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 Editorial UOC 140 Antropología de la religión

4.2. La organización religiosa del espacio: el simbolismo


del “centro del mundo”

Como ya hemos visto, para el hombre religioso el espacio no es homogé-


neo, sino que está organizado teniendo en cuenta la oposición sagrado/pro-
fano.
El elemento simbólico que de manera más evidente comporta una organiza-
ción cualitativa del espacio es el del centro del mundo, motivo que hallamos en
muchas tradiciones religiosas.
Conviene que puntualicemos en seguida que por “centro del mundo” no se
entiende el centro físico de un territorio, sino un lugar particularmente cargado
de sacralidad por donde pasa el “eje del mundo”, es decir, el eje que une el cielo,
la tierra y el mundo subterráneo, y que se constituye en el punto a partir del cual
se estructura simbólicamente el territorio, es decir, el mundo. Por ello, una mis-
ma civilización puede señalar más de un centro del mundo, porque no se trata
de una categoría física sino simbólica.

4.2.1. Arquetipos espaciales y el simbolismo


del “centro del mundo”

El espacio se hace sagrado (y, por tanto, real) por dos vías: porque reproduce
un arquetipo cósmico originado en el tiempo primordial, o porque participa del
simbolismo del centro del mundo, es decir, del “eje” del cosmos, que constituye
el arquetipo espacial por excelencia.
La historia de las religiones está llena de ejemplos de arquetipos cósmicos de
espacios naturales o antrópicos (Eliade, 1967, cap. I; 1972, págs. 16-20).

Ejemplos de arquetipos cósmicos de espacios naturales


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o antrópicos

Las provincias de Egipto (los nomos) reproducían los “campos celestiales”, las regio-
nes en que estaba dividido el cielo.

El rey Gudea de Lagash, en el antiguo Sumer, recibió de los dioses las indicaciones
para la construcción del templo de la ciudad.

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Todas las ciudades babilónicas tenían prototipos cósmicos en las constelaciones y


los astros: Sippar, en Cáncer; Nínive, en la Osa Mayor; Assur, en Arturo, etc. Sena-
querib rehizo Nínive según la configuración del cielo.

También la ciudad santa de Jerusalén tenía un modelo celestial creado por Dios mu-
cho antes de que los hombres construyeran la ciudad terrestre; y Salomón edificó el
templo según los designios y los “planos” de Dios.

Los etruscos construían sus ciudades adoptando como modelo la estructura del cie-
lo, y de esta manera favorecían sus destinos.

En la India, todas las ciudades regias estaban construidas según el modelo mítico de
la ciudad celestial donde en el tiempo primordial vivió el Soberano Universal; los
reyes se esforzaban por hacer revivir aquella edad de oro, por asimilar lo máximo
posible su reino terrestre al reino celestial de los orígenes.

Pero hay espacios que carecen de prototipos “ordenados”: las regiones desier-
tas, los territorios no cultivados, los mares desconocidos, poblados por mons-
truos, etc., todas estas regiones están asimiladas al caos, siguen participando del
estado indiferenciado y amorfo anterior a la creación. Por ello, cuando se inicia
la exploración de un territorio o se crea un nuevo asentamiento, se realizan ri-
tuales que repiten la cosmogonía. De esta manera, la región es primeramente in-
tegrada en el cosmos, y después habitada por el hombre.
Cultivar una tierra desierta o tomar posesión de un nuevo territorio significa
volver a efectuar los actos primordiales que hicieron los dioses cuando organi-
zaron el mundo; significa recrear el mundo, ampliar el cosmos. Éstas son las
creencias que impulsan, por ejemplo, los procesos de expansión de los pueblos
antiguos, como los asirios o los macedonios de Alejandro.
La otra vía para dotar a un espacio de trascendencia consiste, como decía-
mos, en identificarlo con el “centro del mundo”.
El neolítico supuso una recategorización en las percepciones del espacio. Para
el agricultor, el mundo real es el territorio limitado donde vive: la casa, el pobla-
do, los huertos, los campos, los pastos, los bosques de los alrededores, etc., y ese
territorio se organiza en torno a un núcleo que, dado que constituye el eje del es-
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pacio vital en su totalidad, es un centro del mundo. Se trata del lugar más sagrado,
donde no se puede acceder si no es en determinadas condiciones rituales, donde
se celebran los principales ritos de la comunidad y el culto a los antepasados, por-
que es allí donde se establece el contacto con los seres sobrenaturales y con los
muertos. Los monumentos megalíticos del neolítico europeo, asiático y africano
responden a este tipo de creencias.

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Según Eliade, el simbolismo del centro del mundo reviste las tres dimensiones
siguientes:

• natural: en el centro del mundo hay una montaña sagrada donde se re-
únen el cielo y la tierra;
• arquitectónica: cualquier templo, palacio o ciudad se identifica con una
montaña sagrada y, por ello, se transforma en un centro;
• cosmológica: todo centro es atravesado por el axis mundi (el ‘eje del mun-
do’), y por ello es un punto de encuentro entre el cielo, la tierra y el mun-
do subterráneo.

La montaña, que sube hacia el cielo, es un factor geográfico cargado de sacrali-


dad, puesto que participa del simbolismo trascendente de las alturas y de la vertica-
lidad, y porque su cúspide es el punto donde confluyen el cielo y la tierra. Por ese
motivo, las montañas son el dominio por excelencia de las hierofanías celestes y at-
mosféricas, y también la residencia de los dioses, especialmente uránicos.
Montañas sagradas de estas características se encuentran en Mesopotamia, en
Palestina, en la India, entre los pueblos uraloaltaicos, en Japón, en Escandinavia y
Finlandia y en muchas otras regiones del planeta.

Ejemplos de montañas sagradas

El monte Meru de los hindúes y el monte Sumeru de los uraloaltaicos están en el


centro del mundo y sobre ellos resplandece la estrella polar.

Los iraníes creen en una montaña sagrada central que se encuentra unida al cielo,
y los escandinavos piensan que desde la “montaña celeste” el arco iris llega hasta la
bóveda de los cielos.

En el Próximo Oriente antiguo el motivo de la montaña sagrada centro del mundo


está muy extendido. En la antigua Mesopotamia, la “Montaña de los Países” estaba
en el centro del mundo y era el punto de encuentro de las regiones horizontales (los
países) y de los espacios verticales (cielo y tierra).

En Palestina, tanto el monte Tabor como el monte Guerizim eran considerados el


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ombligo de la tierra (Tabor podría derivar de tabbur, ‘ombligo’):

“‘Mira la gente que baja de las cumbres de los montes’ [...] ‘Mirad la gente que baja
del lado del Ombligo de la Tierra, y otra partida llega por el camino de la Encina de
los Adivinos’”.

Jueces, 9, 36-37

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De la “fuente de Jacob”, junto al monte Guerizim, se dice también que se encuentra


en el ombligo del mundo. Los textos rabínicos consideraban que la tierra de Israel
no fue anegada por el diluvio porque era el lugar más alto del mundo, ya que se
extendía alrededor de la montaña cósmica.

Para la tradición cristiana, finalmente, el Gólgota se encontraba en el centro del


mundo: allí había sido creado y sepultado el primer hombre, Adán, y allí había
muerto crucificado Cristo.

En cuanto a la segunda dimensión del simbolismo del centro, los espacios artifi-
ciales consagrados, como templos, palacios y ciudades, son asimilados a montañas
sagradas para, de esta manera, hacer que participen de la condición de “centros”.
Estos espacios se identifican mágicamente con la montaña cósmica, adquiriendo
sus propiedades. Una vez más, los ejemplos son numerosos.

Ejemplos de espacios artificiales consagrados

La capital del imperio chino estaba en el centro del universo, en el lugar elevado
donde confluyen las tres zonas cósmicas.

Según la tradición islámica, el lugar más alto de la tierra es la kaaba, y con ésta La
Meca, porque, como indica la estrella polar, está situada justo debajo del centro del
cielo.

Ya hemos recordado cómo Jerusalén y Sión se libraron del diluvio debido a que es-
taban en el sitio más alto del mundo.

El Próximo Oriente es una de las regiones más ricas en este tipo de simbolismo. El
zigurat es, por sí mismo, una montaña artificial, una construcción humana que evo-
ca, incluso con la forma, la montaña cósmica. Los sumerios lo llamaban U-Nir
(‘montaña’). Al subir a él, el oficiante se acerca al centro del mundo y, al llegar a la
cima, vive una ruptura de nivel, trascendiendo el espacio profano y penetrando en
una “región pura”. Los nombres propios de los zigurats son muy elocuentes: “Mon-
taña de la Casa”, “Casa de la Montaña de todos los Países”, “Montaña de las Tor-
mentas”. Los santuarios de Nippur, Larsa y Sippar se llamaron “Vínculo entre el
Cielo y la Tierra”. Y en lo que concierne a las ciudades, Babilonia era la “Casa de la
Base del Cielo y de la Tierra”, el “Vínculo entre el Cielo y la Tierra” o, por etimología
popular acadia a partir de su nombre sumerio, la “Puerta de los Dioses” (Bab-ilani):
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los dioses, en efecto, bajaban a la tierra a través de ésta.

Finalmente, por el centro del mundo pasa el axis mundi, el ‘eje del mundo’, que
permite el contacto entre las tres regiones cósmicas verticales: el cielo, la tierra y los
infiernos y, por tanto, entre los seres que las habitan: los dioses, los hombres y los
muertos.

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El viaje de Dante

En su “Comedia”, Dante empieza el viaje que lo llevará a recorrer el infierno, el pur-


gatorio y el paraíso en Jerusalén, ciudad situada en el centro del mundo, por encima
del pozo del infierno y a las antípodas de la montaña del purgatorio, desde donde
se sube hacia el cielo.

La propiedad axial del centro del mundo deriva de un hecho cosmogónico: es


allí donde empezó la creación. Por ello, se trata de espacios cargados de fuerza ge-
nésica, donde se celebran los rituales que implican repeticiones de la cosmogonía y
donde los difuntos son recreados, es decir, resucitan. En muchas culturas, la crea-
ción empezó a partir de un huevo primordial, de una semilla cósmica o de una co-
lina primordial.

Ejemplos de mitos de creación a partir de un centro

En el Rig-veda, el universo se formó por expansión desde un punto central y el hom-


bre fue creado en este punto. Para los budistas, el inicio de la creación se sitúa en la
cúspide de una montaña, y una tradición judía sostiene que:

“El Santísimo creó el mundo como un embrión: así como el embrión crece a partir
del ombligo, así Dios empezó a crear el mundo por el ombligo y desde allí se difun-
dió en todas las direcciones”.

Citado en M. Eliade (1972). El mito del eterno retorno (pág. 24)

Según la tradición mesopotámica y bíblica, el hombre fue creado en el centro del


mundo. Este hecho explica, por ejemplo, que el Gólgota se vinculase a Adán, el cual
según la tradición judía fue creado en Jerusalén, el centro de la tierra, o que Babilo-
nia y Jerusalén se encontraran respectivamente sobre la “puerta del Apsu” y sobre
la “boca del Tehom”, ya que el Apsu y el Tehom eran las aguas primordiales ante-
riores a la creación, que quedaron escondidas bajo el mundo visible y que sólo eran
accesibles a través del “centro”, del lugar donde empezó todo.

El simbolismo del centro del mundo no se agota, sin embargo, con la montaña
y la construcción consagrada. Hay otras entidades que están dotadas, asimismo,
de “propiedades centrales”, como la piedra, reducción de la construcción, o el
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árbol, reducción de la montaña.

Ejemplos de “piedras centrales” y “árboles centrales”

Un conocido ejemplo de piedra central es el omphalos de Delfos. “Lo que los habi-
tantes de Delfos llaman ‘omphalos’ es una piedra blanca que se considera que se en-
cuentra en el centro de la tierra”, recuerda Pausanias (Itinerario de Grecia, X, 16, 2).

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Los griegos explicaban que, para situar el centro del mundo, Zeus había enviado dos
águilas, una desde el extremo oriente y la otra desde el extremo occidente: el punto
donde se encontraron, Delfos, fue reconocido como centro del mundo. Pero tam-
bién narraban que allí había caído la piedra vomitada por Cronos cuando Zeus lo
destronó. En efecto, Cronos había devorado a todos los hijos que le habían ido na-
ciendo por miedo a que lo desposeyeran del poder supremo; pero Rea, su esposa, le
había escondido el último, Zeus, destinado a enfrentarse a su padre, y lo había sus-
tituido por una piedra. Esta piedra era el omphalos.

Otro ejemplo de piedra central lo tenemos en el episodio bíblico de Jacob en Betel,


al que ya hemos hecho referencia.

Por lo que a los árboles centrales se refiere, sólo habrá que recordar el árbol
de la vida del Génesis (2, 9), situado “en medio del jardín” del Edén, y el árbol
de la mitología escandinava, Yggdrasil, eje del mundo, cuyas raíces llegan hasta
el corazón de la tierra (donde se encuentra el reino de los gigantes y el infierno)
y alrededor del cual se reúnen los dioses.

4.2.2. El simbolismo de la altura y de la ascensión


a las regiones superiores

Directamente vinculadas a las creencias sobre el centro del mundo están las
concepciones religiosas sobre la altura, las regiones superiores y los procesos as-
censionales.
Como ya hemos dicho, los lugares altos y las regiones elevadas tienen en to-
das partes un carácter trascendente y sobrehumano, porque participan directa-
mente de lo sagrado. Por ello poseen valor consagrante. El hombre que accede
a éstos trasciende su condición humana, la supera, ya que abandona el espacio
profano y se integra en el espacio sagrado.
Muchos héroes míticos de las culturas de los cinco continentes intentan la
proeza de alcanzar los cielos. Lo hacen por todos los medios: árboles, cuerdas,
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hilos de araña, cometas, el arco iris, los rayos solares, montañas, escaleras, to-
rres, etc. Como los héroes, los hombres pueden participar de la trascendencia de
la altura por dos vías: por medio de una subida mística o ritual, o, después de
muertos, por medio de una ascensión hacia un más allá celestial. Los rituales de
ascensión son frecuentes en muchas religiones.

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Ejemplos de rituales de ascensión

En Mesopotamia, los sacerdotes vinculados al servicio de las divinidades cuyo san-


tuario comportaba un zigurat, subían a su cima, donde se ubicaba la residencia de
la divinidad, y al hacerlo trascendían su condición humana.

En la India hay rituales en los que el oficiante sube por una escalera ceremonial y
cuando llega arriba manifiesta el cambio de estatus que ha experimentado: “He lle-
gado al cielo, a los dioses: ¡me he hecho inmortal!”.

Las ceremonias iniciáticas mitraicas incluían una “ascensión al cielo” mediante la


subida ritual de una escalera. Entre los pueblos uraloaltaicos, los chamanes hacen
“viajes al cielo” en el transcurso de ceremonias iniciáticas o curativas. San Juan de
la Cruz explica en un conocido poema su ascensión mística al monte Carmelo.

La otra vía de ascensión para el hombre es la funeraria. La muerte ya comporta


por sí misma una superación de la condición humana. En las religiones que sitúan
el más allá en el cielo o en una región elevada, el alma del difunto sube por los ca-
minos de una montaña o “aferrándose a la montaña”.

Ejemplos de ascensiones funerarias

Yama, el primer difunto según la mitología hindú, recorrió “los altos desfiladeros”
y mostró a los hombres el camino montañoso hacia el más allá. Kesar, rey legenda-
rio de los mongoles, penetró en el más allá a través de una cueva situada en la cima
de las montañas.

Con frecuencia, los chamanes viajan hacia otras dimensiones escalando altas montañas.

Los dioses egipcios de las necrópolis eran siempre dioses chacales, debido a que es-
tos animales conocen los caminos de los desfiladeros del desierto y acompañan a
las almas de los difuntos hacia el “Occidente”, el reino de los muertos.

Los medios de ascensión son muy variados: desde fenómenos naturales (el
viento, los “hilos” de lluvia, las nubes, los rayos del sol, etc.) hasta el vuelo, des-
de construcciones humanas (torres) hasta la ayuda de seres sobrenaturales. Uno de
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los símbolos más recurrentes de ascensión es, sin embargo, la escalera, como la
que Jacob ve en Betel, “cuya cima tocaba los cielos y he ahí que los ángeles de Dios
subían y bajaban por ella” mientras “Yahvé estaba sobre ella”, o la que Dante ve
en el cielo de Saturno: una escalera de oro que llega de manera vertiginosa hasta
la última esfera celeste y por la cual suben las almas de los bienaventurados (Co-
media, Paraíso, XXI-XXII).

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