la
verdad: "Querido jefe: estoy
terminando mi novela, que sale
a fin de mes a la calle". El jefe
lo miró, canchero, y le dijo:
"Bueno, escriba una nota sobre
cómo se hace una novela". Arlt
aceptó encantado la oferta y
escribió la crónica de un tirón,
muy buena por lo demás.
El sueño del pibe. Cuando
trabajaba en el diario La
Opinión, había períodos largos
en que Osvaldo Soriano no
hacía otra cosa que meterle
charla a sus compañeros de la
redacción y organizar partidos
de fútbol. Una vez Soriano
publicó una nota policial tan
buena sobre el pistolero Carlos
Robledo Puch, que el director
del diario lo comisionó para
pensar grandes historias. Le
aumentó el sueldo, dispuso una
secretaria para que atendiera sus
llamadas, exigió varias
suscripciones a revistas
internacionales de modo que el
hombre estuviera informado y
recogiera ideas (sin saber que no
hablaba ni leía ningún otro
idioma), pero al cabo de uno o
dos meses verificó que Soriano
estaba donde mismo: no se le
había ocurrido nada, no había
escrito una línea, difícilmente
había hecho un llamado
telefónico. Ese mismo día se
acabaron sus privilegios. Para
fortuna suya, no faltó el amigo
que lo rescató y lo llevó a otra
sección antes de que lo
despidieran.
Los tiempos han cambiado. No
sé si ahora las redacciones son
mejores. Sí sé que son más
nerviosas, que hay mayores
exigencias económicas que se
hacen sentir de la mañana a la
noche, y que es más difícil vivir
como lo hacía Roberto Arlt
cuando estaba a punto de
terminar El lanzallamas.
En algunas de estas cosas debo
haber pensado cuando decidí
mudarme de oficina. Dejé el
horario fijo, me trasladé al
escritorio de mi casa, y aquí me
dejo acompañar especialmente
por libros. Si no sucede algo
extraño, la primera hora de la
mañana es para leer. Para ser
justo, debo decir que también
las de la tarde y las de la noche
las ocupo bastante en la lectura.
Debo preparar clases, me digo.
A ratos me ahogo. Y salgo a
caminar lejos. No olvido un día
de lluvia y frío de hace dos
semanas, cuando disfruté a las
cuatro de la tarde en el centro el
mejor plato de lentejas que haya
comido en mi vida. No había
almorzado y la temperatura y el
sabor de las lentejas dejaron
huella en mi memoria. Hasta
hoy parece que las vuelvo a
olfatear, y no sé si alguna vez
sentiré la misma emoción frente
a un plato de comida.
Mi nueva oficina guarda
pequeños tesoros, viajes
magníficos. Ahora mismo leo
un aforismo de Canetti que
debiera dejar impreso en una de
las murallas: "Lee a fin de
seguir siendo sensato y
comprensible para sí mismo. De
otro modo, ¡qué hubiera sido de
él ahora! Los libros que tiene en
la mano, que contempla,
consulta, lee, son sus pesas de
plomo. Se aferra a ellas con la
fuerza de un infeliz que está a
punto de ser barrido por un
huracán. Sin los libros, no
sabría cuál es su lugar, no
podría orientarse. Los libros son
para él compás, memoria,
calendario, geografía".
Según Roberto Arlt, lo único
que tenemos que exigirle a un
libro es que no nos aburra.
Sábado 8 de Septiembre de
2007
Bastonazos
Vi por televisión, como muchos
otros chilenos, el bastonazo
maletero que le propinaron en la
cabeza al senador Alejandro
Navarro en la famosa jornada de
protesta de la semana pasada. El
chascón Navarro estaba medio
de espaldas al agresor, en plena
Alameda, negociando con los
carabineros para que la marcha
pudiera avanzar, cuando el
teniente Manuel Rocco no
aguantó tanto diálogo y le aforró
un potente tatequieto en la nuca
que lo dejó sangrando y por
unos segundos medio
desconcertado. Al comienzo
Navarro pensó que había sido
uno de los caballos de la policía
o un peñascazo, pero
rápidamente sus acompañantes
acusaron a Rocco. Lo habían
sorprendido in fraganti, y para
mala suerte del uniformado
había hasta un canal de
televisión grabando la escena.
No fue una herida demasiado
profunda, porque al otro día
Navarro estaba vivo y coleando
haciendo declaraciones para un
matinal de televisión desde
Iquique, pero sí suficientemente
sangrante para llevarlo a
completar el procedimiento: esa
vez partió a la Posta Central a
constatar el daño y aprovechó
de hacerse un escáner que
descartara una lesión más seria.
Horas después, el jefe de plaza
de Carabineros se acercó a darle
personales excusas a Navarro, y
la disculpa pública nuevamente
fue grabada y difundida por
televisión a todo Chile.
Pocas veces en la historia un
bastonazo de paco en día de
protesta tuvo tanta repercusión.
Es el síndrome hombre público.
Agresiones similares, no
registradas por televisión con
nombre y apellido o propinadas
con saña en la cabeza de
ciudadanos sin charreteras,
hombres y mujeres de la calle,
estudiantes, revoltosos,
agitadores o quien sea que haya
caído en el campo visual de
carabineros enfurecidos, han
sido ignoradas cientos, miles de
veces, sin que después
reparáramos en el estado de
salud del golpeado.
Con la sorna con que suele ser
tratado él también por sus
rivales políticos, dada su afición
a irse a las manos y a las
bravuconadas verbales, el
diputado Moreira sugirió que
Rocco le había hecho un favor a
Navarro al prodigarle tanta
cobertura mediática: algo así
como "un pequeño empujoncito
en su carrera presidencial".
¿Qué le pasó por la cabeza a
Rocco? ¿Sabía que el chascón
era parlamentario? ¿En qué
momento se le nubló la mente?
¿Fue su golpe a Navarro una
manifestación política?
El bastonazo a Navarro se
produjo pocos días después de
que apareciera en la prensa la
moción de algunos congresistas
de subirse la dieta en casi medio
millón de pesos, probablemente
más plata que la que gana
Rocco en un mes. Cuando salta
a la palestra el tema de las platas
que reciben los parlamentarios,
vuelvo a leer una crónica de
Edwards Bello en la que hace
hablar a la estatua del Roto
Chileno en la Plaza Yungay. La
publicó en enero de 1962, y
podría aparecer en el diario de
hoy sin ningún inconveniente.
En ella termina diciendo que
cada vez que baja el peso en la
economía del país, los del
Congreso se doblan la dieta:
"¿Hay alguno de ustedes —
pregunta Edwards Bello— que
crea todavía en el patriotismo de
los representantes del roto en el
Parlamento? No. Es mejor que
siga siendo estatua".
No es totalmente malo que a los
representantes del pueblo les
ocurra a veces lo mismo que al
pueblo al que dicen representar.
Sirve para hacerse una idea más
nítida de las escaramuzas que
ocupan sus vidas cotidianas. Por
mi parte, seguiré más interesado
en los golpes recibidos que no
alcanzan a salir en televisión.
Hay un aforismo de Lichtenberg
que me gusta sacar a colación
en estos casos: "Ya se ha escrito
demasiado acerca de los
primeros hombres, ya es hora de
que intentemos escribir acerca
de los últimos".
Sábado 15 de Septiembre de
2007
Jota Eme
Cualquier reunión donde
hubiera más de cinco o diez
personas y en la que estuviera
presente Julio Martínez, Jota
Eme, tenía que terminar con el
infaltable discurso de cierre
improvisado por el mejor orador
chileno de los últimos años. Se
tratara de una premiación de
deportistas, una fiesta
aniversario o la presentación de
un libro, si estaba Julio
Martínez entre los asistentes no
cabía otra manera de acabar la
jornada que no fuera
escuchando sus palabras, casi
siempre emocionadas.
Cierto día de fines de los años
ochenta, en el bar del
restaurante El Parrón, Edgardo
Marín, entonces compañero de
trabajo de Julio Martínez en
Radio Minería, presentó un libro
sobre Colo Colo, y un lote de
deportistas, dirigentes y
periodistas nos hicimos
presentes para tomar y comer
gratis y aprovechar de escuchar
a Julito. Pero el problema fue
que Jota Eme no se veía por
ningún sitio. A medida que
avanzaba el cóctel,
preocupados, nos fuimos
enterando de que Martínez
estaba de vacaciones, creo que
en Miami o en España, no
recuerdo bien. Lo cierto es que
esa noche no llegaría a la cita.
Después de asaltar todas las
bandejas de canapés y
empanaditas y de tomar una
dosis razonable de vino tinto,
nos disponíamos a abandonar El
Parrón cuando Marín tomó la
palabra y vimos cómo un par de
sujetos colocaba sobre una mesa
una pequeña radiocasete. Marín
agradeció a los presentes, contó
cómo iba su nuevo libro y
finalmente explicó que Jota
Eme estaba fuera de Chile, pero
que no había querido ausentarse
de esta celebración, y entonces
apretó el botón play. Lo que
sucedió a continuación no lo he
visto replicado en ningún sitio
del mundo: varias decenas de
parroquianos escuchamos en
silencio y atentamente a una
radiocasete, para después de
diez o quince minutos romper
en un aplauso entusiasta a esta
cinta mágica que nos traía,
desde un lugar remoto, la
inconfundible voz de nuestro
maestro. Aplaudimos largo rato,
construyendo una escena
magnífica y absurda a la vez.
Por esa misma época, la
Academia Chilena de la Lengua
le había entregado una
distinción a Julio Martínez por
su "buen uso del idioma
castellano", y Jota Eme, en una
pieza memorable, agradeció el
premio despachándose un
discurso —improvisado, por
supuesto— que después de
escucharlo decidimos publicar
íntegro en la revista Apsi, donde
entonces yo trabajaba. Lo
pusimos en la sección
"Creación", espacio reservado
para cuentos, poemas y novelas
de novela, en el mismo lugar
donde antes habíamos publicado
Luna caliente, de Mempo
Giardinelli; Aura, de Carlos
Fuentes, y fragmentos de
Gracias por la atención
dispensada, de Erick
Pohlhammer.
La noche del premio, Julio
Martínez habló con "la
acelerada latencia de un corazón
regocijado", así fue como lo
dijo, frase que nos terminó de
convencer de que debíamos
publicar esa pieza de oratoria.
Con Andrés Braithwaite,
entonces editor de Apsi,
gozábamos como chinos los
comentarios habituales de
Martínez en la televisión, y a
cada rato buscábamos el modo
de enchufarlo como fuera en
cualquier crónica. No importaba
el tema, siempre lo citábamos
de la misma manera: "Julio
Martínez, genuino representante
del sentir del chileno medio",
dijo que bla bla bla. Lo que
comentara Martínez servía a
nuestro propósito de festinar el
tema y de paso reconocer en su
verbo el don de la palabra
supuestamente bien dicha.
El tiempo avanza implacable.
Lo veo ahora en una fotografía
de un matutino, sacado en
camillas por los bomberos con
una máscara de oxígeno, medio
asfixiado por el humo de un
incendio en el edificio en que
vive. Dicen que venía saliendo
de una neumonía y que está
ligeramente complicado con un
cáncer a la próstata. Ya no
aparece en televisión ni se
escucha en la radio. Pero los que
disfrutamos a Jota Eme estamos
aún lejos de olvidarlo. "La
acelerada latencia de un corazón
regocijado". Esas frases no se
olvidan, no pueden olvidarse.
Sábado 22 de Septiembre de
2007
Cara de poto
Anoche leí de una patada un
libro de palabras finales y
epitafios célebres. Lo escribió
un español ratón de biblioteca
que se entretuvo coleccionando
frases para el bronce dichas
antes de morir por personajes
tan diversos como el
matemático Arquímedes, el
dramaturgo Ibsen o el actor que
le ponía la voz al chancho Porky
en El conejo de la suerte.
Se trata de un momento estelar.
La muerte te visita, y lo más
probable es que no estés
preparado para despedirte con
elegancia. Según El libro de los
finales, de Albert Angelo, una
de las mejores frases fue
lanzada por Arquímedes de
Siracusa, capturado por los
romanos durante una de las
guerras púnicas, el año 212
antes de Cristo. Arquímedes
estaba en su casa resolviendo un
ejercicio matemático cuando un
soldado entró para asesinarlo.
"¡Espere hasta que haya
solucionado el problema!", le
gritó.
En el cementerio de Racalmuto,
pueblo italiano donde nació y
está enterrado el escritor
Leonardo Sciascia, se puede leer
en su lápida una frase magnífica
que el propio Sciascia dejó
preparada: "Nos acordaremos de
este planeta".
Groucho Marx quiso que su
epitafio fuera "Perdonen que no
me levante", pero en su tumba
sólo consta su nombre y las
fechas de nacimiento y muerte.
Sus deudos no estuvieron de
humor el día en que lo
enterraron. Mel Blanc, en
cambio, el actor que hacía la
voz de Porky en la serie de
dibujos animados Bugs Bunny,
pidió expresamente que su
epitafio en el cementerio fuera
la frase que lo hizo famoso:
"¡Esto es todo, amigos!". Su
voluntad fue cumplida.
Hay frases sorprendentes,
inesperadas. El poeta Vicente
Huidobro estaba moribundo en
su hacienda de Llolleo. De
pronto recuperó un poco la
conciencia, confesó sentir
mucho miedo, miró fijamente a
una amiga que lo acompañaba,
la pintora Henriette Petit, y le
gritó antes de morir (¿o habrá
sido sólo un susurro): "¡Cara de
poto!".
El escritor Goethe le pidió en
voz alta a su discípulo Johann
Peter Eckermann, que estaba
con él en su dormitorio: "Abre
la otra ventana para que entre
más luz". Fueron sus últimas
palabras. El poeta galés Dylan
Thomas pasó borracho parte
importante de su corta vida.
Tomaba como un cosaco. La
muerte lo sorprendió,
ciertamente, ebrio. Dicen que
dijo: "Me he tomado dieciocho
whiskies. Creo que es mi
récord".
Stan Laurel, el flaco de Laurel y
Hardy, no perdió el humor en su
hora final: "Preferiría estar
esquiando", le dijo a la
enfermera. "Oh, señor Laurel,
¿usted esquía?". "No, pero
preferiría estar esquiando que
muriendo".
Es un poco absurdo pensar en
cuáles serán nuestras últimas
palabras. Con suerte tenemos
tiempo y valor para dejar
comprometidos algunos gestos:
que nos entierren, o que nos
hagan cenizas, o que donen
nuestros órganos, o que se
escuche una canción, o que se
lean unos versos, o que hable
fulano, o casi siempre nada de
nada.
No sabemos prácticamente nada
de la vida, y menos de la
muerte. Hay un aforismo de
Pessoa que me gusta mucho: "Si
nuestra mente pudiera
comprender la eternidad o el
infinito, lo sabríamos todo.
Hasta que podamos entender ese
hecho no podemos saber nada".
Aunque no lo queramos, aunque
nos incomode, estamos
rodeados de misterio. A veces
creemos que sabemos algo, pero
la complejidad con que nos
responden los actos humanos de
cada día, los nuestros y los
ajenos, puede acabar
desconsolándonos, o al menos,
confundiéndonos.
Cuando veo a mis colegas
periodistas traduciendo la
actualidad con marcado énfasis,
no dejo de preguntarme cómo lo
hacen. El manual exige actuar
con seguridad: es el requisito
para ser creíble. Es la máscara.
No se usa que un comunicador
social eficaz vacile, dude, a
ratos no tenga nada que decir.
Ahora que trabajo de profesor,
doy fe de las inseguridades que
a uno lo acechan en el momento
de pararse allá adelante a
balbucear unas cuantas
preguntas que casi siempre nos
quedan grandes, ocupados como
estamos en sacar adelante la
tarea de vivir.
Sábado 29 de Septiembre de
2007
Fuente de soda
La víspera del fin de semana
largo del 18, a la hora de
almuerzo, subí por Bilbao sin
rumbo fijo y pude oler el clima
festivo que empezaba a
respirarse en la ciudad. Ese
viernes sólo los desdichados
tendrían que trabajar durante la
tarde. El prolongado feriado de
cinco días que viviríamos a
contar del sábado se anunciaba
en pequeños detalles: una
parrilla humeante en una
vulcanización, la cervecería
frente al Jumbo repletísima de
parroquianos, la fuente de soda
de mi barrio tentándome con sus
chacareros en frica.
Yo tampoco tenía nada que
hacer, salvo leer la nueva novela
de Alejandro Zambra que
acababa de comprar, La vida
secreta de los árboles. Casi no
había mesa disponible en mi
fuente de soda. Santiago estaba
volcado a la calle agitando los
billetes del aguinaldo como si
fueran pañuelo cuequero.
Encontré un espacio al fondo,
muy cerca de la cocina, después
de esquivar las mesas de la
terraza llenas de oficinistas
apurando cervezas, botellas de
tinto, pollos asados, sándwiches,
completos.
Me gustan las fuentes de soda.
Desde siempre, desde cabro
chico. Tienen un embrujo
especial. Me gusta la expresión
relajada que se respira en sus
mesas carentes de toda
pretensión. A diferencia de los
restaurantes, más propensos a
camuflar nuestro lado salvaje,
las fuentes de soda exponen la
vida sin mayores complejos. Las
que más me gustan son aquellas
en donde no hay televisor ni
música estridente. Sólo el
bullicio natural de la gente que
habla y habla, traga y traga, y a
ratos no hace nada y mira por la
ventana cuando hay ventanas.
Carlos León decía que había
voces de bar y voces de café, y
que la suya, por supuesto, era
una voz de café, porque bebía
poco y hablaba a media voz:
"En los bares, el ruido de
cachos, las risas estentóreas de
los parroquianos y hasta algunas
cantatas surgidas de broncas
gargantas exigen voz de mando
y oídos recios".
Leí la primera mitad de la
novela de Zambra sin mayores
distracciones, acompañado de
sorbos regulares de un schop
bien helado. En la mesa vecina,
una pareja y su hija de unos tres
años almorzaban carne con
papas fritas. Lo que más parecía
preocuparles a los padres era
que la niñita —que se paraba a
cada rato de la mesa— no
saliera a la calle. Estaban en eso
cuando la mujer, joven y guapa,
le preguntó al hombre si la
acompañaba a buscar no sé qué
a la casa de fulanita. "No", le
contestó él secamente. Ella trató
de convencerlo, pero él, que no
parecía hecho para ella, que
además tenía naturalmente cara
de pocos amigos y casi la
doblaba en edad, se mantuvo en
su posición y remató: "¿Estás
loca?".
Se acabó la fiesta dieciochera en
esa mesa. El ambiente entre los
dos pasó a cortarse con cuchillo.
Pedí un segundo schop y traté
de concentrarme nuevamente en
la novela de Zambra, en la
historia de Julián que espera
durante la noche el regreso a
casa de su pareja, Verónica,
mamá de Daniela, la niña a la
que Julián hace dormir
contándole cuentos de la vida
privada de los árboles.
Pero el silencio metálico de la
mesa vecina me vencía. El
hombre pidió la cuenta haciendo
un gesto con la mano y ella le
disparó en su cara: "De ahora en
adelante, me preocuparé de mí y
de mi hija, y de nadie más. Esta
es mi nueva vida". La mujer, sin
perder un ápice de su belleza,
tomó a la niña en brazos y se
fue, sola, sin él.
Volví al libro, a sus últimas
páginas. El novelista había
escrito al comienzo que le
pondría punto final a la novela
cuando regresara Verónica o
cuando él estuviera seguro de
que ella no volvería. La otra
novela se estaba escribiendo en
la fuente de soda, y nadie sabría
dónde terminarla. Ella se fue
caminando. Él se fue en auto.
Ella se fue con su hija. Él
aceleró fuerte por Tomás Moro,
seguramente sin rumbo.
¿Dormirían juntos esa noche?
¿Regresaría Verónica a la casa
con Julián?
Sábado 24 de Noviembre de
2007
Matrimonio civil
El otro día fui a un matrimonio
notable, perfecto, inolvidable: se
casaban dos buenos amigos, de
los mejores que tengo y he
tenido. Se casaban por el civil
en la misma casa donde viven
juntos hace un par de años, un
bungalow tranquilo en La Reina
en el que un limón robusto y
bien cargado corona el patio.
Fue ese patio, donde cabe
perfectamente una mesa de
ping—pong, el sitio en el que
nos reunimos al mediodía los
cerca de cuarenta invitados para
escuchar, antes que nada, el
magnífico sermón de la jueza.
Fue un matrimonio sin
estridencias. Tal como les gusta
a ellos y probablemente a
muchos de los que fuimos allí.
Sin la cada vez más ridícula
exigencia de ir excesivamente
producidos, como si se tratara
de una fiesta de disfraces. La
idea en este caso era que los
novios, los verdaderos
protagonistas de esta historia,
marcaran la nota diferente con
la dosis justa de elegancia que
supone la ocasión. Él, luciendo
una chaqueta sencilla y una
corbata alegre; ella, un vestido
negro simple, con zapatos de
color vivo. Nosotros, los
invitados, sus compañeros de
ruta, sus amigos, su familia, la
gente de carne y hueso con
quienes quisieron compartir este
momento, no teníamos que
llamar la atención de nadie.
Simplemente debíamos estar
ahí, y ser testigos. Nada de
invitar al jefe por obligación y a
la tía no sé cuánto por
protocolo. ¡Al diablo el
protocolo! ¡Qué vals ni ocho
cuartos! Los novios, esta vez,
bailaron un lento de Elvis
Presley que nos encantó
escuchar y ver, y que a ellos los
entusiasmó más todavía, si casi
se desnudaban con la mirada.
Pero antes del baile fue la
performance de la jueza. Apenas
comenzó a hablar, a las doce y
media en punto, y escuchamos
lo del contrato solemne y toda la
martingala que sigue, lamenté
no tener una grabadora que
registrara el lenguaje florido y
extraordinariamente modulado
de la funcionaria. Su nombre
debió quedar registrado en la
libreta, pero no me animo a
llamar a los recién casados,
interrumpir sus pocos días de
vacaciones, para preguntarles
cómo se llama ella. Lo que
importa, en verdad, no es eso,
sino los énfasis que marcaba
con las manos, cómo subía el
tono cuando utilizaba el adjetivo
preciso. Me quedaron grabados
dos de sus versos: el in—con—
men—su—ra—ble amooooor, y
la ob—via fidelidaaaaad.
Conteníamos a medias la risa, y
la jueza también se reía,
consciente de que es una actriz
de primera que se gana con
creces su sueldo presidiendo la
ceremonia y agregándoles a las
frases hechas sus propias
pinceladas de romanticismo,
como las llama ella misma, con
las que se propone asegurar que
el matrimonio de los que tiene
al frente sea para toda la vida.
Un matrimonio perfecto, dije,
bien regado desde el comienzo,
con pisco sour, champaña,
cerveza helada, vino, ron y un
whisky escocés que exhibe la
mejor relación precio—calidad
del mercado.
En mi caso, estuve hasta las diez
de la noche, cuando ya
quedábamos pocos
combatientes en pie. Supe de
otro amigo que permaneció en
el campo de batalla hasta la
medianoche, completando doce
horas ininterrumpidas de
celebración. A la hora de la
despedida, el novio me
acompañó hasta la calle y antes
de subirme al radiotaxi nos
abrazamos. Un poco tocado por
el alcohol quise decirle
nuevamente que lo quiero
mucho, pero no me salieron las
palabras. Lo que sí le dije fue
que debí haber previsto lo de la
jueza, que tendría que haber
grabado la ceremonia para que
ellos la conservaran como un
recuerdo, y él me contestó una
frase que ilumina todavía más
nuestra amistad: "Mejor es que
quede libre en la memoria".
Toda la razón. En mi vida, y
ahora sé que en su vida también,
nuestros mejores momentos no
queremos registrarlos;
simplemente queremos vivirlos,
para después recordarlos y dejar
que la memoria los adorne una y
otra vez, cada día de una forma
distinta, para no gastarlos.
Sábado 15 de Diciembre de
2007
El Dani
Conocí a Daniel Riera hace
unos cinco años. Era muy buen
amigo de un muy buen amigo,
le gustaban más que todo el
fútbol y la literatura, y habíamos
decidido por correo electrónico
que debíamos conocernos
personalmente, que no cabía
ninguna duda de que tendríamos
que hacernos amigos para toda
la vida. Daniel vivía en la zona
sur de Buenos Aires, en Lanús,
un barrio porteño al que yo
nunca antes le había prestado
atención, incluyendo en mi
indiferencia al equipo granate,
el Lanús, camiseta a la que
Daniel seguía con un fervor
inigualable semana a semana.
Viajé en 2002 a Buenos Aires,
más que nada a conocer a
Daniel, a iniciar de una buena
vez nuestra amistad, y en el
aeropuerto de Ezeiza me
esperaba un taxi coordinado por
el Dani que me llevaría directo
hasta su casa. Había que correr
para llegar a la hora. Iríamos a
la cancha.
Fue una operación de relojería.
En el trayecto al estadio nos
fuimos encontrando con algunos
de los habituales compañeros de
tablón de Dani, y el grupo se fue
ampliando. Durante la caminata,
Dani me contó una anécdota que
retrataba el espíritu de los
granates como él: semanas atrás,
a uno de los amigos que ahora
nos acompañaba, el taxista
Alejandro, le habían robado su
auto en el clásico contra
Banfield, eterno rival de Lanús.
Ese día, Lanús le había
empatado a Banfield a punta de
garra: 1 a 1. Satisfecho, con esa
sensación de deber cumplido
que te da jugarte la vida contra
tu archirrival, Alejandro y sus
amigos volvieron hasta donde
habían dejado el auto y el Fiat
blanco no estaba más. El
cuidacoches se había coludido
con unos ladrones y así robaron
varios autos esa tarde. Alejandro
ni se molestó. Lo vio casi como
una condecoración. Dijo que
con la valentía que había
mostrado el equipo esa tarde, no
había que preocuparse de
semejante tontería. ¿Qué era un
auto? Estuvo semanas sin poder
trabajar, pero feliz de haber
palpado en vivo y en directo el
coraje de Lanús en un clásico.
Esa tarde en que nos conocimos
con Daniel, Lanús dio vuelta un
partido increíble y acabó
ganándole en el último minuto
por 2 a 1 a Racing. Esa tarde me
hice granate.
Ahora en 2007, cuando por
primera vez en su historia Lanús
podía coronarse campeón del
fútbol argentino, nos escribimos
previamente con Daniel. Le dije
que vería el partido contra Boca
Juniors por televisión, y que me
ocupaba el pálpito de que
conseguirían el punto necesario
para campeonar. Lo que no le
dije es que también pensé en su
padre. En Aurelio Juan Riera,
muerto después de un accidente
vascular hace unos años. Dije:
este caballero debe estar en
algún sitio acompañando a su
hijo Daniel en este momento.
Vas a extrañarlo porque es justo
se llama el libro que me regaló
Daniel el mismo día en que lo
conocí, el día en que fuimos a la
cancha de Lanús. Un homenaje
a su padre que Dani escribió
después de su muerte, y que
cierra así: "Voy a extrañarlo
porque es justo. Ya no me hace
falta seguir escribiendo. Ya
estoy en paz. Puede ser que ya
no vuelva a verlo excepto en
fotos. Puede ser, sí, pero ya
nadie podrá quitarme el sonido
de esa voz que resuena en el
viento, la voz de un hombre
bueno que me dice que me
quiere. La voz de mi padre,
Aurelio Juan Riera, eterna en mi
memoria".
Grité como un enajenado el gol
de cabeza del Negro Sand en la
Bombonera el otro día, el gol
con que Lanús empezó a ser
campeón. Acá en mi casa me
miraban como a un bicho raro.
Los que no viven la amistad
como uno no pueden entender,
pero al otro lado de la cordillera
un amigo tuyo, un hombre al
que quieres porque sí, está
tocando el cielo con las manos.
Aunque todo sea una ilusión, el
Dani estuvo viendo la imagen
de su padre en el fondo del vaso
de esa cerveza de noche con que
apaciguó la euforia que quizás
no vuelva a vivir nunca más en
su vida. Lanús es un equipo
chico que se demoró 93 años en
ser campeón. Cuántas derrotas
tuvo que pasar antes de levantar
la copa. La vida, Daniel. La
vida, una suma de restas en el
tiempo que a veces tiene el
sabor de un milagro.
Sábado 22 de Diciembre de
2007
Mi viejo
Hace tiempo que lo abrazo
distinto: más intensamente, por
un rato más prolongado cada
vez. Quiero vivir con detalles
impresos en la piel cada uno de
nuestros encuentros. A veces me
quedo mirándolo sin que él se
dé cuenta: reparo en su nariz
parecida a la mía en treinta años
más, sus orejas grandes, los ojos
detrás de los lentes, las manchas
rojas en su piel, la tremenda
delgadez que ha venido
acompañándolo en sus últimos
años, tal como fue al comienzo,
cuando era un alfeñique de 50
kilos que ambicionaba seguir
los cursos de tensión dinámica
auspiciados por el musculoso
Charles Atlas.
El otro día me regalaron una
historia. Llegó por e—mail. La
remitente, a la que llamaremos
Marcela sin apellido, tenía una
duda que no la dejaba tranquila.
Su mamá le había preguntado,
leyendo una de mis crónicas de
esta revista, si yo sería hijo de
Víctor Mouat, y si Víctor Mouat
llegó a ser médico alguna vez.
¿Por qué quieres saber eso?, le
dijo Marcela. Y ahí viene el
cuento narrado en el e—mail.
Hace sesenta años iba esta
mujer, la mamá de Marcela, en
el tren nocturno al sur. Sentado
en el coche dormitorio, frente a
ella, un muchacho de no más de
dieciocho años, muy guapo
según el recuerdo de esta mujer
joven y buenamoza, que
entonces tenía cuatro o cinco
años más que él. Más o menos a
la altura de Buin, el muchacho
decide hablarle: "Yo la conozco
a usted. Usted es pariente de
Jaime Silva, el dramaturgo y
director de teatro". "Sí", le
contesta ella, sorprendida y
contenta de que aquel
compañero de viaje le hablara.
Cuento corto: conversaron toda
la noche. Víctor Mouat, que así
se llamaba el muchacho, le
contó que su sueño era algún día
ser médico, que había
confirmado su vocación después
de leer un libro llamado Cuerpo
y alma, libro muy malo según la
mamá de Marcela, pero al
parecer inspirador.
La dama del tren se bajó en
Temuco. Iba justamente al
campo de su primo Jaime Silva.
Víctor siguió viaje a Valdivia.
Nunca volvieron a verse ni supo
ella nada más de este muchacho
"encantador y guapo como
ninguno", dueño de un
extraordinario sentido del
humor, según su recuerdo.
"¿Este niño Mouat que escribe
será hijo suyo?", le preguntó el
otro día a su hija Marcela, y
entonces Marcela me envió el
e—mail contándome la historia
de aquel viaje al sur en tren y
preguntándome si Víctor Mouat
era mi padre, y si cumplió su
sueño de ser médico.
Le contesté de inmediato: sí, es
mi padre, se llama Víctor y
ejerce como médico hasta hoy.
Traumatólogo, de los mejores.
Médico de la vieja guardia que
supo dejar huella en las nuevas
generaciones.
¿Recordará mi papá la escena
del tren? ¿Conservará en su
memoria el rostro bello de esa
mujer que lo acompañó en el
coche dormitorio? ¿Conservará
un ejemplar del libro Cuerpo y
alma? ¿Habrá fantaseado ese
verano en Valdivia con la mujer
guapa a la que le contó en una
noche la mitad de su vida?
¿Cómo hizo para abordarla si
siempre nos dijo que era tímido,
o fue el milagro de haber
conocido a su primo Jaime Silva
lo que lo animó a entrar en
contacto con ella? ¿Y si ambos
se hubieran bajado en Temuco?
El azar los unió por unas horas y
después los separó para siempre,
como nos separa a cada
momento de aquellas historias
que dejamos de vivir porque el
destino es implacable y no
permite multiplicar tu vida en
una y otra y otra más.
Aquella mujer se casó años más
tarde con un hombre seis años
menor que ella. Mi padre hizo
su vida, cumplió parte de sus
sueños, ha sido un privilegiado
que no tiene de qué quejarse:
encontró a una mujer guapa y
joven, y no la soltó más. De esa
historia de amor vinimos
nosotros, y estas líneas que
nunca se hubieran escrito si él,
Víctor Mouat, se hubiese
quedado en Argentina después
de atravesar la cordillera a
caballo, si él no hubiese entrado
una vez a estudiar Medicina, si
no hubiese quedado prendado
para toda la vida con una mirada
de ojos azules imposible de
resistir.
Sábado 29 de Diciembre de
2007
Telegramas
Hay telegramas que conservarás
toda tu vida. Una amiga,
Andrea, perdió a su padre
cuando ella tenía apenas tres
años de edad. Muy poco alcanzó
a saber de él. El día en que
Andrea cumplió veintiuno, su
mamá le regaló un telegrama.
Lo tenía guardado desde hacía
veinte años, desde el 3 de
septiembre de 1971, cuando su
hija Andrea cumplió su primer
año de vida y recibió un
telegrama desde Buenos Aires
firmado por su papá. Decía,
textual: "Primer cumpleaños.
Desea muchos venideros y
felices. Papá". El mensaje llegó
a la oficina de Telégrafos del
Estado de Providencia, y de ahí
fue llevado en papel a un
departamento de calle Pedro de
Valdivia donde vivían esta
madre y su pequeña hija de
entonces sólo un año, mi amiga
Andrea.
No fue el único regalo que
recibió Andrea de manos de su
mamá cuando cumplió
veintiuno. Junto al telegrama,
venía una hoja con membrete de
los Astilleros Foram firmada
por su padre, que él le entregó a
la mamá de Andrea antes de
morir. Una hoja de recuerdo
para su hija con su firma de
puño y letra en lapicera azul.
¿Cuántas veces en su vida ha
leído Andrea este telegrama?
No lo sé. Nunca se lo pregunté.
Tal vez muy pocas. Pero el celo
y cuidado con que lo guarda en
una bolsa después de hacerlo
público en un ejercicio de taller
en que debíamos echar mano a
un objeto que tuviese un
especial valor para nosotros, me
hace pensar que entre los
fragmentos más importantes de
su vida se cuentan estas
palabras: "Primer cumpleaños.
Desea muchos venideros y
felices. Papá".
Tengo una tía lejana, Lucía, que
cuando era chico me mandaba
telegramas de Chillán el día de
mi cumpleaños. Era su manera
de hacerse presente, de que no
la olvidara. Una vez me invitó a
su casa a pasar unos días en
verano, y no me dejaron viajar
solo en tren porque era muy
niño. Me indigné: quería ir a
Chillán, dejarme querer por ella,
una mujer de expresión cariñosa
a la que le debo una visita ahora
que su salud está frágil y
quebradiza. No tengo excusas
para no ir a verla, salvo la
ingratitud.
No sé si mi hija Antonia
guardará consigo el telegrama
que le envié desde Italia cuando
cumplió un año. Me gustaría
pensar que sí, pero es probable
que nadie haya cuidado de esa
hoja de papel como sí hizo la
mamá de Andrea, lúcida y
celosa del valor de las palabras
y de una firma remota.
En el mismo taller donde
Andrea nos emocionó con el
recuerdo de su primer
cumpleaños, leímos también un
pequeño relato de Patrick
Suskind, de su libro Un
combate, sobre el olvido
literario y el valor de las
palabras: "Ha vuelto a atacarme
la vieja enfermedad, el olvido
literario, y me invade una ola de
resignación, por la futilidad de
la ambición de conocimiento, y
de toda ambición en general.
¿Para qué leer, para qué releer
este libro, si sé que dentro de
poco no me quedará de él ni la
sombra de un recuerdo? ¿Para
qué hacer algo, si todo se diluye
en la nada? ¿Para qué vivir, si
hay que morir?".
Pero luego el narrador de
Suskind se consuela con
palabras. Ya no le importa
olvidar todo lo que sucede
dentro de un libro, las
peripecias, los personajes, la
trama, las frases exactas con que
el autor fijó el mundo narrado,
porque detrás de esas palabras
hay una nueva realidad, tan
profunda como misteriosa: "No
claudiques ante esa amnesia
terrible. Nada con todas tus
fuerzas contra la corriente del
río del olvido. Quizá la lectura
sea un acto impregnador que
empapa la mente de un modo
insensible, por osmosis, sin que
uno se dé cuenta".
Quiero creer que esto es lo que
sucede con todas nuestras
lecturas importantes. Se
borronean en el tiempo, pero
permanecen con su esencia
dentro nuestro, esperando el
momento de saltar a la
superficie. Es lo que sucede con
ese telegrama de cumpleaños
enviado desde Buenos Aires
aquel día de septiembre de
1971, cuando mi amiga Andrea
era una niña que aprendía a
caminar y vivía sola con su
madre. Palabras, palabras que te
acompañarán a donde vayas.
Jueves 04 de septiembre de
2008
Instantáneas
Te subes a un vagón del metro y
encuentras de golpe a decenas
de compañeros ocasionales de
viaje, sujetos a los que no
recuerdas haber visto antes en tu
vida. Esperas un tren en el
andén de una solitaria estación
de provincia, y no sabes de qué
conversar con el único viajero
que te acompaña porque ya casi
es la hora de partir. Haces
detener a un taxi en la calle y
prefieres que el chofer no te
hable. Ocupas un ascensor lleno
en un día normal de trabajo y no
sabes dónde fijar la vista, si en
los números del tablero o en la
puerta, casi nunca en los ojos de
tus vecinos ocasionales.
Caminas sin rumbo fijo, hay
gatos negros en la vereda y una
mujer mayor que se ayuda con
dos muletas para avanzar. En
todos estos casos, está abierta la
posibilidad de tender un puente
y establecer comunicación con
el otro, pero casi nunca lo
hacemos: preferimos ocuparnos
de nosotros mismos,
abandonarnos a la suerte de
nuestra olla mental que en ese
momento cocina fragmentos de
escenas ya vividas o fabricadas
por la imaginación. Así estamos
a resguardo, no nos exponemos.
“Un hombre solo, una mujer, así
tomados de uno en uno, son
como polvo, no son nada”, dice
un verso de José Agustín
Goytisolo. Vistos desde las
alturas, como si formáramos
parte de una foto aérea, somos
menos que polvo incluso. Pero
vistos bien de cerca, con lupa o
microscopio, somos todos raros,
extraños, contradictorios,
humanos, apasionantes. Y
también solitarios. Estamos un
poco solos en el medio de la
gran ciudad, tal vez porque no
sabemos demasiado bien con
quién contamos para compartir
intimidad. A propósito de
soledades y grandes ciudades,
leo unas instantáneas de París
que escribió Bernardo Atxaga.
El escritor llama intimidad
distante a esa serie de
coincidencias azarosas que nos
llevan a cruzarnos con personas
desconocidas, y de las que
después seguimos tan ajenas
como antes: “Coincidimos con
personas que no conocemos de
nada, y pasamos con ellas un
minuto de ascensor, una hora de
metro o un año de vecindad;
pero el espacio que nos separa
no se reduce, o se reduce
apenas”. Creo con Atxaga que
esta intimidad distante le da alas
a la fantasía, o al menos a la
curiosidad, pero en mi caso
alienta también otro deseo:
conectarme, de alguna manera,
con esos ojos y esas historias
que avanzan a nuestro lado sin
que nos detengamos
especialmente en ellas. Unas
historias que, cuando las
escuchas, cuando se rompe el
hielo, te ponen la piel de gallina,
te hacen reír y llorar, te hunden
y te alientan. Trabajo desde
hace un año en talleres de
autobiografía y literatura que
me hacen llegar a casa, semana
a semana, con nuevas historias
sobre mis hombros. En vez de
pesarme estas historias,
pareciera que son combustible
para mi motor. A veces no
puedo creer que esto sea verdad,
estoy contento: hacemos
silencio en una pieza de la gran
ciudad, un modesto dormitorio
con piso de madera y unas
cuantas sillas como gran
decorado entre otros miles de
dormitorios que pueblan
Santiago, para escuchar primero
textos de escritores que a mí me
gustan mucho, como estas
instantáneas de París que
escribe Atxaga, y después
entregarnos en silencio a los
relatos de nosotros mismos,
nuestras vidas. “La humanidad
no se logra en soledad”, dice el
filósofo Humberto Giannini.
Tiene razón. La última semana,
un tallerista nos contó de
cuando vistió a su padre frente a
una camilla en la morgue, y lo
hizo sin filtro, con la voz entera,
recreando unas instantáneas
feroces que por un momento nos
hicieron callar, pero que
inmediatamente después nos
provocaron el deseo
incontenible de ir a abrazarlo
para decirle que su historia
cuenta, que su relato permanece
en nosotros, que esa muerte de
un padre no se olvidará
fácilmente, porque un día
cualquiera de agosto de 2008 la
revivimos en una pieza
iluminada por el amor de un
hijo cualquiera, que en rigor no
es uno más, sino que es uno
entre tantos otros: una vida, un
continente, un planeta.
Sábado 13 de Septiembre de
2008
Asombro
A cada rato escuchamos que el
hombre contemporáneo ha
perdido la capacidad de
asombro. Que nada nos
sorprende. Que nuestras vidas
transitan día y noche por las
calles del acostumbramiento sin
una dosis de sorpresa profunda
que aguarde por nosotros a la
vuelta del camino. ¿Alguna vez
fue diferente? Muertos y
nacimientos por aquí y por allá,
tempestades y huracanes que
sacuden a la naturaleza,
sicópatas y ladronzuelos en
todos los estratos ejecutando
crímenes y fechorías, amores y
desamores, risa y enfermedad,
calor y frío, lluvia y flores,
hambre y deseo, y nosotros
aparentemente tan campantes
como estábamos antes de que la
vida nos pasara por encima.
¿Pero es verdad que no nos pasa
nada, o es que no tenemos más
remedio que avanzar junto al
tiempo? ¿Qué hay de aquellas
miradas que suelen despedir los
que viven más intensamente?
¿Qué sucede con los pliegues y
surcos en la piel de los que ya
han vivido bastante? ¿Y el peso
en el alma del dolor acumulado
después de sufrir? ¿Y los libros
leídos, y las películas vistas, y la
música escuchada, no cuentan
acaso? Tal vez la diferencia
entre aquel lugar común que
dice que perdimos la capacidad
de asombro y nuestra propia
vida radique justamente en esto:
cada uno de nosotros es un
planeta limitado, y no damos
abasto para asimilar la
existencia en todo su esplendor,
dureza y magnitud. Apenas nos
alcanza para una selección justa
de estímulos y personas a las
cuales llevar en nuestro
equipaje. Yo no estoy de
acuerdo con nada que se afirme
con demasiada convicción.
Llevo conmigo muchísimas
preguntas, y tal vez por eso me
dejo llevar también por el
asombro a través de la lectura,
la conversación, el ocio, los
sentimientos. A veces me
asombra lo distintos que somos
unos de otros, y cómo buscamos
compañeros de ruta con los
cuales ir haciendo más llevadero
el viaje. Y digo esto no porque
mi vida sea para ponerla en un
marco, sino sencillamente
porque sin una porción justa de
asombro creo que me muero sin
remedio. Elegimos lo que se
aviene mejor a nuestras
necesidades, y la consecuencia
es que en esa elección casi todo
el resto del planeta se queda
fuera. Es así de salvaje la vida
humana, y a lo mejor fue así en
todos los tiempos. Unos cuantos
elegidos que te importan de
verdad; un poco más, un poco
menos, y el resto, ¡al olvido!
Hace un par de meses me
escribió una mujer con parálisis
cerebral para pedirme que
leyera un cuento que había
escrito, porque lo iba a presentar
en un concurso literario para
discapacitados. Fui indiferente,
postergué la respuesta y
finalmente lo olvidé. La semana
pasada me volvió a escribir esta
mujer para contarme que había
ganado el primer lugar en el
concurso, y para invitarme a la
ceremonia de premiación. Fui.
Apenas sabía su nombre:
Maricel. Llegué a la hora
señalada y no olvido lo que vi.
En un auditorio para unas cien
personas repleto de asistentes,
escuché hablar uno a uno a los
premiados, entre ellos una
muchacha con síndrome de
down, una niñita en silla de
ruedas y un hombre de unos
cuarenta años que se identificó
como “discapacitado
siquiátrico”, y que me pareció
dijo un par de verdades con más
lucidez y entereza que
cualquiera de los “normales”
que estábamos en la sala.
Recién supe quién era Maricel
cuando, casi al final, la llamaron
adelante para que nos regalara
unas palabras. No sin dificultad,
Maricel tomó el micrófono y
con ayuda de su madre, que
ofició de traductora o algo así,
nos dijo que el mundo interior
de los discapacitados que
llenaban esa sala era rico en
colores y en intensidad, que el
lenguaje de la palabra servía
para narrar con magia ese
mundo interior, y que estaba
muy agradecida del jurado que
escogió su cuento. Fui a
saludarla, la besé en la mejilla,
la abracé, y vi de cerca la
felicidad en su cara por haber
ganado un premio literario. Dejé
que el asombro me ocupara.
Maricel, te debo una.
Miércoles 17 de septiembre de
2008
Escombros
Así se llama el ensayo que
escribió el francés Lucien
Polastron: Libros en llamas. En
él investiga y reflexiona sobre la
destrucción de bibliotecas, sobre
la barbarie que anima toda
quema de libros, tan frecuentes
como reveladoras de lo peor de
la especie humana. Polastron
tiene la idea de que “el libro es
un doble del hombre”, y que
“quemarlo equivale a matar” a
su autor. Destruir una
biblioteca, entonces, según él, es
“un asesinato masivo y
simbólico”.
La quema de libros ha sido una
de las caras de la censura
promovida por regímenes
totalitarios y autoritarios, que
ven en una hoguera de
volúmenes prohibidos un
procedimiento gozoso para
escarmentar al pensamiento
opositor, a la resistencia, a la
disidencia. Hay otra versión, tan
patética como desoladora:
aquella quema llevada a cabo
por los propios dueños de los
libros, sujetos temerosos de ser
sorprendidos in fraganti con
textos peligrosos, subversivos,
que podrían costarle la vida o
significarle persecución en su
contra.
Pienso en la quema de libros a
propósito del ensayista chileno
Martín Cerda, muerto en 1991 y
de quien se acaba de publicar un
volumen póstumo llamado
Escombros con una selección de
textos suyos aparecidos en
diarios y revistas a lo largo de
su vida. El mismo Cerda se
refería a sus escritos como
“escombros”, desechos de
demoliciones y mudanzas
vitales y existenciales que no
eran otra cosa que el libro
fragmentario, lúcido, sensible y
balbuceante que fue escribiendo
a lo largo de su vida.
Martín Cerda tenía sesenta años
de edad en agosto de 1990, una
vida dedicada a pensar, leer y
escribir, a atesorar libros
esenciales y definitivos, cuando
un incendio —no se sabe si
intencional o no— destruyó en
forma casi íntegra su biblioteca
de entre seiscientos y
setecientos volúmenes, en un
hogar universitario de Punta
Arenas donde estaba viviendo
como escritor residente.
Martín Cerda sufrió el infierno
en carne propia, aquí, en la
Tierra. Estaba de paso en
Santiago, junto a su pareja,
cuando un amigo de la
Biblioteca Nacional fue a verlo,
tocó el timbre y le dijo, sin
anestesia, que se había quemado
su biblioteca en el sur. No
alcanzó a recuperar
prácticamente nada, apenas unas
hojas sueltas. Los libros que lo
habían formado en Francia, los
libros que lo acompañaron, que
le prestaron auxilio en sus
peores momentos, que le dieron
felicidad momentánea, se los
llevó el fuego.
¿Se puede imaginar una escena
más devastadora para un
escritor genuino como Martín
Cerda, que asistir en vida al
funeral de su propia biblioteca?
El incendio de sus libros marcó
también el fin de sus días.
Algunos meses más tarde, un
infarto al corazón y luego una
cirugía de la que nunca se
recuperó significaron su muerte,
en agosto de 1991. Murió
Martín Cerda con la amargura
de sospechar que sus libros los
había quemado
intencionalmente alguna mente
enferma, ya que nunca se pudo
verificar que la causa del
incendio haya sido el supuesto
recalentamiento de un
calefactor, como alguien
insinuó.
Alfonso Calderón, a quien le
debemos la recuperación de lo
mejor de la obra de Martín
Cerda entre otros escritores
chilenos a los cuales ha leído
como nadie, escribe en el
prólogo de Escombros que
“Martín carecía de ilusiones”, y
que “pertenecía a una
generación dispuesta a cambiar
el mundo, la que, de un día para
otro, descubrió con impotencia
el fracaso de la ilusión
revolucionaria en todos los
registros de la existencia”.
Martín Cerda sabía de la
conveniencia de no confundir
recuerdos con nostalgias: “Yo
recuerdo haber leído muchas
páginas. Con todas ellas, sin
embargo, sólo lograría
establecer una bibliografía
incompleta e irrisoria. Tengo
nostalgia, en cambio, de
aquellos lugares en que he
dejado la sombra de mi vida: de
una mano, por ejemplo, que una
madrugada regaló una rosa
cultivada en la pampa salitrera.
Con ella podría, sin duda,
reescribir mi biografía”.
Leerlo a él, a Martín Cerda,
palabra a palabra, frase a frase,
página a página, lentamente, es
dejarse obsequiar una rosa
excepcional, cultivada en la
pampa salitrera.
Sábado 27 de Septiembre de
2008
María de Paine
Hay un poema de Borges, “Los
justos”, que refiere a personas
que se ignoran y que están
salvando al mundo: un hombre
que cultiva su jardín, el que
agradece que en la tierra haya
música, dos empleados que en
un café juegan un silencioso
ajedrez, el que acaricia a un
animal dormido, el que prefiere
que los otros tengan razón. Cada
vez que vuelvo a leer el poema,
no dejo de pensar en mis justos,
en todos aquellos seres vivos y
muertos que me salvan: una
amiga que hace mermelada de
ciruela y cuida sus plantas en la
pequeña terraza de su
departamento, la que me
obsequió un día versos de
Rimbaud bordados en un trozo
de arpillera, las mujeres con las
que tuve hijos y fui padre, aquel
joven chilote que me recibió en
su casa, en la isla Butachauques,
a quien nunca volví a ver.
Los que diseñaron mis libros,
los dibujaron sobre una hoja de
papel, ayudaron a que existan.
Los niños, hijos míos y de otros,
que me regalan un chiste y
ponen cara de risa. El goleador
de aquella tarde remota en un
estadio de fútbol donde toco por
un segundo el cielo con las
manos. El amigo fotógrafo con
el que recorrimos Cuba y
Uruguay en auto, sin más prisa
que la que nos regalara el
espíritu de cada mañana. El
tallerista que lee con entereza y
acaba llorando porque no puede
más con la culpa. La tallerista
que escribe cartas a un viejo
amor que hoy parece un
fantasma. Ellos me salvan. A
ellos les leo estas líneas de
Enrique Vila-Matas en su
Dietario voluble: “Siempre
sintonizaré más con un hombre
perdido en el último muelle del
último puerto del mundo que
con un coro de hombres de
acción tratando, por ejemplo, de
cambiar la patria. ¡Los hombres
de acción! ¡Los activos! Me
acuerdo de lo que pensaba
Flaubert de esa buena gente:
‘Hay que ver cómo se cansan
los hombres de acción y nos
cansan a los demás por no hacer
nada. ¡Y qué vanidad más boba
la que nace de una turbulencia
baldía! ¿Qué ha quedado de
todos los Activos, de Alejandro,
de Luis XIV? El pensamiento es
eterno, como el alma, y la
acción es mortal, como el
cuerpo’”.
Voy por la vida a tientas,
esperando encontrar al paso a
esos hombres y mujeres
perdidos en el último muelle del
último puerto del mundo. Sé
que ellos me salvan, aunque ni
sospechen que tienen ese don.
El periodista y escritor polaco al
que conocí en Buenos Aires, y
del que aprendo cada vez que
leo sus libros. La mujer que
trabajaba en mi casa de infancia,
y que se fue a morir a Paine, con
la que siempre tendré una deuda
de amor no correspondido.
¿Cómo hago para pagarte,
María, esa deuda? Hace poco
escuché el poema cantado por
Serrat de Miguel Hernández a
su amigo Ramón Sijé, “Elegía”,
aquel amigo a quien tanto quería
y se murió más joven aún que el
propio Hernández: “Quiero
escarbar la tierra con los
dientes/ quiero apartar la tierra
parte a parte/ a dentelladas secas
y calientes./ Quiero minar la
tierra hasta encontrarte/ y
besarte la noble calavera/ y
desamordazarte y regresarte”.
La imagen de desenterrar a un
ser querido, de escarbar la tierra
con los dientes hasta
encontrarlo, me llevó a María
Martínez, una mujer justa que
vivió sus últimos días en Paine
despertando en las mañanas y
durmiéndose en las noches un
poco sola, sin hijos que la
cuidaran porque le había
regalado su vida entera a una
familia que no era la suya y a la
que un buen día dejó de serle
útil.
Una amiga con la que
acostumbramos a cucharear del
mismo postre, más de una vez
me ha dicho que el tiempo es
injusto porque acaba con vidas
humanas y en cambio va
dejando intactas a su lado las
cosas que acompañaron a ese
ser humano en la Tierra: sus
ropas, sus lápices, sus zapatos,
su cama, a veces la misma cama
en que murió: “¿Cómo puede
permanecer entre nosotros el
lápiz Bic que llevaba alguien en
el bolsillo, mientras ellos se
esfuman para siempre?”,
pregunta mi amiga en voz alta.
Yo me quedo pensando en
María Martínez, en esa mujer
que tantas veces cuando yo era
un niño reemplazó a mi madre,
a la que dejé sola y anciana en
Paine y que se murió un día sin
que yo me enterara de su último
suspiro.
Miércoles 08 de octubre de
2008
Diálogo de ciegos
Acabo de leer un libro del
sociólogo Gabriel Salinas,
Diálogo de ciegos, donde
escribe lo mejor de las
conversaciones que ha sostenido
a lo largo de la vida con su
amigo Juan, ciego igual que él.
El libro aún no está a la venta,
pero entiendo que será
presentado a comienzos del
próximo mes. Gabriel Salinas, a
diferencia de su amigo Juan, no
fue ciego de nacimiento, pero
cuando tenía siete años de edad
se puso a manipular con un
amigo unos extraños cartuchos
tirados en el suelo, cerca del
cuartel militar de Lautaro, sin
saber que eran detonadores de
explosivos usados por los
uniformados de la zona cada vez
que iban a cazar salmones al río
Cautín. La detonación de uno de
estos cartuchos le amputó las
manos al otro niño, y a él lo
dejó ciego desde ese mismo
momento. Leer las
conversaciones entre dos ciegos
con clara conciencia ciudadana,
sin mayores complejos y con los
demás sentidos desarrollados
felinamente, es un ejercicio
saludable. La ceguera, en rigor,
suele ser entendida por casi
todos nosotros, los que tenemos
visión pero no necesariamente
vemos, como un sentido
esencial, capital, sin el cual casi
sería mejor no estar vivos.
Nuestra mirada, por supuesto, es
superficial y automática.
Ocupados como estamos en
sobrevivir la mayoría de las
veces, nos cuesta un mundo
detenernos, hacer una pausa,
fijar en una imagen los millones
de fragmentos y destellos de
vida que cada día nos ofrece
cuando tenemos ganas de
respirar en paz. La frase final
del libro de Salinas es
elocuente: “Me imagino, en este
postrer recodo de la escritura, a
Tiresias diciendo perentorio a
los poderosos y a la multitud de
siervos voluntarios: mientras la
técnica y la ciencia permiten ver
a quienes carecen de ojos, esas
mismas artes ciegan los ojos de
quienes miran sin ver”. Cuando
era chico vivía muy cerca de la
Escuela de Ciegos de Ñuñoa, y
los veía avanzar por la vereda
con sus bastones, esperar micro,
cruzar la calle con o sin ayuda,
usar anteojos oscuros o ir por el
mundo con sus ojos blancos o
transparentes a la vista de todos.
Al principio me daban miedo,
tenían un aspecto de películas
de terror, pero poco a poco fui
acostumbrándome al paisaje, y
más de alguna vez terminé de
buen samaritano ayudándolos a
atravesar avenida Ossa, una
calle ya entonces de tráfico
respetable y hoy sencillamente
criminal para los ciegos que se
animen a cruzarla solos. Ahora
los ciegos me atraen, me
provocan. Por curiosidad, o por
querer imaginar de modo más
certero qué es lo que ven en la
sombra, intento establecer algún
contacto con ellos. El otro día,
justo antes de llegar a mi casa
cerca de las once de la noche, vi
a un padre llevar del brazo a su
hijo, ciego y adulto ya, a
caminar las veredas de la ciudad
y a respirar el silencio y la
quietud de esa hora. Me detuve
a observarlos un momento y
percibí el amor profundo que
ambos se prodigaban en ese
gesto de acompañamiento. En el
libro de Salinas hay una escena
en el mismo espíritu: Juan es
acompañado por su padre a
rendir examen para ingresar a la
Escuela Normal Abelardo
Núñez, donde se formaban
futuros profesores. El resultado
del examen médico fue
categórico y funcionó como un
mazazo en su vida: un doctor
celoso de las reglas del
establecimiento le informó a su
padre que ningún ciego estaba
en condiciones de hacerles
clases a alumnos que no fueran
ciegos. Juan se fue desolado
junto a su padre, y recuerda
haber caminado a lo menos un
par de horas por la vereda norte
de la Alameda, primero en
silencio, apenas sostenido de los
hombros por el brazo de su
papá, que al cabo de un buen
rato se animó a hablarle, a
hacerle cariño y a recordarle
fragmentos del Quijote, a
decirle bienvenido al mundo;
algo así como nadie dijo que
esto sería un jardín de rosas,
deberás pelear más duro que
nosotros, incluso, pero aún
tienes una vida por delante.
Revivir esa caminata por la
Alameda de un muchacho ciego
que escucha primero el sonido
de la calle y luego la voz
inolvidable de su padre, nos
remite a aquellas caminatas
estelares en las que fijamos la
vista o la mente en cualquier
detalle en movimiento y
decimos, por un instante:
estamos vivos, y esto es lo
único que realmente importa.
Viernes 07 de noviembre de
2008
Peluquería de señoras
Ayer en la mañana leí un
pequeño ensayo de Enrique
Vila-Matas que fue toda mi
lectura del día. Cuando acabé el
texto titulado “Un plato fuerte
de la China destruida”, parte de
su libro El viento ligero en
Parma, me eché en la cama a
mirar el techo. Creo que incluso
me faltó un poco el aire. Tal vez
exagero. Tal vez era
simplemente emoción, o puro
asombro. Vila-Matas, fiel a su
costumbre, citaba a varios
escritores, Kafka, Montaigne,
Marguerite Duras, y se detenía
en dos de ellos: el francés
Georges Perec y el chileno
Roberto Bolaño. Y los
hermanaba: ambos se murieron
antes de tiempo, ambos
ocuparon los últimos años de su
vida en escribir febrilmente,
ambos fueron escritores de raza.
Alguna vez escribí sobre Bolaño
y un recuerdo de su infancia: un
flaco que parecía un zancudo y
al que no había visto nunca
antes le preguntaba en
Cauquenes, cuando él tenía
diez, once años de edad, por una
dirección, y él le contestaba que
no tenía idea, y el flaco se
alejaba, y él se quedaba
mirándolo, y en ese momento
parecía tomar conciencia de que
probablemente sus vidas, la
suya y la de aquel flaco que
parecía un zancudo, sólo se iban
a encontrar durante ese breve
lapso de tiempo. Ambos eran
dos mundos totalmente
independientes entre sí,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de unos pocos segundos. En ese
momento Bolaño tuvo
conciencia de la muerte, de la
extinción, de convertirte en
polvo en el tiempo.
Vila-Matas cuenta un episodio
de la vida de Georges Perec que
de alguna manera se empata con
aquel recuerdo de Bolaño. Perec
nació en 1938 y formaba parte
de una familia de judíos polacos
que emigraron a Francia. Su
padre murió en la invasión nazi
de 1940 y su madre en un
campo de concentración en
1943. “No tengo recuerdos de
infancia”, escribió una vez. Eso
no le impidió saber que su
madre había sido peluquera de
señoras en la casa donde vivían,
en la rue Vilin de París. Cuando
Perec ya era un hombre adulto,
“acompañó a una amiga a
fotografiar los restos del
negocio materno, poco antes de
que las excavadoras hicieran su
aparición y borraran del mapa la
serpenteante rue Vilin y el
barrio entero”. Cuando hicieron
la fotografía, todavía podía
leerse esa inscripción:
Peluquería de señoras.
Bolaño le confesó a Vila-Matas
en una carta de 1997 que había
llorado al leer un texto suyo que
hablaba de esa fachada de
ladrillos y una puerta hecha con
cuatro tablones de madera
encima de la cual podía leerse:
Peluquería de señoras. A través
de ese recuerdo Bolaño evocaba
el gesto de Perec y
especialmente su literatura, a la
que admiraba como a ninguna.
Los recuerdos se van
demoliendo con el tiempo, y a
veces una fotografía urgente
logra congelar lo que después el
futuro acaba aniquilando.
Perec anhelaba en esa fotografía
materializar el recuerdo de una
infancia poblada de ausencias.
Vivimos escogiendo de quién
separarnos cada día. No es que
lo hagamos conscientemente.
Sólo que no tenemos alternativa.
El tiempo es limitado, los
espacios están fijos, y nosotros
nos movemos en estas
coordenadas sin tener mucha
idea de a dónde vamos. La
sangre te empuja a saber más de
los que vivieron antes que tú, a
hacer pactos con aquellos que
quieres que te acompañen en el
camino. Los demás se van
quedando atrás, a veces sin
vuelta.
Vila-Matas cita a Montaigne,
que cuando era joven creía que
la meta de la filosofía era
enseñar a morir, y que, ya
mayor, rectificó y dijo que “la
verdadera meta de la filosofía es
enseñar a vivir”.
Me tumbé en la cama porque no
supe cómo seguir adelante. No
quise pasar a otra página, a otra
historia, a una narración
cualquiera que me sacara de mis
propios recuerdos de infancia,
que, aunque frágiles a veces, me
ayudan a fijar rostros y a pensar
que esos encuentros fugaces con
aquellos fantasmas son parte de
lo que terminaremos contando
que fueron nuestras vidas. El
letrero de una Peluquería de
señoras, en el caso de Perec. En
el caso nuestro, ¿quedará algún
letrero?
Jueves 29 de Noviembre de
2008
Es hora de salir a caminar
Alejandro Zambra escribió una
magnífica columna semanas
atrás en la que contaba que le
gusta pensar que en el futuro,
cuando alguien le pregunte qué
ha sido de su vida en estos
meses, él responda
simplemente, con alegría, que
ha estado leyendo a Natalia
Ginzburg. Me sentí identificado.
No sólo porque la Ginzburg me
gusta tanto como a él, sino
porque deja en claro que la sola
lectura concentrada de un autor
que te apasiona puede completar
meses continuados de buena
vida, o ser lo más significativo
que ocurra en ese lapso. El
problema de estos meses en que
Zambra se abandona a la lectura
de Léxico familiar y Las
pequeñas virtudes es que yo
quiero hacer lo mismo que él, y
como no puedo me empiezo a
desesperar, me duele la cabeza,
y debo ir donde mi amigo el
doctor chino para que me alivie
con acupuntura.
Llevo semanas dándole vueltas
a esta frase que leí, y que se la
adjudican a Confucio: “¡Qué
tristeza! Siempre lo vi avanzar,
nunca detenerse”. ¿Qué hace
que ahora mismo me sienta un
poco atrapado entre los tristes a
los que describe el filósofo
chino, si yo no quiero formar
parte de esa carrera en la que se
supone debes avanzar sin prisa
pero sin pausa? Conocí una vez
a un empresario catalán que
usaba esta expresión a menudo:
sin prisa pero sin pausa. Según
él, todo lo que hacemos forma
parte de una carrera en la que no
caben detenciones, ni siquiera
una tregua en el camino. Este
hombre de negocios en
Barcelona era mi jefe y me
apretaba, como saben hacerlo
los jefes eficientes. Tarde o
temprano el globo de la
paciencia se tenía que reventar.
Así fue: un buen día me largué y
pensé que junto con
abandonarlo a él, dejaba atrás
una manera de vivir. Pero la
vida es imperfecta, y el tiempo y
las circunstancias dadas me
llevaron a verificar, una y otra
vez, que soy un tipo que aguanta
mucho, como tantos de
nosotros, y que fácilmente
tropieza con la misma piedra,
como tantos de nosotros.
Qué modo más pueril de acabar
con nuestras energías. Lo peor
es darse cuenta de que es así y
de todas formas perder la
batalla. Hay días en que sin que
necesites desesperarte te das
cuenta de que algo no camina,
que pagar deudas y desplazarte
de un trámite a otro por la
ciudad no es la manera de
encontrarte contigo.
Es curioso: cada vez tengo
menos sueños materiales. Y eso
me pone muy contento. No
quiero casa propia, no pienso
pagar una tumba en cuotas.
Denme unos pocos libros, la
compañía de los que quiero, y
una porción de oxígeno y tierra
donde respirar y caminar.
Denme también el tiempo
necesario para detenerme y
regalarle una alegría a Confucio.
Hay tantos momentos de gloria
que oponer a la pesada carga del
diario vivir. En mi caso, uno de
ellos fue la lectura de un breve
libro de Sebald dedicado al
escritor Robert Walser, que en
una de sus últimas páginas me
deja sin aliento: “Walser, creo
yo, había nacido para ese viaje
silencioso por el aire. Siempre,
en todos sus trabajos en prosa,
quiere remontarse sobre la
pesada vida terrestre,
desaparecer suavemente y sin
ruido hacia un reino más libre”.
Rechacé esta mañana una oferta
de trabajo para el verano. Había
dicho que sí, pero lo pensé
mejor y dije que no. Necesito el
dinero, pero, creo, necesito más
esa franja de tiempo de la tarde-
noche para detenerme a pensar
en lo que hay, en lo que hubo, y
también en el mundo de mis
sueños. Quisiera poder
renunciar todas las veces que
sea necesario a un trabajo que
no me guste mucho hasta dar,
finalmente, con el mejor paraíso
imaginable sobre la tierra: aquel
en que invierto meses en la
lectura de Natalia Ginzburg,
Elias Canetti, Martín Cerda,
mientras en el fondo el sonido
del mar me abriga y una mujer
que se llama Soledad me susurra
al oído que es hora de salir a
caminar, como hacía Walser en
sus paseos, porque ya llevo
mucho tiempo detenido.
Sábado 13 de Diciembre de
2008
El vuelo, la paloma
La noche del próximo viernes
19 de diciembre, en
Montevideo, una de las mejores
ciudades del mundo (donde
alguna vez vivieron tres
escritores magníficos, Onetti,
Felisberto Hernández y Mario
Levrero), el ex jugador de
Rosario Central Aldo Pedro
Poy, que hoy tiene más de
sesenta años de edad, se arrojará
en palomita en los pastos del
estadio Centenario para
conmemorar junto a un grupo de
fanáticos el mítico gol de cabeza
que anotara treinta y siete años
atrás, el 19 de diciembre de
1971; un gol que pavimentó el
camino para que los canallas de
Rosario obtuvieran por primera
vez en su historia el título de
campeones del fútbol argentino.
La paloma de Poy amenaza con
festejarse hasta el fin de los
tiempos. Se hizo en Chile una
vez, se ha practicado en
Ushuaia, en Rosario, en Buenos
Aires, en Cuba, en Mendoza, y
ahora Montevideo fue la ciudad
elegida. Nunca será
impedimento para la realización
de la paloma que Aldo Pedro
Poy se muera un santo día. Ya
se trabaja en su clonación en
laboratorios de Estados Unidos,
y si ella no fructificase, si la
ciencia intentara en vano traer
una réplica exacta de Poy a este
mundo, existen miles de
máscaras de goma con el rostro
de Aldo Pedro Poy repartidas
estratégicamente entre los
fanáticos y simpatizantes de
Rosario Central. Yo tengo una
de esas máscaras en casa, me la
regalaron los mejores amigos de
Poy, con el compromiso de que
si un día Aldo deja de existir,
llegaremos con ella al lugar
donde nos citen para ser Poy esa
noche de 19 de diciembre en la
que él ya no esté entre los vivos.
No quiero ni pensar cómo será
esa primera paloma sin Aldo
presidiendo la fiesta. Si tengo la
suerte de vivir entonces, deberé
arrimarme a ese festejo para
rendirle tributo al delirio más
entrañable que rodea al mundo
del fútbol de todas las latitudes.
La semana que viene, en
Montevideo, podrá escucharse
en vivo el relato del cuento de
Fontanarrosa 19 de diciembre
de 1971, texto que en cada
nueva lectura ayuda a
inmortalizar el vuelo de Aldo.
El menú anunciado para la
noche del festejo será futbolero:
choripanes, hotdogs, cerveza y
gaseosas en el estadio
Centenario, todos los presentes
vistiendo la polera de la paloma
número 37, expectantes,
rodeando al prócer en el arco
sur, antes de que Poy ejecute el
ritual, luego que un escogido le
lance la pelota con la mano y él
se arroje en un vuelo infinito
para conectar de cabeza y anotar
simbólicamente un gol en la
valla de Ñuls, el archienemigo.
Es el clímax. Los más cercanos
al prócer levantan en andas a
Poy, mientras todos los
presentes gritamos a voz en
cuello, sin medirnos,
guturalmente, "Aldo Poy, Aldo
Poy, el papá de Ñuls Old Boys".
Los cánticos no duran más de
dos o tres minutos. Se salta, se
canta, se grita, nos abrazamos, y
se acabó. El prócer vuelve a ser
uno más en la multitud, el grupo
se dispersa, Montevideo verá la
manera de seguir
convocándonos esa noche de
viernes, y uno se quedará con la
sensación inequívoca de estar
experimentando un total y
completo absurdo, de no
entender lógicamente qué te
llevó a cruzar en avión a otro
país para vivir apenas dos o tres
minutos de intenso delirio, que
son, tal vez, los más insensatos
de tu vida, que son expresión
fiel de una gran niñería, pero
que quizás por eso mismo se
vuelven inolvidables: se trata de
un momento estelar de tu vida
en que recuperas lo mejor de la
infancia, sin miedo a lo que las
apariencias tengan para
decirnos.
El cronista catalán Josep Pla
escribió una vez que el fútbol es
un estupendo divertimento
dominical sin ninguna
importancia. Hasta hoy no
encontré una mejor definición
para este juego que nos convoca
a algunos semana a semana, que
a ratos nos apasiona, pero que
vencido el tiempo de lucha nos
confirma que no tenía ninguna
importancia capital, y que
recortado sobre los grandes
temas, la muerte, el amor, el
desamor, los amigos, el paso del
tiempo, el fútbol termina
convertido en una anécdota más
o menos recordable, en apenas
un pretexto y una excusa para
vivir momentos de felicidad que
tarde o temprano se desvanecen.
Sábado 20 de Diciembre de
2008
El viaje de Rakar
Me gusta el verbo explorar. Lo
que significa, y también lo que
sugiere. Se explora en el campo
de las ideas, del cuerpo de tu
pareja, de las emociones vividas
y los recuerdos que piden turno
para mostrarse en la memoria.
Se explora cuando se averigua
algo con diligencia, con
dedicación, con tiempo, con
paciencia, con pasión. Se
explora cuando se viaja, aunque
sólo sea para ir al fondo de un
recuerdo puro.
Un libro es, a veces, una
exploración en un mundo hasta
entonces desconocido. Robert
Musil escribió cien años atrás
un texto iluminador: "Recuerdo
una frase de Goethe que desde
hace años me conmueve
particularmente: sólo se puede
escribir de aquellas cuestiones
de las que no se sepa
demasiado. La profunda
felicidad o infelicidad de esa
confesión expresa un sencillo
hecho anímico: que la fantasía
sólo trabaja en la penumbra".
Una vez el mismo Musil
entrevistó a su colega Alfred
Polgar. Le preguntó en qué
estaba trabajando, y Polgar le
respondió que en tres
volúmenes de críticas que no
darían ninguna información
sobre estética, teatro o literatura,
pero que sin embargo
contendrían una concepción de
mundo. Y luego añadió: "Sólo
tengo una idea fija: ¡no hay más
que una idea flexible!".
Saberlo todo de antemano, o
calcular todo lo que puede
suceder si tomas un camino o el
otro, me parece la manera
menos interesante de entender la
vida.
Sostengo en mis manos un libro
de fotografías acompañadas de
textos de Baudelaire que
encontré un día en un café
remoto de Valparaíso. Se llama
El viaje de Rakar y es de un
chileno, el fotógrafo y filósofo
Ramón Ángel Acevedo. El autor
recorre durante años con su
cámara y su libreta de notas más
de sesenta pueblos olvidados de
la región de Valparaíso, y
construye página a página, sin
apuro, un libro entrañable que
sólo me nace elogiar. Árboles,
piedras y perros en caminos
polvorientos apenas ocupados
por huellas furtivas de
habitantes silenciosos, que no
figuran sino en la retina curiosa
y exploratoria de un fotógrafo
de excepción, animan este
volumen delicadamente editado.
Niñas descalzas, niñas que van a
la escuela, mujeres con una
escoba en la mano o un chuzo,
campesinos, vaqueros,
palanganas, predicadores,
borrachos, un retrato del poeta
Jorge Teillier en el campo El
Ingenio, una mujer ciega,
jóvenes guapas y desnudas, la
fachada de una iglesia
evangélica, árboles y ermitas
abandonadas conforman, si
usamos las mismas palabras de
Polgar, una concepción de
mundo particular, con pueblos
olvidados habitados por
ciudadanos doblemente
olvidados, que respiran en estas
páginas y nos alertan sobre la
necesidad que cada uno de
nosotros tiene de recogerse
primero antes de realizar sus
propias exploraciones.
El viaje de Rakar es una obra de
arte. Vila-Matas en su libro
Exploradores del abismo dice
que las obras de arte "dan
contenido intelectual al vacío".
Yo leo el libro de Acevedo, una
y otra vez, para consolarme de
lo poco y nada que sé, para
explorar con entusiasmo el
abismo de distancia que hay
entre una vida y la que sigue,
entre una muerte y la que viene.
Para explorar la profunda
soledad que combatimos, a fin
de cuentas, con palabras, con
fotografías, como si
estuviéramos en medio de esa
fiesta de la que habla Vila-
Matas, una fiesta en cuyo centro
no hay nadie, una fiesta donde
en el centro está instalado el
vacío, y donde en el centro del
vacío hay otra fiesta.
Sábado 27 de Diciembre de
2008
Amigo del alma
El viernes 12 de diciembre,
pasadas las dos de la tarde, nos
despedimos. Entro a su pieza en
el hospital, él duerme. Un
masajista cubano ha logrado
relajarlo, después de que pasara
mala noche y descansara poco y
nada. Como duerme, acompaño
de pie su sueño y el silencio
pesado de la habitación mirando
el decorado que acompaña a mi
amigo del alma en sus últimas
horas de vida: una cortina
floreada, muros de un amarillo
tenue y deslavado, un televisor
negro allá arriba, en el rincón,
apenas encendido un par de
veces en dos semanas.
Abrazo a Tiare, su hija mayor,
que vino de Escocia a
acompañar a su padre. Lloramos
juntos. No entendemos
demasiado bien qué sucedió
para que él esté aquí, sin
cumplir todavía cincuenta años,
recostado en una pieza del
cuarto piso de un hospital de
Santiago, sin poder recibir una
gota de alimento desde hace ya
casi veinte días. Mientras
escribo estas líneas, gotas de
suero inyectado a la vena lo
mantienen hidratado y
respirando. No sé si así será
todavía el día en que lea esta
crónica impresa en la revista.
Cuando despierta y nos
miramos, un impulso
incontenible me hace abrazarlo,
besarle la mano, la mejilla, y
decirle al oído lo importante que
ha sido en mi vida. No exagero
un ápice. No me dejo llevar por
la emoción. Esto es
rigurosamente cierto y
comprobable: José Luis
Molinare Zuanic es una de las
personas que más han pesado en
mi vida.
La Tiare y su hermano Nicanor
nos dejan solos en la habitación.
Mi amigo del alma me toma la
cabeza con sus manos fuertes,
las mismas manos que han
sanado a tanta gente en los
últimos años, y siento la fuerza
de sus dedos en mi nuca.
Generoso, ocupa sus últimas
energías en acogerme, dice algo
sobre la amistad verdadera,
confiesa que la primera vez que
vio mis ojos detrás de "mis
potos de botella", cuando
éramos muchachos de colegio,
supo que seríamos amigos toda
la vida. Lloramos los dos. "Me
estoy yendo, Panchito", termina
diciendo en voz baja.
Abandono la pieza sabiendo que
no volveré a entrar, que no
quiero quitarle un solo gramo
más de la mínima energía que lo
sostiene. Afuera están Nicanor y
la Tiare, y volvemos a
abrazarnos los tres. Nicanor nos
extiende una hoja de papel con
un poema que escribió la noche
anterior dedicado a José Luis,
un poema doliente al hermano
del alma que se está yendo.
Nicanor cuenta entusiasmado
que José Luis le dijo que había
soñado con el abuelo Zuanic,
que el viejo lo está esperando en
algún sitio: "Mi hermano está
tranquilo, ya sabe que tiene
dónde ir". La Tiare dice que su
papá no le teme a la muerte, y
que su dolor es porque ama
demasiado a la vida, y le duele
dejar lo que aquí habita con él.
Uno empieza a recorrer la
película de una vida juntos, a
ver imágenes nítidas. Lo veo de
Señor Corales en Ecuador,
cuando junto a su papá
transmitieron la Copa América
del 93 para la Cooperativa y me
hicieron debutar en el
comentario radial. Lo veo el día
de mi matrimonio en la playa,
cuando llegó a Santo Domingo
con la Marisol, la Tiare y
Pedrito. Lo veo en el
matrimonio de la Tiare un
mediodía de sol, en medio de
unos jardines maravillosos,
bailando y disfrutando a su hija.
Lo veo ofreciéndome almendras
en su casa en Pirque, o haciendo
lucha libre en las olimpiadas del
colegio, o abrazando a los
amigos en uno de los tantos
cumpleaños que celebró en su
casa de la calle Oxford. Lo veo
y lo escucho, por teléfono,
cuando hace apenas unas
semanas acordamos que fuera a
ver a mi amigo, el doctor chino,
para que lo ayudara a
recuperarse. Ahora lo veo
dormir en su pieza del hospital,
justo antes de que despierte, nos
abracemos y nos despidamos:
reparo en las cortinas floreadas,
en sus delgadas piernas, y me
digo esto también es la vida, la
enfermedad terminal de un
amigo del alma que me marcó a
fuego, que no me abandona, y
que envuelto por el amor y el
dolor pide una tregua.
Miércoles 31 de diciembre de
2008
Año nuevo
Una amiga jovencita me escribe
desde Villa Alemana en
vísperas de Navidad. Pregunta si
alguna vez he sentido que
pienso demasiado. A veces me
hago la misma pregunta. El
doctor Kin asegura que pensar
más de la cuenta es tonto, y que
ayuda a fabricar enfermedades.
A ratos le encuentro razón al
chino, especialmente cuando el
exceso de cabeza le resta
espacio a los sentidos. Pero no
sé si me gustaría pensar
demasiado menos. A veces no
puedo evitarlo, especialmente
aquellos días en que nos damos
cuenta de que pensamos y
reflexionamos justamente para
no sucumbir al caos de la
existencia.
Mi amiga se lamenta a ratos de
pensar demasiado: “La
sensación no me agrada, me
desplomo”, dice. “A veces me
gustaría simplemente dejar de
pensar por un rato. Hasta en los
sueños el pensamiento
desconcierta y atormenta. Es
increíble. Lo vital de pensar
también puede llegar a fastidiar.
No imagino la vida de un
budista. ¿Tendrá estos
decaimientos?”.
Sin ponerse de acuerdo, otro
amigo me escribe el mismo día
para recordarme una
conversación telefónica de
meses atrás, cuando le dije que
leyera Santiago de memoria, de
Roberto Merino. Dice que
consiguió el libro, lo acaba de
leer, y que me envía de regalo el
párrafo final: “Los copistas de la
Edad Media -sabiamente-
anotaban en los textos
transcritos los momentos en que
los vencía el cansancio. Lo
mismo quiere hacer el autor de
estas páginas. Detener por el
momento el flujo de las ideas y
partir, quizás por San Pablo
hacia el poniente, en busca de
las cuestas silenciosas, de los
paisajes abiertos y de las luces
dispersas de los campos”.
Tomo nota de lo vivido en los
últimos días para ejemplificar la
friolera de datos que uno llega a
retener. Fui a Montevideo.
Caminé la rambla, comí unos
ravioles rellenos con verdura y
aderezados con salsa de tomate
que todavía puedo saborear,
tomamos medio y medio con la
Solcita (mitad vino blanco,
mitad champaña), festejamos
con los amigos canallas de
Rosario Central en el pasto del
estadio Centenario, el mismo
estadio donde se jugó el primer
mundial de fútbol de la historia.
En una buena librería en
Pocitos, dateada por mi amigo
Daniel Charlone, encontré una
edición magnífica de La novela
luminosa de Mario Levrero.
Anduve en avión, transpiré
como caballo de carrera con la
humedad y el calor, pensé en un
par de libros que algún día
quizás escriba. Volvería a
Montevideo una y otra vez. Me
interesa mucho más que conocer
India. Cristián Leighton escribió
sobre esto mismo: “No sueño
con un lugar que no conozco. Sí
me gusta la idea de regresar a
lugares de los que tengo buenos
recuerdos. Muchas veces,
cuando viajo, soy consciente de
que es más que probable que no
regrese al lugar donde estoy,
que no vuelva a ver a la persona
que está frente a mí. Es vivir la
muerte, pero en paz y con
nostalgia”.
Entre las otras cosas que hice en
estos últimos días, y que se
marcarán en el calendario, fui al
cementerio a enterrar a uno de
mis amigos del alma, abracé a
sus tres hijos, abracé a su mamá,
a su mujer, a sus dos hermanos,
acompañé el canto emocionado
de todos ellos en el cinerario del
Parque del Recuerdo. Ese
mismo martes fui con mi hijo
José a la ceremonia de clausura
de su año escolar, volví a leer el
cuento de Borges Delia Elena
San Marco, que me gusta
mucho, y se lo regalé a otra
amiga jovencita que tengo, que
aún va al colegio, y con la que
me gusta sentarme a conversar y
a contemplar su risa magnífica,
ancha, espontánea, vital. Recibí
inesperadamente algunos
regalos de Navidad: un trébol de
cuatro hojas que deberé cuidar,
dos paquetes de un té indio
aromático y original, un par de
botellas de buen vino tinto, una
libreta de notas con un mensaje
amoroso, un marcalibros con un
texto de Julio Ramón Ribeyro
que cito en cada inicio de taller
literario: “La vida, nuestra vida,
es la única, la más grande
aventura”. Cada vez que leo esta
frase, tropiezo nuevamente con
esta otra magnífica frase de
Augusto D’Halmar: “No me
pasó nada, sólo la vida”.
Sábado 5 de Septiembre de
2009
El reloj
Una amiga me regaló un reloj
cuando me cambié de oficina:
redondo, sencillo, de grandes
números negros sobre fondo
blanco, para colgar en la pared.
"No te regalo un reloj", dejó
escrito en la pizarra: "Te regalo
tiempo".
Pocos días después de
entregármelo, compré una pila
doble A para hacerlo funcionar,
pero no hubo caso: los punteros
no reaccionaban y la hora seguía
siendo la misma: las 4:23, vaya
uno a saber si de la mañana o la
tarde. Probé colocando la pila
una y otra vez de distintas
maneras, le di pequeños golpes
al vidrio que cubre la superficie,
y nada. Finalmente me aburrí y
lo dejé en una de las repisas de
los libreros para que, detenido
en las 4:23, diera la silenciosa
sensación de que la hora no
avanza, no apremia.
A veces pienso que mi amiga
escogió inconscientemente un
reloj mal fabricado para que el
aparato cumpliera una nueva
tarea, insospechada hasta ese
momento: dar siempre la misma
hora y no fallarles a los que
esperan que un reloj les dé
efectivamente el tiempo
suficiente para vivir antes de
morir.
Con el reloj detenido
observándome a corta distancia,
leo en voz alta un texto que
escribió una amiga -cada día
más entrañable- sobre el cáncer
que la ocupó años atrás, y cómo
sobrevivió a él y conquistó un
tiempo nuevo: "Desde un
principio intenté, si no hacerme
amiga de esta palabra, cáncer,
por lo menos no entrar en guerra
con ella. Este cáncer no
provenía de ningún brutal
ataque exterior. Era yo: se había
generado dentro del misterioso
mundo de mis células. No me
gustaba el vocabulario bélico
utilizado para referirse a él: no
quería luchar en contra de,
vencer, destruir. Por eso, decidí
tratarlo no como un enemigo,
sino como un error. Células
mías habían tomado un camino
equivocado: su afán de
inmortalidad amenazaba con
adelantar la mía. Se trataba de
enmendar aquel error, de
restablecer una armonía. A
costa, imposible negarlo, de
grandes sacrificios".
Sintió miedo: miedo a la
muerte, y al miedo que sentían
los demás que la rodeaban. Pero
no era para vivir llorando que
quiso sobrevivir. Tampoco
quería que la palabra cáncer la
definiera: "Yo no debo permitir
que el pánico en la mirada ajena
me reduzca a mi enfermedad".
Después de un tiempo logró
deshacerse de los tumores, y
aprendió que todo ocurre en el
presente, y que en el presente
ahora ella estaba más viva que
nunca.
Cómo no sabré yo que está viva,
si nos reunimos con frecuencia a
reír y a leer. Admiro su lucidez
y por supuesto su risa, con la
que viaja a todos los sitios. Es
una francesa de la provincia que
escogió a Chile para vivir
muchísimos años atrás, y se
quedó para siempre. Un día le
voy a pedir que leamos en voz
alta los ensayos de Montaigne,
su compatriota. Sobre el miedo,
por ejemplo: "Es una pasión
extraña y los médicos dicen que
no hay ninguna que nos
descarrile tanto el seso. Y es
verdad que he visto a gente
volverse loca de miedo: incluso
en los más serenos, es indudable
que durante el ataque el temor
engendra espantosos
espejismos. El miedo es de lo
que tengo más miedo. Porque
sobrepasa en aspereza a toda
otra prueba".
Le he escuchado decir a mi
amiga que durante y después de
la enfermedad aprendió que
había muy pocas cosas que de
verdad importaban. Ahora
quiero llamarla por teléfono y
preguntarle lo que no alcancé
anoche, cuando nos vimos y leí
por primera vez su texto sobre
el cáncer: "¿Cuáles son esas
cosas que de verdad importan,
Maggy?". Sospecho de algunas,
pero me resisto a nombrarlas
para no romper el hechizo. Sé
que ella intentará una respuesta
después de soltar una sonora
carcajada. Su sentido del humor,
a prueba de balas y facinerosos
que pueblan la Tierra, será su
mejor manera de empezar a
contestar.
Borges escribió que nunca había
dejado de estar en Francia, y
que nunca dejaría de estarlo
cuando en algún lugar de
Buenos Aires la muerte lo
llamara: "No diré la noche y la
luna, sino Verlaine. No diré
amistad, sino Montaigne". Yo
digo, mirando al reloj, que aún
marca las 4:23: Maggy Le Saux.
Sábado 12 de Septiembre de
2009
Pierre Jacomet
Francisco Mouat Conocerlo fue
una fiesta. Había leído a partes
uno de sus libros, Cien autoras y
autores de hoy; y sabía la
historia de su cuñado, Werner
Martínez, aquel piloto chileno
que desapareció en Costa Rica
en 1943. Pero nada podría
compararse con la fiesta de
conocerlo personalmente el
viernes 26 de junio de 2009, en
el café Bonafide de Reñaca,
donde nos citamos a las once de
la mañana.
Me duele su muerte porque me
privó de seguir conversando
cara a cara con uno de los seres
más magníficos que haya
conocido en mi vida. Porque el
libro que habíamos empezado a
escribir juntos deberá continuar
su camino sin su compañía.
Porque él no entendía la vida sin
amigos.
Pierre Jacomet tenía un blog que
le había hecho uno de sus hijos,
y en un correo me dijo que si
quería lo revisara, a ver si
encontraba algo de interés:
jacomet.olivoediciones.net
Hoy leo su blog con otros ojos.
Me detengo en uno de sus
párrafos, puro pensamiento
jacometiano: "Debemos rezar
por nuestra felicidad cotidiana
porque cada día tiene una
cualidad diferente, una
tonalidad distinta. Valorar cada
instante y dar algo, incluso a los
opulentos. La plata compra
casas, relojes, lechos, libros,
sangre, sexo, pero no puede
comprar hogar, tiempo,
conocimiento, vida o amor.
¿Acaso los ricos sufren más que
los pobres? Tal vez, porque no
tienen la disculpa de la
privación y su angustia parece
indecente".
Ese viernes de junio estuvimos
en el café casi toda la mañana, y
yo grabé la conversación. Pierre
tomó té porque no se sentía bien
del estómago. Pasamos revista a
episodios de su vida que son
literatura fantástica, como
cuando fue secuestrado a los
nueve meses de edad frente a
los patios del Congreso y él lo
recuerda con nitidez, o cuando
se fugó de un internado siendo
un niño de seis años: "Un día se
les quedó la puerta abierta y yo
me escapé. Se estaba poniendo
el sol, me fui a ver dónde se
ponía el sol. Me fui al campo,
llegó la noche y yo seguía
caminando. Llegué a una casa
de campesinos, me acuerdo,
había un chonchón. El hecho es
que me recuperaron y me
devolvieron al internado".
Después del café nos fuimos a
su casa, a almorzar bistec con
arroz y tomate junto a María
José y Alain, sus hijos menores.
Antes de sentarnos en la mesa
intercambiamos libros. Yo, por
supuesto, salí ganando y me
traje a Santiago un botín de oro:
Un viaje por mi biblioteca, su
reciente traducción del Libro
Uno de los Ensayos de
Montaigne, y los Sonetos
lujuriosos de Aretino, poesía
divertidamente pornográfica del
Renacimiento italiano, traducida
y comentada por Pierre. "Léete
el soneto número diez, es
fantástico", me apuraba, muerto
de la risa.
Cuando se lo leí en voz alta,
nuestras carcajadas nos hicieron
más amigos: "-La quiero en el
culo. -Me perdonarás, /¡oh!
doncella, yo no haré ese
pecado,/ porque esa es ración de
algún prelado,/ que ha perdido
el gusto por siempre jamás".
Viejo sabio, Pierre leyó como
nadie a Montaigne. Sabía, con
él, que filosofar es aprender a
morir. Y para no ser menos que
su pensamiento, enfrentó con
valentía una extraña enfermedad
que lo escogió a él entre muy
pocos hombres, apenas catorce
mil en todo el mundo, un cáncer
hereditario, el VHL, síndrome
de von Hippel-Lindau, que los
hace secretar unas dosis
bestiales de adrenalina y cuya
detección precoz es crucial.
Pierre convivió con la
enfermedad, la estudió, logró
neutralizarla todo lo que pudo, y
al final una neumonía lo mató.
"Fuimos arrojados a la vida para
quedarnos, y estamos de paso",
escribió Pierre en la
contraportada de su libro de
Montaigne. No dejaba de pensar
con lucidez, y tenía la gracia de
decirlo sin ninguna pedantería.
Aquella mañana de junio en que
nos conocimos, me regaló una
frase con la que sueño abrazarlo
en algún espacio inventado para
reencontrarnos: "La meta no me
interesa. Me interesa el paisaje.
Cada paso que damos es la
meta".
Releo el último correo que me
escribió, la mañana del viernes
17 de julio, mientras en su casa
todos dormían. Tenía fiebre,
mucha tos, dolor de cabeza, un
gran malestar general, pensaba
que lo había atacado la gripe
porcina. Nos íbamos a juntar a
las once en Reñaca, pero
alcancé a ver su mensaje y él
además tuvo la deferencia de
llamar por teléfono temprano
para que no viajara, se sentía
muy mal: "Seguiremos riendo,
Pancho. Más vale pasarla bien,
porque de esta vida nadie sale
vivo".
Sábado 19 de Septiembre de
2009
Cerrado por duelo
Debe ser que ahora empieza el
duelo de verdad. Cuando su
nombre desaparece de los
diarios, cuando empieza a
olvidarse poco a poco lo que se
dijo ese domingo en aquella
iglesia en Reñaca donde lo
despedimos con música de
piano, como él quería; cuando la
muerte pública -con flores,
fotografías y discursos- cede su
lugar a esta otra muerte,
privada, implacable, silenciosa,
soterrada: la de la cama vacía,
su computador apagado, el
sillón de lectura desocupado, los
gatos buscándolo.
No quiero apresurar el duelo y
pasar a otra cosa. Me resisto a
abandonarte a tu suerte, aunque
sospecho que de encontrarnos
ahora mismo en un café, de
regreso de tu propio funeral,
serías el primero en desenfundar
un chiste de humor negro sobre
esta muerte que vino a buscarte.
Pero esto que escribo es un
sueño. Porque Pierre Jacomet no
volverá nunca más a sentarse a
la mesa como estábamos
acostumbrados a que lo hiciera,
y cada vez que lo convoquemos,
cada vez que su rostro vuelva a
aparecerse entre nosotros, será
porque alguno lo piensa, lo
nombra, lo lee, lo narra.
Anoche vi por tercera o cuarta
vez una película sensacional,
que tú, Pierre, seguro ya viste:
84 Charing Cross Road, casi tan
buena como el libro del mismo
nombre. Trabaja Anthony
Hopkins y Anne Bancroft, y
está hecha a partir de uno de los
libros más entrañables que haya
leído. 84 Charing Cross Road es
la dirección en Londres de una
pequeña librería de viejos a la
que en 1949 le escribió la
norteamericana Helene Hanff,
interesada en libros antiguos
que no podía encontrar en
Nueva York. Se inició de
inmediato una relación epistolar
entre la escritora y el librero
Frank Doel, que amaba su oficio
y sabía de libros como pocos.
Ambos se escribieron durante
veinte años, y esas cartas son el
libro. Tendríamos que haber
visto juntos esta película, Pierre,
carta a carta. Los publicistas
dicen que es la película más
bella sobre libros que jamás se
ha filmado. No sé si es así, pero
es muy bella y es sobre libros,
sobre amor a los libros.
Me duele tu muerte, Pierre
Jacomet. No puedo evitarlo.
Quisiera colocarme un letrero
que diga Cerrado por duelo y no
hacer nada, y que los demás
respeten mi ausencia y mi
silencio. Y volver a ver 84
Charing Cross Road, y detener
la película en ese momento
mágico en que Frank Doel lee
un poema que tú hubieras
podido decirme de quién es: "Si
tuviera las telas bordadas del
cielo/ entretejidas con luz de oro
y plata./ Las azules, tenues y
oscuras telas/ de la noche, del
día y de la penumbra./
Extendería las telas a tus pies./
Pero, siendo pobre, sólo tengo
mis sueños./ He extendido mis
sueños a tus pies./ Pisa con
suavidad, porque pisas/ sobre
mis sueños".
Es bello, ¿verdad? Tan bello
como ese sermón de John
Donne, el sermón XV, que
Helene Hanff lee en voz alta a la
hora diecisiete minutos de
película, y que parece escrito
para ti, Pierre, que amaste a los
libros y fuiste gran lector y gran
traductor: "Toda la humanidad
es un volumen. Cuando un
hombre muere, no se rompe un
capítulo del libro, sino que se
traduce en una lengua mejor. Y
cada capítulo debe ser
traducido. Dios emplea muchos
traductores. Algunas piezas se
traducen por edad, otras por
enfermedad, otras por la guerra,
otras por la justicia. Pero las
manos de Dios encuadernarán
todas nuestras hojas dispersas
para esa biblioteca donde todos
los libros deben permanecer
abiertos entre sí".
Cerrado por duelo. Sin prisa, me
siento a esperar que vengas,
traducido. Escucho tu disco de
las variaciones de Goldberg, de
Bach: la grabación es magnífica.
Le escribo a Andrea Maturana,
que vive en Limache con su
marido, dos hijas y un piano.
Andrea te lloró ese domingo en
Reñaca, te conocía desde
pequeña. Me escribe de vuelta.
Me dice que tu ausencia le irá
pesando con el tiempo: "Cuando
no aparezca más en mi bandeja
de entrada, ni pase por mi casa a
ver a mi viejo, ni hablemos un
día porque sí. Ya me pasa que
tengo cosas que contarle y es
tan fuerte que quiero escribirle
igual, aunque nadie lo vaya a
leer, y luego pienso que es una
estupidez, y luego que en el
fondo todavía no puedo creer
que nadie lo vaya a leer.
¿Quién está al otro lado de su
casilla de correos? ¿Dónde se
fue todo lo que él sabía?".
¿A dónde, Pierre? ¿Dónde
estás?
Sábado 26 de Septiembre de
2009
Braga y Wenders, ángeles
Si un día me preguntan a qué
artistas admiro, intentaré no
olvidar esta respuesta: a Rubem
Braga por haber escrito crónicas
inmejorables, y a Wim Wenders
por conmoverme hasta los
huesos con algunas de sus
películas.
Rubem Braga escribió durante
muchos años de su vida con
vista al mar. Su crónica Hombre
de mar, que figura en una
antología de las cien mejores
crónicas brasileras, es el sencillo
relato que hace un hombre que
mira el mar desde la terraza de
su departamento y de pronto
advierte, entre los árboles y los
techos, que allá al fondo, "en el
bello azul de las aguas, entre
pequeñas espumas que avanzan
algunos segundos y mueren",
otro hombre nada, solitario, a
cierta distancia de la playa. Los
movimientos del nadador
capturan su atención porque son
armónicos, pacíficos, y van en
la misma dirección del viento.
Es Rubem Braga quien mira
desde la terraza, y nos dice que
no sabe demasiado bien por qué
en ese momento admira al
hombre que nada: "Encuentro
en su gesto una nobleza serena,
me siento solidario con él,
acompaño su esfuerzo solitario
como si él estuviese cumpliendo
una bella misión". No sabe nada
más de él, no puede distinguir ni
cuántos años tiene, ni el color de
su piel, ni los rasgos de su cara.
Cuando lo pierde de vista, se
queda pensando que ya no es
responsable de lo que continúe
haciendo el nadador, aun
cuando desea que conserve el
mismo braceo, el mismo ritmo
fuerte, lento y sostenido de su
braceo. Cuando lo pierde de
vista, el cronista estima que
ambos cumplieron su deber, y
por eso no se plantea ir a
alcanzarlo en la playa cuando
salga del mar para estrecharle la
mano. Braga prefiere escribir, y
en la narración continúa
preguntándose en qué consiste
la grandeza de la tarea de este
nadador, si el hombre no hacía
ningún gesto a favor de alguien,
ni construía algo útil para la
humanidad. Y reflexiona que
simplemente hacía algo bello,
una cosa bella de un modo puro
y viril, y por eso, desde la
terraza, le da su silencioso
apoyo y siente afecto por "ese
desconocido, ese noble animal,
ese correcto hermano".
Leo esta crónica de Braga y
pienso en Cielo sobre Berlín,
aquella película de Wenders que
aquí se conoció como Las alas
del deseo, en donde dos ángeles
planean sobre la ciudad con el
íntimo deseo de poder atarse a
la tierra para acompañar a sus
habitantes en sus aventuras y
desventuras. Pero como ellos
son ángeles y no hombres, no
pueden cambiar las vidas de los
mortales, apenas darles aliento,
ganas de vivir. Estos ángeles no
son vistos sino sólo por sus
pares, y tienen la facultad
extraordinaria de escuchar los
pensamientos de los ciudadanos,
hombres y mujeres comunes y
silvestres que sufren problemas
económicos, conocen el
desamor, están enfermos,
avanzan por las calles con su
soledad o se sientan a leer en
bibliotecas públicas; hombres y
mujeres comunes y silvestres
como uno, como los
protagonistas de las crónicas de
Braga.
Braga y Wenders me muestran
una manera de contar que
espero jamás caiga en desuso:
son como ángeles de carne y
hueso, ayudan a vivir mejor,
abrigan cuando hace demasiado
frío.
Esta mañana vine a mi taller con
la idea fija de leer a Rubem
Braga. Agradezco tener a mano
sus libros y saber el mínimo
portugués necesario para
traducirlo. Su hijo, que maneja
los derechos de su obra, no
permite hasta ahora que sus
crónicas puedan ser traducidas y
leídas en español. Algún día,
espero, las mejores crónicas de
Braga podrán leerse impresas en
mi lengua, y yo quisiera estar
vivo para disfrutarlas íntegras
una a una, tal como espero
algún día volver a ver Alicia en
las ciudades, película de
Wenders que nunca he vuelto a
encontrar en ningún sitio.
Entonces entenderé mejor qué
me emocionó tanto cuando la vi,
por qué salgo a buscarla como
una presa que no quisiera se me
escapara para siempre de las
manos. Me acompaña la ilusión
de que el arte que más me gusta
no me abandone para siempre
cuando yo me acabe. Como un
ángel que sobrevuela mi último
suelo.
Sábado 14 de Noviembre de
2009
Amor al arte
Las cosas claras, demasiado
claras, no sé si ayuden a
entender mejor. O a entender lo
necesario que hay que entender
para vivir mejor. No todo lo que
hacemos y pensamos, además,
debería tener un fin, o un gran
propósito. No hay mayor
aventura en este mundo,
escribió una vez Julio Ramón
Ribeyro, que la vida, nuestra
propia vida. Que es, además,
nuestro único patrimonio,
mientras somos y estamos en el
tiempo y el espacio.Demasiada
lógica en lo que hacemos y
pensamos, un exceso de
realidad, te vuelve loco de
remate, sospecho. Las preguntas
esenciales las abordamos
cuando podemos, y no es malo
también servirnos del misterio,
el sueño, el arte y la fantasía
para acompañarnos y darnos
aliento.
Si estamos vivos, si de verdad
estamos vivos y atentos, aunque
ojalá nunca demasiado atentos,
será inútil evitar que se cuele
entre nosotros alguna dosis de
dolor y de horror. Importará
mucho que esas dosis sean las
justas, que no nos desborden
totalmente, o que cuando lo
hagan podamos después
rehacernos. Afortunadamente
también disponemos del amor y
el humor, para compensar. Vivir
mejor, dije al comienzo, como si
eso fuera lo que quisiéramos la
mayoría de nosotros, arrojados a
este mundo sin que nos
preguntaran nada, perplejos, sin
pito que tocar antes del primer
latido.
Experimentar -aunque sea
fugazmente- la felicidad; saber
que ella puede tener que ver con
nosotros, imagino es un avance.
La felicidad, como tal,
difícilmente pueda enseñarse.
Aunque hay maneras. Borges no
enseñaba literatura. Enseñaba a
amar los libros, que, para él,
fueron una forma de felicidad.
A veces tenemos la fortuna y el
privilegio de rozar la felicidad,
saborearla, distinguirla entre las
multitudes. La encontramos con
mayor frecuencia en la belleza
de la luz del sol de una mañana
de primavera, en la charla sin
rumbo con un amigo, en la
agenda ociosa de un día sin
horario. Pero a veces también en
una tarde de lluvia, en la
contemplación del mar, en
comer y beber, en los ojos de
una persona a la que queremos
entrañablemente. No hay
recetas. Alguno encontrará
felicidad en el trabajo
extenuante, allí donde otro tal
vez acumule angustias. El alma
humana es veleidosa y está
expuesta a demasiados
vaivenes. No somos sujetos
estáticos, en buena hora.
Algunos elogiamos la lentitud y
preferimos viajar arriba de un
barco antes que en un avión. En
tren antes que en jet. Viajar, sí.
Ponernos en movimiento,
porque intuimos que
estancarnos es una maldición
indeseable. Pero también
detenernos en el momento justo,
y quedarnos quietos. A
propósito de enseñar la
felicidad. En una carta a
Felisberto Hernández, Julio
Cortázar le agradece su persona
y su literatura, y le regala una
frase que Antón Webern le
decía a un discípulo: "Cuando
tenga que dar una conferencia,
no diga nada teórico sino más
bien que ama la música". ¿Se
imaginan el mundo con
educadores que imitaran el
gesto de Webern, que leyeran
poesía en voz alta por amor a la
literatura, que hicieran escuchar
melodías por amor a la música,
que enseñaran por amor al
arte?"La aventura no se halla en
la meta sino en el camino, en el
merodeo, incluso en el extravío,
como bien sabe quien practica la
emboscadura, la caza sutil o los
acercamientos". Leo esta frase
de Enrique Ocaña en un breve
ensayo que cierra la novela
Venganza tardía, de Ernst
Junger. Ocaña tradujo el libro
desde el alemán y se permitió
reflexionar en las páginas
finales: la escuela a la que debió
asistir Junger hace un siglo, las
escuelas que solemos frecuentar
nosotros en estos días, están
demasiado acostumbradas a
uniformar, estandarizar,
promediar. Tienen miedo: no
quieren darle importancia al
camino, sino concentrarse
exclusivamente en la meta.
Desconfían del merodeo,
sancionan cualquier clase de
emboscada que no esté en los
planes, y por supuesto califican
con nota mínima el extravío.
Ocaña sintetiza la lúcida mirada
de Junger, "rebelde frente al
tedio de una escuela regida por
el principio de realidad, donde
la moralidad se opone a la
aventura, la erudición al
ensueño, la ética protestante del
trabajo al derroche y al exceso,
el manual y el reglamento a la
libertad de invención y de
espíritu".Amor al arte: no
parece una mala fórmula para
vivir.
Sábado 21 de Noviembre de
2009
Me acuerdo
Me acuerdo de mi mamá
besándome en la boca en la
puerta de casa cuando volví un
verano de El Tabo. Me acuerdo
de que en esos días tenía catorce
años recién cumplidos y me
había puesto a pololear por
primera vez. Me acuerdo de que
mi primera polola se murió de
aburrimiento conmigo. Me
acuerdo de mi hermana chica
dándome a tomar un vaso de
agua con detergente. Me
acuerdo de que era tan caído del
catre que me lo tomé todo y
terminé en el hospital. Me
acuerdo de un elasticazo que me
pegué en el ojo, que me tuvo
varios días con parche y una
marca hasta hoy. Me acuerdo de
cuando me perdí en los bosques
de las termas de Palguín y grité
mamá con desesperación. Me
acuerdo del alivio que sentí
cuando perdido volví a escuchar
voces, y eran las de mis
hermanos mayores. Me acuerdo
de que nunca les dije nada de
ese episodio a mis padres. Me
acuerdo de cuando salimos
arrancando del camping
Narquimalal la noche en que el
volcán Villarrica hizo erupción,
dos días antes de un Año
Nuevo. Me acuerdo de ver esa
noche al dueño del camping
corriendo por la carretera,
diciéndonos que unos
muchachos habían tomado una
ruta equivocada hacia el cerro y
estaban perdidos. Me acuerdo
de muchos años después, haber
conocido a la mamá de uno de
esos muchachos que se
perdieron para siempre en el
Narquimalal. Me acuerdo de
cuando fuimos a ver pasar a
Fidel Castro por avenida Ossa,
iba arriba de un Fiat 125. Me
acuerdo del almacén del pelado
Metuaze, en la esquina de
Echeñique con avenida Ossa,
atendido casi siempre por su
propio dueño. Me acuerdo del
bazar a donde íbamos a comprar
pelotas de plástico. Me acuerdo
de la señora del quiosco, que
nos vendía láminas de álbumes,
chicles y revistas. Me acuerdo
de los ciegos que se paraban en
la esquina de avenida Ossa y
había que ayudarlos a cruzar la
calle. Me acuerdo de los
Volosky, que vivían al frente y
apoyaban a Allende. Me
acuerdo de que en mi casa
votaron por Tomic. Me acuerdo
del llanto de mi abuela cuando
me mostró el diario una mañana
y me dijo que había ganado
Allende y no Alessandri, su
candidato. Me acuerdo de que
era miope a los diez años y no
me gustaba usar lentes, me daba
vergüenza. Me acuerdo de
cuando fumaba a escondidas en
el patio trasero de mi casa, cerca
de la casa de muñecas de mi
hermana. Me acuerdo de haber
roto una pelota de cuero para
fabricar una honda que nunca
funcionó. Me acuerdo de que
una vez en quinto básico metí
un gol de penal decisivo, y mis
compañeros me llevaron en
andas. Me acuerdo del primo
farsante de mi primera polola,
que decía que se acostaba con
varias mujeres al mismo tiempo,
y que ellas lo aplaudían. Me
acuerdo de que entonces yo
sentía envidia de él. Me acuerdo
cuando un tordo mató a un
canario en una de las jaulas de
pájaros que había en la casa. Me
acuerdo de la cara de
desesperación de mi hermano
cuando vio muerto, degollado, a
uno de sus canarios. Me acuerdo
de que los gatos del vecindario
mataban canarios con
frecuencia. Me acuerdo de
cuánto odiaba mi mamá a los
gatos. Me acuerdo de la primera
vez que vi a un muerto: era de
noche, yo tenía unos diez años,
veníamos en camioneta saliendo
de Rancagua, el hombre era un
ciclista y estaba tirado en la
calle junto a su bicicleta. Me
acuerdo de que le tenía miedo a
los perros grandes: una vez
fuimos a acampar a
Huentelauquén y no pude
aguantarme y me hice pichí en
la noche por terror a abrir la
carpa y encontrarme cara a cara
con el pastor alemán que
cuidaba la parcela. Me acuerdo
de que le decía a la María, que
trabajaba en mi casa, que
cuando grande yo la iba a llevar
en moto, rajados, a donde ella
quisiera. Me acuerdo de su
hermano, Goyo, que la venía a
visitar a Santiago con frecuencia
y nos traía papas y cebollas del
campo. Me acuerdo de que la
María hacía dormir en las
noches a mi hermana menor, y
se dormía con ella.
No me acuerdo de cuando dejó
la casa de mis padres para
volverse a Paine. No me
acuerdo demasiado de la última
vez que la vi, en su casa de
adobe: ella estaba vieja, yo tenía
más de veinte y no andaba en
moto.
Me acuerdo del día infausto en
que comenté en voz alta, delante
de mis padres, que la iba a
visitar, y me dijeron que estaba
muerta. Me acuerdo de que esa
noche sentí culpa, pena, rabia,
impotencia, porque nunca pude
despedirme de ti, María Rosa
Martínez Flores, muerta el 24 de
noviembre de 1986. Me acuerdo
de que yo era un niño y te
quería, y pensaba que muchos
años después de andar juntos en
moto, un día tú te irías volando
al cielo.
Sábado 28 de Noviembre de
2009
Palabras para Amalia
Cómo decirte, Amalia, una
palabra de aliento cuando la
necesites; cómo tenderte un
vaso de agua cuando tengas sed,
y abrazarte cuando te sientas
sola. Cómo ayudarte a ir
nombrando el mundo palabra a
palabra. Cómo hago, querida
mía, yo, que apenas vengo
conociéndote, para ser parte de
tu vida ahora que tu madre me
elige tu padrino.
Es bueno que lo sepas de
inmediato, de mi boca, cuando
aún no cumples ni un año de
vida: difícilmente podré
mostrarte el camino de la fe, al
menos como la entienden las
iglesias, sino más bien uno lleno
de dudas, grietas y preguntas
que, sin embargo, fortalecen la
aventura de estar vivos. A tu
mamá no le importa que no te
llene de cruces ni santitos. Se lo
agradezco. Ella me ha
encomendado una tarea enorme
y difícil, pero tal vez la más
noble a la que me hayan
convocado después de ser
padre: acompañar tu vida, poner
una mano sobre tu cabeza y
quererte, quererte mucho,
quererte tanto que sea una fiesta
contestarte cuando me llames,
sacarte a pasear a una plaza en
días de sol, curarte las heridas,
llevarte al viento en bicicleta y
leerte un día un cuento que te
haga dormir en mis brazos.
Te confieso que he sido un
padrino ausente, de un ahijado
bueno como el pan que merece
mucho más y al que conozco
poco, mucho menos de lo que
quisiera y debiera, tal vez por no
entender desde el comienzo qué
significaba serlo. No quiero que
esto me vuelva a pasar. Pero no
puedo estar seguro. Me gustaría
siempre poder contenerte,
especialmente en aquellos días
en que nada brille a tu
alrededor.
Prométeme, Amalia, que sabrás
hacerme reír, de la misma
manera como ahora yo lo hago
contigo, maravillosa criatura
recién nacida. Te esperan días y
noches impredecibles, ojalá
colores vivos en tu mirada y
buena gente en el camino. Hay
unos versos de Rilke que me
gustaría heredarte en el tiempo:
"¿Quién te dice que todo
desaparece?/ Del pájaro que
hieres,/ ¿quién sabe si no queda
el vuelo?/ Y tal vez las flores de
las caricias/ nos sobrevivan y
también a su tierra".
No haré ningún esfuerzo
especial por imponerte gustos y
aficiones, pero difícilmente
podrás impedir que en tu
dormitorio haya una estantería
con libros, y algún muro con
fotografías desplegadas en
blanco y negro. Un día las
apreciarás, un día aprenderás a
leer, un día querrás, estoy
seguro, que te lleve de viaje al
mar o a la montaña, a ver las
aguas correntosas de un río, y
sentarnos sobre piedras y
escuchar el incomparable sonido
de la naturaleza salvaje.
No necesitamos dinero, Amalia,
para emprender el viaje, del
mismo modo como recordarnos
será una manera de estar el uno
en el otro. Quiero que en
nuestras vidas los sentidos
hagan su trabajo: que así como
un día recuperé el aroma de las
salas de cine de mi infancia, a
donde iba acompañado de mi
madrina, tú también puedas
olfatear mi piel en la distancia.
Quiero que a tu piel no le falte
emoción. No te ofrezco bienes,
porque no los tengo. Prefiero
obsequiarte palabras,
fotografías, gestos y escenas que
atesores en esa memoria
privilegiada que hoy recién
comienza a ocuparse.
Ojalá no pierdas la capacidad de
asombrarte, Amalia; ojalá
descubras por ti misma nuevos
placeres mundanos, ejercites la
curiosidad y cultives la amistad.
Mientras tenga energía y salud,
formarás parte de mi paisaje
vital, y habrá un día en que
veremos juntos algún amanecer.
¿Me dejarás despertarte esa
madrugada con los primeros
cantos de los pájaros, para entre
sueños saludar el milagro de un
nuevo día de vida?
En un pasaje de su Diario
íntimo, Gabriela Mistral
recuerda a su madre, "con su
mínimo cuerpo, reidora y feliz",
allegándole una jarra de agua
cuando ella volvía de trotar en
los cerros del valle de Elqui: "Es
el gesto más límpido que guardo
y que viene a mí sin ser
llamado". Un día, Amalia,
espero, encontrarás en el
recuerdo, sin buscarlo, sin que
lo llames, gratuito, un episodio
de cariño y amor que nos reúna.
Quiero que sepas que en ese
momento, donde sea que me
encuentre, compartiré contigo la
felicidad de este gran regalo que
me ha hecho tu madre: ser tu
padrino, hoy, mañana, hasta el
último de los días.
Sábado 5 de Diciembre de 2009
Hace mucho que te quiero
Voy al cine, de la mano de la
Solcita, sin saber nada de la
película que veremos. Me dejo
llevar por su intuición y la
sospecha de que acertará un
pleno. Apenas me ha dicho que
es francesa y nada más. Me
gusta el título: Hace mucho que
te quiero. ¿Será el título
original, o una de esas
traducciones bastardas
concebidas para capturar el voto
de las mayorías?
Fuera de las buenas películas,
están las películas que te gustan
especialmente, un peldaño más
arriba las que te marcan y no
olvidarás, y por supuesto allá
abajo aquellas que olvidas a la
vuelta de la esquina, para no
contar las que nunca te interesó
ver aunque hayas llegado hasta
el final. Me acuerdo de cuando
vi por primera vez La vida de
los otros, esa película alemana
que reflexiona sobre la creación
artística en las dictaduras, y
sabe mirarle el alma a un país
vigilado en donde sus habitantes
caen derrotados una y otra vez,
y sólo unos cuantos pueden
pararse nuevamente. La vida de
los otros fue para mí una
película importante, inolvidable,
que he visto cuatro o cinco
veces.
Después de ver el otro día Hace
mucho que te quiero, pienso
parecido: no me importa
demasiado saber por qué me
emociona tanto, sólo alcanzo a
darme cuenta de que salí de la
sala dichoso de estar vivo y
poder disfrutarla, aunque me
hablara de asperezas o
justamente por eso, por el modo
que tiene de proponer un
espacio para la redención allí
donde habita el dolor más
profundo, allí donde hay
prisión, allí donde se instala el
juicio y el prejuicio, la condena,
la muerte en vida. Algunos
lograrán salvarse, aunque sea
temporalmente; otros
sucumbirán en el camino.
Cuando salí de la sala, llevaba
escrito en una servilleta el
nombre del director de la cinta:
el francés Philippe Claudel.
Apoyé mi mano en el hombro
de mi acompañante, tal como
hace la protagonista en un
momento de la película, y le di
gracias por regalarme una tarde
de domingo tan sencilla y
complejamente bella. No sé por
qué, pero se me viene a la
cabeza una conversación que vi
anoche en la televisión entre el
librero Juan Carlos Fau y el
escritor Germán Marín. Fau le
pregunta cómo documenta sus
libros, y Marín le responde con
precisión: leo a veces el diario
La Cuarta, aprecio la fuerza de
su lenguaje, popular; me
documento también de
confidencias, de imaginación,
por supuesto, y de películas
antiguas. ¿Cuáles son los
materiales con que Claudel
documenta Hace mucho que te
quiero? ¿De qué se nutren
nuestras historias, si no es de lo
que nos sucede aquí, ahora, ayer
y mañana? No creo que Claudel
haya ido demasiado lejos a
buscar los fundamentos de su
película. Como Marín, pudo
encontrarlos agazapados en la
lectura de un diario o en una
película remota, o en una
conversación íntima de café, o
en su infinita capacidad para
imaginar y también recordar,
que es otra forma de
imaginación.
Me serena saber que no sé nada
de nada, que sólo alcanzo a
sospechar algunas pocas cosas
sobre lo que supongo más me
importa. Esas sospechas, entre
las que se cuentan libros y
películas, cierta música y cierto
arte visual, los amores
incondicionales, los amigos y el
humor junto a la certeza de la
muerte, me mantienen vivo y
alerta. Alguna vez, más joven,
fui severo e implacable con
tantos que me rodeaban, de
cerca y de lejos. No sabía
demasiado qué quería hacer con
mi vida, y sin embargo emitía
juicios lapidarios sobre
cualquier cosa. Qué miedo tanta
convicción, tantas falsas
certidumbres. Es curioso: he
visto desfilar el paso de los años
a mi lado, y junto a ellos se ha
ido extinguiendo mi ánimo de
juzgar. Si me mirara ahora al
espejo, vería que en lo esencial
soy tal vez hasta más radical
que antes, pero al mismo tiempo
aprecio la indulgencia de
saberme frágil y abollado,
herido pero feliz de escribir, por
ejemplo, estas líneas. Me gusta
la manera en que Philippe
Claudel trata a sus personajes:
con cariño y piedad,
independiente de cómo
resolverán ellos sus asuntos y de
que necesariamente van a sufrir.
Cuando has visto morir a gente
a la que querías mucho, las
fuerzas que aún conservas
quisieras ocuparlas en vivir en
comunión con aquellos
cómplices que sospechas,
imaginas, son la sal y esencia de
tu propia historia. ¿Tiene un
nombre esta conexión, esta
correspondencia? No lo sé. No
sé nada. Sólo sé que iré
nuevamente a ver la película de
Claudel.
Sábado 12 de Diciembre de
2009
Lolita
Un conocido se había enterado
de que yo buscaba un cachorro
pastor alemán y gentilmente me
ofreció uno de regalo. No tenía
nombre, apenas dos o tres meses
de vida. Fui a buscarlo y cuando
lo vi, me enamoré de ella a
primera vista. Era una hembra
hermosa, inquieta, juguetona,
distinguida. Esto sucedió quince
años atrás, más o menos: yo
vivía solo en una casa en La
Reina, en el cerro, con bastante
sitio para que ella fuera feliz,
jugáramos a la pelota,
comiéramos del mismo plato y
me acompañara en las noches.
Nunca antes había tenido un
perro. No está bien dicho: tener
un perro. Deberíamos decir:
cuidar un perro. Porque Lolita,
como la bautizó mi hija
Antonia, no era mía; Lolita, si
era de alguien, era de la
maravillosa naturaleza animal, y
esto lo iba a aprender
rápidamente.
Al cabo de unos pocos días,
Lolita se convirtió en la vedette
de casa. Amigos y familiares
iban a visitarla, le llevaban
regalos, se sacaban fotos con
ella, mientras la perra, que era
una niña, les hacía gracias y de
paso lo rompía todo: la escoba,
una camisa recién lavada,
alguna pelota, nuevas plantas.
Alguien, a quien nunca debí
hacerle caso, me dijo que tenía
que ejercer autoridad sobre ella.
Algo así como enseñarle
modales. Fui un profesor bruto
y culposo, que cuando golpeó
alguna vez su hocico con el
diario, después quería morirse y
acababa pidiéndole disculpas a
una cachorra hermosa que no
entendía por qué, si yo la quería,
tenía que llegar al extremo de
golpearla.
Desistí al corto tiempo de
cualquier otro propósito que no
fuera convivir. Lolita no era
nada rabiosa: les ladraba a los
desconocidos, pero lo hacía
como un juego y una descarga.
Una vez se enfermó
gravemente, con fiebre alta, y
debí quedarme junto a ella
cuidándola como se hace con
una guagua, asegurándome de
que tomara los remedios.
Dos veces nos entraron a robar
en esos meses. La primera vez
se llevaron lo poco que había:
un computador portátil recién
comprado en veinticuatro
cuotas, un reproductor de
videos, y una serie de películas
en VHS de La pantera rosa y
Disneylandia, junto a unas
cintas donde estaba grabada mi
hija Antonia. Los libros,
afortunadamente, quedaron
intactos, pero esas imágenes de
mi hija seguramente acabaron
en un basurero extraño. La
segunda vez que entraron a
robar, ya no había nada que les
interesara. Yo había viajado
fuera de Santiago, era domingo,
sólo Lolita estaba en casa.
Lolita, que entonces ya tenía
cerca de un año, era corpulenta,
intimidaba a los que no la
conocían, pero era incapaz de
hacer algo más que asustarlos y
ladrarles. Fue lo que hizo:
cuando dos sujetos extraños
forzaron la puerta y entraron,
corrió a ladrarle
desesperadamente a una señora
del sitio vecino que me ayudaba
en la casa con el aseo y la
comida, y ella vino a ver qué
pasaba y se encontró con el
pastel: dos tipos armados,
amenazándola con que
controlara al perro porque si no,
le disparaban. Lolita jamás los
atacó. Los patosmalos se fueron
con las manos vacías, pero sin
dejar de apuntarla. Cuando volví
esa noche y escuché el relato de
la señora, todavía verde y
temblorosa de miedo, decidí
dejar esa casa e irme a un
departamento. Lo que no medí
fue el impacto de no seguir
viviendo juntos. Conseguí una
familia que tenía varios perros
en su casa, y que pronto se iría a
vivir a una parcela en Pirque
donde ella sería la reina. Así se
hizo. La fueron a buscar y yo no
quise estar. Lolita desapareció
de mi vida.
Más o menos un año después de
haberla dejado partir, fui a
visitarla sin avisarle a nadie.
Aún no se mudaba a Pirque.
Vivía en una casa cerca de la
rotonda Quilín. Me bajé y toqué
el timbre. Una andanada de
perros salió a recibirme a punta
de ladridos. La que llevaba la
voz cantante era Lolita, que
saltaba sobre la reja y me
mostraba los dientes. La llamé
por su nombre. Inmediatamente
se calló, me olfateó y empezó a
mover la cola. Le hablé, le hice
cariño, y después ella se alejó
por un momento. Abrieron la
puerta. No les gustó a los
dueños de casa que llegara a
verla. "Lolita no debe
confundirse de amo", explicaron
después. Lolita volvió
rápidamente a donde yo estaba
con una piedra grande en el
hocico y la dejó ahí, en el suelo,
junto a mis pies. Era nuestro
juego favorito, el más sencillo:
con una pelota de tenis o una
piedra, yo se la lanzaba y ella
corría y la traía de vuelta. No
estuve más de dos o tres
minutos en esa casa. Claramente
no era bienvenido. Nunca más
la vi.
Le pedí la semana pasada a la
Solcita si podía averiguar sobre
la Lolita en Pirque. En todos
estos años de algo me había
enterado: que la atropellaron
una vez siendo aún joven, lo que
la dejó ligeramente coja; que
parió muchas veces unos
cachorros preciosos; que
siempre fue la preferida de sus
nuevos dueños. "Averigüé de la
Lolita, Pancho", me dijo la
Solcita el otro día. La miré: "No
me digas nada, ya lo sé". "Sí, ya
lo sabes". Me quedé callado un
rato. Pensé que un día me
gustaría llevarle flores.
Sábado 19 de Diciembre de
2009
El limonero
Bajo la generosa sombra del
limonero que corona el patio de
su casa, en un barrio arbolado y
tranquilo donde gatos, perros y
pájaros conviven sin mayores
dificultades con los vecinos, los
buenos amigos de Mabel y
Álvaro nos damos cita año a año
para conmemorar un nuevo
aniversario de matrimonio de
esta pareja a la que tanto
queremos, y de la cual estamos
agradecidos, entre otras cosas,
por la amistad gratuita y por
invitarnos a esta fiesta anual de
bajo perfil que dura no menos
de doce horas, habitualmente de
doce del día a doce de la noche,
en donde se bebe, se come y se
conversa sin agenda previa y en
forma casi ininterrumpida. La
selección musical de la jornada
queda espontáneamente a cargo
de uno de los invitados, el
escritor Alejandro Zambra, sin
que haya que lamentar, hasta
ahora, estridencias
desagradables.
Alguna vez le comenté a los
dueños de casa, a Mabel y
Álvaro, cuando ellos no sabían
aún qué preparar el día de su
matrimonio, que conocía a un
mozo llamado Iván que hacía
maravillas con bajo presupuesto
y además no cobraba nada caro
por el trabajo. Iván se hacía
cargo de todo, y nosotros, los
participantes de la fiesta,
incluyendo a los anfitriones, nos
dedicábamos a lo que
correspondía y mejor sabíamos
hacer: disfrutar y celebrar. Mis
amigos confiaron en Iván, y
desde entonces él es el
responsable de preparar y servir
la bebida y la comida. Cuando
ya es media tarde, Iván se retira
entre aplausos, que este año
fueron ovación, dejándonos
alimentados y provistos ahora
de un bar abierto en donde
autoservirnos lo que se nos
plazca: whisky escocés del
pajarito, vodka, ron, pisco,
cerveza, vino, gaseosas, todo
debidamente bien refrigerado.
Hasta aquí, una celebración
soñada y en algún sentido
predecible, a la que vamos
agregándole aquellos
ingredientes propios de cada
nuevo aniversario, porque la
rueda de la vida no cesa de
girar. La chica que el año
anterior era la novia de
Beckmann y soñaba con tener
un hijo suyo, vino ahora con un
bebé en brazos, una muchachita
casi recién nacida llamada
Olivia Beckmann. El sobrino de
Álvaro, que el año pasado
buscaba remolonamente los
brazos de la madre, se movía
esta vez como un todoterreno
destilando energía y simpatía a
lo largo y ancho del patio. La
amiga de los dueños de casa que
ahora no pudo venir por estar en
tratamiento y a la que
extrañamos, sabemos que
volveremos a encontrarla el año
que viene, ya felizmente
recuperada.
La Solcita y yo apurábamos
nuevos vasos de cerveza fría,
cuando el bueno de Ignacio,
amigo estelar de Álvaro, se
arrimó a mi lado para
confidenciarme la historia de
amor que hoy lo tiene entre las
cuerdas: está perdidamente
enamorado de una mujer casada
y sin hijos. La vieja historia que
él no buscó, que simplemente
encontró a la vuelta de la
esquina. Una mujer guapa y
entrañable a la que conoció por
trabajo ocho meses atrás, y de la
cual fue poco a poco
prendándose, hasta hoy, que
muere y espera por ella. Correos
electrónicos cada vez más
íntimos y amorosos,
conversadas mesas de café,
entre canciones de Manuel
García y Jorge Drexler, aquella
novela de Javier Marías, sueños
compartidos y verbalizados,
unos pocos e intensos besos son
el archivo completo de esta
novela que Ignacio teme pudiera
no escribirse nunca, o escribirse
como la trillada historia de un
amor que pudo ser y nunca llegó
a puerto. Acabo dos o tres
schops escuchando el relato
pormenorizado de Ignacio.
Advierto en su voz, en sus
inflexiones, lo difícil que es
para él sobrellevar este
momento en paz: ella le pide
tiempo para resolver sus
asuntos, le dice que la espere
hasta entonces, que en todos
estos meses no le escriba ni la
llame, que llegará el momento
en que ella vendrá corriendo a
decirle, como en las películas,
que si ella es la mujer de su
vida, él también es, Ignacio, el
hombre de su vida; que las
historias de amor a veces
necesitan silencio y abismo para
que pueda circular sangre nueva
y fresca allí donde antes había
miedo y desesperanza.
"Inútil decir más", escribió la
poeta Idea Vilariño: "Nombrar
alcanza". Yo esperaré a regresar
el próximo año y verte con ella,
Ignacio, amándose los dos, bajo
el limonero, en medio de una
brisa suave que haga aletear
ligeramente los pliegues de su
falda. Tú estarás entre sus
brazos. Nosotros, brindando por
ustedes.
Sábado 26 de Diciembre de
2009
Pascueros
Una vez, cuando trabajábamos
en la revista Don Balón, en los
años noventa, para ahorrarnos el
ítem Viejo Pascuero
convencimos a uno de los
juniors, Fernando, de que fuera
el Santa Claus de la fiesta
navideña de la empresa.
Llegaron las familias completas,
había bebidas, pan de pascua y
hotdogs, y por supuesto les
teníamos flor de regalo a todos
los niños invitados. Lo que no
sospechábamos era el
profesionalismo con que nuestro
Pascuero, un ex carabinero
fornido y de pocas palabras, iba
a asumir su rol. Se le arrendó un
disfraz, hasta con máscara, y sin
que le dijéramos nada, él nos
anunció que ejecutaría el
protocolo completo: iría
llamando uno a uno a los niños
más chicos para sentarlos en su
falda, hacerles las preguntas
típicas, tomarse una foto con
ellos y entregarles el regalo. El
problema fue que cuando se
puso la máscara se convirtió,
más que en un Viejo Pascuero
amable y bonachón, en el
personaje de una película de
terror: su cara era
decididamente monstruosa,
parecida al rostro carcelario de
Hannibal Lecter en El silencio
de los inocentes. Fue un
momento inolvidable: mientras
nosotros nos matábamos de la
risa en un rincón, los niños
llamados no se atrevían a
acercarse a nuestro improvisado
Santa Claus, lo encontraban
demasiado feo, temían que
pudiera hacerles algo malo, y no
faltó el cabro chico que se puso
a llorar y que empezó a
reclamar porque quería su
regalo, pero no al Viejo
Pascuero. Hubo que sacarle a
Fernando la máscara de la
discordia, acelerar la entrega de
los paquetes y olvidarse de la
foto de rigor.
El oficio de Pascuero es jodido.
Los que van de Santa Claus por
las calles, o se instalan en las
plazas, deben soportar más de
treinta grados a la sombra con
unos trajes sintéticos que los
hacen sudar como caballo de
carrera. A eso se suman las
bromas de los pinganillas que
quieren desenmascararlos frente
a los niños crédulos: se acercan
a ellos a mirarlos con lupa, les
dicen a viva voz que son falsos,
les sacan los gorros, les tiran los
elásticos de las barbas, y como
los Pascueros tienen sangre en
las venas, a veces se calientan y
responden a golpes. Esos
Pascueros salen después en los
diarios, porque en todas partes
hay niños que los agarran a
patadas en las canillas. A veces
los Pascueros improvisados se
han hecho unos pocos pesos
durante el día, no tienen fuerzas
ni para sacarse el disfraz
después de la jornada larga y los
cogotean cuando vuelven a casa
para robarles hasta el traje. A
veces usan chalas para no
transpirar tanto. Recuerdo a uno
que fue contratado en Navidad
por un vecino, cuando en mi
casa había dos enanos que
todavía creían en él. El vecino
me llamó esa noche y me dijo
que llevara a mis hijos, para que
conversaran con su flamante
invitado. Lo que más les llamó
la atención a mis cabros fueron
tres cosas: que tomaba cerveza
en lata, que no les trajo ningún
regalo a ellos, y las chalas del
Viejo Pascuero. Esa noche se
llenaron de dudas.
Un amigo médico escribió lo
que le pasó una vez en la fiesta
de Navidad del hospital donde
trabajaba, muchos años atrás.
Esa tarde de esparcimiento en
un club deportivo en Gran
Avenida, había gran
expectación entre los cientos de
niños que esperaban en
cualquier momento el arribo del
Viejo Pascuero desde el cielo:
saltaría desde una avioneta en
paracaídas y se posaría sobre el
centro de un pastizal rodeado de
grandes árboles. No importaba
nada que fuera 14 de diciembre,
que faltaran tantos días para la
Nochebuena. El griterío y la
algarabía de los niños fue
impresionante cuando vieron al
Viejo Pascuero venir por el aire
con su traje rojo. Era un hombre
delgado y traía una bolsa
blanca: "Pero de pronto el Viejo
Pascuero fue empujado por un
viento sur oriente que lo llevó a
golpearse contra la parte alta de
unos álamos que bordeaban el
sitio. Literalmente el Viejo
Pascuero se sacó la cresta, y
forzado por su paracaídas ya
fláccido, se continuó golpeando
contra otros álamos, hasta caer
por fin al piso". Nadie lo podía
creer. Los niños a la distancia
veían consternados a su héroe
botado en el suelo. Al cabo de
unos pocos segundos, el Viejo
Pascuero se incorporó cojeando
y arrastrando su lánguida bolsa
blanca, tras soltarse del
paracaídas. La fiesta debía
continuar. Estaba en juego la fe
de los niños. Se improvisó en
tiempo récord a un Viejo
Pascuero más gordo, que hizo
su entrada arriba de una
camioneta, adornada con renos
de cartón. Los pequeños se
amontonaron en torno al nuevo
héroe y sus regalos, mientras
unos metros más allá, una
ambulancia sin sirenas se
retiraba rumbo al hospital.
Sábado 4 de Septiembre de
2010
Números redondos
Vila-Matas no entendía el
absurdo prestigio de los
números redondos. A cada rato
leía en los suplementos
literarios notas y reportajes a
propósito de los 10, 20, 50, 100
o 200 años del nacimiento de
fulano o la muerte de mengano.
Un buen día decidió rebelarse y
comenzó a publicar crónicas
que celebraban el cumpleaños
99 de Antonin Artaud, los 107
años del nacimiento de
Katherine Mansfield y hasta los
422 años del día en que había
venido al mundo el poeta John
Donne. Cuando reunió 52 de
estos artículos, no 50 ni 100, los
editó en un volumen titulado
Para acabar con los números
redondos, empeñado en romper
con esta majadera costumbre de
referirse a las cosas y las
personas porque un aniversario
exhibe ceros a la derecha.
La ridícula fama de los números
redondos es completamente
universal, y amenaza con
convertirse en una peste.
Estamos en el año del
Bicentenario. ¿Y qué? ¿El país
que nos ocupa es muy diferente
al del año pasado, y demasiado
distinto al del año que viene?
¿Hay que prestarle ahora mayor
atención a los que aquí vivimos,
pero a contar del 1 de enero de
2011 volver a la indiferencia
acostumbrada? Estos números
redondos son un pretexto, una
excusa, un ardid y muchas veces
una farsa para hablar en
genérico de un país compuesto
en verdad por millones de almas
silenciosas que, vistas de una en
una, son una isla y también
parte de un archipiélago. John
Donne escribió en uno de sus
sermones políticos: "Ningún
hombre es una isla, entero en sí
mismo; cada hombre es un trozo
del continente, una parte del
todo; si un mero terrón es
llevado por el mar, Europa se
reduce tal como si le quitaran
todo un arrecife, o tu casa o la
de uno de tus amigos; la muerte
de cualquier hombre me
disminuye, porque estoy
implicado en la humanidad; por
eso, nunca preguntes por quién
doblan las campanas: doblan
por ti".
Mi año del Bicentenario, y estoy
seguro de que el vuestro
también, está hecho entre otras
tantas cosas de algunos destellos
de felicidad y más de una
tristeza, a veces enorme. Mi año
del Bicentenario, si he de
recordarlo alguna vez, será
aquel en que mi amigo Joe
cantó en vivo con inspiración y
mucha sangre en las venas una
canción de homenaje al
empampado Riquelme, el día en
que festejábamos un nuevo y
bello libro, Luna en
Capricornio, y esto fue pocos
días antes de que mi amiga
Mónica me llamara temprano en
la mañana para contarme la
muerte de nuestra querida
Anisol.
Querida mía, a ti te hablo: no
esperes a cumplir 50 años para
vivir bien, como sospechas que
más te gusta. Nuestra querida
Anisol tenía cincuenta años
recién cumplidos cuando supo
que iba a ser difícil mantenerse
en pie por mucho tiempo más.
Resistió, hasta donde pudo, y
continuó repartiendo amor,
inteligencia y color a su
alrededor hasta que la
enfermedad y el dolor acabaron
venciéndola. Encuentro una foto
suya en el computador. Luce al
medio del grupo, bella y
sonriendo, una o dos semanas
antes de saber que estaba
enferma. Me prestó un libro el
año pasado. Lo tengo aquí, a mi
lado. Sesenta relatos, de Dino
Buzzati. Le gustaban mucho;
algunos de ellos los dejó
marcados con pequeñas
etiquetas plásticas de color
verde y lila y forma de lápiz.
Adentro del libro, una boleta de
una cafetería de Santiago en
donde ella pidió, el 23 de
septiembre de 2008, a las tres y
media de la tarde, una ensalada
naturista y un jugo de
frambuesas. Imagino que esa
tarde comió sola, leyendo en
silencio los cuentos de Buzzati o
soñando ilustraciones para
libros de niños. Entre las
páginas 560 y 561 de los
Sesenta relatos, dentro del
cuento "El crítico de arte", otra
boleta, de una sombrerería en
Cuenca, Ecuador, la sombrerería
de Homero Ortega, donde
Anisol compró un sombrero
fino por el que pagó 15 sucres el
24 de julio de 2008, ¿para
Claudio, su marido, o para su
hija, o simplemente para
protegerse del sol y de la
magnífica luz de aquella ciudad
levantada entre cerros?
¿Hay algo que festejar de una
manera especial ahora que llegó
septiembre y Anisol ya no
respira entre nosotros? La
grandilocuencia del término
Bicentenario me deja frío. No sé
pensar ni sentir de esta manera.
No me interesan los números
redondos. Me interesan los
números que hablan del tiempo
de la vida. Segundos dentro de
minutos dentro de horas dentro
de días dentro de semanas
dentro de meses dentro de años,
y así, hasta el momento en que
otros escuchen doblar las
campanas por mí. Como dice
Nabokov, nuestra existencia es
una breve rendija de luz entre
dos eternidades de tinieblas.
Festejo que haya luz, el año que
sea.
Sábado 11 de Septiembre de
2010
Bicicletas
Ahora sé que se movía en
bicicleta por mis barrios, pero
también sé que no usaba casco.
Estudiaba en el mismo campus
que mi hija mayor. Se llamaba
Amalia, que en mi vida es lo
mismo que decir madre. Amalia
como mi mamá, mi abuela, mi
ahijada y un pedazo de mi hija
menor. A fuerza de ir durante
años como alumna al mismo
colegio en la mañana donde yo
iba a dejar a mis hijos,
habremos cruzado casualmente
una mirada. Tenía los ojos
claros, es lo que aprecio en una
fotografía que publican en
Internet. Tenía apenas veintitrés
años. Decía que le gustaba
andar en bicicleta y moverse
sobre ella por la ciudad. Como a
tantas otras mujeres, casi todas
jóvenes a las que les basta un
destello de primavera para salir
a gozar el aire libre. Algunas
saben que Santiago no es
Amsterdam y no está hecha para
cuidar a los ciclistas, y usan
casco, se sienten un poco más
seguras. Otras no se dan cuenta
de ese pequeño y trivial detalle
que a veces marca la diferencia
entre la vida y la muerte. En
días de árboles floridos y soles
tibios y tímidos, cuando ya no
hace tanto frío en la mañana y
los parques recuperan luz y
color, las veo pedalear por
Santiago y celebro su vitalidad.
Qué gráciles se ven, qué
hermosas son. Casi no es
posible distinguir sus rostros
mientras avanzan a la velocidad
de un paseante. No hay detalles
en ellas que sobresalgan: es el
conjunto, armonioso, lo que nos
cautiva, nos enamora, nos
obliga a detenernos y
observarlas con admiración.
Hay excepciones, por supuesto.
Una tarde no vi que venía
embalada, porque físicamente
no tenía cómo verla arriba de mi
auto, llegando a una esquina, a
una mujer de unos treinta y
tantos que andaba en bicicleta y
que estimó -locamente- que yo
le había tirado el auto encima en
la ciclovía de Antonio Varas,
frente a la escuela de
Carabineros. Ella, que sí me
había visto venir, nunca pensó
en detenerse y me echó el
rosario encima con furia,
complementó con insultos
manuales y amenazó con
meterme preso porque yo no la
había respetado. Me quedé de
una pieza y no le dije nada. Ella
venía en su mundo y yo en el
mío, y estuvimos cerca de
estrellarnos. Pude haberla
atropellado, y eso que a mí me
gustan, aunque ya no tanto
como antes, las mujeres en
bicicleta que pasean por
Santiago. ¿Habré visto venir a
Amalia alguna vez aquí cerca de
Plaza Ñuñoa en bicicleta?
Nunca lo sabré. Nos cruzamos
cada día de nuestras vidas con
tantas personas a las que jamás
volvemos a ver, o de las que no
tendremos cómo saber qué
siguió a ese fugaz encuentro.
Sucede algunas veces que esas
mismas personas a las que
dejamos atrás o nos sobrepasan
en la ruta se cruzan con uno más
tarde de un modo inesperado.
Decía que le gustaba andar en
bicicleta y se llamaba Amalia,
Amalia Herrera. Ese día, venía
de la universidad para ir al
teatro. No sé qué obra iba a ver.
¿Qué importa eso ahora? ¿O
importa demasiado, porque tal
vez condicionó el camino
escogido? La obra de teatro se
representó normalmente, y hubo
una espectadora que no llegó a
la cita. Amalia Herrera
estudiaba Antropología.
Probablemente quería entender
un poco mejor esta majamama
compleja e indefinible que
somos cada uno de nosotros, los
hombres sobre la Tierra, y
además estaba sana, y tenía
energía, y en bicicleta pensaba
que llegaría a tiempo a la
función. ¿Sabías, Amalia, que
un día el gran escritor Elias
Canetti, cuando era joven y
tenía tus años, después de leer
en el periódico una mañana que
la justicia austriaca había
liberado sin ninguna vergüenza
a los asesinos de unos obreros
de Viena cuyo gran pecado
había sido manifestarse en
contra del gobierno semanas
atrás, apuró indignado su café y
tomó su bicicleta para ir a
sumarse a esa masa
enfervorizada de miles de
obreros que protestaban contra
la injusticia y la impunidad, una
masa que acabó quemando el
palacio de tribunales? Sospecho
que si tú hubieras vivido en
Viena en esos años y hubieses
leído ese titular de un diario
oficialista que decía que la
sentencia era justa, habrías
tomado tu bicicleta y habrías
enfilado al centro presa de la
misma indignación de Canetti.
Lo que quiero decir es que tú
también soñabas con ser justa, y
eras apasionada, y vivías tu
mundo, y un poco por eso o por
azar tomaste la bicicleta el otro
día para ir al teatro y un
accidente te botó en el camino.
Ibas sin casco. A lo mejor ibas
apurada. Te atravesaste en la
ruta de un auto. Un día después
de tu entierro, pasé al anochecer
por una esquina de Ñuñoa y vi a
una muchacha arrodillada en la
vereda, rezando o maldiciendo
al destino, no lo sé, frente a unas
velas encendidas, mientras los
transeúntes y los autos pasaban
y algunos miraban y todos
seguían su marcha. Detuve mi
auto para ver por última vez a
esa muchacha que sufría y una
camioneta se pegó a la bocina
para que yo avanzara. Nadie me
lo ha confirmado porque a nadie
le he preguntado, pero estoy
casi seguro de que esas velas
estaban encendidas para
recordarte allí donde tú habías
dejado la vida junto a una
bicicleta, Amalia. Sólo puedo
decir que era una escena de
mucho dolor, el dolor de los que
te amaban y te sobreviven.
Sábado 18 de Septiembre de
2010
Dios
Nadie puede impedirlo, ni Dios:
nos vamos a morir. Nadie se
escapa, ni Dios. Parecería que él
también muere o desaparece
cuando uno de nosotros,
cualquiera, deja de respirar.
Dios es vida, escuchamos decir
con frecuencia en estas
latitudes. También que Dios es
bueno, que Dios es amor, que
Dios está en todas partes, que
Dios es mi copiloto; en fin.
Dios. Lo nombramos como si
supiéramos. Como si el milagro
de la vida de cada uno de los
que habitaron o aún habitamos
este planeta no fuera un
auténtico y completo misterio,
indescifrable, a cada rato ilógico
y azaroso, y a ratos bastante
absurdo y cruel, cuya única
certeza indiscutida es que un día
empezó y un día, no sabemos
cuál, se terminará, cuando ya
nadie recuerde a esa vida vivida.
Y a pesar de que nada podrá
impedir nuestra futura
extinción, ocurre con
frecuencia, es tremendamente
común que un extraño soplo nos
mantenga aferrados a la vida y
con muchas ganas de
experimentar sobre la Tierra
atisbos de humanidad y
felicidad antes de acabarnos.
Una amiga leyó el otro día en
voz alta un pequeño texto de
Clarice Lispector en
Descubrimiento, su último
volumen de crónicas traducidas
al español. Clarice parece saber
lo que es la piedad, primero que
todo hacia sí misma: "Oh, Dios,
he sido muy herida. Pero cuánta
gente tengo para agradecer. No
cito los nombres sólo para no
herir el pudor de quien citase.
He recibido miradas que valen
por un rezo. Y hay quien ha
hecho promesas por mí. Incluso
para los no creyentes existe la
pregunta dudosa: ¿y después de
la muerte? Incluso para los no
creyentes existe el momento de
desesperación: que Dios me
ayude. Ven antes de que sea
demasiado tarde".
No escribo Dios con
mayúsculas para no ser
marginado del juego. Lo hago a
propósito. Dios es una palabra
envolvente, llena de preguntas
en sí misma, no es sólo un
sustantivo o un nombre propio.
Más que creer o no en él, como
si fuese un hombre (¿hay algo
más ajeno a Dios que uno de los
nuestros?), escribo su nombre
para fijarlo en el papel y
detenerme un momento a ver
qué sucede cuando se lo hace
participar de una narración
breve. No es un lamento ni una
queja porque no lo vea aparecer
por ningún lado, ni tampoco una
súplica para que lo haga cuanto
antes. Dios mío. Así suelen
comenzar las conversaciones
imaginarias con él.
Acostumbran llevarse a cabo
para pedir lo que a veces
escasea: plata, trabajo, cariño,
un golpe de suerte, fortaleza,
salud, libertad, tiempo para vivir
o una medalla en la
competencia. La magnitud y el
espíritu de la pedida varía según
cómo sea quien eleva la
solicitud. Lo mejor de todo es
que se sabe (a menos que uno se
haga el tonto) que al otro lado
no hay alguien escuchando y
haciéndose cargo, como si se
tratara de una lista de compras
en el supermercado a la cual ir
poniéndole un ticket o una raya
encima. Estoy leyendo lenta y
cuidadosamente el nuevo libro
que recoge toda la obra de
Claudio Giaconi. Se llama Un
escritor invisible. El libro es
muy bueno, verifico que
Giaconi es un tremendo escritor.
Hay un cuento que se llama "La
mujer, el viejo y los trofeos".
Forma parte del volumen La
difícil juventud que publicó por
primera vez en 1955, y empieza
con una cita de Gogol: "Al
llegar a su casa, se puso a
pensar, y de repente se murió".
El protagonista del cuento es un
viejo viudo que acarrea sus
escasos bártulos de pensión en
pensión. Todo lo que tiene el
viejo es un catre de bronce, una
mesa ordinaria, un par de sillas
de mimbre y una maleta llena de
"placas de metal, lustrosos
trofeos de aluminio y cuatro o
cinco banderines de colores
chillones, en los que, junto a
una fecha y a una frase ('por
años de servicios prestados') se
leía su nombre".
Una noche, a fines del año
pasado o a comienzos de éste,
no recuerdo bien, iba saliendo
de un bar cuando un
parroquiano me detuvo y me
preguntó, entre otras cosas, si
había leído a Claudio Giaconi.
Le dije que no, y casi me mató.
Habló pestes de todos los
chilenos mal nacidos que no lo
habíamos leído ni lo
valorábamos. Azuzado por las
copas que uno podía advertir
que había bebido, poco menos
que me despidió con una patada
en el poto.
Tenía razón el hombre del bar:
leer a Giaconi es un aprendizaje
literario a la vez que una
bendición. Se trata de un
escritor que vivió casi siempre
exiliado, incluso en su país, y
que en vida privilegió el
ejercicio de la libertad hasta
donde fuera posible. Giaconi
escribió un ensayo llamado "La
muerte y el problema de la
redención": "El hombre puede
lo que debe, pero nunca lo que
desearía. Se cree en todo o se
duda de todo. O el orden natural
o el orden particular. No hay
más alternativa. Lo cuerdo,
pues, sería elegir entre los dos
principios subordinadores: la fe
o la duda". ¿Qué dirá Dios de
todo esto?
Sábado 25 de Septiembre de
2010
Maestros
Francisco Mouat Guillermo
Blanco murió el último 24 de
agosto, y Ascanio Cavallo -con
tristeza pero sin perder un
gramo de lucidez- escribió en
estas mismas páginas un texto-
homenaje al escritor, periodista
y primer jefe suyo en la revista
Hoy. Qué bien retrata Cavallo a
su maestro, qué certero es para
sintetizar lo mucho que le debe:
"Debo a Guillermo el cariño por
la palabra, el respeto a su
solemnidad y la gracia de su
irreverencia. Le debo la noción
de que las palabras son
habitadas por la gente, y no al
revés. Le debo una cierta idea -
imprecisa, de mal alumno- del
vínculo entre la escritura y la
moral". Pocas veces leí
definición más justa de un
maestro: "Un hombre que
encuentra el diamante donde
otros sólo ven el carbón".
Uno también los tuvo y los
tiene, a sus maestros. No hay
tiempo mejor que otro para
agradecerles. Algunas veces
fueron tus profesores en el
colegio: hablo de Germán
Aburto, Alejandro Magnet, José
Reyes, Germán Belmar, Memo
Santana, el tío Willy. Qué
injusto es nombrarlos uno a uno
y verificar que hubo tantos más
que en silencio, sin aspavientos,
trabajaron también por ti,
ayudándote a crecer.
Uno de mis maestros se
convirtió en mi médico de
cabecera y jamás me ha pedido
un examen para saber cómo
estoy por dentro: me toma el
pulso unos pocos segundos y se
entera de todo, no hay secreto
que puedas guardar con él, te
dice si pasaste un mal rato el día
anterior o cómo están
funcionando los riñones y el
corazón.
Reconozco a dos o tres de mis
amigos entre la bruma y el
ajetreo de la ciudad que también
podrían ser mis maestros: nunca
me pidieron nada, y entre mis
tesoros guardo algunos libros
que me regalaron, alguna
fotografía, inmejorables
conversaciones. De ellos
algunos están muertos, como
José Luis Molinare: ayer en la
mesa del café recordaba aquella
tarde de primavera casi verano
en que nos despedimos entre
lágrimas, enfermo él en una
cama del viejo Hospital Militar.
Me enseñó entre tantas otras
cosas que el amor no te salva de
morir, pero te ayuda a vivir
bien. El más canoso de todos
mis maestros vive en Zaragoza
con su mujer y también se llama
José Luis, José Luis López
Zubero: ahora último no me
escribe, y yo muy poco a él,
pero su ejemplo y su modelo de
ambiciones cortas resuena en mi
vida. Escribí un libro en donde
él y mi amiga Dolores Ezcurra
son protagonistas. Escribir,
contarlos a ellos, fue un
ejercicio de sanación y gratitud.
Tuve en la universidad un
maestro llamado Fidel
Sepúlveda Llanos: fue mi
profesor y de él conservo gestos
y palabras que ojalá no se
borraran jamás. Abro una
carpeta naranja que conservo de
aquellos años en que estudiaba
estética en el Campus Oriente, y
de ella cae al suelo una foto
suya, con lentes y poncho, al
fondo Cobquecura, su tierra; la
fotografía de Fidel forma parte
de una tarjeta que recuerda el
primer aniversario de su muerte.
Se acaba de concretar una
Fundación que lleva su nombre:
Fidel Sepúlveda. Nombrarlo en
estas líneas es volver a quererlo.
Sus amigos y sus amores desean
que las palabras que tanto nos
enseñó a buscar y a cuidar, que
para él eran un hallazgo y una
bendición, una pepa de oro y
una maravilla, sigan
esparciéndose como semilla.
Otro de mis maestros es
sicólogo, se llama Rafael, y lo
vi unos meses atrás hecho un
bólido manejando por la calle
Colón rumbo a quién sabe
dónde. Fue Rafael quien me
ayudó a diferenciar una
emoción de otra, a convivir con
ellas y a poner límites. No he
sido un alumno aventajado, pero
estoy de pie. Fue Rafael quien
me dijo un día que conociera a
Kin, "el único chino que ha sido
alguna vez socio de Colo-Colo".
Kin es mi médico de cabecera,
el que me toma el pulso y sabe
de hígado, páncreas y pulmones,
y con quien planeamos ir alguna
vez juntos a China para que me
enseñe su país.
En La Serena vive otro de mis
maestros: Jaime Hagel. Escritor
y profesor, con él aprendí a leer
entre líneas los mejores cuentos
hispanoamericanos, disfruté su
literatura, me reí cada vez que
fui a visitarlo a su casa en
Ñuñoa y lo sorprendía espiando
a las amigas de su hija, que se
bañaban en bikini en la piscina
que había construido con la
plata del premio obtenido por
uno de sus libros. Lo extraño.
Extraño esa conversación
gratuita que nos obsequiaba
cuando aún fumaba pipa.
¿Seguirá fumando pipa allá en
su departamento de La Serena
con vista al mar? ¿Se lo
permitirá Ileana? ¿Habrá alguna
piscina cercana donde recrear la
vista, Jaime, con jovencitas
doradas por el sol como las que
animaban algunos de tus
cuentos?
Borges, más que enseñar
literatura o el amor por un texto
o por otro, decía que había
procurado enseñarles a sus
estudiantes a que quieran la
literatura. Yo digo lo mismo de
mis maestros: ellos me
enseñaron a querer el arte y la
vida. Ellos fueron y son como el
maestro que describió Ascanio
Cavallo a propósito de
Guillermo Blanco: "Un hombre
que encuentra el diamante
donde otros sólo ven el carbón".
Sábado 13 de Noviembre de
2010
Palabras alas
En su bloc de notas escribió un
día Kapuscinski algo parecido a
un poema sobre las palabras.
Forma parte de su libro El
mundo de hoy y es
probablemente uno de sus
mejores textos: "Hallar la
palabra certera / en plenitud de
sus fuerzas / tranquila / que no
caiga en la histeria /que no
tenga fiebre / ni una depresión /
digna de confianza / hallar la
palabra pura / que no haya
calumniado / que no haya
denunciado / que no tomó parte
en ninguna persecución / que
nunca dijo que el blanco era
negro / se puede tener esperanza
/ hallar palabras alas / que
permitiesen / un milímetro
siquiera / elevarse por encima
de todo esto".
"Palabras alas", así las llama,
que permitan elevarse, dice él,
aunque sólo fuera "un milímetro
por encima de todo esto".
¿Qué es todo esto que se mueve
a ras de piso, a la altura del
suelo, que repta sin capacidad
para volar según Kapuscinski?
¿La miseria que nos ocupa?
¿Existen realmente las palabras
puras? ¿Desprovistas de
condición humana? ¿En quién
confío para ensayar una
respuesta? Uno que supo
trabajar prácticamente toda su
vida junto a las palabras fue el
escritor Elias Canetti. Reviso el
índice de nombres y conceptos
de sus Apuntes, y palabras sólo
es superada en cantidad de
referencias a lo largo del libro
por muerte, Dios y animales.
Canetti: "Uno quisiera escribir
tanto como sea necesario para
que las palabras se presten vida
unas a otras, y tan poco para
poder tomarlas uno mismo en
serio".
Cuando pierdes el control de lo
que dices, de lo que escribes, de
las palabras publicadas, cuando
no las tomas en serio, no puedes
ser verdaderamente un escritor.
Cuando las palabras que
empleas son tu prisión y no la
expresión de una búsqueda;
cuando las palabras se parecen
más a una sentencia que a un
destello, no estás siendo fiel al
oficio de artesano de la palabra.
Mientras ellas continúen siendo
un desafío para ti, un reto, un
viaje sin pasaje de regreso, sin
un puerto seguro al que
aferrarse, una ruta que te enseñe
a ocuparlas con cuidado y al
mismo tiempo dándote el
tiempo necesario para que
produzcan ojalá todas las notas;
entonces probablemente el
camino de la escritura estará
poblado de sentido y sabrá
tender puentes que valgan el
esfuerzo. Escribe Canetti: "Ya
no hay palabras potentes. A
veces se dice Dios sólo por
pronunciar una palabra que
alguna vez fue potente".
Un amigo viene a mi taller
porque no encuentra las
palabras precisas para decir lo
que hoy le quema las entrañas,
lo que lo irrita, lo que ve claro
como el agua, lo que le parece
es justo advertir antes de que se
consumen hechos que él,
avizora, son fatales para su
actividad. Yo, por más que
trato, siento distinto a él. No me
importa lo suficiente lo que a él
sí parece importarle demasiado.
No puedo escoger, por lo tanto,
las palabras con las cuales decir
su verdad. Como mucho puedo
ayudarlo a ordenarlas. Suplantar
a otro cuando se escribe sólo es
posible si lo que está en juego es
una ficción creada por uno
mismo. No existe otro modo de
suplantar en la escritura. Se trata
de un engaño calculado, que a
su vez cuenta con la
complicidad del lector, que sabe
que será engañado y acepta
jugar el juego.
Le leo a mi amigo el poema de
Kapuscinski en voz alta. No
encuentro otra manera de
estimularlo para que haga el
esfuerzo de encontrar aquellas
palabras alas que permitan a su
texto elevarse un milímetro
siquiera de todo esto y decir, por
una vez, en forma clara, lo que
piensa y le parece importante de
lo que está sucediendo alrededor
suyo.
Sigo adelante con Canetti:
escribe sobre palabras que
lleguen al corazón de los
oyentes, sobre buenas palabras
que lo hagan a uno "olvidarse de
sí mismo, apaciguar su vanidad,
su deseo de tener siempre razón,
sus ansias de dominio, sus mil y
un espejos". Escribe Canetti
sobre mantener vivos a los
hombres con palabras: "¿Acaso
no es esto ya casi como crearlos
con palabras?".
No te rindas, le digo a mi
amigo. Y le muestro el volumen
de Canetti, tapa dura, mil
doscientas páginas. Cincuenta
años de apuntes que hoy hacen
posible traerlo de nuevo a la
Tierra. El arte de la palabra en
su máximo esplendor. Enciendo
la luz y leo: "La jerarquía más
punzante y despiadada es la del
arte. No hay nada capaz de
abolirla. Se basa en la expresión
de experiencias que son reales e
inevitables. En el arte todo está
aún por suceder. No basta con
tener algo o estar en algún sitio.
Hay que mostrar cómo se hace
algo, tiene que ser hecho".
Mi amigo se lleva consigo un
trozo de Canetti y unos versos
de Kapuscinski. Son como la
pistola que dispara el juez en el
punto de partida de la
competencia. Los corredores
salen en busca de las palabras
que los mantengan vivos.
Sábado 20 de Noviembre de
2010
Afírmate, Catalina
Me he caído y te he visto caer.
No conozco otro modo de
aprender a pararse en este
mundo incierto y bravo.
Francisco Mouat
27 de noviembre de 2010
El mejor trabajo del mundo
Vivir para trabajar es un
completo despropósito. Una
broma cruel que el sistema nos
gasta. Un castigo que golpea al
cuerpo (que se fatiga) y también
al espíritu y la dignidad, si cabe
separarlos. Nos ataca donde
somos casi todos vulnerables:
en la obligación que tenemos,
mes a mes, de pagar las cuentas
y satisfacer las necesidades
elementales de pan, techo,
abrigo, educación y
esparcimiento.
Algunos privilegiados caen en
la trampa: no les basta con
cubrir lo esencial: les parece
relevante consumir aquí y allá,
vestirse a la moda, comer platos
caros (no necesariamente
buenos), pasearse por la agenda
cultural y social que imponen
los medios de masas y la
publicidad, sentirse al día, en
onda, sintonizados, seductores.
¿Cómo se explica la payasada
de que en una ciudad como
Santiago, atestada de vehículos
y con serios problemas de
estacionamiento, proliferen
camionetas de última
generación que parecen
camiones conducidas por
ciudadanos y ciudadanas que
van por el mundo de ganadores?
En mi caso, por formación o por
costumbre he vivido alejado de
la opulencia (agradezco no ser
rico en este planeta salvaje)
tratando de conectarme con
otros asuntos que supongo
interesan a la mayoría de los
vivos: querer y ser querido, reír
de buena gana y especialmente
de uno mismo, descansar
cuando estamos agotados,
disfrutar el sexo, tomarse un
café o un pisco sour con gente
agradable. Me interesa también
el amor al arte y por supuesto la
literatura.
Lo digo con convicción pero al
paso, para que no se tome como
un deber sino como un placer
complementario al otro gran
deseo enunciado por el poeta de
Viña: “Protégeme, Dios mío,
del sentido pedagógico y deja
que cada día me sorprenda
viendo pasar -sin estilo- el
viento por la esquina”.
Creo que algo más o menos así
era lo que yo quería aquel día en
que, con pasmosa tranquilidad,
pensaba sentado en mi escritorio
de asalariado, horas después de
presentar mi renuncia
indeclinable al trabajo que me
había mantenido bien ocupado
los últimos diez años de mi
vida, cuál era el mejor oficio del
mundo: yo quería apuntarme en
él. Algunos, que saben que
prefiero vivir que trabajar, me
decían medio en serio medio en
broma que fuera asesor. No
sonaba mal. La responsabilidad
en la ejecución no recae sobre
uno, y nuestro radio de acción
se desenvuelve en el plano de
las ideas. Pero asesor de qué.
Para ser asesor de algo tienes
que forzosamente opinar sobre
las cosas y tiene que haber
alguien que le dé crédito -dentro
del sistema, que a fin de cuentas
es el que paga las asesorías- a
tus puntos de vista, lo que no
era el caso. Yo pensaba que
podía ser profesor universitario
en el campo del periodismo y
las letras, pero es un hecho que
los espacios de la Academia con
mayúsculas, tanto en la
docencia como en la
investigación, no escapan al
espíritu de competencia y
mercado que anima hoy al
mundo, y del que yo quería
arrancar a perderme.
Quiso la Providencia que en ese
momento ingresara a mi oficina
un amigo fotógrafo, recién
enterado de mi renuncia, para
preguntarme qué iba a hacer,
cómo me iba a ganar los
porotos. Y le contesté que en
eso estaba: discurriendo cuál era
el mejor trabajo del mundo,
porque ahí me quería anotar. Y
él me dijo: dirige un taller
literario. Puse cara de sorpresa,
porque no se me había pasado
por la cabeza una cosa así, y le
pregunté si de verdad creía que
yo podía hacer uno, si habría
talleristas interesados, y si la
experiencia sería capaz de
retenerme en el tiempo.
Leer y escribir, transmitir mi
entusiasmo por la lectura y la
escritura, escuchar historias,
tomarle el pulso cotidianamente
a un puñado de ciudadanos que
compartieran ese gusto y esa
pasión, empezó poco a poco a
parecerme no sólo una buena
idea, sino una espléndida
oportunidad.
Han pasado tres años y medio
desde esa tarde en que mi amigo
Somalo disparó una flecha
directo al blanco. Tres años y
medio en los que, sin exagerar
un ápice, digo responsablemente
que en verdad encontré -no
pudiendo entonces sospechar ni
imaginar- el mejor trabajo del
mundo. Llegué a tener enfrente
mío, revueltos en el
computador, los originales de un
libro de más de cien autores y
muchísimas páginas que
aparecerá en diciembre. El valor
literario de estos escritos no es
lo fundamental. Procuramos por
supuesto que entre ellos haya
cuidado y belleza. Que se
cuenten historias. Que se
pongan palabras en movimiento.
Cada lector que pase por estos
textos decidirá qué hace con
ellos, cuánto y cómo los
pondera. Lo que yo no puedo
callar en este momento estelar
en que escribo estas líneas,
antes de que este libro se vaya a
imprenta y lo celebremos como
se merece, es el privilegio y la
gratitud de haber encontrado
junto a estos talleristas (los que
estuvieron y los que están) un
modo de vivir y una filosofía
que hacía mucho tiempo
anhelaba.
Sábado 18 de Diciembre de
2010
Fin de año
No me gusta jugar al amigo
secreto. Prefiero a los amigos de
verdad, aunque sean pocos y no
tengamos la costumbre de
hacernos regalos en el tiempo.
Tampoco me gusta regalar por
regalar. Pero claro, me encanta
cuando alguien me hace un
regalo inesperado,
especialmente si lo hace para
testimoniar cariño. Anoche una
amiga me regaló, a pito de
escopeta, las Cartas de amor a
Nora Barnacle de James Joyce.
Un libro usado, con su firma y
una fecha, "México 93", libro
que estaba segura yo disfrutaría.
Y cómo no, si el 12 de julio de
1904 Joyce se despide con "un
beso de veinticinco minutos en
tu cuello", y el 2 de agosto le
transcribe a Nora unos versos de
Yeats que hubiera querido
escribirlos uno: "Abajo en los
alegres jardines nos vimos mi
amor y yo/ Ella recorría los
alegres jardines con sus
cándidos pies/ Me ofreció tomar
el amor lentamente como las
hojas que crecen en el árbol/
Pero yo, joven y alocado, no
estaba de acuerdo con ella./ En
un campo junto al río
permanecimos mi amor y yo/ Y
en mi hombro acogedor apoyó
su cándida cabeza./ Me ofreció
tomar el amor lentamente como
la hierba que crece en las
veredas/ Pero yo era joven y
alocado y ahora estoy lleno de
lágrimas". No me gustan nada
los balances de fin de año que
hace el periodismo. Adivine
buen adivinador: tragedias
macabras matizadas con
partidos de fútbol y algún toque
de heroísmo para recordarnos
que el amor a la vida todavía
debería conmovernos.
Terremoto en febrero en
Concepción, maremoto en
Constitución, Dichato y
Talcahuano, saqueos y edificios
en el suelo, un par de victorias
de Chile en el mundial de fútbol
en Sudáfrica, treinta y tres
mineros enterrados a setecientos
metros de profundidad en la
mina San José, la espera de los
familiares durante meses, el
rescate exitoso de los treinta y
tres mineros, los despachos en
vivo de la televisión, la Teletón,
y, broche de oro del balance,
una mocha en la cárcel de San
Miguel que acaba con un
incendio feroz que mata a
ochenta y un presos, gritos que
la televisión reproduce una y
otra vez de aquellos reos
encerrados a punto de quemarse
que claman porque alguien abra
las puertas antes de morir. La
noticia es finalmente
reemplazada por otros fuegos,
los artificiales con que se
prepara la fiesta de Año Nuevo.
Fin de año. Mi propio balance.
Se murió una amiga linda a la
que quería, le devolví a su
marido el libro que ella me
había prestado, se murió la
mamá de otra amiga, y mi tío
abuelo después de vivir un
siglo. Mi ahijada Amalia
cumplió un año. La perra de mi
hija Antonia tuvo seis
cachorros. Leí unos libros
buenísimos. A Thomas
Bernhard, a Philippe Claudel,
Nada que temer de Julian
Barnes, los Discursos de
sobremesa de Nicanor Parra, un
ensayo sobre el silencio,
Compases al amanecer de
Germán Marín, una nueva
edición de la novela Poste
restante de Cynthia Rimsky que
me gustó mucho, y ahora último
No leer, de Alejandro Zambra,
volumen de ensayos que
profundiza en escritores a los
cuales seguiré leyendo en el
tiempo: Natalia Ginzburg,
Cesare Pavese, Roberto Bolaño,
Junichiro Tanizaki, Clarice
Lispector, Julio Ramón
Ribeyro. Zambra reivindica el
derecho a no leer, a negarse a
leer aquello que no se quiere
leer. Que la moda literaria se
vaya al diablo. Leer en cambio a
nuestros autores, a los que
escriben porque no tienen otro
camino para vivir y saben que
en algún rincón hay un lector
como nosotros que convertirá a
sus páginas en un libro valioso,
en un pequeño tesoro, en un
volumen para recordar el año
que viene. El año que viene
aplanado por la televisión, los
balances periodísticos, las
encuestas de popularidad, los
números de la inflación. Me
contento con leer buenos libros,
conservar mi taller, terminar el
libro de conversaciones con el
Gato Gamboa, viajar a la costa
para iniciar un libro de
conversaciones con dos autores
espléndidos que viven cerca del
mar, tomarle la mano a mis
hijos antes de que ellos se
duerman, sentarme a la mesa
con mis hijos a disfrutar un
plato de comida, escribir
algunas páginas que valgan la
pena, brindar con la Solcita por
el milagro de estar juntos y
vivos. Pensar en mis padres, ir a
desayunar con ellos, ver
películas tan buenas como El
camino a casa, Vía
revolucionaria, Yo recuerdo de
Mastroianni y Hace mucho que
te quiero. No pienso mirar los
balances de fin de año que
muestran en la televisión, las
revistas y los diarios. La voz de
los mineros vivos, el relato del
gol de Beausejour a Honduras
en el mundial o la crujidera del
terremoto del 27 de febrero no
son la sustancia de la banda
sonora de nuestra historia.
Prefiero escribir una página con
el aire inhalado y exhalado en
aquel camino incierto y a veces
bello que me corresponde vivir
día a día. La belleza: qué
magnífica aspiración para un
hombre que respira.
Sábado 25 de Diciembre de
2010
Polonia
Llevaba días leyendo a Wislawa
Szymborska, sus poemas, sus
artículos de prensa, el discurso
cuando recibió el Nobel y se
permitió refutar al Eclesiastés:
"¿Qué es eso de que no hay
nada nuevo bajo el sol?". Ese
día, en Estocolmo, esta polaca
que entonces tenía más de
setenta años y ahora tiene cerca
de noventa dijo que el trabajo de
los poetas no era precisamente
muy fotogénico, y que costaría
mucho hacer una buena película
de un poeta, a diferencia de
músicos y pintores: "Uno
permanece sentado a la mesa o
acostado en un sofá, con la vista
inmóvil, fija en un punto de la
pared o en el techo; de vez en
cuando escribe siete versos, de
los cuales, después que
transcurre un cuarto de hora, va
a quitar uno y de nuevo pasa
una hora en la que no ocurrirá
nada. ¿Qué clase de espectador
podría soportar una cosa
semejante?". El humor de
Szymborska, sus versos y su
mirada sobre la vida y las cosas
acabaron maravillándome: "En
la lengua de la poesía, donde se
pesa cada palabra, ya nada es
común. Ninguna piedra y
ninguna nube sobre esa piedra.
Ningún día y ninguna noche que
le suceda. Y sobre todo, ninguna
existencia particular en este
mundo. Todo indica que los
poetas tendrán siempre mucho
trabajo".
Bueno, llevaba días leyéndola y
dije en voz alta que me gustaría
ir a Polonia a conocerla. Ningún
otro propósito que conocerla
personalmente. Compartir una
taza de té o café, o una copa de
licor que sé que siempre tiene
en su modesto departamento de
Cracovia, donde vive desde
mucho antes del Nobel y de
donde no quiso cambiarse
después de recibir el turro de
dólares del premio. Darle la
mano, beber juntos,
acompañarla un momento
mientras se fuma un cigarrillo, y
no pedirle más que aquel
privilegio de ser y estar con ella
en algún momento de la vida.
Nada de entrevistas, nada de
conversaciones grabadas, nada
de frases para el bronce, que
para eso están sus poemas,
insuperables en su capacidad de
hacernos vivir el asombro. Estar
con ella un rato será suficiente,
poder mirarla a los ojos,
entendernos con gestos, no
interrumpirla, no exigirle nada,
apenas unos minutos de su
tiempo. Tal vez decirle al
traductor que a lo mejor nos
acompaña, porque ella alguna
vez estudió español pero lo
olvidó completamente, que su
poema sobre un gato en un piso
vacío es demasiado bello, y que
su literatura mejora mi vida, y
que eso quería agradecérselo
cara a cara.
Lo de ir a Polonia a conocerla lo
dije una vez en el invierno, y
una amiga que estaba ahí
escuchando me contestó de
inmediato: "Anda a Polonia.
Hazlo. Conócela. Cumple tu
sueño". Y yo me reí, y
tontamente hice un gesto como
de ya, deja de bromear, cómo
voy a hacer eso. Y el tema
quedó ahí. Hasta que una y otra
vez volví sobre su literatura. En
"Fotografía del 11 de
septiembre", poema que escribió
después de ver la imagen
congelada de hombres cayendo
desde las Torres Gemelas en
Nueva York, escribe: "Sólo dos
cosas puedo hacer por ellos: /
describir ese vuelo / y no decir
la última palabra".
Ahora que el año termina, un
impulso extraño me empuja a
querer cumplir el sueño de ir a
Polonia. ¿Por qué no? Yo no
quiero ir nunca a Disneylandia
ni dar la vuelta al mundo ni
mirar el Gran Cañón del
Colorado ni las pirámides ni
hacer el camino de Santiago de
Compostela. Yo quiero ir a
Polonia a decirle a Szymborska
que la quiero mucho, y que tal
vez un día escriba un libro que
no sé aún cómo se llama sobre
algunos polacos en los cuales
quisiera detenerme un
momento. Chopin, por ejemplo.
Al que escucho unos cincuenta
o sesenta días al año. Lo
escucho mucho más que a la
mayoría de los que me rodean.
O el fotógrafo Bob Borowicz,
muerto hace poco, un
sobreviviente de la Segunda
Guerra Mundial con un ojo
privilegiado para ver y retratar.
Años atrás estuve muy cerca de
concretar un viaje a Varsovia
para sostener conversaciones
con Ryszard Kapuscinski, aquel
periodista y escritor polaco del
que hoy tanto se comenta la
vendidísima y polémica
biografía de su vida, en vez de
concentrarnos en lo mejor que
dejó antes de morir: sus libros,
sus viajes, sus personajes,
aquellos apuntes y fragmentos
que reunió en decenas de
libretas.
De Polonia era Kapuscinski, de
Polonia es Wislawa
Szymborska y el poeta Czeslaw
Milosz, autor de uno de los
libros más inspiradores que
haya leído: Abecedario. En él,
Milosz recorre de la a hasta la
zeta aquellos nombres y
palabras que forman el
diccionario de su vida. Es una
forma original y precisa de
escribir unas memorias
desprendidas del yo y
conectadas con las ideas y las
personas que no quieres que
desaparezcan tan fácilmente de
la Tierra: "A veces se hicieron
famosos por algo, aparecen en
las enciclopedias, sin embargo
son más los olvidados que sólo
pueden servirse de mí, del latido
de mi sangre, de la mano que
sostiene la pluma, para volver,
por un momento, al mundo de
los vivos".
Jueves 06 de enero de 2011
Ballesteros
Tiene un apellido de carácter:
Ballesteros. Como ese estafador
extraordinario, ¿lo recuerdan?:
el español Jaime Ballesteros,
que cuando cayó preso en los
años noventa, después de haber
embaucado a medio mundo,
felicitó a sus captores por
finalmente atraparlo. El deseo
de estafar, de engañar, es más
fuerte que mi voluntad de
impedirlo, dijo esa vez, o algo
así. El Ballesteros del que
hablaré en estas líneas es lo
contrario de un estafador: es un
librero de Santiago cuyo
pequeño local en Providencia
brilla como una gema, en uno de
esos pasajes que quedan entre el
restaurant El Parrón y las Torres
de Tajamar. Mi amigo Beto
venía diciéndome hace tiempo
que lo acompañara a donde
Ballesteros. Beto ha adquirido la
costumbre de ir por lo bajo una
vez a la semana. Escuchan
tango, toman café de grano,
revisan las novedades, y, si hay
ganas, Ballesteros le ve las
cartas del Tarot a Beto. En días
de semana, la librería de
Ballesteros abre como a las doce
y cierra como a las ocho de la
noche. No tiene por qué ser
siempre igual. A una hora
cercana a las tres, Ballesteros le
pone candado al local y va a
almorzar. Ni siquiera en tiempos
de Navidad la rutina es
demasiado diferente: Ballesteros
no cede a la ansiedad y lee,
conversa con sus amigos-
clientes, sale a pagar cuentas,
escucha música, toma café y
recuerda cuando José Donoso
iba a verlo y se sentaba en el
mismo piso en que estoy yo
ahora. Ballesteros a veces va a
clases de yoga a luca. Le hace
bien, dice. Vamos con Beto a
verlo un jueves a mediodía.
Ballesteros acaba de llegar. Es
un hombre bajo, canoso,
risueño, cordial, de mirada
penetrante desde sus ojos claros.
Un apretón de manos basta para
entablar conversación.
Ballesteros es un viejo librero
de verdad. Lo reconozco en el
modo en que se refiere a los
autores. Nos rodean libros y
cajas metálicas antiguas, de
galletas, caramelos, té, sémola.
Autos de juguete, ejemplares de
la revista El Peneca y Ecran
como las que comerció durante
años en un local que tuvo en el
Bío-Bío antes de que el Persa se
viniera abajo, como dice que
ocurrió. Distingo de inmediato
en uno de los anaqueles los
cuatro tomos de las Obras
completas de Stefan Zweig
editadas por Aguilar, tapas de
cuero flexible. Lo estaba
buscando desde hacía mucho:
un tomo de novelas, dos de
biografías y uno de memorias.
Le digo que me los aparte, que
cuando reúna un poco de dinero
vendré por ellos. Me cobra un
precio de amigo. Ballesteros
prepara café y nos hace
escuchar al Polaco Goyeneche,
acompañado de la orquesta del
gran Pichuco, de Aníbal Troilo.
El tiempo se detiene. Entra
gente a consultar títulos y
precios. Una niña junto a su
padre consigue por mil pesos
unos cuentos infantiles, ella los
quiere para Navidad, y
Ballesteros se da cuenta de la
diferencia que supone para ese
padre pagar mil pesos en vez de
los dos mil que marcaba la
etiqueta. Estar aquí no es estar
en Santiago, le ha dicho más de
una vez Ballesteros a Beto. Yo
no sé si estoy de acuerdo con él,
yo creo que sí estamos en
Santiago, sólo que se trata de la
capital de Ballesteros, planeta
donde la voz rasposa de
Goyeneche nos envuelve. Un
ojo clínico para detectar perlitas
me dice que entre los miles de
libros que tengo enfrente hay
una edición de tapa dura de A
sangre fría, de Truman Capote.
Miro la etiqueta: cuatro lucas.
Muchos de los libros están
forrados en plástico para
protegerse del polvo y el olvido.
Reviso los precios uno a uno,
para hacerme una idea. Casi
puras ofertas, gangas que nos
invitan a venir nuevamente a
revisar las estanterías, con
tiempo, porque no se debe ir a
las librerías sin el mínimo
tiempo necesario para recorrer a
escala humana los lomos de
esos volúmenes que tal vez nos
esperan desde hace años.
Aunque sé que más pronto que
tarde iré donde Ballesteros de la
manera en que va Beto: a
escuchar música, a preguntarle
algo a las cartas del Tarot, a
saber un poco más de un autor
que nos persigue, a beber buen
café y ver pasar las horas. Doy
con un manual de Alone muy
gracioso, Aprender a escribir:
“Hay que cuidarse de los libros
como de las personas, no
entregar su amistad a cualquiera
ni permitirles a todos que
invadan nuestra soledad”. Suena
el teléfono. Escucharlo es como
estar en una casa de hace
cuarenta años. El aparato es
antiguo, negro, de los que se
disca introduciendo el dedo
índice en un orificio con el
número respectivo y girando
hasta topar. Ballesteros contesta,
y nosotros con Beto nos
quedamos un momento
suspendidos, escuchando al
Polaco Goyeneche y a este viejo
librero que le dice a un amigo
que lo llamará más tarde,
porque ahora está ocupado con
otros amigos que lo vinieron a
ver. El tiempo no envejece de
prisa en la librería de
Ballesteros.
Viernes 09 de septiembre de
2011
Amalia
Volvía del taller a casa el
miércoles de la semana pasada y
en la esquina de Echeñique con
Eliecer Parada me crucé con un
centenar de personas
arremolinadas en torno a la
animita que recuerda a Amalia
Herrera Ugarte.
Amalia murió en esta esquina el
31 de agosto de 2010, cuando
iba en bicicleta a encontrarse
con una amiga en el Campus
Oriente de la Universidad
Católica, desde donde seguirían
camino al teatro.
Se cumplía un año del
accidente, y sus padres y su
hermana menor, Mañu,
acompañados de familiares, sus
amigos del colegio y la
universidad, amigos de sus
amigos y vecinos de Ñuñoa, se
congregaban para recordarla y
convocarla.
Veníamos con Guillermo
Elgueta, y nos sumamos al
grupo. Una lienza cargada de
fotografías de Amalia y
amarrada al árbol de la esquina
coloreaba la noche, iluminada
en este rincón de la ciudad por
decenas de velas encendidas en
su nombre. Algunas compañeras
de su equipo de fútbol se
atrevían con una guitarra y unos
versos. Otros conversaban
animadamente entre ellos. Unos
pocos estaban en silencio. Yo
buscaba a sus padres, a Gonzalo
y Soledad, para abrazarlos. No
alcanzo a imaginar en qué se
convierte física y síquicamente
la pérdida de un hijo cuando
sucede de este modo, sin aviso y
en forma repentina. Cuando un
llamado telefónico te deja
suspendido y no podrás
sacártelo de encima. Es tan
devastadora la realidad de la
muerte, y tan indiscutible, que
una manera de sobrevivir a su
ocurrencia cerca de uno es
dejarse tocar por el cariño que
recibimos los que continuamos
vivos.
Lo que se ha hecho con Amalia
Herrera Ugarte en esta esquina
de Ñuñoa es emocionante. Casi
no hay noche en que no haya
una vela prendida o una nueva
flor, o un remolino alentado por
el viento. O un muchacho o una
muchacha junto a su bicicleta
conversándoles sin apuro a esas
flores y esas fotografías. O
como he visto otras veces,
transeúntes que se detienen por
un momento, se persignan y
continúan su marcha.
Abrazo a Soledad, su mamá, en
esta noche del primer
aniversario de la muerte de
Amalia, y ella me comenta que
hay un texto escrito por su hija
en donde habla del sentido y el
significado de las animitas. Me
lo envía el jueves en la mañana.
Es un trabajo que Amalia
entregó en la universidad pocos
días antes del accidente. Le
preguntaron por qué la animita
no es una obra de arte y cómo se
relaciona con la identidad, y ella
respondió que "el arte popular, a
diferencia del culto, no esconde
una ligazón directa del resultado
con la materialidad que le sirve
de medio", y que "la animita no
requiere ser original, ni
identificarse con un autor
socialmente reconocido, porque
su valor no está tanto en
distinguir como en congregar".
Su valor no está tanto en
distinguir como en congregar.
¿Alguien podría discutirle a
Amalia su afirmación?
Comenta su madre, Soledad,
que muchas veces, en viajes
familiares, hablaban con sus
hijas sobre los cientos de
animitas que hay en los caminos
de Chile. "Como miles de
familias nos imaginábamos las
historias, nos preguntábamos
por qué algunos tienen animitas
y otros no, quiénes las
visitarían, si hacían favores o
solo atesorarían afectos, en fin.
Pero jamás pensamos que
tendríamos una propia, que cada
vez es menos propia y más de
todos".
Una animita menos propia y
más de todos. Amalia lo supo
antes que nosotros, y lo
escribió.
Viernes 16 de septiembre de
2011
Café Marisol (3)
Hay una historia que llevo
conmigo desde hace varias
semanas. Almorzaba solo y
tranquilo en Café Marisol una
cazuela de vacuno mirando
hacia la calle, como
acostumbro, cuando entraron al
local una pareja y su hija
adolescente. Nunca antes los
había visto en el café. Como
Café Marisol es pequeño,
resulta casi imposible no reparar
en los que entran o se van.
Había sólo una mesa
desocupada, delante mío. El
padre sostenía a la hija con sus
dos brazos, y al avanzar advertí
que la muchacha presentaba una
discapacidad que le impedía
desplazarse sola. Tardaron
algunos minutos en ponerse
cómodos. La madre y su hija
quedaron sentadas dándome la
espalda, mientras que al padre
lo tenía de frente, a tiro de
cámara.
Como es habitual en Marisol a
la hora de almuerzo, Enrique les
llevó pan y pebre y tomó la
orden después de detallarles el
menú del día: sopa o ensalada y
un plato de fondo entre tres o
cuatro alternativas. No pude
seguir pensando en la cazuela o
en cualquier otra cosa que no
fuera lo que sucedía frente a mí,
en esa mesa. La mirada del
padre a su hija, amorosa, casi
embobada, con un brillo en los
ojos que tal vez lo soñé; la
manera delicada en que esta
madre le dio la sopa en la boca
lentamente, sorbo a sorbo, a esta
muchacha que no parecía
completamente ausente, pero
que no hablaba y que en estas
cosas, domésticas y cotidianas,
como sentarse a una mesa o
tomar una sopa, no podía
valerse por sí misma, me
permitieron asistir a una
intimidad que disparó mis
pensamientos. ¿Sería ella su
única hija? ¿La mirarían y la
tratarían siempre con la misma
delicadeza y amor con que yo
estaba viendo que la trataban en
este cotidiano almuerzo de un
día cualquiera de 2011?
Permanecí agazapado,
alargando el café, para no
perderme detalles. No sé si
sabría reconocer a esta pareja de
ciudadanos en el caso de que se
cruzaran ahora delante mío en la
calle sin su hija adolescente.
Eran físicamente comunes y
corrientes. Creo que él llevaba
chaqueta y corbata, igual que
miles y miles de empleados en
la gran ciudad, y que ella vestía
como visten la mayoría de las
mujeres de cuarenta años que
trabajan en alguna oficina de
Santiago. ¿Venían del doctor?
¿O de ir a comprarle zapatos o
alguna prenda de vestir? ¿O la
muchacha se encargó de
hacerles saber que ese día
necesitaba más que nunca su
compañía porque se sentía triste
y sola, y lo mejor sería salir a
almorzar fuera de casa? ¿Pasó
ella buena noche? ¿O se
mantuvo en vela pensando en
los que podían vivir con menos
dificultades motrices? ¿Se ha
enamorado alguna vez y ha
perdido la razón por amor?
Pensé en mis hijos. Y en si yo
soy delicado en mis
movimientos cuando me siento
a la mesa con ellos. Y por
supuesto supe que esta pareja
me estaba enseñando a tratarlos.
Entendí, aunque luego lo
olvidara, y aunque hoy escriba
estas líneas y vuelva a
recordarlo, que no hay mejor
manera de aproximarse a otro
que no sea dejándole un espacio
a la posibilidad de quererlo.
Aunque fuera levemente. Tal
vez no sea necesario querer
demasiado. Tal vez no sea tan
difícil hacerlo. A lo mejor me
estoy volviendo loco.
El otro día leímos en voz alta
con mi querida Edite Barbosa,
ella en portugués y yo en
castellano, el poema "Los
Estatutos del Hombre" de
Thiago de Mello, traducido por
Neruda. El poema, demasiado
utópico para algunos y por eso
mismo tal vez ajeno a la
condición humana, propone una
serie de decretos que aseguren
un mundo menos feroz y más
amable, y a unos habitantes de
la Tierra capaces de convertir
cualquier día de la semana,
"inclusive los martes más grises,
en mañanas de domingo". Sólo
una cosa queda prohibida,
escribe Thiago de Mello en los
Estatutos: "Amar sin amor".
No sé si volveré a ver alguna
vez en mi vida a esa pareja junto
a su hija adolescente y
discapacitada. Donde sea que
estén, ojalá queriéndose tanto
como vi que lo hacían en Café
Marisol: gracias.
Jueves 22 de septiembre de
2011
Con el alma
Días atrás expuse sobre el alma.
Qué decir, además de que no sé
casi nada sobre ella, salvo que
me importa, que se parece
mucho al espíritu y que escribo
con frecuencia el vocablo que la
nombra: alma.
Revisando lecturas posibles que
acompañaran estas cavilaciones
sobre el alma, me crucé con el
último texto en prosa que
escribió Raymond Carver. Era
un hombre joven, pero estaba
muy enfermo, sabía que le
quedaban solo semanas o meses
de vida, y tenía que hablarle a
un puñado de estudiantes de la
Universidad de Hartford que se
graduaban y se supone tenían
casi una vida entera por delante.
Entonces Carver eligió una frase
de Santa Teresa a la que
recurrimos como si se tratara de
un respiradero cuando
trabajamos con las palabras:
“Las palabras que llevan al
obrar preparan el alma, la ponen
presta y la mueven a la ternura”.
Carver les explicó a los
graduados su elección: “Casi
diría que hay algo místico en
estas palabras al decirlas con
total convencimiento.
Percibimos la frase como un eco
de otros tiempos más
considerados. La utilización, por
ejemplo, de la palabra alma, una
palabra que apenas se utiliza
fuera del ámbito de la iglesia o
de la sección soul de una tienda
de discos”.
Les decía Carver a los
estudiantes que el alma puede
habitar las palabras dichas y
escritas, y que por lo mismo hay
que cuidarlas, respetarlas,
escogerlas con delicadeza, y
sobre todo vincularlas a la
acción que de ellas pueda
desprenderse. Lo peor que le
puede suceder a una palabra es
existir como tal, lucir un cuerpo
y estar vacía, ser sólo cáscara,
caparazón, no resistir la
trizadura natural de la vida o
dejar en evidencia al primer
combate lo falsa que es.
“Presten atención al espíritu de
vuestras palabras, de vuestro
actos”, remató Carver, “es
suficiente preparación. Cuando
hayan pasado unos cuantos
meses y lo único que recuerden
sea haber asistido a un largo
acto público para celebrar el
final de una época de vuestras
vidas, intenten no olvidar que
las palabras, las palabras
correctas y verdaderas, pueden
tener tanto poder como los
actos”.
Sandra Lorenzano ensayó un día
unas instrucciones imposibles
para escribir: “Escribir para
intentar saber qué escribiríamos
si escribiésemos, escribió
Marguerite Duras. O escribir
para no morir, quizás. O para no
ser más que palabras. Escribir
porque no podemos hacer otra
cosa; porque no queremos hacer
nada más. Escribir rodeados de
libros aunque eso nos lleve al
silencio. Escribir con todo el
cuerpo. Escribir por los que no
están”. Escribir con el alma,
agrego.
¿Por qué escribe usted? se titula
un gran poema de Óscar Hahn:
“Porque el fantasma porque
ayer porque hoy:/ porque
mañana porque sí porque no/
Porque el principio porque la
bestia porque el fin:/ porque la
bomba porque el medio porque
el jardín”. Léanlo completo,
lleguen hasta el último verso, y
luego lean el poema que
Wislawa Szymborska le dedicó
al alma, que en una de sus
estrofas dice: “Podemos contar
con ella/ cuando no estamos
seguros de nada/ y tenemos
curiosidad por todo”.
Szymborska sabe que no hay
punto de partida más vital que
no saber, y sale a buscar las
palabras con las cuales viajará
incierta, curiosamente.
Sólo se puede escribir de
aquello de lo que no sepas
demasiado, pensaba Goethe.
Una proposición fascinante.
Buscar, husmear, orbitar, trazar
una ruta nunca antes recorrida,
avanzar a tientas, retroceder,
desviarte en el camino,
detenerte, creer que llegas y no
llegar. “Porque escribí no estuve
en casa del verdugo”, escribe
Enrique Lihn, “ni me dejé llevar
por el amor a Dios/ ni acepté
que los hombres fueran dioses/
ni me hice desear como
escribiente/ ni la pobreza me
pareció atroz/ ni el poder una
cosa deseable (…) Pero escribí
y me muero por mi cuenta,/
porque escribí porque escribí
estoy vivo”.
“Porque escribí” se llama el
poema de Lihn. Un poema para
ser leído con los ojos bien
abiertos, sin perderse detalles de
las palabras que lo habitan, de
los pliegues insinuados, del
silencio profundo e inevitable
que provoca terminar de leerlo.
Un poema escrito con el cuerpo
y con el alma.
Viernes 04 de noviembre de
2011
Macedonio
"Una de las felicidades de mi
vida es haber sido amigo de
Macedonio, es haberlo visto
vivir". Fue lo último que dijo
Borges frente a la tumba de su
amigo Macedonio Fernández un
día de 1952, en la despedida. El
texto completo del discurso de
Borges me lo envía un amigo:
leerlo —dice— ayuda a
sobrellevar cualquier dolor o
contratiempo, por machacón
que sea.
Borges afirma que un filósofo,
un poeta y un novelista
murieron con Macedonio
Fernández: "Fue filósofo porque
anhelaba saber quiénes somos
(si es que alguien somos) y qué
o quién es el universo. Fue
poeta, porque sintió que la
poesía es el procedimiento más
fiel para transcribir la realidad.
Fue novelista, porque sintió que
cada yo es único, como lo es
cada rostro".
Siento lo mismo que sentía
Borges de Macedonio respecto
de hombres y mujeres
importantes en mi vida:
felicidad de haberlos visto vivir
o verlos vivir. Basta
experimentar este sentimiento
para que la superficie de esa
palabra, felicidad, adquiera una
nueva textura. "La certidumbre
de que el sábado, en una
confitería del Once, oiríamos a
Macedonio explicar qué
ausencia o qué ilusión es el yo,
bastaba, lo recuerdo muy bien,
para justificar las semanas".
Antenoche y anoche vi con
amigos una conversación de
Warnken con el poeta argentino
Hugo Mujica. Muy buena. Uno
se entera de que Mujica hizo
durante siete años voto de
silencio en un monasterio. Fue
en esa época de su vida que
empezó a escribir. Antes
pintaba. Volvió un día de India,
de un largo viaje, y se encontró
con que su padre había muerto.
Mujica escribió un poema:
"Hace apenas días murió mi
padre,/ hace apenas tanto./ cayó
sin peso,/ como los párpados al
llegar/ la noche o una hoja/
cuando el viento no arranca,
acuna./ hoy no es como otras
lluvias/ hoy llueve por vez
primera/ sobre el mármol de su
tumba./ bajo cada lluvia/podría
ser yo quien yace, ahora lo sé,/
ahora que he muerto en otro".
Hubo momentos de la
conversación con Mujica en que
él parecía, como Macedonio, un
filósofo, un poeta y un
novelista. Me dejo llevar por el
eco de la conversación.
Escuchan en un momento el
sonido de la lluvia, escuchan a
Heiddeger leer en alemán unos
versos de Hölderlin, Mujica se
emociona y se entusiasma, dice
que el silencio no se cuenta, se
calla, y que es el escenario
perfecto para escuchar y
escucharse. Que antes que
hablar escuchamos. Que
podemos vivir mecánicamente o
detenernos a escuchar lo que
tenga para decirnos la vida. Que
a la máquina se le puede oponer
el latido. Que cada latido es una
oportunidad. Que él pensó en un
momento que lo más importante
era la paz, y ahora cree que es la
gratitud.
Pienso en algunos de mis
amigos. En uno que está
físicamente lejos, en Europa: no
sé si ahora mismo en Madrid o
en Zaragoza. Quiero ir a
agradecerle su vida, haberlo
visto vivir, verlo vivir. Se lo he
dicho, pero preciso hacerlo
ahora nuevamente. Me gusta
pensar que la única razón de
peso que tengo para ir a España
es verlo a él. Verlo a él y leerle
en voz alta unas pocas líneas, sé
que unas pocas líneas serán
suficientes para testimoniarle mi
gratitud. Y abrazarlo, por
supuesto. Y si se puede, ir
juntos al cine, y al bar, y
caminar, que a los dos nos
ayuda muchísimo. Pienso en
otro amigo, nonagenario, duro y
blando a la vez, al que le debo
un libro. Estoy escribiéndolo.
Quiero acabarlo pronto. Es mi
manera de agradecerle.
Comienza con una cita de
Norberto Bobbio: "Hay que
apresurarse. El viejo vive de
recuerdos y para los recuerdos,
pero su memoria se debilita día
tras día. El tiempo de la
memoria avanza al contrario
que el real: los recuerdos que
afloran en la reminiscencia son
tanto más vivos cuanto más
alejados en el tiempo estén
aquellos sucesos. Pero sabes
también que lo que ha quedado,
o lo que has logrado sacar de
aquel pozo sin fondo, no es sino
una parte infinitesimal de la
historia de tu vida. No te
detengas. No dejes de seguir
sacando. Cada rostro, cada
gesto, cada palabra, cada canto
por lejano que sea, recobrados
cuando parecían perdidos para
siempre, te ayudan a
sobrevivir". Pienso en mis
padres: en grabarlos y escribir
una pequeña historia de su
historia. Aunque sólo sean
fragmentos sueltos de una
biografía imposible, como todas
las biografías.
Viernes 18 de noviembre de
2011
José Mindlin
Me acabo de enterar, con casi
dos años de retraso, que José
Mindlin ha muerto. El bibliófilo
más importante y maravilloso
de Brasil y seguramente de toda
Sudamérica, vivía en Sao Paulo,
en el barrio Morumbí, y fue en
esa casa, en la que estuvo los
últimos sesenta años de su vida,
donde levantó la más hermosa
biblioteca privada que haya
visto hasta hoy.
José Mindlin era él también un
viejo hermoso. Sencillo,
inteligente, risueño, buen
conversador. Nos conocimos el
día en que fui a entrevistarlo a
su casa para la Revista del
Domingo. Me acompañó el
amigo y fotógrafo Héctor
Yáñez. Ese día Mindlin nos
regaló un libro suyo llamado
Una vida entre libros:
reencuentros con el tiempo. Me
lo devoré apenas regresé a Chile
en uno o dos días. Empieza así:
“El amor al libro y el hábito de
la lectura vienen de lejos y
constituyen uno de los intereses
centrales de mi vida. Esos
intereses pudieron ser atendidos
sin que el resultado fuese una
biblioteca de proporciones tal
vez excesivas, si me hubiese
limitado a los libros que
consiguiera leer, comprando un
libro cada vez, y sólo
comprando el siguiente después
de haber leído el anterior. Pero
no aconteció así, y no creo que
acontezca de esta manera en
nadie que yo conozca y que
realmente guste de los libros”.
Su declaración de principios no
puede ser más certera. Es
gracioso, en todo caso, que él
hable de una biblioteca “de
proporciones tal vez excesivas”.
Vivía en una casa grande, de
dos pisos y cielos altos, tapizada
de estantes con libros donde uno
mirara, y tuvo que construir otra
casa en el mismo sitio de más de
200 metros cuadrados para
guardar el resto de su colección
y mantenerla en condiciones
ideales para que no se dañara:
veintidós a veintitrés grados de
temperatura, cincuenta a sesenta
por ciento de humedad, luz
artificial de moderada
intensidad. Pero Mindlin no era
un fetichista de los libros o un
mero coleccionista. Él detestaba
esa manera de vincularse a los
libros. Lo suyo era amor
genuino a la literatura, a la
palabra escrita. Mindlin empezó
siendo un gran lector, y
probablemente no hay mejor
punto de partida para querer a
los libros.
Los que vivimos entre libros,
los que gozamos leyéndolos,
pensándolos, escribiéndolos,
editándolos, sabemos que en
nuestra biblioteca, por modesta
que sea, hay muchos libros que
aún no hemos leído, y lo mejor
es que tampoco sabemos cuándo
serán leídos, si es que eso ocurre
algún día. Compramos más
libros de los que somos capaces
de leer. Algunos de nosotros
incluso sin tener dinero nos
endeudamos de manera
irracional cuando encontramos
un librero amigo que acepta que
le paguemos con cheques a
fecha a dos o tres años plazo,
como es mi caso. Mindlin tuvo
la fortuna de ser un empresario
exitoso, y lo que ganó
trabajando lo fue invirtiendo en
libros y más libros. Su mujer,
Guita, lo alentó incluso en
momentos a perder todavía más
la razón por un volumen que lo
entusiasmaba y conmovía.
Cuando lo conocí, y entonces
Mindlin tenía ya 87 años, el
hombre seguía “lupa en mano
descubriendo y comprando
libros por todo el mundo con la
misma pasión con que los
garimpeiros buscan oro y
diamantes bajo la tierra”. La
suya, según sus propias
palabras, era “una locura mansa,
que no le hace daño a nadie; una
locura que da placer y que feliz
o infelizmente es incurable”.
Volví a Sao Paulo uno o dos
años después de aquella
entrevista, lo llamé por teléfono
para saludarlo antes de regresar
a Chile y me invitó a almorzar.
Jamás olvidaré ese almuerzo.
Tomé un taxi desde el otro lado
de la ciudad para ir a su
encuentro, y no es poco decir
esto en una de las ciudades más
extensas del mundo. Tardé una
hora y media en llegar, y me
estaba esperando con la mesa
servida más sana del planeta:
limonada, ensalada, bistec,
alguna fruta. Nos reímos
mucho, y terminé pagando la
carrera de taxi más abultada que
me hayan cobrado en toda mi
vida, pero también la mejor
gastada. Cuándo iba a tener
nuevamente el privilegio y el
placer de compartir con este
viejo maravilloso.
Esta mañana supe que José
Mindlin murió el 28 de febrero
de 2010 en un hospital de Sao
Paulo, y me senté a escribir
estas líneas. En aquel almuerzo,
Mindlin citó una frase de
Montaigne que está en su libro y
que guió sus días: “No hago
nada sin alegría”. “No siempre
lo logro”, decía, “pero al menos
lo intento”.
Viernes 02 de diciembre de
2011
Silencio de amor
Las últimas imágenes vivas que
conservo de mi hermana
Catalina: devorándose un
pedazo de torta de panqueque-
naranja y soportando mis
bromas, calzando chalas
blancas, mostrándoles a sus
sobrinos las fotos de su luna de
miel en el computador,
despidiéndonos de beso en la
puerta de mi casa el día del
cumpleaños número nueve de
mi hija Agustina.
Anoche vi una película divertida
y hermosa y me acordé mucho
de ella. Es nueva, en francés se
llama Todos los soles y en
español se tradujo como
Silencio de amor. Es de Philip
Claudel, el escritor y cineasta
francés que escribió Almas
grises, La nieta del señor Linh y
El informe de Brodeck, y que
dirigió esa tremenda película
titulada Hace mucho que te
quiero, donde una mujer es
acusada de matar a su hijo.
Claudel encuentra el modo de
salvar a sus personajes. En
Todos los soles o Silencio de
amor, un viudo profesor italiano
de música en Estrasburgo vive
con su hija de quince, Irina, y su
hermano, un pintor antisistema
que se ha marchado de Italia a
Francia apenas Berlusconi
asumió el poder y jura no salir
de casa mientras el magnate sea
Primer Ministro. En clave de
comedia, Claudel reflexiona
sobre la muerte y el amor, la
literatura y la vida, la soledad y
el poder.
He leído como una objeción que
la película deja cabos sueltos y
varios de sus personajes apenas
se insinúan. A mí me gusta que
sea así. Que el director no
pretenda controlar todos los
materiales con que se cuenta
esta historia. Una historia
mínima en la que los personajes
relevantes aparecen vinculados
a Alessandro, el profesor, que
además de hacer clases de
música barroca concurre a los
hospitales a leerles trozos de
libros a enfermos y forma parte
de un pequeño coro con
orquesta que ensaya durante
meses su presentación de gala.
No haré ningún ruido, estaré
ahí, nada más. Alguien lo dice
en algún momento de la película
y yo tomo nota. La frase es
como el título: Silencio de
amor. Estar sin decir, y que esa
presencia sea viva.
Que una presencia sea viva
puede significar muchas cosas:
por ejemplo, que se convierta en
una ausencia dolorosa, en vacío.
Alessandro, el profesor viudo,
lleva muchos años recordando
en fotografías y películas
familiares a su mujer, una rubia
bella y joven que murió en un
accidente cuando Irina era una
niña pequeña. Alessandro es un
duro de cabeza con el corazón
blando: tiene serias dificultades
para aceptar que su hija cumplió
quince años y quiere
experimentar por sí misma los
vericuetos de la adolescencia y
el crecimiento.
Silencio de amor. No haré
ningún ruido, estaré ahí, nada
más.
La mente de uno opera como un
extraño laberinto: veo la
película y pienso en mi
hermana, en su manera de estar
y no estar. Ha pasado un tiempo
desde el último día en que nos
vimos. Sé la fecha. Sé que era
domingo. Que usábamos ropa
de verano. Que era 20 de marzo.
Cuando la torta, las fotos en el
computador, sus zapatos
blancos, el beso de despedida
junto a la puerta. Lo que vino
después no tiene nombre. Aún
no hay palabras para definirlo y
describirlo, para contarlo. ¿Será
alguna vez un libro? No lo sé.
Pienso en una manera justa y
pacífica de honrar su memoria.
Ennio Moltedo le dedicó su
nueva edición de Concreto azul
a ella, a esa mujer a la que no
conoció pero que un día feliz de
su vida, cuando se casó, recibió
un libro suyo de regalo. En
recuerdo de Catalina Mouat
Croxatto dice la primera página
de Concreto azul. Cuando le
pregunté por teléfono a Moltedo
qué era Concreto azul en su
vida, me contestó con un
párrafo improvisado que es la
contraportada del libro: “La
poesía nace con la niñez. En
esos primeros años, en ese
mundo incierto en que todo te
maravilla o te impresiona,
causándote temores, está uno
observando y preparando la
poesía. No hay poeta que no
haya sido poeta-niño. Concreto
azul me ha parecido el inicio, la
razón de todo lo que hice
después. Ahí están los muelles
de Viña que ya no existen. Cada
vez que paso por ahí, los vuelvo
a construir”.
Silencio de amor.
Viernes 16 de diciembre de
2011
Una excusa
La pelota es una excusa, me dijo
un amigo una vez, hablando de
fútbol. Es verdad. Los noventa
minutos de partido son un
magnífico pretexto para vivir en
el juego y el sueño. No importa
que la naturaleza te haya hecho
malo para la pelota. No importa
que tu equipo caiga una y otra
vez. Basta con imaginar que
eludes a dos o tres en una
cancha de pasto y luego disparas
al ángulo, allí donde los
arqueros no llegan, allí donde
las arañas tejen su nido, como
relata el Cantagoles Mimica.
Recuerdo el primer gol que
marqué en mi nuevo colegio
durante un campeonato
intercursos en sexto básico. De
cabeza en la boca del arco frente
a un arquero quince centímetros
más bajo que yo. No tuve ni que
saltar. Ningún brillo. Pero por
alguna misteriosa razón no lo
olvido. Tampoco olvido que el
profesor de ciencias sociales me
palmoteó la espalda al finalizar
el partido: sabía lo que ese
cabezazo significaba para mi
autoestima. Yo venía recién
llegando a ese colegio y no me
hallaba.
Cierto día de 1989 empecé a
escribir la dedicatoria de mi
primer libro: Cosas del fútbol.
Demoré varios días en
escribirla. No quería que nadie
de los que entonces me
importaban quedara fuera del
festejo: “A mi abuelo Arnaldo
Croxatto, que me facilitaba sus
binoculares para ver más de
cerca a los jugadores de Audax
Italiano. A mi padre, que supo
celebrar mi primera comunión
llevándome al estadio ese
domingo gris del otoño de 1970.
A Mónica Blanco, que
coleccionaba fotografías de Tito
Fouillioux en su diario de vida”.
Están en esa dedicatoria mi
madre y mis hermanos, mis
amores, mis amigos de Apsi,
Dolores, “con la que charlé de
Boca Juniors en una micro rural
el mismo día en que se murió
Julio Cortázar”.
Cuando publiqué la nueva
edición corregida y aumentada
del libro en 2002, la dedicatoria
en vez de ser de una página fue
de siete. La reviso línea a línea,
cuento a sus protagonistas, son
más de noventa. Recorrer sus
nombres y los episodios
narrados es recorrer la vida de
uno. La pelota es una excusa:
“A Vesna Sekulovic, por esa
risa contagiosa con que
salvábamos los turnos eternos
del Apsi. A José Manuel Sahli,
el Tani, por ese asado a la
parrilla que hizo para que
viéramos juntos la final del
Mundial de Francia 98. A
Francisco Lombardi, que me
llevó en el bus de Sporting
Cristal al estadio Nacional de
Lima y en los camarines me
regaló la camiseta de Julinho, el
menudo puntero izquierdo”.
¿Habrá otro libro en el mundo
con una dedicatoria que ocupe
siete páginas completas? No lo
sé. Y si lo hay, me gustaría
leerla y que también fuera de
fútbol. Es probable que reedite
el libro en 2012. La dedicatoria
agregará a los nuevos afectos y
borrará a ese canalla al que ni
siquiera me esfuerzo en
nombrar.
Mi hija menor, Agustina, que
nació en 2002, me pide de
regalo de Navidad una tarjeta de
abonada de la U para entrar a
galería durante un año corrido.
No se quiere perder un solo
partido. Está entusiasmadísima
con la campaña del equipo. Saca
cuentas del próximo rival,
pregunta si valen los goles de
visita en la final. ¿Querrá ir en
las épocas malas, cuando la U
ande a los tumbos? Sería
hermoso que sí. El hincha se
fragua en la derrota. Perder.
Saber perder. Masticar una
goleada en contra: pedagogía
pura.
A veces me pregunto cuál es el
sentido de ganar un título para
un hincha. Y de celebrarlo como
un objetivo en la vida. Entiendo
lo que debe ser para el que lo
ganó en la cancha. Que jugó el
partido, que levanta la copa, la
besa, la agita, la pasea junto a
sus compañeros frente a los
hinchas que gritamos
alborozados, y que lo que
hicimos fue alentar, pifiar al
rival, empujar con nuestros
gritos a que los soldados
ganaran la guerra que se libraba
allá abajo. Qué extraña es la
identificación de uno con los
colores de un equipo. Qué
misteriosa genética la que lo
lleva a uno a adorar a un club
deportivo y al escudo de una
camiseta.
El fútbol que me gusta es
amateur. El que es excusa para
recuperar lo mejor de la
infancia. La del juego y el
sueño. Aunque el fútbol no
importe nada comparado con la
guerra, la muerte, el hambre y la
enfermedad. Debe ser por eso
mismo que nos gusta y nos
apasiona: porque vivimos en el
claroscuro, porque nuestras
almas son grises, porque
necesitamos a la insensatez y a
la fantasía como al aire que
respiramos.
Viernes 23 de diciembre de
2011
Quelcún
No recuerdo la primera vez que
escuché o leí esta palabra:
quelcún. Sí recuerdo que venía
explicada: se trataba de un
término chilote cuyo significado
nunca olvidé: refugiarse en
época de tormenta esperando
creativamente que el buen
tiempo regresara. Me gustó esta
imagen desde siempre. Tal vez
porque en algún sentido el
transcurso del tiempo normal de
la vida tiene un dejo de
tormenta, tal vez porque mi
naturaleza necesita altas dosis
de refugio para respirar
acompasadamente. No sé vivir
en guerra. Ni quiero aprender a
hacerlo. Me resisto. Como me
resisto a creer que no hay otro
camino para vivir que ir por las
calles ladrándole a medio
mundo y obsesionados con
proteger nuestro metro
cuadrado, frecuentemente
hipotecado a los bancos. La
mala educación de la que somos
testigos con pasmosa frecuencia
apenas salimos a la calle está
ganando la batalla pública.
Basta poner a la venta algún
objeto de interés más o menos
masivo para que el delirio y la
barbarie impongan sus modos.
Una entrada para un partido de
fútbol de alta convocatoria, la
oferta navideña de un regalo de
moda, debidamente publicitado
a los cuatro vientos. ¿Alguien
medianamente sensato puede
creer que por esta vía estamos
construyendo una sociedad con
mejor calidad de vida? Si nos
entendemos a nosotros mismos
primero que todo como
flamantes consumidores, no
hacemos otra cosa que rendirle
pleitesía al mismo modelo del
cual después nos quejamos que
estrangula nuestras vidas
domésticas de cada día. No sé si
esto tenga remedio. El negocio
de los medios es mostrarnos
cualquier alteración de la rutina
esperable para un día cualquiera
de la existencia humana, ojalá
con disparos, ambulancias,
fuerza policial y horror. No es
demasiado difícil conseguirlo:
entre una fauna de millones de
nosotros pujando por un pedazo
de sobrevivencia (sin olvidar
que los más ricos han diseñado
sus vidas para sobrevivir con
muchísimo dinero y no les gusta
renunciar a esa condición), y
con estadísticas feroces, como la
publicada el otro día respecto al
casi nulo interés de los chilenos
por entrar a las librerías (ni
hablar de lo que más se lee), es
frecuente que el desequilibrio
mental al que todos estamos
expuestos se concrete de un
modo que a ratos paraliza.
¿Alguien lleva una estadística
del contenido con que se
rellenan los noticiarios de cada
día? Tomárselos en serio podría
ser una buena razón para caer en
depresión. La condición humana
reducida a algo parecido a
escombros. Escasa o nula
reflexión. Un circo freak al
servicio de la sintonía online, el
people meter, ese invento cruel
y tarado que hace treinta años
parecía sacado de la ciencia
ficción. Quelcún. Reviso el
diccionario chilote: “Acción de
resguardar los barcos cuando
hay temporal”. El quelcún se
hace. No es pasivo. Es una
acción creativa. Se aprovecha
para calafatear y reparar las
embarcaciones, para compartir
un mate o una copa de licor y
contarse historias al calor de una
fogata en la noche, para darse
un tiempo de paz en medio de la
tormenta. La esperanza es que
amaine. Lo bonito que ofrece la
naturaleza es que en algún
momento el tiempo mejora. Y
las embarcaciones pueden
volver a su sitio, a la mar, y
nosotros podemos viajar en ellas
y desplazarnos. Otra cosa es la
naturaleza humana. Pocos
párrafos más lúcidos sobre este
asunto he leído que uno de Italo
Calvino en Las ciudades
invisibles. Cuando el horno no
está para bollos, vuelvo sobre
él: “El infierno de los vivos no
es algo por venir; hay uno, el
que ya existe aquí, el infierno
que habitamos todos los días,
que formamos estando juntos.
Hay dos maneras de no sufrirlo.
La primera es fácil para
muchos: aceptar el infierno y
volverse parte de él hasta el
punto de dejar de verlo. La
segunda es riesgosa y exige
atención y aprendizaje
continuos: buscar y saber quién
y qué, en medio del infierno, no
es infierno, y hacer que dure, y
dejarle espacio”.
Viernes 30 de diciembre de
2011
El barrio
Una señora vende paraguas de
dulce para la Navidad. Desde
hace unos años se instala
durante casi todo diciembre en
la misma esquina del barrio alto
de la gran ciudad. Complementa
sus ventas con un letrero hecho
a mano que firma con un
extemporáneo Viva Chile. En
casa hemos adquirido la
costumbre de comprarle
paraguas de dulce, papel de
regalo, cintas y adhesivos.
Sospechamos que sus ventas no
son malas, porque ha decidido
volver a la misma esquina cada
nuevo año. La señora que vende
paraguas de dulce pasa durante
diciembre todo el día en la calle,
desde las siete y media de la
mañana hasta las ocho de la
noche, y cuando tiene ganas de
ir al baño suele recurrir a la
buena voluntad de algún
comerciante del vecindario que
no se haga problema para
facilitárselo, casi siempre la
dueña de un bazar-librería que
abre como a las diez. La señora
que vende paraguas de dulce
para la Navidad estaba esta
mañana desesperada por ir al
baño. En palabras simples, se
meaba y el bazar aún no abría.
Corrió angustiada hasta el
edificio vecino al mío, y desde
la puerta le hizo señas al
conserje y le rogó para que le
abriera, indicándole con sus
gestos que se hacía, que por
favor le prestara un baño. El
conserje se hizo el loco, decidió
no mirarla, y por supuesto
tampoco abrió la puerta. Ella no
tuvo más remedio que
parapetarse detrás de un auto,
bajarse los calzones y orinar. El
conserje se hizo el loco no
necesariamente porque sea un
canalla insensible, aunque tal
vez lo sea. Ocurre que ese
conserje está contratado por un
administrador que a su vez está
contratado por un grupo de
vecinos entre los cuales, estoy
seguro, hay varios que verían
con muy malos ojos que la
señora que vende paraguas de
dulce para la Navidad en la calle
ocupe uno de los baños del
edificio. El conserje tiene miedo
de arriesgar un reto y hasta su
trabajo si se sensibiliza frente al
aleteo nervioso de una mujer de
la que no sabe ni su nombre. El
conserje piensa que podría
perder su trabajo porque su
trabajo es fundamentalmente
desconfiar. Desconfiar de todos
y cada uno de los desconocidos
que aparecen por el edificio y
que bien podrían ser ladrones o
asesinos. Se ve cada cosa en la
televisión. Gente muy mala.
Todos hemos escuchado
historias. La señora que vende
paraguas de dulce para la
Navidad no tiene la culpa, pero
si le abro la puerta y justo
aparece uno de los vecinos más
jodidos y me acusa de descuidar
la seguridad del edificio, capaz
que pierda la pega por culpa de
una señora a la que no conozco
y que jamás podría ayudarme a
conseguir otro trabajo. Así que
no pienso hacerle caso. En el
edificio de al lado al que quiso
entrar la señora que vende
paraguas de dulce es decir, el
edificio donde vivo yo, una vez
un vecino reclamó porque uno
de los conserjes se puso
trajebaño y se metió a la piscina
a reparar un desperfecto a vista
y paciencia de otros vecinos que
a esa misma hora se bañaban. A
ese ciudadano le pareció
inadmisible que uno de los
trabajadores del edificio ocupara
por un momento la misma
piscina en la que él y su familia
chapotean cada verano, aunque
en este caso ni siquiera lo
hiciera para refrescarse, sino
para ayudar a que el chapoteo
del señorito fuera sin
contratiempos. Tengo derecho a
pensar, entonces, que el
conserje que no le prestó un
baño a la señora en realidad lo
que hizo fue protegerse de una
mentalidad extendida entre los
de mi barrio, formando parte de
una maldita cadena que nos
tiene convertidos a ratos en unos
ciudadanos monstruosos, presos
de un modo de vivir del cual
deberíamos sentir vergüenza. Y
eso que el pedazo de barrio alto
donde vivo todavía tiene algo de
barrio. Rodolfo nos trae diarios
y revistas desde el quiosco de la
esquina. A Óscar le compramos
menudeo de almacén casi todos
los días. La Martita nos provee
de artículos de bazar y
escritorio. Si necesitamos un
remedio, a cuatro cuadras hay
una farmacia pequeña no
coludida, casi al lado del
peluquero y de donde
enmarcamos fotos y pinturas.
Hay también un bandejón
central arbolado donde es grato
caminar o andar en bicicleta, y
donde puñados de adolescentes
escolares se echan después de
clases con espíritu vagabundo.
La fruta y la verdura la trae don
Alberto. Nos apuntamos en un
cuaderno y pagamos cuando
podemos. Es el mismo barrio
que esta mañana mostró su peor
cara, obligando a una mujer que
vende paraguas de dulce en
Navidad a orinar en la calle, con
vergüenza, una vergüenza que
es a nosotros a quienes retrata.
Sábado 1 de Septiembre de
2012
Monumento mínimo
Me encontré casualmente con
Cristián Warnken en la librería
y me dijo que en un par de días
una artista brasilera iba a
realizar en el frontis de la
escuela de Derecho de la Chile
una instalación que podía
interesarme. ¿De qué se trata?,
pregunté. Esculturas de hielo,
contestó. No quise averiguar
más: ni la forma ni el tamaño de
sus esculturas, ni la cantidad, ni
el modo en que serían
transportadas y desplegadas en
el lugar, ni quién era ella ni
dónde las había instalado antes,
y menos qué hacía en Chile. Me
interesó muchísimo que unas
esculturas fueran concebidas
para existir un momento y luego
disolverse. Como el momento
artístico se concretaría un
miércoles de mañana, la misma
hora en que dicto unas clases de
magíster, en vez de quedarnos
en la sala invité ese mismo día
sin previo aviso a mis alumnos a
partir todos juntos al lugar
señalado.
Llegamos con la muchachada a
las diez de la mañana. Había
poca gente dando vueltas. Entre
ellos Warnken, que se preparaba
para transmitir en directo la
instalación a través de un canal
de televisión que se puede ver
en internet. Nos saludamos. Le
pregunté por la brasilera, y la
apuntó con el dedo. Allá estaba,
cerca de uno de los
congeladores. Pequeñísima de
estatura, con jeans y zapatos
cómodos, distinguiéndose del
resto porque lucía guantes
amarillos y llevaba una pequeña
mochila al hombro. ¿Cómo se
llama? Néle Azevedo. ¿Qué
edad tiene? Me acerqué a ella y
calculé: entre 45 y 55, creo.
Empezamos con los alumnos a
tratar de entender un poco más
lo que íbamos a ver desplegado
en un momento. Las esculturas
de hielo de Néle Azevedo eran
muy pequeñas, cabían todas en
un par de congeladores de esos
de helados de palito dispuestos a
prudente distancia uno de otro
en el frontis de la escuela de
calle Pío Nono. En vez de
chocolitos, lolys, creminos y
dankys, estos refrigeradores
contenían cientos de esculturas
pequeñas de hielo envueltas en
plástico que Néle Azevedo
había hecho con sus manos en
las últimas dos semanas. Seres
humanos de hielo, sin rostro
definido, trazados con simpleza,
sentados, en perfecta posición
para que a las diez y media de la
mañana se diera comienzo a
"Monumento mínimo" sin que
nadie hiciera sonar un pito ni se
leyera un reglamento de
participación. Todos los que
estábamos ahí entendimos que
podíamos ser parte activa de
este momento, y no nos
restamos: fuimos sacando de los
congeladores a estos pequeños
ciudadanos de no más de veinte
centímetros de estatura y los
llevamos a la escalinata para
dejarlos ahí, mirándonos
fijamente.
Maravilla: con la ayuda de
niños, jóvenes, adultos y
ancianos, en unos quince o
veinte minutos, cientos de
hombres y mujeres de hielo
estaban cómodamente sentados
frente a nosotros representando
la vida, existiendo fugazmente,
en algunos casos trizándose, la
mayoría empezando a derretirse
con el correr de los minutos.
Eran esculturas en movimiento.
Fue hermoso en un momento
verlas animadas, simulando una
pequeña comunidad de hombres
y mujeres no demasiado
diferentes a los que estábamos
ahí y habíamos ayudado a
colocarlas sobre las escaleras.
Había esculturas perfectamente
alineadas, otras emparejadas,
algunas haciendo grupo aparte.
Una hora estuvimos en el lugar
con los alumnos y luego
partimos a tomar un café para
entibiarnos, especialmente
nuestras manos que habían
estado en contacto directo con el
hielo que Néle Azevedo
transformó en figuras humanas.
Me despedí de los estudiantes
poco antes de mediodía y volví
al lugar. Quedaba muy poca
gente, tres o cuatro personas.
Había pozas de agua y chongos
de hielo sobre las escaleras.
Néle Azevedo en el centro daba
una entrevista a un canal de
televisión, al parecer extranjero.
Esperé a que dejaran de grabar y
me acerqué a ella. La abracé, le
di las gracias y la escuché decir:
"Mis esculturas son algo así
como lo contrario de la historia
oficial. Los monumentos
clásicos existen para la
eternidad, quieren perpetuarse.
Yo hago monumentos mínimos,
que se disuelven igual que
nosotros en el mundo. Al
hacerlos sin rostro, quiero
reconocer al ciudadano de a pie,
quiero homenajear al hombre
común".
Viernes 14 de septiembre de
2012
Recetas mágicas
La historia es más o menos así:
Edite Barbosa era una
muchacha idealista que vivía en
Río de Janeiro y quería hacer
algo por cambiar el mundo
injusto que la rodeaba. En 1970,
en plena dictadura militar, se
sumó como voluntaria a un plan
de alfabetización promovido por
el gobierno: "Éramos un grupo
de jóvenes que permanecíamos
ignorantes de lo que pasaba en
los calabozos, seducidos por las
promesas de progreso que nos
hacían los militares". La tasa de
analfabetismo que afligía a
Brasil en ese momento era
dramática: prácticamente un
tercio de la población no sabía
leer ni escribir. Edite se
inscribió en un curso rápido de
capacitación para
alfabetizadores, y al cabo de una
semana tenía muy bien
aprendidos los manuales de
profesor y alumno con los
cuales emprender la tarea. En
agosto de ese año le asignaron
un grupo de mujeres a las que
debía enseñarles a leer y
escribir. Las clases eran diurnas
en un local cercano a su casa y
el colegio, en la zona sur de Río,
entre Ipanema y Botafogo.
Tenía cuatro meses para cumplir
con el objetivo. Ella, una
muchachita carioca llena de
sueños, se enfrentó a un racimo
de 14 mujeres de mediana edad:
"Me encontré con 14 señoras
humildes, tímidas, con esa
mirada de sumisión que tantas
veces he visto a lo largo de mi
vida. Gente que cree ser menos
que uno, que cree que por no
tener dinero o educación,
tampoco tiene valor. Gente a la
que nosotros logramos marcar
de un modo cruel,
convenciéndolas de su
minusvalía". Se presentaron las
14 mujeres un lunes a las dos de
la tarde dispuestas a aprender.
Casi todas ellas eran "empleadas
domésticas de los
departamentos de lujo del
barrio, y solo una les había
contado a sus empleadores que
no sabía leer". Habían
encontrado una manera de
tomar la micro correcta o de
saber qué llevar cuando iban de
compras al supermercado, pero
su analfabetismo las hacía
pensar que tarde o temprano
enfrentarían dificultades en el
trabajo y en la vida que no
podrían sortear. El curso
contemplaba clases de dos horas
tres veces a la semana. En la
primera clase, Edite Barbosa
advirtió una dificultad para la
cual no se había preparado:
"Ninguna de ellas sabía tomar
un lápiz y hacer la exacta
presión para poder diseñar las
letras. ¿Cómo les iba a enseñar
el ma-me-mi-mo-mu si no
tenían habilidad para manipular
un lápiz?". Diseñar las letras fue
apenas el primer problema.
Edite se esforzaba en enseñar
una familia del abecedario, y a
la semana siguiente verificaba
que todos la habían olvidado
completamente. Al cabo de un
mes de trabajo, estaban donde
mismo habían empezado: en el
punto cero: "Miraba a estas
señoras que me tenían como su
profesora, llenas de esperanza, y
me daban ganas de arrancar".
Un día de fines de septiembre,
vino Francisca con un libro de
recetas de cocina y un dejo de
desesperación: su patrona le
había pedido que preparara un
postre, el "Quindim", y ella no
se había atrevido a confesarle
que no sabía leer. Francisca le
rogó a Edite que la ayudara, y
Edite, que no sabía freír un
huevo, quiso arrancar
nuevamente. De pronto las
mujeres rodearon al libro de
cocina y entonces se produjo la
magia. Edite empezó a leer la
receta del "Quindim" y
Francisca tradujo lo que
escuchaba en dibujos: 12 yemas
de huevo se convirtieron en 12
óvalos amarillos, y así fue como
encontraron un primer lenguaje
a través del cual las mujeres
pudieran ir leyendo la receta. El
curso de lectura se convirtió
desde ese momento en un curso
de cocina a través del cual se
aprendía a leer y escribir: "Todo
tuvo sentido: las letras, el baño
maría, la alquimia de la
gastronomía y el placer de ir
descubriendo algo nuevo. No
recordaba en mi corta vida
haberlo pasado tan bien como
en esas tardes de primavera con
mis señoras". A principios de
noviembre, a Edite le sacaron
las amígdalas y esa semana no
pudo ir a clases. La operaron un
lunes en un hospital público,
uno de esos hospitales donde las
visitas son limitadas en número
y horario: "Al día siguiente vi
desfilar por mi cabecera a todas
mis alumnas, que de alguna
forma habían burlado al sistema
y me traían, cada una, un manjar
de los cielos preparado por ellas
a partir de una receta del libro
de cocina que habíamos usado
como manual de alfabetización.
Nunca olvidaré esa emoción.
Aprendí en ese momento que el
magisterio es un oficio
maravilloso, y que el
intercambio de aprendizaje es
para toda la vida, independiente
de quiénes son los alumnos y
quiénes los profesores. Todos
aprendemos. Mis señoras
aprendieron a leer. Fueron de
los pocos realmente
alfabetizados por el programa.
Yo, además, aprendí a cocinar".
Sábado 22 de Septiembre de
2012
Utopía
A veces vivo como si estuviera
en medio de una batalla,
formando parte de un ejército
que se moviliza junto a sus
tropas sin un objetivo preciso,
pero con la obligación de
avanzar. Visto desde fuera, no
parezco agitado. Nadie me ve
correr, pero yo sé cuán fatigado
estoy. Se cansan la mente y el
cuerpo de vivir sin pausa.
Afortunadamente, el espíritu
permanece aún erguido para,
por ejemplo, detenerse a leer en
silencio y a veces en voz baja
imitando al escritor que alguna
vez enhebró esos textos. No es
poca cosa. He aprendido con los
años a valorar el peso y la
fortaleza del aliento espiritual,
el buen humor y el silencio. No
se trata de ser un optimista
histórico, como se llamaba a sí
mismo un jefe que tuve en
tiempos de la dictadura que
sabía que tarde o temprano
soplarían vientos mejores. Más
bien intento hacer foco y
reconocer que prefiero entre un
abanico inmenso de
posibilidades unas pocas cosas
que me ayuden a vivir. La
poesía, la risa y el silencio entre
ellas. Y dentro de la poesía,
Wislawa Szymborska: "Prefiero
que me guste la gente a amar a
la humanidad. Prefiero en el
amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas que no
me prometen nada. Prefiero la
tierra vestida de civil. Prefiero
no preguntar cuánto me queda y
cuándo".
Entre los muchos regalos que
recibo diariamente, está lo que
leen mis amigos y comparten
conmigo. Ayer me enviaron un
breve fragmento de
Fermentario, libro del uruguayo
Carlos Vaz Ferreira. Me dejó
pensando y también me abrigó:
"Un argumento en favor de
utopías que parezcan
irrealizables, es que la
organización social actual
parece una utopía; de absurdo,
de sufrimiento, de desigualdad,
tan irracional e inverosímil; y,
sin embargo, ¡hasta eso ha
podido realizarse!".
Nadie puede discutir que el
mundo está horrorosamente
organizado en los tiempos que
corren, y el que lo niegue o es
un gran cínico o un tonto sin
remedio. El asunto es cómo
reaccionamos frente al
problema. Porque podemos
silenciarlo, hacernos los
imbéciles, restarle importancia,
negar cualquier tipo de
participación en él, abrumarnos
hasta la parálisis o, por ejemplo,
convertir en un gesto interior lo
que Vaz Ferreira escribe. Una
amiga me decía el otro día que
alguna vez creyó en las
revoluciones sociales y políticas
de inspiración humanista que
pretendieron cambiar el mundo
de modo radical. Por supuesto
dejó de creer. No es ciega. Vio
cómo se inmolaron en el camino
o cedieron a la lógica del poder
y acabaron fracasando
rotundamente, regalándole casi
todo el protagonismo a su rival,
el capitalismo salvaje, que hoy
hace y deshace a su antojo. Mi
amiga me hablaba del valor de
la revolución personal, de
provocar un cambio interior que
acabe iluminando el modesto
radio de acción en que nos
movemos. Lo pequeño es
hermoso. Y que por irradiación
pudiéramos ir mejorando las
cosas. Queriéndonos un poco
más. Cuidando la palabra.
Viviendo el presente.
Aceptando nuestra fragilidad,
nuestra vulnerabilidad.
Integrando las zonas de sombra,
de misterio, de vacilación, de
incertidumbre.
Iluso sin vergüenza de serlo, me
aferro a la nueva utopía
imaginada por mi amiga como
Szymborska se aferraba a la
poesía y al "no sé" como a un
oportuno pasamanos. En las
últimas líneas de Fermentario,
Vaz Ferreira se preguntaba si
sus reflexiones traerían algún
consuelo al lector. "Tal vez
ninguno", respondía él mismo:
"Pero aunque no traigan ningún
consuelo, podrían enseñarnos a
interpretar el verdadero sentido
de la inquietud humana y no
agregar, a los dolores y horrores
inevitables, el dolor y el horror
supremo del pesimismo moral".
Amo el arte que se esmera en
formular preguntas, que no sabe
a dónde va y sin embargo
avanza a tientas porque lo
mueve el fuego de una búsqueda
ética y estética. El pesimismo
moral al que se refiere Vaz
Ferreira abruma, aflige,
anestesia, duerme, asfixia.
Experimentar una modesta
utopía alienta, estimula,
despierta y abre un espacio a la
creación. Ambiciones cortas,
dice mi amigo médico en
Zaragoza. Sueños modestos,
realizables, dice mi amiga poeta
de calle Vaticano. Yo digo: aire
en los pulmones, que suba y
baje acompasadamente.
Viernes 28 de septiembre de
2012
Alicia Vega
Álvaro Matus trabajó durante
meses junto a Alicia Vega para
sacar adelante un libro
maravilloso: Taller de cine para
niños. Cada vez que Álvaro me
habló del libro mientras lo
estaban preparando, lo hizo con
admiración hacia Alicia Vega y
orgullo de ser parte del
proyecto. Ahora que tengo el
libro en mis manos y acabo de
terminar de leerlo, sé de qué
hablaba Álvaro: la mujer es
sencillamente fuera de serie y
ama al cine como pocos en este
mundo. Hay una historia vivida
por la madre de Alicia que
explica la persistencia de su hija
en estos talleres de cine a
grupos de niños pobladores a lo
largo de ya veintisiete años. Su
mamá vivía en una casa de calle
Manuel Rodríguez, y la
construcción de la autopista
norte-sur la obligó a dejarla. Su
mamá tenía entonces setenta
años: "Se instaló en el barrio
Bellavista y de inmediato se
puso a regar y preparar la tierra
en una plaza seca y triste, que
apenas tenía dos árboles
flacuchentos. Al primer niño
que iba pasando lo invitó a que
la ayudara. Al mes había veinte
niños, con palitas que ella les
compró y todas las semanas los
invitaba después del trabajo a su
precioso jardín de helechos para
que tomaran Coca-Cola y
comieran confituras. Todos los
años esos niños iban a saludarla
en la noche de Año Nuevo,
llegaban hasta su cama del
segundo piso, y lo hicieron
hasta que ella murió, de 95
años". Hasta antes de leer Taller
de cine para niños sabía de
Alicia Vega como tantos otros
chilenos: a través del
documental de Ignacio Agüero
Cien niños esperando un tren.
Que no es poco: la película
narra documentadamente la
experiencia de Alicia y sus
talleres de cine, y es alucinante
advertir cómo los niños son
niños en cualquier latitud y se
fascinan por jugar,
independiente del mundo hostil,
precario o violento en que
vivan. Leyendo Taller de cine
para niños, uno se entera de que
Alicia Vega no pudo hacer sus
talleres en 2010 por falta de
financiamiento. Una experiencia
educativa de varios meses que
cuesta en total algo así como
diez mil dólares no pudo
llevarse a cabo después de un
cuarto de siglo de mucho trabajo
e inventiva porque no hubo
dinero para pagarlo. Cuando es
entrevistada por Álvaro Matus
en la parte final del libro, dice
que en ese momento aún no
sabe si podrá realizar su taller
en 2012. Una ironía. Pocos
esfuerzos humanistas que ponen
a la creatividad en el centro (y
cuya fuerza política es
invaluable porque intentan
mostrar un mundo donde es
posible entenderse y vivir
exitosamente experiencias
colectivas a pesar de todas las
dificultades) existen en el
planeta como el realizado por
Alicia Vega, y aún cuesta
muchísimo encontrar diez mil
dólares al año para realizarlo.
Taller de cine para niños incluye
testimonios de talleristas
impresos textualmente, con
faltas de ortografía, donde se
revela con respeto y elocuencia
su mundo y su lenguaje:
"Concidero que el taller saca
todo lo bueno de dentro de
nosotros, y creo que no se
deveria ir nunca porque empieza
a enseñar los valores que
tenemos dentro de nosotros".
Leer este libro es saber lo que
expresan los padres de los niños
que asisten a los talleres: "Mi
hijo practicaba mucho su
nombre para poder escribirlo en
el taller, volvía muy contento
con sus trabajos, y en especial
un día cuando actuó de enanito
en Blanca Nieves". Leer este
libro ayuda a reflexionar sobre
cómo ha ido cambiando el
espacio social de las
poblaciones en los últimos años.
El párroco de La Legua se
demoró en entregar su positivo
informe del taller de cine de
2007 porque en esos días
ocurrieron hechos en la
población que lo mantuvieron
muy ocupado: "El suicidio de
una niñita de doce años,
Melanie, alumna de la escuela
que no participaba en el taller; y
la muerte de una señora, al
interior de su casa, por una bala
perdida". Mientras tenga energía
y lucidez, Alicia Vega
continuará su labor: "Sé que la
violencia vuelve y la pobreza se
mantiene, pero también sé que
el cine es una de las
experiencias más arrebatadoras
que existen. Allí en la oscuridad
de la sala, junto a otros seres
semejantes, me emociono con la
belleza de ciertas imágenes. Ser
testigo de cómo los niños
sienten estas mismas vivencias
ha sido una de las mayores
alegrías que he tenido y quizá
sea la razón principal por la que
he estado dirigiendo durante
más de dos décadas un taller de
cine para niños pobladores. Sólo
tengo una certeza: estas
aspiraciones no se pueden
acallar".
10 de noviembre de 2012
Guadalajara
Leo con interés la carta que
Germán Marín le mandó al
curador del envío chileno a la
Feria del Libro de Guadalajara,
Beltrán Mena. La carta se hizo
pública, la estoy leyendo en el
diario. En ella Germán le dice
que declina la invitación a
Guadalajara: “Al margen de
proteger mi estado de salud ante
ese viaje, también he concluido
que no deseo involucrarme,
directa o indirectamente, con el
actual gobierno. Éste adolece de
una falta de credibilidad que en
la cultura lo demuestra, entre
otros aspectos, su política de
adquisición de libros, errada y
parcial”. Marín no fue el
primero en bajarse. Semanas
atrás, Matías Rivas, director de
Ediciones Diego Portales, había
hecho lo propio criticando
igualmente la política de
compra de libros por parte del
Estado, ajena en su mayoría a
criterios artísticos y literarios.
A mí, como a Rivas y Marín,
también me indignó leer la lista
de libros comprados este año
para ser entregados a la red de
bibliotecas públicas. Escasa
literatura y títulos que
derechamente llevan a la
sospecha. Como editor
independiente, participé con los
libros que Lolita Editores había
publicado en 2011, y perdí en
todos los casos. No compraron
ninguno de nuestros títulos.
Quedamos en algunos de ellos
en unas ridículas listas de
espera, que ciertamente jamás
van a correr. Algo así como un
saludo a la bandera para que no
digan que nuestros libros no
fueron considerados. Cada libro
recibió una determinada
puntuación del jurado, y en
todos los casos nuestros textos
no alcanzaron el puntaje
necesario para ser dignos de
estar en una biblioteca pública.
No soy nadie para pedir
explicaciones, pero habría sido
interesante escuchar de boca de
los evaluadores por qué un libro
de introducción al vóleibol (que
no conozco y por ahí es
extraordinario) le sacaba tantos
cuerpos de ventaja al magnífico
ensayo que Agustín Squella
escribió titulado “¿Cree usted en
Dios? Yo no, pero…”, que sí
conozco y doy fe que merecería
ser leído por cualquier
ciudadano interesado en
reflexionar sobre los distintos
estados en que uno puede
moverse en materia religiosa: fe,
duda, agnosticismo y ateísmo.
A diferencia de Germán y
Matías, que habían sido
invitados por Beltrán Mena y
desistieron de viajar, yo fui
invitado a Guadalajara y voy a
ir. Comparto plenamente las
críticas de ambos a lo que revela
la última compra estatal de
libros. Tal vez la única
diferencia importante con ellos
es que a mí no me parece
significativo desde ningún
punto de vista declinar la
invitación. No creo que ir allá
suponga nada desde el punto de
vista político. Ni adhesión ni
aprobar tácitamente lo que haga
el gobierno de turno en estos
asuntos. Tampoco creo que estar
en la Feria del Libro de
Guadalajara le otorgue a uno
una credencial especial o se
convierta en una experiencia
imperdible. En estricto rigor, la
Feria de Guadalajara no me
importa nada. Nada de nada.
Las mesas redondas fabricadas
en serie me tienen sin cuidado:
no me gustan las de la Estación
Mapocho, ni las de Guadalajara,
ni las de Castro, Puerto Montt,
Chillán o Los Andes, por citar
ferias a las que me han invitado
y a las que he concurrido feliz
de la vida para presentar un
libro frente a ciudadanos
curiosos que a veces quieren la
literatura, y en la mayoría de los
casos simplemente pasan por
ahí o matan el tiempo. Creo que
lo mejor de ir a Guadalajara será
poder encontrarme con buenos
libros que querré leer. Voy por
apenas tres días, que es lo que
dura la invitación. No voy a
hacer vida social ni a aparecer
en alguna fotografía. No voy a
hacer lobby a favor de Lolita
Editores ni a pintar el mono con
nadie. No soy de andar en
patotas ni de firmar manifiestos.
Me tocará hablar en un par de
mesas del Empampado
Riquelme y de literatura y
fútbol, y sé que mi vida no
cambiará en lo sustantivo por
hacerlo o desistir de estar allí.
Voy y eso no me convierte en
embajador de ningún gobierno:
con dificultades me represento a
mí mismo. A poco andar, casi
no tengo dudas, la Feria del
Libro de Guadalajara 2012 con
Chile como invitado especial
será olvidada completamente, y
de ella quedará en mí el
recuerdo tenue de la cerveza que
me tomé con un amigo y la
lectura atenta de tres o cuatro
libros maravillosos que me
traiga en la maleta. Lo demás:
puro cotilleo.
Viernes 16 de noviembre de
2012
Gordo lindo
El viernes 2 de noviembre fui
por el día a Viña del Mar a
dejarle un libro a un amigo. Al
regreso, entrada la noche, recibí
un llamado telefónico desde
Concepción: Juan Félix Burotto
había muerto el día anterior en
Santiago, y ese viernes a las
cinco de la tarde lo habían
enterrado en el Cementerio
Israelita de la ciudad. Quedé
aturdido con la noticia. Juan
Félix estaba enfermo, se trataba
de un cáncer, pero la última vez
que hablamos (unas tres
semanas atrás) me contaba del
tratamiento de la misma forma
como lo hizo desde que empezó
con él en octubre del año
pasado: con optimismo,
serenidad, entereza y humor.
Recuerdo perfectamente esa
noche de octubre, la última en
que hablamos: yo venía de una
sesión de taller y le decía que
estaba cansado, que los nuevos
libros de Lolita Editores me
tenían de cabeza, pero que ya
pronto, en noviembre, habría un
poco de paz para volver a
encontrarnos. Hacía meses que
no nos veíamos, desde que
fuimos con la Solcita a comer a
su casa en pleno invierno y la
Norita, su mujer, preparó unas
exquisiteces, y después nos
despaturramos los cuatro en el
living en unos sillones muy
modernos a ver con anteojos 3D
conciertos de música clásica,
interpretados en piano o
dirigidos por Daniel Barenboim,
y la primera parte de la
fantástica película Hugo de
Scorsese. Lo que más nos
divertía de Juan Félix esa noche
era su fascinación tecnológica:
un brillante profesor de
epistemología como él, que
reflexionó tantas horas de su
vida sobre el valor del
conocimiento y sus distintas
caras, de aura siempre elegante,
barba muy larga y kipá en la
cabeza, gozaba como cabro
chico con los anteojos 3D, el
televisor gigantesco pantalla
ultradelgada y el equipo blue-
ray que nos permitía ver los
dedos del pianista en alta
definición. Volví a casa
encantado con la velada, los
abrazos que nos dimos y las
copas de tinto que nos tomamos,
la calidez extrema de la Norita y
la buena comida, asunto
fundamental para un sibarita
como Juan Félix. Esa noche
apenas hablamos de la
enfermedad. Lo suficiente para
saber que las sesiones de
quimioterapia seguían
haciéndose regularmente, y que
él las toleraba
extraordinariamente bien. El
cáncer parecía controlado. Al
menos a mis ojos, no se me pasó
por la cabeza que Juan Félix
Burotto fuera a morirse pronto.
Al menos de cáncer no se iba a
morir por un largo tiempo. Los
mejores médicos lo trataban
bajo la atenta supervisión de su
hijo Mauricio, también
oncólogo, que desde Estados
Unidos -donde vive-
monitoreaba todo lo que se
hacía con el gordo lindo. El año
pasado, hasta antes que la
enfermedad se hiciera visible,
estuvimos muy juntos. Él y
Norita nos acompañaban a todas
las presentaciones de Lolita en
el Teatro Bellavista. Juan Félix
era el primero en llegar y el
último en irse; no perdonaba no
concluir la velada tomándose un
vino con los amigos. En agosto
fuimos en auto a Concepción a
rendirle homenaje a su gran
amigo Américo Grunwald,
muerto en octubre de 2010. Y
aprovechamos el viaje para
presentar el último libro de Tito
Matamala, La noche de los
muertos vivientes, en un café
entrañable llamado "Años Luz".
Estuvimos con la familia de
Grunwald en su casa de avenida
O'Higgins y alojamos en un
hotel modesto, tan modesto
como el desayuno que
recordamos por varias semanas
por lo trasnochado y escuálido.
Acordamos que cuando
volviéramos a Concepción,
cambiaríamos de hotel, por
supuesto. Norita abasteció el
viaje en auto por la carretera
con un termo de inmejorable
café bien caliente y sándwiches
que hacían aullar de placer a
Juan Félix. Nuestra relación era
puro cariño y felicidad. Fue así
desde el comienzo, cuando en
enero de 2005 me invitó a la
Feria del Libro de Puerto Montt
para presentar El empampado
Riquelme y Chilenos de raza.
Siento deseos de rebobinar la
cinta, de volver a ir con Juan
Félix a ese boliche sin vista al
mar a almorzar puré con pollo y
contarnos la vida el mismo día
en que nos conocimos. Esa vez
hablamos de Auschwitz y de su
hijo David, que se ahogó en
Concepción cuando solo tenía
catorce años de edad. Ayer
fuimos con la Solcita al
Cementerio Israelita donde
descansan sus restos, un
mediodía de mucho sol. Su
tumba es apenas un montón de
tierra aún sin nombre. El letrero
de madera, provisorio, que dice
Juan Burotto y su fecha de
muerte, 1 de noviembre de
2012, ya está terminado en la
oficina de administración del
cementerio, y será colocado
junto a la tumba en los
próximos días.
15 de diciembre de 2012
Di su nombre
Me encantó viajar a México a la
Feria del Libro de Guadalajara.
Fuera del disfrute que significa
alojar como invitado durante
cuatro noches en un hotel
magnífico que no podría
pagarme por mis propios
medios, compartí con una
delegación chilena grata,
interesante y diversa. Lo que
dije un mes antes de viajar sobre
el escaso o nulo interés que
podían ejercer en mí la infinidad
de conferencias y
presentaciones de Guadalajara
se fue al tarro de la basura. Qué
tonto es uno cuando se adelanta
prejuiciosamente a lo que vivirá,
negando la posibilidad del
asombro. Me traje una maleta
de libros para que me
acompañen durante este año y
viví momentos estupendos.
Pude alternar, por ejemplo, con
el fotógrafo Luis Poirot: además
de asistir a su impecable
recorrido de cincuenta años de
fotografía retratando artistas
chilenos, conversamos y nos
apasionamos hablando de la
fuerza vital de una mirada, de la
importancia de los ojos en un
retrato, de la trastienda de
ciertas fotografías suyas, como
aquella de Raúl Ruiz en sus
últimos días, de José Donoso,
de Francisco Coloane, de Víctor
Jara y cuyo crimen, lo dijo
Poirot con voz firme en
Guadalajara, lo suscribo, no
puede ser perdonado ni
olvidado.
Había ido junto a mi familia a
ver la muestra de Poirot en el
Teatro del Lago en Frutillar el
último verano. Dejamos incluso
unas notas con mi hija Antonia
en el cuaderno de visitas. Fue un
lujo comentar esta vez con el
propio autor su trabajo y esa
inmensa verdad de que un
retratista acaba retratándose a sí
mismo en las fotografías que
captura.
De Diego Zúñiga recibí una
recomendación precisa: el libro
Di su nombre, de Francisco
Goldman, editado por Sexto
Piso en español. La historia de
Aura, joven escritora esposa de
Goldman y promesa de las letras
mexicanas, que al cabo de
apenas dos años de matrimonio
se ahoga en una playa de
Oaxaca. La familia de la
muchacha culpa a Goldman de
su muerte, y a partir de esta
suma de dolores y pérdidas el
autor escribe un libro imposible
de imaginar. Zúñiga me lo
recomendó a mí, y yo se lo
recomendé a la sicóloga Neva
Milicic, que también formó
parte de la delegación y a la que
agradezco haber conocido. Gran
lectora y compañera de mesa, a
la hora del desayuno nos
mostrábamos los libros que
habíamos comprado en la feria
el día anterior. La ayudé a
cargar la maleta cuando nos
veníamos y parecían piedras.
Entre los libros que se trajo
Neva había uno de Andy
Hargreaves (una de las mentes
lúcidas de hoy en materia
educativa) que se llama
Profesorado, cultura y
postmodernidad cuya
dedicatoria es preciosa: “Este
libro está dedicado a mi madre y
a mi difunto padre. Aunque se
les negaron los beneficios de la
educación que merecían,
siempre apreciaron su valor.
Tras el fallecimiento de mi
padre, mi madre apoyó
decididamente mi propia
educación, tanto durante como
después de la etapa obligatoria,
a veces a costa de considerables
sacrificios personales. El
sacrificio es una de las virtudes
humanas más pasadas de moda
y menos valorada. Para mi
madre, y las personas de su
sexo, clase social y época,
constituía la forma suprema de
amar. Especialmente para
quienes lo ofrecen, el sacrificio
no precisa devolución, sino solo
aceptación y redención. A
quienes actuaron así por el
futuro de sus hijos, y a mi
madre en particular, va dedicado
este libro”.
Una noche salimos a comer con
Juan Villoro, Martín Caparrós y
Juan Pablo Meneses a Santo
Coyote, un local parafernálico al
que nos condujo Villoro porque
jugaba de local. A excepción de
unos insufribles mariachis que
tronaron cerca nuestro en un par
de ocasiones, comimos unos
tacos sublimes. Villoro,
Caparrós y Meneses fueron
animadores un par de días
después de una mesa sobre
crónica latinoamericana que
puso de relieve a un género que
goza de buena salud porque
ofrece literatura de alto vuelo
realista. Fue bueno
acompañarlos esa mañana,
como también seguir de cerca a
los jóvenes cronistas mexicanos
que arriesgan el pellejo
escribiendo del mundo narco en
el libro Generacion Bang.
Escuchar el testimonio de
Marcela Turati, a punto de
quebrarse varias veces mientras
contaba su trabajo, es una
lección de honestidad
profesional que conservo como
uno de los puntos altos de mi
paso por la Feria del Libro de
Guadalajara.
22 de diciembre de 2012
En pausa
1 La vida de uno en un
reproductor de música o de
películas, eso quiero. Y apretar
el botón de pausa. Dos amigos
en no demasiado tiempo se han
muerto este año, Ennio Moltedo
y Juan Félix Burotto, y aún no
me detengo a tomarle el peso a
su ausencia. Fui a despedirlos al
cementerio, en Valparaíso, en
Huechuraba, pero aún no sé
realmente cómo es vivir sin
ellos. Leo de Moltedo la
primera edición de Concreto
azul que publicó en 1967
Editorial Universitaria. Me la
regaló el último día en que nos
vimos. “El muelle”: “El muelle
de la caleta, viejo, herrumbroso,
en verano se volvía invisible.
Bajo el sol completo, hollado
por visitantes, por rondas
musicales, se volvía invisible.
Cubierto de colores, de
pañuelos, de ropa amplia,
decorados sus pies de plomo por
gotas brillantes, altas plumas,
olas diferentes, el muelle perdía
su peso, cambiaba su color
pardo y se volvía invisible”.
2 Existir es un asunto
completamente caótico. Ahí
están los días y las noches y los
calendarios para ordenarnos
ligeramente. Necesitamos narrar
o que nos narren para ser un
poco más conscientes de la vida
que llevamos. Funcionamos a
veces con exceso de entusiasmo.
A veces abatidos por las
consecuencias de aquel exceso.
Cómo quiero por un momento
no demasiado breve ser
completamente inútil, a ver si en
ese ejercicio conquisto un mejor
sabor de boca. Apreciar la
belleza inútil de la poesía. Leo
“Aromo”, de Teillier: “El aromo
es el primer día de escuela,/ es
una boca manchada de cerezas,/
una ola amarilla de donde nace
la mañana,/ un vaso de vino en
la mesa de los pobres./ El aromo
es un domingo en la plaza de
provincia”.
3 Cercanos que saben que en los
próximos días viajo a Rosario
me preguntan si voy por trabajo
o a pasear. No sé muy bien
cómo responder. Voy por gusto,
eso es lo primero. A
encontrarme con un puñado de
locos que celebrarán por
cuadragésima primera vez un
gol de palomita que aconteció
en diciembre de 1971 en una
cancha de Argentina. Lo mejor
de todo es que el autor del gol
nunca ha faltado a la
celebración anual: lleva 41 años
de su vida recreando esa
zambullida histórica y una vez
más tengo el privilegio de
compartir con el goleador y sus
mejores amigos. Es la
celebración más inútil y por lo
mismo la más bella e infantil. El
goleador está próximo a cumplir
70 años, es concejal de Rosario
y no deja de jugar el juego. Tal
vez anhela descansar, que los
demás hagan por una vez el gol
de palomita y él ser un anónimo
espectador que desde la tribuna
celebra alborozado sin que
ningún sentido del deber lo
obligue a estar y hacer. Borrarse
por un momento no demasiado
breve. Hacerse invisible. Quedar
en pausa.
4 Un amigo me envía la última
parte de una entrevista a
Nicholas Carr en el diario El
País. Carr es uno de los mejores
pensadores vivos sobre el tema
de internet y las nuevas
tecnologías. Por el tenor de la
última pregunta, sospechamos
que el diagnóstico de Carr sobre
el mundo en que vivimos no es
demasiado alentador:
-¿Hay alguna receta para
salvarnos?
-Mi interés como escritor es
describir un fenómeno
complejo, no hacer libros de
autoayuda. En mi opinión, nos
estamos dirigiendo hacia un
ideal muy utilitario, donde lo
importante es lo eficiente que
uno es procesando información
y donde deja de apreciarse el
pensamiento contemplativo,
abierto, que no necesariamente
tiene un fin práctico y que, sin
embargo, estimula la
creatividad. La ciencia habla
claro en ese sentido: la habilidad
de concentrarse en una sola cosa
es clave en la memoria a largo
plazo, en el pensamiento crítico
y conceptual, en muchas formas
de creatividad. Incluso las
emociones y la empatía precisan
de tiempo para ser procesadas.
Si no invertimos ese tiempo, nos
deshumanizamos cada vez más.
Yo simplemente me limito a
alertar sobre la dirección que
estamos tomando y sobre lo que
estamos sacrificando al
sumergirnos en el mundo
digital. Un primer paso para
escapar es ser conscientes de
ello. Como individuos, quizás
aún estemos a tiempo, pero
como sociedad creo que no hay
marcha atrás”.
5 Czeslaw Milosz, “Cuando hay
luna”: “Cuando hay luna y
pasean las mujeres con vestidos
floreados, me sorprenden sus
ojos, sus pestañas, y toda la
armonía del mundo. Me parece
que de un afecto mutuo tan
grande podría finalmente surgir
la verdad definitiva”.
29 de diciembre de 2012
Patton
Hubo un par de años en que el
tradicional encuentro bajo el
limonero de la casa de Mabel y
Álvaro se interrumpió. Era
costumbre que cada diciembre
nos reuniéramos en jornadas de
largo aliento, desde el almuerzo
hasta la noche, a festejar un
nuevo aniversario de su
matrimonio y el cumpleaños de
Mabel. Pero la vida es
impredecible y tiene sus vueltas,
y en los dos últimos veranos no
hubo celebración.
Afortunadamente para nosotros,
los invitados de siempre, el
pequeño elenco estable, los
primeros días de diciembre
recibimos un correo que nos
devolvió el alma al cuerpo:
Mabel y Álvaro volverían a
festejar con sus afectos más
cercanos. Como era costumbre,
la cita comenzaría al mediodía y
uno se iría retirando cuando ya
no pudiera más o lo ocupara
otro compromiso, pero jamás
por falta de aprovisionamiento
líquido de gradación alcohólica.
Asistir a la fiesta anual de
Mabel y Álvaro, que viene
realizándose desde el día en que
se casaron, unos siete años atrás,
bajo la atenta supervisión de una
oficial civil de la comuna de La
Reina, histriónica y graciosa,
que parecía tomarse muy en
serio su papel, aun cuando
sospechábamos también que era
muy consciente del tono y las
palabras con que hacía de la
ceremonia un espectáculo;
asistir a esta sencilla fiesta,
digo, es un privilegio. Con
varios de los presentes suelo no
verme más que en esta ocasión,
a pesar de lo cual empezamos a
querernos justamente por
compartir la amistad y el cariño
de Mabel y Álvaro.
Me precio de haberles
recomendado en su momento a
mis amigos al encargado del
banquete, Iván, responsable de
seleccionar y cocinar ese mismo
día desde temprano en la
mañana un menú sencillo y
sabroso, abundante y necesario
para acompañar la libación, que
este año tuvo un agregado
especial: uno de los invitados,
parte del elenco estable,
Beckmann, decidió preparar un
galón de pisco sour modalidad
peruana que hizo mella entre los
asistentes por su calidad
indiscutible y porque el brebaje
nunca dejó de tener la
temperatura perfecta. Llegué
tarde esta vez al festejo y el
bueno de Iván tuvo la
delicadeza de guardarme una
última copa, puesto que a esas
alturas el respetable había
arrasado con los cinco litros
preparados por el incombustible
Beckmann.
Entre los nuevos invitados a la
celebración de Mabel y Álvaro
se sumaron este año Diego,
Matías, Alejandra y David,
además por supuesto de Patton.
En rigor, Patton es parte de la
familia y vive con ellos. De
estatura media, piel clara y
mirada penetrante, Patton
cumplirá tres años en abril
próximo y esta fue su primera
fiesta bajo el limonero. A Patton
lo tuvo una muchacha de la
Municipalidad de Peñalolén a la
que le encantan los animales, y
que en su momento recogió a su
madre, embarazada. Álvaro
explica: “Patton fue el último de
sus cachorros, el que nadie
quería. Mabel y Dominga lo
fueron a buscar.
Era la época en que las
chiquillas (las hijas de Mabel)
se habían empecinado en tener
un perro y juraron hacerse cargo
de él. Por supuesto que eso se
cumplió a medias y finalmente
es uno el que aperra.
Parafraseando a Mario Levrero,
más que mi mejor amigo, Patton
me debe considerar su
empleado. Como sea, es
magnífico que me siga a todas
partes. A mí lo que más me
gusta de Patton es que posee
una profunda vida interior y
siempre despierta alegre. Te
juro: nunca una mala cara. En
eso supera a cualquier pareja:
jamás despierta de mal humor.
Es fantástico”.
Álvaro agradeció a los presentes
con una copa en la mano a eso
de las seis de la tarde, dijo que
Mabel había regresado de una
enfermedad, igual que
Francisca, vieja amiga del
elenco estable, y que esta
celebración era también un
modo de festejar que por estos
días ambas se sentían mejor que
nunca. Cada uno de los que
estábamos ahí fue sumando una
y otra palabra de cariño y amor,
y se abrió oficialmente la mesa
del whisky irlandés del pajarito,
el mismo brebaje que H, el papá
de Álvaro, que ya no está, le
obsequió a su hijo el día de su
matrimonio.
Convenimos en algún momento
de la jornada con Iriarte,
Beckmann y Francisca que
tendríamos que redactar pronto
una carta compromiso y llevar a
Mabel y Álvaro a una notaría
para que juramenten de modo
legal que nunca -mientras
vivan- venderán esta casa y el
limonero que preside el patio
donde año a año nos reunimos a
celebrar el amor y la amistad. Es
imprescindible que entiendan
que esas cosas no se les hacen a
los amigos.
Sábado 05 de enero de 2013
Canción de Drexler
1 Hay una canción de Jorge
Drexler que me gusta mucho, no
sé ni cómo se llama, y el otro
día sorprendí a mi hijo
Francisco cantándola. Fue un
buen momento por la inesperada
complicidad y porque su música
y su letra apaciguan: "No somos
más que una gota de luz, una
estrella fugaz, una chispa tan
sólo en la edad del cielo. No
somos lo que quisiéramos ser,
sólo un breve latir de un silencio
antiguo con la edad del cielo.
Calma, todo está en calma. Deja
que el beso dure, deja que el
tiempo cure, deja que el alma
tenga la misma edad que la edad
del cielo".
Escuchar a un adolescente de
catorce años musitar estos
versos mejora el ánimo. No
somos más que una gota de luz,
una estrella fugaz, una chispa en
la edad del cielo. Decirlo en voz
alta, cantarlo junto a uno de tus
hijos, ayuda a sostenernos en el
precario y delicado equilibrio de
la existencia incierta. No
sabemos nada. Intuimos,
sospechamos, imaginamos,
creemos, nos damos impulso,
averiguamos, avanzamos, nos
desplazamos, erramos,
dudamos, vacilamos, volvemos
al punto de partida que nunca
será el mismo.
2 Trabajo desde hace días en la
preparación de un espacio
titulado "El camino es la meta".
Si puedo elegir un camino,
escojo uno en donde no se
avance atropelladamente. Con
detenciones, miradores, desvíos
y celebraciones que aporten aire
y color al viaje. Ajeno a
cualquier competencia, por
supuesto.
3 Un amigo me escribe. Está
desesperado. Es un artista
exitoso en su género. Lo
reclaman desde otras latitudes,
lo seducen con suculentas
ofertas de dinero, y no sabe
cómo bajarse de la montaña
rusa. Llora en silencio cuando
advierte que no tiene tiempo
para estar con su hija y con su
mujer: "Estoy enfurecido, pero
conmigo mismo. Me he
dedicado a trabajar y trabajar,
como si fuera una especie de
salvavidas para un inminente
fin. El trabajo abunda y mi
patrimonio crece como una
maldita mala hierba. Pero estoy
enfurecido porque estoy
perdiendo mucho, demasiado.
Mi mujer no me quiere ver, no
entiende mis excesos; mi hija
llora cuando me voy. Mi pasión
me consume, me traga. ¿Cómo
salgo? ¿Qué me ha pasado? ¿Me
alcanzo a salvar? El cielo está
gris. Tengo que cambiar,
urgente. El fin de semana me
arranco al fin del mundo. Voy a
un evento que podría multiplicar
mis arcas, pero no voy con
ganas. Mi familia se queda acá,
tú incluido. Un abrazo".
4 Otro amigo, joven,
profesional, bien evaluado por
sus jefes porque ellos saben que
está para la patada y el combo
sin chistar a cambio de un buen
sueldo, me cita en un café.
Quiere arrancar del trabajo y no
sabe cómo. Lo escucho exponer
y el diagnóstico cae como
damasco maduro al piso. "¿Qué
estás esperando para salir de
ahí?", le digo. Mi amigo sonríe
porque sabe que sabe. Esa
misma semana, en otro café, una
amiga, joven, profesional, bien
evaluada, me habla de su anhelo
más profundo: dedicarles sus
mejores energías a cosas que le
gustan, que no son precisamente
las que ejercita en su trabajo,
muy bien remunerado. La vieja
trampa del contrato indefinido
como una meta. Pienso: el
camino es la meta. Y por alguna
razón recuerdo lo que me dijo
mi amigo Julio en un café un
par de años atrás: lo pequeño es
hermoso. No alcanzo a medir lo
que pesan esas palabras en mi
vida, hoy.
5 Pienso que un día, Verónica,
nos sentaremos juntos a leer las
cartas que nos hemos estado
enviando sin ningún propósito
en todos estos años. Están
guardadas en una carpeta
esperando ese momento.
Desconozco prácticamente todo
lo que ocurrirá. Y sin embargo
me emociona imaginar que ese
día cantaremos a dúo esta
canción de Drexler que no sé ni
cómo se llama. No somos más
que un puñado de mar, una
broma de dios, un capricho del
sol del jardín del cielo.