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Claudio Pizzini,

el hombre detrás de los útiles escolares que usamos hace 60 años

Guadalupe Rodríguez
16 de abril de 2018
Todos los días de su vida hace ejercicio. Yoga, meditación, anda en bicicleta, nada una buena cantidad
de largos, hace una rutina en el gimnasio que instaló en el altillo de su casa, camina hasta el trabajo o salta
olas en el Delta sobre una tabla de wakeboard. También es un eximio buceador, un arriesgado
esquiador, un amante de la fotografía, en especial subacuática, y un lector empedernido. Es que Claudio de
Pizzini -alma máter de la marca de artículos técnicos y útiles escolares que lleva su apellido-, es un entusiasta
de la vida.
Nació el 24 de julio de 1938 en Ala di Trento, una comuna del norte de Italia cerca de las montañas, en el
seno de una familia con título nobiliario, entregado por el emperador austrohúngaro en 1715. En el palacio
donde llegó al mundo, tocó Mozart; hoy es propiedad de la municipalidad y funciona ahí el
Museo Antiguo del Piano.
Claudio es un apasionado del trabajo y
también de la fotografía, la literatura y los
deportes extremos Crédito: Ignacio Sánchez
A pesar de haber vivido sus primeros años
en plena guerra, entre bombardeos y
carencias, recuerda una infancia dentro de
todo buena. "Los últimos 3 años en Italia
los pasé en el Lago de Garda, un lugar
espectacular, y la guerra recién la
llegamos a sentir a fondo al final. Lo
único que recuerdo feo de esa época es
que estuvimos una semana escondidos en
una cueva, en la montaña, con otra
gente, y nos alimentábamos con aceite de
oliva y agua, así que estábamos salvados.
Cuando bajamos de la montaña,
recuerdo los pedazos de cadáveres
flotando en el lago, porque los norteamericanos habían volado un túnel donde estaban los alemanes en
retirada". En 1946, a los 8 años, llegó a la Argentina con sus padres, sin saber el idioma y con las manos
vacías. Su familia materna vivía en Rosario, en una casa humilde. Estuvieron allí algunos años antes de
mudarse a Buenos Aires. En ese tiempo tuvo sus primeros ataques de asma, motivo por el que dio libre
materias de la primaria, empezó la facultad antes de tiempo y a practicar deporte.
¿Cómo comienza la historia de Pizzini?
Mi padre había fundado una fábrica de máquinas de escribir, que después se la vendió a
Remington. Con ese dinero, puso un taller metalúrgico en el que aprendí a los 14 años lo que era una fresa,
un torno, todo. Después quebró, porque mi padre era pésimo con la plata, y se volvió a Italia. Heredé dos
cosas de mis padres: la genética y la educación. No recibí un mango, sino algo mucho más valioso. A
los 16 entré en la Facultad de Ingeniería y un día tenía que comprar un juego de escuadras que salía $32 para
la materia Dibujo Técnico, y como no podía pagarlo, me compré un pedazo de celuloide transparente y lo
hice yo. Hacía un par de años que venía trabajando con un vecino que me pagada unos pesos por hacer
carteles. Grababa "abierto", "gerencia", "caballeros", "prohibido fumar". Un compañero ve mis escuadras y
me pide que le haga unas para él, después me pidió otro compañero y luego el centro de estudiantes me
encargó doscientos juegos. Con un socio que era amigo también del colegio y del barrio alquilamos un
galponcito en Villa Martelli que ni baño tenía y así empezamos. Varios años después, él aprendió que el
negocio en este país está en comprar y vender, no en fabricar, y se abrió. Y en parte, tenía razón.
A los 16 entré en la Facultad de Ingeniería y un día tenía que comprar un juego de escuadras que salía $32 y
como no podía pagarlo, me compré un pedazo de celuloide transparente y lo hice yo
Claudio Pizzini
¿Por qué tenía razón?
Porque la empresa y yo somos sobrevivientes, somos un caso exitoso. Tuve épocas dificilísimas, de no poder
cargar nafta al auto. Desde que empecé con Pizzini, hace 64 años, viví seis crisis duras. El 81, la
hiperinflación, los noventa. la peor de todas fue el 2002, pensé que perdía todo. Otra vez, hace más de 40
años, agarré la valija y me fui a recorrer todos los países desde Venezuela para arriba; y el gerente de ventas,
que ahora está jubilado pero todavía trabaja en la empresa, visitó toda Sudamérica para vender nuestros
productos. Tengo la característica de que lo que hago lo quiero hacer bien. El trabajo siempre lo tomé con
pasión, todavía estoy acá.
¿Y cuál es el secreto del éxito?
La calidad es la manera de sobrevivir a todo. Estamos vivos a pesar de las importaciones porque somos
Pizzini. También siempre me adelanté, entendí que si no me adaptaba a las nuevas tecnologías del mundo no
podíamos sobrevivir. Siempre traté de ver más allá de mi nariz, antes no me perdía una feria:
Alemania, Milán, Francia, Estados Unidos, Japón, China, Taiwán, Corea. conocía todo lo que pasaba en el
mundo. Mi primer viaje laboral a Italia fue en los 70 para la feria de Milán. Cuando se abre la importación en
la Argentina, llegan escuadras de plástico inyectadas que valían mucho menos que las mías. Me di cuenta de
que se estaba generando un cambio: las escuadras ya no se hacían más como las hacíamos nosotros, que
comprábamos planchas de celuloide, después de acrílico, cortábamos las tiras, hacíamos las ventanas,
fresábamos los bordes y controlábamos una por una para que estén a 90 grados exactos. Hacer una escuadra
de manera totalmente artesanal nos llevaba 13 operaciones. Allá comprobé que utilizaban tecnología de
inyección y eso me cambió la vida. ¡Qué hago ahora!, dije. O veo cómo es la cosa o pierdo como en la guerra y
cierro la empresa.
Los primeros tableros, uno de los productos
clásicos de la marca Crédito: Ignacio Sánchez
¿Y qué pasó?
Volví a la Argentina y como soy un tipo
con mucha suerte, un amigo me presenta
a dos gallegos matriceros que me hicieron
un montón de moldes de primera calidad,
pero me faltaba la máquina de inyección.
Me entero de que en el puerto había una
que había traído alguien, no la había
podido sacar y la compré. Salía muchísima
plata en ese momento. Cuando empiezo
con el moldeo por inyección, mis
competidores en la Argentina
desaparecieron. Los moldes que
teníamos eran de una calidad
impecable, mejor que los europeos.
Una vez, durante el inicio de clases,
me puse en un supermercado a ver
qué hacía la gente. Un juego de
geometría que tenía el supermercado salía $1,5 y mi regla, la de 30 cm sola, costaba 1 peso y pico. Entonces
cuando vendían un producto mío, yo les preguntaba de incógnito a los que compraban por qué habían
elegido Pizzini y me decían que el producto era mejor, que estaba mejor terminado.
¿Con qué otros productos fue un visionario?
Fabricábamos plantillas para dibujo técnico, figurita por figurita, pero cuando comenzamos a hacerlas por
inyección en el mundo solo lo hacíamos Pizzini y una fábrica alemana. Lo de las plantillas y los letrógrafos
fue un avance y le vendimos a Francia, Alemania, Italia y todo Latinoamérica. Después, en una exposición,
descubro que en lugar de un tablero machimbrado y las reglas T, como se usaban acá, había mesas para
dibujo de melamina y la paralela se movía. Comienzo a hacerlo así y el primer año vendimos solo 500
tableros. Pero al año siguiente traíamos a los profesores de Ingeniería y Arquitectura, les
mostrábamos el producto, les regalábamos uno, y a fin de año habíamos vendido 15.000. En
una feria en Chicago vi que las bandejas papeleras que se usaban en las oficinas eran inyectadas. Traje una
muestra, hice el molde y en dos años se acabaron en la Argentina las bandeja de madera, las de acrílico
hechas a mano y las de alambre. En 40 segundos hacemos una bandeja para papeles, que hoy
exportamos a todos lados. Acá cambiamos el rubro. Las crisis en realidad me ayudaron mucho. Me
metí en artículos escolares, después de oficina, y ahora también hacemos juguetes didácticos. A pesar de las
importaciones, tengo sin usar aún una máquina inyectora a robot. No hay salida, o te automatizás o
desaparecés.
Las crisis en realidad me ayudaron mucho. Me metí en artículos escolares, después de oficina, y ahora
también hacemos juguetes didácticos.
Claudio Pizzini
Mucho más que un emprendedor
Claudio está casado con Odila, compañera de infinidad de aventuras, tienen 3 hijas, dos trabajan en la
empresa familiar. Además de que la suerte juega a su favor, y tiene una voluntad enorme para hacer todo lo
que hace cada día, dice que tiene un Dios aparte. A lo largo de los años, y alrededor del mundo,
estuvo en riesgo varias veces gracias a sus tantas pasiones y a la necesidad de adrenalina. Él
mismo confiesa que ya consumió 10 vidas, que las hizo todas.
¿Cómo nace la fascinación por los deportes extremos?
Soy un fanático del deporte porque me salvó la vida. Empecé a hacer gimnasia a los 13. Después empecé con
el buceo, hice varios cursos, buceé en el Pacífico donde están las mantarrayas de 6 metros, en la Micronesia
en un cementerio de barcos japoneses de la Segunda Guerra Mundial, en la barrera de coral de Australia, en
Bali, también con tiburones y con cocodrilos de agua salada en un manglar en Cuba. Me gusta muchísimo el
esquí, hace dos años tuve un accidente muy fuerte en la montaña. Y durante 10 años practiqué esquí
acuático con los pies, algo muy peligroso, pero dejé porque me lo pidió mi mujer después de que
el campeón del mundo de esta disciplina murió en un accidente. Hace 14 años que practico wakeboard, un
deporte de alto riesgo, tengo mi casa en el
Tigre, sobre el arroyo Caraguatá, es mi
paraíso y ahí voy cuando quiero
desconectar.
Pizzini, practicando wakeboard en el
Delta Crédito: Ignacio Sánchez
¿Y cuándo comenzó con la
fotografía?
A los 20 años, mi abuelo me regaló una
cámara Voigtlander y me entusiasmé con
la fotografía como medio para transmitir
sensaciones a través de la imagen. Un día,
en Puerto Madryn, saqué unas fotos bajo
el agua con una cámara vieja manual, con
foco fijo, dentro de una caja estanca de
acrílico. Fui a verlo a Mario Bohoslavsky,
jefe de redacción de la revista Siete Días,
que tenía que hacer una nota sobre
Chubut y no tenían nada. Publiqué esa
nota y después vinieron muchas
otras. Por trabajo y por placer
recorrí más de 50 países, saqué
muchísimas fotos, expuse en la
Quinta Trabuco, el Centro Cultural
Borges y otros espacios.
¿Cómo está la empresa hoy?
Está creciendo, seguimos creciendo.
Trabajan 84 personas en relación de
dependencia, tenemos más de 800
productos, entre los que fabricamos y los
que importamos de distintos lugares
como la línea de escritura, que es
imposible hacerla acá por los costos. A 10
cuadras de las oficinas, tenemos una
planta de 2500 m2, donde está el
depósito de material elaborado, el
armado de tableros, matricería y el centro logístico. Siempre traté de estar cinco años por delante, hoy la
velocidad es mayor, pero seguimos muy atentos a cualquier innovación.
Amor por la literatura
En las paredes de su oficina cuelgan enormes fotos de un azul muy profundo tomadas por él mismo bajo el
agua y sobre su escritorio, una agenda negra donde anota todo lo que quiere hacer, leer o recordar. Tiene una
biblioteca enorme en su casa, es un fanático de los escritores latinoamericanos y por ejemplo leyó a Jorge
Amado en portugués con un diccionario al lado para comprenderlo mejor. A lo largo de la charla, nombró
varios libros que marcaron su vida o simplemente le gustaron, y los recomienda: Leopardo al sol de Laura
Restrepo, El hombre que amaba los perros de Leonardo Padura, Voces de Chernóbil de Svetlana Aleksiévich
y El Evangelio según Jesucristo de José Saramago.
Su primer medio de transporte fue una bicicleta, no tenía dinero para moverse y usaba un modelo tipo inglés.
Para conseguir el celuloide, iba con su bicicleta hasta el centro de la ciudad, cargaba las planchas y regresaba a
su casa donde cortaba las planchas y terminaba de fabricar las escuadras. En esa misma bicicleta, entregaba su
producción a las primeras librerías que tenía como clientes. Hoy va a yoga en bicicleta y a veces también al
trabajo. "Me busco el tiempo para todo. Si no lo busco a la edad que tengo, estoy frito", confiesa.

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