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Joseph y Daniel Nugent (compiladores). Colección Problemas de México, Ediciones Era. 2002.
Edición original: Everyday forms of State formation. Revolution and the negotiation of rule in modern Mexico, Durham,
N.V.: Duke University Press, 1994.
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como un reto para su estudio de la formación del estado inglés
(Thompson [ 19(55] 1978a). En vez de situar “la” revolución en una
rebelión específica a mediados del siglo xv¡j, Thompson escribió
sobre una larga y detallada historia de construcción del estado y
transformación capitalista, y desafió a los marxistes a abandonar es
quemas históricos y políticos prefabricados y explorar la formación
histórica de las distintas civilizaciones capitalistas. Para Thompson,
la imagen de un “gran arco” es tanto arquitectónica (una alta y só
lida estructura de ladrillos) como temporal (un arco de tiempo du
rante el cual se construye la estructura y a lo largo del cual toma su
forma y dimensiones). Ambos sentidos importan para Corrigan y
Sayer: para escribir la historia de la revolución burguesa en In
glaterra es necesario ocuparse de un gran arco que abarca nueve
siglos.
Prosiguiendo con el intento de relacionar bus obras de Scolt y de
Corrigan y Sayer en nuestra interpretación de la formación del es
tado y la cultura popular de México, consideremos una tercera me
táfora thompsoniana: el “campo de fuerza”. Thompson propone
esta imagen en el ensayo “La sociedad inglesa del siglo XVTU: ducha
de clases sin clases?” (1978b), en el que aborda específicamente el
problema de la cultura popular dentro de relaciones de domina
ción, y afirma: “Lo que debe preocuparnos es la polarización de
intereses antagónicos y la correspondiente dialéctica de cultura”
(ibid.:150). Al describir un campo de fuerza, ofrece una imagen su-
gcrente,
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una popular o plebeya, Thompson sugiere que su “coherencia se
debe menos a una estructura eognitiva inherente que al peculiar
campo de fuerza y las oposiciones sociológicas propias de la socie
dad del siglo xvill; para ser contundente, los discretos y fragmenta
dos elementos de antiguos modelos de pensamiento pasan a inte
grarse por clase” (ibitLT.r>6).
Esta metáfora conlleva algunos problemas obvios pet o importan
tes. Primero, el campo magnético es bipolar, y la mayoría de las si
tuaciones sociales con las que estamos familiarizados son infinita
mente más complejas, con múltiples instancias de dominación o
múltiples formas y elementos de la experiencia popular. Debido a
que el campo es bipolar, los diseños que trazan las limaduras de
hierro son simétricos, de una manera -otra vez- en que “lo domi
nante” y :‘lo popular” nunca pueden serlo. Finalmente, la imagen
es estática, pues las nuevas limaduras se acomodan rápida y fácil
mente dentro de un diseño y un campo de fuerza preexistentes, sin
alterar necesariamente el diseño y sin ningún efecto sobre el cam
po mismo. Cada uno de estos problemas está relacionado con una
u otra de las potencias de la metáfora: la imagen llama nuestra
atención hacia un campo de tensión y fuerza más vasto, hacia la im
portancia de colocar elementos de “lo dominante” o “lo popular”
deriLro de ese campo, pero su claridad misma se convierte en un
problema cuando pasamos de un modelo bidimensionai al mundo
muhidimensiona! de lo social, lo político y lo cultural.
Pasemos, entonces, a ese mundo inuhidimensional, e intente
mos comprender los campos de fuerza sociales en términos más
complejos y procesuales. ¿Existen conceptos adicionales o relacio
nados que puedan servir como guías su ge rentes? Un concepto que
aparece en muchos ensayos de este volumen es la idea gramsciana
de hegemonía. Es interesante que, dado el intento de los compilado
res de confrontar las obras de Scott y de Corrigan y Saver, ninguno
de esos autores sea especialmente favorable hacia ese concepto.
Scott, en particular, ha enunciado las críticas más vigorosas, espe
cialmente en Weapons afilie Weak (1985) y Los dominados y el arte de la
resistencia (2000). Desafiando a aquellos teóricos que entienden la
hegemonía como “consenso ideológico”, Scott. subraya la falta de
consenso en situaciones sociales de dominación. Eos dominados
saben que son dominados, saben cómo y por quiénes; lejos de con
sentir esa dominación, dan inicio a todo tipo de sutiles modos de
soportarla, hablar de ella, resistir, socavar y confrontar los mundos
desiguales y cargados de poder en que viven. Corrigan y Sayer tam
poco aceptan la noción de “consenso ideológico”, pero en tocan su
crítica desde el otro polo del campo de fuerza. Desde su punto de
vista, el poder' del estado descansa no tanto en el consenso de sus
dominados, sino en las formas y órganos normativos y coercitivos
del estado, que definen y crean ciertos tipos de sujetos e identida
des mientras niegan y excluyen otros. Además, el estado lo logra no
sólo a través de su policía y sus ejércitos, sino a través de sus funcio
narios y sus rutinas, sus procedimientos y formularios de impuestos,
licencias y registros.
Éstas son dos criticas muy fuertes, de las que la idea de “consenso
ideológico” no se puede recuperar fácilmente. Sin embargo, Grarn-
sci y su uso de la idea de hegemonía no se agotan con el concepto
de consenso que se han apropiado algunos politólogos y que es cri
ticado (vigorosa y correctamente) por Scolt, Corrigan y Sayer. En
primer lugar, Gramsci comprendió y subrayó, de manera más clara
que sus intérpretes, la compleja unidad entre coerción y consenso
en situaciones de dominación. Gramsci empleaba el de hegemonía
como un concepto más material y político que sus acepciones actua
les. En segundo lugar, Gramsci comprendía bien la fragilidad de la
hegemonía. De hecho, una de las secciones más interesantes de Se-
lections jrom IhePrison Notebooks ([1929-35] 1971)* es la de sus “Xotas
sobre historia italiana”, un análisis e interpretación del fracaso de
la burguesía piamontcsa para formar una nación-estado, su fracaso
para formar un bloque que pudiera gobernar mediante la fuerza y
el consenso.
Volvamos al campo de fuerza e indaguemos si un concepto de
hegemonía más material, político y problemático nos ayuda a com
prender las complejas y dinámicas relaciones entre lo dominante y
lo popular, o entre la formación del estado y las formas cotidianas
de acción. Exploremos la hegemonía no como una formación ideo
lógica acabada y monolítica, sino como un proceso político de do
minación y lucha problemático y debatido.
Gramsci comienza sus notas sobre la historia italiana con algu
nas observaciones concernientes a la historia (y al estudio de la his
toria) de las clases “dirigentes” y “subalternas”. “La unidad histórica
de las clases dirigentes”, escribe,
* Véase Antonio Gramsr.i, Cuadernos dr la cárcel, tomo 6, Era, México, ¡¿(>01, pp.
lKSLss [E.].
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ocurre en el Estado, y la historia de aquéllas es esencialmente la
historia de los Estados y de los grupos de Estados. Pero no hay
que creer que tal unidad sea puramente jurídica y política, si
bien también esta forma de unidad tiene su importancia y no so
lamente formal: la unidad histórica fundamental, por su concre
ción, es el resultado de las relaciones orgánicas entre Estado o
sociedad política y “sociedad civil”.*
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un problema político y cultural. A lo largo de sus análisis, Gramsci
hace hincapié en lo plural, en clases y grupos.
Segundo, aunque el pasaje parece implicar que la unidad de las
clases dirigentes no es problemática gracias a su control del estado,
después Gramsci procede cu sus “Notas" a examina]' el fracaso de
la burguesía piamontesa para unirse con otros grupos dominantes
con base regional o para forjar un bloque gobernante unificado
que pudiera controlar (crear) un estado. Está señalando, entonces,
una relación problemática. La unidad requiere e 1 control del estado
(“por definición”, las clases subalternas no están unificadas porque
no son el estado), pero el control del estado por las clases gober
nantes no se presupone. Ese control es al mismo tiempo jurídico y
político (como entenderíamos ordinariamente “la historia de los
Estados y de los grupos de Estados”), y moral y cultural (cuando
consideramos las complejas tensiones entre grupos dirigentes y en
tre grupos dirigentes y grupos subalternos en las relaciones entre
estado y sociedad civil). Todo estudio de la formación del estado
debería, según esta formulación, ser también un estudio de la revo
lución cultural (véase Corrigan y Sayer 1985).
Tercero, si presentamos la historia de los grupos dirigentes y de
los estados y los grupos de estados corno una historia problemática,
será necesario considerar una serie de preguntas como las plantea
das por Gramsci acerca de las clases subalternas. Es decir, necesita
remos considerar su formación “objetiva" en la esfera económica
-los movimientos, cambios y transformaciones en la producción y
la distribución, y su distribución social y demográfica en el espacio
y el tiempo. Necesitamos estudiar también (no entonces) sus relacio
nes sociales y culturales con otros grupos -otros grupos “dirigentes”
dentro y más allá de la región o esfera de influencia; grupos subal
ternos dentro y más allá de su región, ¿Qué asociaciones u orga
nizaciones de parentesco, etnicidad, religión, región o nación los
unen o los dividen? Necesitamos investigar también (no entonces)
sus asociaciones y organizaciones políticas y las instituciones, leyes,
rutinas y reglas políticas que enfrentan, crean e intentan controlar.
Cuando consideramos esas cuestiones, la complejidad del campo
de fuerza se aclara. Además de la diferenciación sectorial entre las
distintas fracciones de clase, basadas en papeles y posiciones dife
rentes dentro de los procesos de acumulación, Gramsci llama nues
tra atención sobre la diferenciación espacial, el disparejo y desigual
desarrollo de poderes sociales en espacios regionales. Su examen
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de la fallida formación del estado v la fallida hegemonía en la pe
nínsula italiana comienza con las diiicultades impuestas por los
campos de fuerza regionalnieiue distintos.
(atarlo, necesitamos plantearnos las mismas preguntas acerca de
las clases subalternas, en sus relaciones con ios grupos e institucio
nes políticas dominantes.
Quinto, es importante señalar que Gramsci no supone que los
grupos subalternos están capturados o inmovilizados por una espe
cie de consenso ideológico. En un momento dado plantea la cues
tión de sus orígenes “en grupos sociales preexistentes, de los que
conservan durante cierto tiempo la mentalidad, la ideología y los
fines”, y también considera la posibilidad de “su adhesión activa o
pasiva a las formaciones políticas dominantes”; pero la observación
de Gramsci no es en ningún caso estática o definitiva. Más bien, esa
adhesión activa o pasiva y la conservación de mentalidades se sitúan
dentro de una gama dinámica de acciones, posiciones y posibilida
des, que incluye la formación de nuevas organizaciones e institucio
nes, el planteamiento de exigencias, la afirmación de la autonomía.
Esa gama es comprensible solamente en términos de 1) un campo
de fuerza que vincula a dirigentes y subalternos en “las relaciones
orgánicas entre Estado o sociedad política y ‘sociedad civil’”, y 2)
un proceso hegemónico (véanse Mallon, en este volumen, y Rose-
berry y O ’Brien 1991). Los criterios y las preguntas de Gramsci im
plican claramente una dimensión temporal sin conducir necesaria
mente a una teleología.
Sexto, las relaciones entre los grupos gobernantes y los subalter
nos se caracterizan por la disputa, la lucha y la discusión. Lejos de
dar por sentado que el grupo subalterno acepta pasivamente .su
destino, Gramsci prevé con claridad una población subalterna mu
cho más activa y capaz, de enfrentamiento que la que muchos de los
intérpretes de Gramsci han supuesto. No obstante, sitúa la acción y
la confrontación dentro de las formaciones, instituciones y organi
zaciones del estado y de la sociedad civil en las que viven las pobla
ciones subordinadas. Los grupos y clases subalternos llevan consigo
“la mentalidad, la ideología y los fines” de grupos sociales preexis
tentes; en sus demandas se “afilian” a organizaciones políticas pree
xistentes; crean nuevas organizaciones dentro de un “marco” social
y político preexistente, etcétera. Así, aunque Gramsci no considera
a los subalternos como engañados y pasivos cautivos del estado,
tampoco considera sus actividades y organizaciones como expresio-
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nos autónomas do la cultura y la polfrica subalternas. Al igual que la
cultura plebeya de la Inglaterra del siglo xvm, esos grupos subalter
nos existen dentro del campo de fuerza v son moldeados por éste.
Esa es la manera en que opera la hegemonía. Propongo que uti
licemos ese concepto no pat a entender el consenso sino para en
tender la lucha; las maneras en que el propio proceso de domina
ción moldea las palabras, las imágenes, los símbolos, Jas formas, las
organizaciones, las instituciones y los movimientos utilizados por
las poblaciones subalternas para hablar de la dominación, confron
tarla, entenderla, acomodarse o resistir a ella, Lo que la hegemonía
construye no es, entonces, tina ideología compartida, sino un mar
co común material y .significativo para vivir a través de los órdenes
sociales caracterizados por la dominación, hablar de ellos y actuar
sobre ellos.
Ese marco común material y significativo es, en parte, discursivo:
un lenguaje común o manera de hablar sobre las relaciones socia
les que establece los términos centrales en torno de los cuales (y en
los cuales) pueden tener lugar la controversia y ia ludia. Conside
remos, por ejemplo, el examen que hacen Daniel Nugenl y Ana
Alonso en su capítulo en este volumen de la negativa de los nami-
quipeños a que se les dotara un ejido porque la institución del
ejido implicaba cierto conjunto de relaciones subordinadas con el
estado central, y negaba un conjunto anterior de relaciones entre
ellos y el estado central y entre ellos y la tierra. Consideremos asi
mismo el conflicto que Te n i Koreck analiza en un ensayo reciente
acerca de los nombres de la comunidad donde realizó su trabajo
(1991). Cada nombre -Cuchillo Parado, Veinticinco de Marzo y
Nuestra Señora de las Begonias- expresa diferentes intereses e his
torias, diferentes visiones de la comunidad y de la nación. El estado
se arroga el poder de dar nombre, de crear e imprimir mapas con
marbetes sancionados por el estado. Los residentes de la comuni
dad pueden reconocer ese derecho pero rechazar ese nombre entre
ellos. En ambos casos, los pobladores resisten ante palabras; pero las
palabras señalan y expresan relaciones y poderes materiales socia
les, económicos y políticos. La lucha y la resistencia están relaciona
das con esos poderes (los namiquipeños rechazan un cierto tipo de
relación con el estado en lo que toca a su acceso a la tierra). El esta
do puede imponer ciertas palabras -para afirmar,* para nombrar,
* Slak [T.l.
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para etiquetar. El estarlo no puede (necesariamente) obligar a los
pobladores a aceptar o utilizar esos nombres. Eos namiquipeños re
chazan el marbete ejido y con ello invocan una historia anterior de
orgullosa autonomía. Los pobladores de los que habla Koreck si
guen refiriéndose a Cuchillo Parado y con ello tratan de rechazar
cierto tipo de relación con el estado. Desde el punto de vista de
James Scott, ambos emplean un “discurso oculto” con el cual ha
blan acerca de su dominación. Per o los discursos públicos y ocultos
están íntimamente entrelazados. Existen dentro de ttn marco dis
cursivo común que le da sentido tanto a Cuchillo Parado como a
Veinticinco de Marzo.
Es claro que algunas palabras e instituciones impuestas conlle
van más poder, y una disputa sobre ellas amenaza más significativa
mente que otras al orden dominante. Podemos suponer, por ejem
plo, que el rechazo de una comunidad a la institución central del
nuevo orden agrario estatal es un desafío mayor que seguir usando
el nombre de Cuchillo Parado. Podemos imaginar que ni el estado
central ni el estado local tendrán mayor razón para preocuparse
por la manera en que los pobladores decidan llamarse, mientras
“Veinticinco de Marzo” sea el nombre asentado de manera unifór
me en los registros y relaciones estatales, y mientras los mapas ubi
quen con “exactitud” el pueblo en relación con otros en un espacio
configurado de manera homogénea. No obstante, en la medida en
que los diferentes nombres evocan diferentes historias (como ocu
rre en este caso), pueden surgir puntos de conflicto e impug
nación.
Sin embargo, ni los pobladores de Namiquipa ni los de Cuchillo
Parado han elegido de manera autónoma la cuestión particular por
la cual habrán de luchar; tanto ésta como el debate sobre los nom
bres y las formas institucionales fueron resultado de los proyectos
del estado homogeneizante, Y para el caso, “el estado” tampoco eli
gió ese terreno particular de disputa. Nugent y Alonso captan con
precisión la sorpresa de los representantes de la Comisión Nacional
Agraria ante la negativa de los namiquipeños al generoso ofreci
miento del estado de dotarlos de tierra y protección. Los puntos en
disputa, las “palabras” -y toda la historia material de poderes, fuer
zas y contradicciones que las palabras expresan de manera insu
ficiente- por las que un estado centralizador y un poblado local
pueden pelear están determinadas por el proceso hegemónico
mismo. Una vez que surgen, independientemente de la intención
de los funcionarios estatales o los habitantes del pueblo que las
usan primero, puede parecer que cuestionan la estructura de domi
nación entera. Por ejemplo, Nugenty Alonso analizan provechosa
mente las intenciones aparentes de los agraristas en la ciudad de
México en la década de los veinte.
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sociales diferenciales en Namiquipa, y hacia "‘afuera”, para la e x p lo
ración de los espacios políticos regionales y centrales- conforme
traza el mapa de las estructuras y ios procesos de dominación super
puestos. En síntesis, puede tomar un objeto contencioso particu
lar o un punto de falla en el establecimiento de un marco discursivo
común, para examinar cada tuto de los niveles que señala Florencia
Mallon en su modelo de procesos hcgcinónicos.
CoricepLuaiizar tales procesos en términos de la necesidad de
construir un marco discursivo común nos permite examinar tanto
el pode]- como la i rugí liciad de un orden de dominación particular.
Consideremos primero el poder. “Los estados”, sostienen Corrigan
y Saver,
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mún se rompe: allí, por ejemplo, donde las celebraciones naciona
les son vistas con indiferencia y las fechas o lugares significativos a
nivel local (el aniversario de un héroe local, el lugar de mi entierro
o de una batalla, los límites de una antigua concesión de tierras)
son señalados o venerados; allí donde, en otras palabras, el lengua
je y los preceptos del liberalismo adquieren acentos regionales.
Sin embargo, sería erróneo ubicar esos puntos de ruptura -o la
problemática relación entre el estado hablador y el auditorio dis
traído- en un simple modelo de poder que propone una oposición
entre “lo dominante” y “lo subordinado”, o “el estado” y “lo popu
lar”. K1 campo de fuerza se vuelve mucho más complejo a medida
que las leyes, preceptos, programas y procedimientos del estado
central son aplicados en regiones particulares, cada una de las cua
les se caracteriza por diversos patrones de desigualdad y domina
ción, que a su vez son los productos sociales, cuyas configuraciones
son únicas, de procesos históricos que incluyen relaciones y tensio
nes previas entre centro y localidad.
Así, el mérito particular de esta manera de entender el proceso
hegemónico es que sirve para dibujar un mapa más complejo de un
campo de fuerza. Al concentrar la atención en los puntos de ruptu
ra, es decir, en aquellas áreas donde no puede lograrse un marco
discursivo común, sirve como punto de entrada en el análisis de
un proceso de dominación que da forma tanto al “estado” como a
la “cultura popular”. Ese es también -vale decirlo- el mérito par
ticular de los ensayos de este libro. Al tratar de vincular la cultura
popular con la formación del estado, estos ensayos desafían las no
ciones aceptadas en ambos campos. En estos ensayos, la cultura po
pular no es un depósito intemporal de los valores igualitarios tradi
cionales y auténticos, y el estado no es una máquina de fabricar
consensos. Vinculando a la cultura popular y el estado, y dándolos
forma, hay un campo de fuerza multidimcnsional y dinámico.
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