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2
Hacia la negrura
4
Recuerdos borrados
5
Sospechas
6
La duda
7
Reencuentro
Cuando la pequeña comitiva llegó por fin a la casa de campo de los
Thornton, todo estaba listo para que los señores se sintieran como en la casa
de la ciudad. Constance finalmente había conseguido persuadir a Faith para
que le permitiese acompañarla en su viaje.
Al tiempo que la servidumbre descargaba los equipajes y sir Richard
repartía instrucciones al personal, ambas jóvenes permanecieron unos
instantes contemplando el frescor de la naturaleza que las rodeaba. El calor
estival ya empezaba a notarse con fuerza pero el verde no se había retirado
aún de los campos ni de los jardines de la casa de campo de los Thornton.
Mientras Faith miraba en derredor con aire abstraído, Constance
observaba con preocupación a su amiga, que parecía aún más pálida tras la
visita de aquel sargento de policía. «No debí dejarles a solas», pensó, «Faith
aún no estaba en condiciones de soportar un interrogatorio». No sabía cómo
romper aquel silencio incómodo, así que optó por lo más manido en estos
casos: un tópico.
—La idea de tu padre de venir aquí unos días me parece totalmente
acertada, querida. El aire puro del campo y la tranquilidad te ayudarán en tu
recuperación. Estoy segura.
Faith no volvió el rostro para contestarla. Con la vista perdida en un grupo
de árboles que se perfilaba en el horizonte, respondió con voz desganada,
como si hablar le costase un enorme esfuerzo.
—No sé qué decirte, Constance. Sabes que detesto venir a esta casa, los
días se me hacen eternos sin nada que hacer. —Levantó una mano para
detener la réplica de Constance, que abrió la boca dispuesta a justificarse—.
Pero tienes razón en que necesito un poco de sosiego, los acontecimientos de
los últimos días me han dejado exhausta. Aún me cuesta creer lo que le
hicieron a la pobre Daisy, y temo que llegue el momento en que recupere la
memoria. Imagínate, puede que viera al asesino y su rostro esté escondido en
algún recoveco de mis recuerdos perdidos.
—No lo pienses, Faith. Simplemente descansa. Aprovecha estas semanas
que pasaremos aquí para olvidarte de tus obligaciones habituales y de todo lo
ocurrido. Por eso he venido contigo, la soledad no es buena compañera.
Saldremos a pasear cuando el sol decline, leeremos y coseremos juntas, si eso
es lo que te apetece.
A Faith le molestaron el tono condescendiente y la actitud superficial de
su amiga.
—No tomes a la ligera mis palabras, Constance, ¿no te das cuenta de lo
que eso implica? Si vi a ese hombre y él me vio a mí, entonces no querrá
dejar ningún testigo con vida… ¡Vendrá por mí! Ahora no lo recuerdo, pero
en cualquier momento y sin previo aviso me podría convertir en su ejecutora
¿no lo ves?
Constance no había reparado en ese detalle y, a pesar del temor que las
palabras de Faith despertaron en ella, trató de quitar importancia al asunto
para sosegar la inquietud que devoraba a Faith.
—Vamos, Faith, no te precipites. —Constance intentó tranquilizarla
dándole unos suaves golpecitos en el brazo—. No sabemos si nada de todo
eso es cierto. Es perfectamente posible que no vieses al asesino ni él a ti.
Todo son elucubraciones tuyas. Si la policía sospechase siquiera…
—¿Es que no me escuchas? ¡La policía no sabe nada! Están dando palos
de ciego en busca de alguna pista sobre la identidad del asesino, y la única
persona que puede ayudarlos soy yo… si vivo para contarlo.
—¡Oh, vaya! En ese caso nos encargaremos de que no estés sola ni un
minuto al cabo del día. —Constance intentó aparentar más despreocupación
de la que realmente sentía—. Déjame a mí esa parte, ya verás cómo pasado
un tiempo tus temores desaparecen. Además de tu padre, estamos James y yo,
y la servidumbre…
—Gracias por venir, Constance. —Faith dedicó una lánguida sonrisa a su
amiga. Su expresión se dulcificó durante unos momentos—. No sé cómo es
posible que todo esto haya ocurrido, pero te agradezco la compañía y los
ánimos, aunque no me consuelen mucho.
—¿Qué otra cosa podía hacer, tonta? ¿Para qué están los amigos? Dentro
de una temporada todo esto te parecerá mentira, créeme. Las nubes negras
pasarán y el cielo volverá a ser azul. Por cierto, esas nubes amenazan
tormenta —dijo, elevando la vista hacia el cielo—. Será mejor que entremos.
El cielo, encapotado, se fue oscureciendo progresivamente. Se levantó
uno de esos vientos veraniegos cargados de humedad y de electricidad
estática, que arrastran el polvo, las hojas y las pajas que el calor deposita
cuidadosamente hora tras hora. Se acomodaron en sus habitaciones y se
refrescaron, despojándose del cansancio del viaje. Bajaron cuando la
servidumbre fue a avisarlas de que se iba a servir la cena.
Apenas hubieron acabado de cenar, estalló el aguacero. Los relámpagos
cruzaban el firmamento bañándolo todo en una cegadora luz que hacía que
volviese el día durante un par de segundos para luego volver a sembrarlo todo
de negrura. Se dispusieron a cerrar puertas y ventanas y se aseguraron las
contraventanas en sus soportes para que no golpearan a causa del viento.
—Acompáñame al piso superior, Constance. —Sir Richard ya subía los
primeros peldaños de la amplia escalera que partía del hall—. Tú, Faith,
querida, puedes ocuparte de la planta baja junto con la servidumbre. Cerrad
bien todas las ventanas o la casa se anegará de agua. Frances —se dirigió a
una de las doncellas—, cuida de que el fuego de la chimenea no se apague.
Ve al cobertizo y trae más leña, si es preciso.
Todos se distribuyeron con presteza para ir cerrando los postigos de los
grandes ventanales. Faith se dirigió al gran salón. Cuando ya había acabado
la mitad de las tareas, una ráfaga de viento derribó el retrato de su madre que
descansaba sobre un regio aparador.
—¡Oh, vaya! Al final saldremos todos volando…
Sin perder ni un segundo, corrió a ponerlo de nuevo en su lugar. Un
relámpago iluminó la habitación. El gran espejo que colgaba de la pared por
encima del aparador reflejó la luz cegadora por un instante. También reflejó
una silueta contra el perfil de una ventana situada frente a él.
Una silueta masculina.
«Hola, querida. Volvemos a vernos.»
Faith se volvió, con el corazón a punto de salir por la boca, apoyada
contra el mueble. Era él. Todo regresó a su mente en tropel, sin orden, como
las aguas desbocadas cuando una presa se quiebra. Volvió el dolor, el
espanto, la sangre, todo. Sintió cómo un nudo atenazaba sus entrañas. Sus
sospechas se habían hecho realidad.
Apenas si pudo hablar. Un hilo de voz casi inaudible consiguió abrirse
paso a través de su garganta.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
Faith se agarró las manos en un vano intento de disimular su pánico. Miró
a los lados en busca de algo con que defenderse. Nada. Estaba acorralada.
El hombre entró en la casa de un salto, por encima de la poyata de la
ventana. Era alto, de constitución más bien delgada. Vestía de forma
elegante, chaleco y levita con un corbatín. Su rostro, inicialmente oculto por
el contraluz, se dibujó perfectamente a la luz de un nuevo relámpago. De
nariz afilada y facciones angulosas, dos rasgos destacaban en aquella cara. El
primero, una enorme cicatriz que comenzaba en la parte alta del pómulo
izquierdo y llegaba hasta la barbilla. El segundo, unos insondables ojos
oscuros que irradiaban maldad y odio. Faith no pudo evitar sentirse invadida
por un terror nunca antes experimentado. Por un momento pensó en gritar
para alertar a todo el mundo, pero él la contuvo.
«Ni se te ocurra. Sabes que no te conviene.»
El hombre se acercaba lentamente. Faith se sentía inmovilizada, como una
gacela delante de un león, paralizada por su propia indefensión y por la
certeza de que su fin estaba próximo.
«No te preocupes. Tu momento aún no ha llegado.»
Cuando la distancia que los separaba podía ser cubierta en un par de
pasos, él alargó el brazo, pero ella se escabulló, haciendo caer un jarrón con
flores que se estrelló contra el suelo. El desconocido fue más rápido, y la
agarró por una muñeca.
«¿Pretendes escapar de mí? No seas estúpida, querida. Sabes que eso no
es posible.»
Entonces la garganta de Faith se liberó. El alarido puso los pelos de punta
a los habitantes de la casa.
8
¡Busquen a mi hija!
9
Urdiendo planes
—Le digo que hay algo en esa mujer que no me inspira confianza. Su
declaración me pareció, como mínimo, confusa. Oculta algo, estoy seguro.
Me apuesto el bigote.
El sargento Pileggi se hallaba sentado en un sillón de cuero frente a una
enorme mesa de caoba, llena a rebosar de papeles y carpetas. Al otro lado de
la mesa, el adusto semblante que le escuchaba atentamente no se perdía
detalle. Sus pequeños ojillos oscuros se habían ganado a pulso la fama de ser
difíciles de engañar.
Aunque estaban hablando en la oficina del director de la comisaría, no era
este el interlocutor del sargento. Se trataba del inspector Higgs, cuyo
despacho se había mojado y puesto patas arriba con la tormenta de la noche
anterior. Una de las ventanas había estallado y la lluvia torrencial se había
encargado del resto.
El inspector era un hombre menudo, entrado en los cuarenta. También
estaba entrado en carnes, pero nadie que le conociese, exceptuando quizás su
esposa, se habría atrevido a sugerirle semejante cosa. Su pelo, canoso y
rebelde, se empeñaba en permanecer enhiesto desafiando a la ingente
cantidad de fijador que se aplicaba. Tenía por costumbre fumar en pipa, lo
cual irritaba sobremanera a Janice, su secretaria, quien, a pesar de todo, se
había atrevido a observar lo molesto de aquel «maloliente objeto». El
inspector se había girado con intención de replicar enérgicamente, pero la
feroz mirada de Janice había retenido las palabras en su garganta, en una
ocasión sin precedentes, al menos que el inspector recordase.
—Tenga cuidado, sargento. No dudo de su intuición ni de su competencia,
por supuesto, pero tenga en cuenta que está hablando de una dama que
pertenece a la alta sociedad. Su padre es un noble. Cualquier error tendría
para nosotros, especialmente para usted —esto último lo recalcó con especial
énfasis—, consecuencias irrevocables. Ándese con cuidado, camina sobre
terreno resbaladizo.
—Lo sé, inspector, pero creo que deberíamos vigilarla de cerca. Hay que
buscar una manera de no perder de vista a esa joven sin ofender su condición.
Intuyo que, aún siendo inocente, nos puede conducir al verdadero culpable.
No olvide, inspector, que ella estuvo en la escena del crimen antes que
ninguna otra persona viva, salvo el propio asesino. Es posible que incluso le
viera, que presenciara la escena o una parte de la misma. Yo diría que se trata
de una pieza clave en nuestra investigación. Puede que estemos hablando del
propio criminal. No hay que fiarse de su condición social. No iba a ser el
primer caso.
—Supongo que a alguien con tantos años de experiencia en la policía no
he de advertirle hasta qué punto puede llegar con sus pesquisas en el seno del
hogar y de la familia de sir Richard. Se trata de un noble, no de un ciudadano
cualquiera. Mire bien dónde pisa. Ningún juez se pondrá de su lado en un
juicio. Salvo que las pruebas que presente sean absolutamente irrefutables
¿me explico con claridad?
El sargento se revolvió en su sillón, incómodo. Tenía una corazonada que
apuntaba directamente a la hija de sir Richard Thornton, pero se daba cuenta
de que las convenciones sociales y el rancio clasismo no se lo iban a poner
fácil. «He de llegar a ella como sea. Me introduciré en su casa disfrazado de
carbonero, si es preciso», pensaba mientras el inspector Higgs le hacía los
cargos de lo imposible de su propósito.
El inspector no ignoraba que cuando al sargento se le metía una idea entre
ceja y ceja arremetía contra todo para lograr su propósito. Entonces una idea
fugaz y atrevida, cruzó la mente de Pileggi como un destello de impávida luz
atraviesa una fisura en el techo de una oscura caverna. Una sonrisa fue
invadiendo su rostro como la luna llena rebosa en un cielo nocturno
despejado.
—¿Me está escuchando, sargento? —El inspector tenía un aspecto más
bien malhumorado—. Por su expresión se diría que está muy lejos de aquí.
—Hay una cosa que puede intentarse. —El inspector enarcó una ceja,
gesto habitual en él que denotaba el escepticismo más puro—. De todos es
conocido el hábito de la dama por rodearse de personas… digamos ajenas a
su condición social. Lady Faith tiene por costumbre relacionarse y alternar
con gente perteneciente a cualquier clase social. De hecho, en repetidas
ocasiones se ha rumoreado el choque que esta liberal costumbre le ha
ocasionado con el tradicional sir Richard.
El inspector le alentó a continuar con un gesto de la mano. El sargento
Pileggi solía tener unas ideas bastante productivas. A veces un poco
extravagantes, pero efectivas. Y en un caso como el que tenían entre manos,
eso era lo que a la postre importaba.
—Explíquese, sargento. Creo que he perdido el hilo de sus pensamientos.
—No podemos entrar en su casa a la fuerza, pero quizás ella sea tan
amable de invitarnos por su propia voluntad.
—Estupendo —afirmó con sarcasmo el inspector—. ¿Y cómo piensa
usted convencerla, si se me permite la pregunta?
—Dejaremos que la naturaleza actúe, claro. —Se volvió y, a través del
cristal de la puerta, se quedó mirando al agente Hedges, que en aquel
momento se hallaba en su mesa revolviendo unos papeles con cara de malas
pulgas. El joven había sido destinado a esa comisaría apenas un par de meses
antes. Se trataba de la aproximación más perfecta que Pileggi hubiera
conocido al ideal de belleza griego. Era alto, atlético y fornido. De cabello y
tez morenas, sus cejas enmarcaban unos llamativos ojos azules y el conjunto
venía rematado por una resplandeciente e irresistible sonrisa. De todos era
conocido cómo las jóvenes suspiraban por él apenas pasaba por delante de
ellas. La madre naturaleza se había esforzado en crear un perfecto reclamo
sexual. Sin embargo, la envoltura engañaba. El agente Hedges era suspicaz e
implacable en contra de lo que su aspecto de frívolo Casanova parecía sugerir
—. Simplemente acercaremos los polos opuestos y dejaremos que el
magnetismo actúe, ¿le parece?
El inspector Higgs había seguido, incrédulo, la mirada del sargento. Una
sonrisa maquiavélica asomó a sus labios.
—Es usted sorprendente, sargento. Jamás se me hubiera ocurrido utilizar
este tipo de… recurso. De todas maneras, tendremos que seguir este asunto
de cerca usted y yo. El agente Hedges es competente pero joven e inexperto.
Nosotros somos perros viejos en estos lares. No quiero que todo quede bajo
su responsabilidad, no es más que un jovenzuelo inexperto en estas lides ¿me
entiende?
—Por supuesto, inspector. Le mantendré informado en todo momento.
Déjelo en mis manos. Si la cosa no sale como está previsto, siempre podemos
echarnos atrás ¿no? De todas formas, el hecho de que pongamos en marcha la
estrategia que le propongo no impide que la investigación siga su curso
habitual ¿no es así?
El inspector no había estado más perdido en su dilatada carrera policial.
—No le entiendo, sargento, se lo aseguro. Ahora sí que me ha dejado
confuso. ¿Qué pretende insinuar?
—No insinúo nada. Solo afirmo que, aunque encomendemos esta misión
«paralela», por así llamarla, al agente Hedges, me encargaré de seguir la
investigación habitual con Wilkes. Es un buen agente y sabe mantener la
boca cerrada. Solo nosotros tres sabremos que el caso sigue un curso
paralelo. Nosotros y mis superiores, claro está. Resultará duro defender un
procedimiento como este, pero ya me encargaré yo. Hedges pensará que todo
el peso de la investigación está en sus manos, pues de lo contrario podría,
digamos, reducir su empeño en vigilar a lady Thornton si sabe que su labor es
meramente «de campo». Confío en que al final tendremos a nuestro asesino
acorralado… sea quien sea.
—Bien. —El inspector hizo ademán de levantarse—. Espero que esté
usted en lo cierto. Estamos arriesgando mucho y es su cabeza la que se pone
en el tajo, sargento. Lo que propone es complicado, pero quiero pensar que
dará resultado. No deje de tenerme al tanto de los avances que se produzcan.
Sea consciente de la enorme responsabilidad que se está echando sobre los
hombros.
—Lo soy, inspector. El plan funcionará. No me cabe la menor duda.
10
Hablar en sueños
—Su hija se encuentra extremadamente grave, sir Richard. —El doctor
enjugó el sudor que empapaba su frente con la manga de la camisa. La noche
en la casa de campo de los Thornton se había vuelto bochornosa tras la
terrible tormenta. Faith yacía en su cama, pálida como la luna que había
quedado suspendida en el cielo tras retirarse las nubes. Su aspecto semejaba
al de una estampa medieval de la muerte. El rostro cansado del doctor se
había vuelto para mirar a su interlocutor que, angustiado, se retorcía las
manos presa de la desesperación y la impotencia—. Ni siquiera sé qué
recetarle. La fiebre no parece responder a ninguna causa fisiológica pero no
remite. Le sugiero que le den un baño en agua fría y que le apliquen paños
húmedos sobre la frente. Esta noche es decisiva. Si le parece oportuno,
dormiré aquí, en su casa.
Constance permanecía en la habitación por si podía ayudar en algo. Se
sentía culpable por haber dejado sola a su amiga. También estaban presentes
Perkins, el mayordomo, quien permanecía en un segundo plano junto con una
de las doncellas, dispuestos a recibir órdenes del doctor o de sir Richard. Este
último se mantenía atento a las indicaciones del médico, y no necesitó
pensarlo dos veces. Apenas si dejó al doctor acabar la frase.
—No faltaría más, doctor. Si quiere envío aviso a su esposa, estará
preocupada. Perkins, avise al cochero para
que…
—No es necesario —interrumpió el doctor con la mayor cortesía de la que
fue capaz—. Ya le dije cuando salí de casa que probablemente no volvería
hasta mañana. Y menos según están los caminos. Aventurarse a salir en una
noche como esta ha sido una verdadera locura. No me malinterprete, ha
hecho bien en avisarme dado lo… particular —la voz le vaciló al escoger la
palabra, se había quedado estupefacto cuando le refirieron los hechos. El
comportamiento de Lady Faith durante las últimas semanas había resultado
chocante, sobre todo tratándose de una persona tan estable y sensata como
ella— de la situación. Estando aquí podré vigilar su evolución de cerca y
estaré a mano si sucede algo imprevisto.
—¿Imprevisto? ¿Acaso pretende decir que…?
—En absoluto. —El doctor disipó la duda de sir Richard con un revoloteo
de su mano—. Simplemente hablaba de un modo hipotético, no estaba
preconizando ninguna circunstancia fatal. Lo que sí me gustaría es poder
descansar un poco. Recuerden lo del baño y los paños. Mañana estaré en
condiciones de hacer un diagnóstico más preciso, según se desarrolle la
noche. Avísenme ante el más mínimo cambio.
—Asó lo haremos, doctor. Vaya usted y descanse, por favor. Sarah —
Hizo un gesto hacia la doncella—, prepara una de las habitaciones de
invitados para el doctor. Y explícale a Frances lo que el doctor ha
recomendado para lady Faith.
—Yo me ocuparé personalmente del baño, si no le importa —observó
Constance—. Me quedaré más tranquila. Voy a la cocina para avisar y que
preparen la bañera.
—Está bien, como desees, Constance. Yo permaneceré aquí hasta que
todo esté listo. Le ruego una vez más, doctor Smith —aseveró mientras el
médico se retiraba en compañía de Perkins y Sarah—, que disculpe lo
intempestivo de mi llamada. Ha sido muy amable al arriesgarse a salir en
estas circunstancias, aún arriesgando su persona.
—Por favor, sir Richard. Asistí al parto cuando lady Faith nació y desde
entonces he sido el médico de la familia cuando acuden aquí. Para mí es un
honor la confianza que depositan en mí. Me retiro, si no dispone otra cosa. —
Inclinó la cabeza en un gesto que intentaba remedar una reverencia.
—Naturalmente, doctor. Yo la velaré hasta el amanecer y me encargaré
personalmente de renovar los paños. Le avisaré si hay novedad.
Sir Richard volvió a urgir a la doncella que preparasen el baño para su hija
y una habitación para el doctor. Había mandado a buscarlo bien avanzada la
noche, en medio del temporal, y él había accedido a venir sin objeciones.
Cuando Frances había encontrado el cuerpo de Faith tendido en el barro del
jardín, él la vio tan pálida que temió lo peor. Sin embargo, tras el susto
inicial, habían comprobado que seguía viva. Al no presentar ningún tipo de
herida, todos habían estado de acuerdo en que se trataba de un simple
desvanecimiento y la habían trasladado al interior de la casa.
Un pensamiento sacudía a sir Richard. La duda le quemaba por dentro:
¿por qué había salido su hija al jardín en medio del aguacero?, ¿qué podía
haberla impulsado a cometer semejante desatino, sobre todo después del
incidente que había sufrido en Londres? Lo peor era la incertidumbre. Solo
Faith poseía la respuesta, y su hija se hallaba con un pie en el más allá.
Los recuerdos volvieron poderosos y le llevaron hasta los funerales de su
esposa, cuando Faith aún era una niña. Pensó con remordimiento de qué
manera se había apartado de su hija a partir de aquel momento, quizás porque
le recordaba a su difunta madre, quizás por simple cobardía, por no atreverse
a mirar a los ojos al futuro. La había dejado al cargo de una serie de
institutrices que se ocuparon de educar a la joven hasta que hubo alcanzado la
edad adulta y se había hecho cargo de la casa. Él, por su parte, se había
refugiado en el alcohol y en una vida disipada para olvidar el dolor, cualquier
cosa le había resultado válida con tal de evitar afrontar sus propios fantasmas,
y lo había hecho a costa de lo que más quería en el mundo: ella, su propia
hija, la sangre de su sangre. Ahora lamentaba todo el tiempo perdido, veía
con qué ligereza se había desprendido de sus responsabilidades como padre y
se daba cuenta de que los años no podían vivirse de nuevo, todo iba quedando
atrás sin solución de continuidad.
El baño de Faith se llevó a cabo según lo prescrito. Una vez que la
enferma fue instalada de nuevo en su lecho, todos se fueron despidiendo y
retirándose.
Cuando le dejaron a solas en la habitación con Faith, sir Richard tomó la
mano en un gesto de cariño que nunca antes se había permitido exteriorizar.
—Ponte buena, hija mía, tenemos toda una vida por delante.
Faith se rebulló entre las sábanas, inquieta, ajena a todo lo que sucedía
fuera de sí misma.
—No… no… ¡déjame! ¡apártate de mí! —Entre sueños, su voz sonaba
pastosa, diferente.
Sir Richard sintió cómo su corazón se encogía. «Es por la fiebre. Delira».
Se dispuso a cambiar el paño de la frente por otro fresco cuando ella,
dormida, le sujetó la muñeca con una fuerza que le dejó boquiabierto. Jamás
habría supuesto que una joven de las características de Faith pudiera atenazar
el brazo con semejante dureza. Intentó zafarse de aquella garra que lo
aprisionaba, pero lo que ocurrió entonces lo dejó paralizado por la sorpresa.
Faith abrió los ojos y se fijó en él con una mirada desorbitada, vacía de
expresión. Seguía dormida, pero a sir Richard un escalofrío le partió la
espalda en dos. Ella se incorporó, hasta quedar sentada en el lecho, sin
soltarle. Tanto le apretaba que sir Richard no pudo evitar pensar que le estaba
haciendo daño en la muñeca. El estómago se le hizo un nudo cuando una voz
seca y llena de odio salió de la garganta de su hija.
—¡Te mataré! No te atrevas a interponerte o te mataré! ¡Lo juro!
Sir Richard quedó prendido de aquellos ojos, asustado como un conejillo al
que el zorro tiene acorralado. Aquella mirada no era la de su querida hija. De
un modo inconsciente pensó, sintió, que el mal se había hecho presente en
aquella habitación de un modo subrepticio, sin que pudiera precisar cómo o
en qué momento eso había ocurrido. Los suaves rasgos de Faith se veían
tensos, congestionados de una manera tan violenta y grotesca que él creyó
que no la reconocía.
Estaba a punto de tomar a su hija por los hombros y sacudirla para que
despertara cuando todo pasó. La ráfaga de violenta ira se disolvió en un
instante, tal y como había aparecido. El rostro de Faith de nuevo era el mismo
de siempre, su cuerpo cayó lánguido sobre la cama y de nuevo cerró los ojos
para proseguir con su sueño, más tranquilo el resto de la noche.
Sir Richard notó cómo la sensación de vacío sucedía a la sorpresa, a la
estupefacción y al miedo, dejándole una especie de resaca, una sensación de
extraña lejanía, como si todo no hubiera sido más que un mal sueño del que
acababa de despertar. Le pareció en aquel momento ser un náufrago que ve
alejarse la tormenta desde la playa donde fue arrastrado por las embravecidas
olas. Miró a su hija de nuevo. Dormía. Esta vez, con una expresión pacífica
pintada en el rostro.
El que no pudo dormir bien ni esa noche ni en mucho tiempo fue sir
Richard.
11
Nuevos amigos
12
Doble juego
El otoño empezaba a avisar de su inminente llegada enviando una fresca
brisa que amenazaba las hojas de los árboles. Tras el sofoco del verano, la
gente agradecía este respiro y aprovechaba para pasear por los parques y por
las calles cuando la tarde comenzaba a declinar. Entre ellos se encontraban
dos parejas de jóvenes sonrientes. Nada de especial, Faith y Constance, junto
con Percy y el agente Alfred Hedges, que ya se había hecho habitual en su
compañía.
El sol estaba a punto de esconderse tras el horizonte cuando los cuatro
llegaron a la altura de la puerta de la verja de la mansión de Faith. A
Constance se la veía resplandeciente colgada del brazo de Percy con una
mano mientras con la otra sujetaba un delicado parasol con un borde de
encaje. Por fin, tras mucho perseguirlo, había logrado su objetivo: que Percy
le pidiera salir con él de una manera oficial. «Todo es cuestión de trabajo y
tesón», le había confesado entre risas a Faith una tarde mientras sorbían una
limonada a la sombra de la enredadera que cubría un cenador en el jardín de
sir Richard. A Faith le seguía pareciendo muy divertido el hecho de que
Constance se refiriese a su noviazgo con Percy como un «trabajo», tal y
como ella lo definía. Le había expresado sus reservas a Constance, aduciendo
que un matrimonio no debía ser forzado si una pretende que dure largos años
en buena armonía, y Constance le había dedicado una sonrisa que rozaba la
condescendencia, acompañada de un «hay que ser prácticos, el amor llegará».
Ella confiaba en que Percy tarde o temprano se rendiría a sus encantos como
si de un príncipe azul se tratase.
La conversación había tenido lugar en la parte trasera del jardín de los
Thornton, bajo un cenador cubierto de madreselvas cuyas ramas colgaban en
derredor proporcionando frescor a las muchachas y una cierta sensación de
intimidad y apartamiento.
Faith detestaba la incómoda sensación que le producía el hecho de pensar
que su amiga se podía ver atrapada en una vida muy diferente de la que había
soñado, vacía de cariño, junto al hombre que tanto empeño había puesto en
conquistar.
—Pero ¿tú le amas de verdad? —inquirió Faith al tiempo que se
abanicaba para espantar las moscas que también buscaban el refugio de la
cubierta vegetal para escapar de la canícula.
—Verás, Faith, querida. Cuando una mujer llega a cierta edad, y que
conste que esto te atañe igualmente a ti, debe plantearse el futuro de una
manera más seria. No podemos esperar vivir en el hogar paterno por siempre.
Y creo que Percy es un partido excelente. Es guapo, simpático y no es amigo
del alcohol ni de los juegos de cartas. El amor es simplemente una emoción
para cuando somos unas jovencillas despreocupadas. Ahora toca pensar en el
mañana, sentar sus bases desde este momento.
Faith pareció indignarse ante el pragmatismo de su amiga.
—En absoluto estoy de acuerdo contigo. Por supuesto que podemos
aspirar a ser felices, a la edad que sea. Nadie nos lo puede impedir.
—A pesar de la posición de mi familia, Faith, mi padre no es un
aristócrata. Depende de la marcha de sus negocios para asegurar el sustento
de su familia.
—¿Qué se supone que pretendes decir? —Faith arrugó el entrecejo,
sosteniendo el vaso a medio camino entre la mesa y los labios, como si se
hubiera detenido el tiempo.
—Nada, querida, nada. No te enfades. —Constance vislumbró el borde
del abismo al que se acababa de asomar.
Faith no era la típica aristócrata engreída y despreocupada que viviera a
costa del dinero de la familia. Precisamente la casa de los Thornton se
mantenía gracias a la responsabilidad y la preocupación de su amiga, así que
decidió desviar el rumbo de la conversación—. Solo estaba hablando de
Percy ¿recuerdas? Es tan guapo…
Hubo un pequeño silencio entre ambas, unos segundos de incomodidad
mutua que fueron rotos por Faith.
—Escucha, Constance, necesito pedirte un favor. Muy importante, al
menos para mí.
El tono en el voz de Faith y su expresión ensombrecida preocuparon a
Constance.
—Adelante. Sabes que, sea loque sea, no me negaré a tus deseos.
—Es en lo referente al… asunto de Daisy. Sé que la policía lo está
investigando y me consta que mi padre ha usado sus influencias para que
nuestro apellido no se vea envuelto en eso. Te tengo que pedir que no
comentes nada entre nuestras amistades, el tema me resulta muy incómodo y
no sé si podría resistir que todos nuestros amigos me tratasen con
condescendencia o algo peor ¿me entiendes?
—¡Qué boba eres! No tienes nada de qué preocuparte —dijo Constance a
la vez que daba unas palmaditas sobre la mano de su amiga—. Ni he hablado
de ello con nadie ni lo haría jamás, y tú lo sabes. Y no desvíes el tema,
estábamos hablando de Percy y de mí ¿recuerdas?
Y así siguieron toda la tarde, urdiendo planes para hacer que el ratón
quedara atrapado en la ratonera. Justo lo que había ocurrido durante el
verano.
Delante de la verja que iniciaba el camino hasta la puerta de la casa
Thornton, Constance y Percy se despidieron de los otros.
—Se nos ha hecho un poco tarde —aseveró Percy mirando hacia el sol
poniente—. He de acompañar a Constance hasta su casa. No es prudente que
una dama vaya sola por las calles a estas horas. Además de peligroso, no
estaría de acuerdo con las más elementales reglas del decoro.
Faith y Alfred sonrieron al pensar en los innumerables peligros que
podían asaltar a una dama en las concurridas calles de Londres, sobre todo
teniendo en cuenta que la distancia entre la casa de Constance y la de Faith se
podía cubrir a pie en menos de treinta minutos. Ambos cruzaron una mirada
de complicidad, y Alfred se apresuró a excusarse.
—Muy bien, como Faith ya está en casa, yo me retiro. Mañana hay que
madrugar para trabajar. —Y con una inclinación de cabeza y una elevación
de sombrero emprendió su camino calle arriba, justo en dirección contraria a
la que debían tomar Constance y Percy.
—Mañana te espero a la hora del té —dijo Faith besando la mejilla de
Constance y apretando ligeramente su brazo en un gesto significativo—.
Tienes que ayudarme a terminar el tapiz que estoy bordando.
—No faltaré. —Constance le devolvió el apretón en la mano, agradecida
por aquel rato de intimidad que le habían puesto en bandeja—. A la hora del
té. —Y se despidió de su amiga con un gesto de la mano. La tarde del día
siguiente iba a llenarse de confidencias y secretos acerca de lo que pudiera
ocurrir de camino a su casa, bien sujeta del brazo de su Percy.
Ninguno de ellos se percató de la presencia de una pareja de hombres que
se apostó a una distancia prudente del lugar donde ellos se estaban
despidiendo. Ni siquiera Alfred sospechó nada cuando pasó por delante de
ellos, distraído. No podía imaginar que una pareja de policías estaba
vigilando sus movimientos y los de sus nuevos amigos. Los agentes Wilkes y
Storm se dispusieron a aguantar una larga noche de vigilia frente a la
mansión de los Thornton. Se ocultaron en las sombras de un portal cercano y
se subieron el cuello de la chaqueta, como si alguien fuese a reconocerlos.
—¿Tú crees que esa señoritinga pueda ser una asesina sangrienta,
Theodore? Según nos lo explicó el sargento, uno hubiera pensado que se trata
del mismísimo diablo, pero por su apariencia yo diría que es incapaz de matar
ni a una mosca.
—Cosas más raras se habrán visto, David. Nuestra labor es permanecer
aquí e investigar cualquier actividad que resulte fuera de lo normal. Si te
parece, nos turnaremos para poder echar una cabezada, presiento que esta
noche va a ser muy larga.
—Yo haré el primer turno. En un par de horas te aviso, ¿eh?
Constance y Percy caminaban lentamente por la acera, en un intento por
alargar el tiempo que podían estar a solas mientras llegaban a casa de ella. Al
cruzar por delante de una calle, una repentina ráfaga de aire se llevó la
sombrilla de Constance hacia el interior del callejón.
—¡Oh, vaya! ¡No me ha dado tiempo a sujetarla! —exclamó Constance,
consternada.
—Tranquila. Yo iré por ella. —Se ofreció Percy amablemente, mientras
hacía ademán de internarse en el callejón. Un callejón estrecho y oscuro, del
que emanaba un desagradable olor a basura en descomposición y a orines
humanos. Percy sacó un pañuelo, se cubrió la boca y la nariz y avanzó unos
pasos con dificultad, igual que si estuviera luchando contra una tormenta en
el desierto. Por un momento pensó que se desmayaría, pero luego se fue
acostumbrando al miasma que le rodeaba y se sintió un poco menos mal.
Y entonces Constance lo reconoció. «No puede ser, es demasiada
coincidencia». El pensamiento cruzó su mente raudo como una centella casi
sin que ella de diese cuenta. Un escalofrío la sacudió de la cabeza a los pies.
El aire escapó de sus pulmones, negándose a entrar de nuevo.
—¡NO! ¡No entres ahí! ¡Por el amor de Dios, Percy! ¡Vuelve aquí y deja
la sombrilla! —gritó cuando hubo recuperado la respiración.
Percy se volvió, extrañado. La sombrilla se hallaba en el suelo, a apenas
veinte metros de distancia. Aquel lugar apestaba y él era el primero que
deseaba alejarse de ese lugar, pero la reacción de Constance le pareció
excesiva. ¿A qué venía tanto aspaviento y tanto grito?¿Por qué había
Constance cambiado de opinión respecto a la sombrilla? Se volvió con
resignación, pensando que jamás comprendería al sexo opuesto, por muchos
años que viviera.
—¿Qué ocurre? —Intentó deshacerse de la mano de Constance, que se
había adelantado para aferrar la muñeca de él como un torniquete, tanto que
Percy sintió cómo sus uñas se le clavaban en la carne con una fuerza que le
pareció impropia de Constance. Se negaba a soltarle y tiraba de él hacia atrás,
frenética—. Solo voy a recoger el parasol y vuelvo. No tardo ni diez
segundos.
—Es… es… —Constance no acertaba a decirlo—. ¡Fue ahí! ¡Fue ahí
donde ocurrió! ¡El asesinato! ¡Donde Faith halló el cadáver destrozado de
aquella chica!
Percy se detuvo por un instante, mirando hacia la oscuridad que iba
apoderándose del sucio callejón. Como él nunca había salido por la puerta
trasera del local que había frecuentado unos meses antes, no lo había
reconocido. La imagen de la malograda Daisy le golpeó como un mazo. Él la
había visto aquella última noche. Si no la hubiera dejado marchar, pude que
aún estuviera viva. Percy no permitía que el remordimiento le detuviera en
sus decisiones, pero en ese momento sintió que anegaba sus sentidos,
confundiéndole. Por un momento pensó que era Daisy la que tiraba de él y no
Constance, que le arrastraba al infierno que ella misma había experimentado
aquella noche por culpa de él, que solo la había tenido como un juguete de
usar y tirar.
El terror irracional que reflejaban los ojos de Constance afectó a su ánimo,
pero unos instantes después tomó una bocanada del aire viciado en el que se
hallaban inmersos y la racionalidad se impuso.
—Venga, Constance, solo se trata de una calleja llena de basura. A pesar
de lo que ocurrió, estamos prácticamente a la vista de todo el mundo. Aparte
de ratas y suciedad a montones, no hay nada más ahí.
—Por favor, Percy, deja la sombrilla. No quiero que entres ahí. —Las
lágrimas habían empezado a resbalar por el rostro de Constance, se la veía
descompuesta y a punto de perder los estribos.
Él pareció empeñarse más cuanto más se resistía ella. La tozudez de los
De LaRue saltó a escena y se hizo con el papel principal. Ahora iba a recoger
aquella maldita sombrilla por encima de cualquier cosa. O dejaría de llamarse
Percival de LaRue. Intentó escabullirse de la tenaza de Constance, pero fue
incapaz. Le pareció increíble lo que la desesperación puede obrar en un ser
humano, una joven delicada y a simple vista debilucha le agarraba con la
fuerza de un estibador del puerto.
—Suéltame, Constance, en la mitad del tiempo que llevamos aquí
dudando, ya habría estado de vuelta. Voy a recoger tu parasol y lo voy a traer
de vuelta, querida, así que tranquilízate y déjame ir.
—Por favor… —Una lágrima más escapó de los ojos de Constance,
mientras Percy se deshacía de su agarre suave pero firmemente, con bastante
esfuerzo—. Yo… yo… iré contigo. —Él enarcó una ceja, asombrado. La
mujer suplicante y pusilánime se había esfumado tan repentinamente como
había llegado y en su lugar había aparecido, sabe Dios de dónde, la viva
imagen de la determinación. Percy sacudió la cabeza, incrédulo. Tanto
cambio de opinión y de talente le estaba dejando fuera de combate—. Eso es.
Iremos los dos.
Casi tirando de ella, Percy se introdujo decidido en la umbría del callejón.
A Constance se le erizó el vello del cogote. El aire parecía detenido allí, en la
penumbra. Le parecía mentira que unos segundos antes una ventolera le
hubiera arrancado la sombrilla de las manos. La atmósfera se hizo densa,
irrespirable. El fétido olor que provenía de los montones de basura apilados
sin orden hacía difícil la tarea de respirar. Al fondo del callejón se elevaba a
modo de extraña cordillera un montón de cajas apiladas contra la pared,
recubiertas de una masa de desperdicios de discutible procedencia . «Mejor
no pienses en eso o te volverás loco», masculló Percy, apreciando formas
vivas arrastrándose entre la mugre. La calleja no tenía salida. Constance se
resistió aún más, entorpeciendo la marcha de Percy.
—¡Oh, venga, Connie! ¡Así no acabaremos nunca! —se quejó él.
Fue entonces cuando lo oyeron. Algo grande se movía entre las cajas
tiradas en el fondo de la calle. Algo de un volumen muy superior al de una
rata.
—¿Has oído eso? —logró balbucir Constance—. Hay… hay algo ahí.
Percy también lo había oído, pero les faltaban apenas unos pasos para
llegar al lugar donde se hallaba la sombrilla. No podía permitir que su
hombría y su orgullo quedaran en entredicho, y menos delante de la que se
suponía iba a ser su esposa en el futuro. Tiró un poco más del brazo de ella y
siguieron adelante. Cuando ya estaban casi al lado de la sombrilla, esta se
elevó en aire, como impelida por un soplo de vida y fue a parar al lado del
montón de cajas. Constance emitió un quejido lastimero y rogó una vez más.
—¡Percy, por favor, escúchame! ¡No me hagas suplicarte una vez más!
Esto no me gusta… ¡Vámonos de aquí!
—No insistas más Constance. Te estás comportando como una chiquilla.
¡Basta ya de gimoteos!
Así, uno tirando hacia delante y el otro hacia atrás, llegaron hasta la
sombrilla y la elevada montaña de cajas. Percy sudaba por el esfuerzo de
arrastrar a Constance. Si él era obstinado, ella no se quedaba atrás. Se agachó
y tomó el parasol, examinándolo a la escasa luz que provenía de la entrada de
la calle. El día tocaba a su fin y las sombras iban reclamando un territorio que
sería suyo durante las horas siguientes. Le dio varias vueltas al parasol antes
de ofrecérselo de vuelta a su dueña.
—Aquí está. Por fortuna, no se ha ensuciado prácticamente nada. ¿Ves?
No hay motivo para tanto alborot…
Entonces, con gran estruendo, una de las cajas se dio la vuelta y dejó al
descubierto una figura humana. Unos oscuros y penetrantes ojos quedaron
fijos en los dos asombrados y aterrorizados jóvenes.
La primera imagen que cruzó el pensamiento de Constance fue la de un
espantapájaros. Allí, de pie, con los sucios harapos colgando, el vagabundo se
quedó de pie enfrente de ellos, como si el tiempo se hubiera detenido. Percy y
Constance se quedaron demudados ante lo inesperado del encuentro. Ni
fueron capaces de decir nada ni de avanzar o retroceder. Los tres quedaron
inmóviles como si alguien estuviera tomando una fotografía. Fue el
vagabundo quien rompió el incómodo silencio que se había apoderado de la
escena.
—¡Yo lo vi! ¡LO VI! —gritó presa de una súbita desesperación. Movía los
brazos con exagerados gestos, como lo haría un loco poseído por una visión
—. Yo estaba aquí aquella noche, resguardado del relente de la madrugada, y
entonces llegó y aprisionó a aquella joven y… y…
Una luz repentina se encendió dentro de la cabeza de Constance. Sin
necesidad de más explicaciones, supo de qué estaba hablando aquel hombre
de mirada enfebrecida y gestos desquiciados.
—Percy, por favor, vayámonos de aquí. Esto cada vez tiene peor aspecto.
—No te apartes de mí, Constance, ese hombre no está en su sano juicio.
Puede ser peligroso, o quizás sea inofensivo. No sabemos si…
—¡EL DEMONIO! —A medida que gesticulaba, daba más la impresión
de ser una aparición en lugar de un ser humano—. ¡Era el mismísimo
demonio! ¡El mal se podía sentir dentro del callejón! Yo estaba aquí, no
piensen ni por un momento que estoy mintiendo —aseveró acercándose un
poco a la pareja. Percy se interpuso entre él y Constance y ambos
comenzaron a recular poco a poco. El mendigo pareció darse cuenta y se les
echó prácticamente encima, agitando un objeto delante de sus narices. A
Percy se le antojó como un extraño truco de magia. Un segundo antes las
manos del vagabundo estaban vacías y, de repente, como si se hubiera
materializado de la nada, lo esgrimía en alto, bien visible—. La policía se
dejó esto en el suelo. —Constance gritó de forma instintiva y Percy hizo
ademán de protegerla con su cuerpo, pues obviamente no iba armado.
—¡Apártate! —Al ver el objeto, sin embargo, un cierto interés se despertó
en él—. Un momento ¿qué es eso?
El aspecto de lo que el mendigo tenía en la mano era el de un simple trapo
sucio. Aquel hombre apestaba a sudor, orines y alcohol, pero Percy no pudo
evitar acercarse un poco para examinar el trapo. Curiosamente, estaba
rematado con un fino encaje y parecía tener algo bordado, unas letras, quizás.
—Percy, te lo ruego… —Constance tiraba de la manga de Percy, a punto
de echarse a llorar de nuevo. Se tapaba la nariz con la mano libre para eludir
el olor hediondo que despedía aquel hombre. No podía soportar ni un minuto
más. Tenía que salir de allí.
Cuando Percy cayó en la cuenta de que lo que sostenía aquel andrajoso en
la mano era un pañuelo, su temor desapareció de repente.
—¿De dónde has sacado eso?
El hombre vaciló unos instantes, como si estuviera haciendo memoria y
no acertara a recordar de qué estaban hablando o qué era lo que había
ocurrido unos instantes antes. Luego la luz volvió a sus ojos, que se
enfocaron primero en el pañuelo, luego en Constance y, finalmente, en Percy.
—Era de una de las jóvenes —afirmó con rotundidad—. La que no murió.
Percy se vio asaltado por una terrible duda en ese momento, pero no tuvo
tiempo de expresarla en voz alta. El mendigo se había puesto a rebuscar en la
caja que hacía las veces de dormitorio y sacó otro objeto. Esta vez lo mismo
Constance que él sintieron cómo la sangre se les helaba en las venas.
—Tampoco vieron esto —dijo, enarbolando el enorme cuchillo en el aire
con exagerados aspavientos—. Los policías se vuelven descuidados cuando
las víctimas son gente corriente.
—¡No te acerques! ¡Atrás! —Ahora Percy casi empujaba a Constance
hacia la salida del callejón, retrocediendo sin mirar atrás. Entonces tropezó y
se cayó, quedando sentado en medio de la mugre que cubría el suelo.
Constance no pudo más y empezó a gritar, desesperada.
—¡Socorro! ¿Qué alguien nos ayude, por favor! ¡SOCORRO!
El mendigo se iba acercando a ellos cuchillo en mano, mientras Constance
intentaba ayudar a Percy a ponerse en pie. El sonido de un silbato rompió la
pesadilla y una voz atronadora exclamó detrás de ellos:
—¡Policía! ¿Qué está ocurriendo aquí?
13
Declaraciones
Alfred Hedges había vuelto sobre sus pasos tras despedirse de sus tres
nuevas «amistades». Por delante tenía otra noche de trabajo. A eso se había
dedicado las últimas semanas: a la vigilancia nocturna. Apostado entre las
sombras permanecía oculto mientras su mirada escrutadora no se apartaba de
la entrada del jardín de los Thornton. La verdad es que no había habido
mucho movimiento en las semanas que llevaba allí vigilando. Aparte de la
servidumbre que se marchaba a su casa cuando terminaban su jornada, en
aquella casa no se recibían visitas pasada cierta hora de la tarde ni tampoco
había advertido ningún movimiento sospechoso ni nadie que anduviera
merodeando por los alrededores. Ignoraba que, un par de calles más arriba,
dos compañeros suyos estaban realizando el mismo cometido que él a causa
de la desconfianza del sargento Pileggi y del inspector Higgs.
Se subió las solapas de la chaqueta para protegerse del incipiente fresco
otoñal. Atrás quedaba ya el calor veraniego y a Alfred se le antojaba que
cuando el frío comenzase a arreciar sus noches se harían eternas y duras.
Cambió el sombrero por una gorra para pasar desapercibido de miradas
inoportunas y se la caló para ocultar su rostro de los viandantes que se iban
haciendo más escasos a medida que la noche avanzaba.
Se trataba de un cometido penoso y aburrido, pero se hacía necesario si
quería probar que aquella mujer no tenía nada que ver con el asesinato que
había tenido lugar unos cientos de metros más allá de la mansión que
vigilaba, bajando por la misma calle, a principios del verano. La policía
había perdido completamente todas las pistas y la investigación se encontraba
en un punto muerto. Pero él era un hombre de los que no se rinden a las
primeras de cambio y se le había metido entre ceja y ceja resolver aquel
misterio. Con el paso de las semanas, la insistencia del inspector Higgs sobre
el caso en cuestión se había diluido. A fin de cuentas, se trataba del asesinato
de una simple sirvienta, y no se había producido ningún otro crimen con el
tiempo. Según el inspector, la pobre infeliz se hallaba en el lugar inadecuado
y en el momento menos oportuno.
Pero a Alfred le parecía que había algo inquietante en todo ello, como el
detalle de la desaparición del corazón y el hígado de la víctima. Higgs
afirmaba que probablemente se trataba de un crimen pasional. Quizás la
muchacha se había liado con alguien de clase social superior a ella, o quizás
con un hombre casado, y cuando él se había aburrido de ella es posible que
ella le hubiera extorsionado o amenazado de algún modo y al final todo
había acabado de la peor manera. «Si es así», había aseverado Higgs,
«podemos despedirnos de encontrar al asesino». Pero Alfred seguía en sus
trece, a él no le parecía nada pasional semejante carnicería. A su modo de
ver, detrás de aquel crimen se hallaba una personalidad profundamente
psicopática, y si estaba en lo cierto el asesino volvería a las andadas tarde o
temprano. Tampoco le encontraba sentido al hecho de que Faith estuviera
presente en el escenario del crimen y hubiera salido indemne de semejante
trance. ¿Por qué el asesino la había dejado con vida? Es más ¿por qué ella
afirmaba no recordar nada de lo acontecido esa noche?
Las circunstancias le seguían pareciendo de lo más sospechosas, y si
seguía en el caso era gracias al apoyo del sargento Pileggi, que compartía sus
mismas inquietudes al respecto, pero la falta de evidencias le restaba cada día
más posibilidades de seguir al pie del cañón. «No podemos permitirnos tener
un agente apostado ahí de por vida» le había dicho Higgs con un mal humor
que evidenciaba que estaba recibiendo presiones desde arriba para archivar el
caso.
Para colmo de males, después de conocer a Faith de una manera más o
menos cercana, si bien tampoco habían intimado en exceso, Alfred sentía que
sus sospechas perdían peso cada día un poco más. No le parecía que ella se
aproximase al perfil de un asesino sangriento y despiadado. A pesar de lo
innegable de su fuerte personalidad y de su indomable carácter, Faith era una
joven encantadora y una dama de indiscutible categoría, por más que se
empeñase en comportarse como «una más», según su propia definición. A
Alfred le costaba creerlo, pero no podía negarse a sí mismo que ella le estaba
empezando a gustar. «No solo como persona», pensaba mientras se
arrebujaba en su chaqueta.
En aquel momento Bastian, el jardinero, salía por la puerta de la verja.
Alfred sintió cómo sus músculos se tensaban. No por la presencia de aquel
hombre, al que conocía de vista, sino por lo que llevaba en las manos. El
instinto de sabueso de Alfred se espabiló de repente cuando vio que Bastian
empujaba un carretón sobre el que reposaba un enorme saco. El saco era
alargado y abultado, del tamaño exacto de… una persona. Cuando Bastian
depositó los agarraderos en el suelo para cerrar la puerta de la verja, el fardo
se bamboleó ligeramente hasta el borde, a punto de caer al suelo. El jardinero
se apresuró a empujarlo de nuevo al centro de la carretilla y, mirando a
ambos lados de la calle, comenzó a tirar del carro en dirección opuesta al
lugar donde Alfred se hallaba. «Esto no puedo perdérmelo», pensó Alfred
mientras se disponía a seguir a aquel hombre con esa carga tan sospechosa.
Bastian tiraba con dificultad de la carreta. La calle discurría en una suave
pendiente y el jardinero arrastraba la carga cuesta arriba. A simple vista
Alfred pudo apreciar que el transporte y el fardo que portaba debían de tener
un peso considerable. Bastian era un hombre alto y de constitución robusta, y
aún así resoplaba como una mula mientras tiraba de las barras de madera que
servían de asideros.
Lo curioso era que no había ningún animal encargado de la pesada tarea, y
el único motivo que a Alfred se le ocurría era porque con toda seguridad la
carga que aquel hombre trasladaba tenía que pasar desapercibida. Si hubiera
sacado algún animal de las cuadras de los Thornton, el mozo lo hubiera
sabido.
A Alfred le pareció que las piezas encajaban poco a poco. Bastian tenía
suficiente vigor como para haber cometido el crimen, y esa salida nocturna
resultaba cuando menos sospechosa.
Si no hubiera estado tan ensimismado, Alfred habría visto a sus
compañeros Wilkes y Storm cuando pasó por delante de ellos, que se
hallaban ocultos entre las sombras de un portal. Ellos sí que le vieron caminar
escasos metros por delante de sus narices. Sin hacer movimiento brusco
alguno, bajaron la vista para ocultar su rostro de una posible mirada de
Alfred. Sus precauciones fueron en vano, Alfred seguía a Bastian tan absorto
en sus pensamientos que no reparó en la presencia de los dos hombres.
Tampoco reparó en lo que ocurría en la siguiente bocacalle, estrecha y
sucia, sin iluminación alguna. Una sombra agazapada acababa de posarse
entre los montones de basura, esperando la oportunidad, una presa más que
añadir a su lista de caza. Si la casualidad hubiera hecho a Alfred girar la
cabeza en ese momento, la sangre habría dejado de correr por sus venas.
15
Vigilancia
El agente David Storm extrajo su reloj del bolsillo y consultó la hora una
vez más. Ya faltaba poco para terminar su turno de vigilancia. Estaba
literalmente helado. A esa hora de la madrugada la temperatura había caído
en picado y el aliento formaba una nube por delante de su rostro. Cambió de
postura, aunque tras una larga noche a la intemperie no se sintió mucho
mejor, ya no había forma de que se encontrase más cómodo. Tan pronto
como Wilkes terminase su siguiente turno se podrían marchar a casa y dormir
en condiciones sobre un mullido colchón.
Miró hacia atrás. Wilkes se había sentado sobre una caja y dormía
apoyado sobre la pared, con la boca abierta. Seguro que al día siguiente
tendría un buen dolor de garganta, pensó Storm para sí mismo. De garganta y
de huesos. Ese hombre era capaz de dormirse sobre el filo de una navaja si
fuera preciso. Despegó la espalda de la pared y se asomó por la esquina. Por
la calle no se veía ni un alma, como era de esperar. No se hallaban en el East
End precisamente. Aquella era una zona respetable cuyos habitantes eran
gente entre rica y muy rica. La «escoria social», en sus propios términos, no
solía hacer acto de presencia por allí so pena de dar con sus huesos en algún
calabozo aún más miserable que las habitaciones donde se hacinaban junto a
las ratas y los piojos. Poco después de la medianoche habían visto un
borracho extraviado —o quizás no, pensó Storm, los ricos también se dan sus
caprichos en privado— pasar por la calle, dando tumbos y haciendo eses. Se
había acercado a una pared a orinar y había seguido su tambaleante camino
calle arriba hasta desaparecer de su vista. Después, ni un solo ser humano se
había atrevido a enfrentarse a la oscuridad y al frío. «Habría que estar loco
para andar por ahí pudiendo quedarse uno en su cama calentito», pensaba
Storm, añorando su propio hogar.
El jardinero de los Thornton había vuelto sobre sus pasos al cabo de una
hora aproximadamente. Lo había hecho arrastrando la carreta como si pesara
varias toneladas. Lo mismo Wilkes que él lo habían comentado entre
murmullos. «No le culpo» había dicho Wilkes, «después de todo un día de
trabajo tener que arrastrar él solo la carga habrá resultado demoledor». Storm
había mencionado, en un curioso paralelismo con el pensamiento de Alfred,
lo extraño que resultaba el hecho de que no hubiera utilizado un animal de la
cuadra de sir Richard para realizar tan ingrata tarea, pero no se habían
detenido más sobre ese detalle al caer en la cuenta de que Bastian había
regresado solo.
En efecto, Alfred no había vuelto tras él. Wilkes y él habían considerado
la posibilidad de que algo le hubiera ocurrido a su compañero, pero luego
habían descartado dicha circunstancia. «Se habrá ido a dormir a casa, ese
hombre — había afirmado señalando al jardinero— apenas puede con su
alma, y Alfred es lo bastante fornido como para defenderse». Storm no había
tenido otro remedio que estar de acuerdo con su compañero, así que habían
seguido con sus turnos de vigilia sin concederle mayor importancia al asunto.
Storm echó un vistazo a la valla delantera de la finca de los Thornton. Se
iba a calar la gorra cuando reparó en un detalle: la mansión disponía de dos
puertas, una de menor tamaño, por donde entraban los señores, el servicio y
los invitados que accedían a pie al interior. Su tamaño permitía holgadamente
el paso de un par de personas, pero se podía manejar con facilidad. Unos
metros más allá se hallaba la puerta de carruajes mucho mayor y que era
manejada por los mozos debido a su envergadura y su peso. Pues bien, esa
puerta estaba abierta. No de par en par, sino apenas medio metro. Storm
estaba seguro de que Bastian la había cerrado cuando entró la carreta. De
hecho, el golpe de las hojas había retumbado en toda la calle como un trueno.
Sin embargo, ahora la luz mortecina de un farol cercano no dejaba lugar a
dudas.
Fastidiado, Storm pensó que no le quedaba más remedio que acercarse a
comprobar que todo estaba bien. «Eres bobo, David, seguro que se habrá
abierto a causa del viento». Intentaba convencerse de que no era necesario
que abandonara su puesto por un motivo tan tonto, pero su sexto sentido le
decía que aquella puerta no se podía abrir sola. Para empezar, no soplaba ni
una brizna de aire. Además, el peso de la puerta seguramente impedía que se
abriera sola. A regañadientes, se incorporó, se acercó a Wilkes y le dio un
suave empujón en el hombro para despertarlo.
—Espabila, Theo, vamos.
—¿Ya se acabó tu turno? —Wilkes respondió con una voz pastosa,
intentando emerger de las brumas del sueño.
—Aún no, pero has de venir conmigo a inspeccionar una cosa.
Wilkes se rebulló dentro de su chaqueta, pero no abrió los ojos.
—De acuerdo, ahora mismo vamos, Un momento.
Storm, exasperado por tener que aguantar a aquella marmota, estuvo
tentado de darle una patada a la caja sobra la que dormía Wilkes para hacerle
caer. En lugar de eso, le volvió a dar un empellón y le dijo:
—Voy a ver la puerta de los Thornton. Está abierta y el jardinero la cerró
a conciencia cuando volvió anoche. Te espero allí.
—De acuerdo —murmuró Wilkes—. En un minuto estoy contigo.
Storm no había cruzado la calle aún cuando escuchó un pequeño alboroto
en la bocacalle situada más arriba de donde él y Wilkes se habían apostado.
Algo así como un cubo de basura al caer, o quizás algún objeto al caer o
golpear el suelo. Se quedó allí, de pie, indeciso. No sabía si proseguir hasta la
puerta de la mansión o acudir a investigar lo que fuera que había producido el
pequeño tumulto.
—Wilkes, ¿qué narices estás haciendo? ¡Ven aquí ahora mismo! —
susurró, pero no obtuvo respuesta alguna.
Hizo ademán de volver sobre sus pasos, pero el barullo se repitió. No le
cabía duda, allí había algo, algo grande. Primero había pensado en un gato
revolviendo entre la basura pero un gato no podía generar semejante
desbarajuste.
«¡Maldito idiota dormilón!» pensó mientras cambiaba de dirección y se
acercaba a la esquina tras la que había oído los ruidos. Se iba a enterar Wilkes
al día siguiente cuando se le echara a la cara, por quedarse dormido durante
su turno de guardia. «Me encargaré de que lo lamentes, compañero» iba
mascullando cuando volvió la esquina.
La oscuridad reinaba en la estrecha calle. El farol más cercano se situaba
mucho más allá, quizás unos doscientos metros, y la luz que proporcionaba a
esa distancia era exigua.
Le llevó un par de minutos que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra.
Sobre la pared de la derecha se amontonaba una cantidad bastante
considerable de cajones y desperdicios junto a unos cubos de basura. Uno de
ellos se había volcado, confirmando sus sospechas. Sin embargo, a simple
vista nada parecía anormal. Aquello estaba hecho un desastre, pero eso
ocurría en las tres cuartas partes de las calles de Londres. Lo que a Storm le
resultaba extraño no era el hecho en sí, sino la zona donde se hallaba,
habitada por gente adinerada. Esos barrios se mantenían limpios, nada de
calles infestadas de desechos en descomposición. Los ricos no podían salir a
la calle y sentir cómo sus fosas nasales se llenaban del aroma de la
podredumbre y de las miserias humanas, no.
Storm iba a darse la vuelta para volver a su lugar cuando reparó en algo
fuera de lugar en aquel paisaje. Detrás de un enorme cajón de madera, en el
suelo sobresalía un objeto de forma familiar que no encajaba con el entorno.
Se acercó un poco para asegurarse y se detuvo a unos pasos. Su vista ya se
había habituado a la oscuridad y el vacío que se hizo en su estómago fue
inmediato. Un zapato. Lo que se veía asomando del cajón era un zapato. Al
darse cuenta de lo que eso podía significar, se volvió como un lince,
temiendo una emboscada por la espalda, pero no había nadie. Con cautela
extrajo su pistola y quitó el seguro. Recordó a Wilkes, dormido como un lirón
mientras él estaba solo en la semioscuridad. No se atrevió a levantar la voz
para llamarle, pues tampoco se hallaba muy lejos, pero si había alguien más
en la calle con él delataría su presencia y eso podría resultar fatal. Maldijo
una vez más mentalmente y se acercó con cautela, sin dejar de mirar a ambos
lados para no ser sorprendido.
A medida que ser reducía la distancia que le separaba del zapato,
vislumbró algo blanco a continuación, y se dio cuenta de lo que era y de lo
que implicaba. Se trataba de una media, una media que cubría una pierna
femenina. De un salto se plantó frente al hueco detrás del cajón, confirmando
sus sospechas. Allí tendido se encontraba el cuerpo de una mujer, pero lo que
jamás hubiera imaginado era el estado en que iba a hallarlo.
El pecho y el abdomen de la mujer se veían oscuros, obviamente abiertos
en canal. Storm agradeció a Dios que la luz no le permitiera apreciar lo
detalles más escabrosos, pero aún así se le revolvió el estómago al instante.
No podía apartar la vista de aquella carnicería. Todo estaba cubierto de
sangre hasta tal punto que ni siquiera fue capaz de distinguir el rostro de la
víctima. No supo decir si era joven o vieja, guapa o fea. Tampoco resultó
importante a la larga. No para Storm.
Unos pasos sonaron quedos a su lado. Respiró aliviado.
—¡Maldita sea, Wilkes, pedazo de cabrón! Llevo esperándote una etern…
El primer tajo del enorme cuchillo seccionó sus cuerdas vocales,
ahogando sus palabras. La sangre anegó sus pulmones, asfixiándolo en
cuestión de segundos. La vista se le nubló tan rápido que ni siquiera pudo
contemplar el rostro de su verdugo; no pudo apreciar la maldad reflejada en
el mismo, no percibió el placer que brillaba en aquellos ojos oscuros. Un
momento después yacía sobre el frío suelo, por el que se desparramaba la
última sangre que brotaba de su garganta.
Wilkes abrió un poco los ojos, sin saber muy bien dónde se encontraba.
Casi perdió el equilibrio antes de situarse.
—¡Joder! Me he quedado dormido. ¿David? ¿Estás ahí?
La respuesta no llegó. Entonces volvieron los recuerdos. Storm le había
despertado y le había pedido que le acompañase por algo relacionado con la
mansión de los Thornton. Wilkes no sabía si eso había sido un minuto o
media hora antes, pues al dar la cabezada había perdido la noción del tiempo.
Sacudió la cabeza enfadado consigo mismo, y se puso en pie dispuesto a
encontrar a su compañero. Estaría hecho una furia, y con razón.
Salió del portal a la calle pero no había nadie a la vista. Eso era una mala
señal, sin duda. Preparó su pistola para estar prevenido. Tenía que moverse
en silencio y al mismo tiempo localizar a David lo antes posible. Al mirar a
su izquierda le pareció detectar un movimiento, pero no vio nada. Quizás
David andaba por ahí, así que se atrevió a susurrar:
—¡David! ¿Estás ahí? ¡Contesta!
Nada. A medida que el frío nocturno le despertaba, recordó las palabras de
Storm, algo acerca de la puerta de la mansión. Sí eso era lo que David había
dicho, que la puerta estaba abierta. Echó un vistazo. La puerta seguía abierta.
Decidió que lo más sensato era inspeccionar por allí, seguramente encontraría
a David y le tocaría aguantar el chaparrón, pero a fin de cuentas se lo había
ganado.
Atravesó la calle y se plantó delante de la puerta abierta. —¿David? Ya
estoy aquí. ¿Dónde andas?
Con la pistola preparada, se asomó un poco a través de la puerta. Todo
estaba a oscuras, excepto un farol que colgaba delante de la puerta principal
de la casa. Wilkes no sabía muy bien qué hacer a continuación. Si decidía
entrar y le descubrían —en la propiedad de un sir británico—, se habría
metido en el mayor embrollo que jamás hubiera soñado, pero debía encontrar
a su compañero con urgencia antes de que terminara su vigilancia nocturna y
tuviera que presentarse en comisaría y dar unas explicaciones que no quería
dar.
Entonces, sin previo aviso, recibió un tremendo golpe en la espalda, a la
altura de los riñones. Cayó de bruces dentro de la propiedad de los Thornton,
y perdió la pistola a causa del impacto. Sin embargo, era un hombre ágil y
consiguió revolverse sobre sí mismo y ponerse en pie de un salto antes de que
su adversario pudiera rematar su trabajo.
Estaba oscuro y no podía ver dónde había ido a parar su arma, de modo
que se puso en guardia, dispuesto a defenderse a dentelladas si era preciso.
No consideraba que su apariencia resultase intimidatoria, pero por algo había
sido campeón de los pesos medios en el campeonato de boxeo del cuerpo de
policía el año anterior. Se protegió con los puños adoptando la postura de un
púgil, dispuesto a hacer saltar dientes, romper narices o cerrar ojos durante
una temporada.
Sin embargo, para su sorpresa, no había nadie delante de él. Pudo
escuchar unos pasos presurosos por la calle, pero cuando se asomó para dar el
alto a quienquiera que fuese, había desaparecido de la vista. Buscó la pistola
y, cuando la hubo hallado un par de metros más allá, se dispuso a encontrar a
Storm para poder marcharse a casa y descansar en condiciones. La noche de
vigilancia tocaba a su fin y no había resultado tan aburrida como ambos
habían pensado.
Sin embargo, el agente Theodore Wilkes de la policía de Londres
ignoraba que, si bien su jornada nocturna había terminado, su idea de
tumbarse en su cómodo jergón aún tardaría en hacerse realidad.
16
Una visita incómoda
18
El secreto
Sir Richard echó a andar hacia las escaleras. Al pie de las mismas se
encontraban Mathew, el mozo, y Lisa, el ama de llaves. Ambos de pie, como
si estuvieran esperando una reprimenda por haber alterado el sueño de su
hija.
—Lisa, venga usted conmigo. Y tú —Señaló a Mathew con un gesto de
mal humor—, vuelve a tus tareas. Perkins, acompáñenos.
La pequeña comitiva ascendió el tramo de escaleras y recorrió el pasillo
que llevaba hasta la puerta del dormitorio de Faith en silencio. Cuando
hubieron llegado, sir Richard tocó a la puerta con suavidad, para no despertar
a Faith.
—¿Faith?¿Estás bien, hija?
No hubo respuesta. Esperó unos segundos y giró el pomo de la puerta. La
habitación se hallaba casi a oscuras, pero en la penumbra pudo advertir que
no había nada en desorden. Su hija se hallaba en la cama, inmóvil. Perkins y
Lisa se detuvieron en el umbral de la puerta mientras sir Richard cubría los
pocos pasos necesarios para situarse a un lateral del lecho. Miró a Faith.
Dormía. Le tocó la frente. Un poco caliente, pero nada anormal. Ella se
removió al tacto de su padre y se espabiló un poco. Él murmuró unas
palabras, seguidas de una contestación en el mismo tono quedo. Ni Perkins ni
lisa pudieron escuchar la breve conversación. Sir Richard acomodó la ropa de
la cama haciendo un ademán de arropar mejor a su hija, se agachó y depositó
un beso sobre su frente. Faith se rebulló un poco para encontrar una postura
más cómoda y siguió durmiendo.
Tras salir de la habitación, ya en el pasillo, despidió a Lisa y le dijo a
Perkins:
—Tráigame el batín, las zapatillas y el brandy. Estaré en la biblioteca. Ya
tendremos tiempo de averiguar lo que ha ocurrido aquí.
Mientras saboreaba la bebida sentado frente a la lumbre de la chimenea,
sir Richard no podía dejar de pensar que Constance y su hija le ocultaban un
secreto. Y que lo que ocultaban no presagiaba nada bueno. Cada vez estaba
más seguro. Tenía que averiguarlo de inmediato. Al día siguiente haría llamar
a Constance. Ella se lo contaría, aunque tuviera que sacarle la verdad contra
su voluntad.
21
Un paso atrás
—Me cuesta creer que alguien con su perspicacia se dejase engañar con
un truco tan barato, Hedges. Me ha decepcionado usted, agente. Había
recibido unas referencias inmejorables acerca de sus capacidades, pero ahora
no lo veo tan claro.
El inspector se refería al episodio con el jardinero de los Thornton, un
fiasco en toda regla. Después de seguir a aquel hombre Alfred se había
quedado con un palmo de narices, al verle abrir el saco que transportaba en la
carreta y descargar un montón de ramajes en un vertedero.
Nada más llegar le habían transmitido el recado de Pileggi. Ahora se
hallaba en la comisaría, en el despacho del inspector Higgs. Se trataba de un
pequeño cuarto acristalado con vistas a todas las mesas de la comisaría. El
inspector ni siquiera se había molestado en bajar las persianas. Le estaba
echando un buen rapapolvo a Alfred, y pretendía que sirviera de escarmiento
y de advertencia para todos los demás. El mensaje estaba claro: «Aquí mando
yo y que nadie se atreva a llevarme la contraria». El caso de los asesinatos se
le escapaba de las manos por momentos y sabía que no podía hacer
demasiado al respecto. Se encontraba rodeado de incompetentes con
uniforme. McEvoy le había situado al borde del abismo, amenazándole con
empujarle en cualquier momento, y no pensaba precipitarse al vacío en
solitario. Se llevaría unas cuantas cabezas consigo, eso por descontado.
Alguien tenía que pagar el pato. Eso o dejaba de llamarse Francis Higgs.
—No fue un engaño, inspector Higgs. Aquel hombre estaba sacando los
restos de la poda del jardín, y la forma del saco era sospechosa. Es normal
que me dejara guiar por las apariencias. Debería haber visto la forma y el
tamaño del bulto. Le aseguro que era idéntico a la silueta de un cuerpo
humano. Me pareció sospechoso que saliera a esas horas con el fardo en la
carreta. Después me explicó que no había podido hacerlo antes pues el
mayordomo le había hecho otros encargos de más urgencia. Nada más. Lo de
Storm ha sido terrible, señor. Y yo no me hallaba muy lejos. No sé qué hacía
él allí a esas horas.
Un pequeño pensamiento huidizo rondaba la mente de Alfred. Sí,
resultaba muy extraño que Storm anduviera por los callejones en compañía
de una mujerzuela. Siempre había tenido a su compañero por uno de los
hombres de más recta moral de todos los que trabajaban allí. Y casualmente
se hallaba cerca de donde él se había apostado para vigilar la casa de los
Thornton, de noche, y se había topado con el asesino que todos perseguían.
Algo no encajaba, pero Alfred no podía concentrarse en ello en ese momento.
Ya lo pensaría después.
El inspector Higgs estaba descargando la tensión que recibía por parte de
sus superiores acerca de aquel caso que le traía de cabeza y que no avanzaba
en ninguna dirección sobre el agente Alfred Hedges. Este aguantaba el
temporal cabizbajo ante su superior. Se daba perfecta cuenta de que el
inspector estaba aprovechando su desliz para ensañarse, todos sabían que no
había aceptado aquella investigación de buen grado. El sargento Pileggi así se
lo había confirmado una tarde mientras conversaban sobre los escasos
indicios y las dificultades para resolver el caso.
—Eso es lo de menos ahora. Lo que importa es capturar a ese malnacido
que va asesinando gente por ahí, la vida personal de los agentes puede
relegarse a un segundo plano, por el momento. —Alfred se extrañó ante la
tentativa del inspector de desviar su atención sobre la muerte de Storm. El
asesinato de un agente de policía requería una prioridad absoluta, cualquiera
lo sabía. Estaba claro que sir Richard estaba ejerciendo algún tipo de presión
para desviar la atención pública de su familia, pero aún así el servilismo que
el inspector mostraba no era típico de él. Alfred intuyó que había algo más en
todo aquel asunto, le estaban ocultando una información y ese hecho
constituía, en sí mismo, un detalle alarmante. Sintió que en su mente se
estaba formando una imagen difusa y lejana de algo desagradable, algo que
olía mal dentro de la misma comisaría—. No puede usted intentar eludir sus
responsabilidades en lo que se refiere al asunto del jardinero, Hedges.
Cualquier agente del cuerpo se hubiera cerciorado antes de lanzarse a seguir
una pista falsa y abandonar su puesto. Ese modo de proceder es sumamente
incauto y no le llevará a buen fin.
—Pero inspector, si me permite…
—¡Por supuesto que no le permito! ¡Ni tampoco que intente justificar lo
que no tiene justificación, agente! ¡No debí permitir que Pileggi me enredase
con sus absurdas ideas! Esto es lo que ocurre por confiar en personas
incompetentes. Lleva usted semanas ¡qué digo! ¡Meses! vigilando de cerca a
esa mujer y no ha conseguido ni siquiera un mínimo avance ¿me equivoco?
Y ahora salía a relucir Faith. Alfred notó cómo las alarmas saltaban dentro
de él, una tras otra. El hilo argumental del inspector no le estaba conduciendo
a nada bueno, pero no conseguía atar cabos con los pedazos sueltos de
información que tenía, y menos con aquel hombre rojo de furia que gritaba
frente a él.
—Bueno, en realidad —Muy a su pesar la voz no salió de su garganta
firme como él había pretendido, sino temblorosa e indecisa—, he podido
constatar que no hay nada sospechoso en ella. Se trata de una mujer con un
fuerte carácter, pero yo no diría que en absoluto se trate de una asesina…
El inspector se puso colorado hasta la raíz del pelo. Con solo mirarle,
cualquiera hubiera jurado que estaba a punto de estallar. Literalmente, como
un odre demasiado lleno.
—Pero ¿usted se escucha? Parece un niño pequeño balbuceando tonterías.
¿Con qué parte del cuerpo piensa usted, agente? ¿Es que no se da cuenta de
que babea por esa mujer? ¿Acaso le ha engatusado para desviar las sospechas
de sí misma? Cualquier idiota se daría cuenta y no se dejaría atrapar en una
trampa tan obvia.
Alfred sintió que algo se había quebrado en su interior. El inspector
acababa de traspasar la línea que marca el límite de lo tolerable. Una cosa era
una reprimenda ante un error profesional, si bien él tampoco consideraba
haberlo cometido, y otra muy diferente era la sarta de descalificaciones e
injurias que estaba escuchando y que se iba recrudeciendo a medida que el
inspector se iba calentando sin encontrar oposición. Si le permitía seguir por
ese camino, antes de salir de aquel despacho estaría acabado como policía y
humillado como persona hasta un punto insoportable. Era ahora o nunca.
—Un momento, inspector. Con el debido respeto, creo que se está usted
excediendo. Ni yo he cometido una falta a mi profesionalidad que justifique
toda esta retahíla de acusaciones por su parte, ni tampoco hay motivo para
que usted levante calumnias sobre personas que no están delante para
defenderse. Le exijo que se disculpe por los insultos proferidos contra mi
persona. No estamos hablando de mi capacidad profesional, ya ha entrado
usted en el terreno de lo personal.
El inspector Higgs enmudeció ante la verborrea de Alfred. Solo durante
unos segundos. Indignado ante aquella insubordinación descarada, dejó
escapar toda su ira.
—¡ME EXIGE!¡USTED ME EXIGE A MÍ! ¿Pero quién diantre se ha
creído que es? ¡Usted no tiene autoridad ni moral ni profesional para
exigirme nada, mequetrefe!
La luz se hizo en la mente de Alfred. ¡Eso era! ¡Ya había encontrado el
motivo de la presencia de Storm cerca de su puesto de vigilancia! El
inspector había colocado a Storm para vigilarle a él porque no se fiaba de su
objetividad en el caso. Alguien había estado chismorreando acerca de su
amistad con Faith y había sembrado el descrédito delante del inspector. Esa
era la razón por la cual el inspector había eludido el tema de Storm, pero al
final todo encajaba a la perfección. Le había hecho llamar para así presentar
ante sus superiores un chivo expiatorio que pagase las consecuencias del
fracaso policial en la resolución de los crímenes. Todo ese numerito no era
más que una farsa, una comedia de mal gusto para poder exculparse ante sus
superiores. El idiota de Hedges, mezclado en un asunto de faldas con la
sospechosa de los crímenes, víctima de los encantos de una dama que
pretendía ocultar su culpabilidad. La sangre comenzó a hervir en las venas de
Alfred.
—Dígame una cosa, inspector —usando un tono ronco y amenazador,
Alfred cortó en seco a Higgs, cosa que jamás hubiera hecho de no ser porque
la indignación le había sacado de su casillas. Nadie le hubiera reconocido en
ese momento, aunque tampoco había nadie mirándole, todos los agentes
presentes en la comisaría habían agachado la cabeza sobre sus mesas a
medida que el volumen de las voces provenientes del despacho del inspector
subía. A nadie le habría hecho falta aplicar el oído a la puerta para enterarse
de la conversación, se escuchaba perfectamente en medio de aquel silencio—,
¿cuándo pensaba decirme que había apostado otro u otros agentes para
«supervisar» mi trabajo? No fue una casualidad que a Storm lo asesinaran
justo allí ¿verdad? Estaba allí vigilándome a mí, porque usted no se fiaba de
que desarrollase mi trabajo con profesionalidad. Es eso ¿no? Le voy a decir
algo, ya que hemos entrado en el terreno de lo personal. Aprecio a los
hombres que acometen sus tareas de frente, inspector. Detesto a los que se
arrastran entre las sombras para apuñalar por la espalda a los demás en su
propio beneficio. Como inspector, ha caído usted muy bajo al sabotear la
confianza de sus propios hombres. Como persona, ha quedado claro de lo
miserable que se puede llegar a ser cuando se alcanza cierto nivel de
autoridad. Y usted es la prueba viviente.
—¿¡Cómo se atreve!? —bramó el inspector—. ¡Le abriré un expediente
por insubordinación!¡Acabaré con su carrera dentro del cuerpo! —Todos los
objetos que reposaban sobre su mesa se elevaron unos centímetros en el aire a
causa del puñetazo que descargó en ese momento. Al día siguiente lo
lamentaría cuando no pudiera mover la mano. En cualquier caso, la
extremidad del inspector ya carecería de importancia cuando amaneciera
nuevamente, pero él lo ignoraba en ese momento.
Alfred sacó su placa del bolsillo de su chaqueta y la arrojó al suelo, a los
pies de Higgs.
—No es necesario, inspector. Con personas de tan poca inteligencia como
usted, estoy de sobra aquí. ¡Dimito ahora mismo! —Y giró sobre sus talones
dispuesto a salir de aquel despacho dando un buen portazo.
Pero su mano se detuvo en el pomo de la puerta. Afuera, en el extremo
opuesto de la sala, sentados frente a la mesa del sargento Pileggi, se
encontraban Constance y Percy.
Percy le miraba fijamente con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
22
Encuentro inoportuno
23
Jack vuelve
Lo que había comenzado como una insignificante brisa helada que había
llegado sin avisar, arreciaba al avanzar las horas, sacudiendo las avenidas, los
árboles y los postigos de las ventanas. Constance se acurrucó bajo su chal.
Las calles se quedaron desiertas en pocos minutos, mientras la pareja
caminaba hacía la casa de ella. Las hojas de los árboles revoloteaban con
violencia a su alrededor formando remolinos a merced del viento que iba
aumentado, implacable, de intensidad. Durante el tiempo que habían
permanecido en comisaría, la noche se había cerrado y los faroles iluminaban
solo las zonas que los circundaban, dejando a oscuras el resto.
Constance seguía dando vueltas a la historia de Percy, lo que le había
contado acerca de que había visto a Alfred en comisaría durante un segundo y
que había desaparecido cuando se había dado la vuelta para recabar la
atención de la muchacha. No terminaba de comprender cómo podía esa pieza
encajar en todo el puzle. En absoluto dudaba de que Percy lo hubiera visto
realmente allí, aunque lo primero que había pasado por su mente era que
quizás lo había confundido con alguien parecido, tampoco era muy extraño
que eso sucediese. Lo que no podía anticipar era el significado de esa
presencia en un lugar inesperado. ¿Qué era lo que eso suponía? ¿Acaso
estaban bajo vigilancia o era pura casualidad que él fuera policía? Pero
entonces lo que no tenía sentido era un agente de policía moviéndose entre
los círculos de la alta sociedad londinense. Una terrible sospecha planeó
sobre ella en ese momento. Lo único que faltaba era el motivo, y hasta era
posible que quizás… Volvió a insistir una vez más, aún a costa de que Percy
se molestara.
—¿Dices que viste a Alfred en comisaría? —Constance castañeteaba los
dientes al hablar. Percy se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros, a pesar
de que él se quedó congelado en menos de un minuto—. No entiendo qué
podía estar haciendo allí.
—Lo más curioso es que él también se sorprendió al verme a mí. Y
además no iba de paisano ¿sabes? Llevaba uniforme de policía. Discutía con
alguien que parecía un superior dentro del despacho, tú no te diste cuenta
porque estabas «ocupada» con ese sargento —el retintín con el que enfatizó
la palabra hizo que Constance enarcara las cejas.
—¿Te ha molestado que hablase con el sargento Pileggi? Es un policía
encantador, tan amable… le juzgué mal cuando le vi en casa de Faith aquella
tarde. Entonces me pareció un patán sin modales ni consideración para con
las personas, pues se puso a interrogar a Faith cuando apenas si había
ocurrido lo del callej… —Constance se detuvo de repente. Estaba atando
cabos a gran velocidad. Ahí tenía el motivo que estaba buscando, ahora lo
podía ver todo con gran claridad. Los asesinatos, Faith, Pileggi… Alfred. La
decepción cayó sobre ella como una losa. Aquel miserable los había utilizado
a los tres del modo más deleznable. Incluso había llegado tan lejos como para
jugar con los sentimientos de Faith, de su amiga, y todo por colgarse el
mérito de esclarecer su investigación. La indignación de Constance hizo que
en ese momento no sintiera tanto frío. Si lo tuviese a su alcance en ese
momento le… le… le diría bien claro en sus barbas lo que pensaba acerca de
él y de los que eran como él: unos simples aprovechados que abusan de la
confianza y de la buena fe de gente como Faith, gente que aún creía en la
naturaleza humana. ¡Miserable inmundo! La respuesta de Percy la sacó de su
ensimismamiento. La miraba con una expresión entre sorprendida y celosa.
Que su prometida conociera a un sargento de policía y que casualmente fuese
él quien los había interrogado era demasiado extraño como para ser una
coincidencia, sobre todo teniendo en cuenta la desenvoltura con que ella se
había dirigido a él mientras los fusilaba a preguntas.
—¿Le conoces? No lo sabía.
Constance tuvo en aquel momento la extraña certeza de que se adentraba
en arenas movedizas. Racionalmente no existía motivo alguno para pensarlo,
pero el tono de la voz de Percy le sugería algún tipo de aviso que no pasó de
largo sin ser captado por su fina intuición. Dudó qué es lo que debía
contestarle. La cuestión es que si se ponía a la defensiva intentando negarlo,
entonces él sacaría sus propias conclusiones erróneas, pero no por ello menos
dañinas. Sin embargo, lo cierto era que el sargento y ella eran unos completos
desconocidos y que Percy había malinterpretado sus gestos de inocente
galantería. Lo mejor sería abordar la verdad con el mayor tacto posible.
Constance no sospechaba la sorpresa que la esperaba en un giro de esa misma
conversación. Si lo hubiera sabido, la respuesta hubiera sido muy diferente.
No habría existido dicha respuesta, a decir verdad, porque ellos no estarían
allí hablando en ese momento. Pero a veces el destino se empeña en retorcer
las cosas hasta extremos insoportablemente crueles.
—Decir que le conozco es mucho decir —contestó con tono neutral—.
Nos cruzamos en casa de Faith hace unos meses. Fue bastante antipático en
aquella ocasión, la verdad. La impresión que me dio fue la de un auténtico
bárbaro sin modales ni consideración para con nadie.
—¿Y ahora?¿Ahora has cambiado de opinión? ¿Ya le ves con mejores
ojos?
Si antes pensó que el terreno que pisaba era poco estable, ahora ya estaba
segura de que resbalaba pendiente abajo sin ningún asidero a la vista. Percy
estaba celoso y ella no sabía cómo vadear las aguas revueltas. No estaba
preparada para una situación tan ridícula y estrambótica.
—Percy, no veo dónde quieres ir a parar. El sargento ha sido amable con
nosotros —remarcó—, y siempre es conveniente mantener buenas relaciones
con las autoridades, nunca se sabe cuán…
Él no la dejó acabar. Su mente trabajaba a pleno gas, buscando un
resquicio donde apoyarse. Hasta entonces jamás se había planteado que
Constance tenía una vida antes de conocerle a él. En ningún momento había
contemplado el pensamiento, la posibilidad de que ella hubiera sostenido
relaciones anteriores a la suya. De hecho, tampoco es que hubiera nada malo
en ello, pero el diablillo que habitaba en su interior se negó a darse por
satisfecho con una explicación tan tópica y decidió insistir. Tenía que llegar
hasta el fondo de aquella, como mínimo, exótica historia.
—¿Y qué hacía un sargento de policía en casa de un noble como sir
Richard, si puede saberse?
Ella vio el cielo abrirse. Tenía la explicación perfecta delante de sus
narices. Había dado con el motivo que estaba al alcance del conocimiento de
todo el mundo. Percy no encontraría nada sospechoso en ello, y su
desconfianza se desvanecería.
—¿No te lo había contado? Fue antes de que tú y yo empezásemos a
intimar… la verdad es que tampoco es un secreto. Todo el mundo en la
ciudad chismorreó lo suyo acerca del asunto. Supongo que di por sentado que
lo sabías… en fin, el caso es que aquella tarde se presentó allí para interrogar
a Faith sobre las circunstancias que rodearon al asesinato que ella presenció.
Percy estaba atónito. No solo no había oído nada acerca del asunto, sino
que la circunstancia de que Faith se hubiera visto envuelta en un sucio asunto
le pilló con la guardia bajada. ¡La hija de sir Richard testigo de un asesinato!
Por un momento se olvidó de los celos que sentía por Constance y se dejó
llevar por una historia tan sórdida.
—No sabía que Faith hubiera presenciado un asesinato —terció Percy,
estupefacto ante la revelación.
Constance tomó aire, aliviada por el hecho de poder desviar el tema de
conversación por otros derroteros menos comprometidos, al menos para ella
y Percy.
—Oh, sí —comenzó a relatarlo como si estuviera explicando su última visita
a la costurera para que arreglase un vestido—. Ocurrió en el mismo callejón
donde tú y yo… —se detuvo de repente al adquirir consciencia de algo que
apoyaba su teoría y la escena con Faith regresó, poderosa, a su mente.
¡Estaba en lo cierto! Cualquiera diría que era cosa de locos, pero todos los
indicios la conducían en una sola dirección, una con terribles consecuencias.
Los pensamientos salieron por su boca en forma de palabras, sin que siquiera
se diera cuenta de que las estaba articulando—. Ahora que lo pienso, es una
coincidencia realmente extraña que Alfred estuviera vestido de policía y
apareciera de repente y… —Las piezas iban encajando en la mente de
Constance—. El pañuelo dentro del callejón, el remolino que nos llevó allí
dentro... —Los escalofríos sacudían su cuerpo con violencia, y no era solo
por el frío nocturno—. ¡Oh, Dios mío, Percy, lo que te conté antes es cierto!
¡Faith está poseída! ¡Mis sospechas eran ciertas! ¡Hemos de ir a su casa ahora
mismo, su vida peligra!
Las palabras resonaron en su propio cerebro. Las implicaciones de las
mismas reverberaban, extrayendo cada vez más conclusiones de un modo tan
acelerado que por un momento pensó que se iba a marear. Si quien ella
pensaba realmente atormentaba el cuerpo y la mente de su amiga, entonces
eso significaba que… que… no era que Faith hubiera presenciado un crimen,
sino que… se tapó la boca con una mano, como si temiera expresarlo en voz
alta.
—¡Oh, Percy! ¡¡¡No puede ser!!! ¡Es terrible!
Pero él ya no escuchaba sus palabras. Se había perdido en sus propios
pensamientos y estaba ligando unas cosas con otras por otra vía distinta a la
de Constance. Había un detalle en todo lo que ella había dicho que había
quedado prendido en el aire. Percy no podía quitárselo de la mente.
—¿Y a quién mataron? Quiero decir, el crimen que Faith presenció ¿de
quién se trataba?
Constance sacudió la cabeza, confundida por la pregunta. Se dio cuenta de
que el pensamiento de él seguía su propia línea. Vaciló antes de responder.
—Fue… un asunto horrible. Has tenido que leerlo en la prensa por fuerza.
Ocurrió antes del verano, en ese condenado callejón. El asesino se ensañó
con aquella muchacha. Y Faith llegó justo a tiempo para encontrarse con…
con… con aquella escena. Por si fuera poco, conocía a la víctima. Era una
doncella suya. Se llamaba Daisy.
No podía ser. Todo encajaba de una forma demasiado exacta para tratarse
de una casualidad.
—¿Daisy, has dicho?
Percy se quedó blanco como el papel. A pesar de la escasa iluminación,
Constance se dio cuenta de eso y de la expresión que atravesó el semblante
de él. Una certeza apareció delante de sus narices, demasiado evidente para
obviarla, demasiado dolorosa para aceptarla.
—Eso he dicho. ¿La conocías?
Atrapado en su propia confusión, Percy no supo salir del paso con una
mentira convincente. Comenzó a tartamudear.
—¿Conocerla? No… bueno, es decir…
Más piezas fueron a parar a su lugar. El nudo se iba deshaciendo por
momentos.
—¡Percy! No me irás a decir que tú… quiero decir, que hubieras tenido
algo con… —No hizo falta una respuesta, la verdad estaba escrita sobre aquel
rostro contrito—. ¡Oh, Dios mío! ¡No puedo creerlo! ¡Tú, con una vulgar
sirvienta!
Percy se dio cuenta de que era demasiado tarde para salirse por la
tangente. No tenía tiempo de pensar un modo de salir airoso de aquel lío. No
después de la revelación de Constance. El estómago se le revolvía por
momentos. Daisy, el callejón al que daba la puerta trasera de la taberna. Se
estremeció al pensar que él podía estar justo al otro lado de la puerta mientras
a ella la… la… Intentó, sin mucho convencimiento, salir del brete, si bien en
su interior sabía que todo estaba perdido.
—Escucha Constance, no es lo que estás pensando…
Constance olvidó por un momento sus fantasmas al tiempo que el asco y
el desprecio la inundaban. ¡Ella, tratada como una vulgar mujerzuela,
engañada, despreciada de esa manera! No era tan tonta como para ignorar
que muchos hombres buscaban ese tipo de aventuras fuera del matrimonio.
Pero ellos ni siquiera estaban casados; ella era aún joven, lozana, atractiva
como para tolerar ese tipo de desprecio. Un instante después la furia se
desbordó.
—¿Por quién me has tomado? ¿En qué pensabas cuando me aceptaste en
matrimonio? ¿Creías que me resignaría a ser tu mujercita solo de cara al
exterior, a callar y soportar todas tus felonías? —Constance comenzó a gritar,
al tiempo que las lágrimas rodaban por su mejillas—. ¡Qué estúpida he sido!
La claridad volvía a la mente de Percy. Tenía que tratar de ganar algo de
tiempo, así que optó por dar un salto adelante en lugar de retractarse.
—No digas eso, Connie. No es cierto. Yo te quiero y no pensaba…
—¿Me quieres, dices? No eres sino un sucio patán. ¡No quiero volver a
saber nada más de ti! Volveré a casa sola. ¡No necesito que me acompañes!
¡Vuelve con tus fulanas!
Cuando ella se giró para irse, Percy le agarró una muñeca. Tenía que hacer
valer su encanto con las mujeres, de algo habían de servir sus años de
experiencia.
—Escucha, cariño, no puedes ir sola, es peligroso a estas horas para una
muchacha decente andar por la calle.
Constance miraba la muñeca por la que la tenía asida. La miraba con la
misma expresión que podía haber usado en caso de tener una serpiente
venenosa enroscada alrededor del brazo. Percy no acertó a discernir si se
traba de odio, aversión o simplemente asco. Ella volvió su rostro hacia él,
apretando los dientes como si estuviera a punto de escupir un chorro de ácido
para hacerle desaparecer. Más que hablar, el aire se deslizó ente sus dientes,
creando un susurro rasposo, lleno de rabia y odio. Daba miedo.
—¡Suéltame, Percy! ¡Ahora mismo!
—Escucha, Connie, cariño…
Una sonora bofetada no le dejó terminar la frase. Jamás hubiera pensado
que aquella mujer con aspecto más bien famélico podía tener tanta fuerza. El
impacto le hizo volver la cabeza, a pesar de ser mucho más corpulento que
ella. La mejilla comenzó a arderle de inmediato. La soltó.
—No vuelvas a llamarme cariño —Constance escupió las palabras a su
cara, acompañadas de una lluvia de finas gotitas de saliva—. Ni ninguna otra
cosa. No quiero volver a verte en mi vida. —Y se alejó a paso vivo, furiosa.
Constance no sabía que sus últimas palabras iban a cumplirse al pie de la
letra. Mientras avanzaba con los ojos anegados en lágrimas, no reparó en la
sombra que la seguía furtivamente.
25
Leonora
—¿Y tú que dijiste? —preguntó Jones, más por amabilidad que por interés
en la respuesta.
Williams se detuvo pensativo un momento para recordar las palabras
exactas.
La mujer se acercó con parsimonia hasta el mostrador, que casi superaba
su estatura. Llevaba un moño como los que se usaban décadas atrás en lo alto
de la cabeza y se arropaba con un chal de lana tan desgastado que parecía
tener más años que ella, y eso que ya pasaba de los setenta con holgura. Lucía
un vestido sencillo y modesto, de color marrón, pasado de moda muchísimo
tiempo antes, y ni siquiera se había molestado en limpiarse los zapatos,
manchados del barro reseco y polvo de las calles. De algún modo se las
apañó para asomarse por encima del borde del mostrador y clavar sus
pequeños y profundos ojos negros en el perplejo agente.
—Necesito hablar con su superior, agente. Es de vital importancia.
Y lo espetó así, como si fuese el mismo alcalde la ciudad. Williams
resistió la tentación de contestar obediente con un «Sí, señora», costumbre
muy arraigada a causa de su profesión. La mujer se había dirigido a él de un
modo tan autoritario, tan segura de sí misma a pesar de su apariencia y de su
más bien insignificante persona, que el primer impulso fue llevar a cabo lo
que le había ordenado. Un segundo después, las aguas volvieron a su cauce y
Williams se percató de que solo se trataba de una anciana, muy peculiar pero
no era más que una simple mujer mayor. Por lo que a él respectaba, bien
podía estar loca y no saber ni de qué estaba hablando.
—¿De qué desea usted exactamente hablar? —replicó, no exento de cierta
sorna—. Es por saber con quién he de ponerla al habla, señora…
—Tilton, señorita Leonora Tilton. Quiero hablar con el oficial al cargo del
caso de la doncella de los Thornton y de los otros asesinatos.
El agente Williams pareció dubitativo. Aquella indescriptible mujer había
dicho que poseía información importante que aportar al caso, pero había tanta
gente extraña rondando por el mundo… Por otro lado, la conexión que ella
había hecho entre los crímenes le hizo sospechar algo extraño. El sargento les
había hablado esa misma mañana acerca de que la investigación abarcaba los
tres asesinatos, pero hasta donde él sabía dicha información aún no había
trascendido. De hecho, el sargento les había exigido la máxima discreción al
respecto. «Se trata de un caso relacionado con personas importantes. Si a
alguien se le ocurre comentarlo fuera de los muros de la comisaría puede
darse por cesado, amén de que no pararé hasta verle hundido en la más
absoluta miseria, y esto último, aunque lo diga a título personal, no es por
ello menos cierto». Esas habían sido sus palabras exactas. Y ahora llegaba
esa extraña mujer y lo soltaba como si estuviese en boca de todo Londres.
—Como comprenderá, señorita Tilton, nos llegan cada día un buen
número de falsas alarmas, y no podemos distraer a los inspectores sin antes
cerciorarnos de que la información es fehaciente. —Decidió proceder con
cautela, sin dejar escapar a la posible informadora—. Creo que debería usted
primero contarme qué es lo que sabe y cómo lo sabe, señorita. Si su
afirmación es verdadera, podrá hablar con el inspector a cargo.
Ella le miró fijamente sin decir palabra. Pareció estar a punto de abrir la
boca, pero se detuvo. Después, con una voz que no parecía pertenecer a su
pequeño cuerpo, lentamente, habló, mirándole a los ojos tan fijamente que
mucho tiempo después el agente Williams seguiría firmando que le había
hipnotizado o algo así, porque durante el escaso tiempo en el que aquellos
minúsculos ojos le taladraban el mundo pareció desaparecer a su alrededor.
Sin saber de qué manera, ella se había hecho con el control de la situación. Él
no se sentía capaz de llevarle la contraria, como si dentro de sí mismo un
David enclenque se esforzara por luchar contra un Goliat enorme y poderoso,
disfrazado de inofensiva ancianita. Una lucha perdida de antemano, ambos lo
sabían. El don de Leonora llevó a cabo su cometido a la perfección, los años
de experiencia le daban una ventaja insuperable frente a aquel agente
borrachín de nariz colorada y ojos enfebrecidos. Ella sabía lo que tenía que
hacer y lo hizo. Solo una brizna de culpabilidad asomó en algún lejano rincón
de su mente por abusar de su posición ventajosa, pero la espantó de
inmediato. La gravedad del asunto bien justificaba ese pequeño engaño. Si no
actuaba con presteza, algo terrible iba a ocurrir. Quizás ya era demasiado
tarde, pensó, pero no iba a tirar la toalla con tanta facilidad. Si estaba en su
mano evitar la desgracia lo haría, aunque fuese lo último en su ya larga
existencia.
—Mire, joven —prescindió del cargo—: creo que no me ha entendido.
Necesito hablar con el inspector Higgs. Sé quién mató a esas pobres chicas y
a su compañero, y si no me atienden ahora mismo van a morir más personas,
muchas más. De modo que, si le parece, avise al inspector y dígale que estoy
aquí. Yo personalmente le explicaré todos los detalles que precise, así como
la procedencia de los mismos. No veo la necesidad de repetir la historia
varias veces solo por cumplir con el protocolo de rutina. Creo haberle
expresado con claridad la urgencia del asunto y el escaso tiempo que nos
queda. Un tiempo precioso que usted está consumiendo de una manera
ridícula e innecesaria. De modo que, si es tan amable, lléveme frente al
inspector. Después decidirán si ha valido la pena o no.
Sorprendido, el agente Williams abrió la boca para contestar algo, pero no
llegó a dejar salir ni una palabra. Se giró para dirigirse hacia el despacho de
Higgs, en la planta superior. Su voluntad, sin que él fuese consciente de ello,
había sucumbido frente al extraño halo que la anciana irradiaba, aunque él
jamás lo hubiera expresado de esa manera. Algunas cosas ocurren de forma
natural y no dependen de que uno pueda racionalizarlas. Leonora era
sabedora del poder que la naturaleza había puesto a su disposición, y sabía
cómo utilizarlo y con quién. Fue ella quien habló de nuevo, con voz cortante
y seria.
—Y dese prisa. Cada minuto que pasa puede significar una vida.
26
La decisión de Percy
27
Atrapada
28
Vuelta a casa
30
Confesión
31
Rastro de sangre
33
La cocina de los Thornton
Sir Richard y Perkins avanzaron unos pasos, indecisos por lo que iban a
encontrar, bordeando la mancha al intuir de qué se podía tratar. Una mancha
parda en medio de la cocina y el ama de llaves descompuesta no presagiaban
nada bueno. En ese momento sir Richard tuvo la certeza de que aquel
pequeño charco que se solidificaba en el suelo de la cocina de su casa era
sangre. ¿Cómo podía ser que hubiera un charco de sangre en su casa?
Comenzó a sentir escalofríos. Perkins y él habían salido corriendo al escuchar
al ama de llaves pensando solo en socorrerla, quizás había tenido algún
percance y necesitaba ayuda. En ningún momento se le había pasado por la
cabeza algo de esa dimensión. Intentó tranquilizarse. A veces las apariencias
le engañaban a uno. Después de todo, no se hallaban en medio de la calle,
sino en su casa, en su hogar, por todos los santos. Aunque la noche ya era
cerrada, la iluminación de la bombilla les proporcionaba una cierta seguridad,
como si el hecho de estar bajo una luz supusiera algún tipo de protección.
Fue Perkins el primero en llegar a la puerta. Lisa se apartó un poco y él se
asomó por el hueco que ella había dejado. Se llevó la mano a la boca, que se
había abierto de un modo involuntario. Dos segundos después, se inclinó y
vomitó todo lo que tenía en el estómago. Le pareció que era incapaz de
detener la vomitona, pero lo hizo cuando la voz de sir Richard sonó a sus
espaldas, menos firme que de costumbre.
—¡Apártense y déjenme ver, por lo que más quieran! —Cuando se asomó
al jardín, se arrepintió de haber pronunciado las últimas palabras—. ¡Dios
mío!¿Qué es esto? ¡Que el Señor nos asista! —exclamó, sintiendo que lo que
había cenado también pugnaba por abandonar su estómago. Sin embargo,
logró contenerse. Perder los estribos no era propio de un caballero inglés.
En el transcurso de los siguientes segundos, el tiempo pareció detenerse,
capturando a los tres frente a la dantesca escena, como si alguien los hubiera
pintado en un cuadro.
Ninguno de ellos reconoció, en aquella masa sanguinolenta y destrozada
que tenían delante, al desgraciado Percy de LaRue.
34
En comisaría
36
Alfred y Constance
37
El pasado en el presente
38
Faith desaparece
—Mucho, inspector, tiene mucho que ver. Yo diría que lo tiene que ver
todo. Después de aquello, sir Edward se vino abajo. Encaneció de la noche a
la mañana y perdió toda su fuerza. El hombre decidido que hasta entonces
habitaba en aquella casa desapareció. Edward hijo permaneció encerrado en
su habitación. A los que allí habitábamos se nos habló de un «desgraciado
accidente». Pero yo sabía que no había sido de esa manera.
Sin embargo, las desgracias no habían acabado aún. Yo era una niña y en
aquel momento no supe darle la importancia que tenía, pero ocurrió algo más,
algo que resultó determinante en los años posteriores. En todos los años hasta
ahora mismo. La desgracia se había cebado con los Thornton. Sir Edward
murió cinco años después de todo aquello. Yo creo que fue de pena, la
verdad. Ignoro si lo que hizo fue movido por el resentimiento o simplemente
no podía mirar a su hijo a los ojos sin rememorar el suceso. Lo cierto es que
así fue como ocurrió. Yo estaba presente aquella tarde. Lo escuché todo.
Ellos no me vieron a mí y yo jamás lo he vuelto a mencionar. No hasta esta
noche. Pero estoy convencida de que el secreto debe salir a la luz. De lo
contrario, la sangre seguirá derramándose.
Higgs casi ni pestañeaba. Cuando Leonora se detuvo un momento, la
impaciencia le pudo.
—Adelante, señorita Tilton. Estoy ansioso por conocer el final de la
historia ¿Qué hizo sir Edward?
Ella carraspeó ligeramente antes de proseguir.
—Lo peor que puede hacer un ser humano, inspector. No desearía haber
estado en su pellejo cuando tomó la decisión. Se deshizo de su hijo. Eso es lo
que hizo.
—¿Insinúa usted que lo hizo asesinar o algo así?
—Por descontado que no, qué cosas tiene usted. Nadie mató al niño, al
menos no entonces. Lo que hizo sir Edward fue enviarle lejos, asegurándose
de que estuviese bien cuidado pero fuera de su casa y, sobre todo, fuera de su
vista. Habló con alguien para que se encargara de las gestiones y el niño
desapareció un día. Yo estaba limpiando la biblioteca cuando dicho acuerdo
fue sellado. Al igual que con la difunta lady Mary, se nos dijo que el pequeño
había sufrido un accidente que había resultado fatal… en fin, ya puede usted
imaginar.
—¿Y usted no dijo nada a nadie? ¿Cargó con ese peso todos estos años sin
contar la historia?
—Le repito que solo era una niña. Necesitaba llevar dinero a casa para
alimentar a mi familia. Éramos muy pobres. Al pequeño Edward no le había
ocurrido nada, solo le habían separado de su padre y de su hermano. A mis
ojos de niña humilde eso no era nada. Supongo que no será usted de esos que
vuelven la vista para no ver lo que ocurre con los hijos de las familias pobres.
Para mí aquello no constituía ningún tipo de maltrato. El niño estaría bien, sir
Edward se aseguró de ello. Creo que no se da cuenta de cómo eran las cosas
entonces pero ¿Quién hubiera creído a una chiquilla? ¿Quién hubiera dado
crédito a su palabra frente a la de un lord inglés? Sin embargo, el encargo de
sir Edward no se llevó a cabo según sus órdenes. Edward hijo volvió al cabo
de los años. Y lo hizo dejando un rastro de sangre a su paso. Ni siquiera me
había vuelto a acordar de aquel asunto hasta la noche en que volví a verle. A
verlos, a los dos. Juntos y tan separados a la vez.
—¿A los dos? ¿A quién se refiere? Explíquese, creo que me pierdo por
momentos.
—A sir Richard y a Edward, los dos hermanos. Fue pura casualidad. Ese
día había terminado mis cometidos en casa de los Thornton. Lady Anne había
fallecido poco tiempo antes, y yo me encargaba de supervisar que la pequeña
señorita Faith estuviese bien atendida antes de irse a dormir. Ella tenía una
doncella a su cargo, naturalmente, pero era una criatura encantadora y había
quedado huérfana a tan temprana edad… No sé, supongo que en aquellos
momentos ella llenaba el hueco de los hijos que nunca tuve. Así que además
de ocuparme de mis asuntos todas las noches me pasaba por su habitación
para desearle buenas noches. Sir Richard no se preocupaba demasiado de
ella, estaba más pendiente de su soledad y de su dolor, emborrachándose,
disculpe el exabrupto, para borrar el recuerdo de su esposa. Y yo veía a la
niña tan desvalida que no podía evitarlo. Aquella noche estaba enferma, había
cogido un tremendo resfriado y tenía fiebre. Lo recuerdo porque me pidió que
no la dejara sola y yo me quedé hasta que por fin se durmió. Por ese motivo
salí de la casa tarde, mucho más tarde de lo habitual. Ya comenzaba a hacer
frío, me arrebujé en mi chal y apreté el paso para llegar pronto a casa. Poco
imaginaba lo que me esperaba a mitad del camino.
El agente Stevens seguía el relato de Leonora con tanta atención que hacía
rato había dejado de tomar notas. Esa mujer tenía la capacidad de acaparar la
atención como si de un imán natural se tratase. El dolor salía de ella en forma
de lágrimas que resbalaban erráticas por sus arrugadas mejillas. Ya ni se
molestaba en secarlas. Su mirada estaba lejos, muy lejos, con su pensamiento.
Suspiró y siguió dejando que los recuerdos afloraran.
—Iba por la mitad del camino cuando, desde una pequeña calleja lateral,
escuché una discusión. Era de noche y estaba asustada, pero tenía que pasar
por delante y las voces masculinas se escuchaban cerca, de modo que me
oculté entre las sombras de un portal justo enfrente. Allí nadie se fijaría en un
bulto acurrucado en el suelo y podía esperar a que esos hombres se fuesen.
Eran tres, lo recuerdo perfectamente. Se encontraban muy cerca de la calle
principal, podía verlos con relativa claridad desde donde me hallaba. Dos de
ellos intentaban robar al tercero. Cuando salieron a la luz más tarde quedó
claro por sus vestimentas miserables. El tercero era un caballero. Lo sé
porque… bueno, eso llegará después. El caballero se resistía al atraco y los
ladrones se iban enfadando cada vez más y se volvían más violentos.
El pensamiento de Leonora voló de nuevo hasta aquella aciaga noche. Un
frío intenso se apoderó de sus huesos al recordar.
—Vamos, caballerete, suelta ya la pasta. Y el reloj y los gemelos.
—Y ese sombrero tan bonito. Quiero el sombrero —apostilló el segundo.
Uno de los ladrones esgrimía una navaja con la que pretendía amedrentar
al caballero. Este no tenía aspecto, a juzgar por la tranquilidad de su voz, de
estar muy asustado.
—No sabéis con quién estáis tratando, estúpidos. No estoy dispuesto a
entregaros nada en absoluto. Y por vuestro bien espero que desaparezcáis en
este preciso instante. En caso contrario, lo lamentaréis el resto de vuestra
vida. De vuestra corta vida.
El tono del caballero era áspero. El tono de su voz sonaba desagradable,
rasposo a los oídos de Leonora. Permanecía allí, erguido con su sobrero de
copa y la capa sobre los hombros, igual que si viniera de un evento social de
alcurnia. Ella permanecía muy quieta, casi sin respirar, por miedo a ser
descubierta. Las cosas no iban por buen camino y un turbio final se
adivinaba.
—¿Tú has oído eso, Bertie? Nos amenaza. Este pimpollo nos amenaza a
nosotros.
—A mí lo que me parece es que este señorón necesita que le enseñemos
una lección. Una buena. Anda, muéstrale lo que sabes hacer.
Antes de que pudieran reaccionar, el caballero realizó un movimiento
rápido y un cuchillo de gran tamaño apareció en su mano como si hubiera
salido de la nada. Los maleantes se le echaron encima a la vez, debían estar
acostumbrados a las reyertas y el arma no les asustó. Hubo un forcejeo,
durante unos interminables segundos Leonora no supo de qué lado iba a caer
la pelea. Entonces el caballero trastabilló y cayó al suelo.
—¡Mátalo, Hughie! ¡Acaba la faena! Si va a la policía estamos listos.
Hughie se agarraba la barriga, pero se preparó para dar el golpe fatal,
navaja en mano.
—¡Policía! ¡Socorro, que alguien me ayude! ¡Están atacando a un
hombre!
De detrás de una esquina había aparecido una cuarta figura. La voz sonó
conocida para Leonora, pero en ese momento ya se encontraba bastante
conmocionada por la violencia que acababa de presenciar. Los ladrones
dudaron, pero decidieron que esa presa les estaba haciendo correr un riesgo
demasiado alto. En un principio había parecido un golpe fácil, un caballerete
estirado no podía oponer mucha resistencia. Pero este lo había hecho, y ahora
un testigo más se sumaba a la escena, vociferando y alertando a cualquiera
que estuviese cerca. Bertie agarró por la chaqueta a Hughie y le obligó a salir
corriendo. Este se movía con dificultad, doblado sobre sí mismo, y no paraba
de decir «me ha pinchado, compadre, me ha pinchado. Estoy apañado». En su
carrera, empujaron al recién llegado, que se apartó como pudo para dejarlos
pasar. Ya había conseguido espantarlos, no iba a arriesgarse a cortarles el
paso poniendo en peligro su propia integridad.
Cuando habían desparecido, se acercó a la figura que yacía apoyada en la
pared.
—No se preocupe, caballero, soy médico. Es mejor que no se mueva, la
hemorragia podría agravarse y…
Se detuvo bruscamente cuando se iba a agachar para ayudar al
desgraciado y le vio el rostro. Como si el tiempo se hubiera detenido,
permaneció en la misma postura, con el brazo tendido hacia la víctima, sin
terminar de socorrerle ni de marcharse. El caído, al que iluminaba la luz de
un farol próximo, le miraba con una sonrisa torcida, cínica.
—¡Tú! —El recién llegado parecía sorprendido, estaba claro que conocía
a la víctima. Leonora apreció que el reconocimiento era mutuo, ambos se
observaban sin hablar, como si ninguno se atreviese a romper el hielo.
—Yo mismo —la voz del hombre tumbado se debilitaba por momentos,
debía de estar malherido—. Extraño lugar para volver a encontrarnos ¿Eh,
Richard?
Leonora se tapó la boca para ahogar el gritó que le nació en el alma ¡Sir
Richard! Por eso le sonaba la voz. Como iba embozado en la capa no se había
dado cuenta al principio, y tampoco le había visto porque se hallaba casi de
espaldas hacia ella. Entonces se irguió y se giró un poco. Sin duda, era él.
—Te dije que te fueras lejos. Creo que fui muy claro al respecto. —No se
veía que sir Richard tuviese ninguna intención de ayudar a aquel pobre
hombre que agonizaba allí tirado.
—No puedo… hacerlo. Ni quiero. Aunque… ahora… ya da igual,
supongo. —El hombre empezaba a fatigarse, le costaba hablar y le faltaba el
aire, aunque el tono altanero y orgulloso no había desaparecido de su voz.
—Aceptaste mi dinero. Yo cumplí mi parte del trato.
Una carcajada pugnó por salir de la garganta del hombre tumbado. Sonó
extraña, líquida. «Se está ahogando en su propia sangre», pensó Leonora,
«¿Por qué no le ayuda, sir Richard?»
—¿Crees que... todo se reduce a… a eso ¿verdad? Dinero. La gente como
tú me da asco ¿sabes?
—¿También te daban asco esas pobres chicas? ¿Eso era lo que pensabas
mientras las matabas y las descuartizabas? ¿En el asco que te hacían sentir?
Eres una aberración de la naturaleza. No mereces estar vivo. Intenté alejarte
de aquí, la policía daría contigo tarde o temprano, pero tu ansia por asesinar,
por hacer sufrir, ha sido más grande ¿verdad, Jack el Destripador? ¿Te gusta
el apodo, te hace sentir más importante?
Leonora lloraba. Las lágrimas anegaban su rostro. Lo que acababa de oír
superaba su capacidad de asimilación. El hombre que agonizaba allí era el
famoso asesino de Whitechapel. El caso no había logrado ser resuelto por la
policía y ahora ella lo sabía, lo tenía a solo unos metros de ella. Y sir Richard,
él también lo sabía. Conocía la identidad del asesino y lo había mantenido en
secreto, ¿por qué? Le había dado dinero para que se marchase, le tenía
delante y le estaba dejando desangrarse. Estaba a punto de volverse loca, de
salir corriendo, gritando, ya no le importaba si la descubrían o no. La
atrocidad de lo que acababa de escuchar y de sus implicaciones no cabía en
su cabeza, no podía ser. No, no, Dios santo. No era real. Todo aquello era un
mal sueño del que despertaría en cualquier momento y… El hombre ya casi
no podía hablar.
—Tú… no eres... nadie para… decidir… quien merece… morir o vivir,
Richard. La vida… se me escapa, pero… volveré ¿me oyes? Volveré. Y
entonces… entonces… el que sufrirá… serás tú. Lo prometo.
Sir Richard no replicó. Dio media vuelta y desapareció calle arriba, hacia
su casa, abandonando allí al moribundo. A Leonora le faltó tiempo para
acudir en su ayuda. No podía creer que sir Richard se hubiera comportado de
ese modo. No era un desalmado, al menos ella jamás lo había visto así, pero
ahora…
Se aproximó con cautela al cuerpo tendido. Su respiración se había
convertido en un gorgoteo. Leonora supo que no había nada que hacer, salvo
quizás ofrecerle un poco de consuelo. Se iba a agachar sobre él cuando el
hombre se volvió.
—Volveré… —Agarró a Leonora por una muñeca con tanta fuerza que a
ella le resultó imposible soltarse. Se volvió y la miró con intensidad mientras
exhalaba su último aliento, con aquellos ojos negros llenos de maldad que
tantas veces la asaltarían en los años siguientes, mientras dormía, mientras
tenía la guardia bajada. Ella notó una corriente de energía subir por su brazo
y supo que había quedado unida a él.
La mano aflojó la tenaza, pero Leonora era incapaz de moverse. No podía
dejar de mirar aquel rostro horrorizada. Un rostro igual al del hombre que
acababa de marcharse. El rostro de Edward Thornton.
El inspector Higgs se puso en pie con tanta brusquedad que derribó la silla
en la que se hallaba sentado, produciendo un gran estruendo en su oficina.
Ninguno de los presentes reaccionó ante el ruido, como si no estuvieran allí.
La expresión del inspector había recorrido todos los estados en apenas dos
segundos: sorpresa por la revelación de Leonora, indignación por lo ocurrido
con sir Richard, alarma por las implicaciones de lo relatado.
—Dígame, señorita Tilton ¿Cómo sabe usted que el espíritu, fantasma, o
lo que sea, de Edward Thornton hijo ha regresado en pos de su venganza?
Leonora le miró como quien mira a un chiquillo que no comprende algo
sencillo, con una pizca de conmiseración; aquel hombre no había escuchado
nada de lo que ella le había explicado. Tampoco importaba demasiado, la
verdad. Lo único que ella necesitaba era que se pusiera en marcha de forma
inmediata, que la ayudase a zanjar aquel horrible asunto de una vez por todas.
Ella solo quería que la sangre dejase de correr por fin. Algo le decía que iba a
tener que pagar un precio muy elevado, pero estaba dispuesta. «Si esa es la
única forma de poner fin a este horror, sea», pensó. «Ya soy mayor y he
vivido mi vida, una buena vida. Ahora dejemos que los jóvenes hagan lo
propio».
—Ya se lo he explicado antes, inspector —replicó con aire cansado—. En
ese momento él y yo quedamos unidos por un extraño vínculo que no sé
justificar. Lo único que puedo decirle es que ese lazo existe, y es real. Todo
estaba bajo control, pero hace unos meses algo ocurrió. Alguien se introdujo
en la esfera de energía de Jack, Edward si prefiere, y le convocó. Y entonces
se escapó de mi control. Tampoco puedo decirle qué es lo que ocurrió
exactamente, pero desde entonces ha vuelto a suceder, esa bestia inhumana
anda por ahí asesinando y acercándose a su hermano. Hemos de detenerle. Y
ha de ser esta misma noche. Si no intervenimos, tendremos mucho tiempo
para lamentarlo, créame.
—¿Ha de ser esta noche?¿Cómo puede estar tan segura?
—Él me lo dijo. Vino a verme para regodearse de su triunfo. Y eso me
concedió una pequeña ventaja. He podido venir y avisarles. Ahora todo está
en sus manos.
Higgs dudó unos segundos. La historia que había escuchado de boca de
aquella mujer era inverosímil. Sin embargo, encajaba a la perfección con
todos los detalles del caso, los que se habían filtrado al exterior y los que no.
Se movía en un terreno peligroso, pero tampoco podía elegir entre muchas
opciones. El ultimátum que le habían dado se agotaba y las vías de la
investigación parecían estar todas en punto muerto. Higgs decidió hacer algo
que había desterrado de su trabajo mucho tiempo atrás, demasiado quizás: se
dejó llevar por su instinto. A fin de cuentas, ya estaba fuera de su horario de
trabajo, podía hacer lo que quisiera siempre que obtuviera resultados. De lo
contrario, podría dar por muerta su carrera dentro de la policía.
—De acuerdo. Vamos allá. Stevens, avise a una patrulla que acabe de salir
de turno. Que vengan de inmediato. Ojalá —dijo, haciendo un gesto hacia
Leonora— tenga usted razón. Si no es así, se verá envuelta en un problema
serio.
Ella se puso en pie y recogió su bolso. Poco le importaba ya la amenaza
del inspector. Sabía que tenía razón, y también sabía que esa noche iba a ser
crucial para muchas personas, incluyéndola a ella. El día siguiente estaba
muy, muy lejos. Más de lo que nadie suponía.
40
Enfrentamiento entre hermanos
Una aparición. Eso fue lo primero que vino a la mente de sir Richard
cuando vio la figura blanca al doblar un recodo del pasillo. No habían
recorrido más que un tramo del mismo tras pasar por delante de la puerta de
la cocina cuando se toparon con ella.
El largo corredor se ensanchaba, formando una pequeña estancia antes de
bifurcarse. Por un lado se adentraba en el ala de los dormitorios del servicio y
por el otro lado volvía hacia la parte trasera de la vivienda. Allí se ubicaban la
despensa, el cuarto donde se guardaban los útiles de la limpieza y una puerta
que llevaba directa al jardín posterior.
El vaporoso camisón le otorgaba a Faith la apariencia de un fantasma. De
pie, inmóvil, la mirada perdida como si no estuviese realmente allí, sino que
su mente se hubiera extraviado muy lejos. Sir Richard posó su lámpara sobre
un taquillón, apoyó la escopeta contra el mismo, en el suelo, y se dispuso a
abrazar a su hija. Sentía un alivio inmenso de verla sana y salva.
—¡Hija mía! ¡Gracias a Dios que te hemos encontrado sana y salv…!
Nada más dio un paso. Faith no estaba sola. A su lado, la sombra de un
hombre se perfilaba bajo la luz de la lámpara. Un poco más allá, tendida en el
suelo, una silueta oscura e imprecisa. Lisa se adelantó un poco, y entonces el
haz de luz de su quinqué iluminó la zona. El que yacía tumbado era Mathew,
el mozo. Estaba panza arriba, con los brazos y las piernas extendidas. Lisa
gritó. Un alarido desgarrador. El mozo tenía la barriga abierta, como un
cerdo, y el suelo y las paredes estaban llenos de manchas oscuras. Sir Richard
no necesitó echar mano de sus conocimientos médicos para saber de qué eran
las manchas.
El camisón de Faith también estaba manchado. En una mano sostenía un
enorme cuchillo y en la otra un pingajo informe de algo que su padre no
identificó, al menos en ese momento. La sombra no le dio tiempo de
detenerse en más detalles.
—Hola, hermano. Hacía ya tiempo que no nos veíamos ¿verdad?
Sir Richard tomó de nuevo la escopeta, incrédulo.
—No… no puede ser. Estás muerto. Yo te vi.
Una carcajada brotó de la garganta de Edward, áspera y desagradable. El
sonido rebotó en las paredes formando un extraño eco. La silueta de Faith
vaciló ligeramente, igual que una marioneta cuando se aflojan los hilos que la
mantienen con vida.
—Tienes razón, Richard. Estoy muerto. Pero no lo suficiente, diría yo.
Aún queda un poco de energía en mí. Suficiente para volver. Lo bastante para
reclamar lo que es mío.
Sir Richard sufrió una especie de convulsión. Sus terrores más profundos
se habían materializado delante de sus narices. Aquella noche, tantos años
atrás, había pensado que la muerte había zanjado la cuestión de una vez por
todas. Pensó, y se equivocó, que lo que no había conseguido el dinero se
había resuelto de una forma natural, dramática y accidentada, pero eso era lo
de menos. Jamás en su vida había creído en la existencia de fantasmas. Desde
niño le habían enseñado que las almas de las personas buenas ascendían al
cielo, y las de las personas malvadas, bueno… todo el mundo lo sabía. En
una fracción de segundo la retahíla de pensamientos pasó por su mente a gran
velocidad. Pensó que se había vuelto loco, que quizás había abusado del
brandy, pero no, no era ninguna falacia. De reojo vio a Lisa, que contemplaba
la escena aterrorizada, sin poder mover ni un músculo, casi sin respirar. La
alucinación no podía afectarles a ambos a la vez. Parecía imposible, pero era
real. Edward estaba allí. Frente a él. Al lado de su hija. Ella no mostraba
ninguna señal de darse cuenta de la compañía que tenía, como tampoco de su
llegada y la de Lisa.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Ya lo sabes. He vuelto para exigir una compensación.
—Ya no puedo compensarte. Te ofrecí dinero en una ocasión. Mucho
dinero. Y a ti no te molestó la conciencia al aceptarlo.
—¡Guárdate tu asqueroso dinero, Richard! Las personas como tú piensan
que todo se puede tapar con dinero. Lo que yo busco es venganza. Deseo que
sufras lo que yo sufrí durante tantos años. El aislamiento, la separación de la
familia, de la posición que uno merece ¿Piensas que fue fácil vivir sabiendo
que tu padre te ha apartado como quien se libra de un perro y tu hermano se
está llevando todas las atenciones que por derecho son tuyas? ¿Qué clase de
infancia crees que tuve? ¿En qué persona me iba a convertir con toda esa
amargura dentro de mí? ¡Contesta a eso si puedes! Sir Richard lanzó un
bufido. No soportaba el cinismo.
—No te convertiste en nadie que no fueras ya, Edward. La crueldad ya
vivía dentro de ti desde el día de tu nacimiento ¿Lo has olvidado, o solo
finges ignorarlo? Siempre fuiste una persona deleznable, malvada, insociable.
La vida no te hizo diferente, ni padre tampoco. Estoy convencido de qué
jamás pudo perdonarte lo que ocurrió con madre. Dudo que yo mismo
hubiera sido capaz de hacerlo.
—¡Aquello fue un accidente! —Edward hizo ademán de dar un paso
adelante; Faith, delante de él, también cambió de posición.
—No lo fue, y tú lo sabes. La rabia que siempre hubo dentro de ti salió en
aquel momento. Esa es la fuerza que dirigió tu vida. Jamás conociste lo que
es el amor, la amistad. Nunca quisiste a nadie. Salvo a ti mismo, quizás.
Aunque siempre lo dudé.
Edward gritó, iracundo. Su voz tronaba en el reducido espacio.
—¡Qué fácil es decirlo cuando uno lo ha tenido todo! Una familia, una
posición social preeminente. Tu esposa, tu hija… —Posó una mano sobre el
hombro de Faith—, una joven encantadora, debo decir. Ha sido un auténtico
placer conocerla, al fin.
—¡Aléjate de mi hija! —aulló sir Richard, levantando la escopeta. Lisa le
miraba, confusa. Desconocía esa faceta de su señor, jamás le había visto de
esa forma, fuera de sí. Había perdido el control por completo y se había
olvidado de los buenos modales que siempre exhibía. Puestos uno al lado del
otro, ambos hermanos tenían el mismo aspecto diabólico en ese momento—.
Ella —apuntó a Faith con un dedo— no tiene nada que ver en nuestros
asuntos. Ni siquiera llegó a saber quién era su tío. El asesino. Jack el
Destripador ¿Qué crees que hubiera pensado, Edward? «Este es tu tío,
querida, salúdale. Se dedica a matar y destripar jovencillas por las noches,
cuando se aburre».
Edward rió de nuevo.
—Puedes ahorrarte el sarcasmo conmigo. Ahora ella me pertenece y haré
lo que me plazca.
Sir Richard hizo ademán de abalanzarse sobre Edward, pero un gesto de la
mano de este hizo que Faith esgrimiese el cuchillo, dejándolo a escasos
centímetros de la garganta de su padre. Un nuevo grito femenino hizo que
todos volvieran la cabeza. Esta vez fue Constance, acompañada por Alfred, la
que tenía muy abiertos los ojos. Observaba a Edward y sus ojos oscuros,
brillantes y malvados.
—¡Faith! ¡No puede ser!
Edward le dirigió una sonrisa torva a la recién llegada. Faith se giró hacia
ella amenazándola con el cuchillo también.
—¡Qué alegría volver a verte de nuevo, querida! Esta tarde no pude
recibirte como te mereces, no me diste tiempo.
—¡Apártense todos! —Alfred había recogido del suelo la escopeta que
había dejado caer sir Richard un segundo antes—. ¡Acabaré con esto en un
abrir y cerrar de ojos!
Sir Richard hizo un gesto, cansado, indicándole a Alfred que de nada
serviría el arma que tenía en las manos.
—De nada sirve todo esto. Solo yo puedo saldar esta vieja cuenta. Me
temo que esa escopeta no te servirá de mucho contra un fantasma ¿no es así?
—dijo, girándose hacia Edward.
La sonrisa de este se ensanchó un poco más. Se aproximó a Faith y esta se
llevó el filo del cuchillo a su propia garganta, como si fuese a degollarse.
—¡Basta! —clamó sir Richard— ¡Déjala ya! No es a ella a quien buscas,
sino a mí.
—Cierto, hermano —Constance se llevó una mano a la boca, sorprendida.
En ese instante pudo apreciar el parecido existente entre los dos hombres, el
vivo y el muerto. Intuyó el motivo de que aquel engendro del diablo hubiera
poseído a Faith, a ella en particular—. Cuéntales a todos la historia, que
sepan la clase de buena persona que en realidad eres. Hazlo, o tu hija morirá
desangrada ante tus ojos, de la misma horrible manera que ese desgraciado —
con un gesto de la barbilla se refirió a Mathew—. Por cierto, tu preciosa hija
parece encontrar delicioso el sabor de la sangre ¿lo sabías?
Nadie había reparado en el guiñapo sanguinolento que colgaba de la
mano libre de Faith. La mueca de asco que se reflejó en sus rostros no fue
nada comparada con la náusea que subió desde sus estómagos, que urgían
vaciarse allí mismo. Todos, menos sir Richard. Con un gesto de tristeza,
comprendió que las cartas estaban sobre la mesa. Si quería salvar la vida de
su hija, debería hacer lo que Edward demandaba. No había escapatoria.
—Nada importa ya. Tendrás lo que quieres, Edward, me tendrás a mí,
pero debes dejar a mi hija. Ella no ha hecho nada contra ti. En realidad, ella
no te interesa, es únicamente un instrumento para tu venganza, suéltala.
—Haré lo que me plazca, Richard. No estás en posición de exigir nada.
Adelante, quiero que lo expliques todo delante de estas personas.
Sir Richard asintió, apesadumbrado, antes de hablar.
—Padre me lo contó todo antes de morir. Su conciencia no le había dejado
descansar ni una sola noche después de alejarte de la familia. No podía
tolerar tu presencia después de lo que ocurrió con mamá. Cada vez que te
miraba la veía a ella muerta en medio de un charco de sangre al final de la
escalera. Jamás lo admitirías, dudo que alguna vez hayas sentido algo
parecido al cariño, pero él amaba a nuestra madre, y su reacción tras su
pérdida fue… extremada, quizás, injusta si quieres, pero él era así. Estricto y
severo. A pesar de todo te quería, Edward. Si hubieras dejado a un lado ese
resentimiento que al final te consumió te habrías dado cuenta de que siempre
estuvo pendiente de que tuvieses siempre lo mejor, de que nada te faltase.
—¡¡Me faltó un padre!! ¡Un hermano! ¡Mi familia nunca estuvo allí!
—Estuviste acomodado en una familia de elevada posición social, buenas
personas que te aceptaron como a un hijo propio. Lo sé porque tras morir
padre, cuando tuve suficiente edad, yo mismo me encargué de seguirte el
rastro. Le prometí que no permitiría que carecieses de nada. Y lo cumplí. Al
menos, hasta que el mal se apoderó de ti.
—¿Qué sabías tú de mí, Richard? ¿Alguna vez te preocupaste de
preguntarlo? Bien pudiste haberte acercado, aparecer un día y decir «Hola
hermano, he vuelto para arreglar los errores del pasado». Pudiste intentar que
retomáramos el hilo de una infancia perdida, pero no lo hiciste, no. El digno
de Richard Thornton no podía permitir una mancha así en el apellido familiar
¿verdad?
—Cuando recuperé tu pista ya no eras mi hermano, Edward. Eras el
demonio en el que te convertiste. No hay excusa para matar, y menos aún
para ensañarse. Ya no era una cuestión de honor, sino de moral y de justicia.
Por ese motivo te envié el dinero, para que te alejases tanto como fuese
posible. Si la policía te hubiera descubierto, habrías acabado colgando de una
soga. A pesar de saber lo que habías hecho, no deseaba ese final. No habría
podido soportarlo.
—¡Deja tu estúpida moral para los demás, Richard! Lo que no podías
soportar es que tus amigos te mirasen después y pensasen «ese es el hermano
del asesino», eso es lo que no podías ni pensar. ¿Qué sabes tú de la condición
humana? ¡Nada! Esas mujeres no eran más que vulgares prostitutas, carecían
de ninguna importancia. ¿Alguna vez has contemplado la expresión de horror
en el rostro de una persona que sabe que va a morir? Produce un gran placer,
hermano, te lo recomiendo. No hay nada que pueda compararse, cuando la
luz se apaga en su rostro a medida que la vida abandona el cuerpo. Una
delicia, puedes estar seguro.
—Siempre fuiste un enfermo, Edward. Un enfermo muy peligroso. Lo que
padre debió hacer fue encerrarte en una institución para enfermos mentales, y
allí es donde aún deberías estar. Al menos estarías vivo. Y todas esas
desdichadas personas también. Eran inocentes, Edward. Su único delito fue
cruzarse en tu camino.
—De nuevo tus estúpidos prejuicios y tu moral ¿Con que superioridad
puede hablar una persona que dejó morir desangrado, tirado en la calle como
un perro, a su hermano?
Una exclamación velada estuvo a punto de salir de la garganta de los que
allí se hallaban. Constance no podía creer lo que estaba escuchando, no podía
quitar los ojos del monigote en el que se había convertido Faith. Muy dentro
de sí sintió pena, una lástima infinita por su amiga. No por haberse
convertido en el arma mortífera de un asesino brutal, pues gracias a Dios ella
no era consciente de lo que le había ocurrido. Lo peor llegaría, sin duda,
cuando conociera toda aquella sórdida historia. Ella adoraba a su padre, era
una joven extremadamente sensible. ¿Qué pensaría cuando supiese de su tío,
el criminal más famoso y cruel de la historia reciente? ¿Qué sentiría al saber
que su padre, al que tenía por una gran persona a pesar de su rectitud, había
sido capaz de abandonar a un moribundo y que, por si fuera poco, se trataba
de su propio hermano? Entonces Constance se percató de una realidad más
acuciante que todo aquello ¿Cómo iban a resolver la desesperada situación en
la que se hallaban inmersos? Ni siquiera sabía si serían capaces de salir con
vida de allí.
—¡Policía, que nadie se mueva! —la voz a sus espaldas era la del
inspector Higgs, acompañado de dos policías que apuntaban con sus armas
hacia el lugar donde Faith y Edward se hallaban de pie.
Todo el mundo se volvió, excepto sir Richard, que parecía ausente de la
escena que protagonizaba. Constance pensó que la sensación de
irracionalidad no tenía fin aquella noche. Justo detrás del inspector se hallaba
una mujer menuda, muy arreglada. ¿Qué hacía una anciana con la policía?
¿Estaba sufriendo alucinaciones? Quizás había traspasado, sin darse cuenta,
la delgada línea que separaba la cordura de la locura. Ya nada parecía en su
sitio, todo le resultaba desquiciante, insoportable. Ignoraba si sería capaz de
permanecer ni un segundo más en medio de aquella hecatombe, deseaba
ponerse a gritar, salir corriendo, olvidar que alguna vez había vivido todo
aquello. Pero no era así, muy a su pesar se veía obligada a presenciarlo todo,
a ser testigo forzoso de ese despropósito descomunal. Las lágrimas
empezaron a rodar por su rostro. No podía más.
Sir Richard ni siquiera se había inmutado. Su pensamiento se había
perdido en las brumas del pasado, en un mar de dolorosos recuerdos que creía
haber desterrado para siempre. En ese momento estaba convencido de que
tenía delante de sí su propio final. En una especie de acto de justicia poética,
su vida terminaba allí, de manos de aquel ser al que había dejado morir,
pensando que la pesadilla por fin terminaría. Había sido un iluso, sí.
—Hablo —dijo con voz monocorde, igual que si estuviera refiriendo no
sus propias vivencias, sino las de otra persona por completo ajena a él— con
la superioridad que me da el hecho de tener la justicia de mi parte. Te dejé
allí, es cierto, permití que murieras de una manera indigna igual que habías
decidido vivir del mismo modo. De todas maneras, ya estabas muerto.
Muerto físicamente, habías perdido demasiada sangre y la herida revestía
tanta gravedad que nadie podía haber hecho nada por ti. Muerta estaba tu
alma. En aquel momento pensé que los asesinatos acabarían al desaparecer
tú, y que al final había imperado en cierto modo la compensación natural.
Estaba demasiado ciego para darme cuenta de que el mal siempre encuentra
el modo de golpear de nuevo, una y otra vez. Y tú eres el mal en persona.
Aquella noche ya no quedaba nada de humano en ti. No eras más que una
bestia, un depredador insano. Y ahora vuelves reclamando algo que no te
pertenece. Arderás en el infierno, Edward.
Edward hizo que la mano de Faith apretase el cuchillo un poco más contra
su propia garganta. Tanto que una gota de sangre surcó su cuello hacia abajo.
—Es posible, hermanito, pero vendrás conmigo. Tú y tu querida hija.
Aquí es donde la estirpe de los Thornton se extingue —apostilló Edward con
una carcajada profunda y amarga.
—No, si yo puedo evitarlo. —Leonora dio un paso adelante, desviando la
atención de los estupefactos policías, de Lisa, Alfred, Constance, sir Richard
y sobre todo, de Edward, que abrió mucho los ojos en una expresión que
reflejaba un asombro sin par.
—¡Tú! ¿Qué haces tú aquí?
—¡Leonora! —Sir Richard no daba crédito a sus ojos—. ¡Usted, en esta
casa de nuevo!
—Eso es, sir Richard. He venido a hacer algo que debí hacer muchos años
atrás.
—¡Fuera de aquí! —gritó Edward presa de un repentino pánico— ¡Vete o
la mataré!
El inspector Higgs levantó su arma y apuntó. Directamente al
corazón de Faith. Ella era la conexión de aquel malnacido con el mundo de
los vivos. Si acababa con ella él desaparecería y la pesadilla habría llegado a
su fin. Ignoraba de qué modo podría explicarlo después, pero era necesario
poner punto final a las muertes que él había sembrado a través de la joven.
Retiró el seguro del arma y apuntó con cuidado, conteniendo la respiración.
A punto estaba de presionar el gatillo cuando Leonora, que captó su
intención, se interpuso entre Faith y el cañón del arma. Higgs lanzó una
maldición entre dientes, pero Leonora dio un paso adelante.
—No si yo puedo evitarlo —repitió. La voz de Leonora sonaba grave,
segura de sí misma, convencida de lo que había ido a hacer allí—. Y si hay
alguien que pueda hacerlo, esa soy yo.
—¡Desaparece, bruja! ¡Mataré a la chica y a todos los otros, no puedes
hacer nada al respecto! Yo ya estoy muerto —y rió, con una risa aguda,
histérica. Se le veía contrariado por la aparición de la anciana.
—Aquella noche tu destino y el mío quedaron unidos, Edward. Lo supe
entonces y creía tener la situación bajo control. Pensé que podía contenerte,
que el lazo que nos unió entonces era lo bastante fuerte como para no
permitir que traspasases la línea, pero me equivoqué.
Todos contemplaban, entre atemorizados y sorprendidos, la escena, el
enfrentamiento del diablo sangriento con aquella anciana en apariencia
endeble. Una especie de conexión se había establecido entre ellos. Edward
había dejado de prestar atención a los demás, parecía hipnotizado por el
influjo de la mujer. El magnetismo de Leonora casi podía palparse en el
ambiente, de pronto la sensación que los invadió a todos era que en la
reducida estancia había únicamente dos personas: ella y Edward, el fantasma
de Jack el Destripador.
—Te equivocas una vez más, vieja. —Edward habló con frialdad, como si
se hubiera repuesto de la sorpresa inicial—. Esta vez soy más fuerte que tú,
nadie puede impedir que lleve a cabo lo que he venido a hacer. Ni siquiera tú.
Ella continuó con su discurso como si no le hubiera oído.
—Subestimé el poder de la sangre. No podía imaginar que tu sobrina
estaría en una sesión de espiritismo. Ni que eso ocurriría en la misma casa
donde tú habías vivido. A veces la vida se encarga de demostrar que ninguna
coincidencia es demasiado improbable. Eso es lo que hizo que atravesaras el
umbral, que volvieras al mundo de los vivos. La sangre de tu sangre. Pero
hay algo que has pasado por alto, Edward.
—No me digas. ¿Y de qué se trata?
—Este no es tu lugar. Ya no perteneces a este lado, y yo me encargaré de
que vuelvas a tu sitio. Romperé el vínculo que te ata aquí, el puente que se
creó entre ambas orillas ha de ser destruido.
Lo que ocurrió entonces permanecería en la memoria de todos los
presentes hasta el fin de sus vidas. En menos de un pestañeo, de una forma
que nadie sabría explicar después, Leonora recorrió la distancia que la
separaba de Edward y de Faith y agarró a esta por la muñeca que sostenía el
cuchillo, evitando así el degollamiento.
Se produjo un extraño forcejeo entre Edward y ella. No hubo una lucha en
sí, fue un enfrentamiento de voluntades, una lucha espiritual más que física.
El tiempo se detuvo mientras los dos titanes peleaban por hacerse con el
control de la situación, por vencer al otro, por manipular la voluntad de Faith
y, por ende, salir victoriosos del envite.
Fue Constance la primera que percibió el cambio. Según ella explicaría
más tarde, sintió que algo se había roto, una especie de fractura en el aire, una
descarga eléctrica como la que acompaña a las tormentas. Los mechones de
su cabello que se habían soltado del moño durante el ajetreo previo se
elevaron como atraídos hacia el techo. Una especie de suspiro se dejó oír en
el absoluto silencio que se había hecho.
Leonora dio un paso atrás. Giró sobre sí misma y todos pudieron ver el
mango del cuchillo, cuya hoja se había hundido en su vientre. Contemplaron
como la mancha de sangre se extendía por su ropa a gran velocidad, un
segundo antes de desplomarse como un fardo, agonizando. Aún así sacó
fuerzas para susurrar, entre un gorgoteo de sangre que inundaba sus
pulmones:
—El vínculo… soy yo. Ahora… desaparece…
Edward cambió su expresión. Parecía que lo habían abofeteado con tanta
violencia que se tambaleaba. Aflojó su presa y Faith dio un par de pasos antes
de caer desvanecida. Él había perdido el dominio que ejercía sobre lo
material, sobre su sobrina, sobre la situación. Todo se derrumbó a su
alrededor de la misma forma que se había elevado, a partir de la nada. Sir
Richard se lanzó sobre su hija, pero Alfred le tomó la delantera, y él permitió
que fuese el joven quien se agachara a su lado, la incorporase e intentase
reanimarla. Ya sabía lo que eso significaba.
La imagen de Edward comenzó a temblar, igual que si se reflejase sobre la
superficie temblorosa de un espejo en movimiento. Por momentos se volvía
transparente, todos pudieron ver la pared a través de su cuerpo. Sus ojos
habían perdido el brillo maléfico, solo quedaba la impotencia y la frustración
de saberse vencido.
Con un chasquido similar al del corcho de una botella cuando se abre,
desapareció.
Nadie se atrevió a moverse durante un tiempo que se les hizo eterno. El
eco de una carcajada áspera, despectiva, llena de odio permaneció entre ellos,
vibrando dentro de sus mentes, flotando en el aire.
Epílogo
Índice
1. La invocación
2. Hacia la negrura
3. El regreso
4. Recuerdos borrados
5. Sospechas
6. La duda
7. Reencuentro
8. ¡Busquen a mi hija
9. 9. Urdiendo planes
10. Hablar en sueños
11. Nuevos amigos
12. Doble juego
13. Declaraciones
14. Oculto en las sombras
15. Vigilancia
16. Una visita incómoda
17. Preguntas sin respuesta
18. El secreto
19. Camino sin salida
20. La visión
21. Un paso atrás
22. Encuentro inoportuno
23. Jack vuelve
24. A punto de resolver el enigma
25. Leonora
26. La decisión de Percy
27. Atrapada
28. Vuelta a casa
29. De nuevo él
30. Confesión
31. Rastro de sangre
32. Atando cabos sueltos
33. La cocina de los Thornton
34. En comisaría
35. La cruda realidad
36. Alfred y Constance
37. El pasado en el presente
38. Faiht desaparece
39. Edward reclama lo suyo
40. Enfrentamiento entre hermanos
Epílogo