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El espacio se hace sagrado (y, por tanto, real) por dos vías: porque reproduce
un arquetipo cósmico originado en el tiempo primordial, o porque participa del
simbolismo del centro del mundo, es decir, del “eje” del cosmos, que constituye
el arquetipo espacial por excelencia.
La historia de las religiones está llena de ejemplos de arquetipos cósmicos de
espacios naturales o antrópicos (Eliade, 1967, cap. I; 1972, págs. 16-20).
o antrópicos
Las provincias de Egipto (los nomos) reproducían los “campos celestiales”, las regio-
nes en que estaba dividido el cielo.
El rey Gudea de Lagash, en el antiguo Sumer, recibió de los dioses las indicaciones
para la construcción del templo de la ciudad.
Cervelló, Autuori, Josep. Antropología de la religión: una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas, Editorial UOC, 2003. ProQuest
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Editorial UOC 141 Capítulo II. Aire
También la ciudad santa de Jerusalén tenía un modelo celestial creado por Dios mu-
cho antes de que los hombres construyeran la ciudad terrestre; y Salomón edificó el
templo según los designios y los “planos” de Dios.
Los etruscos construían sus ciudades adoptando como modelo la estructura del cie-
lo, y de esta manera favorecían sus destinos.
En la India, todas las ciudades regias estaban construidas según el modelo mítico de
la ciudad celestial donde en el tiempo primordial vivió el Soberano Universal; los
reyes se esforzaban por hacer revivir aquella edad de oro, por asimilar lo máximo
posible su reino terrestre al reino celestial de los orígenes.
Pero hay espacios que carecen de prototipos “ordenados”: las regiones desier-
tas, los territorios no cultivados, los mares desconocidos, poblados por mons-
truos, etc., todas estas regiones están asimiladas al caos, siguen participando del
estado indiferenciado y amorfo anterior a la creación. Por ello, cuando se inicia
la exploración de un territorio o se crea un nuevo asentamiento, se realizan ri-
tuales que repiten la cosmogonía. De esta manera, la región es primeramente in-
tegrada en el cosmos, y después habitada por el hombre.
Cultivar una tierra desierta o tomar posesión de un nuevo territorio significa
volver a efectuar los actos primordiales que hicieron los dioses cuando organi-
zaron el mundo; significa recrear el mundo, ampliar el cosmos. Éstas son las
creencias que impulsan, por ejemplo, los procesos de expansión de los pueblos
antiguos, como los asirios o los macedonios de Alejandro.
La otra vía para dotar a un espacio de trascendencia consiste, como decía-
mos, en identificarlo con el “centro del mundo”.
El neolítico supuso una recategorización en las percepciones del espacio. Para
el agricultor, el mundo real es el territorio limitado donde vive: la casa, el pobla-
do, los huertos, los campos, los pastos, los bosques de los alrededores, etc., y ese
territorio se organiza en torno a un núcleo que, dado que constituye el eje del es-
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pacio vital en su totalidad, es un centro del mundo. Se trata del lugar más sagrado,
donde no se puede acceder si no es en determinadas condiciones rituales, donde
se celebran los principales ritos de la comunidad y el culto a los antepasados, por-
que es allí donde se establece el contacto con los seres sobrenaturales y con los
muertos. Los monumentos megalíticos del neolítico europeo, asiático y africano
responden a este tipo de creencias.
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Editorial UOC 142 Antropología de la religión
Según Eliade, el simbolismo del centro del mundo reviste las tres dimensiones
siguientes:
• natural: en el centro del mundo hay una montaña sagrada donde se re-
únen el cielo y la tierra;
• arquitectónica: cualquier templo, palacio o ciudad se identifica con una
montaña sagrada y, por ello, se transforma en un centro;
• cosmológica: todo centro es atravesado por el axis mundi (el ‘eje del mun-
do’), y por ello es un punto de encuentro entre el cielo, la tierra y el mun-
do subterráneo.
Los iraníes creen en una montaña sagrada central que se encuentra unida al cielo,
y los escandinavos piensan que desde la “montaña celeste” el arco iris llega hasta la
bóveda de los cielos.
“‘Mira la gente que baja de las cumbres de los montes’ [...] ‘Mirad la gente que baja
del lado del Ombligo de la Tierra, y otra partida llega por el camino de la Encina de
los Adivinos’”.
Jueces, 9, 36-37
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Editorial UOC 143 Capítulo II. Aire
En cuanto a la segunda dimensión del simbolismo del centro, los espacios artifi-
ciales consagrados, como templos, palacios y ciudades, son asimilados a montañas
sagradas para, de esta manera, hacer que participen de la condición de “centros”.
Estos espacios se identifican mágicamente con la montaña cósmica, adquiriendo
sus propiedades. Una vez más, los ejemplos son numerosos.
La capital del imperio chino estaba en el centro del universo, en el lugar elevado
donde confluyen las tres zonas cósmicas.
Según la tradición islámica, el lugar más alto de la tierra es la kaaba, y con ésta La
Meca, porque, como indica la estrella polar, está situada justo debajo del centro del
cielo.
Ya hemos recordado cómo Jerusalén y Sión se libraron del diluvio debido a que es-
taban en el sitio más alto del mundo.
El Próximo Oriente es una de las regiones más ricas en este tipo de simbolismo. El
zigurat es, por sí mismo, una montaña artificial, una construcción humana que evo-
ca, incluso con la forma, la montaña cósmica. Los sumerios lo llamaban U-Nir
(‘montaña’). Al subir a él, el oficiante se acerca al centro del mundo y, al llegar a la
cima, vive una ruptura de nivel, trascendiendo el espacio profano y penetrando en
una “región pura”. Los nombres propios de los zigurats son muy elocuentes: “Mon-
taña de la Casa”, “Casa de la Montaña de todos los Países”, “Montaña de las Tor-
mentas”. Los santuarios de Nippur, Larsa y Sippar se llamaron “Vínculo entre el
Cielo y la Tierra”. Y en lo que concierne a las ciudades, Babilonia era la “Casa de la
Base del Cielo y de la Tierra”, el “Vínculo entre el Cielo y la Tierra” o, por etimología
popular acadia a partir de su nombre sumerio, la “Puerta de los Dioses” (Bab-ilani):
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Finalmente, por el centro del mundo pasa el axis mundi, el ‘eje del mundo’, que
permite el contacto entre las tres regiones cósmicas verticales: el cielo, la tierra y los
infiernos y, por tanto, entre los seres que las habitan: los dioses, los hombres y los
muertos.
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Editorial UOC 144 Antropología de la religión
El viaje de Dante
“El Santísimo creó el mundo como un embrión: así como el embrión crece a partir
del ombligo, así Dios empezó a crear el mundo por el ombligo y desde allí se difun-
dió en todas las direcciones”.
El simbolismo del centro del mundo no se agota, sin embargo, con la montaña
y la construcción consagrada. Hay otras entidades que están dotadas, asimismo,
de “propiedades centrales”, como la piedra, reducción de la construcción, o el
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Un conocido ejemplo de piedra central es el omphalos de Delfos. “Lo que los habi-
tantes de Delfos llaman ‘omphalos’ es una piedra blanca que se considera que se en-
cuentra en el centro de la tierra”, recuerda Pausanias (Itinerario de Grecia, X, 16, 2).
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Editorial UOC 145 Capítulo II. Aire
Los griegos explicaban que, para situar el centro del mundo, Zeus había enviado dos
águilas, una desde el extremo oriente y la otra desde el extremo occidente: el punto
donde se encontraron, Delfos, fue reconocido como centro del mundo. Pero tam-
bién narraban que allí había caído la piedra vomitada por Cronos cuando Zeus lo
destronó. En efecto, Cronos había devorado a todos los hijos que le habían ido na-
ciendo por miedo a que lo desposeyeran del poder supremo; pero Rea, su esposa, le
había escondido el último, Zeus, destinado a enfrentarse a su padre, y lo había sus-
tituido por una piedra. Esta piedra era el omphalos.
Por lo que a los árboles centrales se refiere, sólo habrá que recordar el árbol
de la vida del Génesis (2, 9), situado “en medio del jardín” del Edén, y el árbol
de la mitología escandinava, Yggdrasil, eje del mundo, cuyas raíces llegan hasta
el corazón de la tierra (donde se encuentra el reino de los gigantes y el infierno)
y alrededor del cual se reúnen los dioses.
Directamente vinculadas a las creencias sobre el centro del mundo están las
concepciones religiosas sobre la altura, las regiones superiores y los procesos as-
censionales.
Como ya hemos dicho, los lugares altos y las regiones elevadas tienen en to-
das partes un carácter trascendente y sobrehumano, porque participan directa-
mente de lo sagrado. Por ello poseen valor consagrante. El hombre que accede
a éstos trasciende su condición humana, la supera, ya que abandona el espacio
profano y se integra en el espacio sagrado.
Muchos héroes míticos de las culturas de los cinco continentes intentan la
proeza de alcanzar los cielos. Lo hacen por todos los medios: árboles, cuerdas,
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hilos de araña, cometas, el arco iris, los rayos solares, montañas, escaleras, to-
rres, etc. Como los héroes, los hombres pueden participar de la trascendencia de
la altura por dos vías: por medio de una subida mística o ritual, o, después de
muertos, por medio de una ascensión hacia un más allá celestial. Los rituales de
ascensión son frecuentes en muchas religiones.
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Editorial UOC 146 Antropología de la religión
En la India hay rituales en los que el oficiante sube por una escalera ceremonial y
cuando llega arriba manifiesta el cambio de estatus que ha experimentado: “He lle-
gado al cielo, a los dioses: ¡me he hecho inmortal!”.
Yama, el primer difunto según la mitología hindú, recorrió “los altos desfiladeros”
y mostró a los hombres el camino montañoso hacia el más allá. Kesar, rey legenda-
rio de los mongoles, penetró en el más allá a través de una cueva situada en la cima
de las montañas.
Con frecuencia, los chamanes viajan hacia otras dimensiones escalando altas montañas.
Los dioses egipcios de las necrópolis eran siempre dioses chacales, debido a que es-
tos animales conocen los caminos de los desfiladeros del desierto y acompañan a
las almas de los difuntos hacia el “Occidente”, el reino de los muertos.
Los medios de ascensión son muy variados: desde fenómenos naturales (el
viento, los “hilos” de lluvia, las nubes, los rayos del sol, etc.) hasta el vuelo, des-
de construcciones humanas (torres) hasta la ayuda de seres sobrenaturales. Uno de
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los símbolos más recurrentes de ascensión es, sin embargo, la escalera, como la
que Jacob ve en Betel, “cuya cima tocaba los cielos y he ahí que los ángeles de Dios
subían y bajaban por ella” mientras “Yahvé estaba sobre ella”, o la que Dante ve
en el cielo de Saturno: una escalera de oro que llega de manera vertiginosa hasta
la última esfera celeste y por la cual suben las almas de los bienaventurados (Co-
media, Paraíso, XXI-XXII).
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