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Clase 4: ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates.

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Clase 4: ¿Y si enseñar fuera imposible?


Aprender a pensar con Sócrates.

Por Walter Kohan


Sitio: FLACSO Virtual
Curso: Diploma Superior en Pedagogías de las diferencias - Cohorte 07
Clase: Clase 4: ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates.
Impreso por: JOSE LUIS GOMEZ
Día: domingo, 4 de junio de 2017, 19:34

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Tabla de contenidos
Sócrates y la posición del maestro
I. El problema de Sócrates
II. La historia oficial
III. Una a estética de la existencia
IV. Una anti-estética del enseñar
V. Una tensión infinita
Nota sobre las imágenes
Referencias bibliográficas

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Sócrates y la posición del maestro


Walter Kohan*

Introducción

Hay momentos en que las preguntas más aparentemente banales, tontas e insignificantes se
vuelven necesarias; cuando lo que todo el mundo piensa o presupone se ha vuelto un
obstáculo contra la vida allí donde la pregunta tiene lugar. Si además encontramos esa
pregunta –o la sospecha que ella supone–esbozada hace ya mucho tiempo, se enciende un
deseo enorme de compartir ese encuentro y esa pregunta. De eso se trata en esta clase: de
compartir una sospecha, de hacernos juntos una pregunta. El caso es curioso porque estamos
escribiendo estas notas para un curso de “Pedagogías de las diferencias” y el encuentro en
cuestión tiene que ver con una figura bastante frecuentada en el campo filosófico y
pedagógico y, en no pocas ocasiones, a partir de un sentido contrario al que abriremos. Se
trata, entonces, de ver de nuevo a ver si vemos diferente.

Sí, ya es momento de decir de qué y de quién se trata. La pregunta –o la sospecha– se puede


enunciar de varias formas. Probemos algunas. Desde la figura del maestro, podría tener la
siguiente forma: ¿es posible que existan maestros? Pido un poco de paciencia y flexibilidad a
los lectores, que ya deben estar sospechando de mi estado de cordura y pensando en los mil y
un ejemplos de maestros que han tenido, como aquella maravillosa y dedicada maestra que
nos enseñó a leer en primer grado, o ese profesor que nos influenció decisivamente al
momento de elegir una carrera en la secundaria; o incluso en aquellos famosos maestros de la
historia: Sócrates, maestro de Platón; Simón Rodríguez, maestro de Bolívar; Sarmiento,
maestro de todos los argentinos, etc. Maestros los hay por miles, parece contestar la
evidencia. Tal vez deba precisar un poco más la pregunta inicial y decir que la sospecha tiene
que ver con si es posible que existan maestros de verdad.

Pero el lector debe continuar con sus dudas. Incluso aumentarlas. Puede estar pensando algo
así: “como si fuéramos pocos, ahora tenemos a la verdad entre nosotros.” Ambigua, como
siempre, tal como la he enunciado y en la posición en que la he ubicado, ella puede ser
entendida de más de una manera: como el contenido de una maestría, esto es, referida a
maestros portadores de una verdad que los vuelve tales y que harán objeto de transmisión
pedagógica; o también, como un adjetivo que califica a los maestros, maestros verdaderos,
maestros que no simulen ser lo que no son, maestros que son, ciertamente, maestros y no otra
cosa; finalmente, “de verdad” podría funcionar como un adverbio, del que podríamos ofrecer
sinónimos tales como “en serio”, “realmente”, o sea, maestros que sean verdaderamente
maestros, en el pleno sentido de esta palabra.

Bueno, las cosas se han complicado un poco. Siempre sucede cuando las miramos de cerca.
Incluso tal vez se compliquen un poco más. Por ejemplo, si los lectores advierten que el
sentido de incluir la verdad junto a un maestro no está comprendido por ninguno de esos tres
sentidos mencionados en el párrafo anterior. Para decirlo mejor: en parte, está comprendido
por los tres sentidos en su conjunto; pero en parte también por algo que les está faltando y
que Michel Foucault nos puede ayudar a entender. Una de las cosas que aprendimos de ese
pensador francés tiene justamente que ver con la verdad y su relación con el poder: no hay
verdad sin poder, sin ejercer de cierta manera la fuerza para imponer, legitimar y transmitir
un juego, un conjunto de reglas, un modo de distinguir lo verdadero y lo falso. Bien, de eso
se trata, de incluir el poder en la verdad; pues ese “en verdad” incluido en mi sospecha
incluye el ejercicio del poder. Lo que quiero preguntar entonces es si ha existido un maestro
con todas las letras en el ejercicio del poder pedagógico; de un modo más general, podría
decir si es posible ser maestro de verdad en el ejercicio del poder docente; o si se puede

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encontrar una política deseable al pensar las relaciones entre quien ocupa el lugar de enseñar
y quien está puesto en el de aprender.

Bueno, las cosas probablemente se han puesto de verdad complejas. En un curso de


“Pedagogías de las diferencias” nuestra pregunta equivaldría a cuestionarse si es posible que
la diferencia devenga una política en educación o, más precisamente, en la relación
pedagógica; se trataría de preguntar si es posible –conveniente, deseable, interesante, en fin,
no es cómodo este lugar para ninguna palabra– que la diferencia –aun en su forma plural- se
vuelva una política para la relación pedagógica; si no habría, para decirlo aun con otras
palabras, una inconsistencia constitutiva en la pretensión de afirmar la diferencia en tierras
educacionales.

Bien, tal vez nuestra inquietud esté ahora mejor presentada, pero eso no la hace menos
compleja ni, en cierto sentido, quimérica. Esto es, resulta notorio que en una clase no
haremos más que presentarla, introducirla, terminar de mostrarla mínimamente
comprensible. Nos conformaríamos si algunos lectores la encuentran digna de ser
preguntada. Para eso hay que buscarse amigos poderosos, de buen nombre, y por ello
desplegaremos nuestra pregunta a través de una persona de peso, uno de esos maestros
reconocidos por cualquier historia de las ideas pedagógicas, como Sócrates.

Tal vez valga la pena, antes de desplazarnos en el tiempo, hacer algunas aclaraciones: no se
trata de pensar cómo enseñar y aprender; si son políticamente más o menos correctas estas
prácticas o aquellas otras, si son más verdaderas prácticas dialógicas, donde la palabra es más
compartida, que otras tradicionales, en las que el profesor predominantemente habla y los
alumnos sobre todo escuchan; ni otras comparaciones de este tipo. Lo que nos interesa
considerar atraviesa diferentes modalidades, está un poco “antes”, de alguna forma, y las
distintas estrategias pedagógicas la suponen: ¿es posible afirmar una política interesante –
potente, alegre, vivaz (no es fácil decirlo, las palabras se queman al lado de la palabra
política) al ocupar el lugar del maestro?

Nuestro plan consiste en presentar a Sócrates como interlocutor para pensar el problema que
nos ocupa. En una primera sección, “I. El problema de Sócrates”, presentamos el problema
que constituye vérsela con alguien que no escribió nada y fue escrito por muchos. En “II. La
historia oficial”, damos la versión más exitosa de la vida y la muerte de un maestro, contado
por su discípulo en la Apología de Sócrates. En “III. Una estética de la existencia”
presentamos la lectura laudatoria que M. Foucault hizo de la muerte de Sócrates, algunos
meses antes de la propia muerte, ilustrada en el Laques. En “IV. Una anti-estética del
enseñar” problematiza esa lectura a partir del ejemplo del Eutifrón. Finalmente, en “V. Una
tensión infinita” mostramos que las oposiciones en torno de Sócrates tal vez correspondan a
una estructura más general de la lógica política del maestro

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Profesor de Matemáticas. Trinidad, Cuba, 1998.


Fotografía de Pepe Navarro

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I. El problema de Sócrates
Elegir a Sócrates como amigo tiene sus bemoles. Si bien es un nombre respetadísimo para
muchos grandes espíritus, no lo es para otros tantos (basta recordar las rabiosas protestas de
Nietzsche contra aquel “típico decadente”). Con todo, la dificultad principal es hermenéutica:
Sócrates no escribió casi nada, sólo unas pocas líneas, pero fue escrito por muchos
(comediantes, historiadores, filósofos) de manera contrastante y, de esos testimonios, una
minoría ha sido conservada. Así, la tradición que se funda en su nombre está sostenida en el
enigma del alejamiento de su escritura y de la desaparición de testimonios notorios. Para
decirlo sencillamente: ¿qué hacer frente a una tradición testimonial tan acotada y diversa? La
imagen de Platón –la más fuerte entre las conservadas– es también la más paradójica y ha
dado lugar a los retratos más dispares. Con él, Sócrates es el nombre de una interpretación
infinita que es la filosofía misma.

Más de un lector podría preguntarse, entonces, por qué comenzar esta historia con Sócrates.
Responderíamos indicando varias razones: además de cierta fascinación por los orígenes y
los nacimientos, también la búsqueda de un momento donde la posición del maestro se da de
manera a la vez extremamente prístina y compleja, donde parece más claro que en ningún
otro espacio su carácter de enigma, misterio, aporía.
En efecto, como Francis Wolff lo ha sugerido (Wolff, 2000, p. 209-251), Sócrates pone en
cuestión lo que toda pedagogía afirma: la existencia de un maestro, una disciplina, discípulos
y condiscípulos. Veremos cómo Sócrates problematiza esas tres instancias y deja para la
tradición una triple tensión indisimulable que se podría formular de la siguiente manera:
¿cómo pensar la lógica de la transmisión pedagógica ante quien genera infinidad de
discípulos y sin embargo afirma que: a) no es maestro de nadie; b) no reconoce estar
transmitiendo ningún saber; c) no genera escuela (no hay socráticos trabajando unos con
otros sino unos contra otros)? De modo que la paradoja de Sócrates es que hay un sinfín de
gente que aprende sin maestro, sin disciplina y sin condiscípulos. ¿Cómo puede entenderse
este escándalo abierto por Sócrates? ¿Cómo es posible que prácticamente todas las escuelas
filosóficas de la antigüedad reconozcan raíces comunes en quien niega ser maestro o enseñar
algo a alguien?
Por último, tal vez la razón más fuerte para volver a visitar a Sócrates sea, como Jacques
Derrida nos ayudará a notar luego, que estamos enredados en una misma historia, la historia
difícil de la diferencia, la que no se puede escribir. Por eso haremos antes un sinuoso trayecto
y vamos a empezar con la historia que nos cuenta Platón, la del nacimiento de la filosofía,
que coincide con la muerte de Sócrates. Allí nace también una historia de la pedagogía.

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Clase sobre cuidados con bombas y minas en una escuela de un campo de refugiados.
Afganistán, 1996.
Fotografía de Sebastião Salgado

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II. La historia oficial


De la vida de Sócrates sabemos por mucha gente. Parece que unos cuantos escribieron
diálogos de personajes con Sócrates tras su muerte en el último año del siglo IV a.C.
Lamentablemente se han perdido casi todos y sólo conservamos algunos. Entre los
testimonios que han sido más influentes en la historia, se cuenta el de un comediógrafo,
Aristófanes, en algunas de cuyas comedias aparece Sócrates (sobre todo en Las Nubes, la
más conocida, la más exitosa históricamente, aunque en su época ocupó el tercer y último
lugar en el concurso al que se presentó). El retrato que allí aparece de Sócrates es singular y
nada despreciable. Es menos heroico que el platónico pero bastante más divertido. Tenemos
también el testimonio de un historiador, Jenofonte, quien no estaba presente en Atenas
cuando murió Sócrates y que ofrece un testimonio bastante descriptivo, más realista tal vez,
sin tanta gracia ni heroísmo. Finalmente, conservamos el testimonio de Platón, un discípulo
que –como tantos otros discípulos de los que infelizmente conservamos mucho menos–
escribió muchos diálogos en los que Sócrates es un personaje cuya importancia va
decreciendo con el tiempo. Su presencia es principal en los primeros, también lo es en los
intermedios, aunque más afirmativo y doctrinario; en los de vejez, Sócrates se vuelve un
personaje menor, habla mucho menos, hasta salir de escena en el último dialogo de Platón,
Las Leyes.
Entre los primeros Diálogos de Platón, tres hablan más intensamente del proceso y la muerte
de Sócrates: la Apología narra su defensa, la parte del juicio en que Sócrates responde a sus
acusadores. Otro diálogo, el Critón, cuenta una conversación en la prisión con Sócrates ya
condenado. Entre la condena y la ejecución de la misma pasó un tiempo, porque la sentencia
coincidió con el viaje de una nave que los atenienses enviaban a la isla de Delos para
celebrar el nacimiento de Apolo y conmemorar la proeza de Teseo de liberar a Atenas de los
sacrificios impuestos por el Minotauro. Durante ese período no podían efectivizarse las
sentencias capitales y entonces hubo que esperar el regreso del navío para que Sócrates
tomara el veneno. En esos días, Critón, un amigo de Sócrates, le ofrece escapar, le dice que
todo está listo, los carceleros ya están debidamente arreglados, sobornados, es una situación
de corrupción parecida a la nuestra, está todo más o menos apalabrado, Sócrates podría salir
de la prisión caminando, de madrugada, antes de ser cumplida la sentencia al día siguiente,
sin ningún riesgo, nada de violencia. Pero Sócrates rechaza la propuesta y no acepta escapar.
El tercer diálogo es el Fedón, que narra el final, cuando Sócrates efectivamente bebe la
cicuta y se despide de sus amigos conversando con ellos; es la ceremonia del adiós, la última
palabra del maestro que no se decía maestro frente a sus amigos.
Hablamos de la vida de Sócrates pero también hablamos de su muerte, y tal vez hablamos
más de él por la manera en que murió que por la manera en que vivió. Al menos eso se ve
claro en Platón; es una marca fundamental de su legado. Les voy a platicar un poco de la
Apología, que es uno de esos lugares en los que Sócrates habla de sí y, para hablar de sí, usa
una estrategia singular que es identificarse con la filosofía. En efecto, Sócrates dice que la
acusación contra él es una acusación contra una vida filosófica. Es un nacimiento singular:
nace la propia palabra filosofía, de la cual tenemos en la Apología registro por primera vez
(hay quienes la atribuyen a Pitágoras y Heráclito, pero en verdad en ellos esta palabra
corresponde a fuentes mucho más tardías); de hecho lo que aparece son formas verbales, del
infinitivo y del participio (que es un adjetivo verbal), el sustantivo es posterior. Entonces,
Sócrates/Platón inventan la palabra philosopheîn, compuesta de un sentimiento, philo, deseo,
amor, amistad, anhelo, y de sopheîn, saber. De modo que, al defenderse de las acusaciones,
Sócrates sostiene que en verdad no es a él a quien están acusando, no es a una persona en
particular, sino que están acusando un modo de vivir, una forma de vida.
En la Apología aparecen dos tipos de acusaciones: las más antiguas, que acusaban a Sócrates
de investigar las cosas que están bajo la tierra y en el cielo y de hacer que los argumentos
más débiles se impongan sobre los más fuertes; y las más recientes, según las cuales
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Sócrates no creía en los dioses de la pólis (y era ateo, o introducía otros dioses, eso no está
muy claro) y corrompía a los jóvenes; o sea, lo acusaban por motivos religiosos y
educacionales-políticos. Las primeras son más difíciles de enfrentar, dice Sócrates, porque
los que en ese momento son sus jueces las escucharon cuando eran niños, durante la
infancia, y las cosas que uno escucha durante la infancia son las que quedan más fuertemente
grabadas, son las más difíciles de cambiar. Estas acusaciones antiguas son las de Aristófanes,
en Las Nubes, donde Sócrates aparece como un mercenario, alguien que enseñaba a los
jóvenes a defender un argumento sin importarle su valor ni su justicia: enseñaría una técnica
para que el argumento más débil se impusiera sobre el argumento más fuerte, y se
preocuparía por cuestiones celestiales.
Las acusaciones más recientes están relacionadas con la famosa anécdota del oráculo de
Delfos. No sé si se acuerdan de esa historia, pero es simpática. Todo está al inicio de la
Apología. Un amigo de Sócrates, Querefonte, fue al oráculo y preguntó si había alguien más
sabio que Sócrates en Atenas. Sócrates dice haberse sentido extrañado por la respuesta del
oráculo, según la cual no hay nadie más sabio que él. (No es un detalle menor el que no se
muestre sorprendido de la pregunta de su amigo, que no parece menos descabellada). En
todo caso, dice no entender qué puede querer decir eso, pues no tiene ninguna conciencia de
sabiduría en medio de tantos hombres sabios en Atenas. Entonces Sócrates sale a ver cuál
puede ser el sentido del Oráculo, porque por un lado el oráculo no puede mentir, no puede no
decir la verdad; pero por otro lado no es evidente qué puede querer decir que no haya nadie
más sabio que Sócrates.
Sócrates decide emprender una búsqueda y comienza a investigar el saber de los hombres
que pasan por ser los más sabios. Entrevista a tres clases de actores sociales: primero a los
políticos, después a los poetas, y finalmente a los trabajadores manuales. Los políticos eran
considerados de los más sabios en Atenas, no sólo por los otros ciudadanos sino por ellos
mismos, y Sócrates dice que luego de conversar con ellos el resultado es un poco
decepcionante, porque por un lado percibe que de hecho no saben lo que dicen saber, y por
otro lado se irritan mucho cuando alguien como él les muestra que no saben lo que creen
saber; entonces por un lado es decepcionante, pero por otro confirma parcialmente al
oráculo: Sócrates se percibe más sabio que ellos no porque sepa gran cosa -de hecho ni
Sócrates ni ellos saben nada de valor-, sino porque a diferencia de ellos, Sócrates no sabe ni
cree saber. En suma, Sócrates se ve más sabio por tener cierta conciencia del poco valor de
su saber. Luego conversa con los poetas y descubre que, por razones distintas, la conclusión
es más o menos parecida: a diferencia de los políticos, los poetas transmiten un saber, pero
no es un saber del que pueden dar cuenta, sino un saber divino, que no es de ellos, y que
ellos simplemente reproducen; entonces, cuando alguien les pregunta por las razones de su
saber, callan, no pueden dar cuenta de ellas; así, Sócrates también se ve más sabio que estos
señores, porque por lo menos, a diferencia de ellos, es consciente del poquísimo valor de su
saber; finalmente, los trabajadores manuales son –curiosamente– los que más saben.
Sócrates reconoce en ellos un saber más sólido que en los poetas y los políticos: los
artesanos saben de verdad, saben una cosa y la saben bien, saben bien su arte, el costurero
sabe vérselas muy bien con los hilos y las agujas, y del mismo modo todos los otros. El
problema es que no conocen los límites de su saber, es decir, saben un arte en particular, pero
piensan que todo funciona del mismo modo y extienden ese saber a las otras cosas, sobre
todo a las más importantes, y éste es el problema que los hace menos sabios que Sócrates: no
son conscientes de que su saber sólo vale para un determinado campo.
Conclusión: Sócrates es efectivamente el más sabio en Atenas, no porque sepa gran cosa -
todos somos ignorantes, todos no sabemos- sino porque es el único que no se asusta de su
ignorancia, la acepta, la acoge, percibe su fuerza para andar, no quiere tapar ni llenar su
ignorancia de saber, porque aquélla le permite salir a buscar y éste lo inmovilizaría.

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De este modo, Sócrates da vuelta las cosas: el que sabe ignora, el que ignora sabe. La
ignorancia no es lo que parece, un problema, un vacío que necesita ser tapado o llenado. La
ignorancia no es el mal, ni el saber es el bien. Al contrario, la ignorancia es una condición
para vivir una vida de búsqueda, una vida de examen, una vida de cuestionamiento, una vida
filosófica. Ése es el sentido de la existencia para Sócrates: sólo podemos vivir una vida que
valga la pena si esa vida se examina, se interroga, se busca a sí misma, si busca llegar a ser
lo que es, para decirlo con Nietzsche. Vean la tremenda fuerza del gesto de Sócrates y
Platón, el impacto de esa inversión de las apariencias: la ignorancia no es un problema sino
una fuerza, una potencia, una condición, el inicio del examen de sí y de los otros; en suma,
algo a partir de lo cual la vida puede revestirse de sentido.
Si de su particular relación con el saber y de la misión divina que Sócrates desprendió de ella
surgen, en su relato, el malestar social y político que derivó en su juicio y condena, entonces
lo que le da la vida a Sócrates es también lo que le da la muerte: la única vida que vale la
pena vivir, una vida con filosofía, no puede ser vivida, en tanto precisa de la muerte para
completarse: la filosofía lo lleva no sólo a una buena vida sino también a una buena muerte.
O también, desde otra perspectiva: Sócrates debe morir para no perder la vida, para respetar
la única vida que vale la pena ser vivida. De esta manera aporética, contrastante, enigmática,
se presenta Sócrates para pensar una política para enseñar y aprender.
Los lectores ya habrán comenzado a pensar las enormes implicaciones de estas afirmaciones
para un educador del presente. El saber de Sócrates es ante todo una relación con el saber y
su contrario. La cuestión es que Sócrates no se confirmó con mantener para sí ese saber sino
que salió a proyectar esa relación sobre los otros. Esta pretensión hace de Sócrates una
molestia y un peligro –por lo que fue debidamente juzgado y condenado- , pero también un
misterio y un inicio: su vida no puede ser vivida sin que los otros sean afectados por ella de
determinada manera; su relación con la ignorancia no puede ser mantenida sin que los otros
pongan en cuestión su relación con el saber. Esto es, no puede vivir sin afectar la vida de los
otros; no puede pensar sin impactar el pensamiento de sus pares. Leo lo que escribo y me
estremezco. Con el Sócrates de Platón nace no sólo la filosofía sino una política para la
educación, una manera de situar y enmarcar los sentidos políticos de educar en la pólis.
Con todo, es la segunda parte de la acusación lo que más nos interesa y nos toca, porque allí
lo que está en juego es explícitamente la denuncia pedagógica: Sócrates corrompería a los
jóvenes. ¿Quién de nosotros no lo ha escuchado ya más de una vez? ¿Quién al menos no lo
ha pensado? ¡Que levanten la mano los que creen no estar afectados por la acusación!
Sócrates se defiende negando haber ejercido el papel de maestro. Dice, literalmente, “nunca
fui maestro (didáskalos) de nadie” (Platón, Apología de Sócrates 33a). Despliega esta
defensa en tres argumentos: a) no recibe dinero de quien desea escucharlo ni discrimina a sus
eventuales interlocutores por su edad o por sus riquezas; b) no prometió ni jamás enseñó
(edídoxa) a nadie conocimiento (máthema) alguno; c) si alguien dice que en privado
aprendió (matheîn) de él algo diferente de lo que afirma ante todos los otros no dice la
verdad, ya que él dice siempre lo mismo: la verdad.
La primera sentencia cuestiona a los que viven -económicamente- de enseñar, los que ponen
un precio a transmitir lo que saben; la segunda apunta contra los que consideran que enseñar
tiene que ver con transmitir un saber o conocimiento, y aprender, consecuentemente, con
incorporar ese saber transmitido por otro; la tercera apunta contra quienes adecuan su
discurso y lo que transmiten a su auditorio.
Puse los términos en griego porque permiten ver más claramente una aparente contradicción
en la defensa de Sócrates: afirma que no enseñó conocimiento o aprendizaje (máthema)
alguno, y que si alguien dice que aprendió (matheîn) de él en privado algo diferente de lo
que aprendieron todos los otros, miente. Esto es, Sócrates niega enseñar y sin embargo
acepta que quienes dialogan con él aprenden, tanto que no podrían decir que aprenden cosas

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diferentes en público o privado. ¿Leyeron bien? Los que conversan con Sócrates aprenden
sin que él les enseñe. Impactante. Puede parecer contradictorio. Sócrates quiere justamente
diferenciarse de los profesionales de la educación. Para éstos, si alguien aprende es porque
otro le ha enseñado lo que aprendió. Pero no hay tal contradicción: para Sócrates un
profesional no es un maestro de verdad, contribuye al miedo colectivo a la ignorancia y a la
formación de pseudo-sabios, arrogantes, pretenciosos. Un maestro de verdad no puede
enseñar lo que aprenden quienes lo acompañan.
De ese modo, Sócrates sugiere que los acusadores tienen razón: debe ser declarado culpable
de corromper a los jóvenes. Sócrates niega otras cosas: dice que no cobra por enseñarles, que
no transmite conocimiento alguno y que lo que ellos aprenden en privado es lo mismo que lo
que él dice en público. Pero no se lo acusaba de ninguna de estas tres cosas, que estaban, si
no bien vistas, consentidas en la Atenas de su tiempo. Al menos por su práctica educacional,
Sócrates debe ser condenado, corrompe a los jóvenes. No hace lo que hay que hacer; no
educa como hay que educar.
En otro diálogo en el que también habla de sí, Sócrates reafirma esa relación, después de
comparar su arte con el de las parteras: “... que de mí nada jamás han aprendido (mathóntes,
Platón, Teeteto 150d)”. Sócrates deja claro allí que: a) él no da a luz el saber que sus alumnos
aprenden, y b) él sí es la piedra de toque que determina si lo que los jóvenes dan a luz es una
imagen y una mentira o algo auténtico y verdadero. Niega ser el origen de lo que sus
alumnos aprenden y afirma ser una piedra de toque, una catalizador, para el examen que una
vida otorga a sí misma. Esto es, a fin de cuentas, lo que Sócrates sabe cuando afirma que no
sabe y que no da a luz ningún saber: el no valor de lo que los otros saben, o en otras
palabras, de la relación que los otros tienen con el saber y con el modo en que viven. Eso es
lo que Sócrates “enseña”, o permite aprender: el valor de cierta relación con el saber que da
lugar a un modo de vida, marcada por el examen y el cuidado de sí.

Pakistán.
Fotografía de Olivier Culmann

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III. Una a estética de la existencia


Michel Foucault ha hecho una lectura muy bonita de Sócrates en su último curso en el
Collège de France, titulado Le courage de la vérité. Foucault sostiene que Sócrates introduce
un nuevo modo de decir verdadero frente a los modos imperantes en la Atenas de su tiempo.
Sócrates no dice la verdad como el poeta, quien habla de manera profética, portador de una
verdad que transmite y de la que espera ver sus efectos; ni tampoco como el sabio, porque no
habla del ser de las cosas y del orden del mundo sino que le interesa poner en cuestión el
alma; tampoco dice una verdad técnica porque no cobra por lo que hace y porque no cree que
deba transmitir lo que sabe a alguien que no lo sabría. Allí donde el pedagogo dice “tú no
sabes y debes escucharme pues te transmitiré lo que ignoras”, Sócrates dice: “tú no sabes y
yo tampoco sé, si me ocupo de ti no es para transmitirte el saber que te falta sino para que te
ocupes de lo que no te ocupas, de ti mismo” (ver M. Foucault, 1984, p. 12).
Esta lectura tiene un tono marcadamente laudatorio. Foucault parece ver en Sócrates a un
héroe, un inspirador. El tono de ese curso es muy empático, propio de quien parece buscar en
el ateniense la legitimidad y la potencia de una manera de vivir la muerte por venir, una
estilística común de existir ante y antes de la muerte. Es un retrato plenamente afirmativo, de
un Sócrates que es el hombre del cuidado, quien también funda la filosofía como práctica del
cuidado de sí, en un contexto espiritual en el que vida y conocimiento, existencia y ontología,
aún no se han separado. La filosofía es para el Sócrates de Foucault una especie de actitud de
vida, frente a sí, los otros y el mundo; es también una preocupación especial por el propio
pensamiento; finalmente, es además un conjunto de prácticas dialógicas por las que alguien
debe pasar para transformarse y así tener acceso a la verdad. En la vereda opuesta, el propio
Platón, en textos como Fedón, Fedro y La República, es ya el iniciador de ese momento
cartesiano que para Foucault marca la escisión de la espiritualidad y la filosofía y la
subordinación del cuidado de sí al conocimiento de sí. Para Foucault, Platón arranca la
filosofía –y la pedagogía– de la vida, donde la había situado Sócrates.
La relación entre filosofía, pedagogía y vida es presentada de manera nítida en un diálogo de
juventud de Platón, el Laques. El texto se origina en cierta relación entre educación y
negligencia: Lisímaco y Melesias han recibido una educación negligente. Sus padres,
Arístides y Tucídides, han sido eminentes hombres públicos, de la política externa e interna
de Atenas, de la guerra y la paz, pero se despreocuparon completamente del cuidado de sus
hijos: no quieren repetir, con sus hijos, la educación que recibieron de sus padres. Por eso
consultan a dos afamados ciudadanos, Laques y Nicias, sobre los saberes que es necesario
impartir a los jóvenes.
Foucault muestra cómo Sócrates, al intervenir en el diálogo, primero cambia la lógica de la
discusión. Lisímaco y Melesias habían interrogado a Nicias y Laques sobre la conveniencia
de educar a sus hijos con un maestro en las armas a cuya representación han asistido. Nicias,
que responde afirmativamente, y Laques, que responde negativamente, no se ponen de
acuerdo. Entonces Lisímaco llama a Sócrates para dirimir la cuestión. Pero Sócrates no toma
partido por ninguna de las dos posturas y dice que la cuestión no es quién ni cuántos estén a
favor o en contra, sino que se trata de una cuestión propia de un arte, de la aptitud de quien
actúa en ese ámbito por un saber (epistéme) específico (Laques 184d-e). Sócrates afirma:
“Hay que buscar a un artista en el cuidado (therapeían) del alma” Platón, Laques, 185e.
¿Cómo se sabe si un maestro es apto o no para educar, esto es, para cuidar del alma? Sócrates
da dos criterios: por los buenos maestros que ha tenido o por las obras que ha sido capaz de
realizar, esto es, las almas excelentes que ha conseguido generar (Laques, 185e-186b). Se
declara a sí mismo desprovisto de ese arte, en la medida en que no ha tenido ningún maestro
ni recursos para pagar un sofista. Aunque el tema lo apasiona desde pequeño, todavía no ha
descubierto el arte de educar ni ha generado saber alguno sobre él. Por eso, pide a los
expertos Nicias y Laques que retomen la palabra y muestren sus credenciales en el arte de
educar.

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Nicias acepta el desafío, sabiendo la que se le viene: “dar, de sí mismo, razón, de cómo es su
modo de vivir actual y por qué ha vivido la vida que ha llevado” (187e-188a). Nicias sabe
que frente a Sócrates hay que justificar: dar razón de la propia vida, la pasada y la presente.
Recuerda incluso un dicho de Solón sobre lo valioso de aprender mientras se está vivo. Pero
lo más interesante viene cuando remata su intervención:
Pues estar sometido a la piedra de toque de Sócrates no es nada
desacostumbrado ni siquiera desagradable para mí, sino que prácticamente
desde hace bastante tiempo he sabido algo: que cuando Sócrates está presente,
nuestro discurso no podría ser sobre los jóvenes sino sobre nosotros mismos.
(Laques, 188b-c)

Nicias dice lo que Sócrates quiere oír. Marca el valor y el sentido que da a la presencia de
Sócrates: el de una piedra de toque; alguien que pone a prueba, como él mismo se presenta
en la Apología. Y lo que Sócrates pone a prueba en este pasaje del Laques es un modo de
vida, la forma que alguien le da a su propia vida. Esto es lo que siempre va a estar en juego
con Sócrates, sugiere Nicias: nosotros mismos y la manera en que vivimos.
Laques también acepta conversar con Sócrates, aunque no lo conocía personalmente.
Entonces Sócrates toma la palabra y, como Nicias había anticipado, sus interlocutores no
pueden responder sus preguntas. Como destaca Foucault (1984, p. 41-45), la parresía
socrática, su decir verdad, funciona a toda máquina. Nicias reprocha a Laques que haya
realizado una acción típicamente humana, dirigiendo su mirada a los otros pero no a sí
mismo (Laques 200a). Al final, Nicias tampoco encuentra lo que buscaba y los dos coinciden
en recomendar a Lisímaco y Melesias que dejen a sus hijos bajo el cuidado de Sócrates
(ibid., 200 c-d).
Sin embargo, Sócrates no acepta la invitación. Al final, él tampoco se ha mostrado más
sabedor que Laques o Nicias. Mejor será que todos se pongan a buscar el mejor maestro
posible para sí mismos y para los hijos de Lisímaco y Melesias. El diálogo termina cuando
Sócrates acepta ir al día siguiente a la casa de Lisímaco a tratar esos mismos asuntos.
Foucault saca tres conclusiones del Laques (1984, p. 47-9): 1) los dos interlocutores más
fuertes de Sócrates, Laques y Nicias, se eliminan y esquivan entre sí; 2) Laques y Nicias
coinciden en recomendar a Lisímaco que confíe sus hijos a Sócrates para que éste cuide de
ellos en razón de la armonía que Sócrates muestra entre su decir y su hacer, entre su palabra
y su práctica, como reconoce Laques (Laques 189a-b). Sócrates acepta sin aceptar; acepta ir
al día siguiente y al mismo tiempo dice que él no ha respondido mejor que Laques y Nicias
las cuestiones planteadas; pero en el transcurso del diálogo ha refundado la maestría del arte
de enseñar en el cuidado y se ha mostrado el verdadero maestro del cuidar. No ha dado razón
de su arte; tampoco ha impuesto la fuerza de un saber político (como Lisímaco le solicita);
pero ha impuesto a través del diálogo el saber de su decir verdadero, su parresía del cuidar
que los otros cuiden de sí mismos; ha logrado que sus interlocutores, como Nicias ha
reconocido, desvíen la mirada hacia sí mismos; 3) por detrás de los maestros con los que
Sócrates propone irónicamente no ahorrar gastos, está el lógos, el propio discurso que dará
acceso a la verdad.
Así, Foucault sostiene que Sócrates se niega a ocupar el lugar del maestro del arte de educar
para establecer un nuevo lugar de maestría: el de guiar a todos los otros, sobre el camino del
lógos, a que cuiden de sí mismos y, eventualmente, de otros. Por eso, Sócrates acepta al final
del Laques, “si el dios lo quiere”, ir a casa de Lisímaco al día siguiente: no para ser su
maestro en el sentido técnico, sino para llevar a cabo la misión que ha cumplido en el diálogo
y que continuará cumpliendo siempre, aquella que en la Apología dice haber recibido del
dios: cuidar que los otros cuiden de sí.

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Escuela Nocturna en West Side Lodging-House . Nueva York, 1892.


Fotografía de Jacob Riis.

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IV. Una anti-estética del enseñar


ócrates hizo escuela de un modo especial, singular. No dejó una escuela ni doctrina socrática,
pero impulsó una diversidad enorme de escuelas y doctrinas. De este modo, sus seguidores
(me resisto a usar la palabra ‘discípulo’) parecen negarlo al hacer todo lo contrario de lo que
Sócrates hacía: escriben, afirman doctrinas, fundan escuelas. Con todo, afirman a su manera
aquel gesto inicial, fundador y, con ello, la filosofía y la pedagogía han inaugurado una
tradición.
Sócrates bien podría ser, entonces, candidato a maestro de verdad. En ese caso, deberíamos
hacerle algunas preguntas, como por ejemplo: ¿qué fuerzas son las que dispone para el
pensamiento de sus interlocutores en las conversaciones que lleva a cabo con jóvenes y
adultos de Atenas? ¿Qué permite y qué impide pensar? ¿Qué efectos provoca en el pensar de
sus interlocutores, en su relación con lo que piensan, en su manera de considerarse sujetos
pensantes? ¿Cuáles caminos transita y abre para que otros puedan recorrer en el
pensamiento? ¿Qué transmite y cómo lo hace? ¿Qué circuitos camina para ello? ¿Qué sabe y
qué ignora al ocupar un lugar con efectos pedagógicos? ¿En qué medida sus intervenciones
permiten o dificultan pensar la transformación de los modos de vida individuales y
colectivos?
Las respuestas son dispares. No todos los diálogos de Platón ofrecen conversaciones tan bien
resueltas como el Laques ni tan sintónicas con la manera en que el mismo Sócrates se relata a
sí mismo en la Apología. El Eutifrón es un ejemplo casi contrario. Dramáticamente es un
poco anterior a la Apología. Sócrates, en busca de la acusación escrita contra sí, se encuentra
con el sacerdote Eutifrón en la puerta del pórtico del rey. Éste va a iniciar un proceso contra
su propio padre por haber asesinado a un vecino. El motivo no es menor: alguien que se dice
especialista en cuestiones sagradas puede estar iniciando una acción sacrílega, al acusar a su
propio padre ante los tribunales (3e-5a). Sócrates, entonces, aprovecha la oportunidad para
situarse como discípulo de Eutifrón y le pide que le explique qué son lo sagrado y lo impío,
acerca de lo cual Eutifrón se declara conocedor (5d).
Comienzan entonces los intentos de Eutifrón por responder las preguntas de Sócrates, y con
ellos, sus fracasos. Sócrates parece querer escuchar una única cosa, y si no escucha lo que
quiere escuchar, no le da descanso. No parece querer llevar a Eutifrón a problematizar su
modo de vida. Responde con falacias los diferentes intentos de respuesta y lo acusa de no
responder su pregunta. Sócrates quiere el “qué” y Eutifrón ofrece el “quién”. Sócrates
pregunta por lo sagrado y Eutifrón responde mostrándole a alguien que realiza cosas
sagradas. ¿Acaso la pretensión socrática de una naturaleza, una idea, un ser de lo sagrado no
esconde una afección como la que ofrece Eutifrón? ¿Por qué una característica abstracta y
universalizada es mejor respuesta para entender el modo de ser de una cosa que el sujeto de
su producción? Sócrates bien podría discutir lo que de hecho no parece querer discutir: ¿qué
es lo que hace que una cosa “x” sea “x”? ¿Es un paradigma o una idea, como él presupone, o
podría ser algo más concreto, del orden del aquí y del ahora, de la existencia, de los afectos y
los efectos, de la historia y de la geografía, tanto cuanto de la metafísica o la ontología?
En ese diálogo Sócrates no considera estas preguntas. Impugna las respuestas de Eutifrón
como si sus preguntas sólo pudiesen ser respondidas como él espera que sean respondidas.
Despersonaliza el pensamiento, lo abstrae de la existencia y de los sujetos que lo producen,
lo desconecta de los afectos y las pasiones que le dan vida y sentido; provoca, en cierto
sentido, una anestesia de la existencia. Va a contramano de lo que él mismo declara como su
misión en la Apología.
El resultado del diálogo es desalentador. Sobre el epílogo, Eutifrón insiste en que aprender
sobre estas cosas es un trabajo arduo (14a-b) y Sócrates lo acusa de no querer enseñarle (14b)
y de volver a sus mismos argumentos. El tono enojado de Sócrates parece indicar el fracaso
del final: después de dar tantas y tantas vueltas, Eutifrón va a parar al mismo lugar del inicio.
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El Eutifrón no se diferencia de otros diálogos por no poder responder la pregunta que da


sentido a la conversación. Ésa es una nota común de prácticamente todos los diálogos
primeros de Platón. Es singular en otro sentido. Al final, ante la enésima insistencia de
Sócrates para que Eutifrón le diga qué son lo sagrado y lo impío, éste sale corriendo, a las
apuradas; escapa de Sócrates. De este modo, repite lo que también otros afirman: Sócrates no
siempre consigue lo que, en la Apología, dice que hace con los que dialogan con él. Eutifrón
parece acabar el diálogo pensando lo mismo que pensaba al inicio y Sócrates no consigue
sacarlo de su lugar si no es para escapar del propio Sócrates, haciendo movimientos
circulares que sólo le permiten volver al mismo punto de partida.
Más aún, el propio Sócrates no parece haber aprendido nada. Su última intervención (15e-
16a) es esclarecedora: lamenta que, ante la fuga de Eutifrón, quede imposibilitado de
aprender qué es lo sagrado y su contrario, lo que le permitiría librarse de la acusación de
Meleto y, a partir de ese saber, además, vivir otra vida, mejor. El tono no puede ser sino
irónico. En la Apología Sócrates niega las acusaciones, no cree actuar por desconocimiento
ni a la ligera, y tampoco cree que haya una vida mejor que la suya. Sócrates no ha acogido el
saber de Eutifrón, no lo ha escuchado cuando tenía la oportunidad de hacerlo. Así, él también
acaba por volver al mismo lugar del inicio. Los dos han salido a dar vueltas en círculo para
regresar al mismo punto de partida.
En todo caso, este diálogo aporético muestra a un Sócrates poco ignorante. Parece saber
desde el comienzo adónde debería llegar Eutifrón: a saber que no sabe lo que cree saber;
también aquí, a pesar de lo que dice al principio y al final de su encuentro con el sacerdote,
Sócrates no pregunta porque ignora sino para mostrar quién de los dos es el que sabe más.
Sócrates ejercer el poder de enseñar para tratar de traer al otro hacía sí, sin salir de su lugar.

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Niñas en la escuela de la villa de Deleitosa. A las niñas les enseñaban en clases separadas de los niños,
Extremadura, Provincia de Caceres. 1951

Fotografía de Eugene Smith © Magnum

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V. Una tensión infinita


Podría discutirse en qué medida este último Sócrates se repite en los otros diálogos de
juventud de Platón. No es fácil determinarlo. Lo que está en juego es qué política del
pensamiento afirma en su relación con los otros; qué espacio ocupa para sí y qué espacio deja
para los otros en el pensamiento; qué cosas permite pensar y qué cosas no deja pensar; qué
fuerzas desata en el espacio del pensamiento habitado por sus interlocutores; qué potencias
desencadena o interrumpe en su dialogar con otros. En el Eutifrón, Sócrates no da lugar a la
libertad de pensar del otro. Parece compartir allí el viejo ideario pedagógico de que el
alumno debe aprender lo que el maestro le enseña, aunque no sea un saber de respuesta sino
un dejar de saber lo que sabe. Por las buenas o por las malas.

Los ejemplos en uno y otro sentido podrían multiplicarse. A veces, en un mismo diálogo,
Sócrates ofrece posturas encontradas. Así, ilustra –de manera diáfana y poderosa, propia de
un nacimiento– la tensión política puesta sobre quien entra en el juego de enseñar y aprender,
en cualquier relación pedagógica que pretende de algún modo educar el pensamiento y la
vida de los otros, intervenir en la manera en que los otros piensan y viven. Sócrates no afirma
una política consistente en sus relaciones pedagógicas. Hace de la ignorancia un motor
potente de búsqueda común de un problema impensado y, a la vez, una máscara para traer a
los otros hacia su propio saber.
Hay muchos Sócrates. Infinitos. No sólo porque hay diferentes testimonios y distintos
lectores. El Sócrates de Platón es tenso, contradictorio: en algunos pasajes niega lo que en
otros afirma y hace lo que en otros lugares critica en terceros. Su relación con la política es
también llamativa, del modo en que la enuncia. En la Apología afirma que acertó al hacer
caso a la voz demoníaca que le recomendaba no practicar la política porque, si la hubiera
ejercido, habría muerto mucho antes (Apología 31c-e). Sin embargo, también sostiene en
otro diálogo que él es el único ateniense en practicar la verdadera política (Gorgias 521d).
Esto significa que la práctica de la verdadera política lo lleva a no practicar la política en la
pólis.
Es difícil, o imposible, acompañar la militancia política de Sócrates. Pero es posible notar la
política que afirmó en sus conversaciones, en sus relaciones pedagógicas, tal como las
muestran los diálogos. Hay fuerzas allí presentes a favor y en contra del cuidado, de la
trasformación de sí en el pensamiento. Lleva consigo fuerzas contradictorias sin demasiada
incomodidad. Afirma relaciones de poder desiguales, jerárquicas; pero no es menos cierto
que, a veces, abre la posibilidad de pensar lo que, sin ese contacto, muy probablemente no
sería posible pensar. Ayuda a pensar que la relación pedagógica puede ser el trabajo más
liberador, pero también el más dominador del pensamiento.
El modo en que él mismo se retrata en los diálogos, como atópico y extranjero, hace pensar
que esa posición no le resultaba demasiado incómoda y, tal vez, pueda estar sugiriendo un
estado más sostenido y estructural de la posición del maestro; en otras palabras: que la atopía
o extranjeridad no está en su persona sino en la propia relación pedagógica, cualquiera sea la
forma y el sentido que se le otorguen.

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Taller de percusión en el centro comunitario de la Asociación Civil Identidad Vecinal, barrio


Salamanca, González Catán, La Matanza, Buenos Aires. 2014
Fotografía de Iván Castiblanco Ramírez.

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Nota sobre las imágenes


Iván Castiblanco Ramírez*

La trayectoria visual de esta clase presenta fotografías de varios autores, cuyos protagonistas
son los dos actores centrales del encuentro pedagógico: el profesor y el estudiante. Con estas
imágenes queremos invitarlos a reflexionar sobre la forma como son representados estos
actores y sus roles. Pero también estas imágenes tienen como fin mostrar diferentes registros
visuales de la relación pedagógica en diferentes épocas y en diferentes lugares del mundo.

Ser docente o ser estudiante implica asumir un determinado rol en la relación pedagógica, de
esta manera se puede pensar que a determinado rol le corresponde determinada postura
social, pero además, cierta postura corporal. Postura que en términos visuales se puede
denominar como pose. Pensemos, entonces, si en estas fotografías se observa una relación, o
una tensión, entre el rol y la pose de los actores del encuentro pedagógico y qué factores
pueden incidir en la representación visual de los mismos. En este sentido, es interesante
observar la diferencia entre las imágenes en las que los actores se encuentran sin la presencia
de su contraparte y aquellas en las que vemos la presencia de profesores y estudiantes.

¿Hay, acaso, alguna diferencia en la forma como posan o como actúan los sujetos entre unas
imágenes y otras?

¿Las únicas imágenes posibles sobre profesores y estudiantes son aquellas que los hacen ver
como personajes que interpretan sus roles respectivos?

¿Qué papel puede jugar la mirada del fotógrafo?

¿Qué papel juega la mirada que el profesor o el estudiante tienen acerca de su rol?

¿Qué nos dicen, o mejor, qué nos hacen ver estas fotos acerca de la relación entre profesores
y estudiantes?

Estos son algunos interrogantes que nos pueden ayudar a mirar con mayor profundidad estas
fotos, pero también aquellas que solemos producir en nuestros ámbitos pedagógicos en las
que también ponemos en escena esos roles, posturas y poses que creemos corresponden con
lo que suponemos debe ser un docente o un estudiante…

Desde este punto, pensemos y reconozcamos que las fotos no muestran la realidad tal cual
es, sino que es nuestra mirada la que construye la realidad de las fotos.

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