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la agonía del sistema colonial (Belice 1981, Panamá 1999) y donde la Guerra Fría y el dominio
imperialista dieron sus últimos coletazos en la década de los 80. La última guerra imperialista
en América Latina se dio en Panamá en 1989, so pretexto del narcotráfico y refrendando la
tradición justiciera de los gobiernos estadunidenses.
Allí, en lo que fueran las llamadas repúblicas bananeras, se gestaron procesos revolucionarios,
guerras civiles, injerencias y guerras imperialistas que trastocaron la región e integraron a
distintos sectores sociales y étnicos en una dinámica migratoria compleja y cambiante.
Si bien se pueden analizar los procesos migratorios desde la perspectiva y dinámica propia de
los estados nacionales o desde la unidad excluyente del llamado Triángulo Norte (El Salvador,
Guatemala y Honduras), consideramos pertinente analizar el proceso migratorio como un
subsistema, que se integra por una parte a la dinámica mesoamericana, que incluye a México
como país receptor, emisor, de tránsito y retorno y, a Norteamérica, como eje de referencia
continental, principal motor de la demanda de mano de obra regional y lugar único y
privilegiado de destino.
En la década de los 80, con las guerras civiles en Nicaragua (Somoza y Contras), el
enfrentamiento armado de El Salvador y la guerra de baja intensidad en Guatemala, se pasó de
la migración de exilados políticos a la de refugiados, que llegaron principalmente a México,
Estados Unidos y Canadá.
La década de los 90 fue una fase de reconstrucción, acuerdos de paz y retorno de refugiados.
Al mismo tiempo se desató un movimiento masivo y generalizado de migrantes económicos
hacia Estados Unidos. En efecto, según el censo norteamericano de 1970 se constata la
presencia de tan sólo 15 mil 717 salvadoreños, en 1990 casi llegaron al medio millón (465 mil
423) y en 2010 sobrepasaron el millón (un millón 112 mil 64). Procesos similares se dieron en
Guatemala, Nicaragua y Honduras.
El cambio de siglo sorprendió a la región con una catástrofe devastadora, el huracán Mitch
(1998). La región, especialmente Honduras, quedó arrasada en su infraestructura, los campos
inundados y deslavados, las cosechas perdidas, pueblos enteros en ruinas o inundados. A la
catástrofe ambiental le siguió la peor crisis social, económica y humanitaria, que buscó salida
en la emigración. En ese contexto y como apoyo a la región, Estados Unidos otorgó a miles de
centroamericanos un estatus de protección temporal (TPS) que se ha renovado
subsecuentemente a lo largo de los años. Esto dio inicio a un nuevo proceso, el del refugio
ambiental, que se expresó con la concesión de visas.