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¡Basta ya!
Boletín Literario

Edición Especial

RELATOS

Año 13
Marzo – Abril 2018
N° 149
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Julio Cortázar –Dibujo de Pablo Bernasconi


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¡Basta ya! Boletín Literario


Año 13 – Nº 149 / Marzo – Abril 2018
Edición especial: RELATOS
Director: Eduardo Alberto Planas. Colaboradores permanentes: Lily Chavez, Jorge
Carranza, Alfredo Lemon, Sergio Pravaz, Jorge Torres Roggero, Leonardo Arce.
Registro Propiedad Intelectual Nº 598958. Hecho el depósito que marca la ley
11.723.

Contacto:eduardoplanas2001@hotmail.com www.boletinliterariobastaya.blogspot.com
- Tel: 0351- 4886974 – 156170141. Esta revista se terminó de imprimir en Grafica 21 –
Duarte Quiroz N° 1702, Córdoba. Diseño y diagramación: Laura Pozzo Dibujos:
www.pinterest.com

CONTENIDOS
Se desanudo – Jorge Luis Carranza // Relatos breves de Lily Chavez // Las mujeres
de mi familia, Esa mujer que ves – Guillermina Delupi // La Escena – Nicolas Jozami //
Relatos breves de Claudia Tejeda // Inclusión - Daniel Montes de Oca // El maestro
Dupin – Mónica Ferrero // Persevera y cantarás – Gabriel Marco // Lunes – Ana
Paulinelli // Un cenicero de bronce – Martín Pinus // Borges y Orozco – Rafael Roldán
Auzqui // Cuando Güemes no era cheto – Cristina Ramb // Combustión de amor
sincero – Carlos Salinas // Una estatua móvil: El oso antártico – Eduardo Alberto
Planas // Microrelatos de Javier Almeida // Tras las huellas de (D)dios. La poesía de
Hugo Caamaño (1923-2015) – Roberto Hugo Esposto // Carta al purrete – Adrián
Valan // Las interrogaciones del poeta – Jorge Torres Roggero // El lado oscuro del
cordobesismo – Eduardo Alberto Planas // La peregrina y el alba – Alicia Loza // En
otro momento – Molly Bic // Dios – Alfredo Gómez Alonso // La muerte es pasto que
se puede pisar – Sergio Pravaz // El ejecutor, El bailarín oculto – Osvaldo Guevara //
Hace calor y huele a metal – Cesary Novek // Edgar Bayley: Oficio de viento y de
sombra – Alfredo Lemon // El “solamor” de Cleofé – Mario Trecek // La indígena de las
pepitas – Alvaro Olmedo // Emociones – Luis Héctor Gerbaldo // Tres anuncios por un
crimen: La fuerza hecha cine – Leonardo Arce
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Se desanudó

Hacía tiempo dormía a la


intemperie, tapado con diarios.
Caminó hasta que se hizo de noche.
Llegó a una casa de un barrio de las
afueras. Golpeó las manos. Al
abrirse la puerta, salió una anciana.
Le pidió algo para comer. Ella lo
invitó a pasar. Le calentó un plato de
sopa. Arrimó un vaso de vino y un
bollo de pan. Cuando quiso irse, la
mujer le dijo que había una cama
disponible. Que podía quedarse
hasta el otro día.

Durmió de un tirón. Cuando despertó


un rayo de sol le daba en la cara.
Escuchó el canto de unos pájaros.
Vio por la ventana a la mujer
tendiendo la ropa. Se dio vuelta en
la cama. El nudo en la garganta que
tenía dos vueltas se desanudó. Y
lloró en silencio como un chico.

Jorge Luis Carranza


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La justiciera
Desde de un final feliz, salió del cuento. Vestía, como siempre, una falda con
puntillas, capa roja y llevaba una canasta en el brazo. Estaba dispuesta a dar
un paseo por otros bosques pero de pronto, se detuvo en seco: ¿Cómo era
posible que se hubiera dejado engañar por el lobo? ¿Por qué no le había
hecho caso a su madre? ¿Cómo no advirtió que el lobo se había disfrazado de
abuelita? ¡Qué poco sabía del leñador que les había salvado la vida! En esos
pensamientos estaba cuando divisó en otro cuento al Sastrecillo Valiente con
un cinturón enorme que decía Siete de un golpe. Ella conocía la historia y la
fama del Sastrecillo y sin dudarlo le pidió que regresara con ella al cuento de
Caperucita para darle un verdadero escarmiento al lobo malo.

El hombre del cuadro

Descendí al sótano. Me había levantado con ganas de continuar aquella pintura


iniciada tres meses atrás. Una vez abajo, retiré el paño que la cubría y con
estupor vi que la reja fue violentada y el presidiario que había pintado ya no
estaba en el lienzo.
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Maternidad
La esposa del punto tuvo gemelos. Han pasado unos meses y los dierecitos ya
gatean por toda la casa.

La madriguera (Versión breve)

La comadrona rechazó el ofrecimiento de pago que la joven le hacía. Aunque


una gallina ponedora siempre venía bien, esta vez, no le pareció correcto
cobrar por sus servicios. Pese a todo el esmero puesto, no había podido salvar
al niño.
Tomó al recién nacido y lo colocó en brazos de Elisa. La muchacha lo observó
con mirada extraviada; lo envolvió en una manta y, mientras lo hacía, pensó
que el niño tenía el mismo color de cabello que el hombre aquel que había
andado de paso hace un tiempo, por Pozo del Rey.
Fue ya en el monte, bajo un tala añejo, que los recuerdos del forastero
aparcaron en su cabeza: la boca del hombre buscando sus labios, el olor a
alcohol, las manos ásperas desgarrándole la ropa, el piso frío donde la dejó
tirada.
Aun sudando y con las espinas aguijoneando su corazón, se enderezó de
golpe al descubrir entre las piedras, un hoyo profundo. Rezó lo poco que
recordaba del Padrenuestro y sin ni siquiera un nombre, colocó al niño en la
madriguera y lo cubrió de tierra.

El empeño
Cuesta caminar entre tanta gente. Un hombre me lleva por delante, voltea la
cabeza y algo dice. Me detengo un momento para cerciorarme que la pequeña
caja sigue en el bolsillo de mi saco. Es ahí señora – indica con el dedo la
rubiecita cuando le pregunto por el Banco-. El edificio es enorme; un agente de
policía, al verme tambalear, me ayuda a subir las escalinatas. Casi dos horas
de cola. La fila avanza lentamente y el tiempo sumerge mi cabeza en la
angustia. Finalmente, tengo al dependiente frente a mí. Revisa lo que le
entrego mirándome por encima de los lentes. Pesa en la balanza el par de
aros, la cadena con crucifijo y la pulsera, hace operaciones en la registradora.
Cruje mi estómago en cada vuelta de manivela. Trescientos veinte, dice,
mientras coloca los billetes sobre la palma de mi mano. Balbuceo palabras que
salen a tientas de mi boca. Pienso en mi madre, vestida con su único trajecito y
en su cuerpo ya frío esperando, un ataúd que demora.
*

Lily Chavez
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Las mujeres de mi familia


Guillermina Delupi
Todas las mujeres de mi familia están rematadamente locas.
Tienen poco sentido de la orientación y una capacidad casi nula por retener
información innecesaria. No pueden señalar por dónde sale el sol cuando están
entre cuatro paredes y se olvidan, sistemáticamente, el número del parking en
el que estacionan su auto cuando salen de compras.
Todas las mujeres de mi familia están rematadamente locas. Tienen una manía
extravagante por cambiar de nombres y firmar con seudónimos. Se obsesionan
con dibujos (estrellas, lápices de colores, osos hormigueros) y los hacen en
papeles, servilletas, paredes y pizarrones.
Cuando las mujeres de mi familia se enamoran, se vuelven inmortales e
invisibles. Caminan por las calles a diez centímetros del suelo, con una sonrisa
que les nace en la punta de una oreja y termina al otro lado, con mil
hombrecitos sujetados por lianas, que les hacen cosquillas en la barbilla.
Cuando las mujeres de mi familia se enamoran, cantan y bailan en cualquier
momento y en todo lugar, incluidas las colas de los supermercados y las salas
de espera de los consultorios. Se les ilumina la piel y se ponen
condenadamente lindas. Hacen bromas sin parar y pareciera que el mundo
entero se detiene a mirarlas pasar.
Cuando las mujeres de mi familia se desenamoran, se oscurece el cielo y una
bandada de pájaros atraviesa la ciudad buscando nuevos horizontes. La tierra
se vuelve infértil y la muerte ronda, sigilosa, en cada esquina. Los días se
tornan grises y la vida empieza a transcurrir en blanco y negro, como en una de
esas antiguas películas que proyectaban cuando el cine aún era mudo.
Cuando las mujeres de mi familia se desenamoran, empapan las almohadas
por las noches y se arrastran hasta la ducha por las mañanas. Corren las
cortinas sin fuerzas y beben café hasta volver a quedarse dormidas. No suena
más música por los rincones y se apagan las sonrisas de medio lado en cada
espejo de la casa.
Las mujeres de mi familia tienen atributos innumerables: son bellas,
inteligentes, desinteresadas, viscerales, amables, despistadas, etéreas,
generosas, valientes.
Y todas -sin excepción- ponen el cuerpo y el alma cuando se enamoran. Todas,
sin excepción, se mueren un poquito cuando se desenamoran.
*
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Esa mujer que ves


Guillermina Delupi

Claro que no soy esa mujer que ves atravesar la puerta cada mañana. Claro
que no soy esa única mujer. ¿O es que acaso pensaste que iba a salir a la
calle así, sin protección alguna?
Esa mujer que ves es nuestro escudo, nuestra armadura contra un mundo
hostil e innecesario. Un mundo que nos haría añicos sin esta coraza que nos
he inventado a fuerza de años vividos, de errores cometidos y de aciertos
bienvenidos.
Esa mujer que ves, déjame que te diga, tiene en sus manos una tarea
indispensable: es la encargada de sostener al resto de nosotras; está a cargo
de encastrar en una sola pieza a todas las mujeres que soy, de armarnos en un
perfecto e indisoluble rompecabezas que nos muestre al mundo como una
única composición.
Pero a veces sucede que esa mujer fuerte y valiente que ves salir cada
mañana, esa mujer que porta sólo desafío en su mirada y que pareciera
llevarse el mundo por delante, esa mujer aguerrida que no le teme a nada
trastabilla, tropieza, se cae. Se da de bruces contra el suelo y hace trizas
nuestra coraza. Y entonces: la hecatombe.
Porque cuando eso sucede, cuando esa coraza que nos he construido se cae,
todas las mujeres que me habitan se sientan descalzas en el cordón de la
vereda, con los ojos húmedos puestos en la nada, con las manos perdidas en
el más irracional de los temores. Con la postura inexorable de los derrotados.
No se mueven. Ni siquiera parpadean: tienen el pánico pegado a la espalda.
Se limitan a observar nuestra coraza tirada en el piso, y se adueñan todas ellas
de una incapacidad absoluta por ayudar a reconstruirla.
Es que cuando eso sucede, se rompe la paz interior, se pierde el equilibrio, se
desarman los esquemas, estallan en mil pedazos las contradicciones.
Cuando eso sucede, las mujeres que me conforman se desparraman dentro de
mí. Resbalan, caen en oscuros precipicios, se pierden en selvas laberínticas,
emanan rabias pasadas, fagocitan recuerdos futuros, se vuelven inflamables,
inciertas, peligrosas. Deambulan por mi cuerpo sin rumbo preciso, se pierden
en callejones inhóspitos, no hallan ni ganas ni fuerzas por encontrar una salida
al caos en que se han visto sumidas por un simple resbalón.
Comprenderás entonces que no soy esa única mujer que ves. Comprenderás
ahora mi pedido: si algún día llegás a ver trastabillar a esa mujer que atraviesa
la puerta cada mañana, si la ves irse de bruces contra el piso, si al intentar
ayudarla te muestra el fondo de unos ojos desvaídos e imprecisos, tendele la
mano. Y ayúdala a levantarse. Por ella y por todas las que somos, es menester
que se rearme.
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La escena
Nicolás Jozami
Llegan antes que terminara la fiesta, exhaustos, con sabor a alcohol
en sus bocas, sacándose camperas y olor a cigarrillo para quedarse más livianos. Sin
hablarse, van a la habitación y sacan el colchón de la cama para traerlo al comedor,
las sábanas por un lado, la almohada rota por otro, la frazada al final. Es un esfuerzo,
se tocan las manos y se miran madrugándose, como se mira a alguien que está por
viajar, en una Terminal o Aeropuerto. Él va a la cocina y llena las dos pavas con agua,
la verde y la plateada, café y té seguramente, y enciende las hornallas. Coloca las
pavas sobre el fuego y mira sonriendo apenas la ventana que está pegada a la cocina.
Ella baja las persianas del comedor pequeño y cierra las puertas de la habitación y el
baño. Él saca dos tazas verdes, un saquito de té, que pone dentro de una taza, y el
frasco de café, que abre lentamente y lo vuelca en la otra. Acerca el tarro de azúcar y
apenas logra abrirlo porque ella ya está a su lado y lo mira con desconfianza, no vaya
a ser que no cumpla ahora, que siga con la máscara, si en la fiesta bailó con todos. Él
la vuelve a tomar de las manos y luego de la cintura y la besa, y caen sobre el colchón
como dos plomadas vencidas. Juegan a desvestirse, uno al otro, y en las prendas
íntimas las pavas comienzan a hacer un ruido, leve, levísimo y lejano, en ese comedor
pequeño. Él la aprieta contra su pecho desnudo y siente la piel arenosa, y la infamia
de su cuerpo, y aunque a ella nunca le gusta le quita la prensita color caramelo de
café y la deja sobre las camperas ahí al lado. Y se tocan y se respiran y ahora sí las
pavas, el ruido, que crece, y no sabe quién llorar primero, ya que primero se ríe ella, y
él no puede, y se besan fuerte, para lastimarse de presencia, y el azúcar que está en
los dos cuerpos uno sobre el otro, moviéndose, primero sin hacer ruido, las persianas
cerradas, las cortinas no, esa madera de las persianas del color de la prensita, y él
que no batió el café, y ella siembra su mano en el pelo de él, y no hablan, en la fiesta
sí lo hicieron, como dos entendidos, y los dos con anillos gastados, en jóvenes manos,
que transpiran el colchón del departamento, y ahora las pavas chillan, no se cuidan,
qué se siente, no, no vienen hermanos ni temores, y la audacia, de los dos, se miran,
recuerdan cuando él halló el billete de dos pesos con el teléfono escrito, las tres
primeras letras del nombre de ella y el mensaje dirigido únicamente a él, y la pava
verde que siempre hierve antes el agua, y contactarla, llamarla de corajudo o imbécil,
solitaria ella y el mensaje en la botella era un mensaje en el billete, que a él le dieron
de vuelto en la feria de frutas, ese día que amenazaba con lluvia y que su desamparo
estaba al borde de ser aceptado. Ella lo da vueltas, lo retira y le besa el ombligo, toma
la sábana gastada y la tira y la suspende por encima de ambos, tapándose, para
quedarse en esa cueva oscura con olor a infancia, el café y el té eran también para
calmar un poco el alcohol, y la máscara, un ratito, absoluto, juntos, y el orgasmo
estuvo después de atravesar la puerta del departamento, las pavas chillan más, y los
dos saben que no tomarán ahora el café ni el té, y vuelven a acariciarse como
animales prehistóricos, no humanos aún, recién llegados a la decisión, se les nota, y la
ventana de la cocina por la que entra un viento continuo, el pacto a respetar, el viento
sopla sobre las pavas que chillan, y después del billete de dos pesos y el encuentro,
en sucesivos entendimientos, claro que no es fácil, y la sonrisa cómplice aún por
teléfono, cuando se preguntaban por la sombra de la angustia, y las manos que no
transpiran ahora, acarician huellas, cicatrices, y el saquito de té negro, y el café negro
sin azúcar, las pavas escupen agua, y él su esperma que ella decidió, se fueron antes
de la fiesta, no a la hora exacta ni calculada, pero sí antes, y ya no hay ruido de las
pavas, y el viento nunca ingresa por la ventana pegada a la cocina, que está cerrada,
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y ellos tomados de la mano, cada uno con el color de la sangre del otro, y los
pulmones sin rostro, no hay más olor a alcohol, las tazas verdes esperando, el gesto o
ademán teatral, siempre, máscaras, como en la fiesta, como el día y la cara que puso
él en la feria de frutas, y el spleen y ella al recibir su práctico de historia, la verruga
angustiosa que no se ve, el departamento oscuro, no saben cuál de las dos pavas es
la color verde, que siempre hierve antes, la prensita sobre la ropa con olor a cigarrillo,
no le dan importancia al té ni al café, es sólo una costumbre, un simulacro, y la
ventana ahora cerrada, sin aire necesario, las pavas no chillan, los dos sienten a los
demás, y un sonido, oscuro, de hornallas abiertas sin fuego.

Nicolás Jozami
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La poesía es una manera de lavarte los pies del polvo de este mundo.
Los poetas somos servidores. Y sólo eso.

En llanta

Se sube por mis pies, liana de arena, hasta el ocio de mis pantorrillas. Me inclina ante
la vida en una reverencia de papel. Sólo respiro y muevo una mano. La cabeza es la
atleta que corre en el velódromo, con la bicicleta en llanta, detrás de lo inalcanzable.
Rara manera de sudar es sentarse a escribir.
La poesía me tiene a su servicio. Soy su taquígrafa.
A veces me dicta mal o yo no sé traducir sus neurosis. Nos peleamos bastante.
Pero sabe que no renuncio, que salgo a la carrera con los pies atados.
Para vivir.

Diluvio

La lluvia está bien, aunque a veces exagera. Como ahora, ¿ves?


Inventa un mar saliendo de un charquito.
Y hay que ser un hombre rana para bucear la calle.
Pero a esta hora hay gente sin paraguas, vigilando el nivel de los baldes bajo las
goteras.
Entonces la poesía se moja y muere en las alcantarillas, como un barquito de papel
que no llega a ningún lado.

Acto fallido

Un, dos, tres, desaparece detrás de sus dos manitos sobre los párpados.
Celebra su picardía a pura carcajada con mis caras de preocupación al buscarlo y mis
gestos de satisfacción cuando al fin lo encuentro.
Cuando es mi turno de esconderme, arruino el juego.
Tengo la piel dura y ya no me vuelvo invisible.
Milo me deja sola, repitiendo el intento. Y se va detrás de una pelota roja, moviendo la
cabeza.
Imagino que sabe que no tengo remedio.

Señales

Hay que dejar una señal plantada en el territorio de las células, para imponerse a la
biología.
Darle un poco de trabajo a los años, no entregarle todos los patios del cuerpo.
Desobedecer las leyes naturales- no hay por qué crecer como nos dicen-
Todos tenemos una foto en el alma por donde regresar a otra estatura y besar al niño
demorado. Hablo de la revolución de la ternura.
De perdonarnos los gestos adultos y salir a jugar con todos.

Claudia Tejeda
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Inclusión

El escritor ha ideado un solo personaje, y el hecho no necesita más. Lo ha


pensado como de clase media, consumista y padre de familia. Sin embargo,
el momento socio-histórico que atraviesa el autor, es deleznable, por lo que el
bosquejo literario se ha visto modificado. El protagonista, pensado como
empleado bancario, de acontecer económico relajado, ha devenido en un
hombre de pies lastimados y de abrigo marrón alcantarilla, al que no se le
conoce familia, trabajo o querencia alguna, más que unos cartones en la
intemperie de Plaza de la Intendencia, y algún perro de mirada extraviada
como acompañante.
Este personaje en la ruina, ubica su lentitud sobre el cemento del paseo
público, y a partir de una botella o caja de cartón, arrastra al lector mar adentro
de sus recuerdos en los que en algún borrador del creador literario, fue
contador, marido, amante. Al cabo, cualquiera que intente seguirlo, comienza a
flotar junto a él en una corriente imprevisible y turbia, donde palabras y
desperdicios tienen la misma posibilidad de alcanzar la orilla.
No obstante, el pordiosero cree poseer una chance, aun pese a sus cada
vez más escasas sinapsis neuronales producto del alcoholismo.
Lo que intenta no es simple, debe incidir en los grandes cambios políticos
que han dado vuelta literalmente el devenir del escritor, lo que redundaría
directa y proporcionalmente en la vida del personaje, favoreciéndolo y
devolviéndolo a la posición anterior. Para lo cual, el menesteroso se ha
propuesto generar recursos, bajo la suposición de que para realizar cualquier
acción en una sociedad, desde financiar grupos de poder, trazar y ejecutar
estrategias revolucionarias o, comer, se necesita moneda o elemento de canje.
El vagabundo, que en otro texto se sintió alguien, procura entonces que la
única persona capaz de garantizarle una existencia de inclusión, aunque sólo
se trate en un cuento, pueda recobrar su nivel adquisitivo y recomponer su
entorno. Para llevar a buen puerto este objetivo, el mendigo pide limosna en la
salida de tribunales, sobre Arturo M. Bas.

Daniel Montes de Oca


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El maestro Dupin
El maestro Dupin daba clases de violín a un muchachito de B° Alberdi, cerca del
Hospital de Clínicas la mañana del 29 de mayo de 1969, así que el Cordobazo lo tomó
tan de sorpresa como al mismo Comandante en Jefe del 3er. Cuerpo, Don Eliodoro
Sánchez Lahoz.

Con su bigote recortado, su bastoncito de caña y su sombrero panamá copiados de


algún daguerrotipo del aristocrático Miguel Juárez Celman, el maestro contaría
después en la farmacia, haberse bajado del ómnibus, absolutamente enfrascado en el
tarareo de la “Sinfonía Del Nuevo Mundo”, cuando se descubrió de pronto en medio de
la balacera cruzada de francotiradores ocultos en las azoteas y policías que
avanzaban parapetándose detrás de los troncos de los árboles y los exiguos postes de
la luz.

Apretando con el estuche del violín el corazón que se le desbandaba, Dupin comenzó
a recular hacia la Avenida Colón, tratando de encontrar un umbral amigo, entre las
barricadas armadas por los mismos vecinos, pero el barrio estaba cerrado a piedra y
lodo y, envuelto en la ventolina que arrastraba papeles, cajas y basura a medio
quemar, extravió completamente el rumbo.

Él no tenía ni idea de qué pasaba en esa Córdoba de proscripciones políticas y luchas


contra las burocracias sindicales, todavía convulsionada por la muerte de Santiago
Pampillón, en que miles obreros avanzaron desde las plantas instaladas en todo el
pujante cinturón fabril hacia el centro, enfrentando a pedradas a las tropas que
trataban de reprimir el furor popular con los acres humos lacrimógenos y los pechos de
los caballos, mientras estallaban las vidrieras de las empresas multinacionales y se
incendiaban los edificios públicos.

En medio de la corrida, el maestro tropezó con lo que le pareció un herido o un – ¡Dios


no lo quisiera!- un cadáver y se cayó al suelo inmundo, perdiendo sombrero y bastón
en el intento de resguardar el violín que era sus garbanzos, su apelmazado colchón de
pensionista y, sobre todo, su abono de temporada en el Rivera Indarte.

Era consciente de lo grotesco de su avance cuerpo a tierra, arrastrando el estuche,


centímetro a centímetro, delante de la cabeza gacha y el trasero gordo imposible de
ocultar, pero era consciente también de que ante la probabilidad de la muerte, la
certeza del ridículo, aun para un caballero como él, debía tomarse como una desazón
menor.

El humo asfixiante, sumado a la desesperación que le hacían caer las lágrimas entre
pucheritos, le impidieron distinguir al dueño de la mano hospitalaria, que lo alzó como
a una marioneta y lo metió en un zaguán estrecho y después, a una habitación
precaria, donde alcanzó a distinguir varias personas. Unos con mamelucos de
obreros y otros con aire de estudiantes disparaban, ocasionalmente, más
aparentemente al aire que a un objetivo, unos con un revólver de culata quebrada y
otros con una escopeta de caza, entre las explosiones que desde la calle sacudían las
paredes.

Luego de unos minutos eternos que, nunca supo por qué él pasó debajo de una mesa,
manteniendo la misma posición de ñandú que parecía habérsele hecho carne,
mientras los otros se reemplazaban disparando y gritando desde atrás de las
ventanas, alguien ordenó salir antes de que llegaran los gendarmes. Y sin darse
cuenta, se descubrió corriendo a la calle detrás de la manada y corrió y corrió detrás
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de una silueta que le ofrecía una especie de protección maternal, con el estuche de
su violín como coraza y los ojos casi cerrados y siguió corriendo hasta que no pudo
más y después hasta que parecía que los hígados y hasta las bolitas de los ojos iban a
salírsele, como nunca supuso que podría correr un rascacuerdas sesentón como él…
y siguió corriendo todavía más y cuando, al fin, recuperó la conciencia estaba cerca de
la Estación Mitre y ya, unas cuadritas más, estaba su casa y su cama y su
calentadorcito Primus y sus partituras y toda su vida, serena, pacífica, perfectamente
intrascendente.

Mónica Ferrero
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Persevera y cantarás

Persevera y cantarás, le dijo el torturador a su víctima Nictimene, que así


se hacía llamar la joven que había ingresado esa mañana a la D2, aunque por
aquella época también se la denominaba de otras maneras.

Los sobrinos de aquella mujer no estaban ni enterados de tal situación,


aunque se enterarían tiempo después cuando los convocaran para
interrogarlos y vigilarlos durante unos tres diligentes meses. Esa mujer no era
Eva pero (se decía) había sido la primera dama del Partido en Córdoba. Había
luchado por causas obreras y ahora el laberinto de las causas y de los efectos
latinoamericanos -en conjunción con la inteligencia de las instituciones- hacía
que ella ahora fuera la víctima directa de Estelita, a través de las tres A, quien
seguía su caso muy de cerca. La primera mujer del General había alentado la
revolución y la segunda mujer había desalentado esa misma revolución. Todo
quedaba entre mujeres.

Nictimene era una buena persona y adoraba a sus pequeñuelos, por eso
su familia no estaba ni enterada. Cuando fueron a comprobar la identidad del
cadáver y les informaron que se trataba nada más ni nada menos que de la
líder del PC apenas si pudieron reaccionar, la tía, mira vos, tan buena que
parecía, ahora envuelta en la bandera roja del martillo y la hoz. No paraban de
llegar flores de todo el país. Eran épocas muy duras para ser niño por aquel
entonces.

Gabriel Marco
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Lunes
El lunes es de esos días en que todo se inicia, la dieta,
la gimnasia, la puntualidad, y varios etcéteras más.
Allí estaba este lunes subido en la altísima escalera
que salía de la chimenea de la casita sola en la
inmensidad de la llanura.
Habían elegido cuidadosamente el sitio. El azar no
entraba en un proyecto tan delicado y complejo a la
vez. Se trata de un cambio sustancial en el modo de
vida que abarcaría a todo el género humano. Años
pergeñando la estrategia posible.
La subida ha sido ceremonial con el ascenso de cada
pie mayor concentración.
Bjork canta desde la casa y él la escucha con su
escafandra. Herencia de su abuelo Yuri, astronauta
olvidado, pero no para él.
Mantenían una conversación interminable, cuando
vivía, de cómo debería ser el mundo, no coincidía con
ninguno de los sistemas imperantes, decía que todos
estaban infectados. Que la comunicación era cada vez
más viral que no era de verdad. Recuerda estas cosas
y piensa qué feliz sería su abuelo si supiera todo esto.
Mientras, el canto funciona en su cabeza como un
himno sagrado.
Fue en Buenos Aires cuando escuchó a Bjork decir en
el recital que no pierdan el momento, que dejen de
filmar y sacar fotos con los celulares, que disfruten y se
lleven todo adentro de su cabeza y su corazón. Ese fue
el momento de iluminación y comenzó a darle forma al
proyecto. Esa mujer pequeña con ese vestidito rosado,
sutil bailando y cantando era seguramente un alma
gemela.
Ella lo escuchó atentamente y se plegó. Buscaron el
sitio y se instalaron con todos los instrumentos
necesarios a desarrollar lo que sería un golpe mortal a
todo el sistema. Porque Ivanovich y Bjork estaban
seguros que el sistema era uno solo.
Ya llega a lo más alto, al último escalón.
Se dará vuelta, la mirará y a la señal de ella todo
acabará.
Ninguna onda más en el planeta. Ninguna.
Luego subirá ella también por la misma escalera,
cantando, descalza, mirarán el cielo limpio y harán el
amor sobre la red caída.

Ana Paulinelli
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Un cenicero de bronce
A veces me ataca una imagen. Un cenicero de bronce repleto de colillas de cigarrillos
Parliament retorcidas, con marcas de lápiz labial fucsia. Eso es casi una figura
materna para mí. Noches enteras jugando a la canasta los dos.
Yo era casi un adolescente. Debo haber tenido trece o catorce años, a lo sumo quince.
Y el cenicero se vaciaba y se volvía a llenar de puchos. Sonó el teléfono. Atendió mi
madre. Era para mí. Miré extrañado. Ella también. Casi nunca recibía llamadas en la
semana y menos un fin de semana. Siempre quise que me llamaran o que me
visitaran, pero debo admitir que no era muy popular. Era una noche de sábado. Atendí.
Un amigo de la secundaria. Me preguntó qué estaba haciendo y qué pensaba hacer.
No eran cosas que yo me preguntara habitualmente. Nada, contesté. Me invitaba a
salir. Con dos amigas. El chico no era exactamente un amigo. Era un gordito con unos
anteojos tremendos, con un nombre muy extraño que no puedo descifrar. A veces mis
recuerdos son como esas colillas, retorcidos en distintos rincones de mi cerebro. Me
decía que fuera a su casa y que de ahí saldríamos para algún lado, que le prestaban
el auto y todo. Éramos compañeros, pero no compartíamos banco ni muchas horas
juntos. Conocía su casa, era enorme, con un gran parque y pileta y quedaba en el otro
costado de la ciudad. Dudé. Por un momento no supe qué contestar. Yo nunca había
salido con él. En realidad nunca salía con amigos. Ni con chicas, todavía. Lo hice
esperar en el teléfono mientras me daba vuelta para preguntarle a mi madre. No sé si
tuve la precaución de tapar el tubo con la mano para que no se escuchara mi voz
mientras preguntaba. Mi madre me miró sorprendida. Me preguntó quién era el chico,
no se acordaba de él. Le expliqué. Me preguntó hacia dónde iríamos. Le dije que no
sabía, que por ahí. Insistió en conocer el destino. El gordito esperaba del otro lado del
teléfono y todo se extendía demasiado. Me volví hacia el teléfono y le pedí
precisiones. Un bar cerca de su casa, me dijo. Vamos a ir a una lomitería, le dije a mi
madre. Bueno, me dijo, está bien. Estaba tan sorprendida de la situación como yo.
Aunque no estoy seguro de que haya sido exactamente eso lo que transmitía su
expresión. Nadie aprieta así las mandíbulas por una sorpresa. Le confirmé mi “sí” al
gordito. Te esperamos, me dijo. Fui a mi habitación a vestirme más apropiadamente
para la ocasión. Probé distintas camisas, pantalones y zapatos. Terminé poniéndome
una camisa de mi hermano mayor. No sé por qué uno cree que poniéndose las cosas
de los hermanos mayores se vuelve como cree que son ellos, más grandes y seguros.
Como los que comían el corazón de sus víctimas para adquirir sus fuerzas. Mientras
estaba frente al espejo, volvió a sonar el teléfono. Subí corriendo a atender. Mi madre
jugaba un solitario, mirando algo en la televisión. Era nuevamente el gordito. Creo que
el nombre empezaba con O. No vamos a poder salir, me dijo, se suspende. No supe
qué contestar. Me dio alguna fundamentación vaga, que las chicas no podían o que él
se tenía que quedar a cuidar a su hermanita. No importa, dije, no hay problema. Nos
despedimos. Un instante antes de colgar, me pareció escuchar risas detrás de su voz.

Martín Pinus

Del libro “Adioses, colillas y estocadas”. Editorial Alción. Córdoba. 2016


19

Borges y Orozco
Quiere la memoria -esa antojadiza y certera versión de lo real- que corriera el
año 1987. Mi interés por la obra de Borges -a quien conocí en una serie de
conferencias que ofreció en Córdoba-, me llevó a un evento internacional que
se le dedicara en Buenos Aires. No hacía mucho que él había fallecido.
Se me cruzó la idea de conocer personalmente a su viuda, cuando llegué al
auditorio donde se desarrollaban las disertaciones. Pero en ese momento no
estaba presente. La suerte fue otra: me encontré con escritores, críticos y
amigos del célebre literato; algunos nombres aún rondan mis recuerdos: Alicia
Jurado, Jaime Alazraki, María Esther Vázquez y Olga Orozco, entre otros.
Junto a Olga tomé asiento. De improviso, como si alguien fuera a tomar nota de
su palabra, entre la humorada y el homenaje, afirmó:
-Ahora que Borges no está, hasta los pájaros “borgean” …
Un nuevo neologismo se había sumado al universo borgeano.

Rafael Roldán Auzqui


20

Cuando Güemes no era cheto

Era para las fiestas, en esos Eneros sofocantes, a la hora de la tardecita


cuando la verdulería del Gallego de la calle Perú se llevaba el protagonismo.
En mi infancia las frutas eran de verdad, sin agregados ni híbridos, entonces el
hombre las acomodaba con minuciosidad de relojero suizo, en escaleras
geométricas y las lustraba con una gamuza.
Cuando la siesta aflojaba salían a la vereda los vecinos a tomar unos mates, a
chusmear a los del al lado, a disfrutar el fresquito. Entonces un olor a duraznos
y ananás flotaba en el barrio, era un imperativo pensar en el clericó o la
ensalada de frutas.
El festejo del año nuevo nos ponía en movimiento de temprano. Lavábamos y
planchábamos nuestra mejor ropa, la de salir, y los zapatos se lustraban y a las
zapatillas Flechas le pasábamos tiza mojada para que la lona quedara bien
blanca y si era necesario le remarcábamos la tirita azul con una birome.
Se regaban las veredas, los patios con macetas. Salíamos en grupo de chicos
a dar vueltas por la Belgrano. – No te vayas para el lado del “Pocito” que están
tirando cohetes, nos recomendaban los grandes. Hasta los ladrones de
entonces tenían nombre y apellido, eran mayores de edad y respetaban a los
vecinos.
La Cárcel de Encausados tenía día de visitas, entonces las ventanitas de las
celdas estaban todas encendidas, algunas ponían luces de Navidad alrededor.
No había bares ni boutiques, la zona del paseo de las Artes era un conventillo
donde la gente vivía en pequeñas habitaciones y para Febrero se juntaban con
la comparsa de los indios con espejitos que pasaban para el corzo de San
Vicente.
Cuando nos llamaban a tomar la leche, la bici quedaba parada en el cordón y la
encontrabas a la hora que volvieras. Todavía dormíamos con los zaguanes
abiertos para que corra el aire.
Mi barrio era un pedazo de historia de mi Córdoba, con buena gente y muchas
ganas de que la vida transcurriera despacio, sin tantos autos, sin tanto miedo.

Cristina Ramb
21

Combustión del amor sincero


Era linda, muy linda. Los ojos saltaban locos de matices alegres cuando
la veían, las pupilas se dilataban en una mezcla de placeres de la cual
emergían renovadas de sueños. Aunque era indiferente. Totalmente
indiferente. Le daba lo mismo estar rodeada de gente que estar sola, aislada de
cualquier persona.
No perdía el sueño por encontrar amistades duraderas, su obsesión era otra,
aunque nadie la sabía. Era una mujer que, a veces, parecía que flotaba en el
aire. Era un paso apenas perceptible en este camino gastado en el cual
nosotros nos hundimos al caminar. Nos hundimos al respirar.
Oliverio se sentía muy atraído ante esta mujer que cortaba el aire,
desfigurándolo en muecas de furia a cada momento; que, sin darse cuenta, el
amor no pagó entrada a su circo patético, la pena era un arma piadosa para
Oliverio, y entró cortando la carpa con la única intención de ser la estrella
principal, desplazando a los payasos suicidas que alegraban el espectáculo.
Oliverio, sin darse cuenta, activó todos sus sentidos hacía un solo fin: sin
quererlo, construyó una bomba con el amor que nunca había podido dar.
Y esa presión hacía la alegría, esa cuenta regresiva ante la felicidad lo
desvelaba continuamente, lo arrancaba de sus sueños para después poseerlo
totalmente, como cuando los demonios arrebataban los cuerpos de los flojos de
espíritu y los transformaban en lujosas mansiones en las cuales habitaban a su
antojo y sin pagar ningún tipo de alquiler.
Con la señorita, sus miradas se habían cruzado un par de veces, pero eran
miradas tan efímeras que no alcanzaban: la sombra de una pestaña era más
22

larga. Tan chiquitas eran que se confundían con un sueño de diez minutos:
cortito y totalmente olvidable.
El corazón de Oliverio lo amenazaba constantemente y latía a su real antojo,
convirtiendo al pobre en una futura víctima más del desmedido, y para nada
aconsejado por los neurólogos, pediatras y cardiólogos, delirio de amor. Las
reflexiones terminaban siempre en el mismo lugar: o se animaba a hacer algo y
llamar su atención o el sueldo se le iba a ir en tranquilizantes. Y Oliverio se
animó.
Una tardecita cálida, de esas en que la ciudad está tan linda que parece que a
uno le cantaran en los oídos las hadas que aún sobreviven en la urbanidad, la
abordó a fuerza de mucho coraje. Fue patéticamente tierno y delirante.
Condenado irremediablemente al más encendido rechazo, pero fue justamente
eso, lo que llamó la atención de Julia y ante la predisposición coronada por una
sonrisa amplia, Oliverio se terminó de enamorar.
Pasaron los días y una noche, en que la luna empuñaba una guitarra y hacía
las delicias de los noctámbulos y desvelados, Julia y Oliverio se ardieron de
amor. Fueron, al principio, un fueguito pequeño y luego se convirtieron en una
gran hoguera en la cual se quemaron los dos sonriendo chochos de contentos.
Hasta que el viento, envidioso ante tanta risa, fue llevando en su aliento suave
los pedacitos que de ellos se desprendían ardiendo. Las manos de Oliverio
volaron hasta una ventana depresiva y acariciaron una y otra vez los nudillos
tensos de la madera, hasta que se levantó sutilmente la persiana.
Los pechos de Julia amamantaron la soledad de los bebes que traga la ciudad
y esconde perversamente en el anonimato del asfalto. Los ojos de ambos
mirotearon sin desengaño, los ojos vencidos de los solos y solas de los
alrededores.
Quedaron sobre la cama sólo dos bracitas ardiendo que nunca se terminaban
de consumir. Tenían forma de esperanza, porque así como el amor, la
esperanza es lo único que no se extingue.
Nota del Autor:
* Un brutal incendio devoró una casa en barrio Guemes, dejando como saldo
dos muertos. Los cadáveres fueron totalmente consumidos por el fuego.
Aunque se desconocen los motivos de este siniestro, lo inexplicable del mismo
es que el fuego, una vez controlado y reducido, vuelve con más fuerza a causa
de dos brasas que no se terminan de apagar nunca. Afortunadamente el fuego
no se ha propagado por las casas colindantes, aunque una nube de chispas
sobre vuelan el barrio esparciéndose por entre los vecinos y peatones de
ocasión.
*Extraído de “La Barriada”, periódico barrial de barrio Guemes.

Carlos Salinas
23

Una estatua móvil: El oso antártico


Recuerdo que cuando mi hijo era pequeño, allá por 1985, en la primavera
democrática, salía en su patalín a toda velocidad y yo persiguiéndolo atrás;
tomaba calle Independencia, luego Av. Hipólito Irigoyen, así llegaba a la Plaza
Vélez Sarsfield y se detenía frente al monumento al oso, que estaba ubicada
en la calle Montevideo. Se quedaba largos ratos mirándolo. No sé qué le
llamaba la atención A mí me parecía un poco extraño su emplazamiento. Pero
nunca investigue al respecto. Después no lo vi más hasta que el año pasado lo
encontré frente del museo Caraffa.
Recorriendo un reconocido video -y librería- de Barrio Cofico, me encuentro
con que en el año 2014, el reconocido escritor cordobés Federico Lavezzo
publicó un libro llamado El oso antártico. Lo hizo en forma novelada. Allí relata
que en los finales del año ´54, en Córdoba se estaba por inaugurar el puente
Antártida Argentina, ubicado donde la calle Jujuy pierde su nombre por
Lavalleja. Para decorarlo se había mandado a hacer una escultura de mármol
blanco que representaba un oso. Cuando fueron a depositarla, uno de los
empleados municipales que la llevaban -o alguien avezado- se dio cuenta y
alertó: “Muchachos, en la Antártida no hay osos, son del Polo Norte.” El oso
nunca llego a su primigenio destino, fue archivado y escondido. Algunos dicen
que en una caja que fuera arrojada en algún oscuro depósito municipal. En la
década del 60, estuvo en la Plaza Alberdi de Barrio General Paz, donde la vio
el autor del libro. Años después, ya en la década del 80, la escultura fue
llevada a la plaza Vélez Sarsfield, cerca de la vieja Terminal, al frente del
Seminario Mayor, donde la vi con mi hijo. De resultas que el oso deambulo por
distintos lugares de la ciudad de Córdoba. Actualmente está emplazado –como
se dijo- al frente del Museo Caraffa.
Fernando Lavezzo llego a hacer un mapa con los puntos donde estuvo el
oso y concluyó que uniendo los mismos, se comprueba que se mueve hacia el
sur, hacia la Antártida, vale decir hacia el destino para el que fue creado.
Inclusive hace los cálculos de cuantos años demoraría en llegar.
El mismo iba a ser una fuente ya que el oso aprisiona un pez y por su boca
iba a salir el agua. El diseño y modelado de la obra en barro fue autoría de
Roberto Viola pero fue tallado por el español Alberto Barrial, en un tipo de
piedra llamado mármol blanco procedente de Los Gigantes.
Lavezzo atribuye este hecho a un error, que forma parte del cumulo que
tiene Córdoba, entre ellos el de su propia fundación. Córdoba no debía estar
donde esta y esto le costó la cabeza - y no es un eufemismo- a Don Jerónimo.

Eduardo Alberto Planas


24

Microrrelatos
Javier Almeida

Chuan Tsu soño ser un autor poeta


Y Borges le reconoció entre sueños
Y entre sueños Borges lo hizo personaje
Y personaje Chuan Tsu creó a Borges.

Hotel

Artaud se juntó con Van Gogh e Hieronimis Bosch


Para una mesa espiritista
Conjurando a Spinetta
Dirigida por Luca Prodan.
Yo estaba en el salón en mesa aparte
Con Romilio Rivero tomando mistela
Y conversando con Glauce Baldovin
No se precisar en qué momento
Pasó el espíritu de John Lennon
Encendió su cigarrillo con el mío
Y todas las velas se encendieron
Cosas que pasan en este hotel
Mientras esperamos el juicio final.

Koan Zen

Un practicante corría sobre los obstáculos


Un cartel decía: salta los troncos y los saltaba
Otro cartel decía, no te apegues al desapego
Le miro un rato y le abandono
Más giraba su cabeza hacia atrás, rato a rato
Y otro cartel decía: a este cartel no le hagas caso.

Roshi Jalamadei
Javier Almeida.
25

Deixis a Jack Prevert

El maestro daba su extraña clase


Y yo me distraía mirando por la ventana un pajarito
Sobre el final de la catedra me pregunto: ¿cuál es
la obligatoriedad sintagmática
del objeto localizante?
-¡El canto del pajarito profesor!
El canto del pajarito.

Declaración de Bustos Domec

En la página 777 del volumen 33


De la historia del pensamiento esotérico
Se lee que Borges sostenía la idea Nischeana
Cercana al zoroastrismo.
Más la sospecha es
¡Que este libro aun no lo escribí!

Onírica

El tren fantasma de Spinetta


Tenía de azafata a Alejandra Pizarnik.
Cruzabamos el cuarto dormitorio de Olga Orozco
En que ella se levantaba para vernos pasar
Yo ayudaba a correr la cama
Ellas tomaban te de floripondio, me convidaban opio
Pero algunas veces fue estación
Después de entregar unas correcciones textuales
Que dictaron los fantasmas
Hacia luego sonar la campana para irnos
A otra canción de lo invisible.

Javier Almeida
26

Tras las huellas de (D)dios. La poesía de Hugo Caamaño (1923-2015).


Dr. Roberto H. Esposto
University of Queensland

Hugo Caamaño optó por la marginalidad. Desde esa opción privilegiada


de poeta puro, se apoyó en el marco de la ventana de su diminuto
departamento en la provincia de Buenos Aires a contemplar el mundo. De ahí
hilvanó sus pensamientos y juicios sobre los tiempos que le tocaron vivir con
contenida furia y penetrante, económica elocuencia, en poemas y aforismos (y
a veces en pequeñas viñetas). Oriundo de Córdoba, vivió casi toda su vida en
Buenos Aires donde frecuaba el ambiente intelectual porteño en el café La Paz;
fue amigo de Francisco ‘Paco’ Urondo y de Joaquín Gianuzzi. Nunca se
promocionó a sí mismo, no se postuló a ningún premio literario, y evadía
festivales de poesía y lecturas públicas. En el tardío poema “El último cuac”
leemos: “si por acaso leo mi poesía en público / el aplauso (por compromiso)
de la audiencia / me hace sentir más solo que una estatua.” (446) A veces
titubeaba sobre sus creaciones. En el prólogo a su ultimo libro confiesa:
“Pienso que escribir seis libros de poesía es un abuso, con uno, a lo sumo dos,
sería suficiente para mí. Bueno, ya fueron escritos y publicados no sé para
qué.” (Homo homini lupus, 9)

Por ser un poeta poco conocido y divulgado, vale hacer una breve
exposición de su obra. Ella está compuesta de La casa del canto (1985) que
reúne previas colecciones de poemas que van de 1953 a 1982, a saber: El
amor en las calles (1958), Imágenes fijas. Libro 1 (1970) e Imágenes fijas. Libro
2 (1976) [la primea edición era prologada por Rodolfo Modern]. Otros poemas
de esta colección están incluidos bajo los títulos “Mientras tanto”,
“Microcosmo”, “Hominidae” y “Desde la silenciosa actividad”. Anterior a esta
colección Caamaño había publicado Delirios de grandeza (1982), donde reúne
breves poemas en prosa (viñetas), algunos de los cuales fueron publicados en
el diario La Prensa. Más tarde edita El que manda de lejos (1990) y La llama
movediza (1997). Cierra su creación poética con dios (2002) y Homo homini
lupus (2006). Luego en 2007 Alción Editora de Córdoba publica Obra poética
que reúne todos los trabajos ya mencionados, con presentaciones y prólogos
de Hugo Abalde, Hugo di Florio y Leopoldo ‘Teuco’ Castilla. Más tarde en 2012
Ediciones del Dock edita Obra completa; edición que utilizaremos para nuestra
lectura.

Para ir entrando en tema, es preciso comenzar por arriesgar algunas


definiciones de la poesía de Caamaño. La poesía de nuestro autor parece
juntar las características que Santiago Sylvester sostiene con el concepto de
“poesía del pensamiento”. Esta poesía, nos dice este poeta y crítico, reúne
ciertos motivos y particularidades: “Tiende a la reflexión, se concibe a sí misma
como medio para pensar, exponer categorías, averiguar…[No] está demasiada
pendiente del aspecto emotivo del hecho poético…no trata sentimentalmente
los asuntos sentimentales.” (67) Asegura este autor que “esta es la línea
poética más típicamente argentina, al menos en los últimos cien años” (67).
A nuestro modo de ver, la de Caamaño es una poesía que está entre las
fronteras de la poesía filosófica, teológica-religiosa y de crítica social. Cuando
nuestro poeta se dispone a discurrir sobre (D)dios, su pensamiento
27

descompagina los límites del género de la poesía en la que se lo desea


encasillar. Él mismo, no obstante, nos ofrece una definición de su poesía,
contemplada dentro del marco contextual que le tocó vivir, como “poesía
pensante”; es decir, una poesía que inquieta el ánimo, conmoviendo al lector y
conduciéndolo a la reflexión, pues está inspirada por un incesante deliberar y
cuestionar interno. En “El último cuac” seguimos leyendo:
la poesía pensante
es un poco más alta que la otra, su hermana menor,
aunque las dos, tomadas de la mano,
sean candidatas al manicomio por inútiles,
para la sociedad, modernidad, globalidad,
santa hermandad…

a la que (invitado de prepo) pertenezco (446).


En otra oportunidad, Caamaño se autodefine: “un poeta religioso, es
decir, residual. Pero atención, un poeta religioso-residual que piensa de dios y
su obra todo lo mal que puede, lo que ha llevado a ser el clavo en mi zapato”
(388). Quizás por impugnar y maldecir a (D)dios, éste lo condena a su obsesiva
manía temática, mientras que el poeta sale a veces con la suya: es un juego de
escondidas (y amagues).

Para acentuar su soledad y su rareza, uno de los temas que vertebran


su obra como venimos diciendo es la pregunta por (D)dios, como divinidad,
como posibilidad, como ausencia; y también como la fuente y causa del mal,
fruto ponzoñoso de esta divinidad. Para Caamaño el Dios con mayúscula con
el pasar del tiempo acabó disminuyéndose hasta ser un dios en minúscula;
como ese hombre sin rostro que deambula por las calles y cuya posibilidad de
grandeza y bondad se ha ido degradándose, hasta defraudar a su propio
género, porque nunca llegó a ser lo que soñó ser. Por ello, las preguntas que
se hace nuestro autor en esta pesquisa, son interrogantes también por el
porvenir que prometía ese hombre del siglo veinte que buscaba redimirse, pero
que en definitiva parece haberse dejado embaucar por la vacua felicidad del
consumismo materialista. Es únicamente apoderándose del deslumbrante uso
de la ciencia y de la técnica que el hombre de veras ha podido hacer posible
sus aspiraciones y sus utopías para satisfacer sus necesidades materiales;
este logro ha podido conseguirlo al precio de escamotear u obnubilar sus
tormentos existenciales.

En la obra de Caamaño ir tras las huellas de (D)dios es un camino que


se va bifurcando por sonuosos senderos. Para mantener viva la luz de este
cuestionamiento obsesivo, Caamaño posee el don del asombro. El asombro no
deja sosegado los sentidos. Martin Heidegger en Aletheia dice: “El asombro
pensante habla en el preguntar” (227). Este es el principio que rige la “poesía
pensante” de nuestro poeta, como si la indagatoria tras las huellas de (D)dios
solo fueran una prestidigitación para penetrar en la condición humana en
Argentina y en el mundo. En su poema titulado “Retrospectiva”, nos revela esta
gracia que por lo general perdemos, alejándose de nosotros a medida que nos
aproximamos a la adultez:
28
29

De chiquito los astros llamaron mi atención.


una noche muy tarde, muy oscura…/…
yo lloraba en brazos de mi abuela…/…
y no sé si ella me dijo que mirara
o yo levanté la vista y descubrí, eso sin nombre
Algo debió sucederme porque no lloré más (127).

Las inquietudes de Caamaño en torno a las huellas de (D)dios son de


temprana edad en su poesía. En su poema “El universo es el manicomio de
Dios”, incluido en La casa del canto, podemos leer el tono de sus reproches y
censuras al supremo:
Dios ha enloquecido. A eso se debe su ausencia
y su silencio en el mundo…(si es que existe)
más que haber perdido la razón
parece haber perdido sus razones,
de ahí que el mal nos parezca invencible (126).

Hoy la obsesión por (D)dios suena un disparate, está en desuso, como


recurrir a curanderos o brujos para nuestros males de salud. Solo los terroristas
islamistas gritan su nombre hoy, pues a nosotros, occidentales de clase media,
liberales y democráticos, nos parece escandaloso y nos asusta el anacronismo
y lo criminal con que invocan su Dios, ya que suena más bien como una
convocatoria atávica del Antiguo Testamento.

En su Ensayo sobre Cioran Fernando Savater sostiene: “Dios es un


recurso literario ya en desuso…Hoy citar a Dios a cualquier respecto, en tono
nostálgico, aprobatorio o aniquilador, contagia de inmediato el texto que se
escribe con una nota de puerilidad. No sirve ni como refugio ni como
argumento” (87). No obstante, nos advierte el filósofo español: “La unanimidad
en certificar su muerte solo nos ilustra respecto a la eficacia de sus últimas
medidas de camuflaje, entre las que se destaca la laicificación del lenguaje”
(88).

Hoy esta inquietud se está traduciendo a otro lenguaje (y paradigma), se


está arropando de otros signos, y por ende, de otra cultura; escogiendo
caminos gobernados por la ciencia, desde la cosmología y la física cuántica.
De hecho, el astrofísico Stephen Hawkins ha postulado que la ciencia podría
llegar algún día a desarrollar una teoría omnisciente, total de la naturaleza y del
cosmos; una ‘teoría del todo’. Subraya Hawkins: “Durante décadas [físicos y
cosmólogos] hemos luchado por una teoría del todo: un conjunto completo y
coherente de leyes fundamentales de la naturaleza que expliquen cada aspecto
de la realidad” (43). De ahí que los continuos intentos de cosmólogos por
hallar huellas y señales de vida extraterrestres son indicios que aluden
paradójicamente a la búsqueda de (D)dios, o bien para certificar
categóricamente su muerte. ¿Acaso no son todas estas preguntas las que se
hace el poeta codificadas con otros signos en las ciencias? Lo que se destaca
en todo esto es que (D)dios sigue estando en la conciencia de todos; está ahí,
parece ser ineludible.
30

La intuición del poeta, emparejada con el asombro, parece que


dialogase con los astrofísicos, nuevos ministros del dios de la modernidad
científico-técnica. En otro poema llamado “Mirando unas fotografías del
espacio” leemos: “¿Cómo dudar de que mis antepasados son los astros? / ¿Su
historia acaso no está en mí? / Soy el hijo varón de una gigante Roja / primo
segundo de una Enana Blanca” (187).
Ir tras las huellas de (D)dios, es intentar dar voz a lo innombrable,
ambición del poeta así como del astrofísico.

Por otro lado, Caamaño es a veces fulminante con sus juicios y


aforismos lapidarios en contra de (D)dios. Estos están hechos de aforismos
lacerantes y recriminatorios, que si los reuniéramos podrían ser anatemas de
unos evangelios apócrifos. En El que manda de lejos leemos: “La culpa la tiene
Dios por no existir. Es su pecado original. Ori-gi-nal”; “Tendríamos que ser
echados del planeta,/ como la otra vez del paraíso”; “La Argentina de hoy es la
venganza de los indios” (263). En La casa del canto sentencia: “Para mí el
Juicio Final ya sucedió…/…El cuerpo astral de la Tierra es el infierno” (191).
Estos juicios denotan un profundo desencanto no solo por la divinidad, sino con
el hombre que la sustituyó y que se destinó a si mismo como inmanencia y
posibilidad con un sentido de humanismo abstracto, motivado por la aspiración
de realizarse aquí y ahora. Esta preocupación en nuestro poeta está
lúcidamente articulada en “Sordos y sórdidos”, pues luego de referirse al
“frívolo anuncio”, “dios ha muerto”, Caamaño nos dice: “echaron a andar de
cabeza en cabeza dos grandes pensamientos del alba: 1) Proletarios del
mundo uníos, hoy día en hilachas; 2) El superhombre, ya degradado por el
capitalismo a historietas para niños” (412).

Estos juicios cargados de desengaño y desilusión por las ideas que


pretendían suplantar al supremo, dejan entrever la incapacidad del hombre por
superarse a sí mismo, material y espiritualmente. Los poemas de Caamaño nos
fuerzan a preguntarnos: ¿Acaso nuestra insondable maldad e inabarcable
indiferencia tenga que ver con nuestra pérdida de asombro e inocencia?

A lo que apunta, quizás, es que los surcos que va trazando la poesía de


nuestro autor es que el hombre sea un aciago demiurgo, condenado única y
exclusivamente a la búsqueda de perfeccionarse en las cosas exteriores,
materiales que diseña, inventa y manufactura industrialmente para así alcanzar
su apoteosis como estirpe o especie.

Pero esta hipermodernidad que hoy ha generado la genialidad sublime


del hombre, solamente le ha dado más cosas a cambio de menos sentido
interior. Es decir, este alto desarrollo exterior se contrapone a su miseria
interior. Este es el “hombre nuevo”, tecnificado, controlado, así parece, por
evidencia empírica, por el Smart phone. Estas son las pistas que nos van
dejando nuestras lecturas de Caamaño. Aquí nuestro poeta parece hacer eco
de la irónica meditación de Hamlet cuando dice aquello de “¡Qué obra maestra
es el hombre!”, para luego dictaminar que no obstante: “El hombre no me
deleita” (113).
31

En definitiva, lo que se va perfilando en la lectura de nuestro poeta es que


su manía por las huellas de (D)dios es una búsqueda por el hombre como un
ente escurridizo, como si su búsqueda fuera un juego de escondite. En uno de
sus últimos poemas, titulado “A dios solo es posible verlo de espalda” leemos:
Más de una vez lo he visto en la calle entre el gentío, envuelto en un
sobretodo negro y raído, largo hasta el suelo, grasiento de eternidad, los
mechones de pelo blanco que le quedan, cargado de hombros y con
muletas. Un fracaso propiamente…No estoy loco. Esa mañana me largué
a correrlo y lo alcancé…Lo pasé de largo unos metros y cuando me di
vuelta para verlo de frente no vi nada… (426)

Para ir concluyendo, diríamos que la negación, el pesimismo, con que se


podría fácilmente rotular la poesía de este autor, quizás nos privaría de una
lectura más, y es que esta misma rotunda negación planta la semilla de una
nueva inmanencia; pues aunque nuestro poeta esté abrumado por estos
sondeos metafísicos, sabe muy bien que nuestra vida está arraigada en el
suelo, pues así lo desliza en el último poema que cierra su Obra completa y
que sus lectores tendremos que mantener viva: “Para soñar hay que comer”
(472).

Bibliografía

Caamaño, Hugo (2012). Obra completa. Buenos Aires: Ediciones del Dock.
_____. (2006). Homo Homini Lupus. Buenos Aires: Ediciones del Dock.
Hawking, S. y Mlodinow L. (2010). “La (escurridiza) teoría del todo”,
Investigación y Ciencia, diciembre, (43-46).
Heidegger, Martin (1994). “Aletheia (Heraclito, fragmento 16)”. En Conferencias
y artículos. Barcelona: Serbal. (225-246).
Savater, Fernando (1994) Ensayo sobre Cioran. Madrid: Espasa-Calpe.
Shakespeare, William (2015). Hamlet. Buenos Aires: Losada
Sylvester, Santiago (2006). “Poesía de pensamiento”. (Compilador Jorge
Fondebrider) Tres décadas de poesía argentina 1976-2006. Buenos Aires:
Libros del Rojas, UBA. (65-73).

Dr. Roberto H. Esposto


32

Carta al purrete
Te fuiste tan joven que ya viví la misma cantidad de años en tu ausencia que
en tu presencia; lo que equivale a decir que te he extrañado la mitad de mi
vida.
No alcanzaste a ver casi ninguno de mis logros, y en mis peores momentos
necesité como el oxígeno mismo tu consejo y experiencia adquirida en la
universidad de la calle, de la cual fuiste egresado sobresaliente.
Tiempo después de tu partida sospeché, y hoy estoy seguro, que sabías que te
quedaba poco tiempo, pero fiel a tu esencia preferiste morir en la tuya que
cuidarte un poco más y cambiar tu manera de vivir. No es reproche.
Viviste y moriste como quisiste, no sé cuántos pueden ostentar ese privilegio; y
hasta tu muerte fue la que siempre imaginaste como ideal: un paro de repente
y a otra cosa.
Te agradezco los últimos meses que andabas empecinado en hablar y
aconsejar, algo muy raro en vos si no te lo pedían. Me sirvieron mucho tus
“apalabradas”, esa forma de hablar gauchesca y a veces graciosa que tenías
ayudaba a que tus palabras, dichos y consejos quedaran grabados más
fácilmente.
Muchas charlas fueron especies de profecías que se cumplieron al pie de la
letra; en otros temas sigo pensando distinto, pero aun así, a veces me sale
actuar igual que vos.
Hasta la música nos unió por primera vez esos últimos días tuyos, cuando
escuchamos esa noche en tu laburo “El arriero” versionado por Divididos; y
coincidimos cien por cien en aquel estribillo: “las penas y las vaquitas se van
por la misma senda, las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas…”
Te fuiste sin conocer a la Agus, la nena que siempre quisiste tener y en tres
intentos con la Pocha salimos varones. Al Facu, víctima de fiebre futbolera
desde el último mundial, comprador como pocos y luciendo la camiseta
albirroja hasta para dormir. Ni a Pantalla, la Ani, compañera de mi vida y
madraza de tus dos nietos; estoy seguro que se hubieran llevado de diez.
La otra noche en la cancha gritando un gol y mirando al cielo volví a ver tu cara
después de mucho tiempo: colorada, ojos vidriosos y hasta algún gesto
característico tuyo. ¡Que emoción volver a verte ahí.! Te andaba extrañando un
poco purrete…

P.D. Qué lindo sería que cuando yo no esté, al Facu y la Agus les pase lo
mismo. Dios quiera.

Adrián Valan
33
34

Las interrogaciones del poeta


Por Jorge Torres Roggero

“Estancia. Epigramas”. Libro de Ángel Núñez

Entre las preguntas que acosan al autor de Estancia. Epigramas en la


específica segunda parte del libro, sobresale una, muy breve y última: “¿Es que
acaso tiene alguna explicación la poesía?” Una posible respuesta: si tiene
explicación, no sería poesía; si no tiene, carecen de sentido estas líneas.
Recurrimos, entonces, a otras preguntas. Por ejemplo, la del poema “Ars
poetica” en que se nos avisa que las vivencias y lugares representados en el
libro “ya no están”, “el tiempo los diluyó”, pero siguen presentes en el poema
que resultaría así un especie de “lugartiempo”, una pura y extrema
representación. Y, de nuevo, la acuciante pregunta: el salto a un registro
cualitativo del lenguaje es una victoria sobre el diluyente tiempo o “¿es tan solo
un sueño?, una especie de no-lugar de la memoria.
Ante la multiplicidad de respuestas sobrevinientes, todo inclina a considerar la
poesía como un misterio. El misterio, ciertamente, no tiene explicación, no
pertenece al orden estricto del significado, sino al del sentido. El misterio es
inaprensible para la “razón frígida”, pero no es oscuro, es luminoso porque se
abre a realidades múltiples y maravillosas: “¿qué quiere decirme el teru-
tero?” Las lechuzas están calladas, pero miran “al universo/ con las preguntas
de sus grandes ojos”.
Algo insólito ocurre en este breve poemario cuya clave es el “estar siendo”,
la “línea blanca” del pensamiento mestizo, latente y latiente, de una niñez
impregnada de naturaleza (elementales originarios: tierra, agua, fuego, aire);
del galpón (hogar de la comunidad criolla siempre participante y contradictoria)
y el caballo ( olor del cuero, de los arreos, del trabajo, o sea, del acto lleno de
los imprevistos de “andar”: “Un recuerdo de los tres años/ el galpón/ con aroma
a pasto/ y el olor del cuero/ del caballo o los arreos”; o, “esperando llegar a la
estancia/ al galpón, el caballo y la marcha”.
El misterio ronda e ilumina este poemario: “Una línea blanca y lejana/ muy
delgada/ y un mugido, como siempre, ¿señal acaso/ del misterio del campo?”
Cuando en un párrafo precedente aludí a la expresión “línea blanca” estaba, en
realidad, marcando un figura clave de circula por todos los textos. Se supone,
tal como se expresa en la contratapa, que los poemas expresan una “visión del
mundo” a partir de recuerdos infantiles (el recuerdo es siempre una
construcción imaginaria, una representación), de una “imago” surgida de
“escenas en la antigua región “de ganados” de los jesuitas, en Garupá, en
Santa Inés, en la estancia Núñez, provincia de Misiones”.
Parece sólo un índice geográfico, pero son nombres que retumban, sonidos,
voces, saberes, marchas sin término, en que “las estrellas, el horizonte, los
cerros/ la tierra respira/ dice su misterio.” La tierra habla, vive. La misteriosa
“línea blanca” es la zona confusa de los recuerdos que se borronean en el
adulto: niebla, rocío, hielo, zona en que “se diluye el presente”, o sea, comarca
del “tiempo pleno”, lugar de tránsito o salida desde la dispersión en lo múltiple y
transitorio. Es el paso al recuerdo de la unidad primera con la tierra, el agua, el
fuego y el aire, con la vida tumultuosa y feliz del trabajo no como lucro, sino
como “función”, como “movimiento de gentes y animales”, como cuerpos
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acompasados por el baile, porque “la naturaleza tiene su ritmo”. Es la mirada


sorprendida del chico cuando en Misiones llueve sin cesar: “Un día, ¿cuántos
días/ en la galería/ viendo llover?/ Y el chico que mira/ sorprendido”. Comarca
de aguas y ríos a donde se llega desde el aire en hidroavión, suelo
para “caminar descalzo por el monte” o empantanarse en una tierra barrosa,
entre los matorrales que bordean el arroyo, donde los carritos “dejan huellas
hondas,/ imborrables”. Extrañas escrituras mudas, como las del fuego cuando
aprieta la seca, las bestias se atropellan y la dirección del viento salva o
amenaza. Todo habla en esta San Inés mítica, lugar numinoso, en que un niño
lejano imagina y crea un mundo (imago mundi) que habla sin cesar y un adulto
no cesa de preguntar. Vuelvo, entonces, a las preguntas que se corresponden
con la forma epigramática elegida por el autor.
Los que compartieron “esta tierra” también compartirán el “campo santo”. Esa
estancia de los Núñez es “esta tierra”. La de los que le dieron el nombre y
también la de las cruces perdidas y sin nombres (“estos peones y sus
mujeres”). Lugar de pasar “estos empeños” para purificarse “¿de qué/ de cuál
pecado?”.
El piso jesuita (también lejana “línea blanca”), cerca de un alambrado, guarda
respuestas nunca oídas a las preguntas fundamentales: “con piedras se hace
un paisaje/ y se construye una civilización”.
Por otra parte, la palabra bautiza “donde vivir y morir” y las aguas del río
Uruguay bautizan una vida nueva del autor, Ángel Núñez, que cruza en lancha
al exilio brasileño. Inefable modo de expresar la angustia del que debe
abandonar sus pagos y acogerse a tierra ajena: “En otro idioma/ otro será tu
nombre”. Pero también es un exiliado de la originaria “imago mundi” que ha
venido construyendo. Por eso en la noche clara, llena de estrellas, se
pregunta: “¿Y yo?”.
Esta pregunta, sin duda, escarba en las profundidades tanto del sujeto histórico
como del sujeto individual. Yo le llamaría un sujeto cuya totalidad dialogante
incluye una respuesta que se resuelve en la simplicidad de la paradoja como
expresión epigramática de lo inefable. Me refiero al título final: “Oración”.

No es casual que el poema esté dedicado a la investigadora y poeta misionera


Olga Zamboni, de feliz memoria. En sus textos dialogaron siempre la razón y la
fe; y sus indagaciones se dirigieron a escrutar los insondables saberes de la
cultura popular.

El poema evoca la Navidad, “misterium magnum”, desde la práctica ritual de los


pobres: “Adoración de peones y arrugadas/ sufridas mujeres/ que en este día
del nacimiento esperan su hora de alabanza.”.
Es entreverarse de nuevo en un andar por “esta tierra”. Es, además, un acto
comunitario. La procesión cruza el monte con el Niño en andas. Como una
culebra, se desliza la hilera de celebrantes: va a nacer el Niño Dios, “lo besarán
con devoción”, “agradecerán a la Virgen/ por el trabajo/ pidiendo por el bien de
todas las familias/ de esta estancia.”
Podría continuar en la procesión andante de Estancia. Epigramas , ir y venir
por los reprofundos de una “tierra que dice”. Los misteriosos caminos de una
poesía que parte de la fe: poesía conjuro pidiendo el “bien”, y poesía como un
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don “de todas las familias/ de esta estancia”. Una poesía “in fieri”,
haciéndose, “¿tiene alguna explicación?”
Ángel Núñez, iniciándonos en los misterios del “ser que vive”, nos introdujo en
las vivencias del “ser que piensa”.

SOBRE ÁNGEL NÚÑEZ (1939)

Es un misionero de Santa Inés (…aunque nació en Buenos Aires). Hombre de


letras de variado registro (ensayo, docencia universitaria), su poesía a lo largo
de muchos años recorre “la restitución de un legado histórico para reconocer el
hombre en toda su riqueza, su dolor, sus sueños, su rebelión, su júbilo y su fe”
(B.Sarlo). Y en La construcción de la selva “abarca lo cosmológico y lo
filosófico para comprensión del mundo e instalación en él” (J. Torres Roggero).
Instalado en la ciudad de Sao Paulo, en el obligado exilio en Brasil o en la
Provincia, nos dice que la poesía lo coloca “en un eje con polos a la tierra y el
cielo, al Paraná y al mar, a la selva y a los caballos que galopan entre el
pajonal” (presentación de Poemas fundamentales). Obra poética de
Núñez: Nosotros Piedra (1972); Narraciones del destierro (1979,1984); Poemas
de la búsqueda (1993,1998), Geografía de mi ansia y otros poemas
(1994); Poemas fundamentales (1996); Los versos del tiempo
(2004,2009,2011); La construcción de la selva (2011,2012).
Datos tomados de la solapa del libro comentado.

Jorge Torres Roggero


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El lado oscuro del cordobesismo


Una crítica del libro La Ciudad de los Desechos de Fernando López

En La Ciudad de los Desechos,- última novela del autor cordobés Fernando


López, - sobrevuela la visión de una ciudad, es decir, la Córdoba actual, muy
distante por cierto de la publicitada en bocetos de turismo o en la propaganda
oficial del gobierno.
La novela viene a constituir el Episodio VI, de una saga de diez, sobre
Philip Lecoq, un detective muy original, que se expresa en ese particular
dialecto o lunfardo cordobés. Ese dialecto del que nadie habla, pero que todos
conocen, que forma parte de la dicotomía existente entre “Córdoba la docta” y
la “Córdoba popular”.
Córdoba ha tenido muchas visiones, a lo largo de su historia. La mayoría
fueron efectuadas por personas que no eran nativos del lugar. La primera de
ella es la reflejada por Domingo Faustino Sarmiento en su emblemático libro
Facundo. El sanjuanino observa una Córdoba pre-moderna, encerrada,
monárquica, colonial y monástica. “Un claustro, encerrado entre barrancas”,
decía, por contraposición a Buenos Aires, abierta, amplia y moderna. Por
supuesto esa visión estaba enmarcada dentro del debate de civilización o
barbarie propuesto por el llamado primer maestro.
Joaquín V González, riojano, asentado en la ciudad temporalmente, nos da
una visión de una córdoba decimonónica luchando entra su tragedia de origen
(el colonial, español, marcado sobre todo por la presencia de la orden de los
jesuitas) y una ciudad que se avizoraba que iba cambiando, y sobre todo por
la universidad, que le daba amplitud de miras y las incipientemente barriadas
fabriles.
Igualmente el catalán Juan Bialet Masse, que se instaló en Córdoba a raíz
del contrato para construir el Dique San Roque, observa una ciudad que va
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cambiando, dejando de lado su raíz colonial y transformándose en una urbe


con gran energía, decía él quizás ingenuamente.
La Reforma Universitaria (1918) trastoco aquella visión primigenia de
Sarmiento, contraponiendo una Córdoba civil, laica, abierta, universal.
(Cfr.www.redalyc. org/articulo.oa?id=387036781004)
Más cercanos a estos tiempos Antonio Marimón, en su libro “El antiguo
alimento de los héroes”, (Ediciones Letras y Biblioteca Córdoba, 2010), nos
muestra una ciudad totalmente distinta: se trata de la Córdoba obrera, fabril,
insurgente, es la del Cordobazo, pero también de la dictadura feroz que azota
sus calles desiertas.
En el libro de Fernando López, aparece una Córdoba sórdida. Es una
ciudad irrespirable, merced al nauseabundo olor de las cloacas que estallan
por todos lados. En ella coexisten una elite gobernante que habita los
alrededores en cómodos y vigilados barrios cerrados, con marginales que
viven de lo ilícito y demás trapisondas, conectados ambos mundos por una
trama de corrupción y lazos de negocios non sanctos. Una Córdoba
empobrecida en todo sentido: política, económica, social y cultural.
Hay algo revulsivo en la novela de López. No es tan solo esa criatura,
sedicente vampiro, que cuestiona toda conciencia “bien pensante” en cuanto al
tema de la violencia de género, llevando toda la trama a una mezcla de terror,
pesadez y oscuridad.
Todo un entramado corrupto que nuestro héroe logra descifrar, en donde
se destaca ese helicóptero que sobrevuela por las noches la ciudad con el
objetivo de vigilar y castigar aquellos seres potencialmente peligrosos para la
seguridad provincial, ya sea por sus rostros, la gorra que portan, o
simplemente por el azar del que apunta con la mira telescópica de visión
nocturna.
Una ciudad donde hay personas que consideran a otras como escorias y
deben ser eliminadas. Pero lo hacen para ocultar otros negocios más
peligrosos y obscenos para la sociedad. Su riqueza no es inocente.
Los personajes que rodean y acompañan a nuestro héroe suburbano están
magistralmente dibujados por la pluma del autor. Asumen, en determinados
casos, papeles cuasi protagónicos. Es el caso de la Yesi, compañera del
detective, la Lore, ocasional amante o el enigmático CQ. Los mismos
deambulan por arterias y lugares conocidas de nuestra ciudad, buscando así la
complicidad del lector.
Una novela que provoca. Insolente. Que por momentos parece
contaminarse de ese olor nauseabundo que está presente en todos lados, que
traspone deliberadamente límites de todo tipo, que invita a pensar en donde
estamos parados cuando nos dicen que ellos, -los del poder- representan el
intereses de todos los cordobeses y que necesariamente pone en cuestión
también la naturaleza del llamado cordobesismo.

Eduardo Alberto Planas


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La peregrina y el alba
Él la acompañó hasta la terminal de ómnibus aquella tarde de verano. Pocas
palabras se dijeron. No hablaron del tema. Cargó la valija y se la entregó al
chofer para que la guardara en el baúl de los equipajes. Le dio el ticket. Le
compró un helado que ella tomó casi obligada; no podía disfrutar pensando que
el espacio que los separaba y que paradójicamente los unía era una vida. Le
dio un beso quizás en la mejilla, quizás en los labios, fugaz como la prisa que
advertía en él por marcharse, por quitarse de encima aquella nube: No estaba
preparado aún… Con una sonrisa tal vez, era lo mismo, le dijo: Te llamo.
Disfrutá.
Antes que el colectivo hubiera vomitado la última bocanada en el andén, él ya
había desaparecido. Ella, quietita y asustada terminaba sin ganas el helado
que él le había dejado como único consuelo para su soledad.
Pesado, arrancaba el monstruo su marcha hacia aquel lugar, adonde ni
siquiera quería ir ya; sola. Él pensaba que ella volvería y todo sería como
antes. Para él era mejor no pensar; borrar de la mente toda posibilidad de que
fuera realidad. Pero la realidad la tomaba a ella de la mano y no la dejaba ir.
Quería elegir y no podía. Habría elegido que él se hubiera alegrado, que la
hubiera acompañado en ese viaje que transitaba así por primera vez. Que se
hubiera jugado, que la hubiera besado, abrazado su vientre y que hubiera
llorado ante el milagro de la nueva vida. Pero no. Ella partía como siempre,
como si nada, a pasar sus vacaciones al campo, a la casa de su abuela; que ya
no la esperaría con los mates dulces y sus brazos de ramas anidadas de niños.
Su abuela habría reconocido el brillo primerizo de sus ojos y ella le hubiera
besado las manos con las lágrimas de su misma sangre.
Por ante la ventanilla comenzaron a pasar calles, negocios, niños, autos,
puertas de casas, y más puertas y más calles, niños, bicis, perros, abuelas,
casas, jardines, niños, madres, padres, negocios, negocios, gente y calles,
cada vez más rápido. El colectivo devoraba el camino y parecía querer alejarla
de su presente, de aquella realidad. La sacudió un fuerte dolor en el pecho,
parecía no poder respirar, no tener aire, una sensación de ahogo la apresaba.
Miró hacia afuera tratando de pensar en algo bello, como solía hacer, cuando
tenía una pena, como desde aquel día cuando para no morir aprendió a
imaginar ese otro mundo que brotaba sereno desde su interior. Sintió que no
podía soportar más esa angustia esquizofrénica de tener que pensar que todo
era como antes, que la niña de siempre partía de vacaciones como si nada,
callada. Miraba hacia los campos: una gran cinta verde se iba mezclando con
el gris del cielo y de vez en cuando alguna lagunita de barro y agua salpicaba
el costado; pasaban vacas, cercos, molinos, uno, otro, otro, los hilos de los
postes de luz con claveles del aire y nidos de pájaros. Los pájaros, ellos sí se
acompañaban…
Las garras apretaban cada vez más su pecho. Sacó un caramelo del bolso,
sintió el frío sudor en la frente y casi sin mirar se lo llevó a la boca esperando
sentir algún alivio. Casi no podía tragar, ya no escuchaba las voces sino un
parejo zumbido que la desesperaba aún más. Tomó entre sus brazos el bolso,
aquel que a tantos viajes la había acompañado, siempre el mismo, el de
cuerina marrón, que la señora le había traído una vez cuando volvió de un viaje
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en avión; a los niños les había traído el mismo; seguramente ya lo habían


olvidado. Tomó su bolso y la campera que siempre llevaba para la noche por si
refrescaba y se aferró a ellos como a su mejor amigo hubiera querido abrazar.
No supo cuánto tiempo pasó. Se quedó dormida, hasta que sintió que el
colectivo navegaba suavemente por las calles de una ciudad, puentes, casas,
ventanas sin luces, casas, calles, negocios apagados, negocios vacíos,
sombras de árboles, cada vez más despacio hasta que se detuvo en una
terminal de ómnibus. Lentamente se abrió la puerta del colectivo. El chofer
masculló sin ganas un nombre y un paramos treinta minutos. De a poco se iban
desperezando algunos, otros seguían durmiendo soñando quizás un pronto
reencuentro con el amor. Embotada, con la misma sensación de opresión y aún
aferrada a su bolso y a su campera descendió del colectivo y se dirigió a comer
algo e ir al baño. Al descender vio que el chofer bajaba las valijas de algunos
pasajeros. Entró al bar, había media luz, sería tarde pensó; pidió lo de siempre.
Bebió sorbo a sorbo su café con leche, procurando escuchar desde su corazón
alguna palabra de tibieza, pero nadie le habló. Hacía frío. Se puso la campera.
Pagó y se dirigió al baño. Al salir, recién notó que no estaba la señora a quien
solía dejarle unas monedas en el platito, sobre una mesa. Sintió el frío de la
noche en su cara, escuchó voces extrañas y música festiva a lo lejos; era
viernes. Caminó por entre las luces de algunos negocios vacíos de risas.
Parecía todo tan extraño, no recordaba haber pasado nunca por allí, no
reconocía esos lugares, a pesar de que había recorrido esa ruta todos los años
cuando viajaba al campo. Se apuró para no perder el colectivo. Lo vio. Como
siempre llegó temprano. Se quedó abajo, en el andén, tomando un poco de
aire, le gustaba observar a la gente; imaginaba sus historias, suponía amoríos,
desencuentros, hastíos; pero en ese momento solo esperaba algo que no
lograba comprender. Vio que se acercaban los choferes, que uno entraba al
colectivo y el otro subía el equipaje de una señora que emprendía su viaje. De
pronto, como una autómata, sacó la billetera y abrió una pequeño cierrecito en
donde solía guardar los papeles necesarios; sacó un ticket y señalando su
valija le dijo al chofer: Buenas, señor; ésa es la mía, gracias. La tomó con su
mano; tan liviana… parecía que flotaba en ese espacio tan inmenso de la
noche. Cerró su campera hasta el cuello, la campera que la había acompañado
siempre, que llevaba para la noche por si refrescaba; tomó su bolso, el bolso
de cuerina marrón que la señora le había traído una vez cuando volvió de un
viaje en avión; a los niños les había traído el mismo; seguramente ya lo habían
olvidado y se aferró a ellos como a su mejor amigo hubiera querido abrazar.
Vio cómo el colectivo desaparecía entre las sombras de aquella ciudad
dormida. Presintió que se llevaba un pedazo de su historia.
Comenzó a caminar despacio. Hacía mucho frío. Sus pasos sordos y
efímeros se fueron alejando hasta perderse en esa larga noche que iba
tragando su alma desesperada hacia el amanecer.

Alicia Loza
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En otro momento hubiese llorado. Todo en la película tocaba el lado


sensible de su corazón. Como si alguien supiera la historia, conociera el amor
que el silencio deshace.
En otro momento quizás, se hubiera levantado de la butaca para buscar en el
aire de la noche, aquella estrella que alumbrara dentro de sí, la soledad.
En otro momento, alguien la hubiera mirado a los ojos, sin saber la verdad de
su mirada.
En otro momento, cuando la vida era todavía una pasión desenfrenada,
hubiese saltado los muros de la libertad, aun estando prisionera.
En otro momento hubiera mordido su ira y su amor, hasta reconciliarse consigo
misma y enfrentar la realidad.

En otro momento…

Molly Bic
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Dios

Tengo la rara presunción de que este texto es un conjunto vacío de signos en


desuso. Son los mismos signos que, no obstante, hemos utilizado durante miles de
años para codificar el mundo, tocarnos a larga distancia y escribir la belleza. Nos han
servido, en fin, para preservar la cultura.
Pero a veces estos signos faltan: las palabras no son suficientes y se cuentan por
centenares los escritores que lo protestan. No les alcanzan las palabras para describir
su delirio, y por momentos las recriminan como un recurso duro y poco flexible.
Reclaman herramientas más sutiles, quizás un medio de consistencia impalpable para
referir sus viajes a través de la geometría, deslizarse por aristas suspendidas, o para
hablar de la música en el interior de las campanas de cristal.
Esto es recurrente al definir un cuerpo variable en el espacio, o conjeturando
mundos posibles, pero especialmente notorio cuando se intenta plasmar una magnitud
omnímoda, cuando abarcamos el Todo con mayúsculas, escribiendo el Universo. En
ese momento, echamos mano a recursos poco habituales, engendrando métodos
enrevesados y extraños expedientes, en el intento de transmitir esa inmensidad que
escapa a todas las medidas.
Dimensión totalizadora, extiende sus señales con crípticos acontecimientos en el
tiempo y sucedidos en las coordenadas del espacio, que revelan, con su cualidad
trastornante, cómo es posible que un perro creado por Laura Castaño puede estar
bebiendo agua aquí, pero también del otro lado del mundo… en Nepal, al sur de
Australia o en la isla de Lanzarote a la vez. Un perro que bebe agua y se refleja del
otro lado, como imagen especular en un universo paralelo, un universo en otra lengua;
el perro ladra en otro mundo, en otra cultura, con ecos que rebotan como una
carambola en espacios contiguos que no podemos tocar, en tiempos aledaños que
solo existen en el reloj de cinco agujas.
En otras ocasiones asistimos a un mundo poblado de ruinas, quizás vestigios de lo
que pudo ser y no fue, residuos pretéritos cubiertos de musgo, ocultos durante siglos
por las frondas del bosque lujuriante; llegamos a ellos del mismo modo que Ricardo
Gutiérrez descubrió sus piedras incaicas, un tesoro histórico y vetusto poblado de
mensajes, una arqueología de rocas arcanas con la sugestión de esos raros hallazgos
mediterráneos que aparecen cada tanto -inscripciones nubias… documentos fenicios-,
en los que indagamos, con palos de ciego, los arrugados pergaminos donde se halla
escrita la historia perdida de nuestro mundo. Quién sabe cuál es el origen de esas
piedras, de su porosidad, una textura esculpida por explosiones de estrellas
moribundas, luengas llamaradas que se extienden, choques entre asteroides en los
espacios ignotos.
Mirando a un lado, vemos al pez que ondula, el movimiento de la boca en su
refinado mutismo flotante, un pez que nos mira tras el cristal y enfrenta nuestros
movimientos utilitarios, los sucios e impertinentes movimientos del mundo lineal; nos
observamos detenidamente reconociendo el precipicio entre ambos, el despeñadero
filogénico que nos separa, y entonces apelamos a las moléculas de carbono
moviéndose por resonancia, a los mundos concéntricos donde no cuentan las
diferencias, y comenzamos a vibrar fuera del tiempo, en un lenguaje anterior a la
división por especies, mientras movemos las aletas al unísono en el silencio
transparente.
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En la escala general del tiempo, nosotros no sabemos cuándo fueron concebidas


las rocas descubiertas por Gutiérrez, como tampoco sabremos nunca qué posición
ocupan en el catálogo de los tamaños posibles. Entonces no solo hablamos del perro,
de su sed, de cómo bebe, sino de una categoría que comprende al perro con su sed,
el charco de agua, y ese otro mundo en que Castaño lo refleja bebiendo un agua
paralela con su sed concéntrica.
Ante este Universo mayúsculo y una intimidante reserva de la Historia, se precisa
reconocer que tramitamos con materia esquiva, o quizás inaccesible. Se trata de un
expediente escabroso que permanecerá distante, extraño a nuestro discernimiento por
mucho tiempo aún, con sus mensajes ocultos y presagios indescifrables.
Sólo nos queda presenciar con el más absoluto asombro, cómo estos escritores
enfocaron las palabras idóneas para concebir sus perros bebiendo agua y aquellas
históricas piedras cubiertas de silencio, hasta tanto se descubra un medio más sutil
que nos permita viajar por la geometría, referirnos a las aristas suspendidas, y delirar
con esa extraña música que ellos escuchan en el interior de las campanas de cristal.

Alfredo Gómez Alonso


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La muerte es pasto que se puede pisar

¿La muerte?, no loco, la muerte no existe hasta que te arrima un poco la nariz;
es decir, uno anda por la vida y no piensa en la muerte; eso es ausencia, la
nada y ¿quién piensa en la nada? Los que laburan de eso, es decir, los
filósofos o los charlatanes de la tele, o los que hacen la guerra, o los políticos,
pero sino, ¿quién?
Vos vas por la vida y vivís, te dicen que murió fulano y se te viene a la
cabeza "no somos nada, hoy estamos, mañana no" y todas esas giladas pero
es por un rato, después seguís corriendo, andando, viviendo, ¿o no es más
linda la vida que la muerte?, sino, sos pasto para el psicólogo, esos comesesos
que encima de enrularte la sabiola, te cobran un ojo de la cara.
Decime, un buen par de tetas con dos buenos pezones adentro de un
escote ¿es la vida o es la muerte? ¿El gol del Diego del otro día, que te parece
que es? Es vida hermano, vida...si ya se, Videla y su mersa/corta/huevos son la
muerte pero ¿y? ¿Cómo los recuerda el pueblo a esos turros?; calzate los
zapatos de esos fulanos y contame hoy; ni con las tetas de la gorda Sarli les
cambiás la cara. No hermano; no te equivoqués.
¿Vos te tomaste un clericó en la pileta del municipal un día de esos en
que el calor raja la tierra y desnuda mujeres? Eso es vida; ¿metiste un gol con
la de palo en algún picado? ¿Pero no te acordás del Hacha Ludueña cuando le
decían Dios?; bueno, la Pepona Reinaldi para que no te sientas mal, cuando la
sacudió entre los hilos de la red desde 35 metros? ¿no viviste ahí?
El otro día -ya que hablamos de milicos- me contó el Pedro... ¿cómo
cuál Pedro?, el de Rawson che, ese que le hace a los versos y anda con los
bolsillos descosidos por las palabras, bueno, avivate mientras te cuento; ese
loco me dijo que había un flaco que parece que bajaron en la época de la
guerrilla y que era poeta. ¡Poeta!. Que lo parió, esos sí que están del marote,
pero cómo deben ganar con las minas... bueno, dijo que se llamaba Urondo y
parece que los milicos lo cosieron a balazos y sabes que decía el tipo, que iba
a vivir adentro de una palabra. ¡De una palabra!. Los cagó el Urondo ese a los
milicos; todavía se les debe estar meando de risa; además, parece que el
fulano se tomó antes la pastilla, ¿cómo cuál pastilla?, esa, la del veneno. Hasta
en eso los jodió; el Pedro me prestó un libro, todavía no lo empecé pero sabés
que pienso, que si algún día lo leo, vuelve a vivir, y que tenía razón; el flaco
vive adentro de una palabra, no lo mataron, entonces de que muerte me hablás
¿eh?; no existe hasta que vos te enrollás; somos inmortales hasta que dejamos
de serlo, pero somos inmortales; además... a las tetas que te dije, la pileta del
municipal y el gol en el picadito, agregále también la poesía, que yo no la
entiendo pero a ese tipo que dice el Pedro lo ayudó a seguir vivo. ¿O no?
Fijate Mollo, el violero de Divididos; se le cae mañana un piano en la
cabeza ¿y? ¿Vos vas a dejar de escuchar a Divididos?
Mirá hermano, mejor prendé la radio que está por empezar el partido y
por ahí la comprendés. Eso sí, tu vida depende de que gane Belgrano porque
si Talleres la emboca, vas muerto.

Sergio Pravaz
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El ejecutor

Suena el timbre y simultáneamente sube por la escalera un cacareo asustado.


Desciendo, y al abrir la puerta de calle veo una bolsa de arpillera, la mano que
la sostiene y por último una cara satisfecha. Un hombre al que días atrás
redactara una carta para él imposible, me trae una gallina “criada a campo”,
como sabe que le gustan a mi esposa. El patio de mi casa, un cuadrilátero
embaldosado sin otra tierra que la de las macetas, no resulta propicio para que
el animal viva suelto la antesala de su muerte. Y en tanto suspendo a la víctima
por las patas atadas, llego a la conclusión de que lo peor será dejar transcurrir
el tiempo y de que el único ejecutor disponible soy yo. A mi esposa y mi hija de
apenas seis años _que duermen aún, si bien avanzada la mañana del
domingo- el más leve sufrimiento de un animal las pone al borde de las
lágrimas. A salvo de testigos indiscretos, tomo a la prisionera por el pescuezo y
acciono circularmente mi mano inexperta como dando manija a un automóvil
antiguo. Los cacareos estrellan sus petardos trémulos en mis tímpanos y
decrecen luego hasta extinguirse en un silencio crispado que calma la
atmósfera invernal. Consumada la fúnebre faena, acuesto a mi víctima sobre la
bolsa de arpillera, que me impresiona como una caída capucha de verdugo. El
plumaje encrespado se extiende sobre el cuerpo inerte a la manera de esas
fundas piadosas con que la policía suele arropar a los cadáveres. Respiro
hondamente. Hasta que descubro, desolado, que la gallina tiene los ojos
abiertos y que hay vida en ellos. Es más, me miran, opacos, terribles.
Permanezco irresoluto, como parado en un camino de cornisa, con la gallina a
mis pies, infausto trofeo. Me faltan fuerzas para rematarla. Nunca he dañado a
un animal, grande o pequeño. Tal vez un vecino quiera auxiliarme. Pero,
¿cómo presentarme a él con mi pedido irrisorio? Sería la comidilla del barrio.
Acorralado, me resuelvo. Revoleo nuevamente el cuerpo tibio y convulso. La
gallina se resiste a morir. Sus ojos no se cierran. El pescuezo quema mi mano
como una mordedura. Sintiéndome observado, vuelvo la cabeza: en el vano de
la puerta que da al patio de mi hazaña, infantil y somnolienta, con un breve
temblor que quiero atribuir a sus pies descalzos, se dibuja mi hija. ¿Qué habrá
alcanzado a ver? Sé que nunca olvidaré la forma en la que me está mirando.

Osvaldo Guevara
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Hace calor y huele a metal

–Fíjese ahí, que le faltó un poquito.


El hombre trepado a la copa del árbol se detuvo y la miró.
–Ya saqué la rama de ahí, señora.
En el suelo, la anciana se apoyaba sobre el palo de un rastrillo mientras
le señaló con el dedo un lugar impreciso en lo alto.
–No, pero córtemela más al ras, que quede el tronco liso.
Rolo masculló una puteada y se puso a repasar el borde donde antes
hubo una ramificación del enorme pino del patio de la señora Linares. El sol del
mediodía era tan fuerte que se podía hacer un asado sin brasas.
–No quiero que vuelva a crecer ahí. Después se me ensucia la pileta y
tengo que llamar a cada rato al muchacho que limpia.
–Quédese tranquila, doña, que el árbol no le va a joder más.
–Bueno, pero por las dudas le digo.
El hombre suspiró. Luego dijo en voz alta:
–Eso sí, después de esto, espero que me alquile la cochera.
–Ya veremos más adelante. Yo le guardo espacio a mi hijo.
– ¿No vive en España?
–Vive en Marruecos, pero ya va a volver. Fíjese bien dónde corta, mire
que no quiero que me lo deje chuzo. Treinta años hace que tengo ese árbol.
Tiró dos veces de la polea de encendido. El motor tosió. Dos años hacía
que buscaba una cochera por el barrio y no encontraba. Y la vieja sin ceder.
–Bueno, yo corto donde me pide. Ya le dije: no le hace bien sacarle al
ras.
Al tercer tirón, el motor rugió y la cadena dentada comenzó a circular
hasta hacerse lisa a la vista.
–Ay, hombre, haga lo que le digo, por favor. Y no charle tanto, que no
quiero que se me lastime. Después lo tengo que pagar por bueno.
Sin escuchar, Rolo gritó.
–Bueno, déjeme terminar y después retocamos lo que le parezca.
–Sí, pero yo quiero que me haga bien el trabajo de una sola vez, así no
tiene que volver. Porque uno les paga y después no vuelven más, porque
agarran otros trabajos y se olvidan.
Rolo apagó la motosierra y se secó la frente con un trapo, húmedo de
sudor, igual que él y toda su ropa. Hasta la sierra parecía transpirar ese día.
Hasta el pino, la pileta, la casa, el patio. Miró a la señora Linares, que no se
movía de su posición, diez metros abajo. Parecía inmune al calor de enero.
–Está bien, déjeme terminar, me bajo, lo vemos juntos y después me
vuelvo a subir. Eso sí, después tomamos unos mates y charlamos de la
cochera.
La vieja sacudía la cabeza de un lado al otro.
–Otro día. Yo no quiero atarme a líos, porque una vez le alquilé a uno
que me dejó el auto ahí y no lo vino a buscar más. Después tuve problema con
otro…
–Sí, ya sé, era robado. Pero yo lo compré al mío y tengo los papeles. Si
quiere firmamos contrato.
–Termíneme el trabajo que mañana vienen visitas y quiero el patio
limpio.
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–Bueno, déjeme terminar entonces.


Volvió a tirar de la polea. Encendió a la primera. Se puso a cortar una
rama que, sin ser muy gruesa, se resistía. Empezó a marcarla por debajo.
–Claro, quiere terminar rápido para cobrar. Después la que queda con el
clavo soy yo. Toda la pileta sucia. A mi edad no puedo estar a cada rato...
El hombre giró un poco el cuello hacia la vieja.
– ¿Y por qué directamente no saca el….
La señora Linares oyó un chasquido. La rama sobre la que Rolo
apoyaba el lado izquierdo de su cuerpo se quebró cuando este giró a la
derecha, desplazando el peso de su torso hacia el lado opuesto.
La motosierra era una Omaha Pro 58cc blanca con bordes rojos y una
espada de 58 cm., con una potencia de 2400 W- 3, 2 HP. Usaba combustible a
nafta con aceite para motores a dos tiempos. Tenía una velocidad nominal de
3400 RPM y una máxima de 11000. Estaba trabajando a velocidad máxima
sobre el otro lado del tronco cuando el movimiento brusco hizo que la
herramienta se zafara. Describió un fugaz arco vertical hacia arriba y se enterró
directamente en el cuello de Rolo. Intentó esquivarla y taparse la herida. Pero
la sangre no paraba de salir. La motosierra, aún sujeta a él por la correa, repitió
el arco en sentido contrario. Cayó sobre la máquina, que continuó devastando
su torso en una pirotecnia de sangre y carne picada, mientras sus vísceras se
derramaban lentamente sobre el césped recién cortado.
La señora Linares retrocedió lentamente, mientras el charco y los
intestinos se le acercaban como una boa perezosa y ciega.
–Le dije que tuviera cuidado. Y así quería que le alquilara la cochera. Lo
voy a tener que pagar por bueno. Y ya casi había terminado. Infeliz. Infeliz…
Siguió repitiendo la misma letanía mientras la motosierra, atragantada
por la sustancia del hombre y debilitada por la falta de combustible,
languidecía.

Cesary Novek
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EDGAR BAYLEY: “OFICIO DE VIENTO Y DE SOMBRA”


por Alfredo Lemon

“uno se desvive por vivir y se desvive al vivir”


Casi al terminar el invierno, en agosto de 1990, falleció Edgad Bayley. Había
nacido en 1919 y fue el principal expositor del “invencionismo” en Argentina y
uno de los creadores más respetados -no por ello del todo difundido- de la
poesía contemporánea latinoamericana. Dicha corriente, según el autor, “más
que un movimiento, fue un llamado de atención hacia la necesidad de
privilegiar el lenguaje poético, de atender, no sólo a sus proyecciones
semánticas, sintácticas, fónicas y visuales, sino también, al modo de asociar
las palabras en el para integrar imágenes; todo ello sin menoscabo de la
experiencia esencial de la vivencia que le otorgue sentido. No se trata
entonces, de negar el aporte del surrealismo, la voluntad de sacralización, la
impronta del sueño, la apertura a las sensaciones al inconsciente, a la
imaginación o al automatismo; sino de afirmar todo eso, pero destacando al
mismo tiempo, la importancia de la organización verbal y sin olvidar, el hecho
obvio y elemental, de que el poema se hace con palabras y la decisiva
influencia de su elección al momento mismo de la creación: el logos poético.”
Perfiles
Por su actividad literaria, por su participación en memorables revistas de la
época (“Arturo” - 1944- “Invención” -1945- y “Poesía Buenos aires” -1950-),
como así también por su quehacer poético original y luminoso, su impronta se
distingue dentro de ese magnífico coro de voces que fue la llamada generación
del 40’ en las letras de nuestro país. Y no por una mera cuestión de escuelas o
de cronología sino porque precisamente, su creación constituyó un punto
crucial, cuando las vanguardias eran moda y los sentimentalismos de la
retórica argumental de la prosa se filtraban en las operaciones mentales de los
poetas. Bayley salió airoso de esas tentaciones aleatorias e ideológicas
venidas de Europa y supo trabajar la creación en su esencia, desechando los
falsos oropeles de la efusión o la trivialidad: “vas a ordenar por fin tu cabeza/
hablar claro entender entenderte/ vas a tener revelaciones/ en tus manos/ vas a
comprender por fin/ en la oscura mañana/ la libertad de no esperar/ de no
culpar ni disculparte/ vas a ocupar el mismo interés/ cualquier ventana/ harás
tuyo por fin cualquier paisaje/ la voz que tengas ese día”.
Como se observa, se trata de un riguroso propulsor de las tendencias artísticas
de la modernidad, que esquivó los riesgos de la frigidez del intelectualismo
para no escamotearle a la palabra, el gusto por la libertad, la apoteosis de la
vida: “no digo nada/ no explico/ no contesto/ no excusaré/ no espero/me
acuesto/ miro al cielo/ miro al espacio/ al aire/ al río que me nombra.”
A su vez, su dicción se encarna en el lenguaje y penetra en los sentidos y en el
espíritu, como cuando alude: “sobre el palmar tal alto/ se abre la roca del día/
caen las redes/ tras la noche/ prosigue la vertiente comunicando los nombres
del mundo/ que recomienza.” Igualmente, ardiente y mesurado, apunta a la
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razón y al alma en estrofas como estas: “una lluvia de azufre una bandera en
llamas, /cuando ella mira a lo lejos/ se disuelven las sombras y el crecimiento
llega”.
Dotado de un saber lírico libre de esquemas, dogmatismos o pedanterías,
Bayley consideraba –como muchos creadores hasta en la actualidad- que el
poema sirve para celebrar la existencia en contra de la muerte, cantar el
milagro de sentirse vivo aun en medio del dolor, las pérdidas o la soledad: “es
el momento mismo en que el amor/ brota un río verde en cada uno/ y nos
vuelve a otro sueño/ en otros corredores/ un cielo nuevo nos abre su puerta
lateral/ un pájaro un pulpo negro y blanco/ una arcilla un rayo un niño nos
recibe/ y el aire cambia y la tierra grita/ en nuestras bocas.”
Poseedor de un discurso transparente y al mismo tiempo reflexivo, sus
composiciones resultan acertadas y pulidas, aunque parezcan escritas al
conjuro de la libre expresión: “busco la marcha de cada letra/ la alegría de vivir
en el descuido de mi retorno.”
Es que el artista quiere encontrar en los actos cotidianos, la magia del día y
salir a buscar la verdad, que como reflejos de una luz trascendente, lo iluminen:
“ando por las calles desconociendo el mar excepcional/ me paro a conversar
con la larga mano de la llanura/ y sé de mí y del hondo kilómetro habitado”.
Pasiones
De esta manera se comprueba, que los versos se hilvanan ante la
contemplación de pequeños éxtasis, ante los susurros de la naturaleza, el
deambular de los hombres por aceras rápidas y la advertencia del reloj vital
marcando los límites: “me pregunto y es una pregunta inmoral / si servirá de
algo abrir esa puerta/ que da al patio a la tierra al viento/ a los pasos de la
gente/ me pregunto si servirá de algo escribir/ a estas horas de la noche/ en el
silencio de mi habitación con la puerta cerrada.”
Como si nunca se aprendiera a vivir, como si cada herida fuera nueva y cada
alegría algo por descubrir; el hacedor se sorprende del rostro proteico de la
realidad y ordena el caos circundante en contornos precisos: “hay palabras que
te seducen/ quieres salvar el estupor de tu horizonte aéreo/donde se sostiene
tu dispersa frescura/ el claro fondo de la estación hostil / el lienzo herido del
rechazo/ el tiempo/ bóveda franca/ empuje y árbol/ retina de su vuelo.”
No duran los momentos de plenitud y la eternidad es efímera en su magnífico
esplendor. No puede sostenerse el instante de la visión fulmínea del deseo, ni
permanecer demasiado en un conocimiento altivo: “y al desasirte/ al cuestionar
el mundo/ al apagar tu voz/ otra voz habrá nacido/ en forma innumerable/ en
otra senda/ tu día resurrecto/ tu pregunta al borde de las horas/ a la fuente
darán nuevo sentido”.
Perplejo, el celebrante considera que la realidad admite, tamiz de la
subjetividad mediante, la posibilidad de obtener sabiduría, experiencia y pasión,
vigilia y resurrección de los sentimientos, pureza y destrucción, olvido y
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remembranza: “los labios absortos /contradicen el móvil del día/ con el mismo
fuego/ hemos llegado y partido/ ningún camino podrá hacernos diferentes.”
También puede observarse que con un poderoso anhelo de comunicar su
espiritualidad, el escritor se ofrece a los demás, dibujando en sus
composiciones, las aristas de una interioridad ascética pero abierta a otros
espacios donde no hay muros ni paredes, y por donde circula un hálito de
esperanza puesta como un mensaje de cara al futuro social de la humanidad:
“para beber escucha/ para vivir también es necesario/ un rumor de cometas”…
“sólo unas palabras/ para recordar que estas no vanas palabras, son tus manos
que estrechan, latidos, señales anteriores a la torre de Babel”.
Antes de finalizar este breve análisis, quisiera remarcar asimismo que la
gravitación del amor se hace presente en los múltiples ámbitos convivenciales
que el poeta observa y que en frases limpias, como frutas frescas agradables al
paladar y a la garganta, permiten cantar y nombrar la cercanía de la mujer con
fino erotismo: “a cuanto hemos vivido/ los cuerpos oponen sus últimas páginas/
al pasar/ los hábitos de tu cuerpo se inclinan sobre mi boca/ y todas las
ventanas respiran cuando nacemos cada noche/ duramos en torno a nuestros
brazos/ comienzan las palabras a cada seducción de los cabellos/ nacemos en
la calle en el humo de las risas/ nuestro amor atraviesa las alas de los días
festivos”.
Luego de recorrer la obra de Edgar Bayley se comprueba así, que a través de
su vida, trascendiendo su quehacer laboral de empleado público, encauzó su
vocación literaria hasta lograr un arte poética desestructurada en lo formal pero
penetrante y sólida en su esencia: “he jugado he mirado es todo lo que tengo”;
“poesía, esperanza viril entre los hombres”.
Gracias a una estética inteligente su voz perdura como legado a las nuevas
generaciones, y su aliento nos renueva a intentar, con cautela, nuevos
horizontes de escritura: “no esperes nada/ sino la ruta del sol y de la pena/
nunca termina es infinita esta riqueza abandonada.”
Concluyendo, transcribo su pensamiento esclarecedor respecto del poeta y la
poesía, en ocasión de una visita a Córdoba poco antes de su fallecimiento: “El
poeta es ante todo, alguien que tiene la misión de no engañarse ni engañar a
los demás con falsas expectativas. Alguien cuyo cometido es velar para que el
verbo y la vida, el amor y la libertad no pierdan solvencia. Debe posibilitar que
el sueño, los hombres, las cosas, su condición y su acaecer individual, se
hagan presentes, con voz y autonomía en el poema, integrándose allí en una
estructura única y nueva. La poesía es un don, pleno goce de generosidad y
gentileza; un sortilegio, una merced, que a todos nos toca ganar y perder en
nuestra existencia y nuestra muerte.”

Alfredo Lemon
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El “solamor” de Cleofé
Por Mario Trecek

Ella no es “Teresita”. Es Teresa, “La Tere” y fue hasta que aquel hombre de
“brazos fuertes y barba oscura” la definió en ser la diosa romana Ceres,
vinculada más a la fecundidad, al verde, a la agricultura, al campo, a La
Palestina, Arroyo Cabral u Oliva, que a esa variante de “cristiana nueva”. No
tan santa, pero sí pródiga en milagros literarios.

Como varón no puedo saberlo con el cuerpo, pero si alguien lo escribe,


entiendo, que “todo el dolor que guarda el útero se sana en los hijos”. Pero
cómo se restaña ese dolor que no tiene la carne, sino lo insondable, la
impotencia de esa inefable situación de visitar a la madre en un geriátrico, y
ella diga “tengo un chico en la panza” y la embarazada tiene 79 años, María
Cleofé Boaglio. Luego se contradice cuando expresa “Madre es como una
pasión que no sirve para nada”.

Dice Svetlana Alexiévich en su libro “La guerra no tiene rostro de mujer”: En


la guerra, lo único personal es el amor. Lo demás es común, incluida la muerte.
Este pequeño-gran libro de María Teresa Andruetto (Caballo Negro Editora,
2017) es un acto de amor en medio de tanta carnicería, como en Palestina,
Siria, o esa madre, que confiesa haber estudiado abogacía para a-justiciar a los
narcos que hicieron de su hijo retrasado “comida para perros”. En medio de
esta jauría, un gesto de amor, un diálogo donde los frutos venenosos no nos
hacen perder el sentido de la vida. Que no somos animales con destino de
matarifes, colgados del gañote o patas para arriba, desangrando, con “balidos”
lastimosos de los sobrevivientes, que miran al chivo expiatorio, cristo, víctima
de tantos Pilatos.

El recurso de MTA, siempre es el lenguaje, en formato epistolar, esquelas,


narrativo, correo electrónico, como en “Lengua Madre” o “Los Manchados”
donde tanto la palabra escrita como las de la oralidad, serán la búsqueda de la
identidad. En el sur, en Tama, o en el “campo” de la Perla. Recuerdo en una
jornada literaria, estuvimos buscando ese “olivo” que revele su verdad de árbol,
y nos diga dónde están los cuerpos, sus nombres, sus tramas y con-textos. El
“campo” de la Perla, donde está ese atalaya, mirador, donde el águila se
parapetaba, para ser un ejecutor de rapiña. Como dice en su poema Lía
Villafañe: “Haber sido siempre un ojo ciego / y no el cómplice silencioso del
tormento”.

Me quiero detener en la hija que se casó con el enfardador de Campo Yucat,


y tuvo unas hijas, y la hija otras, es decir mujeres, Julias, Julietas, muchas
Martirios Linares, que perpetuaron su linaje, porque todas recibieron su
“moneda de sangre”. Aquí no hay ficción, puro y dolido vínculo, que busca una
sintaxis al cariño con “las palabras de siempre”: El amor, el amor. ¿Qué es el
amor?, Y otra pregunta, de igual dificultad “qué es la belleza y para qué sirve”.
Sería como interrogarse sobre la utilidad de este bello libro de poesía, que
duele, lastima, interpela. Con una sinceridad casi confesional, nos pone de
testigos de lo más íntimo y privado sobre Cleofé, una maestra, como la “rural”
53

de Luciano Lamberti, que “enseñaba a leer, y que no te lo olvidabas más” Pero


a la maestra se le van las cosas de la cabeza, pierde el hilo de la conversación.
A veces no da puntada sin tirón con una franqueza que genera estupor, y luego
hace un hilván, y después la falta de cordura le hace perder el surfilado para
que no escapen los hilos. Como el personajes de Lamberti, Félix Sun, profesor
de Hermenéutica que está alojado en una “casa de descanso” del Cerro de las
Rosas, busca a otra poeta del Yucat, Angélica Gólik, que leía en las tertulias
literarias de Villa María, y que le han perdido el rastro, como se pierde Cleofé
en los meandros, no de los talleres literarios, ni de los cursos de corte y
confección, sino en la casa, en la búsqueda del pan, en la faena de la prole, de
lavar la ropa, de la nonna, de la mamma y la figlia, de esa cosa textil, que
llamamos género.

Cleofé, María Teresa Andruetto, sigue con la zaga de esas mujeres que
hablan más, de más, que son rebeldes, mandonas, gritonas, apasionadas,
peleadoras, que hacen uso del lenguaje reconstruyendo afectos, identidad, y
sobre todo amor. “No quiero agua, ni plata, ni nada, quiero amor”. No soledad,
ni amor, no quiero “solamor”. Quiero amor.

Este libro es un “pellizco” para decirnos que no existe la senectud de las


palabras, sean españolas o gringas, siempre habrán de rescatarnos del
verdadero olvido, y que el alzhéimer, es una posibilidad degenerativa de las
células, de las cuales por suerte carece la poesía.

Mario Trecek
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La indígena de las pepitas


La leyenda de la indígena Mariana

¡Era un desierto! Cuyo (o Cuyum) era una vasta tierra de arenas. Entre
bocanadas y polvaredas agitadas por el bravísimo Zonda, asomaban -apenas- unas
chozas de piedra, barro y lejanía. Loros y catas vivían a pleno vuelo en el terruño.
Lagunas encadenadas conformaban un gran rosario acuoso. Por esas aguas
tranquilas, los huarpes se deslizaban en canoas trenzadas en totora. Ellos se
destacaban por su alfarería. Acariciando arcilla y agua, concebían cuencos y cántaros
asombrosos. Eran amos y señores, amta del paisaje beige y celeste. Vivían
pacíficamente en comunidades, protegidos por algarrobales y la buena de Hunuc
Huar, el primero y más grande de los Dioses.
Hacia el sur de la tribu, bajo el algarrobo más añoso del lugar -ese que
prodigaba sombra y sabiduría- merodeaba una huarpe alta, flaca y huesuda. Mariana,
la llamaban. Era hija, acasllahue del cacique Cautacalá.
Siempre -siempre- estaba acompañada de una bestia negra, cruza de perro y
lobo (más lo segundo que lo primero). La bestia impresionaba con sus enormes
colmillos y los pelos hirsutos negro-amenazantes. Tenía los ojos incandescentes
incrustados, y de esos ojos emanaba una mirada contenida pero feroz. Nadie conocía
el origen de semejante salvaje... ni su destino.
Mariana era una mujer intrigante, se posaba bajo la horqueta mayor y ahí,
sentada sobre sus glúteos y con las piernas entrecruzadas, contaba esas fábulas y
relatos que a veces asustaban a los niños. Con maestría narraba historias de
ancestros, y sus preferidas… mitos de dioses y demonios. En su boca -desde siempre-
la indígena Mariana sostenía un cigarrillo a medio encender, a medio apagar. Pocos
conocían el origen de tan singular hábito, pero esa era una marca indeleble en su vida.
Por todo el Cuyum, Mariana y sus menesteres ya eran una leyenda.
A los indígenas adultos, esos que no se conformaban con historias fantásticas,
les vendía pepitas. ¡Sí… pepitas de oro! Atraídos por esos brillos, un día llegaron unos
hombres a caballo, recubiertos de ambición y metal. Rápido querían hacerse de
algunas, de muchas, de todas las pepitas que existían y que pudieran existir. Una
maldita tarde, sin vacilación y sin desmontar, la agarraron de la frondosa cabellera
negra y boca abajo la arrastraron por la tierra seca. Entre espinas y desolación, sus
codos y sus rodillas comenzaron a sangrar. La sangre dejaba un reguero bermellón,
pero ellos no la soltaban. Cuando el cuero cabelludo estaba a punto de desprenderse,
se detuvieron y sin soltarle la melena, la interrogaron en una lengua desconocida, pero
los ademanes y las exclamaciones eran elocuentes.
Otro de los hombres, ató al perro al algarrobo y con la culata del mosquete
largo, de un golpe seco, le partió el hocico. El animal quedó desfallecido... mutilado.
Mariana miró a los hombres de metal, por los ojos desorbitados, y la vena del cuello a
punto de estallar, rápido comprendió todo. Sin embargo, no estaba dispuesta a ceder
el tesoro escondido por siglos. Era la fuente de la vida, el brillo del sol, el metal más
hermoso que alguien imaginara jamás. Y pensó que: Nadie entrega la historia y sus
secretos por una intimidación.
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Los hombres de caballo y metal también entendieron la negativa. Ahora sí, se


bajaron de sus cuadrúpedos negros y alazanes, y abofetearon con más fuerza a
Mariana. Fiel a su idiosincrasia, la indígena seguía serena. Ellos continuaron
golpeándola en el rostro y en la cabeza. De a poco, sus ojos y gemidos dejaron de
gemir. Quedó tiesa, ausente. Uno le hizo una seña a otro, y dio la orden de detener la
golpiza. En ese instante, acaso inconsciente, Mariana creyó ver a dos hombres que
venían en su defensa. Dos de los jóvenes más valientes de la tribu, corrían hacia ella,
o hacia el escenario feroz. Vio que los briosos huarpes venían con lanzas y
boleadoras. Desorientada y en la horizontalidad de su cuerpo, la abofeteada mujer
confundía los planos, dudaba si sus visiones eran quimera o realidad.
Los hombres de barba y pechera permanecían lúcidos y verticales. No
titubearon, y antes de que las boleadoras giraran por primera vez sobre las cabezas
de los jóvenes, ya habían disparado con los mosquetes cortos. Un plomo entró por el
ojo izquierdo del más corpulento huarpe y el esternón del otro quedó ahuecado. Antes
del enfrentamiento, los dos valientes cayeron sin atenuantes. Una vez más la pólvora
mostraba su poder implacable. Mariana cerró los ojos, como si cerrara la última
esperanza, como si se dejara ir… Los jinetes de metal, con olor a pólvora y muerte, se
alejaron.
Pasaron unas lunas -nadie sabe cuántas-, Mariana y su perro-lobo, de a poco,
se recompusieron. Los ungüentos y brebajes sagrados de los curanderos dieron sus
frutos. Una noche, igual que antes de aquella fatídica jornada, Mariana fue a buscar
más pepitas. Fue camino al sur, al pocito de la veta secreta, donde se escondían las
mil y una pepitas.
Esa noche, un espíritu distinto merodeaba el lugar. El perro-lobo, su fiel
compañía, se movía y ladraba inquieto, como presagiando... Cada tanto, los dos
oteaban, pero la cerrazón de la noche no dejaba ver más allá de las manos.
Prosiguieron juntos hasta llegar al mágico y recóndito lugar, ese por el que casi dejan
la vida. Pero los hombres insaciables, habían seguido sus pasos. Guiados por la brasa
del cigarrillo, la habían alcanzado en el umbral de la gruta y su veta. Sanguinarios, se
abalanzaron sobre ella y lo que creyeron su cigarro. Pero esa brasa roja
incandescente eran los ojos del compañero lobo de Mariana. En medio de la
oscuridad, el animal atacó enceguecido, hincó sus colmillos en la yugular del que se
encontraba más inmediato; con toda la fuerza de los maxilares, abrió el rostro del más
agitado; y clavó las garras en la ingle del único que quedaba con vida. Todo sucedió
en un santiamén. Los forasteros no alcanzaron a reaccionar, la noche no dejó ver al
lobo negro, trasfigurado en lobizón, que atacaba como una jauría de salvajes
enfurecidos. En el enredo del combate oscuro y virulento, Mariana tampoco distinguía
lo ocurrido. La noche tapó la sangre... y el tiempo, los cuerpos. Al final… Mariana rio
salvaje, burlona y victoriosa.
Nunca más se la vio, pero desde entonces, a esa zona, situada al sur de la
Ciudad, y al sur de Rawson se la llama: Pocito. Y quien osa merodear por las
cercanías en busca de pepitas, escucha la risa salvaje, burlona y amenazante de
Mariana.

Alvaro Olmedo
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EMOCIONES

Estaba triste. Saber que ella lloraba o que se sumía en la desesperación, era
igual que sentir corroer su corazón. Él debía evitar ese dolor, pero no podía
hacerlo. La única opción era dejar fluir. Solo estaba permitido un tímido
consuelo.
No era mejor cuando ella recibía halagos o era seducida por algunos de esos
personajes que la rodeaban. Una charla cómplice con alguno de ellos,
generaba celos imposibles de soportar en una situación normal. No era éste el
caso, no podía celarla, ese sentimiento no le estaba permitido. Sería una
actitud egoísta de su parte. Celarla era impedir que ella pudiera transitar su
historia, condenarla a la soledad.
No podía tocarla, pero sentía su piel. Conocía el sabor de sus labios, aunque
nunca tuvo contacto con ellos. No conocía mejor momento que cuando ella,
brazos extendidos, rodeaba su cuello, y él tomándola de la cintura, recibía de
lleno su sonrisa. Pero solo sucedía en su imaginación.
Que terrible sensación era ésta. Tanta ansiedad contenida que debía refrenar
para que no se malogre el final. Definitivamente, el escritor estaba enamorado
de su protagonista.

Luis Héctor Gerbaldo


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El bailarín oculto

Desciendo hacia el río que circunda la ciudad, bajo el sol del domingo, una
fiesta dorada. El declive pedregoso me obliga a refrenar el paso.
Un hombre gordo me precede. Hasta que el suelo se remansa, da saltitos
grotescos de patinador sobre adoquines. El bolso de apariencia deportiva que
se bambolea en su espalda me resulta enigmático.
Ajeno a mí, camina resueltamente hacia la ribera en que se agolpan sauces
copiosos.
El gordito se interna entre los árboles y avanza paralelo a la corriente. Pienso
que sabe de un lugar más profundo para zambullirse, desbandando las aguas.
Lo sigo. Sus pisadas se alegran, se aligeran como si fuera a remontarse, hasta
que llega a un claro circular.
Ocupa entonces el centro de esa pista verde y mullida y saca del bolso unas
zapatillas que se calza con decisión de maratonista. Como respondiendo a una
música secreta, empieza a desgranar unos movimientos de danza
increíblemente ágiles. Sus piernas son flexibles como las de un bailarín de
ballet. Sus manos por momentos aletean, como si pudieran prescindir del
cuerpo para adueñarse del aire. La cara mofletuda y rojiza trasunta un éxtasis
etéreo.
Entusiasmado, piso una rama. El danzarín aéreo gira hacia donde estoy y me
escabullo detrás de un tronco. Cuando vuelvo a espiar, el claro está vacío.
Alzo los ojos, interrogante. Me ciega el resplandor y creo percibir, entre la
bruma de la luz, una figura que se eleva danzando, acribillada por la claridad.
Una figura rolliza que se torna traslúcida, se empequeñece, se diluye como un
globo en el azul.

Osvaldo Guevara
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Tres anuncios por un crimen: La fuerza hecha cine.


**** MUY BUENA
“Tres anuncios por un crimen” es una de esas películas que no pueden
pasar desapercibidas porque tiene una cualidad incontestable: su fuerza. Y así
es en relación a cada uno de los aspectos que la componen. No por nada la
cinta ha sido galardonada con cuatro premios Globo de Oro en enero pasado y
obtuvo siete nominaciones para la próxima entrega de los premios Oscar.
Martin McDonagh produce, dirige y escribe esta película que nos pone en
escena a Mildred Hayes, una madre aguerrida que es impecablemente
interpretada por Frances McDormand (Fargo, 1996). Mildred perdió a su hija
adolescente tras ser violada y asesinada. Su muerte aún no ha sido esclarecida
pero ella está dispuesta a llegar a la verdad sin importar las consecuencias.
Para ello contrata tres espacios publicitarios colocados al costado de una
olvidada ruta, los cuales dicen: “Violada mientras moría”, “¿Todavía ninguna
detención?” y “¿Cómo es posible, jefe Willoughby?”. Los anuncios rompen con
la tranquilidad y pasividad del pequeño pueblo donde transcurre la historia
desencadenando una serie de sucesos y reacciones impredecibles.
Algo que merece ser destacado es el gran elenco que el director logró
reunir. La película en gran parte funciona gracias a la fuerza actoral. Frances
McDormand brilla en cada escena interpretando a una madre destrozada por
dentro pero con odio por fuera. Sus expresiones faciales, sus actitudes y sus
diálogos hacen de Mildred un personaje complejo, muy bien trabajado y con
multiplicidad de matices que la actriz sabe muy bien pincelar. Woody Harrelson
quien interpreta al comisario del pueblo a cargo de la investigación del
homicidio de la hija de la protagonista, realiza un trabajo impecable al mostrar
su dureza en lo laboral y su dulzura en lo familiar, en medio de un delicado
estado de salud. Sam Rockwell, dando vida a un policía racista, violento y con
problemas de alcohol, lleva a cabo una interpretación maravillosa, teniendo la
responsabilidad de orientar su personaje a la redención. Cada personaje
cuenta con el espacio y tiempo suficiente para desarrollarse y eso es mérito del
guion que multiplica las ocasiones para que eso sea posible.
El libreto nos propone un drama con toque de comedia negra,
condimentada con sarcasmo y con momentos crudos y emotivos: un western
moderno que se luce. Tiene todos los elementos para que la historia fluya sin
que el espectador pierda ni por un momento su atención gracias a su original
dinamismo. Es tal el despliegue de eventos que no da respiro, y esto lo
menciono como un aspecto positivo de la película. Martin McDonagh es
consciente del potencial que el guion tiene y lo ejecuta, desde su lugar de
director, a la perfección. Martin está al servicio de la historia y, por ende, de los
personajes.
Candidata para los Oscar en las categorías de Mejor Película, Mejor
Actriz, Mejor Actor de Reparto, Mejor Guion Original, Mejor Banda Sonora y
Mejor Montaje, sin lugar a dudas estamos frente a una de las cintas
protagonistas de esa noche de premiación. En mi opinión, sería una digna
ganadora.
En resumen, “Tres anuncios…” es una de esas películas que no pueden
dejar de verse y que conmueven, divierten y enfurecen. Fuerza y cine se unen
para darnos una propuesta que merecen ser apreciada.

Leonardo Arce
59

“Capitán Beto” – Dibujo de Ciruelo


60

Jorge Luis Carranza - Lily Chavez


Guillermina Delupi - Nicolas Jozami
Claudia Tejeda - Daniel Montes de Oca
Mónica Ferrero - Gabriel Marco
Ana Paulinelli - Martín Pinus
Rafael Roldán Auzqui
Cristina Ramb - Carlos Salinas
Eduardo Alberto Planas - Javier Almeida
Roberto Hugo Esposto - Adrián Valan
Jorge Torres Roggero
Alicia Loza - Molly Bic
Alfredo Gómez Alonso
Sergio Pravaz - Osvaldo Guevara
Cesary Novek - Alfredo Lemon
Mario Trecek - Alvaro Olmedo
Luis Héctor Gerbaldo - Leonardo Arce

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