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LA PARADOJA DE EPICURO QUE EPICURO NUNCA FORMULÓ

Internet es hoy una herramienta esencial para la comunicación y utilísima para la educación.
Nunca antes la humanidad había tenido la facilidad para comunicarse o para conseguir libros como
hoy se tiene gracias al internet. Sin embargo, internet es a la vez un don y una maldición. Así como
puede ser muy útil para informarse y educarse, puede servir exactamente para lo contrario,
prueba de ello es que hoy rondan en internet un montón de noticias falsas (algunas de ellas
voluntarias) que la gente se cree. Lo mismo pasa con la educación, hoy es común creer que lo que
dice una infografía es suficiente para obtener conocimientos de los temas más relevantes para la
humanidad. Hoy se cree que la gente puede aprender de física cuántica y de historia universal en
una imagen con unas pocas palabras y unos cuantos monitos. Uno de estos temas en los que la
sociedad contemporánea cree poder obtener suficientes luces con la información que circula en
internet es el tema teológico de la existencia de Dios. Lo que Tomás de Aquino discutió en un
librote llamado Suma contra los gentiles hoy se discute en comentarios a un meme en Facebook.
Una de esas publicaciones muy populares con relación a los temas teológicos versa sobre la
paradoja de Epicuro, donde supuestamente se prueba la inexistencia de Dios. El problema es que
Epicuro nunca formuló esa paradoja. Pero para salvarnos de la moda de creerse todo sólo porque
alguien lo dijo en internet, veamos las cosas con conocimiento de causa, como suele decirse.

Según nos informa una de las fuentes más cercana y, por ello, más confiables, (Diógenes Laercio,
III d.C – ¿? d.C: Vida de los filósofos más ilustres) Epicuro (Samos, 341 a.C. – 270 a.C. aprox.) fue un
filósofo ateniense (Samos era una colonia de Atenas) que fundó la escuela filosófica que lleva su
nombre: el epicureísmo. Dejando para otra ocasión una exploración detallada sobre el significado
del epicureísmo, lo que en este momento me interesa poner enfrente es el hecho de que Epicuro
vivió antes de la era cristiana. Su actividad filosófica, que comienza “formalmente” en Atenas
aproximadamente a los 18 años, se distancia 323 años al nacimiento de Cristo. Este hecho debería
ser suficiente para hacer patente que Epicuro no pudo haber hablado de Dios tal como nosotros lo
entendemos (es decir, esencialmente como el Dios cristiano) porque tal Dios, es decir, tal idea de
Dios, todavía no existía. Creer que Epicuro pudo “demostrar” la inexistencia del Dios cristiano es
un anacronismo.

Podría decirse que, no obstante, aunque Epicuro no hablaba del Dios cristiano (es decir, el Dios del
que habla Jesús, el Dios después de Cristo que nos ha llegado a nosotros), sí hablaba del Dios
hebreo que precedió a la llegada de Jesús de Nazaret, el de la tradición mosaica (el mismo Dios
con el que tiene trato Moisés en el monte Sinaí, es decir, el Dios antes de Cristo). A dicha objeción
se le contestaría, como mínimo, de dos modos: 1) es muy improbable que Epicuro hablara de UN
Dios por la sencilla razón de que la religión con la que él convivía era panteísta. Si bien los griegos
antiguos le tenían un respeto destacable a Zeus, eso no significa que los otros dioses no les
importaran, consideraban que todos los dioses eran relevantes en la vida del diario, tanto en las
cosechas como en la pesca como en el destino de los enfermos y de la vida en general (cfr.
Coulanges Fustel, La ciudad antigua, Libro III, Capítulo II, 1° Los dioses de la naturaleza física); 2)
Como atestiguan los textos, el epicureísmo era más bien una filosofía “práctica”, es decir, que
trataba de cómo conducirse en el día a día. Para comprender mejor el epicureísmo, es importante
observarlo en su contexto, conviviendo junto a discusiones filosóficas como las de los cínicos
(Diógenes “el perro”) y las de los estoicos (Zenón de Citio) quienes también hablaban de filosofías
“prácticas”, sobre el mejor modo de vida posible y el alcance de la felicidad con base en dicha
manera de vivir. El verdadero momento de las discusiones griegas teológicas se sitúa en la época
de los apologistas, aquellos filósofos griegos (Justino, Orígenes, Tertuliano, etc.) que intentaron
defender a los cristianos de la persecución romana de la que eran presa. En estos filósofos
apologetas sí podemos observar discusiones realmente teístas, antes no, o no al menos con una
radicalidad tal como para llegar a “probar la inexistencia de Dios”.

Otro aspecto importante del contexto de Epicuro es el espacio de libertad con el que este filósofo
contaba para poder entablar discusiones teológicas. En este sentido, vale la pena ver su contexto
de la mano del caso de Sócrates.
Según Diógenes Laercio, Epicuro llegó a Atenas desde la isla de Samos a los 18 años (es decir, más
o menos por el año 323 a.C.). Por su parte, Sócrates nació y murió en los años 470 a.C. y 399 a.C.
respectivamente y también fue un ciudadano de Atenas. Uno de los “discípulos” más
sobresalientes de Sócrates fue Platón, que también fue originario de Atenas y vivó entre los años
427 a.C. y 347 a.C. Según Diógenes Laercio, Platón tenía 20 años cuando conoció a Sócrates (es
decir, aproximadamente en el año 407 a.C.), y como cualquier persona puede constatarlo, Platón
se dedicó a escribir diálogos donde la mayoría de las veces uno de los personajes principales era
Sócrates. Platón escribió sus diálogos hasta la vejez, época a la que se atribuyen diálogos como
el Teeteto, el Parménides y el Sofista, donde, efectivamente, Sócrates es un personaje principal.
Esto quiere decir que la vida de Sócrates y las enseñanzas de éste transmitidas a través de su
discípulo Platón ya eran algo bastante conocido para la época en que Epicuro se introdujo a la
filosofía. Cuando Epicuro llegó a Atenas, Platón ya tenía 24 años de haber muerto, por lo que es
muy probable que haya conocido con detalle la vida y doctrina socrática para cuando él llegó a la
nación.

Por lo apenas mencionado, hay muchas probabilidades de que Epicuro haya conocido
específicamente el final de Sócrates, ya a través del diálogo platónico Apología de Sócrates, ya a
través de otras fuentes, como la Memorabilia de Jenofonte, donde se habla largo y tendido de la
vida de Sócrates, o tal vez a través de las narraciones orales, pues, como se dijo arriba, habían
pasado realmente pocos años de la muerte de Sócrates cuando Epicuro llegó a filosofar a Atenas
(una generación aproximadamente). Es un dato conocido que Sócrates murió por sentencia del
tribunal ateniense. Su castigo fue beber cicuta. Como puede atestiguarse (tanto en Platón como
en Jenofonte y en Diógenes Laercio), uno de los cargos por los que se le acusó a Sócrates era el
de asebeia, negación de los dioses del Estado (impiedad). Su acusador Meleto decía que Sócrates
afirmaba que el sol era una piedra, no un dios (Platón, Apología de Sócrates. 26d). Si bien las
narraciones (por lo menos las de Platón, Jenofonte y Diógenes Laercio) sugieren que Sócrates se
defendió muy bien de sus acusaciones y argumentó claramente que nunca negó a los dioses ni en
público ni en privado, parece que eso no le quedó muy claro al tribunal ateniense, prueba de ello
es que, después de todo, sí lo condenaron a muerte. Así como le pasó a Sócrates, otros
pensadores fueron acusados de impiedad (Anaxágoras, Protágoras, Diágoras, por mencionar
ejemplos), lo cual sugiere que la filosofía, o por lo menos la vida dedicada a la reflexión, era
comúnmente confundida con impiedad. Pues bien, es muy probable que todos estos datos que
acabo de mencionar fueran sabidos por Epicuro, por lo que es muy improbable que este filósofo se
haya dedicado a filosofar en plena plaza pública acerca de los dioses, y peor aún, que se atreviera
a “negar la existencia” de Dios (o los dioses, en este caso es indiferente) en público. No creo que
Epicuro haya sido un imprudente, por tanto, no creo que, sabiendo que a la ciudad a la que
acababa de llegar a estudiar filosofía (Atenas) había sentenciado a muerte hace apenas una
generación atrás a uno de los filósofos más eminentes de la historia, no creo, pues, que sabiendo
esto, él decidiera repetir el destino socrático.

Podría objetarse que tal vez Epicuro no discurría sobre los dioses en público, pues no era un
imprudente que quería repetir el destino socrático, pero que en privado sí hablaba de la divinidad,
y más aún, que demostraba la inexistencia de la divinidad. Esto queda desmentido con el
testimonio de Diógenes Laercio, quien transcribe tres de las cartas más importantes que escribió
Epicuro a sus amigos, cartas en las que, según Laercio, se condensa el pensamiento epicúreo. En
una de sus cartas (Carta a Pítocles), Epicuro señala que para los sabios hay dos tipos de felicidad:
la más alta, que es la que rodea a la divinidad y que no conoce alternancias (es decir, que los
dioses no pueden estar de otro modo que en un perpetuo estado de dicha) y la otra, que varía con
la adquisición y pérdida de los placeres —es decir, la felicidad humana, porque los humanos, a
diferencia de los dioses, pueden tener carencias, por lo que su felicidad aumenta o disminuye en la
medida en que se obtienen o se ausentan placeres (cfr. Diógenes Laercio, X.121). En otra de sus
cartas (Carta a Meneceo), Epicuro insta a su amigo a que en todo momento considere a la
divinidad como algo vivo, incorruptible y feliz, y que no le atribuya nada que no sea la inmortalidad
y la felicidad, justo como hacía el vulgo, quien opinaba que los dioses podían padecer penas y
necesidades (cfr. Diógenes Laercio, X.123). Si bien en esta carta a su amigo Meneceo, Epicuro
toma distancia de la comprensión vulgar de lo divino, esto no significa que negaba a lo divino. Sólo
significa que Epicuro no estaba de acuerdo en la manera en que el vulgo comprendía a lo divino, y
nada más.

Una prueba más clara de que Epicuro no negaba a los dioses es que le dedicó dos obras al tema de
la divinidad: Acerca de los Dioses y Sobre la piedad (Diógenes Laercio. X.27). Las obras se
extraviaron en el curso de la historia, pero es muy probable que en su contenido llamara a los
sentimientos y actos piadosos, aunque tal vez no en un modo como la mayoría de la gente, el
vulgo, entendía la piedad. Una prueba de que Epicuro muy probablemente invitara, tanto en
privado como en público, a los demás a practicar la piedad, es que de hecho él tenía un
comportamiento y opiniones muy piadosos. En palabras de Diógenes Laercio: “Porque, desde
luego, su piedad [de Epicuro] hacia los dioses y su amor a la patria son algo indecible. En efecto,
por exceso de honestidad, se abstuvo de la política.” (Diógenes Laercio, X.10).

De modo, pues, que ni en privado ni en público Epicuro “demostraba” la inexistencia de Dios. Por
el contrario, para sorpresa de la gente que comparte en redes la supuesta paradoja de Epicuro, el
filósofo en cuestión era conocido por ser muy piadoso.

¿De dónde viene, pues, la dichosa paradoja de Epicuro? Las imágenes que rondan en las redes
sociales y en los blogs de ateos aficionados no proporcionan ninguna fuente para saber dónde
formuló Epicuro su hoy famosa paradoja. Buscando en Google “Paradoja de Epicuro” o “Epicurean
paradox” uno llega a las entradas de Wikipedia “Problema del mal” y “Problem of evil” como las
fuentes más confiables (o la menos desconfiables por lo menos). En ambas entradas de Wikipedia
se cita, palabras más, palabras menos, la famosa paradoja, y ambas referencian al libro de John
Hospers An Introduction to Philosophical Analysis. 3d edition. Un problema al verificar esta
referencia es que hoy es muy difícil adquirir el libro en esa edición, porque ya salió una nueva, la
cuarta, y consultando esa nueva edición no existe por ninguna parte la dichosa paradoja de
Epicuro. Alguien podría afirmar que esto se debe a que dicha paradoja fue retirada de la cuarta
edición, lo cual es bastante improbable, pues generalmente las casas editoriales, en sus nuevos
lanzamientos, agregan nueva información, no quitan la información relevante. De hecho, la misma
entrada de Wikipedia de “Problem of evil” señala que realmente no hay evidencia de que Epicuro
haya formulado alguna vez dicha paradoja, sino que todo se debe a una discusión del teólogo
cristiano Lactancio, quien “refuta” dicha paradoja de Epicuro. Es el caso, pues, de que Lactancio y
los ateos de Facebook se encuentran en una situación parecida, pero por distintos modos; aquél
creyendo que refutó a Epicuro y éstos subiéndose en la autoridad de un griego antiguo para
sustentar su ateísmo exprés. La diferencia está en que Lactancio se esforzó en argumentar con
razonamientos largos y tendidos la existencia de Dios, los ateos de ocasión creen que un texto con
la imagen de un griego al lado puede probar la inexistencia de Dios; le tienen fe, pues, al contenido
en internet.

GILGAMESH, O EL MIEDO

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LA MARABUNTA — 18 ENERO, 2018

por Alejandro Chirino

a Jonatan García

El único temor verdadero, el que todo devora y hace suyo, es el miedo a la muerte. Todo aquello
que consideramos terrorífico no es sino un sustituto, una premonición de la muerte. La oscuridad
es temible no porque en ella habite lo desconocido o lo inimaginable, sino porque la tiniebla
oculta, a plena vista, la posibilidad, la casi certeza de la muerte. Del mismo modo, el miedo a lo
desconocido jamás podría ser el miedo por antonomasia; carece completamente de esa
capacidad, es demasiado grosero. Se suele pensar que la ignorancia de lo que sucede después de
la muerte, ese nebuloso incierto, es lo en verdad aterrador, pero eso también termina siendo una
suerte de sinécdoque de la muerte, pero del concepto de la Muerte, no del acto mismo de
fenecer. Y poco importa si este miedo es racional o irracional. Es uno de los fundamentos de la
condición humana, junto a los afectos o la zozobra; es el instinto de instintos. Qué irracional,
podrán decir, temerle a un proceso natural preciso; pero ¡qué racional es nuestra respuesta, al
considerarla con detenimiento!

En términos generales, todo miedo, y en especial el miedo a la muerte, produce dos reacciones
distintas, a veces aisladas, otras veces consecutivas: o empuja al cuerpo al escape atropellado, o lo
paraliza como un corto circuito a una máquina. En ambos casos es un mecanismo natural de la
mente que altera el cuerpo, y advierte al individuo de algo que lo supera enormemente, ya sea la
ferocidad de una bestia o el rugido de una tormenta, la vastedad de una calle deshabitada o la
forma de un insecto. Existe, también, una tercera posible reacción: una especie de valentía
desesperada, similar al impulso de escape pero en dirección contraria, semejante a la parálisis en
tanto que domina por completo los músculos y los nervios, y en que nos hace conscientes de una
violencia acechante. El miedo es una insinuación: apunta al instinto de supervivencia y a la
capacidad de adaptación que comparten todos los seres vivos. Insisten los viscerales optimistas
que “sentir temor es despreciable”, pretendiendo censurar nuestra mayor insignia de vitalidad: el
terror a aquello que nos puede arrancar el aire de los pulmones y la vista de los ojos. No obstante,
pocos se han atrevido a decir —parece una insensatez aventurarlo siquiera— que el miedo a la
muerte puede ser la valentía superlativa: no que el temor produzca coraje, sino que lo sea. Así
parecen haberlo creído los pueblos mesopotámicos. Ellos, en su vetusta sabiduría y esplendor,
reconocían y apreciaban esta ironía. El ejemplo más lúcido y bello de esta cobardía valerosa se
encuentra en La epopeya de Gilgamesh, donde el miedo es el eje y el motor de todas las acciones
humanas. Dos grandes lectores de la epopeya babilonia habían atisbado ya su centralidad y su
relación con la condición humana.

Jorge Luis Borges, en su prólogo al Poema de Gilgamesh, advierte: “La triste condición de los
muertos y la búsqueda de la inmortalidad personal son temas esenciales. Diríase que todo ya está
en este libro babilónico. Sus páginas inspiran el horror de lo que es muy antiguo y nos obligan a
sentir el incalculable peso del Tiempo”. Borges intuye que el miedo en Gilgamesh es causa y
consecuencia tanto de la suprema angustia que engendra lo primigenio como de la incertidumbre
que suscitan el futuro lejano y el inmediato. La capacidad de provocar temor le pertenece,
eminentemente, al Tiempo, pariente y portero de la Parca. Rainer Maria Rilke, por su parte, pudo
discernir la esencia del poema más sucintamente: para el poeta alemán, Gilgamesh es “das Epos
der Todesfurcht”, la epopeya del miedo a la muerte, “que surgió en tiempos inmemoriales entre
los hombres, para quienes la separación entre la vida y la muerte se había vuelto definitiva y
desastrosa”.[1] De nuevo aparece el tiempo como síntoma de lo mortal, pero Rilke apunta,
acertadamente, a la dinámica entre la vida y la muerte, pues, en efecto, ambas se necesitan para
poder ser inteligibles, siendo la presencia de una la ausencia de la otra. Pero hay algo más: si la
“separación” entre éstas es “definitiva y desastrosa”, es porque la presencia de la vida parece ser
absoluta e inamovible. El vigor sexual de Gilgamesh y Enkidú son evidencia de esto, y ejercen
tensión entre el instinto bestial del ser humano y su capacidad civilizadora. La aparición repentina
de la muerte destroza el imperio de lo vivo. La muerte de Enkidú convulsiona la cosmovisión de
Gilgamesh de tal manera que jamás volverá a ser el mismo.

Sin embargo, Gilgamesh no teme, al menos no en primera instancia, a la muerte, sino al olvido que
ella engendra. El rey de Uruk anticipa y supera a personajes como Hamlet y Othello, hombres que,
a punto de morir, se preocupan más por el recuerdo posterior de sus hazañas que por el fin mismo
de su vida. Temen que la narración de sus obras se tergiverse, y desean que su imagen, la imagen
que tienen de sí mismos, se preserve prístina, para obtener así una especie de inmortalidad
inmaculada. Mas es el destino de las palabras y las historias ser alteradas por los que aún poseen
aliento, a pesar de la voluntad de los muertos, o quizá por ella misma, pues este necio sueño de
idealización que jamás se verá en persona es egoísmo puro. Gilgamesh es distinto. Él no pretende
que su historia por sí sola sea recordada íntegramente (acaso un imposible, acaso un baladí), sino
que sus acciones edifiquen su nombre como un monumento, para que permanezca como el más
grande de los mausoleos: el suyo. Lo enorme de su egoísmo, incluso lo hacedero y lo pragmático
de éste, lo hace encomiable.

En efecto, el miedo en el poema representa, fundamentalmente, el ímpetu a la acción, al acto


creador. La impotencia y la rabia de los habitantes de Uruk-el-Redil surge de su pánico a los abusos
de Gilgamesh, y en su auxilio la diosa Aruru crea a Enkidú, el único igual y el opuesto del tirano. El
horror consume a los dioses temerosos que presencian la catástrofe del diluvio universal que ellos
mismos causaron; a los únicos dos sobrevivientes, Utanapíshtim y su esposa, la diosa Ea les
concede la inmortalidad, casi como una señal de alivio después del pavor que causó la tormenta:
como si los dioses temiesen la posibilidad de que todo hubiera desaparecido como lo habían
planeado. La mismísima ambición de Gilgamesh por alcanzar la inmortalidad no es otra cosa sino
su pavor al olvido de la muerte. El temor es el impulso vital. Es el origen y la motivación detrás de
todos los acontecimientos del poema. Y no es sólo el miedo el que moldea los actos de los
personajes. Las acciones de Gilgamesh también resignifican el valor del miedo: en lugar de
paralizar, mueve; en lugar de conducir a la deriva, impulsa hacia un objetivo. El rey de Uruk de las
Encrucijadas jamás permanece impávido, aun en su más profunda tristeza, pues el temor no
produce vergüenza ni es emblema de pusilanimidad, sino que es muestra de audacia. ¿Quién de
nosotros, cobardes, podrá jactarse de ser valiente que nunca haya sentido temor? Sólo a aquellos
que encarnan el coraje en el fragor del combate y dan cara al abismo les es permitido decir:
“¡Tengo miedo!”. Luego, cuando los ancianos de Uruk temen por la vida de su monarca e intentan
disuadirlo, a petición de Enkidú, de ir al Bosque de los Cedros y trabarse en combate con su
imponente guardián, Humbaba, el rey sólo responde con una risa vigorosa. Así lo vierte Jorge Silva
Castillo en su magistral traducción:
“Es tormenta el rugido de Huwawa.
Su boca es fuego. Su aliento es muerte.
¿Por qué deseas acometer tamaña empresa?

¡Contra la morada de Huwawa no se ha de entablar batalla!”

Al oír Gilgamesh lo que decían sus consejeros,


riendo con su amigo respondió:
“Entonces, diré así, amigo mío:
‘Puesto que tengo miedo,

habré de ir’…” (III, v, 195-204)

¡Qué inmenso! ¡Cuánto brío! El arrojo de Aquiles es diminuto en comparación. Hasta el más
poderoso de los hombres, de ser empujado al borde de tal despeñadero, sólo alcanzaría a decir:
“aunque muero de miedo, tengo que ir”. Sólo Gilgamesh, el óptimo campeón, el héroe
arquetípico, puede declarar que no a pesar de la pavura, sino por ella misma, es que habrá de
poner pie sobre el suelo infirme más allá del acantilado. No hay necesidad, no hay obligación: sólo
está la acción inevitable. Sólo Gilgamesh puede decir esto, ¡y todo mientras ríe!

Pero, ¿acaso Gilgamesh habría de mantener ese temor que lo llenaba de tanta hambre de vida?
No por siempre; no del mismo modo. En la segunda parte del poema acaecerá un evento
catastrófico. El concilio de los dioses, poseídos por pánico e indignación ante la fortaleza
combinada de Gilgamesh y Enkidú, quienes decapitaron a Humbaba en el Bosque de los Cedros y
desmembraron al Toro del Cielo, decide dar muerte a uno de ellos, enviándole una enfermedad
fatal. Finalmente, eligen a Enkidú. La ausencia de la tablilla donde se relata el momento exacto de
su expiración y el lamento de Gilgamesh es una de las grandes tragedias literarias, pero
afortunadamente conservamos la breve y conmovedora relación que Gilgamesh hace a Urshanabí,
el Carón mesopotámico, sobre el fallecimiento de su amigo:

Enkidú a quien tanto amé, quien conmigo pasó tantas pruebas,

Llegó a su fin, destino de la humanidad!

Seis días y siete noches lloré por él, y no le di sepultura

hasta que de su nariz cayeron los gusanos.

¡Tengo miedo de la muerte y aterrado vago por la estepa!

¡Lo que le sucedió a mi amigo me sucederá a mí! (X, iii, 22-27)

Por primera vez Gilgamesh se da cuenta de su propia mortalidad, siente su carne que también
alimentará a las alimañas; la muerte deja de ser una abstracción lejana para concretizarse en los
minúsculos e impasibles gusanos que se retuercen para salir del cuerpo de Enkidú. Y la pavura que
esta visión le provoca es tan monstruosa, que le impele a una última aventura—desesperada, si se
quiere—en búsqueda de la vida eterna. No podemos culparlo. Muchos, en efecto, casi todos
quienes experimentasen lo que Gilgamesh, hubieran muerto ahogados en el fango de su propia
cobardía y debilidad. Aun así, al final él fracasa en su empeño.

El poema concluye con Gilgamesh regresando a su reino, al parecer abatido. Viajó al borde del
mundo y a sus más hondas profundidades; conoció a los hombres escorpión, a Urshanabí y a
Utanapíshtim; escuchó la historia olvidada del diluvio; obtuvo la planta de la juventud y la perdió
para siempre poco después. Empero, nos equivocaríamos en decir que su viaje es una derrota. Ha
envejecido, ha ganado sabiduría. Sus desdichas lo hicieron lamentar lo inexorable de su propia
muerte física, y la consciencia de como todas sus labores y esfuerzos han sido y serán en vano.
Nadie, hombre, bestia o divinidad, podría permanecer impasible ante la constante experiencia
cercana a la muerte que ha sido la vida de Gilgamesh. Pero ocurre algo inesperado. Al llegar a
Uruk junto con Urshanabí, Gilgamesh olvida sus lamentos, sus pasadas proezas físicas, y ahora fija
su mirada y la de su testigo, su único confidente, en su obra ya no como hombre divino y
aventurero, sino como gobernante de Uruk-el-Redil:

Gilgamesh se dirigió a Urshanabí:

“Sube y pasea sobre los muros de Uruk-el-Redil.

Mira sus cimientos. Considera su estructura.

¿No son acaso cocidos sus ladrillos?

¿No habrán echado sus fundamentos los Siete Sabios?

Un sar mide la ciudad; un sar, sus huertos; un sar el solar del templo de Ishtar.

¡Tres sar abarca el dominio de Uruk!” (XI, 301-307)

Esto no es resignación, sino sosiego. “He rests. He has travelled”. Gilgamesh abandona la pesquisa
por la inmortalidad o la eterna juventud en favor de la vejez y la vida examinada. Es la respuesta
de un hombre sabio, que conoce el miedo y no ignora la ambición o el luto. El camino de vuelta ha
quedado atrás, y lo único que debe admirarse es la altura y la extensión de Uruk. La vista de
Urshanabí, y del lector, se dirige hacia arriba y hacia lo largo de los ladrillos ordenados de la
ciudad, como un lugar firme donde descansar el cuerpo. La vida, parece decir, permanece, aun en
las piedras.

Gilgamesh es “la epopeya del miedo a la muerte” sólo en un principio, o sólo en sus partes. Vista
como un todo, como una obra cabal, se descubre a sí misma como la epopeya de la muerte del
miedo. Encontramos en ella el vértigo hacia la muerte y la busca agobiante por la vida, y ambas
son tremebundas por su enormidad. Pero Gilgamesh supera la indagación sobre las cosas
sobrehumanas que le provocaron tanta angustia en un inicio. Es tal vez evidencia de que la sed de
vida es siempre más potente y más tremenda que el temible espectro de la muerte.

Notas

[1] “…entstanden im Unvordenklichen unter Menschen, bei denen zuerst die Trennung von Tod
und Leben definitiv und verhängnisvoll geworden war”.

Alejandro Chirino (Ciudad de México, 1994). Estudió Letras Inglesas en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM. Su trabajo ha sido publicado en revistas como Marabunta, Página Salmón y
Revista Kaleido.

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