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En un todo de acuerdo, surge esta reflexión: la Iglesia en un momento también hizo suya la

fatídica dialéctica: "esto, para los jóvenes; esto otro, para la tercera edad; lo de más allá, para
laicos consagrados", etc., etc., etc. Como si la Fe fuera diferente. Perdón si no me explico bien.
Y para "los jóvenes" sólo la "fiesta", las risas (¡vacías! ¡oh, cuán vacías!), la guitarra, la jarana,
Jesús el "amigo".
Sacrificio, oración, penitencia, ¡martirio!, no, por favor, esa idea es medieval, está superada;
todo eso no atrae a los jóvenes del siglo XXI, de la era del éxito personal y la excelencia.
Ya lo dijo Chesterton: No necesitamos una Iglesia que se mueva con el mundo, sino que
conmueva este mundo. Una Iglesia que lo aparte de muchas cosas hacia las que ahora se
inclina.
Pero vemos todo lo contrario.
De todos modos, sigo creyendo que la sangre de mártires como la del P. Hamel dará su fruto,
por supuesto, algún día.
http://exorbe.blogspot.com.ar/2016/07/jotamejotacitis.html

Errare humanum est


por Jack Tollers
San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error.
¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano?
San Agustín decía esta cosa enorme: que no, que es el error.
Pero Cristo también lo dijo, en cierto modo: porque Él no dijo: "Yo soy la moral";
No. Él dijo: "Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres."

L. Castellani

Wanderer, estoy preparando mi tercera


charla sobre los “Novísimos” y por lo tanto
hace bastante tiempo que vengo leyendo y
reflexionando sobre el purgatorio (se
sorprendería Ud. si viera la vastísima
literatura contemporánea—aparte de la
Patrística y Medieval—sobre el particular:
no puedo parar de leer).

No viene a cuento aquí describirle cómo ni


por qué ha ido desapareciendo la noción
misma de purgatorio entre los cristianos
(especialmente a partir de Vaticano II,
aunque el fenómeno es más viejo que eso): me reservo eso para la charla.

Ahora bien, más allá de las representaciones más conocidas sobre el purgatorio, con demonios
y llamas que atormentan a las almas (no enteramente malas, no enteramente buenas—San
Agustín dixit); estas almas que pasan por este “estado intermedio” (Newman dixit),
representadas a veces como almas en pena que vagan por el mundo (y que a veces obtienen
permiso divino para aparecerse a este o a aquel), más allá de la larga lista de metáforas de las
que se ha valido la apologética cristiana para hacer entender al pueblo fiel qué cosa es esto del
purgatorio y cómo se “purifican” las almas en ese estado—más allá de todo eso, hay cosas más
profundas, conceptos quizás más difíciles de aprehender, pero que explican mucho más
precisamente esto de que estamos hablando.

Pongo ejemplo (y aquí también hace falta un mínimo de imaginación): represéntense Ud. y sus
lectores como viendo la película de vuestras vidas —eso que Royo Marín llamaba, no tan
desacertadamente, “el cine de Dios”. ¿Y bien? En esta película que uno contemplaría desde el
purgatorio, uno no sólo vería la propia vida—exterior e interior—con gran detalle e increíble
prolijidad: también vería las consecuencias de cada uno de los actos, de cada uno de nuestros
pecados. Y comprobaría que las consecuencias de nuestras faltas son, en cierto modo, in-ter-
mi-na-bles (para esto véase el capítulo sobre “La Injusticia” allí sobre el final del “Benjamín
Benavídes” de Castellani). Como si dijésemos que, instalados en el “cine de Dios”, veríamos
cosas terribles en nuestros nietos, y todavía en los bisnietos, cosas que partieron, que se
originaron en pecados nuestros, que todo eso sucede, más que nada, por culpa nuestra…

Y no voy a hablar de las consecuencias de nuestros pecados de omisión, porque, Dios mío, eso
me excede (porque no me animé a corregir a fulano de tal, mirá lo que pasa ahora), que yo
también soy el peor de los pecadores, y que Dios se apiade de mi alma, ay, ay, ay.

Pero en fin, con eso ya tenemos bastante para darnos una idea de qué cosa es el purgatorio.

Pero yo quería hablar de otra cosa, que es de lo que habla Castellani en el epígrafe que hemos
puesto encabezando esta nota: y es esto de que hay algo peor que el pecado y ese algo es el
error. Y a poco que uno se ponga a pensar, no es tan difícil de entender, puesto que de un
pecado uno se puede arrepentir, de un pecado uno se puede confesar, un pecado se puede
expiar, casi siempre se puede reparar (y lo que falta en esa materia, ya lo hizo Jesucristo en la
cruz); ahora, un error… resulta considerablemente más difícil de remediar (piensen ustedes en
las herejías y los intensísimos esfuerzos intelectuales de los doctores, la cantidad de concilios,
documentos magisteriales y no sé yo cuántas cosas más, durante no sé yo cuántos siglos, que
resultaron necesarios para corregir estos errores: las herejías, por poner un solo ejemplo, la
herejía arriana o la luterana). Y hay algunas que nunca se terminaron de corregir del todo, pese
a tanto empeño, durante tantos siglos: la maniquea por ejemplo (Belloc dixit, con gran
acierto).
Y bien mirada la cosa, uno advierte que la Historia de
la Iglesia no es sino un enorme esfuerzo por cumplir lo
más minuciosamente posible con el mandato de Cristo
que constituye el remate del Evangelio San
Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a
conservar todo cuanto os he mandado” (Mt. 28:19-
20).

Y es que Cristo conocía bien lo que hay en todo


hombre y la inclinación que todos tenemos por
distorsionar, por cambiarlo todo por “fábulas de
viejas”, por “mejorar” el “depósito de la fe”, caray con
el progresismo, que hay algunos cristianos que son
más cristianos que Cristo. Y después de todo, los paganos también sabían de esta nuestra
debilidad y Virgilio lo dijo mejor que nadie: errare humanum est.

¿Por qué tanta insistencia en todo esto si no? ¿Por qué tantas controversias teológicas,
disputas, guerras de religión incluso, si no? Piensen en toda la Patrística, contemplen por junto
todos los volúmenes de la Migne, en latín, en griego, y piénsenlo de nuevo. Repasen el índice
del Denzinger, lean la historia de los Papas de von Pastor, fíjense en cualquier historia de la
Iglesia y no van a encontrar otra cosa que lo que digo: peleas, disputas, enormes controversias
intelectuales y finalmente largos y concilios que penosamente llegaban finalmente a definir
con toda precisión—en latín, una lengua muerta, cosa de asegurarnos el mínimo riesgo de
malinterpretación, a diferencia del último concilio, redactado en un lenguaje “deliberadamente
ambiguo” (Kasper dixit)—qué cosas Cristo nos mandó, qué quería decir exactamente, y de allí
la multitud de definiciones y, en consecuencia, la multitud de anatemas.

¿Por qué todo esto? Piénsenlo de nuevo, cristianos moralistas de nuestro tiempo: porque no
hay nada importante, porque un error es infinitamente peor que un pecado, porque nuestra
salvación está asociada a verdades divinamente reveladas y si ésas se tuercen, si ésas se
niegan, si ésas se esconden… ¡Dios mío! No hay remedio posible (o, en todo caso, no será
cosa de soplar y hacer botellas, y exigirá siglos).

Y ya van viendo entonces por qué un error es peor que un pecado: entre otras cosas también
por las consecuencias que tiene; y entre otras muchas, la de engendrar infinitos pecados.

Esto es lo que no entienden los cristianos moralistas de nuestro tiempo: los kukús de toda laya,
los sectarios de todos los colores y más que nada, los jesuitas de nuestro tiempo.
Y de allí el despelote que se armó a partir de Vaticano II en el que no se quería “definir” nada,
que no, hombre, que al mundo moderno no le gustan las definiciones, la precisión, que el
mundo moderno prefiere la niebla, el masomenismo, el relativismo—vamos, que sólo se
trataba de un concilio “pastoral”… y así los pastores se hicieron los perros, ya saben ustedes, y
nos rodearon los lobos.

Ahora, hablando de los jesuitas, hablando de este arquetipo de jesuita moralista, de este que se
precia de burlarse de los “católicos-denzingerianos”, de este ignorante—de este ejemplo
supremo de “pastor pastoral” que se niega a juzgar (cuando esa es, precisamente, su principal
incumbencia), de este tipo que no enseña la Religión de Cristo y que se inventó su propia
moral ecológica, ecuménica, transexual, anti-capitalista, pro-inmigrante y anti-mafiosa, de este
que se ríe de cualquier forma o manifestación de la ortodoxia (que lo del aborto es cosa de
poca importancia, que no hay que discriminar a los pederastas, que no hay que reproducirse
como conejos, e vía dicendo) de este que no quiso ponerse los zapatitos colorados de
Ratzinger, prefiriendo en cambio los suyos, embarrados a fuerza de transitar los barrios
periféricos,… ¿qué quieren que les diga?... en razón de las consecuencias que todo esto se trae,
y por aquello que les decía al principio de esta nota sobre el purgatorio (y hay cosas peores)…

No querría yo estar en sus zapatos.

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