La escuela no existió desde siempre, es una institución reciente
cuyas bases administrativas y legislativas cuentan con poco más de un siglo de existencia. Por ello es necesario determinar sus condiciones históricas en el interior de nuestra formación social, desnaturalizarla. Esta institución que ocupa el tiempo y pretende inmovilizar en el espacio a todos los niños, es una maquinaria de gobierno que forma parte de un programa político de dominación, poderío y afianzamiento de las clases sociales altas. A partir de prácticas y acciones, la familia y la iglesia constituyen psicobiológicamente la infancia, etapa esencial de la vida conferida por la maleabilidad y debilidad características, que justifican la rudeza para su civilización. Así el aislamiento se convierte en un dispositivo que contribuye a la constitución de la infancia a la vez que el propio concepto de infancia quedará asociado de forma casi natural a la demarcación espacio-temporal. Al niño se lo mantiene separado en una especie de cuarentena, en un espacio de encierro, con su dureza, el rigor de los castigos, un sometimiento a las órdenes, una vigilancia y cuidado continuo y minucioso. En este espacio de domesticación, se ve claramente el Panóptico de Benthan, donde el niño esta ubicado en una celda, separado de sus pares por “paredes” que vendrían a ser la rivalidad en las notas, la competitividad, las comparaciones, incluso el pupitre, cuyo objetivo supone una distancia física y simbólica, una máxima individualización. La educación quiere lograr constituir un sujeto de conocimiento, pero también de un sujeto moral. Ahí surge la psicología escolar, esa ciencia que se encargará de fabricar el mapa de la mente infantil para asegurar de forma definitiva la conquista de la infancia. La relación maestro-alumno es una relación social, de carácter desigual, y avaluada por el estatuto de verdad, propiedad especial del maestro. El maestro al sentirse superior a las masas ignorantes no admitirá sus formas de vida familiar, higiénica, ni, por supuesto, educativa. Esta violencia, que no es exclusivamente simbólica, se asienta en un pretendido derecho: el derecho de todos a la educación. La finalidad de la protección y cuidados infantiles es netamente comercial. Se prevé el potencial del niño, su futuro desempeño en una sociedad capitalista. Se lo educa para obtener de el lo mejor, “exprimir su jugo”. Seguimos en un mundo cosificador… Todos somos herramientas de este sistema. Es parecido a lo que pasa en el mundo de algunos insectos como las abejas y las hormigas: desde que nacemos se nos inserta en una sociedad ya establecida, con sus parámetros, se nos asigna, por así decirlo, una especialidad según sea la necesidad del momento, y si no damos la “talla”, somos excluidos de una manera o se nos trata de anormales o locos. Entonces, cada niño que nace y es educado de esta manera ¿se lo puede considerar como una mera inversión? ¿Dónde queda la novedad, el concepto del “ser único, libre e irrepetible”?
Por otro lado, “la sanción jurídico-política del secuestro escolar
de la infancia” da la idea de que la escolarización es un raptor, un secuestrador violento y cruel de la infancia, de esa inocencia de ser niño. La inmoviliza, la ata a una conducta de estricta obediencia y silencio. ¿Cuál es la recompensa? ¿Será que no nos atrevemos a pagarla, que no podemos? ¿Será que nunca fuimos rescatados, y que solo nos resignamos a vivir “atados”, estereotipados y programados para determinadas funciones de perpetuación de especie? Todas las medidas destinadas al control de las clases populares (construcción de casas baratas para obreros, reglamentación del trabajo de mujeres y niños, fundación de casas cunas, asilos, consultorios de puericultura, etc.) tienen por finalidad tutelar al obrero, moralizarle, convertirlo en un honrado productor, impidiendo que la lucha social se desborde poniendo en peligro la estabilidad política. La educación del niño obrero tiene como objetivo principal enseñarle a ser obediente y sumiso a través del aislamiento, el silencio y la figura superior del maestro, ya que para estos niños, esta institución no tiene prácticamente ninguna conexión con su entorno familiar y social. Se intenta domesticarlo, inculcarle el hábito del ahorro y la previsión. Por lo tanto, cuando crece llega a ser un hombre de trabajo enajenado. El producto del trabajo es trabajo hecho objeto físico, el trabajo mismo se vuelve objeto, que solo puede adquirir mediante el mayor esfuerzo. De esa manera, mientras más produce, más se gasta y mas pobre se vuelve su vida interior, mientras que más poderoso se vuelve el mundo de los objetos que crea. Su vida ya no le pertenece a él, sino al objeto. El producto de su trabajo tampoco le pertenece, el dueño de sus logros laborales es el capitalista. El trabajador no se realiza en su trabajo, le es algo impuesto, algo que existe independientemente, fuera de sí mismo y ajeno a él; no satisface una necesidad con el trabajo, sino que es el medio por el que satisface sus necesidades. Así, el hombre llega a reducirse a sus funciones animales. Deja de ser un ser genérico, con conciencia no solo de sí mismo como individuo sino de la especie humana, para ser ahora un ser que no distingue a la actividad de sí mismo, que haga de su actividad vital, solo un medio para su existencia. La conciencia se transforma mediante la enajenación de modo que la vida de la especie se convierte solo en un medio para él.