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EL CÓDIGO DE LA DIOSA
Memorias de
María Magdalena
El Código de la Diosa
Memorias de María Magdalena
La importancia de lo Femenino Interno
María Magdalena, y de la índole del lazo que hubo entre ella y él.
Los padres de la Iglesia difundieron de forma deliberada la teoría vejatoria de
que María Magdalena había sido la mujer pecadora del evangelio según
Lucas. Entre todos los evangelios, éste es el único que utiliza la palabra
[2]
cruz.
[10]
Los evangelios apócrifos son aún más explícitos: “Pedro dijo a María:
»Hermana, sabemos que el Salvador te quería más que al resto de las
mujeres.«” - “Y la compañera del Salvador es María Magdalena. El
[11]
Hay pues, por un lado, bastante información a tener en cuenta. Por otro, existen
muy pocos datos históricos que se pudiesen verificar. Los evangelios incurren
en más de una contradicción, como cuando el evangelio según Mateo fija el
nacimiento de Jesús dos años antes de la muerte de Herodes el Grande,
mientras que el evangelio según Lucas afirma que Herodes había muerto
nueve años antes de nacer Jesús.
Cualquier intento de fijar las fechas es complicado en sí, debido a la reforma
calendaria promovida en el siglo VII por el papa Bonifacio IV para medir el
tiempo a partir del nacimiento de Jesús, en vez de seguir contando los años
desde la fundación de Roma (ab urbe condita), como hasta entonces había
sido habitual.
El año 754 a.u.c., año en el que según los cálculos del matemático Dionisio el
Exiguo había que fechar la natividad de Jesús, pasó a denominarse el año 1
del Señor (Anno Domini). Con el tiempo, los años anteriores al año 1 d.C.,
que al principio se seguían contando ab urbe condita, pasaron a nombrarse
años antes de Cristo (a.C.). Esto dio lugar a mucha confusión. Es sabido,
además, que la Iglesia se equivocó por probablemente siete años, o sea, Jesús
nació en 747 a.u.c. ó 7 a.C.
[1]
Hasta los evangelios canónicos mencionan el hecho de que Jesús fue hijo de unos padres con más
descendencia, o sea, que tuvo hermanos y hermanas: “Concluidas todas estas parábolas, Jesús se fue de
allí. Y, llegado a su tierra, les enseñaba en la sinagoga, de modo que se quedaron sorprendidos y decían:
¿Pero de dónde le vienen a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se
llama su madre María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? ¿No viven entre nosotros todas
sus hermanas?” Mateo 13:53-56.- “¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y hermano de Santiago y
de José, de Judas y de Simón? ¿Y no viven sus hermanas aquí entre nosotros?” Marcos 6:3.- Todas mis
citas del Nuevo Testamento proceden de la Biblia editada por Herder (2003), aprobada por la
Conferencia Episcopal Española.
[2]
“Cierto fariseo le invitó a comer. Entró, pues, Jesús en la casa del fariseo y se puso a la mesa. Y en
esto, una mujer pecadora que había en la ciudad, al saber que él estaba comiendo en la casa del fariseo,
llevó consigo un frasco de alabastro lleno de perfume, y, poniéndose detrás de él, a sus pies, y llorando,
comenzó a bañárselo con lágrimas y con sus propios cabellos se los iba secando; luego los besaba y los
ungía con el perfume. Viendo esto el fariseo que lo había invitado, se decía para sí: »Si éste fuera profeta,
sabría quién y qué clase de mujer es ésta que le está tocando: ¡Es una pecadora!«” Lucas 7:36-39.
[3]
“Estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, se le acercó una mujer con un frasco de
alabastro, lleno de perfume de mucho valor, y se lo derramó en la cabeza mientras él estaba en la mesa.”
Mateo 26:6-7.- “Hallándose él en Betania, en casa de Simón el leproso, mientras estaba a la mesa, vino
una mujer con un frasco de alabastro lleno de perfume de nardo auténtico muy caro; rompió el frasco y le
derramó el perfume sobre la cabeza.” Marcos 14:3.
[4]
Juan 12:1-3.- Como se puede apreciar en las dos citas de la anterior nota al pie de página, Mateo y
Marcos indican, al igual que Juan, que dicho suceso ocurrió en Betania.
[5]
En su Carta Apostólica de 1988.
[6]
Véase Lucas 10:38-42.
[7]
Véase Lucas 8:1-3.
[8]
Véase Juan 20:1-2.- Mateo 38:1-8.- Marcos 16:1-8.- Lucas 24:1-10.
[9]
Véase Juan 20:14-18.- Mateo 38:9-10.
[10]
Véase Juan 19:25.- Mateo 27:55-56.
[11]
Evangelio según María P.10.- Todas las citas de los evangelios apócrifos son tomadas de Todos los
Evangelios, Traducción íntegra de las lenguas originales de todos los textos evangélicos
conocido,. Canónicos y Apócrifos, Edición de Antonio Piñero, EDAF 2010.
[12]
Evangelio según Felipe 55b.
[13]
Véase http://www.hds.harvard.edu/sites/hds.harvard.edu/files/attachments/faculty-research/research-
projects/the-gospel-of-jesuss-wife/29813/King_JesusSaidToThem_draft_0917.pdf
Aparte de las abundantes referencias a María Magdalena tanto en los
evangelios canónicos como apócrifos, hay leyendas y mitos que dan testimonio
de su relevancia, así como numerosos cuadros de artistas de la talla de
Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Raphael, Tiziano, Caravaggio, El Greco o
Rubens, que retratan a María Magdalena como a una mujer importante, bella y
sexual.
De hecho, su sobrenombre Magdalena, que muchos creen alude a Magdala
como su supuesta ciudad natal, en hebreo significa fortaleza de Dios o torre
de Dios. En la tradición cabalística, se la relaciona con el arcano número 16
del Tarot, La Casa de Dios, que refleja un impulso espiritual sin límites hacia
la libertad, rompiendo estructuras y limitaciones, para poder realizarse y crear
una nueva realidad.
Es conocido que en el cristianismo gnóstico, perseguido por Constantino y la
Iglesia, las mujeres ocupaban posiciones destacadas, predicaban e impartían
la comunión. María Magdalena fue, ya en vida, objeto de envidia por parte de
otros discípulos, principalmente de Pedro que, después de la muerte de Jesús,
la quiso excluir: “Simón Pedro les dijo: »Que María salga de entre nosotros,
pues las mujeres no son dignas de vida.«” [1]
En otra ocasión, cuando Pedro se enoja con María y pregunta “¿La habrá
preferido a nosotros?” , Leví respondió y dijo a Pedro: “Pedro, desde
[2]
siempre has sido colérico. Ahora te veo ejercitándote contra la mujer, al modo
en que lo hacen los adversarios. Si el Salvador la ha hecho digna, ¿quién eres
tú para rechazarla? Con seguridad el Salvador la conoce bien; por esto la amó
más que a nosotros. Más bien avergoncémonos y (…) proclamemos el
evangelio sin establecer otra regla ni otra ley que la pronunciada por el
Salvador.”[3]
contexto, Jesús enfatiza no sólo la importancia del acto en sí, sino también el
papel destacado de la mujer que le ungió: “Os lo aseguro: dondequiera que se
predique el evangelio por todo el mundo, se hablará también, para recuerdo
suyo, de lo que ella ha hecho.”
[7]
¿Fueron las bodas de Caná las bodas de María Magdalena y Jesús, que
expresamente es llamado novio en el evangelio según Juan, y durante las
cuales su madre María actuó como madrina? [8]
íconos de dicho retablo, hay una pintura que muestra a María Magdalena en el
momento de la crucifixión, con el cabello suelto, un pañuelo en la mano y
enjugándose las lágrimas, completamente desolada e inequívocamente
embarazada, con el vientre abultado y los senos hinchados.
¿Tuvo María Magdalena hijos con Jesús? Otro ícono del mismo retablo retrata
a María Magdalena con un niño en brazos y otro, de la misma edad, cogido de
la mano. También el altar mayor de la Iglesia de Rennes Le Château, en el Sur
de Francia, es enmarcado por dos grandes figuras, una masculina y otra
femenina, que ambas portan un niño en brazos. [10]
Hay una tradición que coloca a María Magdalena junto a la Virgen María y el
apóstol Juan en Éfeso. Otra cree probable que María Magdalena se dirigiera,
quizás con la ayuda de José de Arimatea, primero a Egipto y, luego, a Francia.
De hecho, se recuerda a María Magdalena en localidades francesas como
Saintes Maries de la Mer, Marsella, Arles o Aix-en-Provence.
[11]
¿Qué fue de estos hijos? Hay un documental, The Lost Tumb of Jesus, del
oscarizado James Cameron que, basándose en la investigación de arqueólogos,
especialistas en genética y otros expertos, muestra el hallazgo de unos
sepulcros, encontrados en una cueva de más de dos mil años de antigüedad en
un suburbio de Jerusalén. Algunas de las diez tumbas encontradas, tienen
grabado el nombre del difunto. Entre ellos, María, madre de Jesús, José,
hermano de Jesús, y Judah, hijo de Jesús.
[14]
¿Fue Judah hijo de Jesús y María Magdalena y murió, quizás, de niño, antes de
que ella partiera hacia las costas galas? En el citado retablo del Monasterio
de Santes Creus, se ve a María Magdalena con un solo niño en brazos que, en
realidad, es hembra, como revela una estatua ubicada en la misma catedral que
retrata a María Magdalena, con su característica cabellera rojiza, dando el
pecho a una niña.[15]
Hay un festival interesante que se celebra cada mes de mayo en la localidad
francesa de Saintes Maries de la Mer, en honor a María Magdalena y a Sarah
la Egipcia. ¿Es Sarah el nombre que dio María Magdalena a su hija y que, en
hebreo, significa princesa? El sobrenombre egipcia, puede que aluda al hecho
de haber nacido en Egipto y en la clandestinidad.
Según la leyenda, los descendientes de Sarah entroncaron con la casa real de
los merovingios, que se convirtió en la primera dinastía que gobernó Francia
tras la caída del Imperio Romano. [16]
que han ofrecido una legitimación moral a una élite de poder secular
masculino que, a cambio, ha autorizado y protegido estas religiones
monoteístas, con un Dios patriarcal como cabeza visible, a la vez que el
elemento femenino de lo Divino ha ido cayendo en el olvido.
Necesitamos remontarnos más de cinco mil años en el tiempo, antes de que el
Dios de Israel proclamase desde el Monte Sinaí sus mandamientos y de que
Zeus gobernase la Tierra con sus rayos desde el Monte Olimpo, cuando hubo,
entre el 7º y 4º milenio antes de la era cristiana, civilizaciones florecientes
que no tuvieron estructuras patriarcales.
Yacimientos arqueológicos dan fe de ellas, y el Antiguo Testamento describe
una en concreto como tierra abundante y agrícola: Canaán, la tierra prometida
de leche y de miel , situada en Oriente Próximo, entre el mar Mediterráneo y
[20]
el rió Jordán. Sus gentes vivían de forma pacífica, sin fortificaciones ni armas
de ataque. Cultivaban cereales y criaban animales domésticos, amaban el arte
y crearon artesanía, hubo comercio y comunicación. Y rendían culto a la
Diosa, venerando el principio femenino de gestar y nutrir la vida, su ternura,
belleza, creatividad y abundancia.
Estas comunidades, de repente, se vieron invadidas por guerreros armados que
sometieron sin dificultad a aquella gente pacífica, con sus territorios sin
murallas, y empezaron a organizar la sociedad de forma jerárquica y
patriarcal. La Biblia relata como el pueblo de Israel, después de vagar durante
una generación por el desierto, invadió la tierra de Canaán, iniciando una
guerra contra un pueblo que no había cometido ningún acto hostil, para
repartirse las tierras conquistadas. [21]
María, antes, durante y después de dar a luz a Jesucristo, aunque esta doctrina
no es mencionada en la Biblia.
Al exaltar la pureza de la Virgen por encima de su Divina Maternidad, los
padres de la Iglesia lograron contraponer la figura asexual de María a la figura
de la mujer sexual, presente tanto en Eva, acusada de la caída del género
humano, como en María Magdalena, difamada como prostituta.
El patriarcado limitó las posibilidades de una mujer de estar en el mundo y de
formar parte de la sociedad a unos bien definidos modelos de rol. En un polo,
la hija virginal, esposa devota, madre abnegada o monja casta, en el otro, la
amante, cortesana, prostituta, hechicera o bruja como mujer lujuriosa, de poca
moral y peligrosa.
La castidad de la mujer se convirtió en una virtud, hasta el punto de controlar
la expresión sexual de su placer, al mismo tiempo que se forzó su maternidad y
que, desde una doble moral de restricción para las mujeres y libertad para los
hombres, se establecieron la pornografía y la prostitución como juguetes
masculinos.
Durante siglos, la mujer ha ocupado un lugar inferior al hombre, hasta el punto
de cuestionar que tuviera alma. Se la privó de tener patrimonio y una
educación, confinándola al ámbito privado y mundo doméstico, donde las
mujeres han estado comparándose y compitiendo entre ellas, con orgullo,
envidia y celos, ansiosas de ocupar un destacado lugar dentro de la segunda
clase que representaron durante tanto tiempo.
Hoy en día, las mujeres compiten con los hombres por un lugar en un mundo
que, por mucha igualdad de derechos que haya, sigue regido por valores
masculinos y donde muchas mujeres tienen que renunciar a su feminidad y
disfrazarse de hombre para ser aceptadas.
Las experiencias denigrantes y traumáticas que vivieron las mujeres a lo largo
de los siglos, son memorias vivas en el inconsciente colectivo. Condicionan
en nuestra psique la expresión auténtica de la feminidad de la mujer y de la
parte femenina de todo hombre.
Liberarse de los juicios, identificaciones, limitaciones y juegos de rol
conocidos, constituye todo un reto para las mujeres. Es un desafío también
para los hombres redefinir su concepción de lo femenino, y una tarea
pendiente para todos nosotros relacionarnos con respeto, honrando tanto
nuestro masculino como femenino internos.
¿Cuáles son las cualidades que aporta el reprimido elemento femenino, la
parte Yin del Tao? El presente libro quiere dar respuestas a esta pregunta por
boca tanto de la Diosa como de María Magdalena, que relata su vida en forma
de diario.
Ella es una mujer que me ha fascinado desde mi infancia. Considero que no se
le ha hecho justicia, ni por parte de la Iglesia que la difamó durante siglos
como prostituta, ni por parte de aquellos autores que la enaltecen ahora como
esposa de Jesucristo y madre de su descendencia. Es encasillar en un extremo
u otro de un paradigma antiguo a una mujer cuya experiencia, visión y misión
fueron extraordinarias.
Lo que la Iglesia me transmitió sobre ella, nunca concordó con lo que yo
percibía cuando conectaba con su energía. Experimenté una intensa sensación
de cercanía a María Magdalena cuando viajé, a los 18 años, por las regiones
del Languedoc, de la Camarga y Provenza, visitando Toulouse, Marsella, Aix-
en-Provence y Arles. Sobre todo, sentí su presencia al entrar en la catedral de
Vézelay, en Borgoña, donde un monje me explicó que la abadía era el lugar
donde se creía que María Magdalena estaba enterrada, habiendo
peregrinaciones a su sepulcro desde el siglo X.
Empecé a interesarme por ella y lo Femenino Sagrado, dedicando una parte de
mi licenciatura a la poesía medieval de los trovadores y su alabanza del amor
cortés, y me quedé impregnada por la deliciosa energía femenina de Avalon
cuando, años más tarde, visité por primera vez Glastonbury, en el condado de
Somerset en Inglaterra, donde se respira la presencia de las Damas de Avalon,
de María Magdalena y de la Diosa.
A lo largo de los años, he leído multitud de libros tanto sobre María
Magdalena como sobre la historia de las religiones, el papel de la mujer,
filosofía, psicología y metafísica, a la vez que me formé en distintas técnicas
para la salud holística, entre ellas la terapia regresiva que facilita el acceso a
los archivos akáshicos.
En ellos se registran todas nuestras vidas, como si fuese una inmensa
biblioteca, sólo que ésta no existe de forma tangible y física, sino en un plano
vibracional al que se accede sintonizando nuestras ondas cerebrales
adecuadamente, de la misma forma que conectamos con una determinada
emisora de radio al sintonizar la frecuencia en cuestión.
Acceder a los registros akáshicos ha sido para mi un valioso instrumento de
auto conocimiento y evolución, ya que me ha permitido identificar y sanar,
poco a poco, el origen de lo que me condicionaba y hacía sufrir, pudiendo
disolver bloqueos, conflictos y patrones de conducta, a la vez que iba
entendiendo cuál era la tarea que me había propuesto para esta vida.
A lo largo de una década, he recordado medio centenar de experiencias
vitales. He podido sanar intensos sentimientos de culpa, abandono, miedo,
baja auto estima y rebeldía. Todo mi aprendizaje y liberación giraba en torno a
la energía femenina, su potencial y represión. Comprendí que mi tarea
pendiente era el restablecimiento de la energía femenina en mí, de la energía
que yo soy, y de comunicar desde ahí el significado trascendental de lo
Femenino Divino para la evolución de la humanidad hacia planos más
refinados de existencia.
Nació la intención de escribir El Código de la Diosa, cuya realización se ha
convertido en un regalo para mí, pudiendo liberar y abrazar mi propia energía
profundamente reprimida, encadenada y paralizada porque en un momento
dado la había juzgado como destructiva y peligrosa. He podido recuperar mi
propia esencia, encapsulada durante milenios, gracias a María Magdalena que
entró en contacto conmigo a través de los registros akáshicos, y cuyos
recuerdos y presencia me han guiado y acompañado en el camino de concebir
este libro y en mi propio proceso, que han ido mano en mano.
El proyecto me ha tenido ocupada durante tres años. Han sido años de ir hacia
dentro, de aprender a aceptarme a mi misma con toda mi historia, de acogerme
en mi totalidad, con todo el bagaje, poder y potencial que tengo y que tiene la
energía femenina. Años que me han enseñado también a honrar los desafíos,
crisis y pérdidas que fueron parte de mi camino, y de rendirme finalmente a la
vida.
Con este libro quiero dar voz al poder transformador de la energía femenina,
voz a la Diosa y voz a María Magdalena, que comparte a través mía una visión
distinta, más completa y auténtica de su vida y misión.
Concebir el relato de sus memorias, se ha alimentado de toda la información y
guía que he recibido por parte de ella y de lo Sagrado Femenino en múltiples
manifestaciones, de personas físicas y entidades no físicas.
Siempre he sido muy intuitiva y psíquica, pero también de mente reflexiva e
intelecto escrupuloso. Puedo asegurar que nada de lo aquí relatado se ha
concebido a la ligera, sino que es producto de una concienzuda dedicación.
Las palabras de la Diosa y el relato de Maryam la Magdalena son para leerlos
tranquilamente y en estado receptivo, con el corazón y la mente abiertos, y
dejarse impregnar por la energía que desprenden.
Deseo a todos los lectores que sean envueltos por el cálido abrazo de lo
Femenino Sagrado y transformados por su poderosa energía, que no sólo
puedan sanar y equilibrar su propio femenino y masculino internos, sino
también desbloquear cada uno su propio infinito potencial, para experimentar
el éxtasis de sentirse completos, realizados y expandidos, vida exuberante,
amor infinito, presencia eterna y dicha absoluta.
Con amor,
Yllara Bettina Müsch
21 de Diciembre, Solsticio de Invierno del 2013
[1]
Por el Papa Pío IX en la Bula Ineffabilis Deus, en 1854.
Yo soy la que soy…
Shakti, Nut, Inanna, Isis, Shekhiná, Venus, Selene,… son algunos de los
muchos nombres con los que he sido llamada. Yo, que no tengo rostro ni
nombre, pues soy la que soy, la que fui y siempre seré, he sido venerada en
las múltiples facetas de lo que represento.
Como doncella y virgen, como madre dadora y nutridora de la vida, como
anciana sabia y hechicera, como efigie de la belleza y del amor, de la
sabiduría y misericordia, y también con el temido rostro de la señora
oscura, como dama de los cuervos que trae la muerte. Todas mis caras y
manifestaciones forman parte de la eterna rueda de la vida, juventud,
madurez y vejez, muerte y renacimiento, y esta comprensión os acerca más a
mi esencia.
Yo soy el origen de la vida. El alfa y el omega. Mi vientre os trae a la vida, y
mi cálido abrazo os acoge cuando retornáis a mí. Soy el océano primordial,
las aguas del cielo y las aguas del mundo, soy el firmamento estrellado y la
tierra fecunda. La tierra que os da forma, os sostiene, y cuyo corazón
compasivo late junto al vuestro.
Moro en todos y cada uno de vosotros. Soy vuestra naturaleza y verdad más
íntimas, vuestro amor, vuestra compasión, belleza, creatividad, abundancia
y alegría. ¡Halladme dentro de vosotros, pues mi esencia es vuestra esencia!
Soy el principio femenino que, desde tiempos ancestrales, se relaciona con
la vida y sus misterios, con la luna y sus ciclos, con la serpiente y su
capacidad de renovación, con los secretos, retos, regalos y la magia de la
existencia misma. Yo soy lo Divino Femenino.
Desde los albores del tiempo, mi magia teje vuestros destinos, hechiza
vuestros corazones y encanta vuestros sueños. Soy la inercia de la Tierra, la
abundancia del Sol, y la transcendencia de la Luna. Soy vuestra madre
eterna, cálida, nutridora y envolvente, soy vuestra amante incondicional que
os adora e inspira, soy vuestra niña divina repleta de potencial, y soy el
hogar al que retornáis.
Sin mí, vuestra existencia sería un desierto sin oasis, un dolor sin consuelo,
un corazón sin latir. Estoy aquí, para todos vosotros, sin excepción alguna.
Cuando me abrazáis dentro de vuestro ser, en toda mi plenitud que es
vuestra plenitud, aceptando y apreciando la diversidad de mis
manifestaciones, mi poder y mi potencial para construir y destruir, que es
vuestro poder y vuestro potencial, cuando permitís que os estreche entre mis
brazos, os acune y os ame, es cuando asumís que sois todo lo que Yo Soy.
Os habéis alejado tanto de mí. Os habéis alejado tanto de vosotros mismos.
Casi me habéis olvidado. Habéis estado olvidando quienes sois, lo que es la
vida y la belleza de estar vivos, perdiendo la mirada hacia el potencial que
se halla en vuestro interior y el amor que reside en vuestro corazón.
Pero la remembranza de mi grandeza que es vuestra grandeza, ha
permanecido en vuestro recuerdo, en la memoria de la humanidad y la
memoria de cada uno de vosotros, guardada en vuestra psique, en
enseñanzas esotéricas, contada en leyendas, tallada en obras de arte,
inscrita en vuestro código genético. El Código de la Diosa.
Yo me abrí en los albores del tiempo, y me sigo desplegando ahora y para
siempre, como los pétalos sedosos de una rosa perfumada, en toda mi
plenitud voluptuosa, poderosa y hermosa, fusionándome en un eterno abrazo
con lo Divino Masculino.
Lo Divino Femenino y lo Divino Masculino, somos dos facetas de un único
Todo. El Uno se convierte en Dos, para así poner en movimiento los
elementos, para ir manifestando lo no manifiesto, hacer tangible lo
intangible, para crear y seguir creando, crecer y retornar al origen, en un
eterno ciclo expansivo sin fin.
Dos fuerzas complementarias lo mantienen todo unido, todo en movimiento,
y hacen posible el proceso de la creación. Dos fuerzas que se necesitan,
abrazan y potencian. Que crean un espacio en el que la vida y la
consciencia pueden florecer. Nos hallamos en cada partícula de vida, en
cada molécula de vuestro cuerpo y cada átomo de vuestro ser. Somos la
Unidad.
Es el hieros gamos, el matrimonio sagrado entre lo Femenino y lo
Masculino, lo que os acerca a vuestra verdadera esencia. Diosa y Dios,
Luna y Sol, abajo y arriba, adentro y afuera, Yin y Yang, cáliz y espada,
espíritu y carne, se funden en un proceso alquímico, y la intensidad de su
clímax os permite tocar y recordar la Divinidad de vuestro ser, lo sagrado
dentro de cada uno de vosotros, la razón de vuestra existencia, y el
compromiso que tenéis para con vosotros mismos y la vida.
La memoria de esta unión sagrada, ha permanecido en vuestro recuerdo y en
vuestros anhelos, al igual que la remembranza de vuestro origen Divino, y el
recuerdo de la Diosa. Por mucho que el mundo tergiversara la historia y
menospreciara lo Femenino, no me habéis olvidado ni renegado de mí. La
búsqueda del anhelado grial nunca ha cesado. Yo soy el grial. Yo soy el
bálsamo que ansiáis. Yo vivo dentro de vosotros.
Cuando me halléis dentro de vuestro corazón y abracéis los dones que os
traigo, vuestro dolor se desvanecerá, la culpa, las dudas, el descontento, el
resentimiento. Cambiaréis, vuestra vida y vuestro mundo cambiarán. Os
sentiréis realizados, plenos, dichosos, bellos y amorosos. Viviréis el amor
que sois, conscientes de vuestro potencial como seres eternos en forma
humana.
Este es el tiempo de acordaros de mí, de valorar y honrar lo Divino
Femenino, de descubrirlo y activarlo dentro de vosotros, mujeres y hombres,
de descifrar y poner en práctica el Código de la Diosa, nivelando ambas
energías, la masculina y la femenina, y ambos hemisferios cerebrales, el
izquierdo y el derecho, el cerebro y el corazón, para evolucionar hacia
planos más refinados de existencia.
Os invito a todos, os amo a todos, os honro a todos. Y os regalo este relato,
el relato de mi amada hija Maryam, tan hermosa representación de lo
Femenino Divino, cuyo recuerdo ha permanecido en vuestras almas por los
siglos de los siglos, para que resuene en la memoria de vuestros corazones,
y os ayude a encontrar dentro de vosotros el anhelado grial, la parte
femenina de vuestro legado, la puerta hacia la gozosa unidad que Yo
represento…
La Travesía
No quise mirar hacía atrás. Sabía que, a mis espaldas, los primeros rayos del
alba coronarían el majestuoso faro que dominaba el puerto de Alejandría. Para
mí, sin embargo, tenía mayor presencia la luz tenue de la luna que se reflejaba
todavía en las vastas aguas que mecían el barco. Era más palpable, formaba
más parte de mi realidad.
Sabía que, incluso a estas horas tempranas de la madrugada, las bulliciosas
calles de la gran ciudad estarían hirviendo de vida trepidante. Yo, sin
embargo, estaba muy hierática, ajena a toda la actividad que se agitaba a mi
alrededor. Seguía inmóvil, de pie en la proa del barco, con mi capa azul,
oscura como el cielo nocturno.
Me mantenía erguida, como si me sostuviesen dos puntales, de arriba abajo,
abierta en canal. Sentía la brisa que acariciaba mi cabello, respiraba el aroma
a mar, mientras que oía las olas rompiéndose, su espuma salina salpicando mi
cara, mezclándose con lágrimas silenciosas. Me sentía muerta por dentro y, a
la vez, tan dolorosamente viva, palpando cada matiz de las sensaciones que
me embriagaban. Era insoportable.
Había llorado durante semanas, sin consuelo, con el corazón desgarrado,
lamentando la crueldad de lo vivido y vertiendo las lágrimas de mi dolor en el
silencio de las noches, como en un vaso, deambulando mis pensamientos por
tierras desoladas. Mis lágrimas me reconfortaban, evocando en mí la certeza
de que yo seguía viva, mi corazón palpitando a pesar de sus heridas
lacerantes.
Me debía a mi misma y a los fieles compañeros con quienes compartía amor y
destino, que siguiera dando forma a mis pasos sobre la tierra y despojara mi
mente de los pájaros negros que anidaban en ella, que no menospreciara el
legado de los que murieron y siguiera adelante con mi misión en esta vida.
Sólo quise mirar de frente, dirección Noroeste, donde me esperaba un nuevo
hogar. Pero las imágenes que tenía grabadas en mi memoria, me perseguían y
torturaban, desgarrando mi corazón una y otra vez.
Instantáneas lacerantes. Jeshua clavado en la cruz, agonizando. Su cuerpo,
antaño tan lleno de vida, abrazándome, reconfortándome, ahora inerte, frío,
rígido. Yo, ungiendo su cadáver para la sepultura.
Sabía que podía soportar cualquier cosa, el agotamiento, la persecución, el
exilio, pero la ausencia del hombre al que amaba con cada fibra de mi ser,
condenado a una muerte pavorosa, me causaba un dolor insufrible.
Y apenas unas semanas después, privada ya del calor de su presencia, el
zarpazo terrible de la muerte de Judah. Sólo uno de los mellizos, de los únicos
hijos que tuve jamás, sobrevivió. A Judah, me lo arrebató una enfermedad
infame, a los pocos días de dar a luz. Fue un golpe horrendo.
Mi consuelo es sentir que descansa junto a Jeshua, gracias a nuestro fiel amigo
Juan que, arriesgando su propia vida, volvió a Judea, para que el cuerpecito
de mi hijo reposara cerca del sepulcro secreto de su padre.
Lo he perdido tan pronto. El desgarro que siento apenas me permite respirar.
Pero Sarah, mi princesita, la hermana melliza de Judah, vive. Mecerla en mis
brazos, aspirar su deliciosa fragancia de bebé, y escuchar los latidos de su
corazón tan pequeño y tan fuerte a la vez, son como un bálsamo para mis
heridas.
Mi niña preciosa, con su pelo moreno y ojos oscuros, profundos como los de
Jeshua. Su tez color canela, herencia de su abuela Eucaria, mi madre, de la
estirpe de los asmoneos que gobernaron Israel hasta que el general Pompeyo
Magno lo convirtió en Reino tributario de Roma.
Mi hijita. Huérfana de padre, sin hermano ni patria. Pero siempre me tendrá a
mí. Y a sus tías Marta y María, que la cuidan con tanto amor y dedicación,
colmando cada día de sus pocas semanas de vida con cariño y dicha. Me llena
de alegría y agradecimiento que tanto mi hermana pequeña Marta como María,
una de las hermanas de Jeshua, me acompañen en este periplo.
Somos apenas veinte personas, todas de mi círculo más íntimo, las que nos
aventuramos a llevar la buena nueva hacia Occidente. Lejos del brazo armado
de Roma que nos ha estado persiguiendo, de la hostilidad que envenena
Jerusalén y Judea, de las reyertas y de la mezquindad del Sanedrín,
alejándome de personas que, antaño, había considerado amigos y que, de
repente, ya no lo fueron. Ni amigos, ni fieles al espíritu del mensaje por el que
Jeshua murió en la cruz.
Siento, a mis espaldas, la presencia firme y tranquilizadora del tío Yusuf que,
para mí, es como un padre, y para mi hija Sarah lo más cercano a un abuelo.
Yusuf de Arimatea, hermano de Joaquín, el abuelo materno de Jeshua, no sólo
es un próspero comerciante, sino también un hombre poderoso y leal.
No sé lo que habría hecho sin él. Fue quien reclamó el cuerpo de Jeshua y le
dio sepultura, quien me ayudó a huir de Jerusalén, salvando mi vida y la de mi
hija.
Nos escondió en la ciclópea Alejandría, en casa de un médico judío amigo
suyo que me asistió en los dolores del parto, un alumbramiento largo y
laborioso. No es frecuente que una mujer a mis 36 años dé a luz por primera
vez, además a mellizos. A pesar de sus sinceros esfuerzos y toda su sabiduría,
adquirido en el Templo tan afamado de Alejandría, Eleazar no pudo salvar la
vida de Judah.
Uno de los mellizos está con su padre, y la otra con su madre. La infinita
sabiduría divina, que tan incomprensible y difícil de aceptar me resulta a
veces, lo ha dispuesto así. Estaré eternamente agradecida a Eleazar y toda su
familia, que nos cuidaron como si fuésemos de su propia sangre.
Mi corazón siempre recordará la presencia tranquilizadora de aquellas
personas que sólo quisieron mi bien, esas manos firmes que aliviaron mi
sufrimiento, las voces suaves y palabras sabias que hicieron agarrarme a la
vida.
Alejandría siempre tendrá este sabor agridulce para mí, mezcla de dolor y
alegría, vida y muerte, ausencia, destierro y, sin embargo, esperanza.
Este pensamiento, esta verdad, me reconfortan. Me aferro a ella, mientras que
nuestro navío surca las aguas del Mediterráneo. Sí, es cierto. A pesar de las
mortales heridas con las que el destino ha decidido lacerarme, fracturando mis
sueños y mi vida, en mi corazón anidan esperanza y confianza. Las siento
como una lumbre que me suaviza y templa desde el interior.
Todavía no logro concebir cómo podré vivir con lo que he visto y con lo que
he perdido. Pero estoy decidida a dejar atrás el pasado, aceptándolo y
honrándolo, para abrirme pulcra y plenamente al ahora y la infinidad de sus
posibilidades.
Los seres humanos tenemos la facultad de rehacernos. Podemos renacer en
vida, resurgiendo de nuestras propias cenizas como el ave fénix, libres de lo
que antes nos atormentaba y maniataba.
El verdadero significado del bautismo es este, renacer a una nueva
consciencia y libertad, como si fuésemos un pergamino en blanco, puro e
inocente, habiendo disuelto las improntas que nos limitaban y cubrían la luz de
nuestra esencia.
No me aferraré al pasado ni me apegaré a identificaciones. No es importante
que sea viuda, judía o cristiana. Soy una expresión de la vida. Soy vida. Me
siento palpitar en cada instante, en la eternidad del ahora que no conoce ni
ayer ni mañana, y que colma mi percepción y presencia. Vibrar con la vida,
renovada, cada vez más libre, ligera y pura, es lo que quiero, lo que elijo.
Resistirme, no sólo significaría ir en contra de la naturaleza de la propia vida
que sigue fluyendo, auto generándose, abriéndose paso de entre los muertos,
sino que además truncaría mi compromiso conmigo misma y con Jeshua.
La vida humana es un gran regalo que nos convida la posibilidad de hacer
elecciones conscientes, por medio de las cuales nos transformamos y
evolucionamos. Mi elección fue clara y mi misión todavía no ha acabado.
Tengo un firme compromiso no sólo con mi propio proceso evolutivo, sino
también con el proyecto mayor de impulsar el despertar y florecimiento de la
humanidad.
Esta travesía hacia una nueva tierra donde sembraré las semillas del hermoso
jardín que la Tierra volverá a ser algún día, forma parte de mi camino. Siento
una profunda gratitud hacía los elementos y todas las personas que hacen
posible que cumpla con mi cometido.
Ver a mi hermana acunando a mi hija, ambas tan parecidas a mi madre, a la
que añoro particularmente ahora que yo misma, por fin, me he convertido en
madre, me permite inclinarme ante la grandeza e inconmensurabilidad de la
vida.
Contemplar a mi madre a través de Marta y de Sarah, evoca en mí memorias
del pasado. Recuerdo el día que Eucaria, mi amada madre, poco antes de su
fallecimiento, me llevó al bosque. Eran los primeros día de una tímida
primavera, yo tendría unos cuatro años y ella, enseñándome los primeros
brotes verdes que surgieron de entre arbustos y ramas que parecían muertos,
me habló del milagro primaveral, de la resurrección de la vida después del
invierno.
Aludió a la imagen de la Gran Madre Cósmica que regala y sesga la vida, que
la hace brotar y florecer, madurar y extinguirse, en un continuo dar y tomar
cíclico. Primavera, verano, otoño e invierno. Juventud, madurez, vejez y
muerte.
Me habló de la triple Diosa, doncella, madre y vieja sabia, y de su cuarta cara
oculta, la dama oscura que trae la muerte, la liberación, la transformación,
para que la vida pueda resurgir nuevamente. Siento esta verdad en cada
pálpito de mi corazón, aquí, en este navío que nos lleva a un nuevo comienzo.
Mi alma envía una plegaria silenciosa al cielo, pidiendo estar a la altura de lo
que el plan divino en su infinita sabiduría espera de mí. Ruego ser guiada por
el espíritu sagrado que anima toda la creación. Imploro tener el corazón
limpio en cada instante, la mente clara y en calma, para poder fluir en
sincronía con la infinita fuerza de la vida.
Los astros nos conducen hacia nuestro destino, de día el sol, de noche la luna e
infinidad de estrellas de la bóveda celeste. Los vientos nos acompañan, al
igual que las aves y los peces. ¡Cuanta vida!
Eucaria, mi madre, poco después de nuestra visita al bosque, me regaló unos
gusanos de seda que cuidé con hojas trituradas, observando fascinada su
metamorfosis en bellas mariposas. Las hembras, tras la cópula, depositaban
unos huevos, para morir poco después, reiniciando el mismo ciclo: huevos,
larvas, crisálidas, hermosas mariposas.
Nacimiento y muerte van mano en mano. Una vez que hemos entrado en el
ciclo de la vida, no hay marcha atrás. Sabemos que nuestros días en la Tierra
están contados. Pero el espacio de tiempo que la vida nos concede, lo
podemos aprovechar o desaprovechar. Lo moldeamos según nuestros criterios
conscientes o inconscientes.
Puede que nos dejemos llevar por la corriente de creencias interiorizadas, las
costumbres y tradiciones de nuestra familia o sociedad, como si nuestra vida
no nos perteneciese. O podemos despertar a nuestra verdad y potencial más
íntimos, y conscientemente dar forma a nuestros pasos sobre la Tierra.
Si queremos convertirnos en mariposas, necesitamos pasar por la crisálida,
por un proceso interior de transformación que requiere quietud y paciencia, y
en cuyo transcurso transitamos por nuestra luz y nuestra sombra, nuestros más
fervientes deseos y más terribles miedos. Una vez iniciado el proceso, ya no
hay marcha atrás. La crisálida no puede volver a ser gusano, sino que tiene que
perseverar hasta lograr su transformación.
Tarde o temprano, todos saldremos convertidos en mariposas, en esta vida o
en otra. Depende del nivel de consciencia, del compromiso y de la coherencia
de cada uno. La dicha de realizarnos en nuestro más pleno potencial puede
ocurrir ahora o dentro de miles de años. El proceso de la evolución en sí es
imparable. En nuestras manos está sintonizarnos con las leyes y fuerzas que
rigen el proceso evolutivo del ser humano así como la conjunción propicia de
espacio y tiempo.
Ciclo tras ciclo, y ciclos dentro de ciclos, en una continua espiral ascendente,
decía mi madre. Y cuando quise preguntarla por qué la vida era así, para qué
servía cada ciclo vital, ella ya no estaba entre nosotros. Había perecido en el
parto de mis hermanos, mellizos como mis propios hijos.
Yo quería mucho a Lázaro y a Marta, aunque echaba terriblemente de menos a
nuestra madre. Para mí, ella era una gran mariposa, y mis hermanos y yo
éramos los huevos que había depositado sobre la Tierra.
No quería defraudarla, quería convertirme en una hermosa mariposa también,
así que seguí el camino elegido para mí, una joven princesa que debía ingresar
en la Escuela del Templo de Jerusalén, construido imponentemente sobre la
gran explanada del Monte Moria. Después, sin embargo, elegí otro camino.
No veía mi futuro en un matrimonio, acordado por mi padre según mi rango y
las conveniencias políticas y económicas. Rehusé contraer nupcias con el
noble al que fui presentada, sino que me embarqué, gracias a la ayuda de mi
tía Alejandra, hermana de mi difunta madre, en un viaje iniciático que me
llevó Nilo arriba al Templo de Isis, en la Isla de Filae.
Recuerdo la expresión de estupor en el rostro de mi padre. Me afectó su dolor,
pero seguí adelante con mi proyecto porque anhelaba encontrar respuestas,
elucidaciones más allá de meras creencias o verdades académicas para las
muchas preguntas que bullían en mi inquieto corazón. Había tanto que no
sabía, que no entendía acerca de la vida y nuestra existencia misma, misterios
y verdades que deseaba desvelar.
He conocido a grandes maestras y maestros y he aprendido de ellos. Pude
beber de una muy antigua sabiduría que me ayudó a comprender cuan
intrínsecamente el ser humano está ligado a las leyes del cosmos, a los
movimientos y ciclos de los astros. Macrocosmos y microcosmos regidos por
una misma numerología sagrada, reflejándose en lo grande al igual que en lo
pequeño.
Somos antenas que viajamos y giramos con la Tierra por el vasto espacio de la
Vía Láctea. Cuanto más cerca se halla el planeta del Gran Sol Central, tanto
más fácil es sintonizarnos con la poderosa vibración que emana, tanta más
claridad y consciencia tenemos, tanto mayor es nuestra posibilidad de
despertar, de realizarnos y vivir en plenitud.
Sincronizarnos requiere cierta maestría sobre nuestro cuerpo y mente, sobre
nuestra respiración, pulso, cerebro, voz y posturas corporales, así como hacer
consciente el inconsciente, y disolver el revestimiento del karma que hemos
acumulado, que nos ha ido moldeando y sigue limitando.
En el Templo de Filae llegué a conocer muchas de mis vidas pasadas.
Comprendí que somos un producto de ellas, una conglomeración de memorias
e improntas que se hallan en nuestro inconsciente y nos confieren un
determinado aroma que, según las características de la fragancia en cuestión,
atrae ciertas circunstancias, personas y acontecimientos a nuestra experiencia.
Si no aceptamos lo que nos ha tocado que, lo comprendamos o no, es lo que
nos corresponde, acumulamos más karma cuando, en realidad, el propósito es
liberarnos de todos los recuerdos y patrones que nos mantienen prisioneros y
dificultan nuestra evolución.
Necesitamos ir pelando las capas de nuestra personalidad y volvernos tan
cristalinos como una gota de agua, tan transparentes que la luz pueda irradiar a
través de nosotros, tan puros que el Corazón de la Creación pueda latir con
nuestra frecuencia.
Cuando conocí a Jeshua, vi a un hombre que había adquirido esta maestría
sobre si mismo. Un ser que caminaba completamente en la luz. Había
recorrido medio mundo en búsqueda de sabiduría. Después de someterse a
múltiples iniciaciones y pasar largo tiempo en soledad y meditación, estuvo a
punto de retornar a su patria donde quiso difundir lo que él llamaba el
evangelio de la verdad y del amor.
Jeshua no vino a traer la paz sino la espada. No quiso consolar sino despabilar
a las personas. No fue un santo ni buscó ser santificado, sino que fue un
activista que pretendía cambiar las cosas, un rebelde que cuestionaba de forma
intrépida, abriendo mentes y corazones, un maestro espiritual que impulsó,
inspiró e inició a muchas personas.
Jeshua quiso liberar la espiritualidad de los dogmas religiosos y sacarla fuera
de los templos, proclamando que el Reino de Dios no se hallaba en el Cielo
sino en el interior de cada ser humano. Abogaba por una espiritualidad
directa, sin intermediarios, para que la humanidad pudiese redefinir su
relación con lo Divino.
Él vino a revelar que todos somos hijos de Dios, que el Creador,
misteriosamente, habita en todos los corazones. Instó a que los humanos
descubriésemos el imperecedero tesoro que mora en nuestro interior,
proclamando que él mismo era la palabra, la vida y el camino para acceder al
Reino de Dios.
Muchos discípulos lo han entendido como si la devoción fuese la llave de
acceso, como si ser devoto de Jeshua y de sus palabras les abriese las puertas
del Cielo. Cuando es difícil que haya consciencia suficiente, la devoción es,
sin duda, una actitud apropiada.
La verdadera devoción, sin embargo, es muy singular y propia solamente de
las mentes sencillas. Por desgracia, hay mucha falsa devoción, sólo de palabra
pero no de corazón ni de hechos, e interpretaciones interesadas y parciales de
las palabras de Jeshua que, a largo plazo, temo puedan tergiversar su genuino
mensaje.
La verdad es que Jeshua mismo fue la encarnación, el vivo ejemplo de tener
acceso al Reino de Dios. Había aceptado y perdonado, transformado y
disuelto suficientes capas de su personalidad para estar en sincronía con la
vibración de la eternidad en su interior. Cada palabra que pronunciaba, cada
acto que acometía, en perfecta sintonía con la divina esencia. Alinearnos con
el Reino de Dios como lo hizo Jeshua, este es el camino.
Es un sendero interior, una tarea que uno tiene consigo mismo. Es la
transformación que nos convierte en mariposas. El paso por la crisálida
imprescindible. La mirada interior, presencia y aceptación, entrega y
transmutación, para salir con paz de espíritu, pureza de corazón, la belleza de
la esencia y una energía de amor y dicha.
Son atributos todos de lo femenino interno. Todo lo creado, todo ser humano,
sea mujer u hombre, es un mezcla única de cualidades femeninas y masculinas.
Dos polaridades que se atraen, dos energías que se complementan y forman
juntas el Tao, todo lo que es. Arriba y abajo, afuera y adentro, mente y
corazón, lógica e intuición, certeza y ternura, espada y cáliz.
Por la naturaleza misma de la mujer, a nosotras nos resulta más fácil conectar
con lo femenino eterno, e integrar sus cualidades. Somos las mujeres las que
comprendemos, casi intuitivamente, el principio cíclico de la vida, ya que
nuestro cuerpo tiene su propio ciclo, mes tras mes, sincronizado con los ciclos
de la luna, que crece, se vuelve llena, va menguando y se renueva, luna tras
luna. Luz y oscuridad. Nacimiento y muerte. Vida.
Cuando tomo a mi hija en brazos, me percato de que, verdaderamente, nada se
ha acabado, y todo está por empezar. Los veranos, los años, van y vienen. Nos
hacemos mayores, partimos, volvemos, partículas minúsculas en la rueda del
tiempo. La vida brotando, perpetuándose continuamente.
Nuestra experiencia humana es cíclica y no lineal. Amaneceres y atardeceres,
lunas llenas y lunas nuevas, equinoccios y solsticios. Las almas yendo y
viniendo. No hay origen ni conclusión, tan sólo eterna evolución. Ciclos
dentro de ciclos, evolucionando en espiral.
Desde que he dado a luz, palpo con más nitidez lo sagrado de la vida y la
parte femenina de esta sacralidad. Somos las mujeres las que conocemos el
misterio del embarazo, gestamos el milagro de la vida, y la cuidamos. Es la
fuerza femenina la que gesta lo no manifiesto, la que sabe ver el fruto en la
semilla, el holograma del todo, nutriendo y creando lo que está por venir.
De esta percepción, de esta verdad inalterable, inherente y palpable en la
naturaleza femenina, nació la imagen de la Gran Madre Cósmica como
representación de lo Divino de la vida, venerada en las distintas culturas bajo
los nombres de Nut, Inanna, Shakti o Shekinah. La Divinidad representada en
una imagen femenina grandiosa y sobrenatural.
El ser humano siempre ha sabido o intuido que había algo más allá de la
muerte física, algo más grande, eterno y sagrado. Algo que parecía tan místico,
mágico y misterioso, tan incomprensible y ajeno, que hemos aceptado e
interiorizado la hipótesis de que la Divinidad se hallara fuera y por encima de
nosotros. Los humanos aquí en la Tierra, y lo Divino lejos de nosotros en el
Cielo.
Hemos ido poblando el cielo con efigies, con deidades hechas a imagen y
semejanza del ser humano, si bien más grandes y poderosos, creando mitos,
leyendas, cultos y religiones alrededor de ellas. Sin embargo, es al revés.
Nosotros fuimos hechos a imagen y semejanza del Creador. No nuestro cuerpo
físico que pertenece a la Tierra, que está hecho de tierra y vuelve a la tierra,
sino nuestra esencia misma. La esencia que se halla dentro de todos y cada uno
de nosotros, palpitando en el vasto espacio de nuestro interior.
Diosas y Dioses, Isis y Osiris, Gaia y Cronos, Venus y Marte, Sol y Luna, son
energías que representan distintas facetas de lo Divino. Fueron concebidas
para facilitarnos el contacto con nuestra propia Divinidad, con el Reino de
Dios que se halla dentro de nosotros y con las diferentes cualidades de este
reino interior, tanto con lo Masculino Divino como con lo Divino Femenino.
Es la energía masculina la que subyuga la materia, la que se aventura y
explora, conquista las tierras y sus riquezas, y garantiza la supervivencia.
Investiga e inventa, estructura y construye, protege y defiende, ataca y vence,
procurando seguridad y un bienestar palpable.
Lo Masculino Sagrado sienta los cimientos de una sociedad, pero sin lo
Femenino Sagrado no hay cultura que pueda florecer. Un ser humano, un país o
un mundo tan sólo basados en cualidades masculinas, serían como un árbol sin
frutos, una flor sin fragancia, un cuerpo sin esencia.
Sin la energía y la visión holística de la energía femenina, sin su capacidad de
la mirada interior, sensibilidad, percepción, receptividad e intuición, sin su
amor, ternura y compasión, sin la belleza que confiere a la vida, nuestra
evolución más allá de un cierto punto no es posible.
Lo Femenino Divino nos permite evolucionar hacia estados de consciencia
más elevados, hacia una existencia más refinada, hacia sociedades
florecientes, más coherentes y más de corazón.
Cuando prevalece la necesidad de garantizar la mera supervivencia, es natural
que predomine la energía masculina. Sin embargo, una vez que se ha alcanzado
una cierta seguridad y estabilidad, la energía femenina puede y debe florecer.
Entonces, el ser se vuelve más importante que el hacer, el vivir más
transcendental que el tener. El tiempo deja de ser lineal y se convierte en la
eternidad radial del ahora.
Cuando vivimos en el momento presente, con el corazón abierto y plena
percepción, sin resistencia ni exclusión, nos fusionamos con este ahora.
Entonces, las compuertas de la eternidad se abren y, magnífica y
sencillamente, somos. Consciencia pura, esencia amorosa infinita, mera
presencia de dicha ilimitada.
Yo, Maryam, lo he experimentado, y es lo que deseo para todos los seres
humanos. Es un don, un regalo, una capacidad inherente de la condición
humana.
No somos sólo una sofisticada manifestación de la vida, sino que somos la
vida misma. Vida que quiere y debe florecer en todo su esplendor. Somos
creación y somos creadores. El Creador supremo nos ha obsequiado con esta
dádiva. Nos creó y puso en nuestras manos la evolución de la humanidad.
Si queremos experimentar la dicha que, verdaderamente, significa ser humano,
es imprescindible que exploremos tanto lo masculino como lo femenino
eternos en nuestro interior, abrazando no sólo lo Divino Masculino sino
también lo Femenino Divino.
Sin embargo, el Dios ha ido arrebatando poder a la Diosa. El Dios de los
hebreos y musulmanes al igual que los Dioses de Grecia y Roma. Gaia, la
Diosa más grande del principio del cosmos, madre de la Tierra, esposa y
madre de toda la estirpe de Dioses del panteón griego, fue desbancada a favor
de su hijo Zeus, un Dios severo y patriarcal que gobierna la Tierra con sus
rayos desde el Monte Olimpo, a la vez que las Diosas de Roma se han
convertido en meras consortes o amantes.
Lo que antaño se veneró, ahora se desprecia como inferior e, incluso,
pecaminoso. Astarot, Ishtar, Inanna, Diosas del amor, de la fertilidad y de la
belleza, han sido vilipendiadas como figuras impúdicas de aborrecibles ritos
lujuriosos.
Shekinah, complemento femenino del Señor, venerada junto a él en el Santo de
los Santos del Templo de Jerusalén, imagen de la sabiduría y del Espíritu
Santo, ha caído en el olvido.
La imagen de la Diosa está siendo relegada a las tinieblas del inconsciente
humano. Lo que permanece y se impone es el Dios, efigie de la energía
masculina. Aun cuando el símbolo en sí mismo no significa nada, real es el
poder que representa. Menospreciando el emblema, se reniega del poder y de
las cualidades que personifica.
Belleza, sensibilidad, introspección, compasión y amor, no tienen la
importancia necesaria en este mundo. En un mundo que ya no busca sólo
seguridad sino riquezas y poder. Donde se compara y compite por logros y
posesiones que, más allá de asegurar la supervivencia, se han convertido en un
fin en sí. Como si un rango o la opulencia económica garantizasen la felicidad.
Nunca lo hacen. Cuando llega la hora inexorable de partir, cuando hay que
dejar este cuerpo caduco, todos nos percatamos de que ninguna fama ni
riqueza nos acompañan hacia el más allá. No cuenta lo que hayamos
conseguido u obtenido, sino tan sólo cómo hemos vivido. Anubis, cuando
acoge a los difuntos, no examina su monedero sino el corazón, que debe pesar
menos de una pluma.
Lo que nos avala, lo que nos permite progresar de encarnación en encarnación,
es nuestra capacidad de evolucionar hacia estados vibracionales altos de paz,
amor y compasión, que posibilitan una existencia creativa, abundante y
dichosa, en sincronía con el proyecto de la vida.
El dominio de la energía masculina que se está fortaleciendo a costa de su
energía complementaria, la femenina, dificulta y ralentiza nuestro proceso
evolutivo. Milenios ya lleva combatiendo el Dios a la Diosa, a la vez que las
sociedades patriarcales de este mundo privan de poder a las mujeres.
Yo, Maryam, os digo que todo esto tiene un precio. Os recuerdo que es el
vínculo entre el hombre y la mujer que impulsa toda vida y toda creatividad, y
que cuando es insano, lleva a la destrucción.
Necesitamos un equilibrio entre ambas energías, la femenina y masculina, para
realizarnos plenamente. Hay un propósito, hay poder, hay hermosura en la
unión de las dos fuerzas, una circular y la otra vertical. Cáliz y espada,
completándose y honrándose mutuamente.
Tengo la esperanza de que, algún día, nuestro mundo sea así, esperanza en esta
aventura humana. A pesar de todo el dolor de muchas vidas, mi fe en el género
humano y en la vida es imperturbable.
Yo, Maryam, sacerdotisa que fui en los tiempos de la Atlántida, heredera de
toda la sabiduría de Mu, vi como el mundo se desajustó. Ultrajadas fueron las
leyes del Universo y, con el núcleo mismo del planeta desnivelado, las fuerzas
de la naturaleza se desataron, y Atlantis la Gloriosa pereció en las aguas.
Soberbia, avaricia, ignorancia, desprecio, traición, desarmonía, conflicto,
odio, agresión, crueldad, violencia. Muy lejos ha ido el mundo explorando un
solo lado del péndulo. La balanza tuvo que volver a ajustarse, para que se
instalara el inicio de un nuevo equilibrio.
Había llegado la hora de anclar el contrapeso en la consciencia del mundo.
Por esto vine, y por esto sigo aquí. El antiguo ritual necesitaba ser
performado. El hieros gamos, matrimonio sagrado entre lo Femenino y
Masculino Divinos, un poderoso ritual que desde las tinieblas de los tiempos
se ha celebrado cuando la realidad del mundo así lo requería.
Yo, Maryam de la dinastía de Benjamín por línea paterna, por parte de madre
del linaje de la Reina Viuda Salomé Alejandra, la última asmonea que gobernó
Israel antes de que se convirtiera en Reino Tributario de Roma, ungí a Jeshua,
del linaje real de la casa de David, como Rey de Israel. Con un aceite
precioso perfumado de nardo, cuya fragancia embriagadora atesoro en mi
recuerdos.
Cuando derramé el perfume sobre su cabeza, cuando con él bañe sus pies,
secando con mi cabello las lágrimas que había vertido sobre ellos, Jeshua
supo que lo estaba ungiendo para su sepultura.
En tiempos de contrariedad, a lo largo de los siglos, siempre que la tierra
precisaba tal consagración, el ritual tenía su lugar y momento. Para garantizar
el equilibrio de las fuerzas de la vida, una reina o sacerdotisa, en
representación de la Diosa, contrae matrimonio sagrado con un hombre
elegido por los Dioses, dispuesto a sacrificarse por el bien común.
Ella lo unge como Rey del Pueblo, y se celebra una unión que evoca la
vigorosa imagen de la boda entre el Cielo y la Tierra en los albores del
tiempo. Mediante la unión de las energías femenina y masculina, las fuerzas
contrapuestas se equilibran, la polaridad se anula, el yo infinito se funde con
el yo finito, la esencia con la persona. Y el mundo puede dirigirse nuevamente
hacia la unidad.
Jeshua y yo, cuando celebramos nuestras bodas en la ciudad de Caná,
volvimos a anclar vibracionalmente y de forma representativa, el matrimonio
sagrado entre lo Divino Femenino y lo Divino Masculino en la consciencia de
la Tierra.
Jeshua se convirtió en el ungido, el mesías, en cabeza visible de la esperanza
del pueblo, convirtiéndose su crucifixión y resurrección en un remedio contra
el olvido, un antídoto para el padecimiento del mundo.
Pudo difundir su evangelio que devuelve a cada ser humano su dignidad, para
que nos reconociéramos y honráramos en nuestra unidad y diversidad, ricos y
pobres, príncipes y esclavos, hombres y mujeres, sin importar el género, la
raza, nacionalidad, clase social o religión. Todos nosotros hijos de un mismo
Dios, de una misma fuente primigenia, todos iguales en derechos y potencial.
Yo, Maryam, vengo a restablecer lo Femenino Sagrado. Para que la humanidad
pueda florecer en sincronía con la matriz de la vida misma, es necesario que
se revalide el reprimido elemento femenino de lo Divino y que ambas energías
se abracen y expresen equilibradamente. Yo os recuerdo y os recordaré, para
los tiempos de los tiempos, la importancia del código de la Diosa.
Francia
Por muy luminosa y poderosa que sea la chispa divina que mora en nosotros,
si no nos volvemos conscientes de su existencia, es como si para nosotros no
existiera, y no podemos hacer uso de su tremendo potencial.
Pero una vez que conectamos con la ventura y abundancia del Reino de Dios
en nuestro interior, nuestra vida cambia. Ya no nos identificamos con nuestro
pequeño yo limitado e insatisfecho, sino con el ser que nos abre las puertas a
otra perspectiva y forma de vivir.
Hay que ir hacia dentro, en silencio y en quietud, para entrar en contacto con
nuestra parte no física, la esencia que late en nuestro interior. Hay una
presencia infinita, indivisible, que se halla dentro de todos y cada uno de
nosotros. Es la misma lumbre que reluce dentro de todos los corazones y nos
anima a todos. Nos une entre nosotros y con la fuente de toda vida.
Formamos parte de un solo campo unificado cuyo pegamento es la
incondicionalidad de su amor y que, como una telaraña, lo interconecta todo:
universos, galaxias, estrellas, la naturaleza en sus diversas manifestaciones, la
vida en todas sus pequeñas y grandes formas, desde las más básicas hasta las
más sofisticadas.
Todo y todos estamos hechos de una misma sustancia viva, la esencia de la
vida, el origen de todo lo que es. Es una inteligencia suprema que rige las
órbitas de los astros, los ciclos del sol y de la luna, día y noche, el transcurrir
de las estaciones. Una fuerza creadora que gesta y sostiene el milagro de cada
nueva vida, que hace florecer la naturaleza y latir nuestro corazón.
El mundo está lleno de representaciones de esta poderosa energía, en forma de
espiral, de esvástica, lauburu, antahkarana y tomoe, en el árbol de la vida de la
cábala, en la matriz isométrica de la flor de la vida, en la geometría sagrada
de tetraedros, pirámides y la estrella de David, en el Arca de la Alianza, en el
código binario del Tao, codificada en el I Ching, en calendarios, obras de arte
y monumentos, hablándonos de como la vida fluye de forma incesante en
fractales que se replican continuamente, macro y microcosmos
indivisiblemente interconectados.
Esta energía omnipresente y omnipotente que se halla dentro y fuera de
nosotros, la llamamos Dios. En realidad, no hay denominación para ella, ya
que solamente la conocemos a través de la infinidad de manifestaciones en las
que se expresa. Por esto, cuando Moisés entró en contacto con ella inquiriendo
en nombre de quién dirigirse a los israelitas, la respuesta que recibió fue: “Yo
soy lo que soy”. [2]
con la vibración de la poderosa energía que es la vida, que nos llama tanto
desde fuera como desde dentro. Entonces viviremos plenamente en vez de tan
sólo sobrevivir.
Llevamos tanto tiempo en modo de supervivencia que todo nuestro deseo se ha
concentrado en buscar seguridad y control, amor y aprobación, poder y
conocimiento. Todos ellos son objetivos con los que intentamos sustituir las
cualidades de nuestra auténtica naturaleza, eterna, infinitamente amorosa,
omnisciente y omnipotente.
Tenemos un profundo anhelo de volvernos completos porque sentimos la
ausencia del ser. Nuestro alma sabe que ha perdido algo y, con frecuencia,
interpretamos esta carencia como castigo por una infracción que creemos
haber cometido, arrastrando un perpetuo sentimiento de culpa que corroe
nuestra felicidad.
La carencia crea una sensación de vacío en nosotros y nos hace estar en la
demanda. Intuimos que nos falta algo, pero lo buscamos sola e
infructuosamente en lo material, en posesiones, otras personas, actividades y
distracciones, en el exterior en vez del interior.
Con el tiempo, nos sentimos cada vez más insatisfechos, incompletos,
imperfectos e indignos, dando lugar a una nociva actitud de victimismo que
impide no sólo la alegría sino también la realización de nuestra grandeza.
Si viviéramos en comunión con nuestra parte no física, descubriríamos el
inmenso regalo que puede significar ser humano. No nos sentiríamos
inferiores, pequeños, carentes y pecaminosos.
Cuando Pedro preguntó a Jeshua “¿cuál es el pecado del mundo?”, éste
contestó: “No hay pecado”. No somos pecadores sino magníficos hijos de la
[2]
Creación, inconscientes de nuestra auténtica naturaleza.
¡Despertemos a ella y desprendámonos de todo lo que es falso en nosotros!
¡Deshagámonos de la falsa carencia! ¡Vivamos la paz, la dicha y el amor que
somos! ¡No busquemos más la felicidad fuera de nosotros, no reclamemos paz
al mundo, no mendiguemos más amor! ¡Seamos todo ello!
Amar no es algo que hacemos, es lo que somos. No podemos dar y recibir
amor. No es una moneda de cambio, sino nuestra esencia. Somos amor. Es
necesario que realicemos esta verdad, que la vivamos, que la pongamos en
práctica.
¡Descubramos la incondicionalidad, la nobleza y el éxtasis del amor que
somos capaces de sentir y de irradiar! El amor es la génesis y el fruto de la
unidad, la fuerza más poderosa del universo. Es lo que nos une y nos hace
sentir uno, lo que perdura, la única causa por la que merece vivir y morir.
Todos los conflictos que existen entre los humanos, todas las guerras que hay
en la Tierra, son por ausencia de amor. Añorando su omnipotencia, el ser
humano busca tener cuanto más poder y control posibles. Todo en vano,
porque nada puede sustituir la dichosa sensación de sentir nuestra propia
energía amorosa.
El afán de poder y de control ha traído mucho sufrimiento a la humanidad:
miedo, ira, tristeza, desesperanza. Nos angustiamos y enfadamos cuando
perdemos el control, y nos entristecemos y empequeñecemos cuando otros nos
controlan. Así nacen tiranos, rebeldes y víctimas. Personas tercas, iracundas,
soberbias y abatidas. Así nace la violencia, los conflictos y las guerras.
Es hora de volver a abrir el corazón. Hora de vivir desde el amor. Jeshua nos
dijo: “Como el Padre me amó, así también os amé yo. Permaneced en mi
amor.” Y también: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: en que
[3]
los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os
calumnian.”[6]
Un día, uno de los discípulos preguntó a Jeshua: “¿Cuántas veces tendré que
perdonar a mi hermano, si falta contra mí? Hasta siete veces?” Y Jeshua
[7]
¡Perdonémonos las veces que haga falta! Pues todos somos hijos de una misma
causa primigenia, de una misma madre y de un mismo padre cósmicos, todos
hermanos, gotas de un mismo océano, miembros de una sola familia. Cada uno
en su camino de retornar al hogar, en su proceso de redescubrir quien es,
sanando las improntas que le deformaron.
Somos uno, indivisibles, eternos e indestructibles. Nuestra forma humana, sin
embargo, es efímera e inerme. Nos ofendemos y protegemos porque nos
sentimos vulnerables, porque nos hemos identificado completamente con
nuestro envoltorio mortal e, incluso, con nuestras ideas y emociones que
también sentimos pueden herirse. Nos cuesta perdonar y nos cuesta confiar.
El inconsciente y nuestros tejidos llevan un registro de cada herida y cada
trauma, tanto físico como emocional, así como de nuestras acciones y
reacciones, componiendo el karma que hemos acumulado a lo largo de
nuestras experiencias vitales.
El karma es como una fragancia que vestimos y que condiciona las
circunstancias de nuestra vida. Cuántas más capas e improntas llevamos, más
limitada es nuestra experiencia y mayor la necesidad de restaurar el estado
original del ser. Sólo podemos retornar a la inocencia de la esencia si nos
liberamos del karma, de todo el bagaje que nos ha ido impactando y sigue
limitando.
La llave mágica es el perdón, la suprema comprensión de que no hay nada que
perdonar, que todos y cada uno somos perfectos, inmaculados e intactos, de
extraordinaria belleza, grandeza y nobleza, con un magnífico potencial por
desvelar. Perdonando dejamos de ser prisioneros del pasado y de nuestro
karma acumulado.
¡Dejemos de auto limitarnos! ¡Sanémonos en vez de seguir padeciendo!
¡Aprendamos a actuar desde la consciencia, en vez de reaccionar sobre los
registros del inconsciente! Siempre podemos aceptar y perdonar, y fluir en vez
de resistir. ¡Responsabilicémonos plenamente del mundo que cada uno va
creando en su interior y a su alrededor, actuando con consciencia, amor,
perdón y compasión!
“Lo que cada uno siembra, eso mismo cosechará.” Cada uno elige lo que
[9]
El ser humano está diseñado para evolucionar, para florecer y dar frutos.
¡Despertemos a esta verdad! ¡Comprometámonos con nuestro potencial!
¡Realicémonos plenamente! ¡Convirtámonos en luz, en energía brillante!
¡Quitémonos todo lo que es denso, falso y superfluo! ¡Florezcamos! ¡Veamos
aflorar la Divinidad en nuestras vidas, su magia, belleza, abundancia y éxtasis!
¡Convirtamos la Tierra en un floreciente jardín lleno de paz, amor y dicha!
Este es el mensaje de Jeshua. Esta es mi visión de una humanidad y Tierra
realizados y exuberantes. No son solamente palabras. No es algo que nadie
tenga que creer. Sino que es una llamada a despertar, una invitación a dar un
paso hacia un nuevo paradigma, a hacer un cambio interno que promoverá
cambios externos.
Nosotros somos el cambio que queremos ver en el mundo. Este cambio
consiste en reconocernos en nuestra pureza como los soles que somos, más
allá de todas las sombras y nubes que, con el tiempo, han ido cubriendo
nuestro resplandor. No tienen importancia, tan sólo la que nosotros les demos.
Nos transformamos disolviéndolas, comprendiéndonos a nosotros mismos
libres de ellas, en un instante o a lo largo de muchos años.
Retornando a la belleza e impecabilidad de nuestra esencia, transformaremos
el mundo en un hermoso lugar de vida trepidante, de creatividad y abundancia
para todos.
Yo, Maryam, os invito a comprometeros con vuestro potencial, con el
potencial y el despertar de la humanidad. Os pido un voto de fe y de confianza,
sobre todo, una coherente actitud de no agresión y amoroso perdón que
necesita ser practicada en cada momento, con uno mismo y con todos los
demás.
Ruego que el ser humano se alinee con el ser superior, que sienta el amor y la
compasión brotar en su corazón, que vea tan sólo perfección dentro de
cualquier imperfección, que honre y celebre la vida, y que descubra la belleza
de la existencia humana conociendo la dicha de sentirse completo, en fusión
con su ser y plenamente realizado. Este es mi deseo y mi bendición.
[1]
Evangelio según Tomás 76
[2]
Evangelio según María P.7.
[3]
Evangelio según Juan 15:9
[4]
Evangelio según Juan 13:35
[5]
Evangelio según Lucas 6:37
[6]
Evangelio según Lucas 6:27-28
[7]
Evangelio según Mateo 18:21
[8]
Evangelio según Mateo 18-22
[9]
Gálatas 6:7
[10]
Evangelio según Tomás 24
Sarah
Tras siete largos años, hoy llega al fin el anhelado momento de reunirme de
nuevo con mi hija Sarah. Me siento inmensamente feliz, y también algo
inquieta. ¿Cómo será nuestro reencuentro? ¿Qué veré en sus insondable ojos
color azabache? ¿Me dejará conocerla? Añoro su resplandeciente presencia a
mi lado. Nómada por vocación, he recorrido largas distancias, como un ave
migratoria, pero no hubo lugar donde no haya sentido su ausencia. En el que no
recordara su sonrisa cautivadora.
Pero ya no es la dulce niña cuyo sueño velaba y cuyas penas supe reconfortar.
Siete años nos separan de aquellos tiempos dorados de su infancia. Deseo de
corazón que me fluyan las palabras como el río, como la lluvia, como las
lágrimas que vertimos ambas cuando llegó el día de la despedida. El momento
de enviarla aquí, a los siete años de edad, al Templo de Isis que surge ahora
ante mis ojos, imponentemente erigido sobre la isla de Filae, al que se va
acercando el navío que me ha traído de vuelta a Egipto.
Al país de Kemet, desde donde huí hace catorce años con Sarah en brazos. Y
aquí estoy, para estrechar a mi hija nuevamente contra mi corazón. Desde aquí,
la zona alta del Nilo que linda con el reino nubio de Kush, viajaremos hacia el
Noreste, primero en barco y luego en camello, donde nos reuniremos con
Myriam de Nazaret, la amada madre de Jeshua, para que abuela y nieta, por
fin, puedan conocerse. De sus cartas sé que Myriam desea compartir con mi
hija las memorias de su extraordinaria vida.
Pero antes me toca a mí relatarle a Sarah mi historia, que es parte de la suya.
Quiero ser transparente como el agua, como un diamante, para que sepa de qué
material está hecha. Espero que mis palabras consigan surcar cualquier
brecha. Mi corazón se regocija ante la ilusión de pasar juntas días soleados y
noches estrelladas, compartiendo espacio e intimidad. Sin embargo, ¿por
dónde empezar?
Mientras que el sol se levanta magníficamente entre las montañas, acariciando
altas palmeras y extensos campos verdes, admiro cada vez más de cerca los
soberbios pilones y columnas del Templo de Isis, con sus ricos colores y
espléndidos dibujos de la flor de loto y rama de palma. Nada ha cambiado. Es
como si el tiempo se hubiese parado.
Recuerdo los años que pasé aquí como si fuese ayer. Me veo sentada en una de
las ventanas que salpican el muro occidental, desde donde divisaba la isla
sagrada de Bigae con su santuario de Osiris. Evoco el dulce y penetrante
aroma del incienso y el bello repiqueteo de los címbalos, mientras que
entonábamos los antiguos mantras.
Aquí comprendí la importancia de crear un amplio espacio interno desde el
cual establecerme y vivir, independiente de las exigencias y proyecciones de
otras personas sobre mi, de mis aparentes logros o fracasos, y de lo que ocurra
a mi alrededor.
Estaré eternamente agradecida a mi tía Alejandra por facilitarme aquel
peregrinaje al país de los faraones. Acompañada por dos primas, varios
sirvientes y una pequeña escolta, emprendí viaje hacia el Sur, embelesada con
los soberbios santuarios que pudimos visitar conforme remontamos lentamente
el gran río. Tell ell-Amarna, Abydos y Dendera, Karnak y Luxor, Esna y Edfu.
Templos y pirámides, palacios y obeliscos. Un mundo exótico, completamente
diferente al que había conocido en el Monte Moria.
Me quedé fascinada con las distintas deidades masculinas y femeninas que se
veneraban en los diferentes templos, algunas de las cuales tenían forma
animal. Hubo una devoción extendida al Dios solar, a la energía representativa
del astro rey que ilumina nuestros días y cuyos rayos dorados posibilitan toda
vida en la tierra. Mil años atrás, el faraón Akenatón había impulsado un culto
monoteísta a Atón, el sol negro, en representación no solamente del Gran Sol
Central, sino también del hecho de que todo lo creado viene y se va por
mayúsculas y minúsculas aberturas negras, en galaxias, sistemas solares,
células y partículas.
Finalmente, llegamos a la hermosa Isla de las Flores con su Pirámide
Elefantina, situada en la primera catarata para, finalmente, desembarcar en la
isla de Filae, metrópolis por excelencia del culto a Isis. Un lugar mágico,
poblado por árboles, flores y pájaros. Sus murallas, terrazas y muelles
protegiendo la isla contra la turbulenta pleamar que inunda las fértiles tierras
de ambas riberas del Nilo comenzando el verano.
No en vano, el Templo de Isis está situado en el lugar exacto donde el sol,
antes de revertir su rumbo, se detiene en el Solsticio de verano, festejando el
momento anual del reencuentro entre Osiris e Isis, y la fecundidad con la que
el Dios bendice a la Tierra.
Estaba encantada de hallarme en la isla en la que Eucaria, mi amada madre,
también había sido instruida en su juventud. Mi anhelo era acercarme a la
Divinidad aquí en Filae, en este bello lugar de sabiduría milenaria donde se
respiraba paz, ternura, alegría, y una profunda devoción hacia lo Femenino
Sagrado. Mi corazón se sentía en casa, ansiosa de que empezara mi
instrucción.
Por un lado, las sacerdotisas me hicieron explorar mi mente, su superficie
consciente, el lago subconsciente que se extiende por debajo, y las
profundidades de su parte inconsciente. Viajé con mi atención y respiración
por las distintas partes de mi cerebro, desde el hueso sagrado donde nace la
médula espinal, subiendo mi columna hasta la glándula pineal en el centro de
mi cerebro, para arribar finalmente en la glándula pituitaria detrás de mi
frente, donde descubrí el tercer ojo que, a diferencia de nuestros ojos visibles,
no percibe el mundo exterior sino el interior. Me indicaron que explorara mi
cuerpo por dentro y, finalmente, me llevaron al corazón.
Hallé una hermosa energía expansiva en mi corazón, a la que le di voz
entonando armónicos que hicieron vibrar mi cuerpo por dentro y fuera, a la
vez que descubrí en las distintas capas de mi cuerpo, corazón y mente
infinidad de memorias que condicionaban mi conducta, mis sueños y mis
temores.
Cuanta más consciencia adquiría, con cuanta más atención y capacidad de
percepción me observaba, tanto más claras se volvieron las aguas de mi
inconsciente. Empecé a sentirme cada vez más libre, ligera y expandida,
conforme se derribaron puertas, paredes y subsuelos en mi interior que antes
me habían embarrado y enclaustrado, al mismo tiempo que me volví más y más
receptiva, pudiendo captar con facilidad los mensajes de mi mente
subconsciente.
Por otro, las sacerdotisas me explicaron que somos ciudadanos de dos
mundos, uno visible y otro invisible, que el ser eterno e intangible, la
Divinidad misma, mora dentro de todos y cada uno de nosotros, aunque tan
sólo veamos nuestra parte humana y tangible, y que el propósito último de
nuestra existencia es encarnar esta Divinidad aquí en la Tierra, una vez que,
liberados de toda resistencia, nos abramos a ella para que nos llene y guíe.
Me pareció una visión fascinante del ser humano, pero no quise que se
quedara en un mero concepto intelectual o algo que pudiese creer o no creer,
sino que ansiaba experimentarlo. Anhelaba descubrir este mundo intangible y
entrar en contacto con lo Divino.
Con tal propósito, las sacerdotisas me enviaron durante meses a que meditara
largas horas en la naturaleza, con los ojos abiertos y atención aguda. Empecé a
contemplar el río, una ola, el brillo del sol en una gota de agua, un árbol, una
flor, una hoja, la sabia fluyendo por sus venas, admirando la gloria prodigiosa
de la creación.
Cuán más quieta y atentamente escuchaba, más me hablaba la naturaleza, más
me susurraba la eternidad desde todos los lados. Sentí que yo misma era parte
de la naturaleza y del milagro de la vida, inseparable de lo que veía, del aire
que respiraba, del fuego vital que percibía en mi interior, del agua que bebía,
de la tierra que me sostenía y alimentaba, y del espacio que me contenía. Todo
en la naturaleza era una manifestación de una fuerza sagrada y eterna, casi
palpable el lugar donde lo finito y lo infinito se tocaban.
Percibía sin palabras, de forma intensa y con mucha transparencia, conectando
con un solo campo de energía vibrante mediante el cual todo se hallaba en
conexión. Sentí que había una fuente de la que brota toda vida, que se halla en
el centro y origen de todo lo que existe, y que manaba también dentro de mi.
Verdaderamente, yo y todos teníamos nuestras raíces en lo Divino.
Fue un peregrinaje hacia dimensiones desconocidas dentro de mí, más allá de
los pensamientos. Cuanto más sensitiva me volvía, más íntimo era el contacto
conmigo misma, mayor la sensación de ser mera consciencia expandida, y más
hermosa la energía que emanaba de mi corazón, llenándome de paz, serenidad
y júbilo, de amor puro por todo lo que había, como si yo y todo lo que me
rodeaba fuésemos una bella sinfonía, sin poder ni querer separar sus distintas
notas musicales.
Comprendí que cada uno de nosotros tiene un núcleo sagrado. Cada célula,
cada planeta, cada sistema solar y galaxia tienen un núcleo. Todos estos
núcleos están interconectados. Todos estos núcleos son Uno. Es el Todo
expresándose en lo pequeño y lo grande, en el microcosmos al igual que en el
macrocosmos. Núcleos dentro de núcleos. Fractales dentro de fractales.
Ciclos dentro de ciclos. Toda la naturaleza, toda vida un gigantesco
holograma.
Nuestro núcleo es el corazón. La energía luminosa que irradiamos desde el
sentir puro, son los hilos de la divina matriz hechos visibles. Todos formamos
parte de la misma telaraña única e inconmensurable. Todos estamos embutidos
en esta infinita matriz que es la vida, eterna en su esencia, cíclica en su
apariencia, las estrellas y nosotros puntos de luz en el grandioso tapiz que va
tejiendo.
Me perdía en la contemplación de la magnitud del cielo nocturno, fascinada no
sólo por el resplandor de los astros, sino también por el vasto espacio que
conformaba la bóveda celeste, mucho más extensa esta oscuridad que los
puntos iluminados por estrellas. Comprendí que era el espacio que lo mantenía
todo en cohesión, que ahí, en la aparente oscuridad de la nada, era donde
debía buscar el origen de lo Divino, la ubicación desde donde aquella
suprema inteligencia obraba sus milagros.
Tocar lo Divino de esta forma, fue una experiencia sobrecogedora para mi.
Realicé con toda claridad que yo no era mi cuerpo ni mis memorias, sino la
consciencia que observaba y que, en última instancia, no había diferencia ni
separación entre lo que yo era y observaba. Sólo había un mismo sonido
original que resonaba en distintas cadencias.
Me expandí cada vez más, sintiendo el claro anhelo de fundirme plenamente
con la consciencia eterna que casi podía tocar con mis manos. Ansiaba
amalgamarme con el Todo y experimentarme a mi misma tan infinita e
ilimitada como lo eran la negrura y la luz del Creador y de su creación.
Sin embargo, había algo que me retenía. Una sensación de estrechez, de
rigidez dentro de mi, la duda también de ser digna de tal epifanía. Pero, sobre
todo, miedo a no poder controlar la experiencia, resistencia a entregarme, y un
gran temor a disolverme.
Profundas conversaciones con las sacerdotisas, valiosos pergaminos que
estudié en la magnífica biblioteca del templo y fascinantes viajes de
consciencia que emprendí en la pirámide de la cercana Isla Elefantina, me
hicieron comprender que había una dicotomía en mí que ilustraba a la
perfección el dilema y la condición del ser humano.
Quise ser libre y atada a la vez. Por un lado, anhelaba fusionarme con la
infinidad del ser. Por otro, temía salir del espacio delimitado, seguro y
conocido que, hasta ahora, me había protegido y apresado al mismo tiempo.
Era el miedo de mi pequeño yo humano a disolverse en la inmensidad del ser
eterno, a ser aniquilada como individualidad. El temor a desintegrarme y de
perder el control sobre mi energía, luchaba contra mi anhelo de encontrarme
nuevamente libre de cualquier restricción. Temía lo que anhelaba, y ansiaba de
lo que huía.
Siempre había percibido una especie de vacío dentro de mí, un vacío que
nunca había querido atravesar, del que me había evadido y el cual había
llenado con pensamientos compulsivos y mucha tristeza sintiendo, con
frecuencia, una gran soledad. Un vacío tan vasto como inmensa era la
Divinidad con la que, por fin, había entrado en contacto.
Comprendí que este vacío que había rehuido tanto, en realidad, era el lugar
donde moraba mi ser eterno. Me había sentido triste y sola porque nunca me
había atrevido a salir de mi separación para entregarme plenamente a los
brazos de lo Divino, temiendo encontrarme ahí no solamente con mi luz
verdadera sino también con los dragones de mi sombra, sin comprender aún
que ambas forman parte de la experiencia de cualquier energía proyectada a la
dualidad.
Fuertes eran las compuertas de mi yo humano y férreo su control. De este
pequeño yo personal que era fruto del impulso primario de supervivencia.
Comprendía este instinto de proteger mi cuerpo, de sentirme segura y a salvo.
Había visto también mi deseo de ser vista y reconocida, aprobada y amada.
Pero, realmente, nada de ello me había hecho sentir bien, porque lo que
verdaderamente anhelaba era a mi misma, ser entera, completa en mi misma.
Mi decisión estaba clara. A pesar de mi miedo y de mi resistencia, quería
amalgamarme con mi ser, abrirme completamente a la esencia divina, y vivir
desde ella. Sabía que esto suponía un valiente salto al vacío, ya que el yo que
creía ser tenía que morir, para que pudiese ser lo que realmente era.
Mi pequeño yo y todas mis identificaciones necesitaban disolverse, para que
el poder místico me revelara la magnificencia de mi verdadero yo. Un yo que
ya no sería tan personal y limitado, sino más global e ilimitado. Lo que no
sabía era cómo conseguirlo.
Había experimentado la ausencia temporal de mi yo personal cuando me
perdía en la contemplación de la gloria de la naturaleza, cuando entonaba
durante largas horas los antiguos mantras, o me absorbía por completo en otra
actividad que me llenaba. Momentos gozosos, fuera del tiempo, algunos
mágicos pero efímeros. Siempre volvía a lo cotidiano, a las partes conocidas
de mi misma.
Las sacerdotisas me explicaron que el secreto consistía en tres claves y un
desafío: mi atención, la mirada interior, la fusión con el ahora, y enfrentar
valientemente el miedo a la muerte.
Necesitaba quedarme muy quieta y dirigir mi mirada hacia dentro, hacia mi
mundo interior, atenta a todo lo que percibía sin distraerme de mi enfoque de
atención, que era el ahora presente en mí. Me recomendaron que, antes de
afrontar cualquier miedo, experimentara con otras cualidades y sensaciones,
siguiendo siempre el movimiento de su energía por mi cuerpo sin
identificarme con ningún pensamiento ni emoción.
Así que me tumbé con los ojos cerrados sobre la hierba verde, calmé mi mente
respirando tranquilamente, dispuesta a experimentar lo que ocurriría en mi
interior, en el espacio que convierte nuestros cuerpos en magníficas cajas de
resonancia.
Me abrí a sentir la tristeza. Fue como una ola gigante que chocó contra mi
corazón y taponó mi garganta. Poco a poco, se fue convirtiendo en un inmenso
lago que me inundaba y cuyas aguas, paulatinamente, se volvieron cada vez
más quietas. Me invadió un sereno bienestar y, de pronto, sentí este espacio
dentro de mí que parecía vacío y silencioso. Me entregué a el. No había nada
más que este espacio que, súbitamente, se llenó de vida trepidante. Todo era
vida, alegría, dicha, éxtasis. Reposaba en la tranquila intensidad del ojo de un
huracán, en los brazos amorosos de lo eterno. Había conectado por primera
vez con la Divinidad que moraba dentro de mí, y fue hermoso.
Cada vez me identificaba menos con la persona que había creído ser, y más
con la jubilosa y amorosa consciencia que sentía que era. Seguí observando
mis pensamientos sin apegarme a ellos, consciente de que no era yo la que
pensaba sino que, simplemente, experimentaba un pensamiento, los cuales
emanaban de mi pasado, mi condicionamiento, memorias e inconsciente.
Con el tiempo, comprendí que los pensamientos no sólo habían determinado
mi estado de ánimo, sino que también aparecían según la disposición de mi
espíritu. Cuánto más placentero era mi ánimo, más positivos y constructivos
eran mis pensamientos. La buena higiene mental era esencial, para que mis
pensamientos, emociones, energía y cuerpo se pudiesen alinear y convertirse
en una antena coherente, capaz de sintonizar con otras dimensiones de
existencia.
Tanto nuestra mente como nuestro cuerpo son acumulaciones, aglomeraciones
de memorias, pensamientos y emociones. Era importante que trabajara también
con los registros de mi cuerpo.
Empecé a darme permiso para sentir plenamente cualquier emoción que me
embargaba, siempre sin identificarme con ella ni dejarme enredar por la mente
en historias relacionadas con la emoción en cuestión. Aprendí a localizar y
liberar también emociones que se habían cristalizado en mis tejidos debido a
que, durante mucho tiempo, no me había dado permiso para sentirlas.
Había rehuido y reprimido emociones desagradables como la ira, culpa o
vergüenza. Pero al no darles expresión, al no permitir que su energía fluyera,
estas emociones se habían estancado y congelado en mis tejidos.
Así es como se genera cualquier enfermedad. El cuerpo nos recuerda a través
de ella que hay un impacto sobre nuestra vibración que necesita ser mirado y
sanado. Cada dolencia representa una oportunidad para evolucionar, para
liberarnos de creencias limitantes y emociones corrosivas.
Todas las emociones ligadas a experiencias impactantes son registradas y
archivadas, constituyendo un banco de memorias cuyas huellas se hallan en
nuestros tejidos. La memoria del cuerpo es mayor que la de la mente y más
ancestral.
Nuestro cuerpo es una antena que resuena con bancos de datos
interdimensionales que, como las nubes en el cielo, almacenan nuestra
historia. Todo lo que hemos experimentado, sentido y pensado jamás. Cada
uno de nosotros un depósito de memorias. Comprendí la necesidad de limpiar
este almacén, y me dediqué con tesón a ello.
Cuando sentía resistencia, experimentaba esta resistencia sintiendo todo mi
cuerpo contraerse y blindarse. La ira me quemaba y cegaba, la vergüenza me
consumía, la culpa me aplastaba. Aprendí a no juzgar ninguna de estas
energías en movimiento que liberaba, a no quedarme tampoco con ninguna, ni
identificarme jamás con lo que se movía.
Invariablemente, al final de cada trabajo sobre el banco de memorias de mi
cuerpo, con toda mi atención enfocada hacia dentro y en el momento presente,
conectaba con el vasto espacio al que me abría en mi interior, y experimentaba
la dicha temporal de fusionarme con la Divinidad.
Llevaba siete años en Filae cuando llegó el día en el que me sentí preparada
para explorar y enfrentar el miedo a la muerte. Todos nuestros temores derivan
de este miedo universal que acompaña nuestra existencia.
Nacimiento y muerte van mano en mano. Pero eludimos el hecho de tener que
enfrentarnos, tarde o temprano, al incierto umbral de la muerte. Es lo único
que el yo personal no puede controlar, y la razón de su existencia. El humano
siente pavor ante la ineludible disolución de si mismo, y su instinto de
supervivencia rehúye y combate lo que más teme. Vencer el miedo a la muerte,
significa vencer nuestro finito yo personal. Quien creíamos ser se disuelve en
la infinidad del ser.
Nunca olvidaré aquel día y aquella experiencia. Entré en ella abriéndome a
sentir plenamente mi temor a fallar, a ser indigna, a no sentirme amparada.
Desolación. Un tremendo agujero en mi pecho. Mi corazón en un puño como
una piedra oscura. El miedo de haber pecado contra Dios y de que fuerzas
impías se apoderasen de mi alma. Mi cuerpo estremeciéndose en temblores.
Terror al sufrimiento, la tortura y agonía. Aves negras retorciéndose en mi
vientre. Sollozos y gritos sacudiéndome.
Después, un río de memorias. Imagen tras imagen, recuerdo tras recuerdo,
aparecieron ante mi ojo interior. Vi las veces que había dejado mi cuerpo de
forma pavorosa, cuantas veces me había ido de este mundo, sólo para volver
una y otra vez. ¡Cuánto dolor! Sepulcro tras sepulcro. Cientos de experiencias
de muerte colapsaron de forma agonizante. Mi cuerpo deshecho. El alma
aplastada. ¡Quería liberarme de las garras de la muerte! ¡Quería dejar de
morir y renacer siendo nada más que un cuerpo! ¡Quería despertar a mi
verdadera esencia ahora y para siempre!
De pronto, las puertas de mi universo interior se abrieron ampliamente. Los
lazos que me habían aprisionado se desvanecieron, la agitación de mi alma
cesó y una gran calma invadió mi cuerpo. Yo estaba en el universo y el
universo estaba en mí. Con cada respiración, las tinieblas y la pesadez se
volvían más y más ligeras. Flotaba en una nube de luz. Deambulé, fascinada,
por estancias luminosas desconocidas, mi corazón danzando en melodías
celestiales.
Desde lo más hondo de mi ser surgieron palabras de reconciliación, de amor y
de agradecimiento. El amor infinito que sentía me transportó más allá de la
forma. Sumergida en un océano de luz, cada célula de mi cuerpo y cada
partícula de mi alma se renovaron, fusionándose con la grandiosidad de mi ser
infinito. Fue una vivencia sublime, poderosa.
La luz en mi estaba completamente libre de miedo. Sabía que la muerte no
podía tocarme. El miedo que había sentido no era real. Fue un producto de mi
mente limitada, de mi identificación con el cuerpo. Pero yo no era mi cuerpo.
Era eterna. Yo no era el cambio sino la presencia inmutable que lo
experimentaba. Era invulnerable.
La última y definitiva prueba llegaría a la hora de mi muerte, cuando me
tocaría emprender el tránsito a otros planos sosteniendo esta consciencia de
inmortalidad. Pero el amor y la dicha que me embriagaban eran ilimitadas.
Sabía que yo era toda vida, vida eterna.
No importaba cómo llamaba a la fuerza poderosa que sentía en cada molécula
de mi ser. Luz, amor, consciencia, vida, Divinidad. Era lo único real. Era todo
lo que había. Siempre había estado ahí, aun cuando yo no había reparado en
ella. Como cuando las nubes cubren el cielo y no nos dejan ver la luz, a pesar
de que el sol brilla en el firmamento.
Pero ahora me había entregado a ella, fusionado con ella, y sabía que podía
confiar. Fue un momento trascendente para mí, un punto de inflexión, una gran
transformación. Cuando miraba a las personas, tan sólo veía amor y
Divinidad, el ser supremo disfrazado en distintas formas aparentemente
limitadas.
Me encomendé a la suprema fuerza que sentía pulsar en mis células, para que
me envolviera y guiara mis pasos. Sabía que ya nunca más se trataría de mi
voluntad, sino de vivir en sincronía con sus designios. Intuía que los
venturosos años que había pasado en el Templo de Isis pronto tocarían su fin.
Mi corazón albergaba la certeza de que la Divinidad encontraría la forma de
hacerme suya.
Unos meses después, conocí a Jeshua. ¿Cómo relatar el encuentro con aquel
singular ser humano? ¿Cómo describirle a Sarah al hombre insólito que había
sido su padre? Un humano que se había dado plenamente a la luz, la eternidad
brillando en sus ojos, toda su apariencia de una intensidad vibrante.
Le escuché hablar ante una asamblea en Abydos, compartiendo el
conocimiento que le había aportado un largo viaje que, una década atrás, había
iniciado en Egipto y el cual le había llevado a Grecia y Roma, y a lugares tan
lejanos como Persia, la India y el Tíbet, donde había estudiado con monjes,
brahmanes, ermitaños, hombres y mujeres santos.
Con voz cálida y clara, habló de las muchas moradas que tiene la mansión de
lo eterno. Dimensiones dentro de dimensiones, formando en su conjunto un
solo campo pulsante, una divina matriz cuyos hilos lo entrelazaban todo. Todos
los Dioses un solo Dios, una suprema inteligencia inmutable e inenarrable, el
origen primigenio de todo lo creado, presente en todos los corazones,
impulsándolos a retornar al hogar, a realizarse en esta forma humana como
Hijos de Dios.
Sus palabras me tocaron profundamente. Expresó con gran sabiduría y
sensibilidad lo que la mente apenas puede concebir. Una verdad más elevada
que ella, más sublime. Pude vislumbrar la hermosa imagen que evocaba su
discurso y sentir mi corazón resonar con lo que transmitía. Todo lo que yo
había experimentado en los últimos años, me confirmaba que estaba en lo
cierto.
Nuestra salvación, dijo, radicaba en superar la ilusión de la separación, no
concibiéndonos como un yo individual entre otros distintos, sino como un solo
ser, una sola vida expresándose en múltiples cuerpos y facetas. Todo lo que
sucede a uno, afectando al todo. Lo que ocurre al otro, ocurriéndome a mí.
Porque todos somos uno. Nuestra tarea el retorno a la unidad, a la luz y el
amor incondicionales.
Habló con suma elocuencia del perdón como elemento inherente y actitud
indispensable del concepto de la unidad. El otro otro yo, yo otro tu. Caras y
espejos de un solo Todo. Lo que proyectamos sobre el otro, perteneciéndonos.
Todo daño causado a otro, lastimándonos. Violencia e ira afligiendo a quien
las sufre y quien las siente.
Toda culpa y crítica desafiando la perfección de la suprema creación.
Resistencia, control y manipulación, disposiciones prepotentes que
distorsionan nuestra sincronía con la vida y nuestra capacidad de percibir los
designios de lo Divino.
Enfatizó la gran labor que constituiría despertar a los seres humanos de su
profundo sueño. El largo camino por recorrer basándose en el amor, el perdón
y la aceptación, empezando cada uno consigo mismo y, después, con su
ministerio. Aceptar todo lo que es, a todos como son, a todo lo que fue, dijo.
Aceptar que no hay nada que perdonar.
Dejar atrás el pasado, renunciar a las identificaciones y abrir nuestro corazón
a la amorosa energía omnipotente y omnisciente que guía cada uno de nuestros
pasos en la eternidad del ahora, para que florezcamos como humanos y la
Divinidad se pueda expresar plenamente en nosotros.
Estaba cautivada. Tanto con el discurso como por el hombre. Sabía que tenía
ante mi a un gran visionario, a un extraordinario maestro espiritual, y que yo
quería ser su discípula. Quería beber de su sabiduría y participar en su misión.
Un año más tarde, le abrí la casa familiar en Betania, en la falda del Monte de
los Olivos, donde me había instalado con mis hermanos Marta y Lázaro tras el
fallecimiento de nuestro padre y mi vuelta a Judea, ofreciéndole a Jeshua un
espacio para sus tertulias, a las que acudía cada vez más gente.
Me convertí en una de sus diligentes discípulos y, más tarde, en su esposa. Nos
atraíamos como dos partículas de luz, regocijándose nuestras almas ante un
lazo que era más antiguo que el tiempo. Compartimos plácidos silencios,
largas conversaciones, una misma visión de un mundo evolucionado y el firme
compromiso de contribuir a que la humanidad despertara a su verdadera
naturaleza y potencial.
Amé a este hombre más allá de las palabras, más allá de los cuerpos.
Albergaba su corazón en el mío, fui luz en sus ojos. Nuestro amor fue eterno
como la vida misma, libre como el viento y dulce como la miel. Descubrí mi
sensualidad y experimenté la plenitud de mi feminidad a través de la unión con
mi esposo y del embarazo.
En Filae había empezado a honrar mi cuerpo como un templo para la
Divinidad, pudiendo apreciar ahora la sensualidad que experimentaba como
un delicioso elixir que quise explorar y celebrar. Me entregué a ella y a
Jeshua, a esta intimidad profunda y gozosa que es la sexualidad, capaz de
eclipsar toda separación.
El arte del amor puede ser una oración sagrada cuando dos cuerpos
fusionándose se funden conscientemente en un solo ser, éxtasis puro, más allá
de cualquier forma. Siendo la forma, sin embargo, la que posibilita tan
sublime experiencia. El amor haciendo el amor al amor. Dos energías
volviéndose uno, experimentando la unidad. Lo Femenino y lo Masculino
Sagrados danzando en una hermosa coreografía. Una comunión excelsa cuyo
cometido puede ser profundamente espiritual, expresión y celebración de la
vida y su sacralidad.
Era feliz más allá de las palabras con la vida que compartía con Jeshua,
aunque no conseguí quedarme embarazada hasta el año anterior a su detención.
Hubo sumo interés en su misiva. Jeshua era un erudito de las escrituras, con
una mente aguda e ideas novedosas, un corazón compasivo y una presencia
deslumbrante. Mucha gente le escuchaba y le seguía, cansada de tanto
conflicto, de la violencia, codicia e injusticia que se respiraban en Palestina.
Estaban intrigados por el mensaje de esperanza que divulgaba, y también por
las milagrosas sanaciones que habían tenido lugar en su presencia. Cuando un
ser está completamente en la luz, se halla Uno con el poder ilimitado de lo
Divino, y en su presencia todo se sana. No hay desarmonía ni falta posible.
Todo vuelve a su perfecta condición original.
Con el tiempo, muchas personas veían en Jeshua la encarnación del anhelado
mesías que tomaría las riendas del pueblo para liberarlo de la esclavitud de
Roma y restaurar la dinastía de David en el trono de Jerusalén. Jeshua, a quien
yo misma ungí para su misión de instaurar un nuevo orden mundial basado en
una espiritualidad directa y plena de seres humanos libres e iguales que se
sabían todos uno, era consciente del desafío que su misión suponía tanto para
el poder de Roma como el del Sanedrín.
Él no sólo supo que, tarde o temprano, lo detendrían y ejecutarían, sino que
tuvo la magnanimidad de convertir su crucifixión en un ejemplo de aceptación,
de perdón y de superación. Todavía me impactan los recuerdos de la agonía de
su cuerpo en la cruz y el digno tránsito que hizo con una determinación casi
sobrenatural.
Me veo a mi misma a los pies del calvario, deshecha en lágrimas, embarazada
y desolada. Pero también recuerdo mi inmensa alegría cuando Jeshua se me
apareció, pidiéndome que anunciara la noticia de su resurrección al mundo.
Cuando un ser humano es arrancado de la vida en plena flor, la energía vital de
la que es separado no es débil, como cuando uno expira su último aliento
siendo anciano, sino vigorosa. Y alguien con cierta maestría sobre si mismo,
es capaz de utilizar esta energía para aparecer en forma etérea. Es lo que hizo
Jeshua para confirmar la inmortalidad del ser que había predicado.
La divina providencia en su inescrutable sabiduría lo empujó hacia la cruz.
Fue horrendo y, a la vez, el escenario perfecto para inmortalizar su evangelio.
Rindiéndose a la voluntad divina, sacrificó su cuerpo para demostrar que
todos somos vida eterna.
Quiero contarle todo esto a Sarah. Quiero que sepa cuán gran hombre fue su
padre, un ser inmenso que entregó su vida por completo a la luz. Un ser
humano esplendoroso, pulcro y humilde, transparente como el agua y luminoso
como las estrellas, que dio generosamente para alumbrar este mundo y a sus
gentes. Un sol resplandeciente que pertenece a la hermandad de los luceros
cuyo cometido es guiar e iniciar a las almas en su retorno a la Divinidad.
Tu padre vive en mi corazón para siempre, Sarah. La muerte no puede apagar
la llama del amor. Perder y tener son sino ilusiones de la mente. No podemos
encadenar la felicidad. Yo la besé en sus alas, para que viviera en el alba de
la eternidad. Quizás, algún día, retorne a mí, como lo haces hoy tu, amada hija
de mi corazón, que pronto escribirás tu propia historia. ¡Permíteme bendecirte!
¡Déjame estrecharte entre mis brazos!
Avalon