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LAS PERSECUCIONES DEL SIGLO III: LOS DECRETOS ANTICRISTIANOS

El Inicio de las Persecuciones

Las causas de la hostilidad de los paganos a la religión cristiana hay que buscarlas en el
mismo cristianismo. La causa principal es la pretensión absoluta con que aparece la religión
cristiana desde sus inicios: no hay más Dios que el Señor. Una fe que se entendía a sí misma
de ese modo, no podía ser tolerante respecto a ningún otro culto religioso y por esto se verá
enfrentada por principio con la religión estatal romana. Así aparecía por primera vez en el
Imperio un movimiento religioso que no consideraba a su Dios como un dios particular (salvo el
judaísmo), sino como el único y verdadero Dios y salvador del mundo, cuyo culto no admitía el
sincretismo con otros cultos.

Los cristianos en su vida diaria eran consecuentes con su fe y por esto se les consideraba
“cerrados y sectarios”. La hostilidad contra los cristianos era alimentada por la animadversión
del judaísmo de la diáspora, que no perdonaba a los judeocristianos su apostasía de la fe de sus
padres.
El aislamiento de los cristianos respecto a su entorno pagano, fomentaba los rumores que
hablaban de sospechosas reuniones nocturnas y a puertas cerradas. Todo esto iba generando en el
vulgo la idea de una religión que se ocultaba de la luz del día, como los malhechores. Es posible
que los mismos cristianos no se dieran cuenta de la imagen que irradiaban en sus vecinos
paganos. De ahí la condena de los autores cristianos del sin sentido e injusticia de las
persecuciones paganas.
Tomando en cuenta que el relato que tenemos de las persecuciones es de autores
cristianos, hemos de tener presente que no podemos considerar sin más a cada Emperador o
gobernador provincial romano que persiguió a los cristianos, como un monstruo demente y cruel.
Las causas de cada persecución fueron diversas y deben ser examinadas caso a caso. Tampoco
las persecuciones fueron constantes, pues se alternaron con períodos de paz y armónica
convivencia. Recordemos que la legislación romana era tolerante en materia religiosa.

Sólo aisladamente, Emperadores como Nerón y Domiciano exageraron ciertas


prerrogativas del culto imperial y provocaron conflictos, que afectaron no sólo a los cristianos.
Según algunas informaciones, Nerón culpó a los cristianos del incendio de Roma del año 64 y
fue el primer Emperador que los persiguió. En cualquier caso, reconstruyó la ciudad, tomando
medidas que evitaran un nuevo incendio.
En general, al parecer las persecuciones surgen por los disturbios que surgieron entre
cristianos y judíos o población gentil; la autoridad romana interviene para poner fin a los líos.
Sólo lentamente se va formando la opinión que los cristianos venían a perturbar la paz religiosa,
convirtiéndose así en una amenaza para la tolerante política religiosa del Imperio. Las
autoridades romanas ven que los cristianos rechazaban por principio la religión oficial romana y
por esto se les considerará como marginales y peligrosos para el Imperio.

Concluyendo: la causa que más influyó en la persecución de los cristianos fue la


pretensión de la misma religión cristiana de ser la única fe verdadera en primer lugar; y, en
segundo término, la actitud hostil de la población pagana.
Sólo en el siglo III se convierte en cuestión de principio la lucha entre el cristianismo y el
Estado romano, cuando éste ve imaginariamente en la nueva religión un poder que amenazaba su
propia existencia.
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Sabemos que el ejemplo más antiguo de persecución de la fe cristiana por parte de las
autoridades romanas, son los acontecimientos que sucedieron a raíz del incendio de Roma bajo
Nerón: en julio del 64, dos tercios de Roma ardieron mientras Nerón estaba en Antium.
Tácito nos cuenta que el Emperador achacó a los cristianos la autoría del incendio, para
exculparse él, que era el principal sospechoso. Detenidos y torturados, muchos fueron
ejecutados. Nerón aprovechó la hostilidad contra los cristianos, para culparlos de un crimen que
probablemente él mismo era el autor; aunque historiadores recientes dudan de tal hipótesis. El
texto en que cita a los cristianos describe los acontecimientos ocurridos en Roma en el año 64:

“Más ni con los remedios humanos ni con las larguezas del príncipe o con los cultos
expiatorios perdía fuerza la creencia infamante de que el incendio había sido ordenado. En
consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más
rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus ignominias.
Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el
procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de
nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad, lugar en el que de todas
partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas”.
TÁCITO, ANALES XV, 44. GREDOS, MADRID, PÁG. 44.

Respecto a las persecuciones de Domiciano (emperador entre los años 81-96), la clave es
la acusación de impiedad o ateísmo lo que motiva la acción. Se trata de las pretensiones asumir
una autoridad absoluta respecto a su persona, que se pusieron de manifiesto en la exigencia de un
culto imperial desmesurado. El pretexto para la persecución de los cristianos habría sido, en las
provincias orientales del Asia Menor, la acusación de crimen de lesa majestad que llevaba
consigo el rechazo del culto imperial.
Si miramos el contexto histórico imperial, observamos que, desde fines del siglo II,
empieza a tambalearse el Imperio: guerra civil, peligro de los bárbaros en las fronteras,
inflación, despoblamiento. Los Emperadores intentan eliminar los factores de división y
estrechar los vínculos entre los habitantes del Imperio por medio del culto imperial. Aunque
afirmaban claramente su lealtad al Imperio, los cristianos se negaban a entrar en esas
perspectivas. Por eso los Emperadores comenzaron a elaborar, en varias ocasiones, una
legislación anticristiana para el conjunto del Imperio. Veamos con más detalle las
persecuciones a través durante el reinado de diversos Emperadores de fines del siglo II y
especialmente del siglo en que arrecian las persecuciones, el siglo III.

Lucio Septimio Severo (146-211), Emperador entre los años 193-211. Fue el fundador de
la dinastía de los Severos, que reinó desde el 193 hasta el 234. Los Emperadores Severos
acentuaron el carácter militar y despótico del poder imperial.
Este Emperador quiso detener el crecimiento de las agrupaciones religiosas
“sospechosas”, prohibiendo el proselitismo judío y cristiano bajo pena de graves castigos: el
catecumenado fue ilegal y los cristianos quedaban fichados por el Estado (202). Esta es sin
duda la explicación del martirio de Felicidad y Perpetua, de las que el relato de los mártires de
la Iglesia romana nos dice que eran catecúmenas y que fueron bautizadas en la prisión (año
203).

Cayo Julio Vero Maximino (173-238), reinó entre los años 235-238. Su gobierno fue de
gran crueldad. Hizo morir a los miembros del clero (año 235) para debilitar a la Iglesia.
Bajo el gobierno de Maximino, se produjo el martirio de San Hipólito de Roma
(170?-235?), quien fue el teólogo más importante del siglo III en la Iglesia occidental y
primer antipapa (217?-235?).
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Cayo Mesio Quinto Trajano Decio (201-251), reinó entre los años 249-251. Fue el
instigador de la primera persecución general de los cristianos. En el año 250 ordenó que
todos los ciudadanos del Imperio fueran titulares de un documento que acreditara su
fidelidad a las divinidades romanas. Víctimas de su persecución fueron el Papa Fabián (236-
250)1; también fue martirizado San Cipriano, (200?-258), Cabeza de la Iglesia en África. En
el año 248, Cipriano había sido elegido Obispo de Cartago y dos años después, Decio decretó
la persecución de los cristianos y Cipriano tuvo que huir de esa ciudad, mientras la mayoría de
los fieles apostataron por miedo. Durante una nueva oleada de persecuciones realizadas bajo
el mandato del Emperador Publio Licinio Valerio (253-260), Cipriano fue juzgado y
decapitado.
Otra víctima ilustre fue Orígenes, (c. 185-c. 254), teólogo y exegeta bíblico, uno de
los más célebres autores de la Iglesia Antigua; en el 250, durante las persecuciones
emprendidas por Decio, Orígenes fue torturado y encarcelado durante un año. Muy debilitado
por las heridas sufridas, murió hacia el 254.

En un Imperio amenazado en sus fronteras, Decio quiso asegurarse la lealtad de los


civiles en la retaguardia. Todos los ciudadanos tenían que sacrificar a los dioses del Imperio y
pedir un certificado de haberlo hecho (250). Este es el origen de la primera persecución
general contra los cristianos. Si muchos de ellos sufrieron el martirio, también fueron muchos
los que hicieron el sacrificio a las deidades imperiales, ya que la persecución los sorprendió
después de un largo período de tranquilidad. Cipriano, obispo de Cartago, nos describe estas
deserciones que impactaron profundamente la vida de la comunidad africana. Al concluir la
persecución después del año 251, siendo Emperador Treboniano Galo, la opinión de la Iglesia
estaba dividida sobre la decisión que había que tomar con aquellos que habían abandonado la
fe y también con los que habían sido bautizados por herejes, es el conflicto con el donatismo2.

Cipriano estaba a favor de la clemencia para los lapsis (aquellos cristianos que al sufrir la
persecución, habían apostatado); pero su decisión de rechazar de la Comunidad cristiana a los
que habían sido bautizados por herejes fue inflexible. En este punto, la postura de la Iglesia
era reconocerlos, como expuso el Papa San Esteban I (c. 200-257), Obispo de Roma entre
los años 254-257. Su pontificado se caracterizó por las persecuciones que sufrieron los
cristianos, pero también por los conflictos surgidos en el seno de la propia Iglesia. En este
último sentido, dos fueron los principales puntos de disputa.

 Por un lado, Esteban I estableció que, de acuerdo con la tradición de la Iglesia romana, el
bautismo administrado por ministros heréticos era válido y no tenía que repetirse. Esta
medida agudizó la polémica con la Iglesia del norte de África, (especialmente con San
Cipriano) y de Asia Menor.

 Y a diferencia de la opinión de Cipriano, el Papa Esteban fue menos flexible, con respecto
a la readmisión en el seno de la Iglesia de los lapsi. También en esta cuestión se encontró
con la oposición de San Cipriano, partidario de la clemencia y de considerar los
atenuantes que habían existido en dichas apostasías.
1
San Fabián (¿-250), Papa (236-250) que favoreció la tendencia hacia una estructura jerárquica de la Iglesia,
dividiendo Roma en siete distritos o diaconías, administrada cada una de ellas por su propio diácono. Durante su
pontificado la Iglesia comenzó a guardar sus archivos con mayor cuidado y eficacia, lo que queda de manifiesto
en el nombramiento de notarios por Fabián para registrar las ejecuciones de los mártires.
2
Donatismo, movimiento cristiano herético de los siglos IV y V. Sus seguidores declaraban que la validez de los
sacramentos dependía del carácter moral del ministro que los hubiera administrado.
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Esteban falleció en el transcurso de las persecuciones iniciadas por el Emperador


Valeriano (257), probablemente martirizado. Finalmente, Cipriano aceptó en parte la posición
oficial de la Iglesia, que sería confirmada en el año 314 por el Concilio de Arlés.

Publio Licinio Valeriano, reinó entre los años 253-260. Valeriano fue un dirigente hábil,
pero a lo largo de su reinado, ejércitos invasores amenazaron todas las fronteras del Imperio
(bárbaros godos y persas). Valeriano quiso lograr la unidad del Imperio contra los persas. Los
cristianos se le presentaban como un cuerpo extraño. El año 257, el Emperador tomó medidas
contra el clero, prohibió el culto y las reuniones en los cementerios. El año 258, murieron los
que se negaron a ofrecer sacrificios a los dioses y al culto imperial. Cipriano de Cartago, el
Papa San Sixto II (257-258) y su diácono Lorenzo sufrieron el martirio3.

LA CALMA TRAS LA TEMPESTAD

Los cristianos vieron en la captura y en la muerte trágica de Valeriano, por obra de los
persas, un castigo divino. El Emperador Galieno publicó un edicto de tolerancia en el año
261. Durante 40 años, la Iglesia conoció una paz casi general, turbada sólo por algunos
motines locales. El número de cristianos aumentó notablemente, sobre todo en Asia Menor. Se
construyeron numerosas Iglesias, muy modestas en sus inicios (arte paleocristiano).

LA ÚLTIMA PERSECUCIÓN EN EL IMPERIO ROMANO

Cuando tomó el poder el año 285, Diocleciano emprendió la restauración completa de


la administración imperial. Cayo Aurelio Valerio Diocleciano (245-313), reinó entre los
años 284-305. Reformó la administración del Imperio e introdujo la tetrarquía de augustos y
césares. Con la intención de facilitar la defensa y administración del Imperio llevó a cabo su
descentralización; el Imperio se dividió en 101 provincias, agrupadas en doce diócesis, y en
cuatro partes principales, cada una de ellas dirigida por un césar o un augusto.
La tetrarquía facilitó el mantenimiento del orden; las victorias sobre los enemigos de
Roma, en África y Persia, extendieron las fronteras del Imperio, más tarde reforzadas y
fortificadas.
A pesar de la descentralización provocada por la tetrarquía, el sistema político
evolucionó a formas cada vez más autocráticas. Diocleciano introdujo el ceremonial oriental
en su corte, adoptó el sobrenombre de Jovius (uno de los nombres de Júpiter) y asignó a
Maximiano el de Heraclio (derivado de Hércules). Sus leyes fueron rígidas y opresivas, en
particular el llamado Edicto de Diocleciano o del Máximo (301), que fijó los precios máximos
de las mercancías y los salarios en todo el Imperio.
En el aspecto religioso, Diocleciano acentuó el carácter divino del Emperador, cuyo
culto oficial alcanzó su apogeo; el Emperador llevaba la diadema y el cetro, la “adoración”
formaba parte del ceremonial de la corte.
3
San Lorenzo (c. 210-258), mártir cristiano. Fue nombrado diácono por el papa Sixto II, quien le encargó la
misión de custodiar los bienes que poseía la Iglesia romana. En aquella época, el emperador Valeriano dictó pena
de muerte sin juicio previo contra todos los obispos, sacerdotes y diáconos cristianos. Sixto II y sus siete
diáconos fueron hechos prisioneros y decapitados de inmediato, excepto Lorenzo, al que dieron cuatro días de
plazo para entregar los bienes de la Iglesia. Lorenzo los repartió entre los pobres de la ciudad y se presentó con
un grupo de ellos diciendo al procurador: “Estos son nuestros tesoros”, por lo que fue condenado a morir en una
parrilla.
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Es decir, la restauración imperial llevada a cabo por Diocleciano, tomó una doble
forma política y religiosa: “Es criminal cuestionar lo que ha sido establecido desde antiguo”,
se decretó. Los disidentes religiosos fueron perseguidos, primero los maniqueos (año 292) y
luego, persuadido por Galerio, reanudó las persecuciones contra los cristianos, que
comenzaron en el 303.

Durante su reinado, la negativa de varios soldados cristianos a realizar los ritos del
culto imperial disgustó a Diocleciano. Para Galerio, el coemperador de Diocleciano en
Oriente, el cristianismo ponía en peligro a la sociedad imperial tradicional. Esa es la
explicación de la última y más terrible de las persecuciones.
Desde febrero del 303 hasta febrero del 304, se suceden los edictos, cada vez más
rigurosos: destrucción de los Libros Sagrados, de los lugares de culto, pérdida de los
derechos jurídicos de los cristianos, sacrificio general, condena a las minas o a la muerte.

La aplicación de los edictos varía mucho de una región a otra. En las Galias, el
Emperador Constancio Cloro se contentó con hacer demoler algunas Iglesias. En Italia, en
España y en África la persecución fue violenta, pero corta (303-305). En Oriente, en los
territorios de Galerio, fue muy dura y prolongada, casi continua, desde el año 303 hasta el
313. El número de cristianos alcanzaba ya por entonces casi al 50% de la población. Galerio
propagó apócrifos anticristianos y los jueces manifestaron hasta crueldad, menoscabando la
justicia.

UN CAMBIO DE SITUACIÓN

A partir del año 306, el sistema político de Diocleciano toma un nuevo rumbo. En vez
de cuatro, pronto hubo siete Emperadores en lucha unos con otros. Constantino, hijo de
Constancio Cloro y de la cristiana Elena, eliminó uno tras otro a sus competidores en
Occidente. El año 312, en el puente Milvio sobre el río Tíber, su victoria sobre su rival
Majencio, pone término a la guerra civil.
Posteriormente, los autores cristianos, sobre todo Lactancio y Eusebio de Cesárea,
explicaron esta victoria como una intervención milagrosa. Constantino habría visto en el cielo
una cruz luminosa con estas palabras: “Con esta señal vencerás”. Hizo inscribir en su lábaro
(bandera imperial) el monograma de Cristo, asegurándose así la victoria.

LA PAZ GENERAL PARA LA IGLESIA (AÑO 313)

Desde hacía ya varios años, había cesado la persecución en Occidente. En Oriente,


Galerio, a punto de morir de una terrible enfermedad, había firmado el año 311 un edicto de
tolerancia para los cristianos, que no había aplicado su sucesor.
Licinio, el nuevo Emperador de Oriente, impuso a su vez la paz religiosa. El año 313,
los dos Emperadores, Constantino y Licinio, se pusieron de acuerdo para llevar a cabo una
política religiosa común en una carta al gobernador de Bitinia, llamada tradicionalmente el
“Edicto de Milán”.
La carta reconocía la plena libertad de culto a todos los ciudadanos del Imperio de
cualquier religión que fueran. Los edificios confiscados a los cristianos había que
devolvérselos.
Aparentemente, todas las religiones del Imperio se encontraban en un plano de
igualdad. Sin embargo, muy pronto se rompió el equilibrio, esta vez a favor del cristianismo.
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En el 313 comienza una nueva era para la Iglesia y para el Imperio. En adelante, se hablará de
“Iglesia constantiniana” y de “Imperio cristiano”.

LA ESPIRITUALIDAD MARTIRIAL 4

La palabra griega martys, martyrein, originalmente propia del koiné, en el cristianismo


antiguo adquirió un significado específico: testigo. Del significado original de testigo de
sucesos, pasó a designar al testigo de Jesús (Hch. 1,22), en cuanto directo conocedor de su
vida, pasión, muerte y resurrección; designa también al testigo cualificado, es decir, a los
Doce Apóstoles, que dan testimonio del Evangelio con persecución, mereciendo por eso el
nombre de testigos fieles.

Es decir, de una palabra del lenguaje común habitual, se pasó a un término que ha sido
enriquecido en su significado por el NT y que terminará por indicar sólo a quien ha dado
testimonio de Cristo, incluso ocasionalmente, pero afrontando siempre el peligro de
muerte. En el siglo II, la palabra “mártir” ya se usaba en este sentido: testimonio dado con el
derramamiento de sangre por confesar la fe en Cristo. (= testigo fiel). Orígenes (siglo III),
con mentalidad de filólogo, había captado ya esta variación semántica operada en el
cristianismo:

“El nombre de mártir, la comunidad de los hermanos, admirados de la fuerza de ánimo


de aquellos que lucharon por la verdad y por la virtud hasta la muerte, tiene la costumbre de
reservarlo a cuantos han dado testimonio del Misterio de la verdadera religión con la efusión
de su propia sangre”5.

La condición necesaria del martirio (a causa de la fe en Cristo), distingue


específicamente la muerte violenta del cristiano mártir de cualquier otro tipo de muerte
violenta.
El martirio analizado como dato histórico tiene la particularidad de haber originado un
notable enriquecimiento en la literatura cristiana primitiva. Supone un paso importante: en
estos casos el centro del relato no lo ocupa Jesús de Nazaret o la trayectoria de un apóstol,
sino el testimonio de un cristiano que ha entregado su vida por Jesús. De ahí que en buena
parte el florecimiento de este tipo de escritos se lo debemos:

1. Al recuerdo litúrgico, puesto que se trata de la primera manifestación de culto a los santos.

2. Al sentido de comunión y edificación existente en las primeras comunidades, es decir, la


admiración y devoción que sentían por los mártires los cristianos antiguos.

Son los comienzos de lo que posteriormente se conocerá como hagiografía. El


desarrollo de ésta depende netamente del desarrollo del concepto de santidad.

A nivel de fuentes, para el estudio del martirio desde un punto de vista estrictamente
histórico, pretendiendo hallar la verdad y autenticidad de la narración, tenemos estas
modalidades:
4
Ver: Manuel Diego Sánchez, Historia de la Espiritualidad Patrística, Editorial Espiritualidad, Madrid 1992,
págs. 48 ss.
5
Orígenes, Comentario al Evangelio de San Juan II, 34. Citado por Manuel Diego Sánchez, Historia de la
Espiritualidad Patrística, Editorial de la Espiritualidad, Madrid 1992, pg. 51.
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 Los procesos o actas de los tribunales, conseguidos en los archivos del Estado
romano a través de copias autorizadas. Serían las fuentes propiamente dichas llamadas
“Actas de los mártires”, reflejan de modo sobrio y conciso el juicio, condena y
ejecución del mártir. Aunque en algunos casos han sido retocadas por mano cristiana,
dependen de la versión oficial (civil) que se conservaba. De ahí su tono conciso y
lacónico, pues dependen de la apreciación que hace una persona no cristiana. Pocos
ejemplos nos han llegado de este tipo de relatos: Actas de Justino, en Roma; de los
mártires escitanos en África; de Cipriano de Cartago.

 Las pasiones y martirios, que ya tienen como autor a algún creyente que ha sido
testigo de los hechos, o que se ha informado bien de lo ocurrido. A veces adopta el
género literario cristiano más antiguo, el de la epístola. En estos casos nos hallamos
ante una interpretación del fenómeno, hecha por quienes saben cuáles son las
resonancias espirituales de esta muerte; lo cual no significa ausencia de verdad
histórica, sino comprensión del fenómeno desde la óptica cristiana. Algunos ejemplos:
El martirio de Policarpo, que es una epístola de la Iglesia de Esmirna a la de
Filomenia (156); la Pasión de Perpetua y Felicidad, en la que hayamos la curiosa
presencia de la autobiografía, texto latino que se atribuye a Tertuliano.

 Leyendas de los mártires, como las de Cecilia, Lorenzo, Cosme y Damián, el


Martirio de Clemente e Ignacio, donde está más presente la fantasía, lo extraordinario,
el milagro, con el fin de edificar; más que las preocupaciones históricas. Estos relatos
sobrepasan la muerte del mártir y abarcan también su nacimiento, colmando así la
curiosidad de los cristianos con otros detalles y queriendo extender su santidad incluso
a su infancia. Ejemplos de esto son propiamente las vidas de santos (hagiografía): la
Vida de Cipriano de Cartago, escrita por su diácono Poncio.

 Aunque no es catalogable dentro de estos apartados, el grupo de las Siete Cartas de


Ignacio de Antioquía, las podemos considerar un precioso texto personal y
autobiográfico, muy en la línea de la espiritualidad del martirio, especialmente la
Carta a los Romanos, testimonio muy valioso para el tema del martirio.
A nivel de literatura específica sobre el martirio, son importantes algunas obras
contemporáneas a la situación de persecución, que, si bien no pueden considerarse fuentes en
sentido estricto, sí nos ofrecen el clima y el modo de afrontar el martirio, las esperanzas,
temores y fervor de cada iglesia local, como también la resonancia del culto litúrgico a los
mártires. Son escritos que demuestran la preocupación pastoral de la Iglesia ante esta
situación de excepción, en la que no podía abandonar a los fieles en estos momentos de
prueba y dejarlos a la capacidad de la resistencia de cada uno.

Aquí entran de lleno los Tratados del martirio, que son obras escritas durante el
mismo tiempo de la persecución y que cumplen la función pastoral de alentar, preparar o
animar a los fieles que esperan el martirio. Son textos de consolación y exhortativos entre los
que destacan los escritos de Tertuliano, Orígenes y Cipriano de Cartago. En ellos encontramos
el verdadero espíritu cristiano que tiene que afrontar con realismo, acudiendo incluso a la
Palabra de Dios, la prueba del martirio.

EL MARTIRIO, EXPERIENCIA SUPREMA DE CRISTO


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El acento cristológico del martirio es fundamental. Puede ser que algunos elementos
teológicos y espirituales hayan sido elaborados después del martirio, lo que no significa que la
referencia fundamental y la vivencia de las comunidades cristianas antiguas siempre refieren
al martirio como experiencia suprema de unión con Cristo.

1. Imitación de Jesús. El martirio se acepta no sólo como prueba o testimonio de la fe en


Jesucristo, como una disposición a morir por Él. Sino que existía también la conciencia de que
se trataba de una posibilidad de sufrir y morir como Él. Es decir, la suprema acción del mártir
era una imitación del único y verdadero martirio, el de Cristo, al que sigue y repite ahora el
creyente, motivado por un amor de identificación con Cristo.
Por esto el martirio cristiano se expresa como seguimiento e imitación de Cristo,
como una manera radical de ser su discípulo. La convicción de fondo es que sólo el mártir
es el que imita al Señor en el modo más perfecto y completo, quien verdaderamente lo sigue.
El mártir sigue e imita a Cristo en todo el arco de su existencia: doctrina, vida, muerte; y se
inmola igual que Cristo, para dar testimonio del amor más grande, un amor hasta las últimas
consecuencias, con Cristo, como Cristo. Las cartas de San Ignacio de Antioquía reflejan esta
profunda espiritualidad. Sólo el martirio lo hará ser plenamente discípulo:

“Todavía no he alcanzado la perfección en Jesucristo. Ahora, en efecto, comienzo a ser


discípulo y os hablo como a condiscípulos” (Efesios 3,1).

Ser discípulo no es sólo compartir una doctrina, es identificarse con la vida y muerte
de Cristo para ser un alter Christus; un cristiano, es decir, un auténtico seguidor de Cristo:

“Para mí pedid únicamente fuerza, interna y externa, para que no sólo hable, sino que
también quiera, para que no sólo me llame cristiano, sino que también me muestre así”
(Romanos 3,2).

También encontramos relatos de martirios que resaltan la coincidencia entre la Pasión


de Cristo y la del mártir; por ejemplo, el Martirio de Policarpo, escrito en forma epistolar. El
autor realza las convergencias entre ambas pasiones, de modo que sus lectores capten esa
conexión entre Cristo y Policarpo: la traición; Herodes se llamaba el jefe de la policía; el
clima de oración; entra en la ciudad a lomo de un asno; quemado en forma de cruz. Y así lo
anuncia al comienzo:

“Casi todos los acontecimientos anteriores sucedieron para que el Señor nos mostrase,
de nuevo, el martirio evangélico (de Cristo)” (1,1).

Todavía después de hacer organizado el relato desde esta perspectiva, aprovechando


cualquier detalle que le fuera útil, el autor vuelve a repetir:

“No sólo fue maestro ilustre, sino también un mártir señalado. Su martirio, que
sucedió según el Evangelio, todos lo desean imitar” (19,1).

Otro motivo importante es el de la presencia especial de Cristo de la cual goza el


mártir durante sus tormentos. Las narraciones hasta la hacen visible. Es un aspecto espiritual
muy íntimo; la cercanía a Cristo en sus padecimientos, la identificación que vive el testigo es
tan fuerte, que da como resultado el ser sustituido por el mismo Cristo, que da fuerzas al
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mártir y vence con él al enemigo. Es decir, para la comunidad cristiana el mártir aparece como
la misma presencia del Señor, pasa a ser una especie de sacramento del Cristo sufriente:

“…Sufriendo en él Cristo, cumplía grandes hechos de gloria, aniquilando al


adversario, y demostrando, para ejemplo de los demás, que nada hay espantoso donde reina la
caridad del Padre, ni doloroso donde brilla la gloria de Cristo” (Mártires de Lyon, 5).

“Blandina, colgada de un madero, estaba expuesta para presa de las fieras, soltadas
contra ella. El sólo verla así colgada en forma de cruz y en fervorosa oración, infundía ánimo
a los combatientes pues en medio de su combate contemplaban en su hermana, aún con los
ojos de fuera, al que fue crucificado por ellos, a fin de persuadir a los que en Él creen que
todo el que padeciere por la gloria de Cristo ha de tener eternamente participación con el Dios
viviente” (Ibíd. 11).

“Terminada la oración, sobrecogieron inmediatamente a Felicidad los dolores del


parto, y como ella sintiera el dolor, según puede suponerse, de la dificultad de un parto
trabajoso de octavo mes, le dijo uno de los oficiales de la prisión: “Tú que así te quejas ahora,
¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?”
Y ella respondió: “Ahora soy yo lo que padezco lo que padezco; más allí habrá Otro en mí,
que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él” (Felicidad y Perpetua 15).

De esta convicción fuerte de la presencia de Cristo junto al mártir, nace la presentación


de su resistencia como si se tratara de una lucha, la “batalla de la fe”; en este caso, el
combate definitivo. De ahí que en las fuentes antes citadas predomine una cierta mentalidad
de combate final, como ocurre en las actas de los mártires de Lyon, o en la de Perpetua y
Felicidad. Así, el mártir correrá la carrera definitiva como un atleta de la fe, que lucha hasta el
triunfo final con Cristo y como Cristo.

LA DIMENSIÓN LITÚRGICA DEL MARTIRIO

De las mismas fuentes podemos deducir la dimensión litúrgica con la que se vivía y
acompañaba el martirio, un marco ideal para resaltar el aspecto sacrificial del mismo, unido al
único sacrificio, el de Cristo.
El martirio se recibe como un don gratuito de Dios que permite participar en la
misma muerte de Cristo; un don, por eso, que suscita una disposición eucarística en el corazón
del creyente y que la hace externa con sus labios, mediante la tradicional respuesta litúrgica
del “Amén” o del “Gracias a Dios”, cuando se escucha el veredicto de condena.
Los últimos días y el momento final se viven en un intenso clima de oración, en
oración continua, en esto coinciden con bastante frecuencia las narraciones. Es el mismo
ambiente espiritual con el que Cristo cumplió su Pasión. También es tiempo de oración de
intercesión por todos. El mártir es un mediador en aquellos momentos en que la caridad de
Cristo lo mueve a acordarse de todos, de la Iglesia y hasta de los enemigos, porque Dios lo
escucha atentamente, como escuchó al Hijo suplicante en la Cruz. Por eso, los mártires eran
considerados los más eficaces intercesores ante Dios, a los que se encomendaba toda la
Iglesia.
Otro gesto litúrgico que se realiza en aquellas circunstancias es el del intercambio del
beso santo, como sello definitivo de la caridad que los une a todos en Cristo, también en el
padecer.
100

La interpretación sacrificial del martirio es algo muy claro en la oración de Policarpo


antes del momento final, como también en los detalles que recuerda y resalta el narrador
anónimo de esta carta: el fuego, el humo, el perfume, que para él son el signo de un sacrificio
agradable a Dios. Conciencia de eso tiene Ignacio en sus cartas al decir que él quiere unirse al
sacrificio de Cristo. Como también aquella antigua oración sobre las ofrendas de la Liturgia
romana, común de los mártires, usada todavía hoy:

“Al celebrar la muerte preciosa de los santos te ofrecemos, Señor, el sacrificio que da
al martirio todo su valor y fundamento”.

En el martirio de Policarpo se descubren rasgos casi de Plegaria eucarística, que


consagra la vida para convertirla en sacrificio agradable a Dios:

“Señor Dios todopoderoso, Padre de tu amado y bendito siervo Jesucristo, por el que
te hemos conocido, Dios de los ángeles, de las potencias, de toda la creación y de todo el
pueblo de los justos que viven en tu presencia.
Te bendigo porque me has juzgado digno de este día y de esta hora, de tomar parte en
el número de los mártires, en el cáliz de tu Cristo, para resurrección de la vida eterna en alma
y cuerpo, en la incorruptibilidad del Espíritu Santo.
Que hoy sea yo recibido con ellos en tu presencia en sacrificio generoso y grato, tal
como Tú, Dios verdadero que no engaña, lo has preparado de antemano, lo anunciaste, y lo
has cumplido.
Por ello y por encima de todas las cosas te alabo, te bendigo y te glorifico, por medio
de Jesucristo, Sumo Sacerdote eterno y celeste, tu amado siervo, por el cual te doy gloria a Ti,
junto a Él y al Espíritu Santo, ahora y en los siglos venideros, Amén”. (Martirio de San Policarpo
14,1-3).

“A ti, Señor Jesús, te damos no bastantes alabanzas porque a nosotros, miserables e


indignos, después de sacarnos del error de la gentilidad, te has dignado traernos a esta suma y
venerable pasión por tu Nombre y hacernos partícipes de la gloria de todos tus santos. A ti la
alabanza, a ti la gloria. A ti también, encomendamos nuestra alma y nuestro espíritu” (Luciano y
Marciano 7).

Estos rasgos que vendrían a ser como el marco litúrgico dentro del cual se celebra el
martirio, tiene una consecuencia bastante importante a nivel teológico: la de otorgarle un
verdadero valor sacramental. Ya se sabe la tradicional consideración del martirio como un
segundo Bautismo, un Bautismo de sangre, lo cual no es sólo un leguaje simbólico, sino que
se trata del auténtico sacramento del Bautismo, y como tal es reconocido en el caso de que
sean martirizados los catecúmenos, poniendo por garante de todo esto la misma Palabra de
Jesús: “Pero también he de recibir un bautismo y ¡qué angustia siento hasta que se haya
cumplido! (Lucas 12, 50). El martirio es un Bautismo, después del cual no se peca más, que
une inmediatamente a Cristo (Actas de Perpetua y Felicidad 21):

“Si uno recibe el bautismo no tiene la salvación, excepto en el caso de los mártires, los
cuales conquistan el reino de los cielos también sin el agua. Cuando el Salvador redimió al
mundo por medio de la Cruz, herido en el costado, de allí salió sangre y agua, para que unos
en tiempo de paz sean bautizados en agua y otros, durante las persecuciones, sean bautizados
en la propia sangre. El mismo Salvador usó el término “bautismo” para significar el martirio,
cuando dijo: “¿podéis beber el cáliz que yo he de beber o recibir el bautismo con el cual yo he
de ser bautizado?”. También los mártires hacen su profesión de fe cuando son puestos como
espectáculo del mundo, ángeles y hombres” (Cirilo de Jerusalén, Catequesis, III, 10).
101

En este caso concreto, el sacramento se hace en la propia sangre, no en el agua,


dándose inmediatamente el paso del signo a la realidad asumida e imitada.

EL MARTIRIO COMO PROPUESTA DE SANTIDAD

| En la Iglesia de los tres primeros siglos, los mártires son considerados como los
héroes de la fe que el pueblo cristiano imitaba y admiraba. Esto lo demuestra el culto y
veneración que se les tributaba recordando su testimonio anualmente y venerando sus tumbas
y reliquias (los primeros santuarios cristianos); como también la literatura devota que
acompañaba este fenómeno y que lo hacía perdurar. Esta literatura nace precisamente para el
recuerdo litúrgico, es decir, para conmemorar las hazañas de estos héroes de la fe, que en ella
salen glorificados del anonimato sólo por su fidelidad a Cristo en la lucha final; el resto de la
vida no interesa tanto, sino más bien el momento supremo de su testimonio.
El martirio era considerado entonces como la forma más eminente de la perfección
cristiana, la única manifestación de santidad existente y esto basado en dos motivos:

1. El martirio era el mejor modo de seguimiento de Cristo.

2. Por eso, procura o realiza una identificación entrañable con Él. Era la teléiosis, la
perfección, pues además de demostrar una fe heroica, coherente y fiel; significaba que a
través del martirio el creyente había alcanzado inmediatamente a Cristo:

“Nosotros llamamos al martirio teléiosis (cumplimiento y perfección) no porque el


hombre llegue al final (télos) de su vida, sino porque cumple una obra de amor perfecto
(Téleion)” (San Clemente de Alejandría, Stromata 1, c.4).

Es decir, aún siendo cierto que la alegría, el entusiasmo, la serenidad frutos de la


asistencia del Espíritu Santo, acompañaba siempre al mártir, existe la convicción de que llegar
al momento del martirio, resistir y perseverar, es ante todo una gracia, concedida por Dios al
creyente. Esto significa que la Iglesia rechazaba toda manifestación irracional de querer
buscar el martirio; o de provocarlo irresponsablemente. No se trataba de asumir deseos
enfermizos de sufrimiento o muerte; como sucedía entre los montanistas.
La Iglesia por eso más bien preparaba a los cristianos a ser fuertes en la fe durante las
pruebas; aconsejaba prudencia y reconocía como mártires sólo a aquellos llamados por Dios y
ayudados por el Espíritu Santo a asumir responsablemente su confesión de Cristo con amor y
fidelidad.

El martirio era también un momento de tentación y de prueba. Lo demuestra la


presencia del Maligno (muy frecuente en los relatos), por lo que no deja de ser un momento
de lucha espiritual intensa, de combate contra el enemigo; del mismo modo que la muerte de
Cristo fue su victoria sobre el pecado y la muerte. Así se entiende el aprecio por el martirio en
la Iglesia primitiva y la profunda dimensión ascética y espiritual que lo caracterizaba.

En los capítulos 5 y 6 de la Carta a los romanos de San Ignacio de Antioquía,


encontraremos gran cantidad de imágines usadas por el santo Obispo para apoyar la idea del
martirio como un “estado místico” por excelencia. Pues el creyente, abandonado a sus
sufrimientos, adhiere con toda su fuerza al Crucificado y Resucitado y por eso viene a ser
transformado, invadido por la potencia de la Resurrección y conoce el gozo de haberse unido
102

a Jesucristo en su Pascua. Este fervor lo expresa Ignacio en términos como: “unirse a


Cristo”, “estar en Cristo”, encontrar a Cristo”, “alcanzar a Cristo”, etc.

Otro elemento que pone al mártir dentro de una atmósfera espiritual y mística especial,
es la frecuencia de revelaciones, locuciones, visiones, milagros y otros fenómenos especiales
que acompañan los últimos días y momentos de su vida; esto es evidente, por ejemplo, en el
Martirio de Policarpo; Perpetua y Felicidad. Lo anterior suele expresar el carisma del mártir,
al que Dios revela su propia gloria futura, mensajes y dones especiales, determinaciones, etc.
De este modo, además de testigo privilegiado de la fe a través del sufrimiento, es un profeta,
testigo de realidades celestes, amigo e íntimo de Jesucristo.

En todo esto no debemos entender que la espiritualidad del martirio se hubiera dado
desde sus inicios tal como la hemos descrito anteriormente. Han existido contrastes y
contradicciones en su tiempo que la hicieron evolucionar y también purificarse.
No cabe duda que enfatizando el martirio existía el peligro de propiciar deseos
enfermizos de sufrimiento y autodestrucción, los que podían oscurecer los aspectos positivos
o heroicos, como también la consecuencia evidente de minusvalorar otras manifestaciones de
la experiencia cristiana. De ahí que un progreso y desarrollo de la correcta espiritualidad
martirial fuese saludable e influyente para la posteridad de la historia de la espiritualidad.

Contemporáneamente al martirio se valora otra forma de unión mística con Jesucristo,


más frecuente y común: el martirio incruento, que se puede vivir sin derramar sangre. Es el
fenómeno de la espiritualización del martirio, algo que no es tardío o posterior al hecho,
como si hubiera que buscar un sustituto.
El don de sí es inherente a cualquier forma de vida cristiana vivida en plenitud; de ahí
que este concepto, base del martirio, sea más rico y amplio; comprendiendo también otras
realidades, enriqueciendo así el concepto de santidad. De aquí que, en ambientes de gran
vitalidad intelectual cristiana, como Alejandría, sin dejar de lado las notas típicas del martirio,
se da el paso del martirio cruento, al martirio testimonio de una vida en defensa de la fe
cristiana, es el “martirio gnóstico” del cual hablará San Clemente de Alejandría:

“Si el martirio consiste en confesar a Dios, el alma que vive puramente en el


conocimiento de Dios, que obedece a sus mandamientos, es mártir en la vida y en las
palabras; de cualquier forma, que ella esté separada del cuerpo, ella derrama su fe, como
sangre, durante toda su vida y en la muerte. Por eso dice el Señor en el Evangelio que el que
deja padre, o madre, o hermanos a causa de mi nombre (Mc 10,29); este hombre es
bienaventurado, porque realiza no el martirio ordinario sino el martirio gnóstico, dejándose
guiar, de acuerdo al evangelio, por el amor del Señor. Porque la gnosis es el conocimiento del
Nombre y la compresión del Evangelio” (Clemente Alejandrino, Stromata, 1. IV, IV, 15).

CONCLUYENDO:

El martirio en la Iglesia antigua, como testimonio de sangre, contribuyó mucho al


desarrollo de la espiritualidad cristiana; pues iba mucho más allá de la mera experiencia del
dolor y sufrimiento cruel.

Es decir, el martirio como testimonio de fe y como componente esencial de la


espiritualidad cristiana de la Iglesia antigua, no se agota únicamente en la experiencia de la
muerte física, sino que se vive como un testimonio excelso de fidelidad cristiana; testimonio
violento, delante de Dios, de la propia conciencia y del mundo a causa del Nombre de Cristo.
103

Posteriormente este testimonio admirable de entrega a Cristo se vivirá con el martirio blanco,
cuando la realidad histórica de la Iglesia en relación con el Imperio, cambie a partir del Edicto
de Milán.

El martirio no es una opción que depende únicamente del mártir, ni tampoco se busca.
Es un don de Dios especial; una experiencia mística vivida por la Iglesia. Sin embargo, no es
el único modo de unirse a Cristo, de alcanzar la perfección cristiana. La experiencia africana
(montanismo, donatismo) ayuda a entender que también en el caso del martirio se pudo llegar
a asumir comportamientos heterodoxos y fanáticos cuando se afirmaba que el martirio era el
único testimonio posible de fe.

Por otra parte, vemos un desarrollo del concepto de martirio: del martirio de sangre
como expresión máxima de santidad, pasamos al martirio blanco o espiritual y de ahí a
afirmar que toda perfección cristiana siempre tiene algo de martirio. Es el único ideal de
perfección que se ha extendido a todos los estados de vida y consiguientemente, a la
afirmación que todos los estados de vida cristiana conducen a la perfección en tanto cuanto
participan o tienen algo de experiencia martirial, de ascesis, de entrega. Muchos autores han
afirmado en este sentido, que la santidad cristiana, se viva como se viva, tiene siempre algo de
martirio: “vita comunis mea máxima penitentia” (San Juan Berchman).

Otro aspecto no menos importante es el del progreso de la literatura cristiana a raíz del
martirio. Comienza con el momento en que, para edificación o conmemoración, se tiene en
cuenta la vida de cada creyente y se recogen tantas noticias y particularidades sobre él.
Estamos en el origen de las vidas de santos. La vida, y especialmente los momentos finales,
de un cristiano, no sólo de Jesús de Nazaret, en esta literatura es un argumento literario de
gran interés; no pasará mucho tiempo hasta que se sienta la necesidad de narrar no sólo la
hora final, sino toda la existencia del mártir como adhesión cristina ejemplar que va más allá
de la hora de la muerte: “Cuando el ideal de la santidad, representado por el martirio, se
añadieron los de la vida monástica y el de la santidad episcopal, se desarrolló la hagiografía
de la antigüedad cristiana, que, de modo análogo al género literario relativo a los mártires,
creó una inmensa literatura” (Altaner, Patrología, I, Cap. 6, & 48).

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