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Hipótesis y Decisión en la Clínica Sistémica Posmoderna:

adolescencia, demanda identitaria y diferencia

Introducción

Iniciamos esta ponencia desde la idea de diferencia, como un momento de


reflexionar y teorizar sobre nuestra práctica como equipo clínico sistémico-posmoderno
de trabajo con adolescentes, perteneciente a la Red de Salud UC. Hablar de diferencia es
hablar de relaciones, la relación entre lo sistémico y lo adolescente normalmente aparece
como natural dado que el trabajo con adolescentes supone un trabajo familiar en muchos
casos. En nuestro trabajo en particular, el que trabajar con las familias sea coherente con
nuestro marco teórico es claramente una ventaja.
Sin embargo, es el bagaje que hemos dado en llamar posmoderno, uno que se
relaciona de modo bastante particular con el hecho de trabajar con adolescentes. En ese
campo la pregunta por la subjetividad ha comenzado a transitar un territorio signado por
la paradoja. Por un lado, la constatación de su descentramiento, de su carácter inesencial,
de su multiplicidad fundante. Por otro, la pregunta por la continuidad en medio del
devenir, por cierta estabilidad, cierta permanencia que habilita el reconocimiento a través
del tiempo, y que permite al hablante decir con Ricœur (2008) “heme aquí, después de
todo”.
Esta pregunta se ha instalado como un problema relevante e inquietante en la
clínica sistémica posmoderna, la que a partir de diálogos con la cibernética de segundo
orden, el constructivismo, la fenomenología, el construccionismo social y el
postestructuralismo, ha comenzado a repensar su quehacer. En la clínica sistémica con
adolescentes el problema de la subjetividad y su condición paradojal resulta de especial
importancia. En el malestar adolescente circula con particular interés la demanda de
definición identitaria, encarnada tanto por los propios adolescentes, como también por su
sistema familiar. Esta demanda nos obliga a pensar respecto de la subjetividad y su
relación con la continuidad/discontinuidad y la mismidad/diferencia, implicándo desafíos
tanto teóricos como clínicos, tensionando así nuestra práctica.
Por otra parte, la tendencia de la sistémica posmoderna a la búsqueda constante
de novedad y el mandato epistemológico de no abrazar nunca una verdad como
definitiva, constituye un problema no menor, pues el miedo a la reificación ha tenido
como consecuencia el ausentismo de cualquier teoría respecto de la subjetividad.
Así, nuestra primera diferencia es que los modos subjetivos de ser nos importan y
esto ha instalado la pregunta respecto de en qué consiste la subjetividad y cómo ella
puede ser pensada de una manera teóricamente coherente con los planteamientos
sistémicos posmodernos.

La primera consideración sistémica que debemos tomar es que aquello llamado


“adolescencia” es una concepción que debe comprenderse situada y encarnada en un
contexto específico, lejos de cualquier concepción naturalista. Así entenderemos la
adolescencia como un constructo social, que cambia con la cultura y que, al ser nominada,
se convierte en una noción que permea nuestra subjetividad.
No es una idea nueva señalar que la adolescencia no corresponde tan sólo a una
descripción de un fenómeno biológico inevitable, sino que al modo en que ese fenómeno
biológico que prepara a los niños para convertirse en adultos, se relaciona con la cultura.
Sin ir más lejos, los requerimientos de salida de la adolescencia y entrada en la adultez son
de orden más cultural que bilógico. En términos individuales, la adolescencia tiene una
entrada biológica y una salida psicológica. Es decir que la adolescencia requiere la biología
para iniciarse, pero no se agota en ella para finalizar, sino que exige un movimiento
subjetivo. Pero ¿Cuál es ese movimiento?
Desde la psicología hay cierto consenso en que se utiliza socialmente como el
periodo de los cambios físicos, psicológicos y sociales que culmina con la independencia
de la tutela paterna, y con la autonomía intelectual y económica (González, 2001). Murray
Bowen (1991) lo conceptualiza como el periodo donde comenzaría el desarrollo de “La
diferenciación del sí mismo”, proceso de largo plazo, en que el hijo/a se desvincula
lentamente de la fusión inicial con la madre y se mueve hacia su propia autonomía e
independencia emocional; asimismo, los desarrollos de Stierlin (1994) señalan que la
tramitación de la identidad en la adolescencia ocurre exitosamente en tanto se expresa
como “individuación conexa”, esto es, en el interjuego de individuarse “con” y “contra” los
mandatos parentales.
Sin desestimar estas concepciones, es importante notar el énfasis más o menos
explícito que hacen sobre la cualidad efímera de la adolescencia. Esto tiene una
implicancia al momento de comprender a los adolescentes, pues para ellos su vivencia es
absoluta y presente y la idea de que se trata de una etapa con un final no produce ningún
tipo de alivio. Esta concepción que remarca el carácter pasajero de la adolescencia es una
que muchas veces se instala en padres y terapeutas, sin hacer más que agrandar la brecha
de incomprensión que siente el adolescente.
Otro acercamiento a la adolescencia que tiene pobres rendimientos a la hora de
lograr el mutuo entendimiento, es el recurrir a la propia adolescencia del adulto, sin
considerar los cambios de época y contexto. De hecho, según Le Breton, con la entrada a
la posmodernidad la adolescencia se ha visto bastante afectada como etapa del ciclo vital
y ha perdido, en pocas decenas de años, su significación univoca bajo la égida de
transformaciones sociales y culturales. Indicadores como la edad han dejado de ser
criterios absolutos que indiquen madurez. Los modelos de existencia que proponía la
sociedad industrial en el cual los roles de género estaban especificados, y la pertenencia a
una clase social portadora de una cultura propia, entre otras condiciones, ofrecían un
contexto de mayor seguridad y cobijo para el adolescente que los tiempos actuales. Según
el autor, vivimos en una sociedad que descalifica la confianza, en un clima de sospecha,
donde cada cual hace prevalecer sus intereses particulares, y donde la seguridad
ontológica se ha puesto en jaque, dañando los vínculos sociales. En ausencia de
confianza, las zonas de imprevisibilidad se multiplican, y se crea una inquietud y una
movilización acentuadas de los recursos personales en el sujeto. El camino ya no está
trazado con significados y valores, ya no hay suelo firme que pisar, emergiendo así un
sentimiento de caída, de pérdida de toda contención. Para Bauman “la ausencia de
normas o su mera oscuridad (anomia) es lo peor que le puede ocurrir a la gente en su
lucha por llevar adelante sus vidas. Las normas posibilitan al imposibilitar” (Bauman, 2012,
p.26).
Al existir normas tenemos la opción de rebelarnos contra ellas, cuestionarlas,
criticarlas, vivir fuera de ellas. En épocas anteriores, el adolescente sabía contra qué
aspectos podía rebelarse y cuestionar, y definirse desde ahí. En la posmodernidad estos
límites se desvanecen, los cuestionamientos, la exploración, la lucha contra las normas
establecidas pierde claridad, pierde un foco único y se difumina o se multiplica aquello
con lo cual se está intentando identificarse.

En tanto las referencias culturales y sociales se multiplican y se relativizan entre sí,


el individuo se ve en la necesidad de instituirse en primer lugar, por él mismo; se produce
una individualización del sentido. Para Le Breton (2012) la juventud es el momento difícil
en que conviene responder a la pregunta sobre el sentido y el valor de la existencia.

Dentro de este contexto, los adolescentes que llegan a consultar, se encuentran en un


momento delicado y complejo, por un lado atravesados por un sufrimiento que desean
aliviar, por otro situados en un momento vital y lugar existencial desde el cual intuyen que
si bien el malestar es experimentado como propio, personal y exclusivo, es a su vez
relacional.
Así pues la terapia sistémica nos permite y nos insta a abordar este último aspecto
–el relacional- escapándosele partes importantes de la vivencia del adolescente, dado que
históricamente ha soslayado el tema de la subjetividad, por no imponer significaciones y
evitar las miradas normativas.
En nuestro ejercicio como terapeutas, podríamos afirmar que un aspecto central
que caracteriza nuestra praxis, es el énfasis que damos a la aparición de los aspectos
subjetivos del paciente; a la historia asociada con la aparición de aquellos aspectos
(entendiendo su permanencia en el tiempo, como un asunto relacional) y el modo como
estos aspectos, hacen que el sujeto proponga un modo de relación con otros. Estos
aspectos propios de la subjetividad del paciente, los identificamos como características
recurrentes o repetitivas en el modo como se ha venido siendo, lo cual constituye una
tendencia histórica pero no una garantía ni una limitación que lo condene a ser el modo
futuro.
Siguiendo las ideas de Francisco Varela, debemos considerar que la identidad no
debe entenderse como un estado que se ha alcanzado de una vez y para siempre, sino
como un continuo proceso existencial de seguir-siendo; es una coherencia global que se
pone en juego, que proporciona ocasión para un encuentro con el medio y que al mismo
tiempo requiere de esa interacción para garantizar su unicidad. Por lo tanto, podemos
plantear que los seres vivos al existir en un proceso dinámico y autónomo de estarse
afirmando, y siempre al borde de la desintegración, producen, desde dentro, un ámbito
de interés sobre el medio en que se despliegan; dicho ámbito de interés no pre existe en
el medio sino que se constituye momento a momento como efecto de lo que el ser vivo
requiere para garantizar su identidad, su continuidad.
De este modo, nuestra lectura de Varela pone énfasis en una episteme del sujeto
que lo ve como uno que ha desplegado estrategias viables en su historia de acoplamiento
estructural con el medio, historia en la cual su sobrevivencia ha implicado la permanencia
de ciertas regularidades. El re-conocimiento conjunto de esas regularidades, tiene al
menos dos funciones clínicas. La primera es que ese re-conocimiento es algo que permite
vincularnos con el adolescente y abrir el campo para un proceso terapéutico. La segunda
es que generalmente en el quiebre de esa regularidad encontramos el motivo de la
consulta y esto es así, porque el proceso de subjetivación que permite al adolescente
reconocerse como “sí mismo”, se despliega inmerso en una trama relacional que, por un
lado lo requiere para su pemanencia y, por otro, es requerido por el joven para la
continuidad de su sentido.
Una cuestión que debemos recalcar es que la posición frente a ese quiebre es lo
eminentemente posmoderno, pues nuestra posición aquí debe permanecer, desde el
terapeuta, del modo más abierto posible. No abrazar la vuelta a una homeostásis
precedente, como tampoco saltar hacia el cambio únicamente movilizados por el amor a
la novedad.
Por otro lado Ricoeur, planteará la subjetividad como tensión dialéctica, y
propondrá la identidad narrativa como una salida posible ante el conflicto entre lo mismo
y la diferencia. Una identidad que se constituye a través del conflicto, en el encuentro. El
aporte que genera el autor es el reemplazo de la identidad en el sentido de un mismo
(idem) por la identidad en el sentido de un sí-mismo –ipse-. Así, se distancia de la noción
de identidad estructurada y formal y propone una identidad que se constituye en la
alteridad, en el encuentro con la diferencia, una diferencia no sólo respecto de otros, sino
respecto de sí mismo –aparezco como otro en el texto-. Lo anterior permite la pura
posibilidad, el cambio y la mutación respecto de aquella vida que se venía viviendo y de
aquel sujeto que se venía siendo. Así, la identidad narrativa ricoeuriana posibilita el
despliegue de una narrativa de sí mismo que des-ate el constreñimiento con la intención
de que en el encuentro entre la mismidad y la diferencia, se genere un nuevo relato que
integre la posibilidad de ser con aquellas fronteras e historia que han hecho ser quien soy.
Respecto de lo mismo Bajtín en sus desarrollos plantea y problematiza la relación
entre lenguaje y subjetividad. Propone la concepción del lenguaje como realidad social
ideológica, en cambio y siempre viva. La palabra no pre existen al habla encarnada en un
hablante, un autor y está siempre dirigida a alguien, otro real o imaginario -o ambos- . La
enunciación contiene muchas voces previas que han pronunciado esas palabras, así como
la valoración del autor hacia esas ideas expresadas, no sólo respecto del objeto mismo,
sino también respecto de sí y de otros encarnados en las voces que la enunciación trae
tácita o explícitamente. De esta manera, la palabra enunciada nunca es monovocal, sino
que es habitada por todas las voces, los usos y los múltiples contextos.
De este modo, la perspectiva dialógica propone una identidad emergente, los
enunciados son dichos por el autor, pero también informados por el o los destinatarios.
Bajtín ofrece una perspectiva lingüística de la subjetividad que permite captar este
carácter emergente, ya planteado por Varela, pero trayéndolo explícitamente al campo
lingüístico.. Por otra parte, tampoco se aleja tanto de los planteamientos narrativos como
los de Ricoeur, en tanto a la cualidad emergente, se le añade la concepción de lo
centrípeto y lo centrífugo, con lo que Bajtín reconoce que el ser humano tiende
constantemente a la centralidad en la descripción de sí, hace intentos hacia la coherencia
que es solo en ocasiones vencida por las fuerzas centrífugas, que pugnan siempre por salir
a la luz. En estas dos fuerzas, Bajtín resume su visión de una identidad siempre cambiante,
irresoluble.
Esto permite considerar el carácter múltiple y polifónico de la subjetividad; así
podríamos decir que la identidad se pone en juego en el encuentro entre la captura y la
fuga, en el asedio de la interrupción de las fuerzas centrípetas por la irrupción de las
fuerzas centrífugas del lenguaje. Decir lo anterior es asumir, como diría Varela, el
descentramiento del yo, o en palabras de Derrida la condición aporética, contradictoria,
cambiante y nunca acabada del sí mismo.

Si bien los aspectos de la subjetividad están siempre presentes en la relación, estos


no siempre han sido enunciados. Este asunto tiene una relevancia mayor para los
adolescentes, pues en muchos casos la ausencia de distinciones, relatos o definiciones
respecto de sí, los dejan sin un sostén narrativo desde el cual instituirse y poder decidir.
Ahora bien, lo planteado hasta aquí nos haría suponer que requerimos de los
aspectos que dan cuenta de la continuidad de quien tenemos enfrente inicialmente, para
luego poder explorar la posibilidad y diferencia. Pensamos que esto es una decisión en
nuestro modo de hacer clínica, más que una necesidad; en la historia del sujeto
adolescente coexisten tanto elementos que darían cuenta de su continuidad, como de su
discontinuidad. El poner especial atención a aquellos eventos que dan cuenta justamente
de lo que ha permanecido en el tiempo, más que sobre lo que ha cambiado, se relaciona
con una comprensión del sujeto consultante como un individuo que ha entrado en crisis;
un sujeto que se encuentra vivenciando un momento de discontinuidad en su vida de una
intensidad cualitativamente mayor respecto de los cambios anteriores. Esto haría
importante entender entonces, el trasfondo de continuidad donde la crisis emerge, para
conocer en definitiva que es lo que ha hecho la diferencia en un camino que hasta ahora
había sido sin tropiezos; qué aspecto de sí se tensiona, que el individuo acude a consultar.
Podríamos pensarse que esta intervención al resaltar los aspectos históricos reifica
ciertos aspectos identitarios, no obstante, al ser ese modo en que se ha venido siendo el
que entra en crisis, se encuentra al mismo tiempo abierto al cambio, a la diferencia, a la
posibilidad. La singularidad de los procesos adolescentes, tal vez tenga relación con que el
curso de estas transformaciones va acompañado de cambios en otros registros, como el
corporal, cognitivo, emocional, que hacen que estos tránsitos se vivan con mayor
incertidumbre y posible angustia. Se trata de los primeros encuentros con la posibilidad
conciente de decidir respecto de su identidad, de abrazar o tomar distancia de los relatos
que otros han tenido para sí, se abre la opción de la resistencia o la angustia por encarnar
efectivamente esos relatos.

En vista de las consideraciones esbozadas anteriormente respecto de lo


adolescente y su constitución subjetiva, implica ciertas particularidades para pensar la
clínica.

1) El proceso de hipotetización que llevamos a cabo en la práctica clínica con


adolescentes, implica una escucha terapéutica que debe tolerar la indecisión y la
contradicción que se expresa con especial fuerza en esta etapa. Inspirándonos en la
propuesta de Deleuze y Guattari (1988/2002), podríamos decir que trabajamos con una
“hipótesis rizomática”. Según la el modo en que se organizan los elementos no responde a
una organización jerárquica, sino que a una organización arborescente, donde cualquiera
de sus elementos puede influir en otro, no existiendo un punto de partida dado,
estableciendo un descentramiento. Se trata de lo uno y lo múltiple, de trazos que se
dibujan y constituyen una trama con diversos puntos de fuga como parte de la
organización misma. Así, las hipótesis desarrolladas bajo esta trama posibilitan la apertura
a la multiplicidad y a la diferencia debido a que al abordar lo adolescente como proceso en
constante cambio y transformación, aquello que es mantenido y cambiado se sostiene en
diversos hilos que se ramifican de modo heterogéneo, no lineal. Esta manera de trabajar
nos desafía a entramar estos distintos hilos narrativos, con una comprensión general de la
subjetividad de quien consulta.
En definitiva, se busca promover aquellas hipótesis que posibilitan pensar al
adolescente y su familia de modo complejo y diverso, dando cabida a esa aporía
constitutiva. De este modo, la psicoterapia que proponemos se transforma en un lugar
donde se pueden comprender los quiebres originados por los cambios y las diferencias,
donde el adolescente debe aprender a convivir y enfrentar activamente la contradicción,
la posibilidad y la indecisión, para ir construyendo una identidad y un sentido.

2) Por otra parte, tomando el trabajo de Arfuch (2002), proponemos como actitud
terapéutica central en nuestro trabajo, la “escucha plural”. Escucha caracterizada por
prestar atención a los diversos registros del discurso, no únicamente a los contenidos, sino
también a lo no dicho, a aquello que se escapa, que queda fuera de las posibilidades del
decir. A esa materialidad del decir que habita en el cuerpo, los tonos y silencios. Todo
esto, a fin de permitir aquella orquestación polifónica de voces que sostienen y rodean el
decir. De responder la pregunta por: ¿A quién se dirige?; No desde una hegemonía en la
que se escucha una continuidad de ese que se es, sino justamente favorecer la escucha de
los momentos en que ésta es puesta en juego, es asediada desde una posibilidad que
sorprende, que incomoda, traicionando esa historia que se ha contado.
Si bien, el concepto de polifonía bajtiniano tomado por Arfuch plantea la polifonía
como una característica constitutiva del decir, muchas veces en el diálogo terapéutico se
hace difícil desagregar las distintas voces, pues el habla se halla dominada por la
centripetalidad. En tales casos, nuestra decisión es no sólo traer otras voces, sino a los
autores a la terapia, haciendo una convocatoria, facilitando la toma de distancia y posición
frente a los dichos del otro.

3) La aceptación de lo aporético aparece entonces como el fin deseable de toda terapia y


es, además, coherente con nuestro modo posmoderno de pensar. Sin embargo, hay
ocasiones en que esto no es así. En algunas circunstancia en que nos hemos encontrado
con adolescentes que no logran construir un relato de sí que sirva de punto de partida y
que lo tiene, en definitiva, inmovilizado, promovemos la generación de un relato sobre el
adolescente, con la familia y el equipo, para que luego se transforme en un relato del
adolescente, a riesgo de reificarlo. En otras ocasiones, cuando el contexto no ha proveido
ningún punto de referencia para que el adolescente se resista o se esfuerce por cumplir,
ubicamos al equipo en una posición rígida frente a la familia, para que esta pueda tomar
posición y de ese modo también el adolescente.

Bibliografía
Bauman, Z. (2012) Modernidad Líquida. Argentina: Buenos Aires. Ed: Fondo de Cultura
Económica de Argentina S.A.
Fernández, O. (1997) Abordaje Teórico y Clínico del adolescente. Argentina: Buenos Aires.
Ed: Nueva Visión.
Lacán, J. (1935) Escritos I. El Estadio del Espejo como Formador de la Función del Yo.
Argentina: Buenos Aires. Ed: Siglo XXI. De la familia al individuo. La diferenciación del sí
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Le Breton, D. (2012) La Edad solitaria. Francia: Paris. LOM Ediciones.
Gonzalez, J. (2001) Psicopatología de la adolescencia. Mexico: D.F. Ed El manual moderno.
Blos, P. (2003) La transición adolescente. Argentina: Buenos Aires. Ed Amorrortu.
Holzapfel, C. (2012) De Cara al Límite. Cap I: Delimitación y sensación de limitación.
Santiago Chile.

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