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Clase 4: ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates. 4/6/17 19(35
Tabla de contenidos
Sócrates y la posición del maestro
I. El problema de Sócrates
II. La historia oficial
III. Una a estética de la existencia
IV. Una anti-estética del enseñar
V. Una tensión infinita
Nota sobre las imágenes
Referencias bibliográficas
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Clase 4: ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates. 4/6/17 19(35
Introducción
Hay momentos en que las preguntas más aparentemente banales, tontas e insignificantes se
vuelven necesarias; cuando lo que todo el mundo piensa o presupone se ha vuelto un
obstáculo contra la vida allí donde la pregunta tiene lugar. Si además encontramos esa
pregunta –o la sospecha que ella supone–esbozada hace ya mucho tiempo, se enciende un
deseo enorme de compartir ese encuentro y esa pregunta. De eso se trata en esta clase: de
compartir una sospecha, de hacernos juntos una pregunta. El caso es curioso porque estamos
escribiendo estas notas para un curso de “Pedagogías de las diferencias” y el encuentro en
cuestión tiene que ver con una figura bastante frecuentada en el campo filosófico y
pedagógico y, en no pocas ocasiones, a partir de un sentido contrario al que abriremos. Se
trata, entonces, de ver de nuevo a ver si vemos diferente.
Pero el lector debe continuar con sus dudas. Incluso aumentarlas. Puede estar pensando algo
así: “como si fuéramos pocos, ahora tenemos a la verdad entre nosotros.” Ambigua, como
siempre, tal como la he enunciado y en la posición en que la he ubicado, ella puede ser
entendida de más de una manera: como el contenido de una maestría, esto es, referida a
maestros portadores de una verdad que los vuelve tales y que harán objeto de transmisión
pedagógica; o también, como un adjetivo que califica a los maestros, maestros verdaderos,
maestros que no simulen ser lo que no son, maestros que son, ciertamente, maestros y no otra
cosa; finalmente, “de verdad” podría funcionar como un adverbio, del que podríamos ofrecer
sinónimos tales como “en serio”, “realmente”, o sea, maestros que sean verdaderamente
maestros, en el pleno sentido de esta palabra.
Bueno, las cosas se han complicado un poco. Siempre sucede cuando las miramos de cerca.
Incluso tal vez se compliquen un poco más. Por ejemplo, si los lectores advierten que el
sentido de incluir la verdad junto a un maestro no está comprendido por ninguno de esos tres
sentidos mencionados en el párrafo anterior. Para decirlo mejor: en parte, está comprendido
por los tres sentidos en su conjunto; pero en parte también por algo que les está faltando y
que Michel Foucault nos puede ayudar a entender. Una de las cosas que aprendimos de ese
pensador francés tiene justamente que ver con la verdad y su relación con el poder: no hay
verdad sin poder, sin ejercer de cierta manera la fuerza para imponer, legitimar y transmitir
un juego, un conjunto de reglas, un modo de distinguir lo verdadero y lo falso. Bien, de eso
se trata, de incluir el poder en la verdad; pues ese “en verdad” incluido en mi sospecha
incluye el ejercicio del poder. Lo que quiero preguntar entonces es si ha existido un maestro
con todas las letras en el ejercicio del poder pedagógico; de un modo más general, podría
decir si es posible ser maestro de verdad en el ejercicio del poder docente; o si se puede
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encontrar una política deseable al pensar las relaciones entre quien ocupa el lugar de enseñar
y quien está puesto en el de aprender.
Bien, tal vez nuestra inquietud esté ahora mejor presentada, pero eso no la hace menos
compleja ni, en cierto sentido, quimérica. Esto es, resulta notorio que en una clase no
haremos más que presentarla, introducirla, terminar de mostrarla mínimamente
comprensible. Nos conformaríamos si algunos lectores la encuentran digna de ser
preguntada. Para eso hay que buscarse amigos poderosos, de buen nombre, y por ello
desplegaremos nuestra pregunta a través de una persona de peso, uno de esos maestros
reconocidos por cualquier historia de las ideas pedagógicas, como Sócrates.
Tal vez valga la pena, antes de desplazarnos en el tiempo, hacer algunas aclaraciones: no se
trata de pensar cómo enseñar y aprender; si son políticamente más o menos correctas estas
prácticas o aquellas otras, si son más verdaderas prácticas dialógicas, donde la palabra es más
compartida, que otras tradicionales, en las que el profesor predominantemente habla y los
alumnos sobre todo escuchan; ni otras comparaciones de este tipo. Lo que nos interesa
considerar atraviesa diferentes modalidades, está un poco “antes”, de alguna forma, y las
distintas estrategias pedagógicas la suponen: ¿es posible afirmar una política interesante –
potente, alegre, vivaz (no es fácil decirlo, las palabras se queman al lado de la palabra
política) al ocupar el lugar del maestro?
Nuestro plan consiste en presentar a Sócrates como interlocutor para pensar el problema que
nos ocupa. En una primera sección, “I. El problema de Sócrates”, presentamos el problema
que constituye vérsela con alguien que no escribió nada y fue escrito por muchos. En “II. La
historia oficial”, damos la versión más exitosa de la vida y la muerte de un maestro, contado
por su discípulo en la Apología de Sócrates. En “III. Una estética de la existencia”
presentamos la lectura laudatoria que M. Foucault hizo de la muerte de Sócrates, algunos
meses antes de la propia muerte, ilustrada en el Laques. En “IV. Una anti-estética del
enseñar” problematiza esa lectura a partir del ejemplo del Eutifrón. Finalmente, en “V. Una
tensión infinita” mostramos que las oposiciones en torno de Sócrates tal vez correspondan a
una estructura más general de la lógica política del maestro
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I. El problema de Sócrates
Elegir a Sócrates como amigo tiene sus bemoles. Si bien es un nombre respetadísimo para
muchos grandes espíritus, no lo es para otros tantos (basta recordar las rabiosas protestas de
Nietzsche contra aquel “típico decadente”). Con todo, la dificultad principal es hermenéutica:
Sócrates no escribió casi nada, sólo unas pocas líneas, pero fue escrito por muchos
(comediantes, historiadores, filósofos) de manera contrastante y, de esos testimonios, una
minoría ha sido conservada. Así, la tradición que se funda en su nombre está sostenida en el
enigma del alejamiento de su escritura y de la desaparición de testimonios notorios. Para
decirlo sencillamente: ¿qué hacer frente a una tradición testimonial tan acotada y diversa? La
imagen de Platón –la más fuerte entre las conservadas– es también la más paradójica y ha
dado lugar a los retratos más dispares. Con él, Sócrates es el nombre de una interpretación
infinita que es la filosofía misma.
Más de un lector podría preguntarse, entonces, por qué comenzar esta historia con Sócrates.
Responderíamos indicando varias razones: además de cierta fascinación por los orígenes y
los nacimientos, también la búsqueda de un momento donde la posición del maestro se da de
manera a la vez extremamente prístina y compleja, donde parece más claro que en ningún
otro espacio su carácter de enigma, misterio, aporía.
En efecto, como Francis Wolff lo ha sugerido (Wolff, 2000, p. 209-251), Sócrates pone en
cuestión lo que toda pedagogía afirma: la existencia de un maestro, una disciplina, discípulos
y condiscípulos. Veremos cómo Sócrates problematiza esas tres instancias y deja para la
tradición una triple tensión indisimulable que se podría formular de la siguiente manera:
¿cómo pensar la lógica de la transmisión pedagógica ante quien genera infinidad de
discípulos y sin embargo afirma que: a) no es maestro de nadie; b) no reconoce estar
transmitiendo ningún saber; c) no genera escuela (no hay socráticos trabajando unos con
otros sino unos contra otros)? De modo que la paradoja de Sócrates es que hay un sinfín de
gente que aprende sin maestro, sin disciplina y sin condiscípulos. ¿Cómo puede entenderse
este escándalo abierto por Sócrates? ¿Cómo es posible que prácticamente todas las escuelas
filosóficas de la antigüedad reconozcan raíces comunes en quien niega ser maestro o enseñar
algo a alguien?
Por último, tal vez la razón más fuerte para volver a visitar a Sócrates sea, como Jacques
Derrida nos ayudará a notar luego, que estamos enredados en una misma historia, la historia
difícil de la diferencia, la que no se puede escribir. Por eso haremos antes un sinuoso trayecto
y vamos a empezar con la historia que nos cuenta Platón, la del nacimiento de la filosofía,
que coincide con la muerte de Sócrates. Allí nace también una historia de la pedagogía.
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Clase sobre cuidados con bombas y minas en una escuela de un campo de refugiados.
Afganistán, 1996.
Fotografía de Sebastião Salgado
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Sócrates no creía en los dioses de la pólis (y era ateo, o introducía otros dioses, eso no está
muy claro) y corrompía a los jóvenes; o sea, lo acusaban por motivos religiosos y
educacionales-políticos. Las primeras son más difíciles de enfrentar, dice Sócrates, porque
los que en ese momento son sus jueces las escucharon cuando eran niños, durante la
infancia, y las cosas que uno escucha durante la infancia son las que quedan más fuertemente
grabadas, son las más difíciles de cambiar. Estas acusaciones antiguas son las de Aristófanes,
en Las Nubes, donde Sócrates aparece como un mercenario, alguien que enseñaba a los
jóvenes a defender un argumento sin importarle su valor ni su justicia: enseñaría una técnica
para que el argumento más débil se impusiera sobre el argumento más fuerte, y se
preocuparía por cuestiones celestiales.
Las acusaciones más recientes están relacionadas con la famosa anécdota del oráculo de
Delfos. No sé si se acuerdan de esa historia, pero es simpática. Todo está al inicio de la
Apología. Un amigo de Sócrates, Querefonte, fue al oráculo y preguntó si había alguien más
sabio que Sócrates en Atenas. Sócrates dice haberse sentido extrañado por la respuesta del
oráculo, según la cual no hay nadie más sabio que él. (No es un detalle menor el que no se
muestre sorprendido de la pregunta de su amigo, que no parece menos descabellada). En
todo caso, dice no entender qué puede querer decir eso, pues no tiene ninguna conciencia de
sabiduría en medio de tantos hombres sabios en Atenas. Entonces Sócrates sale a ver cuál
puede ser el sentido del Oráculo, porque por un lado el oráculo no puede mentir, no puede no
decir la verdad; pero por otro lado no es evidente qué puede querer decir que no haya nadie
más sabio que Sócrates.
Sócrates decide emprender una búsqueda y comienza a investigar el saber de los hombres
que pasan por ser los más sabios. Entrevista a tres clases de actores sociales: primero a los
políticos, después a los poetas, y finalmente a los trabajadores manuales. Los políticos eran
considerados de los más sabios en Atenas, no sólo por los otros ciudadanos sino por ellos
mismos, y Sócrates dice que luego de conversar con ellos el resultado es un poco
decepcionante, porque por un lado percibe que de hecho no saben lo que dicen saber, y por
otro lado se irritan mucho cuando alguien como él les muestra que no saben lo que creen
saber; entonces por un lado es decepcionante, pero por otro confirma parcialmente al
oráculo: Sócrates se percibe más sabio que ellos no porque sepa gran cosa -de hecho ni
Sócrates ni ellos saben nada de valor-, sino porque a diferencia de ellos, Sócrates no sabe ni
cree saber. En suma, Sócrates se ve más sabio por tener cierta conciencia del poco valor de
su saber. Luego conversa con los poetas y descubre que, por razones distintas, la conclusión
es más o menos parecida: a diferencia de los políticos, los poetas transmiten un saber, pero
no es un saber del que pueden dar cuenta, sino un saber divino, que no es de ellos, y que
ellos simplemente reproducen; entonces, cuando alguien les pregunta por las razones de su
saber, callan, no pueden dar cuenta de ellas; así, Sócrates también se ve más sabio que estos
señores, porque por lo menos, a diferencia de ellos, es consciente del poquísimo valor de su
saber; finalmente, los trabajadores manuales son –curiosamente– los que más saben.
Sócrates reconoce en ellos un saber más sólido que en los poetas y los políticos: los
artesanos saben de verdad, saben una cosa y la saben bien, saben bien su arte, el costurero
sabe vérselas muy bien con los hilos y las agujas, y del mismo modo todos los otros. El
problema es que no conocen los límites de su saber, es decir, saben un arte en particular, pero
piensan que todo funciona del mismo modo y extienden ese saber a las otras cosas, sobre
todo a las más importantes, y éste es el problema que los hace menos sabios que Sócrates: no
son conscientes de que su saber sólo vale para un determinado campo.
Conclusión: Sócrates es efectivamente el más sabio en Atenas, no porque sepa gran cosa -
todos somos ignorantes, todos no sabemos- sino porque es el único que no se asusta de su
ignorancia, la acepta, la acoge, percibe su fuerza para andar, no quiere tapar ni llenar su
ignorancia de saber, porque aquélla le permite salir a buscar y éste lo inmovilizaría.
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De este modo, Sócrates da vuelta las cosas: el que sabe ignora, el que ignora sabe. La
ignorancia no es lo que parece, un problema, un vacío que necesita ser tapado o llenado. La
ignorancia no es el mal, ni el saber es el bien. Al contrario, la ignorancia es una condición
para vivir una vida de búsqueda, una vida de examen, una vida de cuestionamiento, una vida
filosófica. Ése es el sentido de la existencia para Sócrates: sólo podemos vivir una vida que
valga la pena si esa vida se examina, se interroga, se busca a sí misma, si busca llegar a ser
lo que es, para decirlo con Nietzsche. Vean la tremenda fuerza del gesto de Sócrates y
Platón, el impacto de esa inversión de las apariencias: la ignorancia no es un problema sino
una fuerza, una potencia, una condición, el inicio del examen de sí y de los otros; en suma,
algo a partir de lo cual la vida puede revestirse de sentido.
Si de su particular relación con el saber y de la misión divina que Sócrates desprendió de ella
surgen, en su relato, el malestar social y político que derivó en su juicio y condena, entonces
lo que le da la vida a Sócrates es también lo que le da la muerte: la única vida que vale la
pena vivir, una vida con filosofía, no puede ser vivida, en tanto precisa de la muerte para
completarse: la filosofía lo lleva no sólo a una buena vida sino también a una buena muerte.
O también, desde otra perspectiva: Sócrates debe morir para no perder la vida, para respetar
la única vida que vale la pena ser vivida. De esta manera aporética, contrastante, enigmática,
se presenta Sócrates para pensar una política para enseñar y aprender.
Los lectores ya habrán comenzado a pensar las enormes implicaciones de estas afirmaciones
para un educador del presente. El saber de Sócrates es ante todo una relación con el saber y
su contrario. La cuestión es que Sócrates no se confirmó con mantener para sí ese saber sino
que salió a proyectar esa relación sobre los otros. Esta pretensión hace de Sócrates una
molestia y un peligro –por lo que fue debidamente juzgado y condenado- , pero también un
misterio y un inicio: su vida no puede ser vivida sin que los otros sean afectados por ella de
determinada manera; su relación con la ignorancia no puede ser mantenida sin que los otros
pongan en cuestión su relación con el saber. Esto es, no puede vivir sin afectar la vida de los
otros; no puede pensar sin impactar el pensamiento de sus pares. Leo lo que escribo y me
estremezco. Con el Sócrates de Platón nace no sólo la filosofía sino una política para la
educación, una manera de situar y enmarcar los sentidos políticos de educar en la pólis.
Con todo, es la segunda parte de la acusación lo que más nos interesa y nos toca, porque allí
lo que está en juego es explícitamente la denuncia pedagógica: Sócrates corrompería a los
jóvenes. ¿Quién de nosotros no lo ha escuchado ya más de una vez? ¿Quién al menos no lo
ha pensado? ¡Que levanten la mano los que creen no estar afectados por la acusación!
Sócrates se defiende negando haber ejercido el papel de maestro. Dice, literalmente, “nunca
fui maestro (didáskalos) de nadie” (Platón, Apología de Sócrates 33a). Despliega esta
defensa en tres argumentos: a) no recibe dinero de quien desea escucharlo ni discrimina a sus
eventuales interlocutores por su edad o por sus riquezas; b) no prometió ni jamás enseñó
(edídoxa) a nadie conocimiento (máthema) alguno; c) si alguien dice que en privado
aprendió (matheîn) de él algo diferente de lo que afirma ante todos los otros no dice la
verdad, ya que él dice siempre lo mismo: la verdad.
La primera sentencia cuestiona a los que viven -económicamente- de enseñar, los que ponen
un precio a transmitir lo que saben; la segunda apunta contra los que consideran que enseñar
tiene que ver con transmitir un saber o conocimiento, y aprender, consecuentemente, con
incorporar ese saber transmitido por otro; la tercera apunta contra quienes adecuan su
discurso y lo que transmiten a su auditorio.
Puse los términos en griego porque permiten ver más claramente una aparente contradicción
en la defensa de Sócrates: afirma que no enseñó conocimiento o aprendizaje (máthema)
alguno, y que si alguien dice que aprendió (matheîn) de él en privado algo diferente de lo
que aprendieron todos los otros, miente. Esto es, Sócrates niega enseñar y sin embargo
acepta que quienes dialogan con él aprenden, tanto que no podrían decir que aprenden cosas
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diferentes en público o privado. ¿Leyeron bien? Los que conversan con Sócrates aprenden
sin que él les enseñe. Impactante. Puede parecer contradictorio. Sócrates quiere justamente
diferenciarse de los profesionales de la educación. Para éstos, si alguien aprende es porque
otro le ha enseñado lo que aprendió. Pero no hay tal contradicción: para Sócrates un
profesional no es un maestro de verdad, contribuye al miedo colectivo a la ignorancia y a la
formación de pseudo-sabios, arrogantes, pretenciosos. Un maestro de verdad no puede
enseñar lo que aprenden quienes lo acompañan.
De ese modo, Sócrates sugiere que los acusadores tienen razón: debe ser declarado culpable
de corromper a los jóvenes. Sócrates niega otras cosas: dice que no cobra por enseñarles, que
no transmite conocimiento alguno y que lo que ellos aprenden en privado es lo mismo que lo
que él dice en público. Pero no se lo acusaba de ninguna de estas tres cosas, que estaban, si
no bien vistas, consentidas en la Atenas de su tiempo. Al menos por su práctica educacional,
Sócrates debe ser condenado, corrompe a los jóvenes. No hace lo que hay que hacer; no
educa como hay que educar.
En otro diálogo en el que también habla de sí, Sócrates reafirma esa relación, después de
comparar su arte con el de las parteras: “... que de mí nada jamás han aprendido (mathóntes,
Platón, Teeteto 150d)”. Sócrates deja claro allí que: a) él no da a luz el saber que sus alumnos
aprenden, y b) él sí es la piedra de toque que determina si lo que los jóvenes dan a luz es una
imagen y una mentira o algo auténtico y verdadero. Niega ser el origen de lo que sus
alumnos aprenden y afirma ser una piedra de toque, una catalizador, para el examen que una
vida otorga a sí misma. Esto es, a fin de cuentas, lo que Sócrates sabe cuando afirma que no
sabe y que no da a luz ningún saber: el no valor de lo que los otros saben, o en otras
palabras, de la relación que los otros tienen con el saber y con el modo en que viven. Eso es
lo que Sócrates “enseña”, o permite aprender: el valor de cierta relación con el saber que da
lugar a un modo de vida, marcada por el examen y el cuidado de sí.
Pakistán.
Fotografía de Olivier Culmann
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Nicias acepta el desafío, sabiendo la que se le viene: “dar, de sí mismo, razón, de cómo es su
modo de vivir actual y por qué ha vivido la vida que ha llevado” (187e-188a). Nicias sabe
que frente a Sócrates hay que justificar: dar razón de la propia vida, la pasada y la presente.
Recuerda incluso un dicho de Solón sobre lo valioso de aprender mientras se está vivo. Pero
lo más interesante viene cuando remata su intervención:
Pues estar sometido a la piedra de toque de Sócrates no es nada
desacostumbrado ni siquiera desagradable para mí, sino que prácticamente
desde hace bastante tiempo he sabido algo: que cuando Sócrates está presente,
nuestro discurso no podría ser sobre los jóvenes sino sobre nosotros mismos.
(Laques, 188b-c)
Nicias dice lo que Sócrates quiere oír. Marca el valor y el sentido que da a la presencia de
Sócrates: el de una piedra de toque; alguien que pone a prueba, como él mismo se presenta
en la Apología. Y lo que Sócrates pone a prueba en este pasaje del Laques es un modo de
vida, la forma que alguien le da a su propia vida. Esto es lo que siempre va a estar en juego
con Sócrates, sugiere Nicias: nosotros mismos y la manera en que vivimos.
Laques también acepta conversar con Sócrates, aunque no lo conocía personalmente.
Entonces Sócrates toma la palabra y, como Nicias había anticipado, sus interlocutores no
pueden responder sus preguntas. Como destaca Foucault (1984, p. 41-45), la parresía
socrática, su decir verdad, funciona a toda máquina. Nicias reprocha a Laques que haya
realizado una acción típicamente humana, dirigiendo su mirada a los otros pero no a sí
mismo (Laques 200a). Al final, Nicias tampoco encuentra lo que buscaba y los dos coinciden
en recomendar a Lisímaco y Melesias que dejen a sus hijos bajo el cuidado de Sócrates
(ibid., 200 c-d).
Sin embargo, Sócrates no acepta la invitación. Al final, él tampoco se ha mostrado más
sabedor que Laques o Nicias. Mejor será que todos se pongan a buscar el mejor maestro
posible para sí mismos y para los hijos de Lisímaco y Melesias. El diálogo termina cuando
Sócrates acepta ir al día siguiente a la casa de Lisímaco a tratar esos mismos asuntos.
Foucault saca tres conclusiones del Laques (1984, p. 47-9): 1) los dos interlocutores más
fuertes de Sócrates, Laques y Nicias, se eliminan y esquivan entre sí; 2) Laques y Nicias
coinciden en recomendar a Lisímaco que confíe sus hijos a Sócrates para que éste cuide de
ellos en razón de la armonía que Sócrates muestra entre su decir y su hacer, entre su palabra
y su práctica, como reconoce Laques (Laques 189a-b). Sócrates acepta sin aceptar; acepta ir
al día siguiente y al mismo tiempo dice que él no ha respondido mejor que Laques y Nicias
las cuestiones planteadas; pero en el transcurso del diálogo ha refundado la maestría del arte
de enseñar en el cuidado y se ha mostrado el verdadero maestro del cuidar. No ha dado razón
de su arte; tampoco ha impuesto la fuerza de un saber político (como Lisímaco le solicita);
pero ha impuesto a través del diálogo el saber de su decir verdadero, su parresía del cuidar
que los otros cuiden de sí mismos; ha logrado que sus interlocutores, como Nicias ha
reconocido, desvíen la mirada hacia sí mismos; 3) por detrás de los maestros con los que
Sócrates propone irónicamente no ahorrar gastos, está el lógos, el propio discurso que dará
acceso a la verdad.
Así, Foucault sostiene que Sócrates se niega a ocupar el lugar del maestro del arte de educar
para establecer un nuevo lugar de maestría: el de guiar a todos los otros, sobre el camino del
lógos, a que cuiden de sí mismos y, eventualmente, de otros. Por eso, Sócrates acepta al final
del Laques, “si el dios lo quiere”, ir a casa de Lisímaco al día siguiente: no para ser su
maestro en el sentido técnico, sino para llevar a cabo la misión que ha cumplido en el diálogo
y que continuará cumpliendo siempre, aquella que en la Apología dice haber recibido del
dios: cuidar que los otros cuiden de sí.
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Niñas en la escuela de la villa de Deleitosa. A las niñas les enseñaban en clases separadas de los niños,
Extremadura, Provincia de Caceres. 1951
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Los ejemplos en uno y otro sentido podrían multiplicarse. A veces, en un mismo diálogo,
Sócrates ofrece posturas encontradas. Así, ilustra –de manera diáfana y poderosa, propia de
un nacimiento– la tensión política puesta sobre quien entra en el juego de enseñar y aprender,
en cualquier relación pedagógica que pretende de algún modo educar el pensamiento y la
vida de los otros, intervenir en la manera en que los otros piensan y viven. Sócrates no afirma
una política consistente en sus relaciones pedagógicas. Hace de la ignorancia un motor
potente de búsqueda común de un problema impensado y, a la vez, una máscara para traer a
los otros hacia su propio saber.
Hay muchos Sócrates. Infinitos. No sólo porque hay diferentes testimonios y distintos
lectores. El Sócrates de Platón es tenso, contradictorio: en algunos pasajes niega lo que en
otros afirma y hace lo que en otros lugares critica en terceros. Su relación con la política es
también llamativa, del modo en que la enuncia. En la Apología afirma que acertó al hacer
caso a la voz demoníaca que le recomendaba no practicar la política porque, si la hubiera
ejercido, habría muerto mucho antes (Apología 31c-e). Sin embargo, también sostiene en
otro diálogo que él es el único ateniense en practicar la verdadera política (Gorgias 521d).
Esto significa que la práctica de la verdadera política lo lleva a no practicar la política en la
pólis.
Es difícil, o imposible, acompañar la militancia política de Sócrates. Pero es posible notar la
política que afirmó en sus conversaciones, en sus relaciones pedagógicas, tal como las
muestran los diálogos. Hay fuerzas allí presentes a favor y en contra del cuidado, de la
trasformación de sí en el pensamiento. Lleva consigo fuerzas contradictorias sin demasiada
incomodidad. Afirma relaciones de poder desiguales, jerárquicas; pero no es menos cierto
que, a veces, abre la posibilidad de pensar lo que, sin ese contacto, muy probablemente no
sería posible pensar. Ayuda a pensar que la relación pedagógica puede ser el trabajo más
liberador, pero también el más dominador del pensamiento.
El modo en que él mismo se retrata en los diálogos, como atópico y extranjero, hace pensar
que esa posición no le resultaba demasiado incómoda y, tal vez, pueda estar sugiriendo un
estado más sostenido y estructural de la posición del maestro; en otras palabras: que la atopía
o extranjeridad no está en su persona sino en la propia relación pedagógica, cualquiera sea la
forma y el sentido que se le otorguen.
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La trayectoria visual de esta clase presenta fotografías de varios autores, cuyos protagonistas
son los dos actores centrales del encuentro pedagógico: el profesor y el estudiante. Con estas
imágenes queremos invitarlos a reflexionar sobre la forma como son representados estos
actores y sus roles. Pero también estas imágenes tienen como fin mostrar diferentes registros
visuales de la relación pedagógica en diferentes épocas y en diferentes lugares del mundo.
Ser docente o ser estudiante implica asumir un determinado rol en la relación pedagógica, de
esta manera se puede pensar que a determinado rol le corresponde determinada postura
social, pero además, cierta postura corporal. Postura que en términos visuales se puede
denominar como pose. Pensemos, entonces, si en estas fotografías se observa una relación, o
una tensión, entre el rol y la pose de los actores del encuentro pedagógico y qué factores
pueden incidir en la representación visual de los mismos. En este sentido, es interesante
observar la diferencia entre las imágenes en las que los actores se encuentran sin la presencia
de su contraparte y aquellas en las que vemos la presencia de profesores y estudiantes.
¿Hay, acaso, alguna diferencia en la forma como posan o como actúan los sujetos entre unas
imágenes y otras?
¿Las únicas imágenes posibles sobre profesores y estudiantes son aquellas que los hacen ver
como personajes que interpretan sus roles respectivos?
¿Qué papel juega la mirada que el profesor o el estudiante tienen acerca de su rol?
¿Qué nos dicen, o mejor, qué nos hacen ver estas fotos acerca de la relación entre profesores
y estudiantes?
Estos son algunos interrogantes que nos pueden ayudar a mirar con mayor profundidad estas
fotos, pero también aquellas que solemos producir en nuestros ámbitos pedagógicos en las
que también ponemos en escena esos roles, posturas y poses que creemos corresponden con
lo que suponemos debe ser un docente o un estudiante…
Desde este punto, pensemos y reconozcamos que las fotos no muestran la realidad tal cual
es, sino que es nuestra mirada la que construye la realidad de las fotos.
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Clase 4: ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates. 4/6/17 19(35
Referencias bibliográficas
Wolff, Francis (2000), L’être, l’homme, le disciple, París, Presses Universitaires de France.
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