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EL MONACATO PRIMITIVO

Junto con los arduos debates sobre la teología trinitaria en la Iglesia del siglo IV, la
fecundidad y la acción del Espíritu generaron diversas manifestaciones de vitalidad y de vida
cristiana. Nos referimos fundamentalmente al surgimiento y expansión de un carisma nuevo:
el monacato cristiano.
Si en la época de las grandes persecuciones de Diocleciano (siglo III), el mártir
representaba el ideal de una vida cristiana vivida radical y plenamente; y más atrás aún en el
tiempo, si la virginidad consagrada era signo de radicalidad cristiana en los inicios de la
Iglesia; el siglo IV fue el tiempo de los monjes.
Al llegar la paz constantiniana, el cristianismo se sintió acogido en el Imperio y en
cierta manera “se instaló” en ese ambiente, a veces demasiado confortablemente. Pensemos,
por ejemplo, en los obispos de la Iglesia constantiniana, tratados ahora como grandes
funcionarios de la Corte, fácilmente deslumbrados por el esplendor del poder imperial.
Sumemos la avalancha de conversiones, a menudo superficiales o interesadas, tanto entre las
asas como entre la elite; todo esto debió acarrear una relajación del fervor al interior de la
Iglesia.

En estas condiciones se comprende que la huida del mundo apareciese como la


condición al menos favorable sino necesaria, para llegar a la vida cristiana perfecta. Esta
misma idea, que está en el origen y en el corazón de la vida monástica. Es la distinción entre
el martirio rojo, el martirio sangriento de la persecución, y el martirio blanco a que ahora
conduce una vida de renuncia y mortificación por amor al Reino de Dios.
El monacato cristiano aparece en Egipto a finales del siglo III, aún en tiempos de
persecución. Sus primeros representantes son los solitarios o anacoretas. El estilo de vida que
adoptan no es del todo una innovación: la anacóresis, literalmente la “subida al desierto”, era
un recurso común en el Egipto de aquel tiempo para todos los que tenían fundada razón para
huir de la sociedad: criminales, bandidos, deudores insolventes, contribuyentes perseguidos
por el Fisco, antisociales de todo tipo; durante la persecución hubo fieles que pudieron
recurrir a este camino. Pero el monje va a escoger este camino por motivos de orden
espiritual.

Resumiendo: el proceso de cristianización acelerado del siglo IV, tras el decreto de


libertad religiosa de Constantino, afectó más a los comportamientos externos que a las
actitudes y convicciones personales de los creyentes. A menudo, se trataba más de un
cristianismo sociológico que de una auténtica conversión personal. Es decir, los nuevos
“cristianos” buscaban más formar parte de la Iglesia que adherirse personalmente a Cristo o a
su Evangelio. Desde entonces, en muchos casos, ser cristiano hacía referencia más a unos
ritos, signos, ceremonias o costumbres que a las exigencias de Jesús y a un cambio profundo
de valores y actitudes de vida.

No faltaron, sin embargo, quienes deseaban llevar una vida más exigente, y
“protestaban” por la nueva situación caracterizada por la relajación y cierta “tibieza” que
había traído a la Iglesia la paz constantiniana. Siempre en la plurisecular historia de la Iglesia,
en cada época y cada quicio histórico, el Espíritu ha suscitado hombres y mujeres que anhelan
vivir el Evangelio sin claudicaciones. Estos movimientos a menudo han originado notables
corrientes espirituales, las que, sin embargo, también suelen tener su rama heterodoxa, que,
en la mayoría de los casos, termina por situarse fuera de la comunión eclesial.
En el caso del origen del monacato cristiano, estos santos rebeldes, que no se
resignaban a vivir una vida cristiana arropada por el poder imperial, tradujeron su propuesta
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en un estilo de vida concreto, que inició un gran movimiento espiritual que terminó siendo un
notable carisma para toda la Iglesia: el monacato. Cuyos pasos iniciales están dados por la
huida al desierto como “propuesta de vida cristiana plena”. Abandonando todo cuanto
poseían, optando por la pobreza y la ascesis, huyen del mundo y se van al desierto, para vivir
sólo de Dios y sólo para Dios. ¡Es la radicalidad evangélica, fruto de la acción del Espíritu
que sigue enriqueciendo con nuevos carismas a la Iglesia!

La vida de estos Padres del desierto debe ser interpretada como la reacción instintiva
del sentido cristiano contra una reconciliación indebida con los poderes del mundo, o como la
continuación del espíritu de aquellos cristianos que no habían dudado en enfrentarse con las
fieras para defender la integridad del Evangelio.
La paz y la masificación de la Iglesia y la consiguiente oleada de mediocridad que
penetró en Ella, contribuyeron en gran manera a engrosar las filas de los anacoretas que
emprenden la “fuga del mundo”.
Los primeros monjes se sentían continuadores de la vida de los ascetas judíos 1.
Recordemos el lugar central ocupado por el desierto en la historia y en la formación del
pueblo judío. El desierto no era sólo un lugar de encuentro con Dios; sino también de prueba,
tentación y lucha con los enemigos de Dios. Elías y Juan Bautista constituían dos modelos de
vida siempre presentes en los primeros siglos del cristianismo. Para muchos, este género de
vida se convirtió en un sucedáneo del martirio.

Escribe Casiano2, refiriéndose a los cenobitas:

“La paciencia y la fidelidad rigurosa con que perseveran devotamente en la profesión


que abrazaron un día, como que nunca dan satisfacción a sus deseos, los convierte de continuo
en crucificados para el mundo y mártires vivientes”.

Es decir, rechazando el peligro de una vida cristiana tibia, los anacoretas abandonaban
el mundo, se negaban a sí mismos y se entregaban totalmente a Dios. A primera vista, su
objetivo era puramente individual: se reducía al deseo de purificarse, de santificarse, y a este
fin parecen encaminarse todas las acciones del monje. Sin embargo, desde el primer momento
su horizonte era mucho más amplio y su ambición abarcaba todo el campo eclesiástico. En
palabras de Eusebio de Cesarea (c. 260-340), los que, separándose del mundo, se consagran
por entero al servicio de Dios, obran “como representantes de todo el género humano”.
Los cenobitas sirios se consagraban a la hospitalidad, al servicio de las parroquias y al
apostolado misionero. Severo de Antioquía pensaba que Cristo en persona iba de pueblo en
pueblo, como un pobre más, para comprobar si se cumplían los deberes evangélicos hacia los
necesitados.
Gracias al celo misionero de los monjes, el cristianismo, que hasta este momento casi
se reducía al ámbito urbano, experimentó una expansión masiva entre la población rural.

1
Los esenios, por ejemplo.
2
Juan Casiano (360-435), uno de los primeros monjes y teólogos cristianos. Después de pasar cerca de 15 años
entre los ascetas de los desiertos de Egipto, estudió en Constantinopla con San Juan Crisóstomo, quien lo ordenó
diácono. Hacia el año 415, siendo ya sacerdote, se estableció en Marsella, donde fundó los monasterios de San
Pedro y San Víctor, para hombres, y San Salvador para mujeres, y llevó el monacato oriental a occidente.
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EL PADRE DE LOS MONJES: “SAN ANTONIO ABAD”


El monacato hace su entrada en la historia de la Iglesia con San Antonio, el “padre de
los monjes”, muerto más que centenario en el año 356. La vida de San Antonio escrita por
San Atanasio alrededor del año 360, pronto se tradujo al latín y se difundió por todo el
Imperio; ejerciendo gran influencia y contribuyendo a la difusión del ideal monacal y a
suscitar vocaciones. Su lectura interviene en un momento decisivo de la conversión de San
Agustín, por ejemplo, que nos atestigua en sus Confesiones. Esta biografía nos presenta a San
Antonio como un labrador egipcio de origen modesto, prácticamente iletrado: frente al orgullo
de los intelectuales, recientemente convertidos, que trasladaban al interior del cristianismo la
tradición aristocrática de sus maestros paganos, el monacato va a reafirmar, como hará más
tarde el franciscanismo en el siglo XIII, esa primacía de las almas sencillas que constituye uno
de los aspectos esenciales del mensaje evangélico.

Cristiano de nacimiento y piadoso, San Antonio se convierte a la vida perfecta hacia


los dieciocho o veinte años, un día que, entrando en la Iglesia, escucha las palabras de Jesús al
joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todos lo que tienes, repártelo a los pobres y
luego ven y sígueme”. El monje es ante todo un cristiano que toma en serio y sigue a la letra
los consejos evangélicos.
Rompiendo su lazo con el mundo, Antonio se consagra a la vida solitaria, a la oración
y a las ascesis. Su larga carrera se divide en tres etapas, siempre en busca de un aislamiento
más completo.

1ª. Primero se establece en las cercanías de su pueblo natal, para aprovechar los consejos de
un anciano más experimentado. Este punto es esencial: la vida del solitario o anacoreta es
una dura escuela y no se aprende sin un maestro más experimentado.
2ª. Luego y por casi veinte años, vive en un fortín romano abandonado.
3ª. Finalmente, se internará aún más en el desierto.

La vida ascética de Antonio, aparece al principio como una vida de penitencia y de


ascesis cada vez más rigurosa. La ascesis cristiana de Antonio es distinta de la de los
gnósticos y de los platónicos. Está expresada por Clemente de Alejandría y San Agustín:

“El que se concede todo lo que está permitido, llegará pronto a dejarse llevar y
cometer lo que no está permitido”.

Naturalmente, todo depende del contexto de civilización. Los primeros monjes eran
cristianos egipcios, rudos campesinos coptos, que solían excederse en reprimir la
concupiscencia y frecuentemente cometerán excesos en la privación de comodidades, de
alimentos y de sueño. De una manera u otra el problema es llegar al perfecto dominio de las
pasiones, lo que el teorizante del desierto, Evagrio Póntico, intentará designar recurriendo a
una palabra equívoca, apatheia.
Los estoicos enseñaron que se debe vivir de acuerdo con la naturaleza, la cual es la
razón (logos) que penetra todas las cosas. El sabio que sigue este consejo logrará la apatheia,
esto es, se librará del sufrimiento.
Pero la ascesis del monje no se limita a aspectos interiores, psicológicos. El solitario
se va al desierto para enfrentarse allí con las fuerzas del mal y muy concretamente con el
demonio, sus tentaciones y asaltos.
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El trabajo manual, la vigilia y la oración son las armas del monje. “Recen sin cesar”,
decía San Pablo. “Vigilen y oren para no caer en la tentación”, nos dice Jesús en el
Evangelio. El monje, toma con seriedad estos consejos y los realiza a la letra, hasta llegar al
límite de una vida semejante a la de los ángeles. De aquí el papel que desempeña en su vida la
lectura recitada de los Salmos, de la Sagrada Escritura, repetida y aprendida de memoria.
En la vida del monje, la oración se prolonga en la contemplación, y ésta a su vez, abre
el camino a una experiencia más alta: la ascesis cristiana, prepara y orienta al hombre
entero a una experiencia mística de unión con Dios.

A los ojos de los paganos del siglo IV (y también a los ojos de los paganos de hoy), el
monje aparecía como un loco, que ha olvidado que el hombre está hecho para la sociedad y la
vida civilizada; tal como opinaba el Emperador Juliano el Apóstata (361-363). Pero el monje
sigue siendo un hombre (o una mujer) y lleva consigo al desierto toda su humanidad. Sigue
siendo un cristiano y se siente solidario con la Iglesia entera a través de la oración y la unión
mística con el Señor.
Es significativo que San Antonio salió del desierto y marchó a Alejandría, la gran
metrópoli egipcia, dos veces en su vida:

1ª: Durante la persecución de Diocleciano, para dar ánimo a los cristianos, exponiéndose él
mismo al martirio.
2ª: La segunda, en lo más álgido de la polémica arriana, para llevar al obispo Atanasio su
apoyo y defender así la ortodoxia.

Esta alianza entre el profetismo y el sacerdocio encuentra su expresión simbólica en el


hecho de que sea el mismo San Atanasio, obispo y doctor, quien se sintiese inclinado a ser el
historiador de San Antonio y el propagandista de la institución monástica.

Los monjes desempeñaron desde sus inicios una función eclesial de notable
importancia. La santidad que Antonio y sus monjes buscaban en el desierto, es una santidad
que Dios confirma con la concesión del carisma propio de la vida monacal y actúa sobre los
demás cristianos como un polo de atracción y fermento de una vida cristiana sin concesiones.
Curiosamente, los monjes que buscaban la soledad en el desierto, atrajeron a
multitudes de visitantes que buscaban la ayuda de sus oraciones, la curación de sus
enfermedades del alma y del cuerpo, los consejos, un ejemplo, etc. Unos regresaban a la
ciudad consolados y edificados. Pero otros, contagiados por el ejemplo y la santidad de los
eremitas, se quedaron con ellos y poniéndose bajo la dirección de un padre, se esforzaban por
imitar el ideal de la radicalidad cristiana de la vida monacal.
Así, ya en vida de San Antonio y aún más después de su muerte, el monacato se
extendió por todo el mundo cristiano oriental, enriqueciendo el Cuerpo de la Iglesia con una
nueva forma de vocación a la santidad. Naturalmente se fue operando también una
diversificación. Sin rebasar los límites del siglo IV podemos distinguir cuatro variedades de
instituciones monásticas, cada una de las cuales corresponde a una etapa de su desarrollo.
Veámoslas brevemente.

LAS AGRUPACIONES DE “ANACORETAS O EREMITAS”

Esta es la forma más antigua y elemental de organización monacal: los discípulos que
vienen a formarse en la escuela de un santo anciano, y que construyen cada uno su celda en
las proximidades de la del maestro. Su número puede llegar a ser más o menos grande. Surgen
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así varios modos de vida anacorética que varían entre la soledad absoluta y la vida semi
comunitaria. En principio cada monje vive, trabaja y medita solo en su celda; se congregan
todos sólo para la oración en común a horas señaladas cada día o cada semana para la liturgia
solemne del sábado y del domingo, o con menos frecuencia aún si se trata de los que son
juzgados dignos y capaces de una anacóresis más total.

Este es el sistema imperante ya en vida de San Antonio. Desde el Medio Egipto en que
había nacido y vivido San Antonio, el movimiento se extendió por todo Egipto, al sur en la
Tebaida, al norte en las orillas del Delta del Nilo. La agrupación más célebre (que ha
subsistido hasta nuestros días) es la del desierto de Escitia y de Wadi-n-Natrún al oeste del
Delta. Fundada hacia el año 330 y hecha famosa por el gran Macario, Escitia acogió desde el
382 hasta su muerte en el 399, al curioso personaje que fue Evagrio Póntico. Lector de San
Basilio en Cesarea, diácono de San Gregorio de Nacianzo al que siguió a Constantinopla,
donde adquirió renombre en la predicación, Evagrio, a pesar de este doble patronazgo, era un
teólogo de dudosa ortodoxia. Discípulo de Orígenes, desarrolló exageradamente las
tendencias de su maestro. Su doctrina espiritual, en cambio, es de gran valor e influyó
notablemente en la enseñanza sistemática de los Padres del desierto. Su misión histórica fue
sistematizar esta enseñanza y elaborarla en un cuerpo doctrinal, los apophthegmatas. Así, la
sabiduría de los monjes de Egipto nos ha llegado bajo una forma más directa en las
colecciones de Apophthegmata (“Dichos”), donde toda una espiritualidad se resume en una
anécdota de varias líneas, una frase, a veces una palabra, como este lema del Santo Abad
Arsenio: “Huye, calla, vive en paz” y cuyo núcleo original data de los siglos IV y V. O
también en grandes reportajes de viajeros que conservaron las conversaciones que tuvieron
con algún famoso monje solitario.
No existe una doctrina común en las colecciones de Dichos de los Padres del desierto.
Procedentes de medios y épocas diversas, tiene sin embargo características comunes,
especialmente el método y la actitud fundamental.

 En primer lugar, la búsqueda de la voluntad de Dios, a través de una respuesta de un Padre


respetado, a la pregunta de un discípulo: “Padre, dime una palabra”. Ello compromete a
aceptar con obediencia lo que se reciba como enseñanza.
 En segundo lugar, el monje abrazará una vida austera, de oración y de trabajo, solo o con
otros discípulos, en una escala que puede variar en rigor y exigencia, pero que tiene
siempre como fin purificar el alma y liberarla, para abrirse a Dios.

Hubo, sin duda, excesos y hasta contaminaciones de las doctrinas heréticas de maniqueos
y dualistas, en algunos casos, pero esto es la excepción. Asombra el buen sentido, la
normalidad cristiana, el optimismo antropológico, la visión de fe, de estos hombres
experimentados en las cosas de Dios. Verdaderos maestros del espíritu. El fin, que es el amor,
se realiza en la hesequía, la calma, el reposo espiritual.
Incluso para nosotros hoy, los Dichos de los Padres del desierto, son más allá de la
sorpresa, una fuente válida de enseñanza. Pues hablan de un radicalismo evangélico, de la
seriedad con que se debe asumir el seguimiento de Cristo, de las cautelas en el discernimiento
espiritual.
De las palabras del Evangelio a la doctrina de los padres del desierto podemos
observar la continuidad exigente: quien no toma la cruz para seguir a Cristo, no puede ser su
discípulo. Veamos, a continuación, algunos Dichos de padres del desierto:
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ABBA ANTONIO

Uno interrogó a Abba Antonio, diciendo: “¿Qué debo observar para agradar a Dios?”. El
anciano le respondió diciendo: “guarda esto que te mando: adondequiera que vayas, lleva a
Dios ante tus ojos; y cualquier cosa que hagas, toma un testimonio de las Santas Escrituras; y
cualquiera sea el lugar que habitas no lo abandones prontamente. Observa estas tres cosas y te
salvarás”.

Dijo Abba Antonio a Abba Pastor: “Este es el gran esfuerzo del hombre: poner su culpa ante
Dios, y estar preparado para enfrentar la tentación hasta el último suspiro”.

Preguntó Abba Pambo a Abba Antonio: “¿Qué debo hacer?”. Le respondió el anciano: “No
confíes en tu justicia, ni te preocupes por las cosas del pasado, y contiene tu lengua y tu
vientre”.

Dijo Abba Antonio: “Vi todas las trampas del enemigo extendidas sobre la tierra y dije
gimiendo: “¿Quién podrá pasar por ellas?”. Y oí una voz que me respondía: la humildad.

Dijo también: “La vida y la muerte dependen del prójimo. Pues si ganamos al hermano,
ganamos a Dios, y si escandalizamos al hermano, pecamos contra Cristo”.

Un hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto vio a Abba Antonio que se
recreaba con los hermanos y se escandalizó. Deseando mostrarle el anciano que es necesario a
veces condescender con los hermanos, le dijo: “Pon una flecha en tu arco y estíralo”. Y así lo
hizo. Le dijo: “Estíralo más”. Y lo estiró. Le dijo nuevamente: “Estíralo”. Le respondió el
cazador: “Si estiro más de la medida, se romperá el arco”. Le dijo el anciano: “Pues así es
tambien la obra de Dios: si exigimos de los hermanos más de la medida, se romperán pronto.
Es preciso pues de vez en cuando condescender con las necesidades de los hermanos”. Vio
estas cosas el cazador y se llenó de compunción. Se retiró muy edificado por el anciano. Los
hermanos regresaron también fortalecidos, a sus lugares.

Un monje fue alabado por los hermanos en presencia de Abba Antonio. Cuando éste lo
recibió, lo probó para saber si soportaba la injuria, y viendo que no la soportaba, le dijo:
“Pareces una aldea muy adornada en su frente, pero que los ladrones saquean por detrás”.

Recibió Abba Antonio una carta del Emperador Constancio, invitándolo a ir a Constantinopla,
y reflexionando acerca de lo que debía hacer. Le preguntó a Abba Pablo, su discípulo: “¿Debo
ir?”. Y le respondió: “Si vas, te llamarás Antonio; si no vas, te llamarás Abba Antonio”.

Dijo Abba Antonio: “Ya no temo a Dios, sino que lo amo. En efecto, el amor expulsa el
temor”.

ABBA ARSENIO3
3
Arsenio, alto funcionario de la Corte imperial de Constantinopla. Preceptor de los hijos del Emperador
Teodosio, dejó el mundo el 394 y se internó en Escete, bajo la guía de Juan Colobos. Vivió un tiempo en Petra,
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Cuando Abba Arsenio estaba todavía en el Palacio, oró al Señor diciendo: “Señor, dirígeme
por el camino de la salvación”. Y llegó hasta él una voz que le dijo: “Arsenio, huye de los
hombres y te salvarás”.

Decían del mismo Arsenio, que, así como nadie llevaba en la Corte ropas mejores que las de
él, ninguno llevaba ropas más vulgares en la Iglesia.

Alguien dijo al bienaventurado Arsenio: “¿Cómo es que nosotros no tenemos nada, con toda
nuestra educación y sabiduría, mientras que estos campesinos y egipcios adquieren tantas
virtudes?”. Les respondió Abba Arsenio: “Nosotros no sacamos nada de nuestra educación
secular, pero estos campesinos egipcios adquieren las virtudes por sus trabajos”.

Pidió un hermano a Abba Arsenio que le hiciera oír una palabra. El anciano le dijo: “En
cuanto de ti dependa, esfuérzate para que tu trabajo interior sea de acuerdo a Dios, y vencerás
las pasiones exteriores”.

Dijo también: “Si buscamos a Dios, Él se manifestará a nosotros; y si lo retenemos,


permanecerá con nosotros”.

Cayó una vez enfermo en Escete Abba Arsenio. Le faltaba hasta un pedazo de tela de lino, y
como no tenía con qué comprarlo, lo recibió de otro por caridad, y dijo: “Gracias te doy,
Señor, porque me hiciste digno de recibir la caridad en tu nombre”.

ABBA TEÓDOTO

Dijo Abba Teódoto: “La carencia de pan mortifica el cuerpo del monje”. Pero otro anciano
decía: “La vigilia lo mortifica aún más”.

Dijo también: “No juzgues al fornicador si tú eres continente. Si lo haces, quebrantas


igualmente la Ley, pues el que dijo: “No fornicarás”, dijo también: “No juzgarás” 4.

2. EL CENOBITISMO DE PACOMIO

Con San Pacomio aparece otro tipo de monacato que pone el acento en la “vida
común” (κοινος βιος = koinonía), es el cenobitismo. Pacomio, después de haberse ejercitado
durante siete años en la vida solitaria, en el año 323 fundó su primera comunidad en un
pueblo abandonado, en Tabennisi, Alto Egipto. Esta comunidad se desarrolló pronto y recibió
de su fundador una estructura sólidamente construida: una regla, en primer lugar. Fue la
primera regla monástica propiamente tal, cuyos 192 artículos determinaban con precisión el
ritmo de la vida diaria del monje, el trabajo, la oración en común, la disciplina.
El monasterio de Pacomio comprendía, con la Capilla y sus dependencias, una serie de
casas que albergaban a una veintena de monjes bajo la autoridad de un abad, asistido por un
adjunto. Había servicios generales bien organizados: panadería, cocina, enfermería, etc.

más tarde en Cánopo. Murió cerca de El Cairo (Egipto) en el 449.


4
Citas tomadas de Los Dichos de los Padres del Desierto, Traducción de MARTÍN DE ELIZALDE, OSB.
Ediciones Paulinas, Buenos Aires, pg. 20-25.
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El éxito del primer monasterio, hace que Pacomio funde un segundo monasterio del
mismo tipo en otro pueblo abandonado. Siguieron otras fundaciones. A su muerte, en el 346,
San Pacomio había establecido nueve conventos de hombres y dos de mujeres, el primero de
éstos fundado hacia el 340 por su hermana María. La expansión continuó bajo sus sucesores,
extendiéndose por todo Egipto. A fines del siglo IV encontramos un monasterio pocomiano
instalado en las puertas de Alejandría, el célebre monasterio de la Penitencia, Metanoia
(Μετάνοια).
El conjunto de estos monasterios formaba una Órden bajo la autoridad de un superior
general instalado en Tabennisi y luego en Pebou; éste nombraba los superiores de cada
monasterio. Un capítulo general los reunía en torno a él dos veces en el año; allí se rendía
cuentas de la marcha de cada monasterio ante el ecónomo general, que asistía al superior en la
gestión de los asuntos generales de la Órden.
La importancia del aspecto económico de esta institución no cesó de crecer a medida
que se desarrollaba la vida monacal cenobítica. Los monasterios pacomianos llegaron a reunir
miles de monjes. Para la agricultura egipcia constituían una aportación económica importante
y un notable flujo de mano de obra temporal.

La obra de San Pacomio aparece animada de un notable espíritu de prudencia y


moderación, pero el desarrollo numérico de sus monjes impulsó después a otros animadores
del monacato a insistir en la severidad de la regla, a acentuar hasta el exceso el rigor de la
disciplina monástica.

3. LA COMUNIDAD DE SAN BASILIO

En la Antigüedad cristiana, Egipto es sin duda la patria de origen del monacato. Pero
pronto vemos monjes más allá del país del Nilo, extendidos por todo el Oriente cristiano.
Un progreso decisivo para el ulterior desarrollo del monacato, fue el realizado por San
Basilio que hacia el año 357, apenas recibió el bautismo, abrazó la vida monástica y, tras un
viaje a Egipto, se estableció en las montañas del Ponto (Asia Menor, junto al Mar Negro).
Basilio agrupó en torno a sí a algunos amigos, entre ellos a San Gregorio de Nacianzo;
pero no pudo retenerlo por mucho tiempo. No obstante, logró reunir una verdadera comunidad
que debía servir de modelo a muchas otras comunidades monacales, especialmente en
Oriente.
La carrera monástica de Basilio fue muy breve. Ordenado presbítero para Cesarea de
Capadocia, se establece allí definitivamente el año 365, ascendiendo al trono metropolitano el
370. Su papel histórico fue considerable gracias a su obra de organizador y legislador: las
reglas monásticas que redactó son su gran aporte al desarrollo del monacato cenobítico.
Pronto la Regla de San Basilio fue asumida por la mayoría de los monjes cenobíticos de
Oriente, hasta el día de hoy. Basilio aportó una concepción nueva de la vida monástica, con
una Regla bien construida, llena de sabiduría y que, conservando el ideal monástico, superaba
los excesos disciplinarios y ascéticos a los que eran tan dados los monjes egipcios.
La Regla de Basilio deliberadamente ponía el acento en la vida comunitaria, concebida
como el marco normal para el desarrollo de la vida espiritual. El anacoreta desaparecía un
poco en el horizonte; frente a los ejemplos heroicos del Antiguo Testamento, tan del agrado de
los primeros solitarios (la vocación de Abrahám, la ascensión de Elías), San Basilio presenta
como ideal el cuadro de la vida de los primeros cristianos de Jerusalén, según nos la describen
los Hechos de los Apóstoles.
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San Basilio reflexionó mucho sobre las relaciones fraternas como distintivo de la
espiritualidad cristiana en general; el amor a Dios exige el amor al prójimo. Y por el amor al
prójimo se llega al amor a Dios. Basilio, con su cultura griega, ve en esta exigencia evangélica
un desarrollo más perfecto de las mismas exigencias naturales: el hombre es zoon politicón,
un animal social, y por tanto no hay nada tan propio en la naturaleza humana como el
asociarse, tener necesidad de los demás porque nadie puede bastarse a sí mismo, y es preciso
amar a aquellos con quienes se comparte un mismo ideal humano y evangélico, porque la
caridad cristiana no busca el propio interés sino el bien de los demás.
De aquí saca San Basilio su ideal monástico, que no es, por tanto, un camino solitario;
la comunidad se le presenta como la expresión de la comunión eclesial y como puesta en
común de los carismas personales recibidos de Dios. Es posible que el anacoreta o solitario
tenga alguno o muchos carismas; pero quien vive en comunidad goza no sólo de sus propios
carismas, que debe ponerlos al servicio de los hermanos, sino también de los carismas de los
demás. Así se va recreando en la comunidad monástica, la vida de la Iglesia primitiva, fresca
en carismas y presencia del Resucitado. Pero hemos de tomar en cuenta también, que la vida
de la Iglesia descrita en los Hechos de los Apóstoles, más que una descripción histórica de la
vida de esa comunidad, es también un ideal de lo que debe ser toda comunidad cristiana.

La comunidad fraterna basiliana no es nada más que la expresión connatural de la


comunidad cristiana llevada a sus últimas consecuencias; en este punto, San Basilio se planteó
el problema de las relaciones concretas que habían de existir entre sus monasterios y la
comunidad eclesial: y resolvió este problema aproximando sus fraternidades a la ciudad
episcopal, dándoles la misión de la educación de los niños y jóvenes, y de la asistencia a los
peregrinos y a los enfermos. De este modo, en contraposición al monacato del desierto, tanto
anacorético como cenobítico, el monacato basiliano se abría más explícitamente a la gran
Comunidad Eclesial y al servicio de la caridad en el seno de esa misma Comunidad.
La comunidad monacal basiliana, a diferencia de la pacomiana, está compuesta por un
grupo relativamente reducido de hermanos que alternan la oración, el estudio y el diálogo.
Los hermanos viven juntos, oran, trabajan y comen en comunidad. Trabajan manualmente
para proveer a su propio sustento; pero también trabajan intelectualmente: leen la Sagrada
Escritura, leen teólogos y autores famosos y cultivan el diálogo como medio de estudio y
aprendizaje y de comunicación entre sí.

La Regla de Basilio consta fundamentalmente de dos partes:


1. Las reglas “fusius tractate”; 55 largas respuestas a otras tantas preguntas.
2. Las reglas “brevius tractate”, 313 respuestas más breves a otras tantas preguntas que sus
monjes hicieron a San Basilio cuando visitaba sus monasterios.

Recordemos que esta Regla basiliana es la que ha regido y aún rige a la mayoría del
monacato oriental. La Regla basiliana establece una normativa muy rigurosa para la admisión
de los candidatos y para las relaciones fraternales, que han de ser muy importantes. Ésta es la
razón por la que sus monasterios han de tener un número más bien reducido de monjes. Otro
motivo por el que prefería que sus monasterios tuvieran un número reducido de monjes, era el
sistema económico: una comunidad numerosa exigía un gran capital para mantenerse; lo cual
comportaba una intensificación del trabajo manual y unas relaciones económicas con la
sociedad que San Basilio no quería en modo alguno en sus monasterios. La comunidad debía
ser autosuficiente, pero nunca debía convertirse en un poder económico ni comercial.

Al principio, la comunidad basiliana tenían un marcado aspecto comunitario, basado


en relaciones horizontales; de modo que la obediencia, imprescindible en cualquier grupo
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humano, no se fundaba en la renuncia, como en el monacato pacomiano, sino en el amor


fraterno. La obediencia basiliana es más una obediencia mutua que sumisión a la persona del
abad, como norma última, aunque siempre mitigada por la presencia de un Consejo monástico
al que se podía apelar.

4. SAN JERÓNIMO Y LA PROPAGANDA ASCÉTICA EN EL AMBIENTE ROMANO

Ya durante su destierro en Tréveris y luego en Roma, San Atanasio comenzó a dar a


conocer la existencia del monacato en Occidente. Pero es sobre todo San Jerónimo el gran
difusor de la vida monacal en Europa. Veamos con más detención quién fue nuestro personaje.
San Jerónimo (c. 345-419), fue un erudito bíblico, Padre y Doctor de la Iglesia, cuya
obra más importante fue la Vulgata; es decir, la traducción de la Biblia al latín. Eusebius
Hieronymus, su nombre en latín, nació en Estridon, en la frontera entre las provincias
romanas de Dalmacia (en la actual Croacia) y Panonia (en la actual Eslovenia), hacia el año
345. De formación pagana, después de estudiar en Roma y viajar a Antioquía (donde se
convirtió al cristianismo), marchó al desierto y allí vivió como un asceta y estudió las
Sagradas Escrituras. En el 379 fue ordenado sacerdote. Pasó tres años en Constantinopla con
San Gregorio Nacianceno. En el 382 regresó a Roma, donde trabajó como secretario y
consejero del Papa Dámaso I, quien le encargó revisar la antigua traducción de la Biblia (de
donde surgieron el Salterio Romano y el Salterio Galo); allí empezó a ser muy influyente.
Ejerció como director espiritual de numerosas personas, entre las que se encontraba una
noble viuda romana llamada Paula y su hija, con las que peregrinó a Tierra Santa en el 385. Al
año siguiente estableció su residencia en Belén, donde Paula (más tarde Santa Paula) fundó
cuatro monasterios, tres femeninos y uno masculino, este último dirigido por el propio
Jerónimo. Allí continuó con sus trabajos (que darían como resultado la aparición de la
Vulgata) y polemizó, no sólo con los herejes Joviniano, Vigilantio y los seguidores del
pelagianismo, sino también con el monje y teólogo Rufino y con San Agustín de Hipona.
Durante su residencia en Roma, al servicio del papa Dámaso, su propaganda a favor del
ideal monástico encontró un éxito grande, especialmente entre un cierto número de mujeres,
viudas, vírgenes, pertenecientes a la aristocracia senatorial.
Pero esta nueva forma de vida también despertó no pocas reticencias. De aquí las
discusiones en que la vena de polemista de San Jerónimo se manifiesta en más de una
ocasión. Jerónimo debe abandonar Roma en el 385; pronto se le unen varias discípulas.
Sabemos que se establece finalmente en Belén.

MONASTERIOS EPISCOPALES DE OCCIDENTE 5

El monacato siguió extendiéndose en Occidente por Italia, Norte de África, España y


Galia. Hacia el 360, San Martín6 se establece en Ligugé cerca de Poitiers. Al parecer, hasta la
5
Ver: Jesús Álvarez Gómez, Historia de la Iglesia, Tomo I: Edad Antigua, BAC, Madrid 2001.
6
San Martín (c. 316-397), obispo de Tours, fundador del monacato en la Galia y Santo patrón de
Francia. Hijo de un tribuno militar romano, se convirtió al cristianismo a los 10 años de edad. Para
librarse de ingresar en las legiones del Imperio romano, viajó a Poitiers, donde fue discípulo de San
Hilario, obispo de aquella diócesis y uno de los principales oponentes al arrianismo. Fundó en Ligugé el
primer monasterio de la Galia. En 371 fue nombrado, contra su voluntad, obispo de Tours. Fundó un
nuevo monasterio, en Marmoutier, que se convirtió en un importante centro religioso, y continuó su
trabajo misionero en Turena y por toda Galia. Se le atribuyen muchos milagros. Según la tradición, regaló
119

llegada de San Martín, la vida monástica era desconocida en las Galias, aunque pudiera haber
sido San Hilario de Poitiers el primero en abrazarla, porque Sulpicio Severo lo presenta
rodeado de hermanos, los cuales no pueden ser sino monjes o ascetas, ya fuesen clérigos o
laicos. Este primer monacato latino se alimenta de fuentes orientales. Por medio de
peregrinaciones y visitas a los ascetas de Egipto, traducciones de las vidas de los monjes, de
la lectura de los Apophthegmata y de las Reglas de Pacomio y Basilio; los cristianos de
Occidente fueron conociendo, admirando e implantando en Europa la vida monacal.
Sam Martín de Tours implantó la vida monástica no sólo en su diócesis, sino por toda
la Galia. Entre todos los monasterios fundados por él, sobresale Marmoutier, junto al río
Loira. Era un monasterio clerical y laical a la vez; los clérigos ayudaban a San Martín en las
tareas pastorales y evangelizadoras de su diócesis. El biógrafo de San Martín, Sulpicio
Severo, relata que a la muerte del santo obispo (397), más de dos mil monjes acudieron a su
entierro.

También en Tréveris existía una comunidad monástica, cuyo origen se remonta


probablemente a la presencia de San Atanasio cuando fue desterrado a esta ciudad.

Algo diferente y original aparece por primera vez en Occidente con Eusebio, obispo de
Vercelli en el Piamonte (norte de Italia), a partir del año 345. Ardiente partidario de la
ortodoxia nicena, Eusebio fue desterrado por el Emperador Constancio en el 355, esto le dió
ocasión de visitar el Oriente. Sin dejar de ser obispo, Eusebio quiso ser también monje, y
agrupó en torno suyo a los miembros de su clero para llevar una vida de tipo ascético.

De modo similar que, en las Galias, en el Norte de África hubo un floreciente


movimiento ascético, especialmente en la Iglesia de Cartago, bajo la docta dirección de
maestros locales; destacándose Tertuliano (+ 220) y San Cipriano (+ 258) en la formación de
algunos grupos de monjes anacoretas o cenobitas. Pero será San Agustín quien fundará una
vida monacal propiamente tal en la Iglesia africana. Agustín después de su conversión (387),
hizo una larga experiencia ascética, hasta que fundó su primer monasterio; quiso ser monje al
bautizarse, pero la primera comunidad que había agrupado en torno a sí en su ciudad natal de
Tagaste (388), no logró subsistir. Sí logró fundar una comunidad de clérigos con un estilo de
vida monacal, cuando en el año 395, como obispo de Hipona, organizó un monasterio
episcopal, imponiendo a todo su clero la renuncia monástica y particularmente el voto de
pobreza.
La fundación de un monasterio clerical significaba que al estilo de vida monástica
agustiniana centrado en la oración, el estudio y el diálogo, ahora se le añadía el ministerio
pastoral. Recordemos que no fue San Agustín el primero en crear este tipo de comunidad de
monjes clérigos; tengamos presente la experiencia similar previa de San Eusebio de Vercelli
(Italia) y San Ambrosio en Milán, aunque estas comunidades no eran propiamente monásticas.
Después de las experiencias monacales de San Pacomio y San Basilio, parecería que
San Agustín no podría aportar caminos nuevos a la espiritualidad monacal cenobítica. Pero
Agustín aportó algo verdaderamente original. San Pacomio, partiendo de una iniciativa semi
anacorética, descubrió el valor del amor fraterno y de la vida comunitaria, que él añadió a
aquella visión esencialmente ascética del cristianismo, encarnada en el anacoretismo.
Ascetismo y cristianismo también tendían a confundirse en la comunidad evangélica de San
Basilio, aunque se trata de un ascetismo matizado y conducido en común en obediencia al

la mitad de su capa a un mendigo de Amiens y después experimentó una visión en la que Jesucristo
relataba su caridad a los ángeles.
120

mandato del amor al prójimo y a la naturaleza social del hombre; pero siendo en todo caso
ascetismo.
San Agustín atenúa esa fuerte dimensión ascética para centrarse en el valor esencial de
la caridad fraterna: para él, el servicio de Dios se realiza esencialmente en la concordia
fraterna; es decir, la comunión no aparece ya como un elemento más, incluso importante,
entre los demás elementos ascéticos; sino que en cierto modo es lo esencial. El cristiano dirige
a Dios su culto a través del prójimo; lo cual no excluye la relación con Dios en la oración, en
la que Agustín ha descubierto el fundamento de la piedad verdadera; pero esto mismo hace
que las relaciones fraternas sean el criterio de veracidad de una piedad verdadera, del
verdadero culto tributado a Dios.
Es decir, el amor fraterno es esencial en la ascesis de Agustín, que él mismo explica
tomando como punto de partida el texto de San Pablo que hace referencia a los atletas que
corren en el estadio la buena carrera (1° Cor. 9, 29), y que Agustín aplica expresamente a sus
comunidades monásticas:

“Todos corren en el estadio, pero uno solo recibe el premio, y los demás se retiran
vencidos. Pero para nosotros no es así. Todos aquellos que corren, aunque sólo lo sea al final,
lo reciben, y aquel que ha llegado el primero espera al último para ser coronado con él.
Porque en esta lucha, se trata de caridad y no de codicia; todos los que corren se aman
mutuamente y es este amor lo que constituye nuestra carrera” (Agustín, Enarratio in Psalmun 9,12).

La razón de ser de la comunidad monacal agustiniana es la caridad fraterna. Mientras


que para los Padres del desierto su carrera era la ascesis, la mortificación, el ayuno; para los
monjes agustinianos su carrera es el amor fraterno. Este es el ideal que recorre la Regla
monacal de Agustín.
La comunidad monacal de Hipona se convirtió en un semillero de obispos para
muchas comunidades del norte de África, los cuales propagaban en sus diócesis el ideal
monacal agustiniano, implantando en sus casas episcopales monasterios semejantes al de la
casa madre de Hipona. Así, el monacato agustiniano se expandió notablemente; florecimiento
que fue abruptamente destruido por las invasiones de los vándalos a fines del siglo V. Algunos
monjes huyen hacia el Continente, en especial a Italia y sur de Francia, donde la situación no
es mejor, por lo que el monacato originario agustiniano desapareció. Las familias religiosas
actuales que llevan el nombre de Agustín son de creación posterior (siglos XII y XIII); y han
tomado como ideal de vida la Regla de San Agustín, pero no tienen ningún lazo de
continuidad con el monacato agustino original.

En definitiva: estas comunidades y otras más de este tipo, tuvieron grandes


consecuencias para el porvenir, abriendo camino a las futuras comunidades de canónigos
regulares y a esa interpretación, tan característica de la Iglesia de Occidente, entre la vida del
clero secular y las exigencias de la vida monástica.

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