Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Las causas de la hostilidad de los paganos a la religión cristiana hay que buscarlas en el
mismo cristianismo. La causa principal es la pretensión absoluta con que aparece la religión
cristiana desde sus inicios: no hay más Dios que el Señor. Una fe que se entendía a sí misma
de ese modo, no podía ser tolerante respecto a ningún otro culto religioso y por esto se verá
enfrentada por principio con la religión estatal romana. Así aparecía por primera vez en el
Imperio un movimiento religioso que no consideraba a su Dios como un dios particular (salvo el
judaísmo), sino como el único y verdadero Dios y salvador del mundo, cuyo culto no admitía el
sincretismo con otros cultos.
Los cristianos en su vida diaria eran consecuentes con su fe y por esto se les consideraba
“cerrados y sectarios”. La hostilidad contra los cristianos era alimentada por la animadversión
del judaísmo de la diáspora, que no perdonaba a los judeocristianos su apostasía de la fe de sus
padres.
El aislamiento de los cristianos respecto a su entorno pagano, fomentaba los rumores que
hablaban de sospechosas reuniones nocturnas y a puertas cerradas. Todo esto iba generando en el
vulgo la idea de una religión que se ocultaba de la luz del día, como los malhechores. Es posible
que los mismos cristianos no se dieran cuenta de la imagen que irradiaban en sus vecinos
paganos. De ahí la condena de los autores cristianos del sin sentido e injusticia de las
persecuciones paganas.
Tomando en cuenta que el relato que tenemos de las persecuciones es de autores
cristianos, hemos de tener presente que no podemos considerar sin más a cada Emperador o
gobernador provincial romano que persiguió a los cristianos, como un monstruo demente y cruel.
Las causas de cada persecución fueron diversas y deben ser examinadas caso a caso. Tampoco
las persecuciones fueron constantes, pues se alternaron con períodos de paz y armónica
convivencia. Recordemos que la legislación romana era tolerante en materia religiosa.
Sabemos que el ejemplo más antiguo de persecución de la fe cristiana por parte de las
autoridades romanas, son los acontecimientos que sucedieron a raíz del incendio de Roma bajo
Nerón: en julio del 64, dos tercios de Roma ardieron mientras Nerón estaba en Antium.
Tácito nos cuenta que el Emperador achacó a los cristianos la autoría del incendio, para
exculparse él, que era el principal sospechoso. Detenidos y torturados, muchos fueron
ejecutados. Nerón aprovechó la hostilidad contra los cristianos, para culparlos de un crimen que
probablemente él mismo era el autor; aunque historiadores recientes dudan de tal hipótesis. El
texto en que cita a los cristianos describe los acontecimientos ocurridos en Roma en el año 64:
“Más ni con los remedios humanos ni con las larguezas del príncipe o con los cultos
expiatorios perdía fuerza la creencia infamante de que el incendio había sido ordenado. En
consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más
rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus ignominias.
Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el
procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de
nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad, lugar en el que de todas
partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas”.
TÁCITO, ANALES XV, 44. GREDOS, MADRID, PÁG. 44.
Respecto a las persecuciones de Domiciano (emperador entre los años 81-96), la clave es
la acusación de impiedad o ateísmo lo que motiva la acción. Se trata de las pretensiones asumir
una autoridad absoluta respecto a su persona, que se pusieron de manifiesto en la exigencia de un
culto imperial desmesurado. El pretexto para la persecución de los cristianos habría sido, en las
provincias orientales del Asia Menor, la acusación de crimen de lesa majestad que llevaba
consigo el rechazo del culto imperial.
Si miramos el contexto histórico imperial, observamos que, desde fines del siglo II,
empieza a tambalearse el Imperio: guerra civil, peligro de los bárbaros en las fronteras,
inflación, despoblamiento. Los Emperadores intentan eliminar los factores de división y
estrechar los vínculos entre los habitantes del Imperio por medio del culto imperial. Aunque
afirmaban claramente su lealtad al Imperio, los cristianos se negaban a entrar en esas
perspectivas. Por eso los Emperadores comenzaron a elaborar, en varias ocasiones, una
legislación anticristiana para el conjunto del Imperio. Veamos con más detalle las
persecuciones a través durante el reinado de diversos Emperadores de fines del siglo II y
especialmente del siglo en que arrecian las persecuciones, el siglo III.
Lucio Septimio Severo (146-211), Emperador entre los años 193-211. Fue el fundador de
la dinastía de los Severos, que reinó desde el 193 hasta el 234. Los Emperadores Severos
acentuaron el carácter militar y despótico del poder imperial.
Este Emperador quiso detener el crecimiento de las agrupaciones religiosas
“sospechosas”, prohibiendo el proselitismo judío y cristiano bajo pena de graves castigos: el
catecumenado fue ilegal y los cristianos quedaban fichados por el Estado (202). Esta es sin
duda la explicación del martirio de Felicidad y Perpetua, de las que el relato de los mártires de
la Iglesia romana nos dice que eran catecúmenas y que fueron bautizadas en la prisión (año
203).
Cayo Julio Vero Maximino (173-238), reinó entre los años 235-238. Su gobierno fue de
gran crueldad. Hizo morir a los miembros del clero (año 235) para debilitar a la Iglesia.
Bajo el gobierno de Maximino, se produjo el martirio de San Hipólito de Roma
(170?-235?), quien fue el teólogo más importante del siglo III en la Iglesia occidental y
primer antipapa (217?-235?).
93
Cayo Mesio Quinto Trajano Decio (201-251), reinó entre los años 249-251. Fue el
instigador de la primera persecución general de los cristianos. En el año 250 ordenó que
todos los ciudadanos del Imperio fueran titulares de un documento que acreditara su
fidelidad a las divinidades romanas. Víctimas de su persecución fueron el Papa Fabián (236-
250)1; también fue martirizado San Cipriano, (200?-258), Cabeza de la Iglesia en África. En
el año 248, Cipriano había sido elegido Obispo de Cartago y dos años después, Decio decretó
la persecución de los cristianos y Cipriano tuvo que huir de esa ciudad, mientras la mayoría de
los fieles apostataron por miedo. Durante una nueva oleada de persecuciones realizadas bajo
el mandato del Emperador Publio Licinio Valerio (253-260), Cipriano fue juzgado y
decapitado.
Otra víctima ilustre fue Orígenes, (c. 185-c. 254), teólogo y exegeta bíblico, uno de
los más célebres autores de la Iglesia Antigua; en el 250, durante las persecuciones
emprendidas por Decio, Orígenes fue torturado y encarcelado durante un año. Muy debilitado
por las heridas sufridas, murió hacia el 254.
Cipriano estaba a favor de la clemencia para los lapsis (aquellos cristianos que al sufrir la
persecución, habían apostatado); pero su decisión de rechazar de la Comunidad cristiana a los
que habían sido bautizados por herejes fue inflexible. En este punto, la postura de la Iglesia
era reconocerlos, como expuso el Papa San Esteban I (c. 200-257), Obispo de Roma entre
los años 254-257. Su pontificado se caracterizó por las persecuciones que sufrieron los
cristianos, pero también por los conflictos surgidos en el seno de la propia Iglesia. En este
último sentido, dos fueron los principales puntos de disputa.
Por un lado, Esteban I estableció que, de acuerdo con la tradición de la Iglesia romana, el
bautismo administrado por ministros heréticos era válido y no tenía que repetirse. Esta
medida agudizó la polémica con la Iglesia del norte de África, (especialmente con San
Cipriano) y de Asia Menor.
Y a diferencia de la opinión de Cipriano, el Papa Esteban fue menos flexible, con respecto
a la readmisión en el seno de la Iglesia de los lapsi. También en esta cuestión se encontró
con la oposición de San Cipriano, partidario de la clemencia y de considerar los
atenuantes que habían existido en dichas apostasías.
1
San Fabián (¿-250), Papa (236-250) que favoreció la tendencia hacia una estructura jerárquica de la Iglesia,
dividiendo Roma en siete distritos o diaconías, administrada cada una de ellas por su propio diácono. Durante su
pontificado la Iglesia comenzó a guardar sus archivos con mayor cuidado y eficacia, lo que queda de manifiesto
en el nombramiento de notarios por Fabián para registrar las ejecuciones de los mártires.
2
Donatismo, movimiento cristiano herético de los siglos IV y V. Sus seguidores declaraban que la validez de los
sacramentos dependía del carácter moral del ministro que los hubiera administrado.
94
Publio Licinio Valeriano, reinó entre los años 253-260. Valeriano fue un dirigente hábil,
pero a lo largo de su reinado, ejércitos invasores amenazaron todas las fronteras del Imperio
(bárbaros godos y persas). Valeriano quiso lograr la unidad del Imperio contra los persas. Los
cristianos se le presentaban como un cuerpo extraño. El año 257, el Emperador tomó medidas
contra el clero, prohibió el culto y las reuniones en los cementerios. El año 258, murieron los
que se negaron a ofrecer sacrificios a los dioses y al culto imperial. Cipriano de Cartago, el
Papa San Sixto II (257-258) y su diácono Lorenzo sufrieron el martirio3.
Los cristianos vieron en la captura y en la muerte trágica de Valeriano, por obra de los
persas, un castigo divino. El Emperador Galieno publicó un edicto de tolerancia en el año
261. Durante 40 años, la Iglesia conoció una paz casi general, turbada sólo por algunos
motines locales. El número de cristianos aumentó notablemente, sobre todo en Asia Menor. Se
construyeron numerosas Iglesias, muy modestas en sus inicios (arte paleocristiano).
Es decir, la restauración imperial llevada a cabo por Diocleciano, tomó una doble
forma política y religiosa: “Es criminal cuestionar lo que ha sido establecido desde antiguo”,
se decretó. Los disidentes religiosos fueron perseguidos, primero los maniqueos (año 292) y
luego, persuadido por Galerio, reanudó las persecuciones contra los cristianos, que
comenzaron en el 303.
Durante su reinado, la negativa de varios soldados cristianos a realizar los ritos del
culto imperial disgustó a Diocleciano. Para Galerio, el coemperador de Diocleciano en
Oriente, el cristianismo ponía en peligro a la sociedad imperial tradicional. Esa es la
explicación de la última y más terrible de las persecuciones.
Desde febrero del 303 hasta febrero del 304, se suceden los edictos, cada vez más
rigurosos: destrucción de los Libros Sagrados, de los lugares de culto, pérdida de los
derechos jurídicos de los cristianos, sacrificio general, condena a las minas o a la muerte.
La aplicación de los edictos varía mucho de una región a otra. En las Galias, el
Emperador Constancio Cloro se contentó con hacer demoler algunas Iglesias. En Italia, en
España y en África la persecución fue violenta, pero corta (303-305). En Oriente, en los
territorios de Galerio, fue muy dura y prolongada, casi continua, desde el año 303 hasta el
313. El número de cristianos alcanzaba ya por entonces casi al 50% de la población. Galerio
propagó apócrifos anticristianos y los jueces manifestaron hasta crueldad, menoscabando la
justicia.
UN CAMBIO DE SITUACIÓN
A partir del año 306, el sistema político de Diocleciano toma un nuevo rumbo. En vez
de cuatro, pronto hubo siete Emperadores en lucha unos con otros. Constantino, hijo de
Constancio Cloro y de la cristiana Elena, eliminó uno tras otro a sus competidores en
Occidente. El año 312, en el puente Milvio sobre el río Tíber, su victoria sobre su rival
Majencio, pone término a la guerra civil.
Posteriormente, los autores cristianos, sobre todo Lactancio y Eusebio de Cesárea,
explicaron esta victoria como una intervención milagrosa. Constantino habría visto en el cielo
una cruz luminosa con estas palabras: “Con esta señal vencerás”. Hizo inscribir en su lábaro
(bandera imperial) el monograma de Cristo, asegurándose así la victoria.
En el 313 comienza una nueva era para la Iglesia y para el Imperio. En adelante, se hablará de
“Iglesia constantiniana” y de “Imperio cristiano”.
LA ESPIRITUALIDAD MARTIRIAL 4
Es decir, de una palabra del lenguaje común habitual, se pasó a un término que ha sido
enriquecido en su significado por el NT y que terminará por indicar sólo a quien ha dado
testimonio de Cristo, incluso ocasionalmente, pero afrontando siempre el peligro de
muerte. En el siglo II, la palabra “mártir” ya se usaba en este sentido: testimonio dado con el
derramamiento de sangre por confesar la fe en Cristo. (= testigo fiel). Orígenes (siglo III),
con mentalidad de filólogo, había captado ya esta variación semántica operada en el
cristianismo:
1. Al recuerdo litúrgico, puesto que se trata de la primera manifestación de culto a los santos.
A nivel de fuentes, para el estudio del martirio desde un punto de vista estrictamente
histórico, pretendiendo hallar la verdad y autenticidad de la narración, tenemos estas
modalidades:
4
Ver: Manuel Diego Sánchez, Historia de la Espiritualidad Patrística, Editorial Espiritualidad, Madrid 1992,
págs. 48 ss.
5
Orígenes, Comentario al Evangelio de San Juan II, 34. Citado por Manuel Diego Sánchez, Historia de la
Espiritualidad Patrística, Editorial de la Espiritualidad, Madrid 1992, pg. 51.
97
Los procesos o actas de los tribunales, conseguidos en los archivos del Estado
romano a través de copias autorizadas. Serían las fuentes propiamente dichas llamadas
“Actas de los mártires”, reflejan de modo sobrio y conciso el juicio, condena y
ejecución del mártir. Aunque en algunos casos han sido retocadas por mano cristiana,
dependen de la versión oficial (civil) que se conservaba. De ahí su tono conciso y
lacónico, pues dependen de la apreciación que hace una persona no cristiana. Pocos
ejemplos nos han llegado de este tipo de relatos: Actas de Justino, en Roma; de los
mártires escitanos en África; de Cipriano de Cartago.
Las pasiones y martirios, que ya tienen como autor a algún creyente que ha sido
testigo de los hechos, o que se ha informado bien de lo ocurrido. A veces adopta el
género literario cristiano más antiguo, el de la epístola. En estos casos nos hallamos
ante una interpretación del fenómeno, hecha por quienes saben cuáles son las
resonancias espirituales de esta muerte; lo cual no significa ausencia de verdad
histórica, sino comprensión del fenómeno desde la óptica cristiana. Algunos ejemplos:
El martirio de Policarpo, que es una epístola de la Iglesia de Esmirna a la de
Filomenia (156); la Pasión de Perpetua y Felicidad, en la que hayamos la curiosa
presencia de la autobiografía, texto latino que se atribuye a Tertuliano.
Aquí entran de lleno los Tratados del martirio, que son obras escritas durante el
mismo tiempo de la persecución y que cumplen la función pastoral de alentar, preparar o
animar a los fieles que esperan el martirio. Son textos de consolación y exhortativos entre los
que destacan los escritos de Tertuliano, Orígenes y Cipriano de Cartago. En ellos encontramos
el verdadero espíritu cristiano que tiene que afrontar con realismo, acudiendo incluso a la
Palabra de Dios, la prueba del martirio.
El acento cristológico del martirio es fundamental. Puede ser que algunos elementos
teológicos y espirituales hayan sido elaborados después del martirio, lo que no significa que la
referencia fundamental y la vivencia de las comunidades cristianas antiguas siempre refieren
al martirio como experiencia suprema de unión con Cristo.
Ser discípulo no es sólo compartir una doctrina, es identificarse con la vida y muerte
de Cristo para ser un alter Christus; un cristiano, es decir, un auténtico seguidor de Cristo:
“Para mí pedid únicamente fuerza, interna y externa, para que no sólo hable, sino que
también quiera, para que no sólo me llame cristiano, sino que también me muestre así”
(Romanos 3,2).
“Casi todos los acontecimientos anteriores sucedieron para que el Señor nos mostrase,
de nuevo, el martirio evangélico (de Cristo)” (1,1).
“No sólo fue maestro ilustre, sino también un mártir señalado. Su martirio, que
sucedió según el Evangelio, todos lo desean imitar” (19,1).
mártir y vence con él al enemigo. Es decir, para la comunidad cristiana el mártir aparece como
la misma presencia del Señor, pasa a ser una especie de sacramento del Cristo sufriente:
“Blandina, colgada de un madero, estaba expuesta para presa de las fieras, soltadas
contra ella. El sólo verla así colgada en forma de cruz y en fervorosa oración, infundía ánimo
a los combatientes pues en medio de su combate contemplaban en su hermana, aún con los
ojos de fuera, al que fue crucificado por ellos, a fin de persuadir a los que en Él creen que
todo el que padeciere por la gloria de Cristo ha de tener eternamente participación con el Dios
viviente” (Ibíd. 11).
De las mismas fuentes podemos deducir la dimensión litúrgica con la que se vivía y
acompañaba el martirio, un marco ideal para resaltar el aspecto sacrificial del mismo, unido al
único sacrificio, el de Cristo.
El martirio se recibe como un don gratuito de Dios que permite participar en la
misma muerte de Cristo; un don, por eso, que suscita una disposición eucarística en el corazón
del creyente y que la hace externa con sus labios, mediante la tradicional respuesta litúrgica
del “Amén” o del “Gracias a Dios”, cuando se escucha el veredicto de condena.
Los últimos días y el momento final se viven en un intenso clima de oración, en
oración continua, en esto coinciden con bastante frecuencia las narraciones. Es el mismo
ambiente espiritual con el que Cristo cumplió su Pasión. También es tiempo de oración de
intercesión por todos. El mártir es un mediador en aquellos momentos en que la caridad de
Cristo lo mueve a acordarse de todos, de la Iglesia y hasta de los enemigos, porque Dios lo
escucha atentamente, como escuchó al Hijo suplicante en la Cruz. Por eso, los mártires eran
considerados los más eficaces intercesores ante Dios, a los que se encomendaba toda la
Iglesia.
Otro gesto litúrgico que se realiza en aquellas circunstancias es el del intercambio del
beso santo, como sello definitivo de la caridad que los une a todos en Cristo, también en el
padecer.
100
“Al celebrar la muerte preciosa de los santos te ofrecemos, Señor, el sacrificio que da
al martirio todo su valor y fundamento”.
“Señor Dios todopoderoso, Padre de tu amado y bendito siervo Jesucristo, por el que
te hemos conocido, Dios de los ángeles, de las potencias, de toda la creación y de todo el
pueblo de los justos que viven en tu presencia.
Te bendigo porque me has juzgado digno de este día y de esta hora, de tomar parte en
el número de los mártires, en el cáliz de tu Cristo, para resurrección de la vida eterna en alma
y cuerpo, en la incorruptibilidad del Espíritu Santo.
Que hoy sea yo recibido con ellos en tu presencia en sacrificio generoso y grato, tal
como Tú, Dios verdadero que no engaña, lo has preparado de antemano, lo anunciaste, y lo
has cumplido.
Por ello y por encima de todas las cosas te alabo, te bendigo y te glorifico, por medio
de Jesucristo, Sumo Sacerdote eterno y celeste, tu amado siervo, por el cual te doy gloria a Ti,
junto a Él y al Espíritu Santo, ahora y en los siglos venideros, Amén”. (Martirio de San Policarpo
14,1-3).
Estos rasgos que vendrían a ser como el marco litúrgico dentro del cual se celebra el
martirio, tiene una consecuencia bastante importante a nivel teológico: la de otorgarle un
verdadero valor sacramental. Ya se sabe la tradicional consideración del martirio como un
segundo Bautismo, un Bautismo de sangre, lo cual no es sólo un leguaje simbólico, sino que
se trata del auténtico sacramento del Bautismo, y como tal es reconocido en el caso de que
sean martirizados los catecúmenos, poniendo por garante de todo esto la misma Palabra de
Jesús: “Pero también he de recibir un bautismo y ¡qué angustia siento hasta que se haya
cumplido! (Lucas 12, 50). El martirio es un Bautismo, después del cual no se peca más, que
une inmediatamente a Cristo (Actas de Perpetua y Felicidad 21):
“Si uno recibe el bautismo no tiene la salvación, excepto en el caso de los mártires, los
cuales conquistan el reino de los cielos también sin el agua. Cuando el Salvador redimió al
mundo por medio de la Cruz, herido en el costado, de allí salió sangre y agua, para que unos
en tiempo de paz sean bautizados en agua y otros, durante las persecuciones, sean bautizados
en la propia sangre. El mismo Salvador usó el término “bautismo” para significar el martirio,
cuando dijo: “¿podéis beber el cáliz que yo he de beber o recibir el bautismo con el cual yo he
de ser bautizado?”. También los mártires hacen su profesión de fe cuando son puestos como
espectáculo del mundo, ángeles y hombres” (Cirilo de Jerusalén, Catequesis, III, 10).
101
| En la Iglesia de los tres primeros siglos, los mártires son considerados como los
héroes de la fe que el pueblo cristiano imitaba y admiraba. Esto lo demuestra el culto y
veneración que se les tributaba recordando su testimonio anualmente y venerando sus tumbas
y reliquias (los primeros santuarios cristianos); como también la literatura devota que
acompañaba este fenómeno y que lo hacía perdurar. Esta literatura nace precisamente para el
recuerdo litúrgico, es decir, para conmemorar las hazañas de estos héroes de la fe, que en ella
salen glorificados del anonimato sólo por su fidelidad a Cristo en la lucha final; el resto de la
vida no interesa tanto, sino más bien el momento supremo de su testimonio.
El martirio era considerado entonces como la forma más eminente de la perfección
cristiana, la única manifestación de santidad existente y esto basado en dos motivos:
2. Por eso, procura o realiza una identificación entrañable con Él. Era la teléiosis, la
perfección, pues además de demostrar una fe heroica, coherente y fiel; significaba que a
través del martirio el creyente había alcanzado inmediatamente a Cristo:
Otro elemento que pone al mártir dentro de una atmósfera espiritual y mística especial,
es la frecuencia de revelaciones, locuciones, visiones, milagros y otros fenómenos especiales
que acompañan los últimos días y momentos de su vida; esto es evidente, por ejemplo, en el
Martirio de Policarpo; Perpetua y Felicidad. Lo anterior suele expresar el carisma del mártir,
al que Dios revela su propia gloria futura, mensajes y dones especiales, determinaciones, etc.
De este modo, además de testigo privilegiado de la fe a través del sufrimiento, es un profeta,
testigo de realidades celestes, amigo e íntimo de Jesucristo.
En todo esto no debemos entender que la espiritualidad del martirio se hubiera dado
desde sus inicios tal como la hemos descrito anteriormente. Han existido contrastes y
contradicciones en su tiempo que la hicieron evolucionar y también purificarse.
No cabe duda que enfatizando el martirio existía el peligro de propiciar deseos
enfermizos de sufrimiento y autodestrucción, los que podían oscurecer los aspectos positivos
o heroicos, como también la consecuencia evidente de minusvalorar otras manifestaciones de
la experiencia cristiana. De ahí que un progreso y desarrollo de la correcta espiritualidad
martirial fuese saludable e influyente para la posteridad de la historia de la espiritualidad.
CONCLUYENDO:
Posteriormente este testimonio admirable de entrega a Cristo se vivirá con el martirio blanco,
cuando la realidad histórica de la Iglesia en relación con el Imperio, cambie a partir del Edicto
de Milán.
El martirio no es una opción que depende únicamente del mártir, ni tampoco se busca.
Es un don de Dios especial; una experiencia mística vivida por la Iglesia. Sin embargo, no es
el único modo de unirse a Cristo, de alcanzar la perfección cristiana. La experiencia africana
(montanismo, donatismo) ayuda a entender que también en el caso del martirio se pudo llegar
a asumir comportamientos heterodoxos y fanáticos cuando se afirmaba que el martirio era el
único testimonio posible de fe.
Por otra parte, vemos un desarrollo del concepto de martirio: del martirio de sangre
como expresión máxima de santidad, pasamos al martirio blanco o espiritual y de ahí a
afirmar que toda perfección cristiana siempre tiene algo de martirio. Es el único ideal de
perfección que se ha extendido a todos los estados de vida y consiguientemente, a la
afirmación que todos los estados de vida cristiana conducen a la perfección en tanto cuanto
participan o tienen algo de experiencia martirial, de ascesis, de entrega. Muchos autores han
afirmado en este sentido, que la santidad cristiana, se viva como se viva, tiene siempre algo de
martirio: “vita comunis mea máxima penitentia” (San Juan Berchman).
Otro aspecto no menos importante es el del progreso de la literatura cristiana a raíz del
martirio. Comienza con el momento en que, para edificación o conmemoración, se tiene en
cuenta la vida de cada creyente y se recogen tantas noticias y particularidades sobre él.
Estamos en el origen de las vidas de santos. La vida, y especialmente los momentos finales,
de un cristiano, no sólo de Jesús de Nazaret, en esta literatura es un argumento literario de
gran interés; no pasará mucho tiempo hasta que se sienta la necesidad de narrar no sólo la
hora final, sino toda la existencia del mártir como adhesión cristina ejemplar que va más allá
de la hora de la muerte: “Cuando el ideal de la santidad, representado por el martirio, se
añadieron los de la vida monástica y el de la santidad episcopal, se desarrolló la hagiografía
de la antigüedad cristiana, que, de modo análogo al género literario relativo a los mártires,
creó una inmensa literatura” (Altaner, Patrología, I, Cap. 6, & 48).