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Jack vuelve

Vidal Fernández Solano


© Vidal Fernández Solano, 2017
© De esta edición: Ediciones Rubeo
www.edicionesrubeo.com
Diseño de portada: DG Angélica McHarrell
www.mcharrell.com
Queda terminantemente prohibida, salvo las excepciones previstas en las
leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la
autorización de los titulares de propiedad intelectual.
La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de
delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.
Este libro existe gracias a todas aquellas personas que han estado ahí
desde el principio para impedir mi desánimo. Su fuerza me impulsa a seguir
cada día. Va por vosotros.
1
La invocación

—Caducas exanimas vitas aetas anima…


Durante unos instantes, el silencio se hizo palpable en la habitación. Todos
los presentes contuvieron la respiración en espera de una señal, algo que
justificase su presencia allí. —Si estás ahí, muéstrate…
La voz de la médium se tornó grave y densa. Parecía hablar hacia el
interior de sí misma. Las ocho personas allí reunidas sintieron, más que
oyeron, el eco de las palabras arrojadas al aire. Palabras que permanecieron
suspendidas. Nada singular ocurrió.
Lady Faith Thornton había acudido a aquella sesión de espiritismo porque
su amiga Constance le había suplicado que la acompañase, no por estar
especialmente interesada en lo relacionado con el esoterismo; el objeto de su
interés era más bien lord Percy de La Rue, un joven aristócrata francés
afincado en Londres. Él era quien había organizado la reunión, junto con
algunos amigos y amigas pertenecientes a su círculo personal. El hermano de
Constance, James, era amigo suyo y ella se las había apañado para que la
incluyeran en el elenco de invitados. Ninguna dama de su condición que se
preciase podía dar a entender de una manera evidente que andaba detrás de
un joven so pena de parecer demasiado… desesperada, así que la excusa fue
Faith. Ella era la supuesta aficionada al mundo de los espíritus.
Lady Faith estaba al borde de la exasperación. Llevaban tres cuartos de
hora escuchando invocaciones y rituales que supuestamente debían atraer al
fantasma que habitaba la mansión que lord Percy había heredado de su
bisabuelo materno y en la cual vivía él solo con la servidumbre.
Habían subido a un viejo desván polvoriento que las doncellas habían
adecentado para la ocasión: se habían retirado los objetos allí almacenados a
un lado, limpiado y acomodado la estancia y una mesa con ocho sillas en el
centro.
Todos se veían embelesados por la verborrea de la médium. La escena se
había preparado de un modo teatralmente perfecto: unas velas sobre la mesa
eran la única iluminación, confiriendo a los rostros de los allí reunidos un
aire malvado y misterioso.
Faith no pudo contener un bostezo. Lo cubrió discretamente con una
mano, pero el gesto no pasó desapercibido. La médium, de nombre Therese,
la agasajó con una mirada furibunda.
—¡Silencio! ¡La concentración debe ser absoluta! Intuyo que algo se
acerca… Cerremos el círculo.
Asió las manos de sus vecinos de mesa, gesto que se fue extendiendo
alrededor de la misma. Constance, estratégicamente, se había situado junto a
lord Percy, y dirigió una mirada de inteligencia a Faith cuando él tomó su
mano. Una casi imperceptible sonrisa asomó a sus labios.
Therese se vio sacudida por una suerte de escalofrío que hizo que su
cuerpo se agitara de manera ostensible a la vista de los invitados. Además de
Constance y Faith, había otras dos mujeres en la reunión. Una de ellas emitió
una exclamación ahogada ante el trance de la médium. Esta cerró los ojos y
una voz que no parecía la suya se adueñó de la estancia.
—Ahora ven y dinos quién eres, revela porqué permaneces en esta casa,
ofrécenos una señal de que nos escuch…
El gritó los pilló por sorpresa. Casi se cayeron de la silla al ponerse en pie
de manera brusca y repentina.
—¡Lo he notado! —Constance se había puesto en pie, trémula, tras gritar
—. ¡Un aliento helado en la nuca! ¡Lo juro! ¡No lo he inventado!
—¡Siéntense todos y permanezcan en silencio! —rugió Therese—. ¡El
momento ha llegado! ¡Quietos!
Todos volvieron a sus asientos, desconfiados, si bien Constance estaba
visiblemente alterada. La incomodidad se podía palpar. El ambiente oscuro y
pesado no ayudaba mucho.
—¡Muestra tu presencia, espíritu! ¡Vuelve entre nosotros!
Nadie emitió sonido alguno. Todos miraban a Therese, que había
comenzado a experimentar una especie de convulsiones. Había abierto los
ojos, pero los tenía en blanco y un hilo de saliva se derramaba por la
comisura de su boca torcida.
El cristal de la ventana estalló hacia el interior de la habitación, dejando
entrar un viento helado a pesar de que en la calle no hacía frío. Las mujeres
empezaron a gritar, corriendo hacia la puerta, que se cerró de un portazo. Una
de ellas, que aparentaba unos treinta y tantos años y a la que Faith no
conocía, empezó a forcejear con el pomo, pero la puerta no se abría. Su
acompañante se apresuró a ayudarla, pero entre los dos fueron incapaces de
abrir. Todos se amontonaron en un extremo de la habitación, contra la única
pared que se hallaba libre de enseres. La médium intentó sin éxito ponerse en
pie, mientras un torbellino de papeles y otros objetos la rodeaba, como si de
un imán se tratara.
—¡ESTÁ AQUÍ! —Therese estaba fuera de sí, temblando violentamente
en su silla—. ¡Se ha enfadado! ¡Puedo sentir su ira! ¡Dios mío! ¿Qué hemos
hecho?
Un exótico jarrón que permanecía apartado en un rincón salió volando por
los aires, chocando contra la pared cerca de donde se hallaba Constance,
protegida por su hermano. Los trozos quedaron esparcidos por el suelo, ante
la mirada atónita de los dos hermanos y de Lord Percy, apoyado de espaldas
en la pared a poca distancia. Tenía el rostro desencajado y la boca abierta,
con un gesto bastante estúpido. El acompañante de la mujer que intentaba
abrir la puerta la apartó y la emprendió a patadas con la puerta, pero esta se
negó a ceder.
El caos fue absoluto cuando todos los objetos apilados empezaron a volar
por los aires. Un maniquí lleno de polvo por el paso de los años pareció
cobrar vida y se acercó al grupo de personas aterrorizadas antes de caer
rodando por el suelo. Faith corrió hacia un rincón para acurrucarse allí,
gritando, histérica, cuando una mano la agarró por el brazo. Intentó desasirse,
sin éxito. Era Therese, cuya boca estaba cubierta por espumarajos. Los ojos
en blanco hicieron que Faith, sin poder soportar aquella mirada vacía y
endemoniada, apartara la suya. De un tirón consiguió zafarse y se parapetó
detrás de una cómoda.
Todo terminó en menos de un minuto. Los objetos dejaron de volar de un
modo tan repentino como habían comenzado a hacerlo. Los gritos cesaron.
Descompuestos y exhaustos, permanecieron inmóviles unos segundos.
Alguno se dejó caer en el suelo, junto a la pared que le había servido de
apoyo durante el clímax. La puerta que habían intentado abrir sin éxito se
abrió sola, pues la pareja había desistido en su empeño y se acurrucaba a un
lado, él intentando protegerla en sus brazos, ella sollozando sin control.
—¿Todo el mundo está bien? —James era el único que parecía aferrarse a
la cordura.
Unos murmullos de asentimiento confirmaron que así era. Constance
miraba hacia un extremo de la habitación, señalando con el dedo.
—Mirad… la médium.
Therese yacía a un lado, junto a la pared. La sangre brotaba
abundantemente de su garganta, donde se había clavado con saña una percha
vieja y oxidada. Sus ojos habían vuelto a la normalidad, pero su mirada
estaba perdida en la lejanía, como si no viera a los que allí estaban. Faith, que
era la que más cerca se encontraba, se aproximó para ayudarla.
—Tranquila, ya ha pasado todo. ¡Llamad a un médico! ¡Está herida!
Farfullaba algo ininteligible. Tiraba de la mano de Faith, atrayéndola
hacia sí. Faith acercó el oído para poder escuchar lo que decía.
—Est… amos perdidos. Es… ¡ES ÉL!
Sus ojos se cerraron y sus pulmones exhalaron el aire por última vez.

2
Hacia la negrura

—¿Desea algo más la señora antes de marcharme? Hoy es mi tarde


libre…
—No, Daisy, lo único que necesito es un poco de aire fresco. Todo el día
aquí en casa, me ocasiona una terrible sensación de ahogo. Creo que iré a
buscar a Constance para ver si quiere que demos un paseo juntas. Puedes
retirarte si así lo deseas. Por mí no hay ningún problema.
—Muy bien, señora. Me voy, pues. Que se mejore. Hasta mañana.
—Hasta mañana, Daisy. —Faith le dedicó una afable sonrisa que traslucía
un aprecio mayor del que correspondía entre la señora de la casa y una
doncella personal. A pesar de pertenecer a la clase aristocrática, era conocida
su costumbre de pasar por alto las normas de conveniencia social entre
estamentos. A menudo mostraba una mal vista deferencia (y no tenía reparos
en mostrarlo en público) por el personal de servicio, y no solo el de su propia
casa. Eso le había ocasionado alguna discusión con sir Richard, su padre,
pero Faith sabía que al final ella siempre terminaba por imponer su criterio.
Él sentía, aunque no lo demostrase, una especial debilidad por su única hija,
que gobernaba la casa de una manera intachable a pesar de su juventud.
Cuando la doncella hubo cerrado la puerta, Faith se sentó delante del
tocador y permaneció unos instantes observando fijamente su imagen en el
espejo. Era la señora de la casa porque su madre había muerto de tuberculosis
unos años atrás, de modo que vivía sola con su padre, Sir Richard Thornton.
A pesar de habitar bajo el mismo techo, la relación entre ambos era más bien
distante. Sir Richard nunca se había repuesto de la pérdida de su esposa. Al
principio permaneció en casa, aferrado a su ostracismo, con una botella de
bourbon en una mano y la foto de la pobre Anne en la otra. Después empezó
a salir y se entregó a una vida disipada, dejando a la joven Faith al cargo de
los asuntos de la casa y de las propiedades de la familia. Los primeros
momentos fueron duros, pero ella finalmente había tomado las riendas de
todo, y ahora el servicio se dirigía a la joven señora en lugar de hacerlo a su
padre, como debiera ser.
Unos golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos. Sin apartar la
vista del espejo, contestó con un lacónico «adelante».
—Disculpe que la moleste, señora —la voz de Perkins, el viejo
mayordomo, fue la que asomó ligeramente por el umbral—. Necesito que dé
el visto bueno a unas cuantas cuestiones de organización de la casa. Si no es
momento adecuado le pido disculpas, ya volveré cuando la señora se sienta
mejor.
—Este es un momento tan bueno como cualquier otro, Perkins. Me
disponía a salir, pero me es indiferente hacerlo unos minutos antes que
después.
Los minutos se convirtieron en casi una hora, pero finalmente Faith estuvo
de regreso en su habitación y pudo proseguir la tarea que había comenzado.
Se sentó de nuevo frente al tocador. Se recogió el pelo en un moño al uso de
la época y se aplicó un ligero toque de maquillaje, tal y como correspondía a
una dama de su alcurnia. Aún no se había asentado el calor estival, así que
cogió un chal antes de enfilar las escaleras que conducían al hall de la
entrada. Se encontró con su padre, que también se disponía a salir.
—¿Dónde vas, querida? ¿No es un poco tarde para salir a la calle sin
compañía? Avisaré a Perkins para que te acompañe. Además aún no te has
repuesto de la impresión. —Sir Richard se refería al trance de la sesión de
espiritismo—. Los jóvenes de hoy en día os entregáis a unas formas de
diversión ridículas, si me permites la expresión.
—No es necesario que nadie me acompañe. —Faith pasó por alto la última
observación de su padre. De nada servía discutir con él—. Voy a ver a
Constance, padre. Estas cuatro paredes me agobian.
Un gesto de preocupación asomó al rostro de sir Richard. Cuando estaba
sobrio, era un hombre encantador. Todo un caballero, de esos que ya
escaseaban.
—Como gustes. Ya sabes que no tengo voluntad para negarte nada. No
vuelvas tarde, lo último que te conviene es una recaída.
—Descuida, padre. Yo tampoco quisiera volver a indisponerme. —Le
besó, abrió la puerta y salió a la calle.
En realidad, Faith no padecía ningún mal físico. Llevaba una semana
postrada en cama desde la noche de la sesión de espiritismo. Lo ocurrido
había afectado gravemente a su ánimo, hasta el punto de no poder engullir
bocado sin vomitarlo al momento y de no poder conciliar el sueño. El
recuerdo de los ojos de la agonizante Therese, clavados en su mente como
puñales, no la abandonaba ni un segundo. Su mano aferrando su brazo. El
último estertor, cuando dijo: «¡Es él!»
Se habían quedado sin saber quién era él, puesto que la mujer murió
desangrada mucho antes de que el médico acudiera a socorrerla, pero Faith
había quedado tan profundamente impresionada que durante la última semana
había perdido peso a ojos vistas, y lucía unas profundas sombras violáceas
bajo sus ojos color esmeralda, que siempre habían captado la atención de
todos, y que habían perdido su natural brillo a causa de la falta de sueño.
Constance había acudido a visitarla un par de veces, pero no habían
tocado el tema. Una especie de acuerdo tácito se interponía entre ambas. Sólo
habían charlado de banalidades y Constance había aprovechado cualquier
excusa para marcharse. Faith decidió que esa tarde era tan buena como
cualquier otra para zanjar la cuestión antes de que se convirtiese en una
brecha en la amistad que las dos mantenían.
Cuando salió a la calle, el bullicio de coches y gente le hizo detenerse
unos segundos. Se sintió ligeramente mareada ante el tránsito, la algarabía
que la recibió a la salida de su casa, la bofetada de olores y sonidos
entremezclados. Permaneció de pie unos instantes, hasta que se sintió con
fuerzas suficientes para sumergirse en aquel caótico mar de gente. Una vez
recompuesta, siguió su camino apretando el paso. Estaba impaciente por
llegar a casa de su amiga para refrescarse. La sensación inicial no había
desaparecido por completo, al contrario, una especie de desasosiego
inexplicable se apoderaba de ella más y más a cada instante. No podía
explicar de qué se trataba, pero era como si una voluntad ajena la obligase, de
una manera sutil pero firme, a avanzar en dirección desconocida. En el fondo
ansiaba llegar a casa de Constance o volver a la suya, sentir la protección del
hogar conocido, pero ella sentía que solo era dueña de sus actos solo en parte,
como si se viese a sí misma desde fuera obedeciendo órdenes de alguien que
tiraba de ella contra su voluntad y le impedía dar la vuelta. Cuando cruzó por
delante de un estrecho y oscuro callejón, sintió un pálpito que frenó en seco
su marcha.
Un olor nauseabundo emanaba del angosto pasadizo. Olía a basura y
podredumbre, a orines y sudor rancios. Faith sabía que esos lugares servían
de cobijo a vagabundos y maleantes, pero a pesar de que su parte racional le
gritaba con frenesí que se alejase de allí, algo la retenía, paralizada en medio
de la acera, sin poder moverse de donde estaba, de pie como un pasmarote.
Intentó aguzar la vista. En la penumbra, apenas si llegaba a divisar el
fondo del callejón. Un montón de cajas y basura variada se interponían en un
rosario sin fin que se perdía en un fondo oscuro.
«Ven conmigo. Te espero impaciente»
Faith sintió que le faltaba el aire. No acertaba a decir si realmente había
oído aquella voz o sólo la había imaginado. La voz había sonado masculina,
áspera, carente de toda emoción. Solo la había escuchado durante una
fracción de segundo. En el callejón no se apreciaba movimiento alguno.
Dudó de sí misma.
«Vamos, ¿qué esperas?»
Miró a los lados. El tropel humano seguía su curso, indiferente a aquella
elegante muchacha asomada a una bocacalle. Pero la voz había sido real, no
un producto de su imaginación.
—¿Hay alguien ahí? Responda, por favor.
Nada. El silencio fue la única réplica. Faith lo intentó de nuevo.
—¿Hola? ¿Me oye, quien quiera que sea?
Una ráfaga de viento aleteó entre las ropas y el cabello de Faith. Una
corriente fría que no se correspondía con la temperatura de la tarde, más bien
suave. Un escalofrío se abrió paso por su espalda. En ese momento tuvo la
certeza de que algo no marchaba bien. Sentía una fuerza que la arrastraba
como un imán en dirección al fondo de aquella oscuridad. Ella trataba de
resistirse, de dar media vuelta y correr hasta quedar sin aliento, alejarse lo
más rápido posible, pero muy dentro de sí supo que no tenía opción, que era
como la hoja de un árbol a merced de un temporal.
Dio un paso adelante. El corazón quería escapar de su pecho.
«Eso es. Muy bien. Un poco más»
La cabeza le daba vueltas. «Vete, Faith», se dijo. «Es fácil, sólo tienes que
girar sobre tus talones y salir de aquí como alma que lleva el diablo. ¡No te
adentres más! ¡Te arrepentirás! ¡Estás loca! ¡Sal de este apestoso lugar ahora
mismo!»
Convulsionada por la contradicción que bullía en su interior, se tambaleó
como si estuviera a punto de caer. Después volvió a recuperar el equilibrio.
La duda había desaparecido de sus ojos. Con una expresión decidida en la
mirada, siguió adelante.
Hacia la negrura.
3
El regreso

—Espera un poco más antes de marcharte, nena. Aún no he tenido


bastante de ti.
—No puedo, y tú lo sabes bien —contestó ella abotonándose la blusa con
premura, intentando de mala gana apartarse, mientras él deslizaba los labios
por su cuello—. He de estar pronto en casa o me caerá una buena reprimenda.
Y además mañana tengo que madrugar para ir a trabajar. La señora está
enferma y he de ocuparme de ella, amén de arreglar la casa. —Se detuvo
unos instantes antes de proseguir, temerosa de la reacción de él ante lo que
estaba a punto de decir—. Si hiciéramos formal lo nuestro no tendríamos que
vernos a hurtadillas en el trastero de un restaurante barato.
Percy se apartó de ella con brusquedad, y empezó a anudarse la pajarita.
Cuando habló, su voz sonó entre ofendida y airada.
—Eso es absolutamente imposible a fecha de hoy, mi amor. Mis padres no
lo aceptarían tan fácilmente. Me desheredarían al instante. No te ofendas,
pero dudo que acepten mi relación con una… sirvienta. —Daisy enarcó las
cejas ante el apelativo, si bien la palabra no había revestido ningún tinte
despectivo cuando había salido por los labios de él—. Me retirarían su apoyo
económico y para mí, para nosotros, desaparecería el futuro que ahora
tenemos por delante.
Daisy le interrumpió, cerró sus labios con suavidad.
—Tu dinero me importa poco, cariño. Es a ti a quien quiero. Podremos
apañarnos y llevar una buena vida juntos. No necesitamos que tus padres nos
mantengan.
—No te equivoques, querida, tu familia es de clase humilde y hablas solo de
lo que conoces. ¿Te has preguntado qué supondría para mí malvivir de un
miserable sueldo ganado trabajando de sol a sol? —inquirió. Y añadió
seguidamente, en tono más conciliador—: Ya lo hemos hablado y necesito
tiempo para ir presentando la situación poco a poco, pero te prometo que un
día seremos él uno para el otro y podremos casarnos —mintió.
Daisy le miró muy seria. Una parte de ella sabía la verdad, sabía que era
un error haberse enamorado del joven heredero de una familia millonaria. Las
novelas románticas siempre acaban bien, el príncipe se casa con la sirvienta y
son felices para siempre. Pero la realidad era bien distinta. La familia de él
jamás permitiría que su hijo se casara con una simple doncella, por mucho
que trabajara para los Thornton, igualmente ricos y reconocidos en sociedad.
Con tristeza, una vez más, sus ilusiones se estrellaron contra el duro suelo de
la vida diaria. Ella no era más que una aventura sin importancia, y él acabaría
casándose con alguna rica damisela elegida por conveniencia social, aunque
no la amase. Daisy sólo tenía dos opciones por delante: conformarse con ser
«la otra» o romper el huevo y dedicarse a buscar alguien a su alcance, salir de
esa fantasía envenenada de una vez por todas.
Resuelta, se dijo a sí misma que siempre estaría a tiempo de elegir una u
otra vía. Terminó de acomodarse la ropa y se apartó de él, añadiendo en un
tono desabrido:
—Muy bien, Percy, lo entiendo. También entiendo tu punto de vista, no
me prejuzgues. Puede que sea pobre, pero no soy idiota. Tengo muy clara mi
situación y conozco mis posibilidades. Y ahora he de marcharme. Ya sé que
no podemos salir juntos de aquí —se adelantó a las palabras de Percy—. Lo
haré por la puerta que da al callejón y tú por la puerta delantera, como de
costumbre. —No pudo evitar el reproche en el tono de su voz al pronunciar
las últimas palabras.
Percy reaccionó poniéndose a la defensiva.
—Ya te he dicho que por ahora no…
—Déjalo. —Ella levantó una mano, interrumpiendo la frase—. Soy
perfectamente consciente de quién soy y del lugar que ocupo en el mundo.
Hasta pronto, cariño.
Percy se ajustó la chaqueta y terminó de arreglarse el nudo de la pajarita,
incómodo por la tensa situación que se había creado entre los dos. La verdad
es que la quería, pero jamás podría hacerla su mujer. Simplemente había que
respetar las reglas. Él no las había dictado, y no estaba dispuesto a renunciar
a todo el lujo y la comodidad de los que siempre había disfrutado por una
locura de juventud. Los hombres de su clase no se casaban por amor, este se
buscaba fuera del matrimonio si era preciso, con el tiempo quizás podría
mantener a Daisy discretamente en un apartamento donde podrían verse tan a
menudo como quisieran sin tener que pedir favores a sus amigos para que le
cubrieran las espaldas.
—De acuerdo, pues. Te quiero —dijo, besándola en los labios
suavemente.
Ella correspondió al beso.
—Espero tu mensaje, como siempre.
Salió por la puerta trasera al oscuro callejón. El acre olor de la basura, de
la inmundicia humana le hizo arrugar la nariz momentáneamente. «Aunque
hay cosas que apestan más aún que la basura callejera», pensó, desanimada
por la situación que había soportado un minuto antes. Pasado el primer
momento, se repuso del miasma que flotaba en la calleja y apresuró el paso.
En la penumbra no se dio cuenta de que no estaba sola. De un modo
abrupto y repentino, sin mediar palabra, se sintió empujada hacia la pared,
presionada por el peso de un cuerpo contra el suyo. Una mano enguantada le
tapó la boca con vigor y casi la nariz. Apenas podía respirar. Intentó zafarse,
pero fue inútil. La sujetaban con una fuerza muy superior a la suya.
Al abrir los ojos, la sorpresa la dejó paralizada. La mirada que había frente
a la suya estaba llena de maldad y de un odio cerval que la hizo estremecerse.
—¡Ssshhhhh! Ni te muevas, gatita. Si te portas bien, quizá vivas para ver
un nuevo amanecer. —El aliento que penetró hasta los pulmones de Daisy era
fétido, insoportable.
Un destello plateado cruzó la oscuridad del callejón. La afilada hoja
permanecía a escasos centímetros de su nariz. Nuevamente pataleó y empujó.
En vano.
—Vaya, la gatita tiene ganas de jugar —la voz sonó áspera, desagradable
—. Bien, juguemos entonces.
La mano que sostenía el cuchillo bajó y se movió con fuerza, hacia
adelante. Una estela roja cubrió el vestido de Daisy, que resistió apenas
durante unos segundos más. Tras el tajo inicial sintió que el mundo se
desdibujaba ante sus ojos. El dolor también fue desvaneciéndose a medida
que la vida se le escapaba por el vientre abierto. Sus brazos cayeron, laxos, a
los lados de su cuerpo. La mano se retiró de su boca. Y entonces comenzó el
ritual.

4
Recuerdos borrados

—¡Señora! ¿Se encuentra bien?


Faith abrió los ojos. Al principio no pudo apreciar nada excepto una
neblina lejana, ecos de voces, barullo a su alrededor. «Despejen la zona,
necesita aire para que se le pase el mareo», decía una voz masculina. Sintió
aire fresco sobre su rostro. Las imágenes empezaron a llegar más nítidas a su
cerebro. Una desconocida se había agachado junto a ella y movía un abanico
cerca de su rostro. «Un precioso abanico rematado con puntilla rosa», el
pensamiento llegó a la mente de Faith. A su lado, un uniforme coronado por
un soberbio mostacho la observaba con preocupación.
La silueta del policía se recortaba contra la claridad en la entrada del
callejón, cual sombra chinesca. Hacía su ronda cuando vio aquella silueta
femenina de pie dentro de la sucia calleja, inmóvil, como una aparición. La
llamó pero ni hubo contestación ni tampoco ninguna reacción visible que
indicase que ella le había oído. Se frotó los ojos para estar seguro de que la
visión no era tal. En efecto, una mujer, una dama a juzgar por sus ropajes, se
hallaba allí, en medio de la basura. Una estatua griega en medio de un
lodazal.
El policía se acercó con cautela, mirando entre las cajas para evitar ser
sorprendido. Lo inusual de la estampa le tenía desconcertado. Examinó con
cautela el interior del callejón para cerciorarse de que estaba sola, de que no
se trataba de alguna trampa.
—¿Oiga? ¿No me oye?
Entonces la aparición hizo un leve movimiento. Su cabeza se giró
ligeramente hacia él, percibiendo su presencia. Su rostro, extremadamente
pálido, no denotaba emoción alguna. Le miraba, pero no le veía. Por su
expresión se diría que la mirada de la mujer le atravesaba, observando algún
punto lejano situado a sus espaldas.
Nervioso, se giró, esperando lo peor. Sin embargo, no encontró nada. De
nuevo centró su atención en ella. Por su aspecto era joven, aunque demacrada
como estaba no podía asegurarlo. El peinado se le había descompuesto y
revoloteaba a su antojo en rubios mechones alrededor de su cabeza. Se acercó
un par de pasos más. La sorpresa le hizo abrir la boca desmesuradamente.
Una mancha oscura ocupaba la parte delantera de su vestido casi por
completo. Alarmado, terminó de completar la distancia que los separaba. La
mancha no era oscura, sino de un brillante bermellón. Era una mancha de
sangre.
En ese momento, reparó en lo que había a los pies de la dama.
—¡Oh, Dios mío! Pero ¿qué…?
La figura se tambaleó y se desmoronó en sus brazos sin emitir sonido
alguno. Como pudo, a rastras, la sacó de aquel maldito lugar, causando una
enorme conmoción entre los viandantes que abarrotaban la acera en ese
momento. Acto seguido, la depositó con suavidad junto a la pared, se volvió
y vomitó todo lo que había comido aquel día.
—¿Se encuentra bien, señora? —El policía ya se había recuperado.
—No la agobie, agente, podría perder el sentido de nuevo. Soy médico, sé
de lo que hablo —Faith no podía ver al dueño de la voz, pero ya había vuelto
en sí por completo.
—Estoy… estoy bien. —Hizo ademán de incorporarse, pero desistió al
darse cuenta de que la cabeza le daba vueltas como una noria—. ¿Qué… qué
hago aquí?
Varias miradas se cruzaron entre el grupo de personas allí reunidas. Tras
una leve vacilación, el policía habló.
—Se encontraba usted en ese callejón, y se desmayó. Pero… me temo que
eso no es todo, señora…
—Thornton, Faith Thornton, agente. ¿Qué es lo que ocurre?
El hombre que había hablado, el médico, se adelantó y posó una mano
sobre el hombro del policía.
—No creo que sea prudente… acaba de sufrir un fuerte shock. Quizás lo
más sensato sea llevarla al hospital primero ¿no cree?
El policía se volvió, indeciso. Jamás se había visto en una situación
semejante, con una dama de la alta sociedad cubierta de sangre, tirada sobre
la acera como una vulgar ramera. Hasta podía haber estado implicada en
aquella monstruosidad que yacía sobre el mugriento suelo del callejón. No
había observado que fuese armada, quizás solo se había topado con la
dantesca escena, pero ¿qué hacía la hija de un sir en una sucia calleja? Eso,
según lo veía él, resultaba más propio de maleantes que de señoritas de alto
postín. Todo le parecía muy confuso. Él no era más que un simple agente de
policía efectuando su ronda. Ojalá tuviera a su lado a un superior, él sabría
cómo proceder.
—No sé. Se trata de unas circunstancias muy especiales. Hay que esperar
a que venga la brigada criminal y despeje la zona y…
—¿Criminal, dice usted? —Las alarmas se dispararon en el cerebro de
Faith—. ¿Qué quiere decir con eso? ¿De qué está usted hablando, agente?
Explíquese. —El aplomo parecía haber retornado a ella—. Le agradecería
que fuese claro. No me asusto con facilidad, se lo aseguro.
«Pues hace unos minutos nadie lo hubiera dicho», pensó el policía. Dudó
una vez más. Por último tomó una decisión. «Ojalá no tengas que lamentarlo
después, Robins», pensó. Inspiró para tomar impulso y atajó por el camino
más corto.
—Bueno, lady Thornton... —El policía no sabía cómo abordar la cuestión
—. No se trata solo de que tuviese un desvanecimiento. Usted estaba ahí de
pie, pero no estaba sola. Se hallaba junto a… junto a… bueno, junto a un
cuerpo humano. Junto a un cadáver, para ser más exactos. —Y acompañó su
discurso con un dedo que apuntaba a la pechera y la falda del vestido de
Faith.
Ella bajó la mirada. En un primer momento no acertó a interpretar el
significado de aquella enorme mancha roja sobre su vestido, pero la
evidencia la abofeteó sin previo aviso. Su vista se empezó a nublar y la
realidad se alejó de nuevo de ella.

5
Sospechas

—El remedio que más le conviene a tu hija, Richard, es una temporada


alejada de la ciudad. Una nueva recaída podría ser fatal para ella —dijo el
doctor, dedicando una condescendiente mirada a Faith quien, a pesar de yacer
en cama, correspondió a la prescripción del buen doctor con un gesto muy
significativo y discordante con la amabilidad del médico.
Tras el incidente, Faith ni siquiera había podido ir a la comisaría a prestar
declaración. Apenas se había levantado de la cama. En cuanto hacía un
intento por incorporarse, un fuerte ataque de vértigo la devolvía al lecho,
exhausta. Sir Richard había hecho llamar a Charles Weston, un doctor muy
apreciado entre la alta sociedad londinense que, además, era amigo personal
suyo. Se habían conocido cuando eran estudiantes, aunque él había cursado
abogacía después de abandonar la medicina sin terminar sus estudios, y desde
aquellos tiempos no habían perdido el contacto. El doctor había acudido
presto a examinar a Faith, y todos los días pasaba por casa de los Thornton
puntualmente para comprobar su evolución.
—Me parece una idea excelente —respondió sir Richard, dubitativo,
sabiendo que llegaría el momento en que se quedara a solas con su hija y
esta mostraría su desacuerdo con la decisión tomada por los dos hombres. Le
disgustaba en grado sumo que otros tomasen cualquier decisión que le
incumbiera sin contar, como mínimo, con su punto de vista. Por muy enferma
que estuviese, él conocía su carácter—. Aprovechando la llegada del estío,
quizás podamos trasladarnos a nuestra residencia en la campiña. Allí podrá
descansar, alejada de sus constantes idas y venidas y de sus quehaceres
diarios.
A Faith la idea no le pareció tan buena. Con un mohín, contestó a su
padre, simulando mayor firmeza de la que realmente sentía.
—Por supuesto, padre. —Faith no podía mantener la boca cerrada por más
tiempo—. Puedes marcharte cuando gustes. Yo he de permanecer aquí, las
obligaciones de la casa me reclaman. Además, no sé muy bien qué podría
hacer yo sola en aquella enorme casa. Lo ocurrido hace unos días fue
simplemente… no sé cómo explicarlo, una circunstancia desagradable, pero
sea como fuere ya estoy casi repuesta. No hay nada de qué preocuparse.
—Pues yo creo que tienen razón, querida —Constance permanecía
sentada, relegada a un segundo plano durante la visita del doctor. Había
permanecido esa noche junto al lecho de su amiga, escuchando sus delirios
febriles que ahora se habían evaporado como la bruma de la mañana al
elevarse el sol—. Tanto sobresalto está haciendo mella en tu salud. Si
quieres, puedo acompañarte unos días en tu viaje. Así no estarás sola.
—Ya podéis empeñaros tanto como os plazca —Faith se revolvió entre las
sábanas—, pero no me moveré de aquí.
Sir Richard movió la cabeza con resignación. La testarudez de su hija era
proverbial. «Igual que su madre», pensó con añoranza. Mejor sería volver a la
carga más tarde. Con un gesto, acompañó al doctor hasta la puerta, dejando a
las muchachas a solas.
—Deberías intentar convencerla a toda costa —insistió el doctor—. Todo
lo que había mejorado en esta semana lo ha perdido de golpe. ¿No has visto
sus ojeras? Yo diría que se van apoderando de su rostro en lugar de
desaparecer. La fuerte impresión que sufrió ha resultado fulminante. Aunque
no me extraña, teniendo en cuenta las circunstancias. Hoy en día ya no es
seguro para una dama caminar sola por la calle. Imagínate lo que podría
haber sucedido.
Sir Richard espantó la idea con un manotazo.
—Ni me lo menciones, Charles. Se me pone la carne de gallina de pensar que
la que podía haber estado allí… de esa manera, ya me entiendes, podía haber
sido ella. Lo que me intriga es qué diantre estaría haciendo mi hija en ese
sucio callejón. Por más vueltas que le doy, no acierto a comprender el
motivo. Y esa otra muchacha…, la doncella, ignoraba que anduviera con
malas compañías. Es mi hija la que habitualmente trata con el servicio. Solo
Perkins, el mayordomo, y el ama de llaves, Lisa, me rinden cuentas a mí en
persona. Cada vez que pienso en lo ocurrido no puedo evitar que el terror me
invada. La violencia del crimen ha sido espantosa…
Los dos hablaban mientras bajaban las escaleras. Antes de que llegaran
hasta la puerta, Perkins ya les estaba esperando con la gabardina, el sombrero
y el bastón del doctor. Este se los puso y el mayordomo se retiró con una
inclinación de cabeza, dejándolos solos de nuevo.
—Déjalo, Richard, mejor no pienses en lo que ya no tiene vuelta atrás. A
decir de las personas que estuvieron allí, pues conozco a un par de ellas, la
escena era insoportable. Es mejor pensar que Faith llegó cuando todo había
acabado. De haber llegado unos minutos antes... No, no intentes ni
imaginarlo. Solo piensa que eres un hombre afortunado. Ella —hizo un gesto
con la cabeza hacia la parte superior de la escalera, hacia el dormitorio de
Faith— aún está aquí y eso es lo que importa.
—Lo cierto es que no puedo quitármelo de la cabeza, mi querido amigo
—dijo Sir Richard, ya frente a la puerta de la calle—. En fin, te agradezco tu
preocupación y tus cuidados. Sé que estás haciendo lo imposible para venir a
visitar a Faith, teniendo en cuenta que eres un médico muy solicitado.
—No es ninguna molestia. Vengo encantado. Ya sabes que puedes contar
conmigo a cualquier hora del día o de la noche. Si el estado de tu hija
empeora, no dudes en llamarme, por favor. —Y acompañó su oferta con unos
golpecitos de ánimo en el codo de sir Richard.
El doctor abrió la puerta y se dispuso a salir, pero el paso que había
iniciado no llegó a posarse en el suelo. Ambos se quedaron atónitos.
—Buenas tardes —dijo el sargento de policía mientras se tocaba el borde
del gorro a modo de saludo, dirigiéndose a sir Richard—. Soy el sargento
Pileggi. He venido de la comisaría puesto que sé que la salud de su hija no le
permite ir a prestar declaración. Necesito preguntarle ciertas cuestiones con la
máxima urgencia, sir Richard. Acerca del… desagradable incidente en el que
se vio envuelta hace unos días. Quizás pueda aportar alguna información
relevante para la investigación. Hasta el este momento, se trata de la única
testigo directa que existe. Salvo el propio asesino, claro. Su testimonio es
muy valioso.
Sir Richard enrojeció. El atrevimiento de aquel hombre le pareció
intolerable. ¿Cómo se atrevía a presentarse así, sin más, en su casa? De
ningún modo iba a permitirle interrogar a su hija mientras yacía en cama,
enferma.
—Mire, sargento… Pileggi. Mi hija no puede recibirle por encontrarse
gravemente enferma. Ignoro si ustedes, la policía, quiero decir, acostumbran
a irrumpir en casa de la gente como si de una taberna se tratase, pero le
aseguro…
—No me interprete mal, sir Richard —interrumpió el sargento—. Es
cierto que debí avisar primero, pero las características del caso que nos atañe
son, digamos, muy especiales. Jamás me habría presentado aquí de no ser por
ese motivo, créame. Si le he ofendido, le pido disculpas, pero si pudiese
hablar con su hija unos minutos quizás podamos evitar la muerte de más
personas. Es posible que su hija viese algo o a alguien y nos ayude a atrapar
al malnacido que hizo aquello antes de que pueda reincidir. Si es que
pretende hacerlo, quiero decir.
Sir Richard se tragó la réplica que tenía en los labios y dirigió una mirada
inquisitiva al doctor. Este asintió con un gesto conciliador.
—Solo unos minutos, sargento. Y le sugiero que se tome muy en serio
esta advertencia. Detestaría verme obligado a tomar algún tipo de medida si
usted la agobia, créame. Sabe perfectamente que no le conviene indisponerse
con alguien como yo.
El sargento Pileggi no se amedrentó. Sin embargo, era consciente de que
estaba delante de un hombre poderoso que cumpliría su palabra y arruinaría
su vida, de modo que decidió que lo más sensato sería plegarse a sus
exigencias. Ya habría tiempo para hablar más extensamente con la hija de ese
petulante engreído. De momento solo quería recoger las impresiones de la
chica, así que asintió, con el tono más humilde que pudo forzar.
—Por supuesto. Solo necesito diez minutos, he de preguntarle un par de
cosas. Es de vital importancia, se lo aseguro. Se trata de resolver un
espantoso asesinato. Y de no permitir que se repita.

6
La duda

—No me explico cómo te atreviste a entrar en un lugar así, Faith. —


Constance acercó su silla al lecho de Faith, quien a su vez se incorporó
recostándose sobre un montón de almohadas—. Cualquier mujer decente se
abstendría hasta de echar un vistazo desde fuera y tú vas y ¡hala! hasta el
fondo.
—Si he de serte sincera, ni yo misma sé cómo ocurrió todo. El recuerdo
que guardo es un poco… difuso. Recuerdo que me llamaron. Una voz
desconocida me instó a entrar en aquel callejón y luego… bueno, no puedo
explicarte cómo llegué allí ni cómo encontré a… a…
Un silencio tenso se abrió camino entre las dos. Ninguna quería entrar en
el tema que habían estado evitando todos esos días. Tanto Constance como
Sir Richard habían acordado no mencionar nada acerca de los detalles del
asesinato delante de Faith hasta que se repusiera de su malestar. Lo que le
habían relatado resumía de una manera muy sucinta la macabra realidad.
Al final, tras unos momentos de indecisión, fue Faith quien, cubriéndose
el rostro con las manos, se echó a llorar.
—¡Dios mío, tuvo que ser horrible! Pero no puedo recordarlo, Constance,
¡NO PUEDO! Cuando abrí los ojos estaba tendida en la acera con toda
aquella gente mirándome. La cabeza me daba vueltas. Luego me trajeron a
casa y mi padre me contó todo, lo de Daisy, ¡Qué horror! Allí muerta. Era tan
agradable y tan trabajadora. —El llanto de Faith se intensificó y no pudo
seguir hablando. Constance le tomó una mano y le dio unas palmaditas con la
intención de tranquilizarla.
—No te preocupes, querida. Es por la impresión. Con el tiempo,
recordarás, aunque quizá fuera mejor que no lo hicieras. Al menos, si fuera
en mi caso, yo preferiría no… Unos golpes en la puerta la interrumpieron.
—Adelante —dijo Constance.
La puerta se abrió con suavidad. Un policía alto y robusto entró en la
habitación. La conversación quedó suspendida por la sorpresa, dibujada en el
rostro de ambas mujeres.
—Buenas tardes. Soy el sargento Pileggi, Mitch Pileggi. Necesito hablar
con lady Faith Thornton. Supongo que es usted.
Faith se sonó la nariz e intentó recomponerse en la medida de lo posible.
El policía se quitó el casco en un gesto de respeto y carraspeó antes de hablar.
Constance no pudo ni articular palabra, conmocionada como estaba por la
aparición inesperada del policía allí, en el dormitorio de su amiga. Fue esta
última quien habló, con una voz llena de hipidos, pero firme.
—Así es —contestó Faith, aún sollozando—. Tome asiento, sargento.
El sargento Pileggi no se movió ni un milímetro de donde se hallaba,
como si estuviese clavado al suelo.
—Gracias, pero estoy bien de pie. —El aspecto en extremo demacrado de
la joven impresionó al sargento. Había esperado encontrarse con una
melindrosa heredera de la alta sociedad con más cuento que malestar pero
aquella mujer más parecía un cadáver, blanca como un papel y con unas
ojeras que le invadían el rostro entero. De repente se sintió como un intruso
en aquella habitación, comprendió que se había precipitado al entrar de esa
forma en aquella casa arriesgando su carrera. La chica estaba enferma de
verdad y dudaba que pudiera obtener algo coherente y útil de ella—. Si se
encuentra indispuesta puedo volver en otro momento. Tampoco quisiera
importunar indebidamente. Aunque necesito aclarar unas cosas, supongo que
podemos aplazarlo hasta mañana o pasado.
—No se preocupe, este momento es tan malo como cualquier otro. Me
imagino el motivo de su inesperada —Faith remarcó la palabra— visita.
Dígame en qué puedo ayudarle, aunque ya le adelanto que apenas si recuerdo
algo de lo que ocurrió en el callejón.
«Vaya, sí que tiene arrestos. A pesar de las apariencias, el tono de voz es
firme y seguro. En fin, Mitch, ya que te has metido en el charco, hazlo hasta
el fondo» pensó el sargento.
Se entretuvo un par de segundos observando a Faith, sopesando la
siguiente jugada. La miró con suspicacia. Esa joven no tenía la apariencia de
ser capaz de hacer lo que le habían hecho a la víctima pero su olfato de
policía detectaba un extraño olor en todo aquello. A lo largo de los
numerosísimos casos que había investigado, jamás se había encontrado ante
un hecho tan inusitado como una joven aristócrata descubriendo un cadáver
—o siendo testigo del crimen, o algo peor— en medio de montones de basura
y desperdicios. Por mucho que fuera una dama de alta cuna, bien podía ser la
autora del crimen. Cosas más inverosímiles había tenido que ver a lo largo de
su dilatada carrera como policía.
—Simplemente me gustaría que me respondiese a unas sencillas
preguntas, ejem, en privado. —Y dirigió una mirada elocuente a Constance.
Esta le miró con un aire de testarudez, sin levantarse de su silla.
—Pero lady Thornton no se encuentra en condiciones de… aún no se ha
repuesto…
—Constance —Faith interrumpió la tosca excusa de su amiga—, el
sargento tiene razón. Por favor, déjanos a solas. No te preocupes, estaré
perfectamente.
Constance aún dudó unos momentos antes de abandonar su asiento.
—Me quedaré en la salita, al final del pasillo. Si necesitas algo, llámame.
—Constance salió, dirigiendo al sargento una mirada por encima del hombro.
«Me revientan estas señoritingas estiradas. Sólo por el dinero que tienen
sus familias piensan que su mierda huele mejor que la de los demás», pensó
Pileggi al tiempo que ella pasaba indignada por su lado. Cuando la puerta se
hubo cerrado, el sargento se acercó al lecho donde yacía Faith y se acomodó
en la silla que Constance había desocupado.
—Si me lo permite, aceptaré su oferta de antes; quiero decir en lo
referente a la silla. —Esbozó una ligera sonrisa de sabueso. Era un hombre
cuarentón, de cabello ralo, muy rubio. Un delgado bigote realzaba su boca, de
labios finos y expresión severa—. Si no le parece mal, soy partidario de ir
directamente al grano, de evitar los rodeos innecesarios —Faith otorgó con
un gesto de asentimiento—. Dígame, lady Thornton, ¿Qué era exactamente lo
que hacía usted en ese callejón? Comprenderá que no es el lugar más
indicado para una dama de su posición.
—Está usted en lo cierto, sargento… ¿Pileggi? No sólo no es el lugar
indicado, sino que yo jamás habría entrado allí, y menos yo sola, de no ser
por…
Durante un par de segundos de indecisión, Faith no supo cómo concluir la
frase y el sargento permaneció expectante, hasta que no pudo contenerse más.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
—Verá, sargento, no sé si me va a creer, pero… me llamaron. Una voz me
ordenó que entrase allí.
—¿Cómo? ¿Dice usted que alguien la llamó y usted obedeció, sin más?
—Incluso a mí misma me cuesta creerlo, pero… no tuve elección. Fue
como si una irresistible corriente de aire me obligase a hacerlo. Durante unos
momentos deseé escapar de allí, pero después… no lo recuerdo. Sólo sé que
seguí adelante y lo siguiente está borrado de mi memoria, de verdad. Quizás
las piezas vuelvan a encajar en algún momento, pero me temo que ahora no
puedo serle de gran ayuda. En cuanto mis recuerdos se despejen, yo misma
iré a la comisaría y se lo haré saber, se lo aseguro. Puede usted confiar en mi
palabra. Nunca falto a ella.
—Bien. Supongo que cuando se mejore podremos determinar los detalles
con más precisión. —El sargento se acomodó en la silla—. Supongo que sabe
que la víctima era su criada, una tal Daisy Smith.
Faith notó cómo las lágrimas volvían a rodar por sus mejillas. El labio
inferior le temblaba ligeramente. Sorbiendo la nariz y respirando con fuerza,
consiguió decir:
—Sé quién era la víctima. Me lo han contado, porque gracias a Dios no
consigo recordarlo. Daisy no era una criada, sargento. Era mi doncella
personal, y la apreciaba muchísimo. Yo no soy la clase de persona que
desprecia a los demás por su condición social, no se equivoque. El personal
que trabaja en esta casa es tratado con el debido respeto y atención. Y ella era
especial para mí. —Faith se detuvo para sonarse la nariz—. Aún me resulta
difícil de creer que no va a aparecer por esa puerta para preguntarme si
necesito algo más antes de marcharse.
—Ya veo. —Pileggi sacó de su bolsillo una pequeña libreta y un lápiz e
hizo un par de breves anotaciones—. Y también le han explicado lo que le
hicieron a su doncella, ¿verdad?
—Pues… no. Nadie ha entrado en detalles, supongo que para no herir mi
sensibilidad; lo cual, a decir verdad, me parece absurdo. No soy ninguna
damisela pusilánime, sargento. La vida me ha hecho madurar más rápido de
lo debido, pero esta circunstancia también tiene su lado bueno, créame.
—Como guste, lady Thornton. Veo que, además de ser una dama, es usted
una persona de carácter. De todas formas, estuvo presente en el escenario, y
tarde o temprano lo recordará, así que supongo que no está demás que se
vaya preparando. —«O quizá ya estés preparada», pensó. Su sexto sentido de
policía sonaba como una sirena. Aquella mujer no tenía ni la pinta ni la
mentalidad de un asesino, pero allí había algo que no terminaba de encajar—.
Lo que le voy a explicar ahora es confidencial, los detalles han sido ocultados
a la prensa para evitar que cunda el pánico y que la investigación se vea
entorpecida. —El sargento miró fijamente a los ojos de Faith antes de
continuar, atento a cualquier reacción por mínima que fuese—. El asesino de
su doncella se ensañó con ella. Creemos que utilizó un enorme cuchillo con
el que la abrió en canal. Luego se llevó el corazón y el hígado. Obviamente
no sabemos por qué lo hizo. Y una cosa más antes de marcharme, lady
Thornton, y necesito que haga un esfuerzo de memoria. ¿Recuerda usted
haber visto a alguien salir o entrar en el callejón? Solo posee una entrada y
existe únicamente la puerta trasera de un local de mala nota que da al
mismo… ¿qué me dice?
Faith no dijo nada. Boquiabierta y pálida, su mirada estaba perdida en la
lejanía. Ya no le escuchaba, solo intentaba imaginar el cuerpo deshecho de
Daisy. El terror la paralizó cuando pensó que un día lo recordaría todo.

7
Reencuentro
Cuando la pequeña comitiva llegó por fin a la casa de campo de los
Thornton, todo estaba listo para que los señores se sintieran como en la casa
de la ciudad. Constance finalmente había conseguido persuadir a Faith para
que le permitiese acompañarla en su viaje.
Al tiempo que la servidumbre descargaba los equipajes y sir Richard
repartía instrucciones al personal, ambas jóvenes permanecieron unos
instantes contemplando el frescor de la naturaleza que las rodeaba. El calor
estival ya empezaba a notarse con fuerza pero el verde no se había retirado
aún de los campos ni de los jardines de la casa de campo de los Thornton.
Mientras Faith miraba en derredor con aire abstraído, Constance
observaba con preocupación a su amiga, que parecía aún más pálida tras la
visita de aquel sargento de policía. «No debí dejarles a solas», pensó, «Faith
aún no estaba en condiciones de soportar un interrogatorio». No sabía cómo
romper aquel silencio incómodo, así que optó por lo más manido en estos
casos: un tópico.
—La idea de tu padre de venir aquí unos días me parece totalmente
acertada, querida. El aire puro del campo y la tranquilidad te ayudarán en tu
recuperación. Estoy segura.
Faith no volvió el rostro para contestarla. Con la vista perdida en un grupo
de árboles que se perfilaba en el horizonte, respondió con voz desganada,
como si hablar le costase un enorme esfuerzo.
—No sé qué decirte, Constance. Sabes que detesto venir a esta casa, los
días se me hacen eternos sin nada que hacer. —Levantó una mano para
detener la réplica de Constance, que abrió la boca dispuesta a justificarse—.
Pero tienes razón en que necesito un poco de sosiego, los acontecimientos de
los últimos días me han dejado exhausta. Aún me cuesta creer lo que le
hicieron a la pobre Daisy, y temo que llegue el momento en que recupere la
memoria. Imagínate, puede que viera al asesino y su rostro esté escondido en
algún recoveco de mis recuerdos perdidos.
—No lo pienses, Faith. Simplemente descansa. Aprovecha estas semanas
que pasaremos aquí para olvidarte de tus obligaciones habituales y de todo lo
ocurrido. Por eso he venido contigo, la soledad no es buena compañera.
Saldremos a pasear cuando el sol decline, leeremos y coseremos juntas, si eso
es lo que te apetece.
A Faith le molestaron el tono condescendiente y la actitud superficial de
su amiga.
—No tomes a la ligera mis palabras, Constance, ¿no te das cuenta de lo
que eso implica? Si vi a ese hombre y él me vio a mí, entonces no querrá
dejar ningún testigo con vida… ¡Vendrá por mí! Ahora no lo recuerdo, pero
en cualquier momento y sin previo aviso me podría convertir en su ejecutora
¿no lo ves?
Constance no había reparado en ese detalle y, a pesar del temor que las
palabras de Faith despertaron en ella, trató de quitar importancia al asunto
para sosegar la inquietud que devoraba a Faith.
—Vamos, Faith, no te precipites. —Constance intentó tranquilizarla
dándole unos suaves golpecitos en el brazo—. No sabemos si nada de todo
eso es cierto. Es perfectamente posible que no vieses al asesino ni él a ti.
Todo son elucubraciones tuyas. Si la policía sospechase siquiera…
—¿Es que no me escuchas? ¡La policía no sabe nada! Están dando palos
de ciego en busca de alguna pista sobre la identidad del asesino, y la única
persona que puede ayudarlos soy yo… si vivo para contarlo.
—¡Oh, vaya! En ese caso nos encargaremos de que no estés sola ni un
minuto al cabo del día. —Constance intentó aparentar más despreocupación
de la que realmente sentía—. Déjame a mí esa parte, ya verás cómo pasado
un tiempo tus temores desaparecen. Además de tu padre, estamos James y yo,
y la servidumbre…
—Gracias por venir, Constance. —Faith dedicó una lánguida sonrisa a su
amiga. Su expresión se dulcificó durante unos momentos—. No sé cómo es
posible que todo esto haya ocurrido, pero te agradezco la compañía y los
ánimos, aunque no me consuelen mucho.
—¿Qué otra cosa podía hacer, tonta? ¿Para qué están los amigos? Dentro
de una temporada todo esto te parecerá mentira, créeme. Las nubes negras
pasarán y el cielo volverá a ser azul. Por cierto, esas nubes amenazan
tormenta —dijo, elevando la vista hacia el cielo—. Será mejor que entremos.
El cielo, encapotado, se fue oscureciendo progresivamente. Se levantó
uno de esos vientos veraniegos cargados de humedad y de electricidad
estática, que arrastran el polvo, las hojas y las pajas que el calor deposita
cuidadosamente hora tras hora. Se acomodaron en sus habitaciones y se
refrescaron, despojándose del cansancio del viaje. Bajaron cuando la
servidumbre fue a avisarlas de que se iba a servir la cena.
Apenas hubieron acabado de cenar, estalló el aguacero. Los relámpagos
cruzaban el firmamento bañándolo todo en una cegadora luz que hacía que
volviese el día durante un par de segundos para luego volver a sembrarlo todo
de negrura. Se dispusieron a cerrar puertas y ventanas y se aseguraron las
contraventanas en sus soportes para que no golpearan a causa del viento.
—Acompáñame al piso superior, Constance. —Sir Richard ya subía los
primeros peldaños de la amplia escalera que partía del hall—. Tú, Faith,
querida, puedes ocuparte de la planta baja junto con la servidumbre. Cerrad
bien todas las ventanas o la casa se anegará de agua. Frances —se dirigió a
una de las doncellas—, cuida de que el fuego de la chimenea no se apague.
Ve al cobertizo y trae más leña, si es preciso.
Todos se distribuyeron con presteza para ir cerrando los postigos de los
grandes ventanales. Faith se dirigió al gran salón. Cuando ya había acabado
la mitad de las tareas, una ráfaga de viento derribó el retrato de su madre que
descansaba sobre un regio aparador.
—¡Oh, vaya! Al final saldremos todos volando…
Sin perder ni un segundo, corrió a ponerlo de nuevo en su lugar. Un
relámpago iluminó la habitación. El gran espejo que colgaba de la pared por
encima del aparador reflejó la luz cegadora por un instante. También reflejó
una silueta contra el perfil de una ventana situada frente a él.
Una silueta masculina.
«Hola, querida. Volvemos a vernos.»
Faith se volvió, con el corazón a punto de salir por la boca, apoyada
contra el mueble. Era él. Todo regresó a su mente en tropel, sin orden, como
las aguas desbocadas cuando una presa se quiebra. Volvió el dolor, el
espanto, la sangre, todo. Sintió cómo un nudo atenazaba sus entrañas. Sus
sospechas se habían hecho realidad.
Apenas si pudo hablar. Un hilo de voz casi inaudible consiguió abrirse
paso a través de su garganta.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
Faith se agarró las manos en un vano intento de disimular su pánico. Miró
a los lados en busca de algo con que defenderse. Nada. Estaba acorralada.
El hombre entró en la casa de un salto, por encima de la poyata de la
ventana. Era alto, de constitución más bien delgada. Vestía de forma
elegante, chaleco y levita con un corbatín. Su rostro, inicialmente oculto por
el contraluz, se dibujó perfectamente a la luz de un nuevo relámpago. De
nariz afilada y facciones angulosas, dos rasgos destacaban en aquella cara. El
primero, una enorme cicatriz que comenzaba en la parte alta del pómulo
izquierdo y llegaba hasta la barbilla. El segundo, unos insondables ojos
oscuros que irradiaban maldad y odio. Faith no pudo evitar sentirse invadida
por un terror nunca antes experimentado. Por un momento pensó en gritar
para alertar a todo el mundo, pero él la contuvo.
«Ni se te ocurra. Sabes que no te conviene.»
El hombre se acercaba lentamente. Faith se sentía inmovilizada, como una
gacela delante de un león, paralizada por su propia indefensión y por la
certeza de que su fin estaba próximo.
«No te preocupes. Tu momento aún no ha llegado.»
Cuando la distancia que los separaba podía ser cubierta en un par de
pasos, él alargó el brazo, pero ella se escabulló, haciendo caer un jarrón con
flores que se estrelló contra el suelo. El desconocido fue más rápido, y la
agarró por una muñeca.
«¿Pretendes escapar de mí? No seas estúpida, querida. Sabes que eso no
es posible.»
Entonces la garganta de Faith se liberó. El alarido puso los pelos de punta
a los habitantes de la casa.
8
¡Busquen a mi hija!

Todos acudieron presurosos al salón, con las lámparas de aceite colgando


de la mano, pero éste se hallaba vacío. Las luces proyectaban fantasmales
sombras de los allí presentes sobre las paredes y el techo. En sus rostros
miradas aterrorizadas por el grito desgarrador que habían oído.
No se veía ni rastro de Faith. Sólo los pedazos del jarrón roto en el suelo
en medio de un pequeño charco que formaba el agua derramada y las flores
esparcidas recordaban su presencia.
Una ventana permanecía abierta. El viento azotaba las cortinas, que se
agitaban como poseídas por almas en pena, y la lluvia entraba por el espacio
abierto empapando el suelo. Los relámpagos alumbraban la escena
proyectando las imágenes como si todos hubieran ralentizado sus
movimientos.
—¡Hay que encontrar a mi hija! —bramó sir Richard—. ¡Buscad por
todas las habitaciones! ¡Comprobad que la puerta de la calle esté cerrada!
La servidumbre, confusa, permanecía inmóvil.
—¡Venga, inútiles, daos prisa! ¿Qué estáis mirando?
Los criados cobraron movimiento con la misma celeridad que si se les
hubieran azotado con un látigo. Cinco segundos después solo sir Richard
permanecía en el salón, tenso e impotente. «No debería haberme separado de
ella, no sé cómo he podido dejarla a solas». Sus pasos iban y venían,
impacientes, esperando que alguien dijera que Faith simplemente se había
sentido cansada y se había tumbado a dormir en una cama. «¡Qué estúpido
eres, Richard! Fue ella quien gritó, y ahora no está aquí». La evidencia llamó
a la puerta de sir Richard. A punto estaba de abrir la boca para llamar a todo
el mundo cuando volvieron por sí mismos, jadeando como búfalos.
—Su hija no está en la casa, sir Richard —exclamó Perkins—. No hemos
hallado ni rastro de ella y hemos revisado hasta el último rincón.
—¡Pues claro que no, imbécil! —bramó encolerizado—. ¡La respuesta
está ahí, delante de nuestras narices! —añadió, señalando la ventana que
nadie se había molestado en cerrar.
Constance lanzó un sollozo, cubriéndose el rostro, horrorizada.
—Pero ¿qué podría impulsar a Faith a salir en una noche así y por una
ventana?
—Quizás no salió por su propia voluntad, Constance ¡Bastian, ven
conmigo! —Sir Richard se dirigió al jardinero—. Vamos afuera. La única
posibilidad lógica estriba en que haya salido por esa ventana. O en que la
hayan sacado ¡Maldita sea! ¡Ordené de forma muy clara que nadie la dejara a
solas!
Todos bajaron la mirada, arrepentidos. Constance se lo reprochó a sí
misma en silencio. Sir Richard estaba en lo cierto. Jamás debería haber
permitido que Faith se quedara sola ni un segundo. Habían venido al campo
para que descansase y para alejarla de lo ocurrido. Recordó a Faith diciéndole
que ella era la única testigo del horrible crimen, que el asesino bien podía
acceder a ella para eliminar esa amenaza. Un estremecimiento la sacudió. No
quería ni pensar en semejante posibilidad. Tenía que haber una explicación
racional para que Faith saliera por la ventana, si es que lo había hecho.
—¡Señor, señor! —La voz provenía del exterior— ¡Vengan aquí, rápido,
por favor!
Todos se acercaron en tropel a la ventana. La lluvia empapó sus rostros y
sus ropas al instante, pero la inquietud les impidió darse cuenta.
—¡Es Frances! —dijo Bastian—. ¡Fue a por leña y aún no ha regresado! Está
ahí fuera. —Señaló hacia el exterior con un dedo.
Salieron corriendo al jardín. Allí, en medio de la lluvia torrencial, junto a
un macizo de violetas, la silueta de Frances se recortaba oscura bajo el brillo
de los incesantes relámpagos. A sus pies, un cuerpo yacía inmóvil.

9
Urdiendo planes

—Le digo que hay algo en esa mujer que no me inspira confianza. Su
declaración me pareció, como mínimo, confusa. Oculta algo, estoy seguro.
Me apuesto el bigote.
El sargento Pileggi se hallaba sentado en un sillón de cuero frente a una
enorme mesa de caoba, llena a rebosar de papeles y carpetas. Al otro lado de
la mesa, el adusto semblante que le escuchaba atentamente no se perdía
detalle. Sus pequeños ojillos oscuros se habían ganado a pulso la fama de ser
difíciles de engañar.
Aunque estaban hablando en la oficina del director de la comisaría, no era
este el interlocutor del sargento. Se trataba del inspector Higgs, cuyo
despacho se había mojado y puesto patas arriba con la tormenta de la noche
anterior. Una de las ventanas había estallado y la lluvia torrencial se había
encargado del resto.
El inspector era un hombre menudo, entrado en los cuarenta. También
estaba entrado en carnes, pero nadie que le conociese, exceptuando quizás su
esposa, se habría atrevido a sugerirle semejante cosa. Su pelo, canoso y
rebelde, se empeñaba en permanecer enhiesto desafiando a la ingente
cantidad de fijador que se aplicaba. Tenía por costumbre fumar en pipa, lo
cual irritaba sobremanera a Janice, su secretaria, quien, a pesar de todo, se
había atrevido a observar lo molesto de aquel «maloliente objeto». El
inspector se había girado con intención de replicar enérgicamente, pero la
feroz mirada de Janice había retenido las palabras en su garganta, en una
ocasión sin precedentes, al menos que el inspector recordase.
—Tenga cuidado, sargento. No dudo de su intuición ni de su competencia,
por supuesto, pero tenga en cuenta que está hablando de una dama que
pertenece a la alta sociedad. Su padre es un noble. Cualquier error tendría
para nosotros, especialmente para usted —esto último lo recalcó con especial
énfasis—, consecuencias irrevocables. Ándese con cuidado, camina sobre
terreno resbaladizo.

—Lo sé, inspector, pero creo que deberíamos vigilarla de cerca. Hay que
buscar una manera de no perder de vista a esa joven sin ofender su condición.
Intuyo que, aún siendo inocente, nos puede conducir al verdadero culpable.
No olvide, inspector, que ella estuvo en la escena del crimen antes que
ninguna otra persona viva, salvo el propio asesino. Es posible que incluso le
viera, que presenciara la escena o una parte de la misma. Yo diría que se trata
de una pieza clave en nuestra investigación. Puede que estemos hablando del
propio criminal. No hay que fiarse de su condición social. No iba a ser el
primer caso.
—Supongo que a alguien con tantos años de experiencia en la policía no
he de advertirle hasta qué punto puede llegar con sus pesquisas en el seno del
hogar y de la familia de sir Richard. Se trata de un noble, no de un ciudadano
cualquiera. Mire bien dónde pisa. Ningún juez se pondrá de su lado en un
juicio. Salvo que las pruebas que presente sean absolutamente irrefutables
¿me explico con claridad?
El sargento se revolvió en su sillón, incómodo. Tenía una corazonada que
apuntaba directamente a la hija de sir Richard Thornton, pero se daba cuenta
de que las convenciones sociales y el rancio clasismo no se lo iban a poner
fácil. «He de llegar a ella como sea. Me introduciré en su casa disfrazado de
carbonero, si es preciso», pensaba mientras el inspector Higgs le hacía los
cargos de lo imposible de su propósito.
El inspector no ignoraba que cuando al sargento se le metía una idea entre
ceja y ceja arremetía contra todo para lograr su propósito. Entonces una idea
fugaz y atrevida, cruzó la mente de Pileggi como un destello de impávida luz
atraviesa una fisura en el techo de una oscura caverna. Una sonrisa fue
invadiendo su rostro como la luna llena rebosa en un cielo nocturno
despejado.
—¿Me está escuchando, sargento? —El inspector tenía un aspecto más
bien malhumorado—. Por su expresión se diría que está muy lejos de aquí.
—Hay una cosa que puede intentarse. —El inspector enarcó una ceja,
gesto habitual en él que denotaba el escepticismo más puro—. De todos es
conocido el hábito de la dama por rodearse de personas… digamos ajenas a
su condición social. Lady Faith tiene por costumbre relacionarse y alternar
con gente perteneciente a cualquier clase social. De hecho, en repetidas
ocasiones se ha rumoreado el choque que esta liberal costumbre le ha
ocasionado con el tradicional sir Richard.
El inspector le alentó a continuar con un gesto de la mano. El sargento
Pileggi solía tener unas ideas bastante productivas. A veces un poco
extravagantes, pero efectivas. Y en un caso como el que tenían entre manos,
eso era lo que a la postre importaba.
—Explíquese, sargento. Creo que he perdido el hilo de sus pensamientos.
—No podemos entrar en su casa a la fuerza, pero quizás ella sea tan
amable de invitarnos por su propia voluntad.
—Estupendo —afirmó con sarcasmo el inspector—. ¿Y cómo piensa
usted convencerla, si se me permite la pregunta?
—Dejaremos que la naturaleza actúe, claro. —Se volvió y, a través del
cristal de la puerta, se quedó mirando al agente Hedges, que en aquel
momento se hallaba en su mesa revolviendo unos papeles con cara de malas
pulgas. El joven había sido destinado a esa comisaría apenas un par de meses
antes. Se trataba de la aproximación más perfecta que Pileggi hubiera
conocido al ideal de belleza griego. Era alto, atlético y fornido. De cabello y
tez morenas, sus cejas enmarcaban unos llamativos ojos azules y el conjunto
venía rematado por una resplandeciente e irresistible sonrisa. De todos era
conocido cómo las jóvenes suspiraban por él apenas pasaba por delante de
ellas. La madre naturaleza se había esforzado en crear un perfecto reclamo
sexual. Sin embargo, la envoltura engañaba. El agente Hedges era suspicaz e
implacable en contra de lo que su aspecto de frívolo Casanova parecía sugerir
—. Simplemente acercaremos los polos opuestos y dejaremos que el
magnetismo actúe, ¿le parece?
El inspector Higgs había seguido, incrédulo, la mirada del sargento. Una
sonrisa maquiavélica asomó a sus labios.
—Es usted sorprendente, sargento. Jamás se me hubiera ocurrido utilizar
este tipo de… recurso. De todas maneras, tendremos que seguir este asunto
de cerca usted y yo. El agente Hedges es competente pero joven e inexperto.
Nosotros somos perros viejos en estos lares. No quiero que todo quede bajo
su responsabilidad, no es más que un jovenzuelo inexperto en estas lides ¿me
entiende?
—Por supuesto, inspector. Le mantendré informado en todo momento.
Déjelo en mis manos. Si la cosa no sale como está previsto, siempre podemos
echarnos atrás ¿no? De todas formas, el hecho de que pongamos en marcha la
estrategia que le propongo no impide que la investigación siga su curso
habitual ¿no es así?
El inspector no había estado más perdido en su dilatada carrera policial.
—No le entiendo, sargento, se lo aseguro. Ahora sí que me ha dejado
confuso. ¿Qué pretende insinuar?
—No insinúo nada. Solo afirmo que, aunque encomendemos esta misión
«paralela», por así llamarla, al agente Hedges, me encargaré de seguir la
investigación habitual con Wilkes. Es un buen agente y sabe mantener la
boca cerrada. Solo nosotros tres sabremos que el caso sigue un curso
paralelo. Nosotros y mis superiores, claro está. Resultará duro defender un
procedimiento como este, pero ya me encargaré yo. Hedges pensará que todo
el peso de la investigación está en sus manos, pues de lo contrario podría,
digamos, reducir su empeño en vigilar a lady Thornton si sabe que su labor es
meramente «de campo». Confío en que al final tendremos a nuestro asesino
acorralado… sea quien sea.
—Bien. —El inspector hizo ademán de levantarse—. Espero que esté
usted en lo cierto. Estamos arriesgando mucho y es su cabeza la que se pone
en el tajo, sargento. Lo que propone es complicado, pero quiero pensar que
dará resultado. No deje de tenerme al tanto de los avances que se produzcan.
Sea consciente de la enorme responsabilidad que se está echando sobre los
hombros.
—Lo soy, inspector. El plan funcionará. No me cabe la menor duda.

10
Hablar en sueños
—Su hija se encuentra extremadamente grave, sir Richard. —El doctor
enjugó el sudor que empapaba su frente con la manga de la camisa. La noche
en la casa de campo de los Thornton se había vuelto bochornosa tras la
terrible tormenta. Faith yacía en su cama, pálida como la luna que había
quedado suspendida en el cielo tras retirarse las nubes. Su aspecto semejaba
al de una estampa medieval de la muerte. El rostro cansado del doctor se
había vuelto para mirar a su interlocutor que, angustiado, se retorcía las
manos presa de la desesperación y la impotencia—. Ni siquiera sé qué
recetarle. La fiebre no parece responder a ninguna causa fisiológica pero no
remite. Le sugiero que le den un baño en agua fría y que le apliquen paños
húmedos sobre la frente. Esta noche es decisiva. Si le parece oportuno,
dormiré aquí, en su casa.
Constance permanecía en la habitación por si podía ayudar en algo. Se
sentía culpable por haber dejado sola a su amiga. También estaban presentes
Perkins, el mayordomo, quien permanecía en un segundo plano junto con una
de las doncellas, dispuestos a recibir órdenes del doctor o de sir Richard. Este
último se mantenía atento a las indicaciones del médico, y no necesitó
pensarlo dos veces. Apenas si dejó al doctor acabar la frase.
—No faltaría más, doctor. Si quiere envío aviso a su esposa, estará
preocupada. Perkins, avise al cochero para
que…
—No es necesario —interrumpió el doctor con la mayor cortesía de la que
fue capaz—. Ya le dije cuando salí de casa que probablemente no volvería
hasta mañana. Y menos según están los caminos. Aventurarse a salir en una
noche como esta ha sido una verdadera locura. No me malinterprete, ha
hecho bien en avisarme dado lo… particular —la voz le vaciló al escoger la
palabra, se había quedado estupefacto cuando le refirieron los hechos. El
comportamiento de Lady Faith durante las últimas semanas había resultado
chocante, sobre todo tratándose de una persona tan estable y sensata como
ella— de la situación. Estando aquí podré vigilar su evolución de cerca y
estaré a mano si sucede algo imprevisto.
—¿Imprevisto? ¿Acaso pretende decir que…?
—En absoluto. —El doctor disipó la duda de sir Richard con un revoloteo
de su mano—. Simplemente hablaba de un modo hipotético, no estaba
preconizando ninguna circunstancia fatal. Lo que sí me gustaría es poder
descansar un poco. Recuerden lo del baño y los paños. Mañana estaré en
condiciones de hacer un diagnóstico más preciso, según se desarrolle la
noche. Avísenme ante el más mínimo cambio.
—Asó lo haremos, doctor. Vaya usted y descanse, por favor. Sarah —
Hizo un gesto hacia la doncella—, prepara una de las habitaciones de
invitados para el doctor. Y explícale a Frances lo que el doctor ha
recomendado para lady Faith.
—Yo me ocuparé personalmente del baño, si no le importa —observó
Constance—. Me quedaré más tranquila. Voy a la cocina para avisar y que
preparen la bañera.
—Está bien, como desees, Constance. Yo permaneceré aquí hasta que
todo esté listo. Le ruego una vez más, doctor Smith —aseveró mientras el
médico se retiraba en compañía de Perkins y Sarah—, que disculpe lo
intempestivo de mi llamada. Ha sido muy amable al arriesgarse a salir en
estas circunstancias, aún arriesgando su persona.
—Por favor, sir Richard. Asistí al parto cuando lady Faith nació y desde
entonces he sido el médico de la familia cuando acuden aquí. Para mí es un
honor la confianza que depositan en mí. Me retiro, si no dispone otra cosa. —
Inclinó la cabeza en un gesto que intentaba remedar una reverencia.
—Naturalmente, doctor. Yo la velaré hasta el amanecer y me encargaré
personalmente de renovar los paños. Le avisaré si hay novedad.
Sir Richard volvió a urgir a la doncella que preparasen el baño para su hija
y una habitación para el doctor. Había mandado a buscarlo bien avanzada la
noche, en medio del temporal, y él había accedido a venir sin objeciones.
Cuando Frances había encontrado el cuerpo de Faith tendido en el barro del
jardín, él la vio tan pálida que temió lo peor. Sin embargo, tras el susto
inicial, habían comprobado que seguía viva. Al no presentar ningún tipo de
herida, todos habían estado de acuerdo en que se trataba de un simple
desvanecimiento y la habían trasladado al interior de la casa.
Un pensamiento sacudía a sir Richard. La duda le quemaba por dentro:
¿por qué había salido su hija al jardín en medio del aguacero?, ¿qué podía
haberla impulsado a cometer semejante desatino, sobre todo después del
incidente que había sufrido en Londres? Lo peor era la incertidumbre. Solo
Faith poseía la respuesta, y su hija se hallaba con un pie en el más allá.
Los recuerdos volvieron poderosos y le llevaron hasta los funerales de su
esposa, cuando Faith aún era una niña. Pensó con remordimiento de qué
manera se había apartado de su hija a partir de aquel momento, quizás porque
le recordaba a su difunta madre, quizás por simple cobardía, por no atreverse
a mirar a los ojos al futuro. La había dejado al cargo de una serie de
institutrices que se ocuparon de educar a la joven hasta que hubo alcanzado la
edad adulta y se había hecho cargo de la casa. Él, por su parte, se había
refugiado en el alcohol y en una vida disipada para olvidar el dolor, cualquier
cosa le había resultado válida con tal de evitar afrontar sus propios fantasmas,
y lo había hecho a costa de lo que más quería en el mundo: ella, su propia
hija, la sangre de su sangre. Ahora lamentaba todo el tiempo perdido, veía
con qué ligereza se había desprendido de sus responsabilidades como padre y
se daba cuenta de que los años no podían vivirse de nuevo, todo iba quedando
atrás sin solución de continuidad.
El baño de Faith se llevó a cabo según lo prescrito. Una vez que la
enferma fue instalada de nuevo en su lecho, todos se fueron despidiendo y
retirándose.
Cuando le dejaron a solas en la habitación con Faith, sir Richard tomó la
mano en un gesto de cariño que nunca antes se había permitido exteriorizar.
—Ponte buena, hija mía, tenemos toda una vida por delante.
Faith se rebulló entre las sábanas, inquieta, ajena a todo lo que sucedía
fuera de sí misma.
—No… no… ¡déjame! ¡apártate de mí! —Entre sueños, su voz sonaba
pastosa, diferente.
Sir Richard sintió cómo su corazón se encogía. «Es por la fiebre. Delira».
Se dispuso a cambiar el paño de la frente por otro fresco cuando ella,
dormida, le sujetó la muñeca con una fuerza que le dejó boquiabierto. Jamás
habría supuesto que una joven de las características de Faith pudiera atenazar
el brazo con semejante dureza. Intentó zafarse de aquella garra que lo
aprisionaba, pero lo que ocurrió entonces lo dejó paralizado por la sorpresa.
Faith abrió los ojos y se fijó en él con una mirada desorbitada, vacía de
expresión. Seguía dormida, pero a sir Richard un escalofrío le partió la
espalda en dos. Ella se incorporó, hasta quedar sentada en el lecho, sin
soltarle. Tanto le apretaba que sir Richard no pudo evitar pensar que le estaba
haciendo daño en la muñeca. El estómago se le hizo un nudo cuando una voz
seca y llena de odio salió de la garganta de su hija.
—¡Te mataré! No te atrevas a interponerte o te mataré! ¡Lo juro!
Sir Richard quedó prendido de aquellos ojos, asustado como un conejillo al
que el zorro tiene acorralado. Aquella mirada no era la de su querida hija. De
un modo inconsciente pensó, sintió, que el mal se había hecho presente en
aquella habitación de un modo subrepticio, sin que pudiera precisar cómo o
en qué momento eso había ocurrido. Los suaves rasgos de Faith se veían
tensos, congestionados de una manera tan violenta y grotesca que él creyó
que no la reconocía.
Estaba a punto de tomar a su hija por los hombros y sacudirla para que
despertara cuando todo pasó. La ráfaga de violenta ira se disolvió en un
instante, tal y como había aparecido. El rostro de Faith de nuevo era el mismo
de siempre, su cuerpo cayó lánguido sobre la cama y de nuevo cerró los ojos
para proseguir con su sueño, más tranquilo el resto de la noche.
Sir Richard notó cómo la sensación de vacío sucedía a la sorpresa, a la
estupefacción y al miedo, dejándole una especie de resaca, una sensación de
extraña lejanía, como si todo no hubiera sido más que un mal sueño del que
acababa de despertar. Le pareció en aquel momento ser un náufrago que ve
alejarse la tormenta desde la playa donde fue arrastrado por las embravecidas
olas. Miró a su hija de nuevo. Dormía. Esta vez, con una expresión pacífica
pintada en el rostro.
El que no pudo dormir bien ni esa noche ni en mucho tiempo fue sir
Richard.
11
Nuevos amigos

Habían transcurrido unas semanas desde el incidente de la casa de campo.


Faith se había recuperado y todos habían guardado en su memoria los
acontecimientos bajo la etiqueta de «un mal sueño». Después de encerrar el
recuerdo bajo varias llaves, las arrojaron bien lejos para así asegurarse de que
jamás volvieran a aparecer. Sir Richard había dado órdenes expresas de que
no se mencionara nada acerca de aquel asunto delante de su hija, amenazando
con tomar represalias contra quien se atreviese a hacerlo.
El verano avanzaba y el calor se hacía opresivo en las horas centrales del
día. En el club de campo, a la sombra de unos arces, Faith, en compañía de
Constance, Percy y James disfrutaban del espectáculo de un partido de
cricket. En realidad, lo mismo Constance que Faith no seguían el juego con
mucho entusiasmo. Se abanicaban con elegancia mientras hacían un repaso
completo de la gente que allí se encontraba y compartían chismes acerca de la
vida de unos y otros.
Constance, poco a poco, se hizo habitual en la compañía de Percy
introduciéndose en los círculos sociales que él frecuentaba. Aún no había
conseguido acercarse tanto como hubiera deseado, pero en sus propias
palabras «era una cuestión de tiempo y de trabajo». A Faith le había parecido
en extremo gracioso que su amiga se tomase la relación como un «trabajo».
Mientras tanto, Percy se veía relajado junto a ella, pero no muy amoroso,
según Faith lo veía. Por supuesto, esto no se lo había mencionado a su amiga,
y pondría sumo cuidado en no hacerlo. Ya se encargaría el tiempo de poner
las cosas en su lugar.
James, por su parte, estaba más pendiente de Melissa Lakebold, la heredera
única de la inmensa fortuna de su familia. Melissa se hallaba sentada, junto
con sus padres y unos amigos de la familia, alrededor de una mesa arropada
por una enorme sombrilla con flores estampadas. Se encontraban a pocos
metros del grupo de Faith, tomando un refrigerio bajo la protectora sombra.
Melissa miraba con atención el fondo de su vaso, como si el futuro se hallase
allí escondido y ella pudiera leerlo. Faith no sentía excesiva simpatía por ella,
la veía como una joven cursi, malcriada y estirada, cualidades estas que a su
modo de ver afeaban enormemente a una señorita. No era capaz de
imaginarse qué podía ver James en ella. Dinero y más dinero, suponía. Pero
Faith era una romántica, estaba convencida de que el dinero no traía la
felicidad. Levantó el vaso de limonada que sostenía en las manos y se lo
acercó a los labios para darle un pequeño sorbo cuando se vio empujada
hacia adelante. Una pequeña cantidad de la bebida se derramó sobre la
pechera de su vestido. La mancha originada parecía crecer por momentos.
—¡Lo siento! ¡Dios mío, discúlpeme, soy un torpe! ¡Oh, vaya, su precioso
vestido!¡Se ha echado a perder!
La voz correspondía a un varón. Faith se dio media vuelta para quitarle
importancia al asunto cuando Percy intervino.
—¿Es que no tiene usted ojos en la cara, pazguato? ¡Mire lo que ha hecho!
El joven que se hallaba detrás de Faith era alto y bien parecido. De
complexión atlética y pelo corto y oscuro. Un fino bigote vigilaba la parte
inferior de su nariz. Para completar la panorámica, Faith observó unos ojos
de un intenso azul que semejaba el cielo que se desplegaba sobre sus cabezas,
limpio y puro. La madre naturaleza hizo sonar campanillas en el interior de
Faith.
El joven se apresuró a sacar un pañuelo de su chaqueta y se lo ofreció a
Faith. Se deshizo en disculpas de forma atropellada, con el rostro enrojecido
por el apuro.
—Lo siento muchísimo… yo… no pude evitarlo… me empujaron.
—¡Es usted un botarate! —exclamó Percy con la mayor indignación que
pudo—. La exclusividad de este club se está echando a perder. ¡Dejan entrar
a cualquiera! Tendré que hablar personalmente con el presidente para
expresarle…
—Cálmate, Percy. —Faith puso una mano sobre el antebrazo de él en un
gesto apaciguador—. Estoy segura de que el caballero en ningún momento
tuvo intención de ofender a nadie, ¿no es cierto, señor…?
—Hedges, Alfred Hedges, es un placer conocerla. De verdad que lamento
muchísimo lo ocurrido. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarla…
—Para empezar —Percy siguió en sus trece—, además de una disculpa
bien podía usted ofrecerse a pagar el vestido estropeado. La tarde en el club
ya nos la ha echado a perder…
—¡Basta ya, Percy! —Faith le reconvino y la brusquedad del gesto hizo
que él enarcara las cejas, sorprendido—. Solo se trata de una mancha, y con
este calor se secará en un santiamén. Le presento a mis amigos: Constance,
Percy y ese de más allá es James, el hermano de Contance.
—No parece muy atento al juego no? —La expresión de Alfred estaba
llena de ingenuidad.
Entonces Faith reparó en un detalle curioso y vio la oportunidad
claramente delante de sus ojos.
—Y dígame, señor Hedges, ¿ha venido usted solo? No veo que esté
acompañado por nadie.
—En efecto, soy nuevo en la ciudad. He venido a pasar una temporada
con mi abuela. Vive en las afueras, en el campo. Fue ella quien sugirió que
viniera al club. Dijo que lo más selecto de la sociedad londinense acude aquí
regularmente. Y veo que no se equivocaba. Me indicó que este sería un buen
lugar para conocer gente de buena familia.
—Su abuela debe ser una mujer sabia, a juzgar por sus consejos. Siguiendo
nuestra conversación, sí que hay algo que quizás pudiera usted hacer por mí.
—Lo que desee lo haré encantado —afirmó él ladeando la cabeza con
galantería—, con tal de compensar mi terrible error.
—Podía usted traerme otro vaso de limonada. Esta tarde hace un bochorno
insoportable. El aire no se mueve en absoluto. Creo que iré a sentarme en
aquel banco. —Y señaló uno situado a la sombra de un bosquecillo de tilos
—. Le esperaré allí, si no le parece mal.
—¡Pero Faith! —exclamó Percy, ofendido—. ¡Eso es totalmente
inadecuado! Iremos todos a sentarnos allí.
—¡Oh Percy, pero yo quiero seguir viendo el partido! —Constance se
apresuró a aprovechar la ocasión de quedarse a solas con él, pues James se
había acercado a Melissa y charlaba animadamente con ella y con el resto de
los que se hallaban sentados a la mesa de los Lakebold—. ¿Me vas a dejar
sola a mí?
—Vamos, Percy —Faith ofreció una sonrisa de complicidad con su amiga
—, no temas. Estaremos a la vista de todo el mundo y a solo unas decenas de
metros de aquí. No creo que mi honra se resienta por ello, querido. Quédate
con Constance, sé bueno.
Y así fue como el agente Hedges se introdujo en el círculo de amistades
de Faith. En un círculo muy cercano. Su coartada fue perfecta, pues,
efectivamente, su abuela vivía en el campo. Pero ya se encargaría él de que
Faith no llegara a conocerla.

12
Doble juego
El otoño empezaba a avisar de su inminente llegada enviando una fresca
brisa que amenazaba las hojas de los árboles. Tras el sofoco del verano, la
gente agradecía este respiro y aprovechaba para pasear por los parques y por
las calles cuando la tarde comenzaba a declinar. Entre ellos se encontraban
dos parejas de jóvenes sonrientes. Nada de especial, Faith y Constance, junto
con Percy y el agente Alfred Hedges, que ya se había hecho habitual en su
compañía.
El sol estaba a punto de esconderse tras el horizonte cuando los cuatro
llegaron a la altura de la puerta de la verja de la mansión de Faith. A
Constance se la veía resplandeciente colgada del brazo de Percy con una
mano mientras con la otra sujetaba un delicado parasol con un borde de
encaje. Por fin, tras mucho perseguirlo, había logrado su objetivo: que Percy
le pidiera salir con él de una manera oficial. «Todo es cuestión de trabajo y
tesón», le había confesado entre risas a Faith una tarde mientras sorbían una
limonada a la sombra de la enredadera que cubría un cenador en el jardín de
sir Richard. A Faith le seguía pareciendo muy divertido el hecho de que
Constance se refiriese a su noviazgo con Percy como un «trabajo», tal y
como ella lo definía. Le había expresado sus reservas a Constance, aduciendo
que un matrimonio no debía ser forzado si una pretende que dure largos años
en buena armonía, y Constance le había dedicado una sonrisa que rozaba la
condescendencia, acompañada de un «hay que ser prácticos, el amor llegará».
Ella confiaba en que Percy tarde o temprano se rendiría a sus encantos como
si de un príncipe azul se tratase.
La conversación había tenido lugar en la parte trasera del jardín de los
Thornton, bajo un cenador cubierto de madreselvas cuyas ramas colgaban en
derredor proporcionando frescor a las muchachas y una cierta sensación de
intimidad y apartamiento.
Faith detestaba la incómoda sensación que le producía el hecho de pensar
que su amiga se podía ver atrapada en una vida muy diferente de la que había
soñado, vacía de cariño, junto al hombre que tanto empeño había puesto en
conquistar.
—Pero ¿tú le amas de verdad? —inquirió Faith al tiempo que se
abanicaba para espantar las moscas que también buscaban el refugio de la
cubierta vegetal para escapar de la canícula.
—Verás, Faith, querida. Cuando una mujer llega a cierta edad, y que
conste que esto te atañe igualmente a ti, debe plantearse el futuro de una
manera más seria. No podemos esperar vivir en el hogar paterno por siempre.
Y creo que Percy es un partido excelente. Es guapo, simpático y no es amigo
del alcohol ni de los juegos de cartas. El amor es simplemente una emoción
para cuando somos unas jovencillas despreocupadas. Ahora toca pensar en el
mañana, sentar sus bases desde este momento.
Faith pareció indignarse ante el pragmatismo de su amiga.
—En absoluto estoy de acuerdo contigo. Por supuesto que podemos
aspirar a ser felices, a la edad que sea. Nadie nos lo puede impedir.
—A pesar de la posición de mi familia, Faith, mi padre no es un
aristócrata. Depende de la marcha de sus negocios para asegurar el sustento
de su familia.
—¿Qué se supone que pretendes decir? —Faith arrugó el entrecejo,
sosteniendo el vaso a medio camino entre la mesa y los labios, como si se
hubiera detenido el tiempo.
—Nada, querida, nada. No te enfades. —Constance vislumbró el borde
del abismo al que se acababa de asomar.
Faith no era la típica aristócrata engreída y despreocupada que viviera a
costa del dinero de la familia. Precisamente la casa de los Thornton se
mantenía gracias a la responsabilidad y la preocupación de su amiga, así que
decidió desviar el rumbo de la conversación—. Solo estaba hablando de
Percy ¿recuerdas? Es tan guapo…
Hubo un pequeño silencio entre ambas, unos segundos de incomodidad
mutua que fueron rotos por Faith.
—Escucha, Constance, necesito pedirte un favor. Muy importante, al
menos para mí.
El tono en el voz de Faith y su expresión ensombrecida preocuparon a
Constance.
—Adelante. Sabes que, sea loque sea, no me negaré a tus deseos.
—Es en lo referente al… asunto de Daisy. Sé que la policía lo está
investigando y me consta que mi padre ha usado sus influencias para que
nuestro apellido no se vea envuelto en eso. Te tengo que pedir que no
comentes nada entre nuestras amistades, el tema me resulta muy incómodo y
no sé si podría resistir que todos nuestros amigos me tratasen con
condescendencia o algo peor ¿me entiendes?
—¡Qué boba eres! No tienes nada de qué preocuparte —dijo Constance a
la vez que daba unas palmaditas sobre la mano de su amiga—. Ni he hablado
de ello con nadie ni lo haría jamás, y tú lo sabes. Y no desvíes el tema,
estábamos hablando de Percy y de mí ¿recuerdas?
Y así siguieron toda la tarde, urdiendo planes para hacer que el ratón
quedara atrapado en la ratonera. Justo lo que había ocurrido durante el
verano.
Delante de la verja que iniciaba el camino hasta la puerta de la casa
Thornton, Constance y Percy se despidieron de los otros.
—Se nos ha hecho un poco tarde —aseveró Percy mirando hacia el sol
poniente—. He de acompañar a Constance hasta su casa. No es prudente que
una dama vaya sola por las calles a estas horas. Además de peligroso, no
estaría de acuerdo con las más elementales reglas del decoro.
Faith y Alfred sonrieron al pensar en los innumerables peligros que
podían asaltar a una dama en las concurridas calles de Londres, sobre todo
teniendo en cuenta que la distancia entre la casa de Constance y la de Faith se
podía cubrir a pie en menos de treinta minutos. Ambos cruzaron una mirada
de complicidad, y Alfred se apresuró a excusarse.
—Muy bien, como Faith ya está en casa, yo me retiro. Mañana hay que
madrugar para trabajar. —Y con una inclinación de cabeza y una elevación
de sombrero emprendió su camino calle arriba, justo en dirección contraria a
la que debían tomar Constance y Percy.
—Mañana te espero a la hora del té —dijo Faith besando la mejilla de
Constance y apretando ligeramente su brazo en un gesto significativo—.
Tienes que ayudarme a terminar el tapiz que estoy bordando.
—No faltaré. —Constance le devolvió el apretón en la mano, agradecida
por aquel rato de intimidad que le habían puesto en bandeja—. A la hora del
té. —Y se despidió de su amiga con un gesto de la mano. La tarde del día
siguiente iba a llenarse de confidencias y secretos acerca de lo que pudiera
ocurrir de camino a su casa, bien sujeta del brazo de su Percy.
Ninguno de ellos se percató de la presencia de una pareja de hombres que
se apostó a una distancia prudente del lugar donde ellos se estaban
despidiendo. Ni siquiera Alfred sospechó nada cuando pasó por delante de
ellos, distraído. No podía imaginar que una pareja de policías estaba
vigilando sus movimientos y los de sus nuevos amigos. Los agentes Wilkes y
Storm se dispusieron a aguantar una larga noche de vigilia frente a la
mansión de los Thornton. Se ocultaron en las sombras de un portal cercano y
se subieron el cuello de la chaqueta, como si alguien fuese a reconocerlos.
—¿Tú crees que esa señoritinga pueda ser una asesina sangrienta,
Theodore? Según nos lo explicó el sargento, uno hubiera pensado que se trata
del mismísimo diablo, pero por su apariencia yo diría que es incapaz de matar
ni a una mosca.
—Cosas más raras se habrán visto, David. Nuestra labor es permanecer
aquí e investigar cualquier actividad que resulte fuera de lo normal. Si te
parece, nos turnaremos para poder echar una cabezada, presiento que esta
noche va a ser muy larga.
—Yo haré el primer turno. En un par de horas te aviso, ¿eh?
Constance y Percy caminaban lentamente por la acera, en un intento por
alargar el tiempo que podían estar a solas mientras llegaban a casa de ella. Al
cruzar por delante de una calle, una repentina ráfaga de aire se llevó la
sombrilla de Constance hacia el interior del callejón.
—¡Oh, vaya! ¡No me ha dado tiempo a sujetarla! —exclamó Constance,
consternada.
—Tranquila. Yo iré por ella. —Se ofreció Percy amablemente, mientras
hacía ademán de internarse en el callejón. Un callejón estrecho y oscuro, del
que emanaba un desagradable olor a basura en descomposición y a orines
humanos. Percy sacó un pañuelo, se cubrió la boca y la nariz y avanzó unos
pasos con dificultad, igual que si estuviera luchando contra una tormenta en
el desierto. Por un momento pensó que se desmayaría, pero luego se fue
acostumbrando al miasma que le rodeaba y se sintió un poco menos mal.
Y entonces Constance lo reconoció. «No puede ser, es demasiada
coincidencia». El pensamiento cruzó su mente raudo como una centella casi
sin que ella de diese cuenta. Un escalofrío la sacudió de la cabeza a los pies.
El aire escapó de sus pulmones, negándose a entrar de nuevo.
—¡NO! ¡No entres ahí! ¡Por el amor de Dios, Percy! ¡Vuelve aquí y deja
la sombrilla! —gritó cuando hubo recuperado la respiración.
Percy se volvió, extrañado. La sombrilla se hallaba en el suelo, a apenas
veinte metros de distancia. Aquel lugar apestaba y él era el primero que
deseaba alejarse de ese lugar, pero la reacción de Constance le pareció
excesiva. ¿A qué venía tanto aspaviento y tanto grito?¿Por qué había
Constance cambiado de opinión respecto a la sombrilla? Se volvió con
resignación, pensando que jamás comprendería al sexo opuesto, por muchos
años que viviera.
—¿Qué ocurre? —Intentó deshacerse de la mano de Constance, que se
había adelantado para aferrar la muñeca de él como un torniquete, tanto que
Percy sintió cómo sus uñas se le clavaban en la carne con una fuerza que le
pareció impropia de Constance. Se negaba a soltarle y tiraba de él hacia atrás,
frenética—. Solo voy a recoger el parasol y vuelvo. No tardo ni diez
segundos.
—Es… es… —Constance no acertaba a decirlo—. ¡Fue ahí! ¡Fue ahí
donde ocurrió! ¡El asesinato! ¡Donde Faith halló el cadáver destrozado de
aquella chica!
Percy se detuvo por un instante, mirando hacia la oscuridad que iba
apoderándose del sucio callejón. Como él nunca había salido por la puerta
trasera del local que había frecuentado unos meses antes, no lo había
reconocido. La imagen de la malograda Daisy le golpeó como un mazo. Él la
había visto aquella última noche. Si no la hubiera dejado marchar, pude que
aún estuviera viva. Percy no permitía que el remordimiento le detuviera en
sus decisiones, pero en ese momento sintió que anegaba sus sentidos,
confundiéndole. Por un momento pensó que era Daisy la que tiraba de él y no
Constance, que le arrastraba al infierno que ella misma había experimentado
aquella noche por culpa de él, que solo la había tenido como un juguete de
usar y tirar.
El terror irracional que reflejaban los ojos de Constance afectó a su ánimo,
pero unos instantes después tomó una bocanada del aire viciado en el que se
hallaban inmersos y la racionalidad se impuso.
—Venga, Constance, solo se trata de una calleja llena de basura. A pesar
de lo que ocurrió, estamos prácticamente a la vista de todo el mundo. Aparte
de ratas y suciedad a montones, no hay nada más ahí.
—Por favor, Percy, deja la sombrilla. No quiero que entres ahí. —Las
lágrimas habían empezado a resbalar por el rostro de Constance, se la veía
descompuesta y a punto de perder los estribos.
Él pareció empeñarse más cuanto más se resistía ella. La tozudez de los
De LaRue saltó a escena y se hizo con el papel principal. Ahora iba a recoger
aquella maldita sombrilla por encima de cualquier cosa. O dejaría de llamarse
Percival de LaRue. Intentó escabullirse de la tenaza de Constance, pero fue
incapaz. Le pareció increíble lo que la desesperación puede obrar en un ser
humano, una joven delicada y a simple vista debilucha le agarraba con la
fuerza de un estibador del puerto.
—Suéltame, Constance, en la mitad del tiempo que llevamos aquí
dudando, ya habría estado de vuelta. Voy a recoger tu parasol y lo voy a traer
de vuelta, querida, así que tranquilízate y déjame ir.
—Por favor… —Una lágrima más escapó de los ojos de Constance,
mientras Percy se deshacía de su agarre suave pero firmemente, con bastante
esfuerzo—. Yo… yo… iré contigo. —Él enarcó una ceja, asombrado. La
mujer suplicante y pusilánime se había esfumado tan repentinamente como
había llegado y en su lugar había aparecido, sabe Dios de dónde, la viva
imagen de la determinación. Percy sacudió la cabeza, incrédulo. Tanto
cambio de opinión y de talente le estaba dejando fuera de combate—. Eso es.
Iremos los dos.
Casi tirando de ella, Percy se introdujo decidido en la umbría del callejón.
A Constance se le erizó el vello del cogote. El aire parecía detenido allí, en la
penumbra. Le parecía mentira que unos segundos antes una ventolera le
hubiera arrancado la sombrilla de las manos. La atmósfera se hizo densa,
irrespirable. El fétido olor que provenía de los montones de basura apilados
sin orden hacía difícil la tarea de respirar. Al fondo del callejón se elevaba a
modo de extraña cordillera un montón de cajas apiladas contra la pared,
recubiertas de una masa de desperdicios de discutible procedencia . «Mejor
no pienses en eso o te volverás loco», masculló Percy, apreciando formas
vivas arrastrándose entre la mugre. La calleja no tenía salida. Constance se
resistió aún más, entorpeciendo la marcha de Percy.
—¡Oh, venga, Connie! ¡Así no acabaremos nunca! —se quejó él.
Fue entonces cuando lo oyeron. Algo grande se movía entre las cajas
tiradas en el fondo de la calle. Algo de un volumen muy superior al de una
rata.
—¿Has oído eso? —logró balbucir Constance—. Hay… hay algo ahí.
Percy también lo había oído, pero les faltaban apenas unos pasos para
llegar al lugar donde se hallaba la sombrilla. No podía permitir que su
hombría y su orgullo quedaran en entredicho, y menos delante de la que se
suponía iba a ser su esposa en el futuro. Tiró un poco más del brazo de ella y
siguieron adelante. Cuando ya estaban casi al lado de la sombrilla, esta se
elevó en aire, como impelida por un soplo de vida y fue a parar al lado del
montón de cajas. Constance emitió un quejido lastimero y rogó una vez más.
—¡Percy, por favor, escúchame! ¡No me hagas suplicarte una vez más!
Esto no me gusta… ¡Vámonos de aquí!
—No insistas más Constance. Te estás comportando como una chiquilla.
¡Basta ya de gimoteos!
Así, uno tirando hacia delante y el otro hacia atrás, llegaron hasta la
sombrilla y la elevada montaña de cajas. Percy sudaba por el esfuerzo de
arrastrar a Constance. Si él era obstinado, ella no se quedaba atrás. Se agachó
y tomó el parasol, examinándolo a la escasa luz que provenía de la entrada de
la calle. El día tocaba a su fin y las sombras iban reclamando un territorio que
sería suyo durante las horas siguientes. Le dio varias vueltas al parasol antes
de ofrecérselo de vuelta a su dueña.
—Aquí está. Por fortuna, no se ha ensuciado prácticamente nada. ¿Ves?
No hay motivo para tanto alborot…
Entonces, con gran estruendo, una de las cajas se dio la vuelta y dejó al
descubierto una figura humana. Unos oscuros y penetrantes ojos quedaron
fijos en los dos asombrados y aterrorizados jóvenes.
La primera imagen que cruzó el pensamiento de Constance fue la de un
espantapájaros. Allí, de pie, con los sucios harapos colgando, el vagabundo se
quedó de pie enfrente de ellos, como si el tiempo se hubiera detenido. Percy y
Constance se quedaron demudados ante lo inesperado del encuentro. Ni
fueron capaces de decir nada ni de avanzar o retroceder. Los tres quedaron
inmóviles como si alguien estuviera tomando una fotografía. Fue el
vagabundo quien rompió el incómodo silencio que se había apoderado de la
escena.
—¡Yo lo vi! ¡LO VI! —gritó presa de una súbita desesperación. Movía los
brazos con exagerados gestos, como lo haría un loco poseído por una visión
—. Yo estaba aquí aquella noche, resguardado del relente de la madrugada, y
entonces llegó y aprisionó a aquella joven y… y…
Una luz repentina se encendió dentro de la cabeza de Constance. Sin
necesidad de más explicaciones, supo de qué estaba hablando aquel hombre
de mirada enfebrecida y gestos desquiciados.
—Percy, por favor, vayámonos de aquí. Esto cada vez tiene peor aspecto.
—No te apartes de mí, Constance, ese hombre no está en su sano juicio.
Puede ser peligroso, o quizás sea inofensivo. No sabemos si…
—¡EL DEMONIO! —A medida que gesticulaba, daba más la impresión
de ser una aparición en lugar de un ser humano—. ¡Era el mismísimo
demonio! ¡El mal se podía sentir dentro del callejón! Yo estaba aquí, no
piensen ni por un momento que estoy mintiendo —aseveró acercándose un
poco a la pareja. Percy se interpuso entre él y Constance y ambos
comenzaron a recular poco a poco. El mendigo pareció darse cuenta y se les
echó prácticamente encima, agitando un objeto delante de sus narices. A
Percy se le antojó como un extraño truco de magia. Un segundo antes las
manos del vagabundo estaban vacías y, de repente, como si se hubiera
materializado de la nada, lo esgrimía en alto, bien visible—. La policía se
dejó esto en el suelo. —Constance gritó de forma instintiva y Percy hizo
ademán de protegerla con su cuerpo, pues obviamente no iba armado.
—¡Apártate! —Al ver el objeto, sin embargo, un cierto interés se despertó
en él—. Un momento ¿qué es eso?
El aspecto de lo que el mendigo tenía en la mano era el de un simple trapo
sucio. Aquel hombre apestaba a sudor, orines y alcohol, pero Percy no pudo
evitar acercarse un poco para examinar el trapo. Curiosamente, estaba
rematado con un fino encaje y parecía tener algo bordado, unas letras, quizás.
—Percy, te lo ruego… —Constance tiraba de la manga de Percy, a punto
de echarse a llorar de nuevo. Se tapaba la nariz con la mano libre para eludir
el olor hediondo que despedía aquel hombre. No podía soportar ni un minuto
más. Tenía que salir de allí.
Cuando Percy cayó en la cuenta de que lo que sostenía aquel andrajoso en
la mano era un pañuelo, su temor desapareció de repente.
—¿De dónde has sacado eso?
El hombre vaciló unos instantes, como si estuviera haciendo memoria y
no acertara a recordar de qué estaban hablando o qué era lo que había
ocurrido unos instantes antes. Luego la luz volvió a sus ojos, que se
enfocaron primero en el pañuelo, luego en Constance y, finalmente, en Percy.
—Era de una de las jóvenes —afirmó con rotundidad—. La que no murió.
Percy se vio asaltado por una terrible duda en ese momento, pero no tuvo
tiempo de expresarla en voz alta. El mendigo se había puesto a rebuscar en la
caja que hacía las veces de dormitorio y sacó otro objeto. Esta vez lo mismo
Constance que él sintieron cómo la sangre se les helaba en las venas.
—Tampoco vieron esto —dijo, enarbolando el enorme cuchillo en el aire
con exagerados aspavientos—. Los policías se vuelven descuidados cuando
las víctimas son gente corriente.
—¡No te acerques! ¡Atrás! —Ahora Percy casi empujaba a Constance
hacia la salida del callejón, retrocediendo sin mirar atrás. Entonces tropezó y
se cayó, quedando sentado en medio de la mugre que cubría el suelo.
Constance no pudo más y empezó a gritar, desesperada.
—¡Socorro! ¿Qué alguien nos ayude, por favor! ¡SOCORRO!
El mendigo se iba acercando a ellos cuchillo en mano, mientras Constance
intentaba ayudar a Percy a ponerse en pie. El sonido de un silbato rompió la
pesadilla y una voz atronadora exclamó detrás de ellos:
—¡Policía! ¿Qué está ocurriendo aquí?

13
Declaraciones

El sargento Pileggi, encargado de la investigación del caso desde el primer


momento, les permitió posponer su declaración hasta el siguiente día a tenor
de la avanzada hora de la noche. Percy había acompañado a Constance a su
casa. Se la veía demacrada, despeinada y sucia después de los sucesos
ocurridos en el callejón. Se había pasado casi todo el camino hasta la
comisaría llorando e hipando, incapaz de articular ni una sola palabra,
agarrada del brazo de Percy. Este intentaba consolarla dándole palmaditas en
la mano y sosteniéndola, pues temía que sufriera un desvanecimiento.
Cuando llegaron a comisaria en compañía del agente que los había
salvado de aquel mendigo harapiento y borracho todas las cabezas se habían
vuelto. Constance era un manojo de nervios, totalmente descompuesta y
vestida con una ropa tan desastrosa que bien podía haber pasado por una
mendiga, tras el mal trago que aquel pordiosero le había hecho pasar. El
grupo no podía haber resultado más chocante: un agente de policía, un
mendigo y una pareja de jóvenes con un atuendo y un porte propios de la alta
sociedad tan sucios y malolientes como el mendigo. Constance se había
vuelto hacia Percy con una mirada que denotaba la humillación que sentía. Se
apretó contra su brazo en busca de protección frente a todos aquellos ojos que
la acusaban como si de una vulgar ratera se tratase. Por suerte para ellos, el
sargento Pileggi estaba de guardia esa noche. Aunque Constance no le había
caído bien cuando se conocieron en casa de Faith, el joven que la
acompañaba no podía ser más amable. Todo un caballero de la cabeza a los
pies.
—Está bien, teniendo en cuenta la hora que es y el lamentable aspecto que
tienen, no hay ningún problema —dijo, mirando de reojo a la llorosa
Constance— en que se presenten mañana para que les tome declaración. Lo
único que les ruego es que lo hagan por la tarde, más bien a última hora. Esta
noche acabo el turno muy tarde y tengo intención de irme a casa a dormir un
poco. Puesto que soy yo quien instruye el caso, prefiero que hablen
directamente conmigo. Pueden marcharse si gustan, nos veremos mañana.
—Muchas gracias, sargento —replicó Percy, tocándose el ala del
sombrero en un elegante y atento gesto—. Mañana sin falta nos tendrá aquí.
Le agradecemos su consideración.
Mientras acompañaba a Constance de nuevo a casa, Percy contemplaba
las estrellas, que titilaban por encima de sus cabezas sobre el firmamento
estival. A medida que pasaba el tiempo le iba pareciendo mentira todo lo
acontecido. No se explicaba cómo habían podido llegar a verse envueltos en
semejante situación. Le costaba asimilar que había sido él mismo quien había
impulsado la «aventura», más bien como una chiquillada, como un juego con
Constance. Y lo más rocambolesco era la manera en que todo había
terminado, con ellos en comisaría pasando aquella vergüenza tan impropia
para alguien de su clase. Si sus amigos del club de campo llegasen a saber
algo, su honor quedaría reducido a cenizas en menos de lo que canta un gallo.
Aunque, bien pensado, ¿quién se lo iba a decir? Suspiró aliviado ante el
pensamiento. Las nubes que le atormentaban comenzaron a disiparse. Incluso
tuvo que contener las ganas de silbar alguna melodía, probablemente a
Constance no le haría ninguna gracia. Cualquiera de los dos presentaba un
estado igual de desaliñado, pero en el caso de ella parecía mucho más grave:
la desdicha se pintaba en su rostro, y apenas había abierto la boca en todo el
trayecto desde la comisaría, ella que apenas callaba ni un instante. El corazón
de Percy se encogió por la pena. Si no se hubiera comportado de un modo tan
tozudo nada habría ocurrido y ahora ambos se estarían regalando unos
arrumacos arropados por la oscuridad.
Constance, por su parte, no podía alejar de su memoria la imagen de aquel
hombre enarbolando el cuchillo y profiriendo palabras espantosas. El olor
nauseabundo del pordiosero y del callejón se negaba a abandonar sus fosas
nasales. Tenía la sensación de que jamás se desprendería de su piel. Por
fortuna, Percy se encontraba junto a ella en ese momento. La empatía que los
unía se hizo más intensa y patente, fortalecida por las circunstancias adversas.
A pesar de que había confesado a Faith que había elegido a Percy más por
conveniencia que por amor, entonces consideró que era la mujer más
afortunada del mundo por tenerle a su lado. Se aferró a su brazo con un poco
más de fuerza para sentirse protegida después de lo vivido. Lo que había
comenzado como un paseo romántico había encontrado un final de pesadilla.
En ese instante doblaron la esquina de la calle donde Constance vivía.
Suspiró. Había llegado el momento de separarse, aunque fuese solo por unas
horas.
Antes de despedirse frente a la cancela de su casa, ella se volvió. Sus ojos
brillaban a la luz de los faroles que iluminaban la calle. Percy no supo decir si
era a causa de las lágrimas vertidas o era otra cosa lo que destellaba en los
ojos de ella.
—Oh, querido —farfulló Constance mientras se sonaba la nariz una vez
más—, lo de esta noche ha sido terrible. No sé qué hubiera ocurrido si no
hubieses estado allí para… para… para protegerme. Aquel hombre tan
horrendo y hediondo… no puedo ni pensar…
—No le des más vueltas, Connie —Percy la tomó por los hombros, sin
atreverse a abrazarla en medio de una calle atestada de gente—. No ha
ocurrido nada gracias a Dios. Si hubieras estado tú sola con seguridad no te
hubieras adentrado en aquella calleja sucia y oscura. Lamento muchísimo lo
ocurrido. No debí…
Ella no le dejó terminar. Interrumpió sus palabras posando un dedo sobre
su boca. El se sorprendió ante la intimidad del gesto, pero no lo rechazó. Le
agradaba el giro que tomaba la situación.
—Luego ha estado el bochorno que he pasado en comisaría, con ese
sargento. Sé que me desprecia, lo vi en sus ojos cuando fue a interrogar a
Faith a su casa. Nos detesta por ser ricos. Hay muchas personas como él. Y tú
me sacaste de nuevo del apuro.
—Querida, no debes prejuzgar a las personas solo por su condición social.
El sargento Pileggi hace su trabajo, no puede permitir que estas cuestiones
afecten a su investigación. No creo que él odie a todos los ricos. Simplemente
es un policía. Todos son un poco secos. Y respecto a mí, yo no…
—Déjame hablar un momento Percy. Tengo que decirte algo, y si no lo
hago ahora quizás me arrepienta el resto de mi vida. Yo… yo… —vaciló
unos momentos, como si fuera incapaz de encontrar las palabras adecuadas—
yo te quiero, Percy. No quiero separarme nunca de ti. Espero que me aceptes
como tu esposa. Me esforzaré por hacerte feliz.
—¡Oh, vaya! Se supone que…
Pero no pudo terminar la frase. Ella se alzó de puntillas sobre sus
escarpines y le besó en los labios, mientras Percy se sentía arrollado por las
circunstancias por segunda vez ese día, envuelto en una situación que, sin
saber cómo, se le había escapado de las manos.
14
Oculto en las sombras

Alfred Hedges había vuelto sobre sus pasos tras despedirse de sus tres
nuevas «amistades». Por delante tenía otra noche de trabajo. A eso se había
dedicado las últimas semanas: a la vigilancia nocturna. Apostado entre las
sombras permanecía oculto mientras su mirada escrutadora no se apartaba de
la entrada del jardín de los Thornton. La verdad es que no había habido
mucho movimiento en las semanas que llevaba allí vigilando. Aparte de la
servidumbre que se marchaba a su casa cuando terminaban su jornada, en
aquella casa no se recibían visitas pasada cierta hora de la tarde ni tampoco
había advertido ningún movimiento sospechoso ni nadie que anduviera
merodeando por los alrededores. Ignoraba que, un par de calles más arriba,
dos compañeros suyos estaban realizando el mismo cometido que él a causa
de la desconfianza del sargento Pileggi y del inspector Higgs.
Se subió las solapas de la chaqueta para protegerse del incipiente fresco
otoñal. Atrás quedaba ya el calor veraniego y a Alfred se le antojaba que
cuando el frío comenzase a arreciar sus noches se harían eternas y duras.
Cambió el sombrero por una gorra para pasar desapercibido de miradas
inoportunas y se la caló para ocultar su rostro de los viandantes que se iban
haciendo más escasos a medida que la noche avanzaba.
Se trataba de un cometido penoso y aburrido, pero se hacía necesario si
quería probar que aquella mujer no tenía nada que ver con el asesinato que
había tenido lugar unos cientos de metros más allá de la mansión que
vigilaba, bajando por la misma calle, a principios del verano. La policía
había perdido completamente todas las pistas y la investigación se encontraba
en un punto muerto. Pero él era un hombre de los que no se rinden a las
primeras de cambio y se le había metido entre ceja y ceja resolver aquel
misterio. Con el paso de las semanas, la insistencia del inspector Higgs sobre
el caso en cuestión se había diluido. A fin de cuentas, se trataba del asesinato
de una simple sirvienta, y no se había producido ningún otro crimen con el
tiempo. Según el inspector, la pobre infeliz se hallaba en el lugar inadecuado
y en el momento menos oportuno.
Pero a Alfred le parecía que había algo inquietante en todo ello, como el
detalle de la desaparición del corazón y el hígado de la víctima. Higgs
afirmaba que probablemente se trataba de un crimen pasional. Quizás la
muchacha se había liado con alguien de clase social superior a ella, o quizás
con un hombre casado, y cuando él se había aburrido de ella es posible que
ella le hubiera extorsionado o amenazado de algún modo y al final todo
había acabado de la peor manera. «Si es así», había aseverado Higgs,
«podemos despedirnos de encontrar al asesino». Pero Alfred seguía en sus
trece, a él no le parecía nada pasional semejante carnicería. A su modo de
ver, detrás de aquel crimen se hallaba una personalidad profundamente
psicopática, y si estaba en lo cierto el asesino volvería a las andadas tarde o
temprano. Tampoco le encontraba sentido al hecho de que Faith estuviera
presente en el escenario del crimen y hubiera salido indemne de semejante
trance. ¿Por qué el asesino la había dejado con vida? Es más ¿por qué ella
afirmaba no recordar nada de lo acontecido esa noche?
Las circunstancias le seguían pareciendo de lo más sospechosas, y si
seguía en el caso era gracias al apoyo del sargento Pileggi, que compartía sus
mismas inquietudes al respecto, pero la falta de evidencias le restaba cada día
más posibilidades de seguir al pie del cañón. «No podemos permitirnos tener
un agente apostado ahí de por vida» le había dicho Higgs con un mal humor
que evidenciaba que estaba recibiendo presiones desde arriba para archivar el
caso.
Para colmo de males, después de conocer a Faith de una manera más o
menos cercana, si bien tampoco habían intimado en exceso, Alfred sentía que
sus sospechas perdían peso cada día un poco más. No le parecía que ella se
aproximase al perfil de un asesino sangriento y despiadado. A pesar de lo
innegable de su fuerte personalidad y de su indomable carácter, Faith era una
joven encantadora y una dama de indiscutible categoría, por más que se
empeñase en comportarse como «una más», según su propia definición. A
Alfred le costaba creerlo, pero no podía negarse a sí mismo que ella le estaba
empezando a gustar. «No solo como persona», pensaba mientras se
arrebujaba en su chaqueta.
En aquel momento Bastian, el jardinero, salía por la puerta de la verja.
Alfred sintió cómo sus músculos se tensaban. No por la presencia de aquel
hombre, al que conocía de vista, sino por lo que llevaba en las manos. El
instinto de sabueso de Alfred se espabiló de repente cuando vio que Bastian
empujaba un carretón sobre el que reposaba un enorme saco. El saco era
alargado y abultado, del tamaño exacto de… una persona. Cuando Bastian
depositó los agarraderos en el suelo para cerrar la puerta de la verja, el fardo
se bamboleó ligeramente hasta el borde, a punto de caer al suelo. El jardinero
se apresuró a empujarlo de nuevo al centro de la carretilla y, mirando a
ambos lados de la calle, comenzó a tirar del carro en dirección opuesta al
lugar donde Alfred se hallaba. «Esto no puedo perdérmelo», pensó Alfred
mientras se disponía a seguir a aquel hombre con esa carga tan sospechosa.
Bastian tiraba con dificultad de la carreta. La calle discurría en una suave
pendiente y el jardinero arrastraba la carga cuesta arriba. A simple vista
Alfred pudo apreciar que el transporte y el fardo que portaba debían de tener
un peso considerable. Bastian era un hombre alto y de constitución robusta, y
aún así resoplaba como una mula mientras tiraba de las barras de madera que
servían de asideros.
Lo curioso era que no había ningún animal encargado de la pesada tarea, y
el único motivo que a Alfred se le ocurría era porque con toda seguridad la
carga que aquel hombre trasladaba tenía que pasar desapercibida. Si hubiera
sacado algún animal de las cuadras de los Thornton, el mozo lo hubiera
sabido.
A Alfred le pareció que las piezas encajaban poco a poco. Bastian tenía
suficiente vigor como para haber cometido el crimen, y esa salida nocturna
resultaba cuando menos sospechosa.
Si no hubiera estado tan ensimismado, Alfred habría visto a sus
compañeros Wilkes y Storm cuando pasó por delante de ellos, que se
hallaban ocultos entre las sombras de un portal. Ellos sí que le vieron caminar
escasos metros por delante de sus narices. Sin hacer movimiento brusco
alguno, bajaron la vista para ocultar su rostro de una posible mirada de
Alfred. Sus precauciones fueron en vano, Alfred seguía a Bastian tan absorto
en sus pensamientos que no reparó en la presencia de los dos hombres.
Tampoco reparó en lo que ocurría en la siguiente bocacalle, estrecha y
sucia, sin iluminación alguna. Una sombra agazapada acababa de posarse
entre los montones de basura, esperando la oportunidad, una presa más que
añadir a su lista de caza. Si la casualidad hubiera hecho a Alfred girar la
cabeza en ese momento, la sangre habría dejado de correr por sus venas.
15
Vigilancia

El agente David Storm extrajo su reloj del bolsillo y consultó la hora una
vez más. Ya faltaba poco para terminar su turno de vigilancia. Estaba
literalmente helado. A esa hora de la madrugada la temperatura había caído
en picado y el aliento formaba una nube por delante de su rostro. Cambió de
postura, aunque tras una larga noche a la intemperie no se sintió mucho
mejor, ya no había forma de que se encontrase más cómodo. Tan pronto
como Wilkes terminase su siguiente turno se podrían marchar a casa y dormir
en condiciones sobre un mullido colchón.
Miró hacia atrás. Wilkes se había sentado sobre una caja y dormía
apoyado sobre la pared, con la boca abierta. Seguro que al día siguiente
tendría un buen dolor de garganta, pensó Storm para sí mismo. De garganta y
de huesos. Ese hombre era capaz de dormirse sobre el filo de una navaja si
fuera preciso. Despegó la espalda de la pared y se asomó por la esquina. Por
la calle no se veía ni un alma, como era de esperar. No se hallaban en el East
End precisamente. Aquella era una zona respetable cuyos habitantes eran
gente entre rica y muy rica. La «escoria social», en sus propios términos, no
solía hacer acto de presencia por allí so pena de dar con sus huesos en algún
calabozo aún más miserable que las habitaciones donde se hacinaban junto a
las ratas y los piojos. Poco después de la medianoche habían visto un
borracho extraviado —o quizás no, pensó Storm, los ricos también se dan sus
caprichos en privado— pasar por la calle, dando tumbos y haciendo eses. Se
había acercado a una pared a orinar y había seguido su tambaleante camino
calle arriba hasta desaparecer de su vista. Después, ni un solo ser humano se
había atrevido a enfrentarse a la oscuridad y al frío. «Habría que estar loco
para andar por ahí pudiendo quedarse uno en su cama calentito», pensaba
Storm, añorando su propio hogar.

El jardinero de los Thornton había vuelto sobre sus pasos al cabo de una
hora aproximadamente. Lo había hecho arrastrando la carreta como si pesara
varias toneladas. Lo mismo Wilkes que él lo habían comentado entre
murmullos. «No le culpo» había dicho Wilkes, «después de todo un día de
trabajo tener que arrastrar él solo la carga habrá resultado demoledor». Storm
había mencionado, en un curioso paralelismo con el pensamiento de Alfred,
lo extraño que resultaba el hecho de que no hubiera utilizado un animal de la
cuadra de sir Richard para realizar tan ingrata tarea, pero no se habían
detenido más sobre ese detalle al caer en la cuenta de que Bastian había
regresado solo.
En efecto, Alfred no había vuelto tras él. Wilkes y él habían considerado
la posibilidad de que algo le hubiera ocurrido a su compañero, pero luego
habían descartado dicha circunstancia. «Se habrá ido a dormir a casa, ese
hombre — había afirmado señalando al jardinero— apenas puede con su
alma, y Alfred es lo bastante fornido como para defenderse». Storm no había
tenido otro remedio que estar de acuerdo con su compañero, así que habían
seguido con sus turnos de vigilia sin concederle mayor importancia al asunto.
Storm echó un vistazo a la valla delantera de la finca de los Thornton. Se
iba a calar la gorra cuando reparó en un detalle: la mansión disponía de dos
puertas, una de menor tamaño, por donde entraban los señores, el servicio y
los invitados que accedían a pie al interior. Su tamaño permitía holgadamente
el paso de un par de personas, pero se podía manejar con facilidad. Unos
metros más allá se hallaba la puerta de carruajes mucho mayor y que era
manejada por los mozos debido a su envergadura y su peso. Pues bien, esa
puerta estaba abierta. No de par en par, sino apenas medio metro. Storm
estaba seguro de que Bastian la había cerrado cuando entró la carreta. De
hecho, el golpe de las hojas había retumbado en toda la calle como un trueno.
Sin embargo, ahora la luz mortecina de un farol cercano no dejaba lugar a
dudas.
Fastidiado, Storm pensó que no le quedaba más remedio que acercarse a
comprobar que todo estaba bien. «Eres bobo, David, seguro que se habrá
abierto a causa del viento». Intentaba convencerse de que no era necesario
que abandonara su puesto por un motivo tan tonto, pero su sexto sentido le
decía que aquella puerta no se podía abrir sola. Para empezar, no soplaba ni
una brizna de aire. Además, el peso de la puerta seguramente impedía que se
abriera sola. A regañadientes, se incorporó, se acercó a Wilkes y le dio un
suave empujón en el hombro para despertarlo.
—Espabila, Theo, vamos.
—¿Ya se acabó tu turno? —Wilkes respondió con una voz pastosa,
intentando emerger de las brumas del sueño.
—Aún no, pero has de venir conmigo a inspeccionar una cosa.
Wilkes se rebulló dentro de su chaqueta, pero no abrió los ojos.
—De acuerdo, ahora mismo vamos, Un momento.
Storm, exasperado por tener que aguantar a aquella marmota, estuvo
tentado de darle una patada a la caja sobra la que dormía Wilkes para hacerle
caer. En lugar de eso, le volvió a dar un empellón y le dijo:
—Voy a ver la puerta de los Thornton. Está abierta y el jardinero la cerró
a conciencia cuando volvió anoche. Te espero allí.
—De acuerdo —murmuró Wilkes—. En un minuto estoy contigo.
Storm no había cruzado la calle aún cuando escuchó un pequeño alboroto
en la bocacalle situada más arriba de donde él y Wilkes se habían apostado.
Algo así como un cubo de basura al caer, o quizás algún objeto al caer o
golpear el suelo. Se quedó allí, de pie, indeciso. No sabía si proseguir hasta la
puerta de la mansión o acudir a investigar lo que fuera que había producido el
pequeño tumulto.
—Wilkes, ¿qué narices estás haciendo? ¡Ven aquí ahora mismo! —
susurró, pero no obtuvo respuesta alguna.
Hizo ademán de volver sobre sus pasos, pero el barullo se repitió. No le
cabía duda, allí había algo, algo grande. Primero había pensado en un gato
revolviendo entre la basura pero un gato no podía generar semejante
desbarajuste.
«¡Maldito idiota dormilón!» pensó mientras cambiaba de dirección y se
acercaba a la esquina tras la que había oído los ruidos. Se iba a enterar Wilkes
al día siguiente cuando se le echara a la cara, por quedarse dormido durante
su turno de guardia. «Me encargaré de que lo lamentes, compañero» iba
mascullando cuando volvió la esquina.
La oscuridad reinaba en la estrecha calle. El farol más cercano se situaba
mucho más allá, quizás unos doscientos metros, y la luz que proporcionaba a
esa distancia era exigua.
Le llevó un par de minutos que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra.
Sobre la pared de la derecha se amontonaba una cantidad bastante
considerable de cajones y desperdicios junto a unos cubos de basura. Uno de
ellos se había volcado, confirmando sus sospechas. Sin embargo, a simple
vista nada parecía anormal. Aquello estaba hecho un desastre, pero eso
ocurría en las tres cuartas partes de las calles de Londres. Lo que a Storm le
resultaba extraño no era el hecho en sí, sino la zona donde se hallaba,
habitada por gente adinerada. Esos barrios se mantenían limpios, nada de
calles infestadas de desechos en descomposición. Los ricos no podían salir a
la calle y sentir cómo sus fosas nasales se llenaban del aroma de la
podredumbre y de las miserias humanas, no.
Storm iba a darse la vuelta para volver a su lugar cuando reparó en algo
fuera de lugar en aquel paisaje. Detrás de un enorme cajón de madera, en el
suelo sobresalía un objeto de forma familiar que no encajaba con el entorno.
Se acercó un poco para asegurarse y se detuvo a unos pasos. Su vista ya se
había habituado a la oscuridad y el vacío que se hizo en su estómago fue
inmediato. Un zapato. Lo que se veía asomando del cajón era un zapato. Al
darse cuenta de lo que eso podía significar, se volvió como un lince,
temiendo una emboscada por la espalda, pero no había nadie. Con cautela
extrajo su pistola y quitó el seguro. Recordó a Wilkes, dormido como un lirón
mientras él estaba solo en la semioscuridad. No se atrevió a levantar la voz
para llamarle, pues tampoco se hallaba muy lejos, pero si había alguien más
en la calle con él delataría su presencia y eso podría resultar fatal. Maldijo
una vez más mentalmente y se acercó con cautela, sin dejar de mirar a ambos
lados para no ser sorprendido.
A medida que ser reducía la distancia que le separaba del zapato,
vislumbró algo blanco a continuación, y se dio cuenta de lo que era y de lo
que implicaba. Se trataba de una media, una media que cubría una pierna
femenina. De un salto se plantó frente al hueco detrás del cajón, confirmando
sus sospechas. Allí tendido se encontraba el cuerpo de una mujer, pero lo que
jamás hubiera imaginado era el estado en que iba a hallarlo.
El pecho y el abdomen de la mujer se veían oscuros, obviamente abiertos
en canal. Storm agradeció a Dios que la luz no le permitiera apreciar lo
detalles más escabrosos, pero aún así se le revolvió el estómago al instante.
No podía apartar la vista de aquella carnicería. Todo estaba cubierto de
sangre hasta tal punto que ni siquiera fue capaz de distinguir el rostro de la
víctima. No supo decir si era joven o vieja, guapa o fea. Tampoco resultó
importante a la larga. No para Storm.
Unos pasos sonaron quedos a su lado. Respiró aliviado.
—¡Maldita sea, Wilkes, pedazo de cabrón! Llevo esperándote una etern…
El primer tajo del enorme cuchillo seccionó sus cuerdas vocales,
ahogando sus palabras. La sangre anegó sus pulmones, asfixiándolo en
cuestión de segundos. La vista se le nubló tan rápido que ni siquiera pudo
contemplar el rostro de su verdugo; no pudo apreciar la maldad reflejada en
el mismo, no percibió el placer que brillaba en aquellos ojos oscuros. Un
momento después yacía sobre el frío suelo, por el que se desparramaba la
última sangre que brotaba de su garganta.
Wilkes abrió un poco los ojos, sin saber muy bien dónde se encontraba.
Casi perdió el equilibrio antes de situarse.
—¡Joder! Me he quedado dormido. ¿David? ¿Estás ahí?
La respuesta no llegó. Entonces volvieron los recuerdos. Storm le había
despertado y le había pedido que le acompañase por algo relacionado con la
mansión de los Thornton. Wilkes no sabía si eso había sido un minuto o
media hora antes, pues al dar la cabezada había perdido la noción del tiempo.
Sacudió la cabeza enfadado consigo mismo, y se puso en pie dispuesto a
encontrar a su compañero. Estaría hecho una furia, y con razón.
Salió del portal a la calle pero no había nadie a la vista. Eso era una mala
señal, sin duda. Preparó su pistola para estar prevenido. Tenía que moverse
en silencio y al mismo tiempo localizar a David lo antes posible. Al mirar a
su izquierda le pareció detectar un movimiento, pero no vio nada. Quizás
David andaba por ahí, así que se atrevió a susurrar:
—¡David! ¿Estás ahí? ¡Contesta!
Nada. A medida que el frío nocturno le despertaba, recordó las palabras de
Storm, algo acerca de la puerta de la mansión. Sí eso era lo que David había
dicho, que la puerta estaba abierta. Echó un vistazo. La puerta seguía abierta.
Decidió que lo más sensato era inspeccionar por allí, seguramente encontraría
a David y le tocaría aguantar el chaparrón, pero a fin de cuentas se lo había
ganado.
Atravesó la calle y se plantó delante de la puerta abierta. —¿David? Ya
estoy aquí. ¿Dónde andas?
Con la pistola preparada, se asomó un poco a través de la puerta. Todo
estaba a oscuras, excepto un farol que colgaba delante de la puerta principal
de la casa. Wilkes no sabía muy bien qué hacer a continuación. Si decidía
entrar y le descubrían —en la propiedad de un sir británico—, se habría
metido en el mayor embrollo que jamás hubiera soñado, pero debía encontrar
a su compañero con urgencia antes de que terminara su vigilancia nocturna y
tuviera que presentarse en comisaría y dar unas explicaciones que no quería
dar.
Entonces, sin previo aviso, recibió un tremendo golpe en la espalda, a la
altura de los riñones. Cayó de bruces dentro de la propiedad de los Thornton,
y perdió la pistola a causa del impacto. Sin embargo, era un hombre ágil y
consiguió revolverse sobre sí mismo y ponerse en pie de un salto antes de que
su adversario pudiera rematar su trabajo.
Estaba oscuro y no podía ver dónde había ido a parar su arma, de modo
que se puso en guardia, dispuesto a defenderse a dentelladas si era preciso.
No consideraba que su apariencia resultase intimidatoria, pero por algo había
sido campeón de los pesos medios en el campeonato de boxeo del cuerpo de
policía el año anterior. Se protegió con los puños adoptando la postura de un
púgil, dispuesto a hacer saltar dientes, romper narices o cerrar ojos durante
una temporada.
Sin embargo, para su sorpresa, no había nadie delante de él. Pudo
escuchar unos pasos presurosos por la calle, pero cuando se asomó para dar el
alto a quienquiera que fuese, había desaparecido de la vista. Buscó la pistola
y, cuando la hubo hallado un par de metros más allá, se dispuso a encontrar a
Storm para poder marcharse a casa y descansar en condiciones. La noche de
vigilancia tocaba a su fin y no había resultado tan aburrida como ambos
habían pensado.
Sin embargo, el agente Theodore Wilkes de la policía de Londres
ignoraba que, si bien su jornada nocturna había terminado, su idea de
tumbarse en su cómodo jergón aún tardaría en hacerse realidad.
16
Una visita incómoda

Sir Richard caminaba nervioso en su biblioteca con un cigarro en la mano.


La calle se había llenado de policía tras haberse descubierto, a escasa
distancia, los dos cuerpos: el de la chica y el del policía. Este último era el
que había originado tamaño revuelo. «El asesinato de la chica habría pasado
como uno más», pensaba irritado, «pero cuando se trata de uno de los suyos
lo que está en juego es algo más que la reputación del cuerpo de policía
londinense; si permiten que ese crimen quede impune perderán todo atisbo de
autoridad en la ciudad».
Por ese motivo se hallaba en su biblioteca, y también a causa del mismo se
sentía tan enfadado: el propio Director General de Policía, Rufus McEvoy,
había venido a su casa a hablar con él. Se trataba de un hombre de modales
refinados, bajo de estatura y de complexión más bien rechoncha. Una
abundante mata de cabello muy rubio coronaba su persona, a juego con un
delgado bigote que remarcaba sus gestos. Vestía un traje gris hecho a medida
y confeccionado con una tela excelente y cara, según pudo comprobar sir
Richard.
—Le aseguro que es lo mejor, sir Richard—aseveró Rufus con un tono
que asemejaba al de un ruego cuando en realidad era un mandato—. La
primera vez pensamos que quizás se trataba de un crimen pasional, no creo
que lo haya olvidado, pues su hija se vio envuelta, he de decir que de forma
muy desagradable, en aquel turbio asunto. —Rufus observó la reacción de sir
Richard antes de proseguir. Pisaba terreno resbaladizo y lo último que le
interesaba era enemistarse con un sir—. Sin embargo, las circunstancias nos
obligan a hacer un esfuerzo extra por resolver este caso. Los crímenes se han
repetido, no es necesario que se lo explique de nuevo, y resulta que han
vuelto a ocurrir cerca de su casa. Nos tememos que alguien aquí, alguien del
servicio, pueda de alguna manera estar relacionado o saber algo acerca de
ello.

—Le he comprendido perfectamente, señor McEvoy. —Sir Richard


hubiera deseado mandar a aquel hombre de vuelta a su despacho pero, por
otro lado, y a pesar de que aquella entrevista le parecía una enorme
descortesía, no podía dejar de pensar que hubiera algo de razón en las
sospechas policiales, y el solo hecho de pensar que Faith corriera el más
mínimo peligro le ponía el vello de punta, de modo que no solo accedió a la
solicitud del Director McEvoy, sino que había consentido en recibirle en su
propia casa—. No es que esté muy de acuerdo con lo que usted sugiere, pero
detesto la idea de que un asesino ande suelto por las cercanías de mi hogar.
Lo único que le pido es que guarde la máxima discreción en su proceder.
—Por eso no debe preocuparse, el personal de su casa se presentará en
comisaría y será interrogado con el máximo respeto en el despacho del
inspector Higgs, que es quien está al mando de este caso. Le prometo que
serán citados por separado y de forma que el nombre de los Thornton no se
vea implicado de manera alguna en las investigaciones.
—Lo cual incluye a mi hija —terció sir Richard—. Me gustaría pedirle
como favor especial que la excluyan del proceso. Ya les ha explicado todo lo
que sabe y temo por su salud. Le aseguro que si recuerda algo nuevo yo
personalmente me encargaré de hacérselo saber.
Rufus McEvoy movió el bigote, como si estuviera sopesando aquel «favor
especial» de sir Richard. Su hija no había revelado nada de importancia y
Rufus estaba al tanto de sus malestares. Por otro lado, Higgs le había puesto
al corriente de la estrategia propuesta por el sargento Pileggi en lo tocante al
agente Hedges. El asunto se complicaba por momentos y nadie parecía
encontrar el cabo que les permitiera dirigir sus pesquisas en algún sentido
concreto. Los meses transcurrían y no habían avanzado un solo paso en
ninguna dirección, para empezar carecían del motivo e incluso del
sospechoso. El alcalde le había llamado la noche anterior a su despacho para
remarcar la necesidad de darle solución al caso. Eso dicho en finas palabras,
claro. Si quería acceder al interior del hogar de los Thornton no le quedaba
más remedio que hacer ciertas concesiones. Su olfato de policía viejo le decía
que en esa casa y en esa familia se hallaba la clave para resolver el caso. Muy
a su pesar, asintió.
—Se lo garantizo, sir Richard. Lady Faith quedará al margen.
Sir Richard esbozó lo que debería haber sido una sonrisa pero apenas
llegó a una mueca.
—Confío en su palabra, Director. Espero no tener que lamentar mi
decisión.
—No lo hará, descuide. —Rufus se puso en pie mientras Perkins, el
mayordomo, entraba con su abrigo y su sombrero—. Le agradezco su
atención al recibirme en su casa, sir Richard. —Y salió acompañado de
Perkins.
Sir Richard se acercó a la ventana. Un par de minutos después contempló
cómo el Director recorría el sendero que conducía hasta la puerta de la valla y
se introducía en un vehículo negro que quedó a la vista cuando Perkins abrió
la puerta al visitante. Aún no estaba convencido de haber hecho lo correcto
permitiendo que la policía husmeara en su hogar al interrogar al personal de
servicio.
Apenas si había posado el trasero en la parte trasera del coche de policía
cuando Rufus McEvoy se giró e inquirió con la mirada a la persona que se
hallaba sentada a su lado. —Informe del estado de la investigación, Higgs.
—Hasta ahora no ha habido excesivos avances, director.
—El nerviosismo de Higgs era evidente, pero Rufus no sabía si se debía a
su presencia o a algún otro motivo, de modo que decidió guardar ese detalle
por si le resultaba útil con posterioridad—. Hemos retirado los cuerpos de la
calle y los hemos llevado a la morgue. El forense ha confirmado que
murieron como consecuencia de las heridas sufridas a causa de un arma con
filo, un cuchillo de considerable tamaño. Para no extenderme en detalles
macabros, le diré que lo que hallaron los agentes cuando recibieron la alarma
de Wilkes no tenía nada que envidiar a un matadero de cerdos. La mujer, al
parecer una prostituta que frecuentaba la zona, apenas si era reconocible.
Según el informe médico, le habían arrancado literalmente el hígado, del que
no hay rastro por los alrededores, aunque bien puede ser que algún perro o
gato vagabundo hiciera de las suyas. Yo lo descartaría, si así hubiera sido
habría más vísceras mordidas o desgarradas, pero no es el caso.
—Supongo que le habrá advertido a Wilkes que mantenga el pico cerrado
acerca de los detalles del suceso. No quiero que el caos se apodere de la
ciudad.
—Está advertido, señor. De todas formas, le he dado unos días de permiso
y no creo que salga de su casa durante ese periodo. Debería haber visto en
qué estado volvió a la comisaría. He visto cadáveres con mucho mejor
aspecto.
—No pierda el hilo, Higgs. Mi agenda está repleta y no puedo perder el
tiempo con detalles sensibleros acerca de nuestros agentes. Si no pueden
soportar la escena del crimen quizás deberían dedicarse a cuidar los jardines
de gente como esta —afirmó, señalando con el dedo en dirección a la casa de
sir Richard.
—Sí, claro. —Higgs reprimió un mohín de desagrado ante el comentario
deshumanizado del director—. Como le decía, junto al cuerpo de la mujer se
hallaba también el de Storm, degollado de lado a lado y con la barriga abierta.
A él le faltaba un riñón. Mismo modus operandi que en el caso de su
«vecina» y de la chica que encontramos antes del verano.
—Deduzco que no han hecho ningún avance significativo que nos
aproxime a la detención de algún sospechoso. ¿Es así?
—Está usted en lo cierto, director. Ya sabe que tenemos un agente
actuando en secreto cerca de la que considerábamos la principal sospechosa.
Storm y Wilkes vigilaban en paralelo.
El Director McEvoy enarcó las cejas. Higgs tragó saliva.
—O sea que llevan varios meses detrás del caso para nada.
—Bueno, en realidad…
—Inspector Higgs, no creo que haga falta que le recuerde que este caso
está bajo su responsabilidad. Ya puede imaginar que esto va a terminar
saltando a la luz pública, lo cual significa que las presiones a las que estoy
sometido se harán más intensas. Está claro, según yo lo veo, que más les vale
encontrar al culpable de estos crímenes sin tardar demasiado, inspector. Si
han de rodar cabezas, le aseguro que no será la mía precisamente ¿me sigue?
—Higgs asintió con un gesto a medio camino entre la preocupación y el
terror en estado puro—. No puedo estar todos los días haciendo el trabajo que
debería haber hecho usted mismo con el dueño de la casa. —De nuevo señaló
a la puerta por la que acababa de salir.
Higgs vio la oportunidad de escapar de una conversación que estaba
tomando un giro que no era de su agrado.
—¿Ha conseguido la autorización de sir Richard? ¿Podremos interrogar a
los habitantes de la casa?
—No tan rápido, inspector. Pueden interrogar a la servidumbre, pero
estamos hablando de un sir británico, no lo olvide. Esta gente no hace
concesiones sin pedir algo a cambio. Si quiere obtener información de la hija,
tendrá que ser a través de su contacto, ese que hasta ahora no parece haber
sacado las manos de los bolsillos. Apriete las bridas a ese caballo. Le doy un
plazo de tres semanas para presentarme resultados, Higgs. De no ser así,
espero su renuncia inmediata.
Higgs se apeó del vehículo y se dirigió cabizbajo hacia el grupo de
policías que ya se disolvía tras inspeccionar la escena del doble asesinato. Le
hizo una señal con el dedo al sargento al mando para recibir las novedades. El
cielo encapotado iba dando paso a una ligera neblina que convertía el
ambiente en húmedo y frío. Nada comparado con la tormenta que se
desarrollaba en su interior.
17
Preguntas sin respuesta

Constance entregó su paraguas a Perkins nada más cruzar el umbral de la


casa Thornton. Afuera llovía como si fuese la primera vez en la historia de la
humanidad. Los bajos de su vestido se habían cubierto de barro y se veían
empapados hasta una altura que superaba un palmo. Y eso en el escaso
trayecto desde donde había bajado del carruaje que la había traído hasta la
puerta de la entrada de la mansión.
En otras circunstancias no habría salido de casa en una tarde así, pero la
última vez que había visto a Faith la había encontrado un tanto apagada y
luego se había enterado de lo ocurrido unos días atrás en las proximidades de
la casa. Las desgracias parecían haber encontrado allí un hogar y todo estaba
afectando al ánimo de su amiga. No se habían visto durante varias semanas,
Faith siempre aplazaba sus encuentros aludiendo cansancio o malestares
indefinidos. Perkins o algún mozo se presentaba en su casa portando una nota
de excusa. Y con el paso de los días se había ido sintiendo más intranquila
acerca del estado de Faith. No era normal en ella aislarse del mundo de esa
manera, no desde que Constance podía recordar.
De modo que había decidido no esperar más. Se había arreglado y se
había presentado sin avisar. Corría el riesgo de que Faith estuviera ausente o
realmente indispuesta, pero sin duda eso sería mucho mejor que permanecer
con la duda un día y otro más.
—Quisiera ver a la señorita Faith, Perkins. Pero si sir Richard se
encuentra en la casa y tiene a bien atenderme, me gustaría hablar primero con
él.
El mayordomo contestó con una leve inclinación de cabeza.
—El señor se encuentra en la biblioteca. Le preguntaré si puede recibirla.
Por favor, espere en la sala de té un momento, si no le importa. Vuelvo
enseguida.
Constance tomó asiento cerca de una ventana mientras esperaba. Desde
allí podía contemplar el jardín a través del aguacero. Su pensamiento voló
hacia los recientes crímenes y no pudo reprimir un escalofrío. Le vino a la
memoria el mal trago que había pasado en aquel callejón, con aquel horrible
hombre, sus palabras, el olor que reinaba en aquel lugar. Por un momento
pensó en las muchachas asesinadas, imaginó su despreocupación mientras se
dirigían hacia una muerte espantosa. Se preguntó qué habrían sentido cuando,
acorraladas e indefensas, se hallaran frente a su asesino, contemplando el filo
del cuchillo en su mano, si habrían intentado defenderse o por el contrario…
—El señor la recibirá ahora. —La silueta de Perkins se recortaba en el
umbral de la puerta—. Si es usted tan amable de seguirme.
Constance se recompuso el moño mientras las últimas imágenes se
deshacían en su mente y abandonó la estancia detrás del mayordomo.
Cuando penetró en la biblioteca, Constance estuvo tentada de cubrirse la
nariz. El olor a tabaco era insoportable, eso sin mencionar la densa niebla
producida por el humo de la pipa de sir Richard. En aquel ambiente
irrespirable el fuego que crepitaba en la chimenea no ayudaba mucho.
Sir Richard se hallaba de pie junto a un sillón situado frente a la lumbre.
—¡Mi querida Constance! ¡Ignoraba que mi hija hubiera hecho planes
para pasar la tarde contigo! —Una sombra de pesar apagó su rostro por un
instante. Luego despareció de forma repentina, tal y como había llegado.
—Y no ha sido así, sir Richard. —Constance saludó con una leve
reverencia. Aunque era amiga de la casa, su estricta educación no le permitía
prescindir de aquellos formalismos—. He venido sin avisar para evitar una
nueva excusa por su parte. Sé que suena inadecuado, pero creo que el motivo
lo justifica.
Sir Richard aspiró con fuerza de la pipa, exhalando a continuación una
densa nube de humo por debajo de su enorme mostacho.
—Es más que probable que hayas realizado tu viaje en balde, Constance.
Faith se halla en cama, y no sé si se encuentra de ánimo para recibir visitas,
aún tratándose de ti.
—De eso precisamente quería hablar con usted. Estoy tremendamente
preocupada por la salud de Faith. No solo por su salud física, sino también
por su estado anímico. Lleva semanas eludiéndome con absurdos pretextos,
cancela nuestras citas sin explicación alguna y siempre encuentra el modo de
evitar que venga a verla. Ese es el motivo de mi presencia en esta casa sin
avisar.
—Mi hija se encuentra postrada en cama desde hace muchos días. Cayó
enferma presa de unas extrañas fiebres que no remiten ni siquiera tras los
baños en agua fría que le prescribió el doctor. Se pasa días enteros recluida en
su habitación, rehúsa la compañía y apenas come. De hecho, para ser más
exactos, hoy ni siquiera la he visto. Es como vivir con un fantasma. Yo
tampoco sé qué hacer al respecto. De no haber venido por tu propia iniciativa,
estaba a punto de llamarte yo mismo. A Faith no le gusta que nadie manipule
su vida, pero creo que en este caso la intromisión hubiera estado más que
justificada. Y los últimos asesinatos no han ayudado mucho. Como sabrás,
ocurrieron a escasa distancia de mi casa. Creo que ha sido la gota que ha
colmado el vaso. Eso la ha afectado mucho. Recuerda lo sucedido este
verano.
Constance tomó aire antes de lanzarse.
—Si no tiene inconveniente, subiré a verla, tanto si accede como si se
niega. Faith es una joven fuerte, sir Richard. No podemos permitir que siga
en este estado de aislamiento, su mente no lo resistirá y acabará por… Dios
no lo permita, acabará por volverse loca.
Sir Richard sintió un vacío en el estómago. No había permitido que su
mente admitiera la idea de perder a su hija, y menos de ese modo. La
afirmación de Constance había rozado un punto muy delicado: la pérdida de
Anne volvió a pintar el mundo de negro por un instante. Sir Richard sintió un
sabor amargo, la herida abierta de nuevo, palpitando dentro de sí.
Comprendió que si Faith también le faltaba no tendría sentido seguir vivo. No
sin sus dos ángeles.
—Adelante, pues. Si consigues algo, házmelo saber. No me moveré de
aquí hasta que bajes de nuevo y me cuentes. —Así lo haré, descuide. Si me
disculpa…
Constance se giró, decidida, y se dispuso a salir de la estancia. Sin
embargo, la voz de sir Richard a su espalda la detuvo.
—Constance…
—¿Hay algo más que yo pueda hacer? —Sir Richard parecía inquieto,
mordisqueaba la pipa como si tuviese que decir algo terrible, y eso hizo que
Constance también se pusiera en tensión.
—Quiero preguntarte algo, y necesito que seas absolutamente sincera.
—Por supuesto. Dígame.
—Es preciso que me digas la verdad acerca de un asunto que me preocupa
desde hace tiempo. Incluso si crees que la respuesta puede desacreditar a mi
hija ante mis ojos, debes contestar con sinceridad. Estamos hablando de su
salud. Algo grave le ocurre. Algo que puede que amenace su vida.
—Claro, sir Richard, pregunte lo que le inquieta. Le pro-
meto…
—Este verano —sir Richard detuvo las palabras de Constance con un
gesto de la mano— sucedió algo muy extraño una noche mientras
permanecimos en la casa de campo. Hasta el día de hoy no lo he mencionado
a nadie, ni siquiera a mi hija, pues no estoy seguro de que lo recuerde. Es
más, lo dudo mucho. No es necesario decir que esto debe quedar entre
nosotros. Me sentiría muy decepcionado si alguna vez repitieras alguna parte
de esta conversación. —Constance se dispuso a replicar pero él no se lo
permitió—. Despertó en medio de la noche, temblando de fiebre y delirando.
Habló de una manera muy extraña, dijo cosas que jamás hubiera creído que
pudieran salir de su boca. Como si no fuera ella. Pero yo estaba allí, era mi
hija la que hablaba.
—No sé dónde quiere ir a…
—No he acabado —la cortó él—. Lo que sea que atormenta a mi hija
comenzó aquella tarde en el callejón. Lo recuerdo como si hubiera ocurrido
esta misma mañana. «Voy a ver a Constance», dijo, y desde aquel día mi hija
ha desaparecido para dejar en su lugar a una criatura que se arrastra infeliz
por el mundo. Si sabes algo, si ocurrió algo que yo ignore quiero saberlo,
Constance. No me tomes por un ingenuo, sé que hay cosas que los jóvenes
mantenéis al margen de los padres, pero entiende que este es un caso
desesperado. Necesito saber —enfatizó— qué fue lo que cambió la vida de
mi hija. Y no me digas que presenció la escena de un crimen. Ella es fuerte,
puede soportar eso y más, nunca ha sido una pusilánime. Te ordeno, no, te
suplico, que me lo cuentes. Sea lo que sea.
Constance se quedó de piedra. Jamás habría esperado ver a sir Richard de
ese modo. Lo cierto es que no tenía nada que confesar. Que ella supiera, no
habían hecho nada atípico que pudiera afectar a Faith hasta ese extremo.
—No hay nada que ocultar, sir Richard, se lo aseguro. No lo hay.
Pero entonces lo recordó. Un ligero temblor la sacudió de la cabeza a los
pies. Sí que había algo. Algo terrible que Faith no había explicado a su padre.
Recordó la sesión de espiritismo, de nuevo se sintió invadida por el miedo,
por la médium muerta. Todos los presentes habían acordado no volver a
mencionar aquello. Percy había dicho que mentiría a la policía y que lo haría
pasar por un desdichado accidente cuando ella se hallaba limpiando el
desván. Nadie sospecharía si el que lo afirmaba era un caballero de la alta
sociedad. Y así había sido. No había habido preguntas, ni investigación
policial.
Sin embargo, no podía olvidar la estampa de Faith agachada junto a la
moribunda mujer, forcejeando para soltarse de la presa que esta había hecho
en su brazo, ni su expresión de terror durante aquellos escasos segundos.
Sir Richard se dio media vuelta ante la negativa rotunda de Constance.
Ella aprovechó para escabullirse. Su corazón latía desbocado cuando se
dispuso a subir las escaleras.

18
El secreto

Un viento frío sacudía las contraventanas de la pequeña casa de Leonora.


El barrio era humilde, pero no miserable. En su mayoría estaba habitado por
obreros que se dejaban la vida en una fábrica desde la salida del sol hasta el
ocaso. Leonora, a su edad, vivía del dinero que había recibido de los
Thornton cuando resultó demasiado mayor para continuar al servicio de la
casa. No era ninguna inútil, pero los ataques de reúma eran cada vez más
frecuentes y sir Richard la había recompensado con generosidad después de
toda una vida dedicada al cuidado de la casa y de la familia. «Mereces pasar
tus años de vejez tranquila, aquí ya has hecho todo lo que has podido, que es
mucho», le había dicho. No podía quejarse, la verdad, a ningún criado le
gratificaban cuando se retiraba, aunque sea de forma obligatoria, como en su
caso.
Sentada en una mecedora cerca de la lumbre que crepitaba en el hogar,
Leonora se dedicaba a hacer punto muchas tardes, especialmente en las
épocas en que el frío asomaba por el horizonte y se dejaba caer con crueldad
sobre la ciudad. Cuando la luz del día decaía se preparaba un caldo y se iba a
dormir. No se había casado ni tenía familia, sus días navegaban entre los
trajines de la casa, que no eran muchos, y los recuerdos.
Recuerdos, era lo único que le quedaba tras el largo camino. Sus manos se
detuvieron y la labor quedó en suspenso cuando la oleada volvió a su cabeza.
Se trasladó a aquellos años cuando había entrado al servicio de los Thornton,
siendo apenas una niña. Tiempos felices, sin más preocupaciones que evitar
las broncas de Justin, el entonces mayordomo de la casa, perro fiel de sir
Edward, padre de sir Richard.
El rostro de Leonora se ensombreció. No todo había sido felicidad. Lo
acontecido tras la muerte de lady Mary, la madre de sir Richard, y a causa de
la misma, había constituido un capítulo oscuro, muy oscuro, en la casa
Thornton. Jamás podría olvidar aquella tarde, mientras limpiaba el polvo en
la biblioteca, cuando sir Edward había entrado acompañado de otro hombre,
desconocido para Leonora. De hecho, nunca más volvió a verle después de
ese día. Habían entrado charlando y no se habían percatado de su presencia,
pues se hallaba en un recoveco de la habitación que había junto a un ventanal.
La difunta lady Mary gustaba de sentarse allí a leer, decía que la tibia caricia
del calor del sol la hacía sentirse más viva. Si ella hubiera sabido el fin que la
esperaba, la pobre…
Aquel rincón solo quedaba a la vista cuando uno se adentraba varios pasos
en la estancia. Leonora no se atrevió a decir nada, Justin le había prohibido
dirigirse al señor si no era previamente preguntada. Por otro lado, temió que
si la veían allí se ganaría no solo una bronca sino quizás unos azotes por la
insolencia, así que su mente infantil ideó lo más inmediato, aunque no fuera
lo más sensato: se agachó detrás del sillón de lectura de lady Mary y
permaneció allí sin atreverse casi ni a respirar.
—No lo quiero aquí —decía la voz grave de sir Edward—. Su simple
vista me hace sentir enfermo.
—No debe preocuparse —el tono servil de la voz del otro hombre no pasó
desapercibido ni siquiera para una niña como Leonora—. No volverá a saber
de él, se lo garantizo.
—No quiero que le falte de nada, pero no debe crecer sabiendo quién es.
Sepa usted que haré que alguien compruebe periódicamente que se cumplen
ambas condiciones. Si mis órdenes no son respetadas, haré que lamente haber
cerrado este trato conmigo.
El otro hombre tardó un segundo en contestar.
—Cla... claro que no, sir Edward. Yo personalmente me hago responsable de
que todo se cumpla según lo pactado. Puede usted quedar tranquilo.
—A pesar de lo ocurrido es mi hijo. No podría soportar pensar que
alguien de mi sangre, por mucho que me pese que así sea, viva en la miseria.
¿Me entiende? —Leonora a punto estuvo de dar un grito por la sorpresa.
¿Qué era lo que estaba a punto de hacer sir Edward? ¿Estaba vendiendo a su
hijo? ¿Podía un caballero hacer algo semejante? Ella había oído historias
acerca de niños pobres que eran secuestrados, esclavizados e incluso
asesinados. Su madre le había advertido en repetidas ocasiones acerca de
hablar o confiar en personas extrañas, pero lo que acababa de oír no era igual.
Sir Edward era un hombre muy rico, y a pesar de que entre el servicio se
comentaba lo estricto que era con las costumbres y el comportamiento de su
familia y de la servidumbre, nadie había mencionado que fuese tan malvado
como para deshacerse de su propio hijo.
—Un cosa más —sir Edward bajó la voz un poco, como si temiera ser
escuchado.
—Por supuesto. Dígame.
Leonora se atrevió a asomarse un poco por un lateral del sillón. Los dos
hombres permanecían de pie junto al hogar, que a esas horas aún no se había
encendido. El hombre que acompañaba a sir Edward era un sujeto bajo y
rechoncho, totalmente ataviado de negro. Hasta Leonora pudo apreciar que su
ropa estaba gastada del uso, nada tenía que ver con el traje que vestía sir
Edward. Su rostro se veía enrojecido y sostenía un viejo sombrero en las
manos, que apretaba con gesto nervioso. Permanecía atento a las
instrucciones de sir Edward, como un perro que espera que su amo le arroje
un palo para ir a recogerlo.
—Esta será la última vez que nos veamos. Si necesita ponerse en contacto
conmigo para cualquier asunto, lo hará usted a través de la persona del
servicio de esta casa que le he indicado. Nunca volveremos a hablar en
persona ¿me entiende? Jamás.
—Descuide, eso no ocurrirá.
—Bien creo que eso es todo. Fingiremos un extravío cuando la doncella
los lleve al parque a jugar. Nadie debe percatarse de su acción. Para que todo
parezca natural haré que la policía le busque el tiempo que sea necesario.
Para entonces, debe estar muy lejos de aquí. Para siempre.
—Así se hará, sir Edward.
—Ya puede usted marcharse. Por la puerta de servicio, no por la principal.
El hombre se excusó con una reverencia y abandonó la biblioteca de
forma apresurada. Unos instantes después, sir Edward salió, dejando a
Leonora con el corazón latiendo en su pecho de forma desaforada. Su primer
impulso había sido contárselo al ama de llaves, pero entonces se dio cuenta
de que lo único que conseguiría con eso sería una buena paliza y que acabaría
abandonada y mendigando por la calle. No podía enfrentarse a un noble,
hasta una niña de su edad lo sabía. Así que calló cuando el niño Edward, el
pequeño sir Edward II desapareció para siempre. Calló cuando había
contemplado el pesar fingido de sir Edward. Calló mientras todos lloraban y
lamentaban la pérdida del heredero de los Thornton. Pero ella sabía la verdad.
La había sabido todos esos años. Incluso después, cuando él había vuelto.
No le había visto en persona, gracias a Dios, pero ella sabía que era él. Había
visto la nota sobre el escritorio de sir Richard, muchos años después. Y
además estaba su don, como decía su madre. «No olvides que eres especial»,
le había dicho, «igual que tu abuela y su madre. Tarde o temprano llegará el
día en que el don despertará, Leonora. Debes aprender a usarlo en tu
beneficio, hija mía. Yo no lo poseo, pero tú sí. Mi madre lo dijo el día que
naciste. Ella también era especial». Leonora no supo a qué se había referido
su madre hasta que un día, años después ocurrió. Estaba arreglando la
habitación de un joven sir Richard cuando la imagen se presentó delante de
sus ojos, haciendo que derramara el contenido del orinal que iba a vaciar.
Era él. Sintió su odio. Su ansia de venganza. Y también sintió su
proximidad. No estaba tan lejos, después de todo. Durante unos instantes le
faltó el aire, tanta maldad le revolvió las entrañas. Cuando por fin se
recompuso, se apresuró a recoger el desastre que había ocasionado y corrió a
la cocina para mojarse el rostro con agua helada. Así que ese era el «don»,
pensó, con aprensión. En eso consistía, en intuir la presencia de otras
personas con emociones especialmente convulsas o violentas. «Creo que
podré acostumbrarme a ello, tampoco era para tanto como decía madre»,
suspiró aliviada.
Pero se equivocaba. Había mucho más.
Un golpe brusco la sacó de su ensimismamiento. Las contraventanas de la
única ventana de la planta superior entraron en una actividad frenética, como
azotadas por un huracán. Pero Leonora sabía que no se movía ni una brizna
de aire. La sangre se le heló en las venas. Reunió todo el valor de que fue
capaz, se puso en pie y se dirigió a las escaleras, demasiado estrechas y
empinadas para sus viejas piernas. Mientras ascendía los peldaños con
lentitud acariciaba sin pensarlo el crucifijo que colgaba de su cuello. «No es
el demonio quien ha venido a verte, Leonora», pensaba. «No, es mucho
peor».
Cuando alcanzó la parte superior de la escalera y se asomó al dormitorio,
sus temores se vieron confirmados. El mobiliario era escaso, no podía
permitirse una vida tan holgada como para llenar su casa de muebles y la
verdad es que tampoco los necesitaba. Una vieja cama presidía la estancia,
acompañada de una mesita de noche, un armario medio desvencijado por los
años y una jofaina con un espejo para acicalarse cuando era necesario. La
ventana se hallaba abierta. En la oscuridad de un rincón entrevió una figura.
No pudo evitar pensar que su hora había llegado.
—¿Qué haces aquí? Este no es tu lugar. Hace tiempo ya que lo
abandonaste, gracias a Dios.
«Tú sabes por qué estoy aquí. He de cobrar una deuda antigua.»
Las palabras resonaron en su mente, profundas y ásperas. Casi había
olvidado aquella voz llena de resentimiento. A pesar del terror que la
paralizaba, Leonora se dio cuenta de que, al menos por el momento, no
estaba en peligro. No había venido por ella.
—Demasiado tarde para reclamar nada. Vuelve a tu sitio. Ya nada puedes
llevarte. Eso es sencillamente imposible.
«Te equivocas, vieja. Aún puedo reclamar lo que es mío.»
Leonora tembló de pies a cabeza. Aunque su parte racional le decía que
aquel hombre ya no representaba peligro alguno para nadie, muy dentro de sí
una vocecilla le decía que sí, que él era capaz de traspasar barreras imposibles
de romper. De hecho, lo tenía delante de ella. Si se las había apañado para
volver, solo Dios sabía hasta dónde podía llegar.
—¿Por qué has vuelto? ¿Por qué a mi casa? Aquí no eres bienvenido.
La sombra se echó a reír. Las carcajadas retumbaban dentro de Leonora
igual que los truenos en un día de tormenta. Entonces él calló y dio un paso al
frente, dejando que la luz de la luna iluminase su silueta con algo más de
claridad. Leonora pensó que iba a desmayarse. Él permanecía tal y como lo
recordaba, no había cambiado nada. «Cómo va a cambiar, vieja boba, ya no
puede envejecer. No como tú», pensó Leonora espantada ante aquellas
facciones angulosas que irradiaban tanta maldad que hasta se podía palpar.
Por supuesto que él seguía igual. Siempre sería igual. Las leyes naturales no
se pueden quebrantar. ¿O sí? «He vuelto porque fui llamado. Y estoy aquí
para advertirte.» —¿Para advertirme? ¿A mí?
«En efecto. Una vez te interpusiste en mi camino. Entonces vacilé. No lo
haré de nuevo. Si intentas malograr mis propósitos, volveré a visitarte. Y
créeme, haré que lo lamentes todos y cada uno de los segundos de la lenta
agonía que te procuraré. Desearás estar muerta. Tú sabes que lo haré.»
En efecto, ella lo sabía. No lo había contemplado en persona, pero sí en
sus visiones. Se había visto obligada, contra su voluntad, a contemplar los
actos más terribles que una persona pudiera imaginar. Sin poder evitarlo, se
había visto atrapada en la energía negativa de él, una vez y otra. Incluso había
llegado a temer por su integridad mental, pero entonces todo había acabado
sin previo aviso. Y ella había estado allí, en todos esos lugares, frente a todas
aquellas muchachas, contemplando su terror, observando cómo su sangre se
derramaba, suplicando ser liberada de aquella pesadilla.
Aún temblaba cuando, al mirar al rincón, se percató de que él ya no se
encontraba en la habitación. Leonora se arrodilló y se echó a llorar, presa de
un ataque de ansiedad y de un mar de convulsiones.
Luego las lágrimas cesaron. Se rehízo, se secó la cara y se dirigió al
armario para escoger algo decente que ponerse. Sabía lo que tenía que hacer y
no podía demorarlo ni un minuto más. No podía esperar al día siguiente. Las
amenazas de él volvieron, ominosas, pero ella las desechó fuera de su
pensamiento.
—Vamos, Leonora, ¿qué es lo que temes? No te puede hacer daño. Ya no.
Está muerto. Los muertos no pueden coger un cuchillo con sus manos. Haz lo
que debiste hacer tanto tiempo atrás.
19
Camino sin salida

Rufus McEvoy parecía un volcán en plena erupción. Acababa de tener una


reunión con el alcalde Jones. En ella, el alcalde le había «instado», por
decirlo de una manera sutil, a resolver «de una maldita vez ese feo asunto que
afecta a los Thornton». Así es como lo había dicho. Feo asunto. Lo cierto es
que McEvoy había entendido a la perfección el mensaje encerrado tras el
resto de las palabras del alcalde. Sir Richard Thornton no era un ciudadano
cualquiera, y no solo por su fortuna. Sus relaciones sociales llegaban hasta
palacio, estaba situado en un círculo no muy lejano a la reina, y esa
circunstancia hacía que el caso en cuestión resultara tan delicado como la fina
cristalería en la que seguramente bebían ambos, la reina y sir Richard.
Rufus miraba a través del amplio ventanal de su despacho hacia una calle
que, a pesar de la hora, pues ya había anochecido, seguía abarrotada de
transeúntes, vendedores de a pie, coches de caballos y un sinfín de personas
que entrelazaban sus vidas sin saberlo. El alcalde le había insinuado,
resumiendo, que si no era capaz de ofrecerle algún avance concreto en la
investigación se podía ir despidiendo de su brillante carrera policial.
Lanzando un bufido, McEvoy se volvió hacia el inspector Higgs, que
esperaba de pie frente a la puerta del despacho sin atreverse a abrir la boca
tras el saludo inicial, su olfato le decía que si el jefe le había llamado cuando
ya estaba a punto de marcharse a casa no había sido para darle buenas
noticias.
—Siéntese, Higgs, ¿qué diantre está haciendo ahí de pie?
Higgs obedeció. El rojo que teñía el rostro del jefe consiguió crear un
curioso vacío en su estómago. Algo no iba bien, no señor.
—Iremos directamente al asunto que nos concierne, si le parece. —Higgs
asintió y tragó saliva. Eso de «iremos directamente» no le había gustado ni un
pelo, no era el estilo del jefe McEvoy comenzar así—. ¿Hay alguna novedad
acerca del caso de los asesinatos que roza a los Thornton? Más vale que la
respuesta sea afirmativa. Hoy no estoy para que me lleven la contraria.
—Bueno —Higgs pensaba a toda velocidad cómo salvar el escollo. La
verdad es que, a pesar de sus esfuerzos, no habían hallado pruebas que les
llevaran a la detención de ningún sospechoso. Pileggi había estado
«entrevistando», que era el aforismo que usaban en lugar de «interrogando»
cuando se trataba de hacerlo con personas de cierta posición social o de su
entorno, al personal al servicio de los Thornton, pero las pesquisas no les
habían llevado muy lejos—, hemos estado hablando con el personal
doméstico de sir Richard, pero por lo que se deduce de sus declaraciones se
trata de una familia que carece de trapos sucios. La esposa de sir Richard
enfermó y falleció y desde entonces es la hija la que maneja la casa. Sir
Richard a veces lleva una vida un tanto disipada, pero eso no es nada extraño
en gente de su clase social. La hija le ha salido un poco rebelde, le gusta
relacionarse con gente que no pertenece a su clase social pero nada que
resulte escandaloso o que pudiera relacionarla de forma directa con el crimen
que presenció. Hemos infiltrado un agente para vigilarla de cerca, pero sus
informes no muestran nada fuera de lo común. La familia sufrió un percance
cuando sir Richard era niño, su madre fue víctima de un desdichado accidente
que le ocasionó la muerte y su hermano mayor desapareció sin dejar rastro.
La policía le dio por muerto tras varios meses de búsqueda infructuosa.
McEvoy apoyó los puños en la mesa y se encaró con Higgs.
—¿Y eso es lo que me cuenta después de investigar? Todo eso se lo podía
haber dicho yo mismo el primer día, Higgs. Lo sabe todo el mundo. Es usted
unos de los mejores inspectores a mi cargo, pero creo que este caso le está
quedando grande.
—Si me lo permite, señor… McEvoy no se lo permitió.
—¿Han hecho algún avance que apunte hacia alguien?¿Algún
sospechoso?
—No, señor, pero aún no hemos terminado con…
El puñetazo que McEvoy descargó sobre la mesa retumbó en la habitación
como un trueno.
—Escúcheme bien, Higgs —dijo mientras le apuntaba con un dedo
amenazador—. No me tome por idiota. Sabe usted que este no es un simple
caso de homicidio múltiple. Haga lo que tenga que hacer, pero quiero una
detención en los próximos días. Es mucho lo que está en juego —el tono de
voz se elevó hasta el punto de que el jefe casi gritaba—. Mi posición está en
juego, sépalo usted. Pero no me hundiré sin antes asegurarme de haber
arruinado su carrera. Y su vida. Y ahora salga por esa puerta y no vuelva a
entrar hasta que traiga algo en la mano.
—Sí, señor, se hará como usted…
—¡Fuera! —el berrido se escuchó en toda la comisaria—. ¡No acabe con
la poca paciencia que me queda!
El silencio era tan intenso cuando Higgs entró en la sala común de la
comisaría que si una mosca se hubiera atrevido a revolotear por allí todos
hubiera escuchado el zumbido de sus alas sin dificultad alguna. No eran
moscas lo que esperaba encontrar el inspector. Tampoco las había a esas
alturas del otoño, con el invierno asomando por el horizonte.
El inspector recorrió la sala de un vistazo. Todos los agentes habían
escuchado perfectamente la bronca con el director McEvoy, de modo que la
reacción ante el rostro congestionado del inspector y su expresión de muy
pocos amigos fue una bajada general de miradas. Algunos se concentraron
sobre el papel que tenían en la mesa, otros simplemente fingieron estar muy
interesados en el estado de sus zapatos. Higgs localizó a quien buscaba en
menos de cinco segundos.
—¡Pileggi, necesito hablar con usted en mi despacho con urgencia!
El sargento ni siquiera contestó. Se limitó a asentir y a ponerse en pie,
presto a obedecer la orden. Cuando enfiló el pequeño pasillo que conducía al
despacho del inspector descubrió unas cuantas expresiones de conmiseración
entre sus compañeros. Suspirando por la tormenta que se le venía encima, se
resignó para sus adentros. «cada uno descarga su frustración sobre quien
puede», reflexionó, «si uno no puede con el grande, entonces azota al más
indefenso».
Penetró en el despacho del inspector, que ya se había acomodado en su
sillón.
—Cierre la puerta, Pileggi, si no le importa.
—Por supuesto, inspector —replicó este mientras daba un par de pasos
atrás para llevar a cabo el mandado. Después volvió a su lugar frente a la
mesa del inspector, listo para recibir órdenes. O lo que fuese que iba a recibir.
El inspector dirigió una mirada furibunda al desdichado sargento. Un tono
de enojo inconfundible rebotó contra las paredes.
—Adivine de qué he estado hablando ahora mismo con el director
McEvoy.
«No hace falta una bola de cristal para hacerlo», fue el primer
pensamiento que se formó en la mente de Pileggi.
«A estas alturas lo sabe la mitad del vecindario».
—Como supondrá, no tengo la menor idea, inspector.
Higgs permaneció unos segundos mirando fijamente al sargento, tratando
de discernir si se estaba mofando de él o no. Al final decidió pasar por alto la
cuestión y fue al grano. No le apetecía entrar en suspicacias con un
subordinado.
—Hablábamos del caso Thornton, ya sabe cuál, ¿verdad?
—Por supuesto ¿y bien?
—¿Cómo que «y bien»? ¿Se está usted burlando de mí?
La perplejidad pintaba el rostro de Pileggi. Ahora sí que se había perdido.
No podía imaginar dónde quería llegar el inspector. Había esperado alguna
bronca por cualquier nimiedad para desahogarse, pero la conversación no
había comenzado por donde él esperaba y, si algo detestaba, era moverse a
ciegas.
—¿Qué va a ser, sargento? —insistió Higgs—. Que me informe de los
últimos progresos de la investigación. ¿Qué si no?
—No hemos progresado más de lo que usted sabe. Después de interrogar
al personal del servicio de la casa, la única mancha, por así decirlo, en la
familia es el desafortunado incidente del hermano de sir Richard, pero por lo
demás se trata de unos aristócratas aburridos como los demás. Conozco a
personas de condición humilde cuyas vidas son más interesantes.
—Mire, Pileggi, el tiempo se nos acaba. Le seré sincero, creo que es usted
un buen policía y se lo merece. Estoy recibiendo muchas presiones para que
este caso se resuelva lo antes posible. Ya puede imaginar por dónde van los
tiros.
«Un sir aburrido tocando las aburridas narices del alcalde de la ciudad.
Este a su vez, tira de la correa de su perro faldero, el jefe McEvoy, y este
procede a… lo de siempre», imaginó Pileggi. No hacía falta ser ninguna
lumbrera para atar cabos en una cuestión como aquella.
—Sí, inspector, me hago cargo.
—Bien sargento, hágase cargo también de lo siguiente. He recibido un
ultimátum para que el caso se resuelva. Dejo en sus competentes manos la
tarea de encontrar al culpable de estos asesinatos. Ignoro qué es lo que tendrá
que hacer, pero tampoco necesito saberlo. Solo quiero que lo lleve a cabo. Ya
sabe que dispone de los medios que le hagan falta, pero encuentre a ese
malnacido o al menos desempeñe bien su papel de sabueso y olfatee su
rastro. Dispone usted de un par de semanas. Pasado ese plazo, puede
considerar que ha perdido su empleo. Si necesita alguna aclaración, ahora es
el momento.
—Ninguna, señor. —A Pileggi no le quedaban muchas bazas por jugar,
excepto quizás…—. Haré lo imposible por resolver el caso, se lo aseguro.
—No lo dudo, sargento. Ahora puede volver al trabajo. Si Hedges anda
por ahí, dígale que venga a verme.
—El agente Hedges tardará un rato en regresar de su misión de vigilancia,
señor.
—Esperaré. Cuando vuelva, quiero verle de inmediato. Eso es todo,
sargento.
Pileggi abandonó el despacho aliviado —había esperado un temporal de
mayor intensidad, una bronca mucho más violenta. Todos en la comisaría
sabían cómo se las gastaba Higgs y a nadie se le había pasado por alto que al
inspector le estaba apretando las tuercas bien fuerte— y a la vez preocupado.
Cuando los de la clase alta se impacientaban, los que estaban debajo podían
echarse a temblar. Sin embargo, una lucecilla alumbraba su mente. Algo que
había dejado pendiente y que había olvidado por el momento. Se acercó a un
agente y le dijo:
—Agente, quiero que haga venir a esos jóvenes que protagonizaron el
episodio aquel tan exótico con un mendigo en el lugar del primer asesinato
del caso de los Thornton. Él se llamaba Percy… Percy Nosecuántos. ¡LaRue,
eso es! ¡Percy LaRue! Quiero que vaya a avisarle. A él y a su novia. Que
vengan a prestar declaración. Ahora mismo, es urgente. Presente mis
disculpas por hacerles venir a una hora tan inadecuada, pero dígales que es
posible que ayuden a resolver un caso muy importante. ¡Ah, y otra cosa! En
cuanto Hedges ponga un pie en la comisaría, haga que se persone en el
despacho del inspector Higgs. Que no se demore. No está el horno para
bollos.
20
La visión

Constance ni siquiera tocó a la puerta de Faith antes de entrar en la


habitación de esta. En este caso no era por la confianza que había entre ellas,
sino porque la sombra de un horrible presentimiento se cernía por momentos
sobre ella. Tenía que contárselo a Faith. Intuía que, de estar en lo cierto, la
vida de su amiga se hallaba en peligro. Algo horrible estaba a punto de
ocurrir y Faith, en cierto modo, tenía la clave para evitarlo.
«Es una locura, Connie, estas cosas no son reales, te estás dejando llevar
por la fantasía», se repetía mientras subía las escaleras a toda velocidad. «¿Y
si lo son?», contestaba una parte rebelde de su cerebro. «¿Cómo sabes tú que
solo existe lo que una puede percibir? En el mundo hay mucho más de lo que
nuestros ojos ven. Antiguamente la gente creía que la Tierra era plana. Nadie
en su sano juicio habría supuesto su redondez, y sin embargo ahí está. ¿Por
qué no puede ser posible lo que estás pensando? Tú estabas allí. Lo viste con
tus propios ojos, pero en aquel momento te encontrabas tan atemorizada que,
a pesar de verlo, no relacionaste los hechos».
Cuando hubo llegado al descansillo, tomó aliento y recorrió el tramo de
pasillo que la separaba de la puerta del cuarto de Faith en dos zancadas. No lo
pensó. Giró el pomo y entró como una ventolera. Sin embargo, se detuvo al
instante.
La estancia se hallaba prácticamente a oscuras. Las contraventanas
cerradas impedían que la luz de la tarde penetrase por la ventana, a excepción
de unos tímidos rayos que atravesaban las rendijas.
—¿Faith, estás despierta? —Constance apenas habló más alto que un
susurro por si su amiga dormía.
—Déjame. Estoy cansada.
La brusquedad en el tono de su amiga extrañó a Constance. Faith nunca
era descortés, ni siquiera cuando se enfadaba. La voz había sonado velada,
como si la boca de Faith estuviera tapada, quizás por la ropa de la cama.
Constance se dirigió hacía la ventana más cercana, la abrió y soltó el pestillo
de la contraventana. Eso le permitió tomar una perspectiva de la habitación.
Efectivamente, el bulto que formaban las sábanas y las mantas sobre la cama
evidenciaba que Faith estaba acostada.
—¿Te encuentras mal, Faith? Puedo ir a buscar lo que necesites. O avisar
al servicio si así lo prefieres —mientras hablaba, tomó una silla y se acercó a
la cabecera de la cama dispuesta a sentarse y explicar a Faith lo que traía en
la cabeza.
—No te molestes. Solo descansaba. En algunos momentos, tengo la
sensación de que no soy capaz ni de ponerme en pie. Me cuesta trabajo hasta
mover una mano. —Faith se incorporó ligeramente, haciendo un esfuerzo
infructuoso por colocar un almohadón detrás de su espalda, contra el
cabecero. Constance se puso en pie y se acercó para ayudarla, pero al ver a su
amiga el estómago le dio un vuelco.
En las semanas transcurridas desde su último encuentro, Faith se veía muy
desmejorada. Había perdido peso a ojos vistas. Las mangas semitransparentes
de su camisón dejaban vislumbrar unos brazos casi reducidos al hueso y un
poco de pellejo, y en el rostro de Faith se marcaban los pómulos igual que en
el de un moribundo. Los ojos se le habían hundido en un mar de ojeras, y sus
labios se veían pálidos, como si la sangre no le llegara. Por un momento
Constance tuvo la sensación de que la vida de Faith se extinguía a cada
segundo que transcurría, y el doctor Weston no era capaz de diagnosticar la
enfermedad que se la estaba llevando. Quizás ella tenía la clave de todo, pero
convencer a los demás de que su idea desquiciada era real no iba a resultar
nada fácil. Luchando por contener su impaciencia, ayudó a su amiga a
acomodarse.
—¿Qué haces aquí, Constance? —dijo con un hilo de voz que no se
parecía en nada a la contestación brusca de unos minutos antes, Faith miró a
su amiga desde el fondo de sus cuencas oculares.
«Cálmate, no dejes que los nervios te impidan llevar a cabo lo que has
venido a hacer». Constance pensó que había sufrido una especie de
alucinación cuando entró en la habitación y le pareció que la voz de su amiga
era diferente. Sin duda era ella, la Faith valiente y decidida, la que
languidecía en el lecho frente a sus ojos.
—Estaba intranquila, Faith. Hace mucho que no nos vemos y tu padre me
ha dicho que llevas muchos días postrada. Esto no puede seguir así. Si el
doctor no encuentra un remedio adecuado para ti, entonces ha llegado la hora
de encontrar otro tipo de solución. Quizás tu enfermedad no reside en el
cuerpo. Por eso he venido a verte. Tengo que contarte algo que se me ha
ocurrido.
Faith pestañeó y permaneció inmóvil unos segundos, desconcertada. Por
fin, como un juguete al que acaban de dar cuerda, reaccionó.
—No sé a qué te refieres, querida. Simplemente estoy mareada, nada más.
No es la primera vez que padezco jaquecas, y tú lo sabes. Nada más. No hay
ninguna enfermedad incurable. Llevo unos días indispuesta, pero todo pasará.
—¿Te has mirado en el espejo últimamente, Faith? ¿Eres consciente de lo
que estás diciendo? Tienes el aspecto de un cadáver.
Faith emitió un sonido que pretendía ser una risa, pero apenas llegó a un
siseo, un poco de aire escapando entre sus dientes.
—¿Acaso has visto alguna vez un cadáver para saberlo? —Constance
recordó a su tía Prudence, que se había desplomado en el salón de su casa
delante de toda la familia la noche de Navidad cuando ella era poco más que
una niña. Ya no se había vuelto a levantar. Aquella noche, tía Prudence
parecía estar más viva que Faith en ese momento, pensó. También estaba la
médium, con la garganta seccionada, aferrando a Faith con aquellas manos
nudosas y resecas, susurrándole al oído mientras la vida se le escapaba. No le
hacía falta ver más muertos para saberlo—. No esperarás que tenga buen
aspecto tras unos días en la cama. Ahora estoy cansada, sin arreglar y en
camisón. Es lógico que me veas mal.
—Escúchame, Faith. Deja que te cuente algo. En alguna ocasión he tenido
la sensación de que se me escapaba algún detalle, de que estaba a punto de
hacer encajar ciertas piezas en todo este asunto de tu enfermedad, que
comenzó a raíz de tu traumática experiencia aquella tarde ¿recuerdas?
Otro impasse. Faith parecía ausente unos instantes y luego volvía de
nuevo a la conversación. Asintió a la pregunta.
—Creo que sé cuándo y dónde comenzó todo, Faith. Creo que sé lo que te
pasa. No necesitas un doctor, sino un sacerdote o algo así.
La incredulidad reflejada en el semblante de Faith no dejaba lugar a
dudas. Pensaba que su amiga era la que necesitaba visitar a un médico de
forma urgente.
—¿Estás loca, Constance? ¿Qué pretendes insinuar? Creo que estás
exagerando un poco, ¿no? Ya te he dicho
que…
—¡Déjame acabar! Sabía que no me ibas a creer tan fácilmente, pero
tienes que escucharme. Aquel día, en casa de Percy, en el desván. Ocurrió
algo muy extraño. Tú estabas allí y lo viste. A pesar de que nunca hemos
vuelto a hablar de ese tema, esa noche todos los que estábamos presente
supimos que no se trataba de un numerito fallido, como dijo James después.
Aquella mujer murió, y no fue por un fallo en su representación. Tú estabas a
su lado cuando lo dijo. Dijo que era él el que había vuelto. Y desde entonces
las muertes se han sucedido a tu alrededor ¿no lo ves?
—No… yo… apenas recuerdo lo que dices… sé que hubo una desgracia,
pero Percy, James, todos convinimos en… —Faith balbuceaba sus palabras,
como un bebé a punto de empezar a hablar. Su mente se había sumido en un
vórtice de imágenes flotando: los muebles volando por la habitación en casa
de Percy, los gritos, los ojos muy abiertos de la médium, susurrándola
mientras expiraba su último aliento. La calle, la voz que palpitaba en su
mente, el cuerpo tendido sobre el suelo, la sangre… Algo cedió en su mente.
Incluso le pareció escuchar un suave clic mientras los recuerdos caían en su
lugar uno detrás de otro, formando una historia perfecta y continua. Y
entonces todo desapareció.
—Es él. Eso es lo que dijo la médium. ¡Es él! Y tú estabas tan cerca.
Estoy segura de que un espíritu o fantasma o como lo quieras llamar se hizo
presente aquella noche, Faith. Eso es lo que te ocurre. De algún modo, el
hecho de estar tan cerca de la médium que lo había invocado te afectó. Puede
que estar tan próxima a ella hiciera que el espíritu entrase en contacto
contigo, y por eso te encuentras mal. Estuviste a punto de ser poseída, y ahora
él te está buscando para acabar lo que dejó a medias. Ese es el motivo de los
asesinatos. Él quiere matarte. Igual que a ella.
—No entiendo. Él… me busca. Él quiere…
—¡Sí! Por eso debemos acudir a un sacerdote. Solo un hombre santo
puede limpiar la oscuridad que te corroe por dentro. Creo adivinar la
identidad de la presencia que atrajimos en aquella sesión de espiritismo. Las
muertes, la violencia. Él despareció hace años. La policía no fue capaz de
encontrarle y supusieron que había muerto o se había marchado lejos de aquí.
Pero ha vuelto. Ha regresado del otro mundo y lo que quiere ahora es acabar
con la única conexión que lo mantiene atado a este. Tú. Tú eres el único ser
vivo que ha estado en contacto con él y ha sobrevivido. Él no puede
permitirlo.
—¿Él?
—Jack, querida. Jack el Destripador, el famoso asesino.
Desapareció sin dejar rastro hace unos años ¿recuerdas? El autor de los
crímenes de Whitechapel. Tu vida corre un gran peligro, debes creerme. Si no
acabamos con esto ahora, llegará hasta ti y… y… no quiero ni pensarlo. Eso
si antes no acaba contigo el mal que te rozó. No preguntes cómo puedo
afirmarlo. Cada minuto que pasa estoy más convencida de estar en lo cierto.
Simplemente lo sé.
El rostro de Faith se contorsionó de una forma extraña y violenta. Su boca
quedó retorcida en una extraña mueca. Constance pensó que le había dado un
ataque, rígida como un poste y con los ojos cerrados. Se iba a levantar para
pedir auxilio cuando una mano la atenazó con fuerza por una muñeca. Se
volvió y quedó paralizada por el horror. El grito de socorro no llegó a
abandonar su garganta. Unos extraños ojos oscuros la miraban con un odio
infinito desde el rostro de su amiga.
—¿Lo sabes?¿Qué es lo que sabes, perra?
Constance miraba a su amiga, que parecía desquiciada. Le sujetaba la
muñeca con tanta fuerza que no podía moverse de su lado. En ese momento
tuvo la certeza de que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo en aquella
habitación. Faith mantenía los dientes apretados, en un gesto de rabia que ella
jamás le había visto. Sus ojos eran oscuros, no azules y claros, que era el
color de los ojos de su amiga. Cuando consiguió articular una palabra intentó
que su voz pareciera firme, pero lo que oyó no tenía nada que ver, apenas
llegaba a un tembloroso lamento que sonaba más bien como un súplica.
—¿F-Faith? ¿Qué es lo que estás diciendo?
—No te hagas la remilgada conmigo. No sabes nada, no eres más que una
señoritinga estirada. Pero por dentro todas sois iguales. ¡Todas!
—No… no te entiendo. Tú no eres Faith ¿Quién eres?
—Tú eres quien ha afirmado saberlo todo. Pero conozco a las de tu ralea.
En realidad a todas os gusta lo mismo. —dijo tirando de la muñeca de
Constance hasta que los rostros de ambas quedaron a escasa distancia. Tan
cerca que pudo percibir la calidez del aliento de Faith—. Os las vais dando de
señoritas delicadas, pero lo que necesitáis es una buena lección. Y has
encontrado a la persona adecuada.
Una risotada grotesca salió de la garganta de Faith. Aquella voz áspera y
atormentada le producía escalofríos. Tenía que salir de allí ya. Y debía buscar
ayuda de forma imperiosa. No importaba si Faith estaba de acuerdo con ella o
no. Había sido una estúpida al pensar que su amiga colaboraría con ella en su
empeño. Su voluntad ya no le pertenecía, se hallaba prisionera en su propio
cuerpo. Constance tiró con más fuerza del brazo. Le pareció que la garra que
la atenazaba cedía un poco.
—¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño!
—Y eso te gusta ¿eh? No lo niegues, no eres la primera mujer que disfruta
con un tratamiento «especial». Déjame a mí, haré que alcances el cielo,
cariño.
Otra carcajada. Oír aquella voz sibilante que no pertenecía a aquel rostro,
a aquel cuerpo, le estaba tensando los nervios. Sentía que su resistencia
estaba a punto de ceder. Tenía que hacer algo. Pensó deprisa a pesar del
dolor. Tenía que jugar en el terreno de su adversario si quería salir indemne
de ese partido. Una lucecilla se encendió en un lejano rincón de su mente que
se esforzaba a pesar de la violencia de la situación.
—De acuerdo, si eso es lo que deseas, hagámoslo a tu manera.
Un gesto de sorpresa, quizás de estupefacción, se dibujó en la cara de
Faith, o de Jack, pues los rasgos de ella apenas permanecían sobre sus
facciones. Le había sorprendido, pensó Constance con satisfacción. Estaba
acostumbrado al terror de sus víctimas, su placer consistía en torturar, en
forzar a las muchachas que había asesinado a retorcerse bajo sus garras.
Hacerlas sufrir le hacía sentirse superior, seguro que incluso le proporcionaba
placer físico cuando aún disponía de un cuerpo mortal. Pero si la presa
consentía, entonces el juego perdía su objetivo, la falta de tensión le quitaba
el sentido a la cacería. Un segundo después él pareció recuperarse.
—Muy bien, gatita, así me gusta. Obediente y sumisa. —La mano soltó la
tenaza sobre el brazo de Constance y se elevó hasta acariciar su mejilla—. Yo
te enseñaré a encontrar un placer como jamás has soñado que pueda existir.
—Faith, como impulsada por un resorte, hizo ademán de incorporarse en el
lecho y acercarse a Constance. Esta tuvo la sensación de que los movimientos
de su amiga eran como los de una marioneta, repentinos, bruscos, erráticos.
Ahí estaba la oportunidad, no podía dejarla pasar. Empujó a Faith con la
suficiente fuerza para hacerla desplomarse sobre la cama y en dos zancadas
se plantó en la puerta de la habitación. Abrió y salió en menos de un segundo,
pero aún pudo escuchar a sus espaldas.
—¡Maldita zorra! ¡Tendrás tu merecido, no lo dudes! ¡Te buscaré y
entonces no podrás escapar!
Dando un portazo tras de sí, corrió hacia las escaleras y las bajó casi sin
pisar los escalones. Cuando llegó abajo, había perdido la compostura por
completo. Su moño se había soltado y el cabello caía en cascada sobre sus
hombros y su cara. Sudaba a mares y tenía el rostro congestionado a causa de
las emociones y de la carrera escaleras abajo. Se percató de que había perdido
el sombrero, pero no le importó mucho. Si algo le sobraba, eran sombreros.
—¡Sir Richard! ¡Sir Richard!
—El señor ha salido. —Perkins, el mayordomo, salía en ese momento al
pasillo por la puerta del salón—. ¿Puedo ayudarla en…? Pero… —El
asombro le había inmovilizado en el medio del pasillo, una estatua
inoportuna con la boca abierta—. ¡Señorita Constance! ¿qué le ha ocurrido?
—¡Perkins, por lo que más quiera! ¡Debe subir a la habitación de la
señorita Faith! ¡Algo terrible está ocurriéndole! ¡Suba, por Dios, pero no vaya
solo! ¡Lleve a alguien con usted!
—Pero señorita, ¿qué es lo que ocurre? ¿Cómo que suba a la habitación de
lady Faith? ¿Acaso ha empeorado? No entiendo lo que quiere decir. Por
favor, sea tan amable de explicarme…
—¡No hay tiempo para explicaciones, Perkins! ¡La vida de Faith corre
grave peligro! No puedo quedarme aquí. Haga lo que le he pedido, Perkins.
Voy a buscar ayuda ahora mismo.
Constance salió por la puerta a la carrera, con las faldas volando a su
alrededor. Aún no se había cerrado la noche, pero el sol ya había
desaparecido del firmamento. Llegó hasta la cancela del muro exterior de la
finca. La abrió y chocó con un hombre. Era Percy.
—¡Constance! Pero ¿qué diantre…?
—¡Oh, Percy, gracias a Dios que eres tú! Algo horripilante está
sucediéndole a Faith, tienes que venir conmigo. Vamos a buscar un
sacerdote. Hay que ahuyentar a ese diablo como sea.
Percy la miraba como si nunca antes la hubiera visto. Aquella mujer no se
parecía a su Constance, siempre tan arreglada y preocupada por su aspecto.
Se la veía trastornada de verdad.
—No podemos acudir a un sacerdote a estas horas, querida. Casi ha
anochecido. Además, hemos de ir a la comisaría. Un agente se ha presentado
en mi casa para requerirme con urgencia. Algo relacionado con el asesinato
de la chica y del policía, creo. Insistió mucho en que nos presentáramos de
inmediato. Tú y yo, quiero decir. Fue muy explícito en ese sentido. Los dos,
tenemos que ir los dos. Me dirigí a tu casa, pero allí me dijeron que habías
venido a ver a Faith.
—¡Percy, tienes que escucharme! ¡Faith está poseída! ¡Aquella noche en
tu casa un espíritu entró en ella! ¡Lo digo en serio!
Percy no daba crédito a lo que estaba escuchando. No pensaba que
Constance fuese una mujer tan dada a la fantasía, no a su edad. Hizo un
esfuerzo por no echarse a reír para no herir la susceptibilidad de ella.

—Cálmate, Constance, estás desvariando. Eso que dices es imposible.


—¡No es imposible! ¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Esa voz no era la
de Faith! ¡Sus ojos eran diferentes!
Demasiado. Toda esa historia era demasiado grotesca. Percy pensó que
Constance se había contagiado de la enfermedad de Faith y las ridiculeces
que decía no eran más que el aviso de la fiebre en camino.
—¿Es eso lo que pasa? ¿Estás segura de que Faith no está ronca a causa
de la gripe que padece? ¿No crees que quizá eso sea lo que le ocurre a sus
ojos? Sencillamente tiene los ojos hinchados y la garganta fatal. ¿Qué te pasa,
cariño? ¿A qué viene ese comportamiento? No eres ninguna chiquilla.
Constance pestañeó. Ella lo había presenciado. Percy no sabía lo que ella
había visto… ¿o no?, ¿podía estar equivocada?, ¿podía Faith estar
simplemente delirando a causa de la fiebre y ella lo había malinterpretado
todo porque se había convencido a sí misma de que su amiga estaba poseída?
Apenas habían transcurrido unos minutos desde que saliera de la casa de los
Thornton, pero ya no estaba segura de que lo acontecido en la penumbra de la
habitación de Faith fuera lo que ella afirmaba. De repente, el peso de la
realidad cayó sobre ella como un jarro de agua helada. Ni siquiera se había
molestado en tomar la temperatura a su amiga. Todo le daba vueltas en ese
momento. Allí, de pie frente a Percy, se sintió como una niña boba,
sorprendida jugando a un juego prohibido. Confundida, se echó a llorar.
—¡Oh, Dios mío, Percy! Ya no estoy segura de nada. Entra conmigo y
veamos a Faith. Así me quedaré más tranquila.
Percy empezaba a perder la paciencia.
—¡No me has escuchado, Connie! Debemos ir a ver a la policía ahora. Es
importante. Si tanto supone para ti, después vendremos a comprobar qué tal
se encuentra. No creo que nos demoremos mucho en comisaría. Creo que no
estaría de más que vayas a componerte un poco antes de acudir, dicho sea de
paso. Te acompañaré a casa y luego nos presentaremos ante el sargento
Pileggi.

—Pero Percy, ¡Es una cuestión de vida o muerte! —El convencimiento de


Constance se derrumbaba por momentos, y Percy se dio cuenta.
—Vamos, querida, te prometo que vendremos después si tan imperioso te
resulta. Por favor, hazme caso y vámonos.
Constance terminó por ceder. Percy le ofreció su brazo y se marcharon
juntos por la acera. Apenas habían doblado la esquina cuando sir Richard
apareció por el otro lado de la calle y entró en la casa. Perkins le abrió la
puerta, servicial como siempre.
—Perkins, hoy no cenaré. Me voy a retirar a la biblioteca. Tomaré una
copa de brandy. —El mayordomo no se movió. Sir Richard esperaba que
diera media vuelta para traerle su batín, le acompañara a la biblioteca y se
cerciorara de que no necesitaba nada antes de marcharse, lo que hacía cada
noche. Pero se quedó ahí plantado, mirándole. Sir Richard se dio cuenta de
que el hombre estaba nervioso. Resultaba evidente que quería decirle algo.
—¿Ocurre algo, Perkins? Parece usted algo alterado.
—Verá, señor… no es que ocurra nada grave. O quizás sí, no lo sé. Puede
que piense usted que es una chiquillada y que no debo importunarle con
asuntos de tan escaso calibre, pero…
—¡Demonios, Perkins! Deje de dar rodeos y suéltelo de una vez. Ya
decidiré yo si se trata o no de algo importante. No he venido de humor para
tertulias en el recibidor de la casa.
—Bueno, señor. Lo que ha ocurrido es que la señorita Constance acaba de
dejar hace unos minutos la habitación de lady Faith y se ha marchado muy
turbada. Quizás el señor se haya cruzado con ella en la calle, esto ha sido
ahora mismo, antes de llegar usted.
Sir Richard enarcó las cejas. O había algo más en aquella historia o
Perkins estaba perdiendo facultades.
—¿Y bien? ¿Eso es todo? La señorita Constance se marchó y parecía
alterada. Me parece increíble que eso suponga un motivo de preocupación
para usted. Las jóvenes de hoy en día son muy influenciables, debería usted
saberlo. Para ellas todo es extremadamente intenso y emocionante. En mi
opinión la culpa la tienen esas novelas románticas que leen. A su edad,
Constance debería haber buscado un marido y estar al cargo de una familia,
en lugar de tener la cabeza llena de pájaros. En todo caso no lo veo tan grave,
Perkins.
El mayordomo tragó saliva antes de continuar. No sabía cómo abordar la
cuestión sin parecer un estúpido delante del señor.
—No se ofenda, señor, pero no he terminado. Bajó las escaleras a toda
carrera, como un ciclón, gritando de un modo desaforado. Debería haberla
visto, totalmente fuera de sí y con el cabello despeinado. Parecía una…
mujerzuela de baja estofa, si me permite la comparación.
Eso sí empezaba a sonar anormal, pensó sir Richard. Constance había
venido a visitar a Faith. Él sospechaba que ambas le estaban ocultando algo,
pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que…
—¿Quiere decir que mi hija y la señorita Constance se pelearon o algo así,
Perkins? ¿Es eso lo que está intentando explicarme?
El asombro asomó a la expresión de Perkins, quien de inmediato negó con
la cabeza.
—No, señor, no es eso. Lady Faith se encuentra perfectamente, no tema.
La señorita Constance gritaba algo acerca de un suceso terrible que le había
ocurrido a lady Faith, me instó a que subiera de inmediato al dormitorio de su
hija, que ella iba a buscar ayuda. Si hubiera estado presente usted también se
habría preocupado. Parecía como si hubiera visto un fantasma, créame. —Sir
Richard iba a replicar, pero Perkins se apresuró a tranquilizarle—. Hemos
subido a su cuarto. Mathew y yo, quiero decir. Le hice acompañarme porque
la señorita Constance insistió en que no debía subir solo. Sé que le parece una
tontería, pero ella gritaba como una loca y… y… bueno, el caso es que
cuando hemos llegado y hemos tocado a la puerta no ha habido respuesta. Así
que he llamado al ama de llaves, pues no me he atrevido a entrar sin permiso
en la alcoba de lady Faith. Ella ha entrado y ha comprobado que la señora
dormía plácidamente. Todo está en perfecto orden. Pero lo que me tiene
intrigado es el motivo por el que la señorita Constance podría haberse
comportado así. No me lo explico, señor. No me parece propio de ella.

Sir Richard echó a andar hacia las escaleras. Al pie de las mismas se
encontraban Mathew, el mozo, y Lisa, el ama de llaves. Ambos de pie, como
si estuvieran esperando una reprimenda por haber alterado el sueño de su
hija.
—Lisa, venga usted conmigo. Y tú —Señaló a Mathew con un gesto de
mal humor—, vuelve a tus tareas. Perkins, acompáñenos.
La pequeña comitiva ascendió el tramo de escaleras y recorrió el pasillo
que llevaba hasta la puerta del dormitorio de Faith en silencio. Cuando
hubieron llegado, sir Richard tocó a la puerta con suavidad, para no despertar
a Faith.
—¿Faith?¿Estás bien, hija?
No hubo respuesta. Esperó unos segundos y giró el pomo de la puerta. La
habitación se hallaba casi a oscuras, pero en la penumbra pudo advertir que
no había nada en desorden. Su hija se hallaba en la cama, inmóvil. Perkins y
Lisa se detuvieron en el umbral de la puerta mientras sir Richard cubría los
pocos pasos necesarios para situarse a un lateral del lecho. Miró a Faith.
Dormía. Le tocó la frente. Un poco caliente, pero nada anormal. Ella se
removió al tacto de su padre y se espabiló un poco. Él murmuró unas
palabras, seguidas de una contestación en el mismo tono quedo. Ni Perkins ni
lisa pudieron escuchar la breve conversación. Sir Richard acomodó la ropa de
la cama haciendo un ademán de arropar mejor a su hija, se agachó y depositó
un beso sobre su frente. Faith se rebulló un poco para encontrar una postura
más cómoda y siguió durmiendo.
Tras salir de la habitación, ya en el pasillo, despidió a Lisa y le dijo a
Perkins:
—Tráigame el batín, las zapatillas y el brandy. Estaré en la biblioteca. Ya
tendremos tiempo de averiguar lo que ha ocurrido aquí.
Mientras saboreaba la bebida sentado frente a la lumbre de la chimenea,
sir Richard no podía dejar de pensar que Constance y su hija le ocultaban un
secreto. Y que lo que ocultaban no presagiaba nada bueno. Cada vez estaba
más seguro. Tenía que averiguarlo de inmediato. Al día siguiente haría llamar
a Constance. Ella se lo contaría, aunque tuviera que sacarle la verdad contra
su voluntad.

21
Un paso atrás

—Me cuesta creer que alguien con su perspicacia se dejase engañar con
un truco tan barato, Hedges. Me ha decepcionado usted, agente. Había
recibido unas referencias inmejorables acerca de sus capacidades, pero ahora
no lo veo tan claro.
El inspector se refería al episodio con el jardinero de los Thornton, un
fiasco en toda regla. Después de seguir a aquel hombre Alfred se había
quedado con un palmo de narices, al verle abrir el saco que transportaba en la
carreta y descargar un montón de ramajes en un vertedero.
Nada más llegar le habían transmitido el recado de Pileggi. Ahora se
hallaba en la comisaría, en el despacho del inspector Higgs. Se trataba de un
pequeño cuarto acristalado con vistas a todas las mesas de la comisaría. El
inspector ni siquiera se había molestado en bajar las persianas. Le estaba
echando un buen rapapolvo a Alfred, y pretendía que sirviera de escarmiento
y de advertencia para todos los demás. El mensaje estaba claro: «Aquí mando
yo y que nadie se atreva a llevarme la contraria». El caso de los asesinatos se
le escapaba de las manos por momentos y sabía que no podía hacer
demasiado al respecto. Se encontraba rodeado de incompetentes con
uniforme. McEvoy le había situado al borde del abismo, amenazándole con
empujarle en cualquier momento, y no pensaba precipitarse al vacío en
solitario. Se llevaría unas cuantas cabezas consigo, eso por descontado.
Alguien tenía que pagar el pato. Eso o dejaba de llamarse Francis Higgs.
—No fue un engaño, inspector Higgs. Aquel hombre estaba sacando los
restos de la poda del jardín, y la forma del saco era sospechosa. Es normal
que me dejara guiar por las apariencias. Debería haber visto la forma y el
tamaño del bulto. Le aseguro que era idéntico a la silueta de un cuerpo
humano. Me pareció sospechoso que saliera a esas horas con el fardo en la
carreta. Después me explicó que no había podido hacerlo antes pues el
mayordomo le había hecho otros encargos de más urgencia. Nada más. Lo de
Storm ha sido terrible, señor. Y yo no me hallaba muy lejos. No sé qué hacía
él allí a esas horas.
Un pequeño pensamiento huidizo rondaba la mente de Alfred. Sí,
resultaba muy extraño que Storm anduviera por los callejones en compañía
de una mujerzuela. Siempre había tenido a su compañero por uno de los
hombres de más recta moral de todos los que trabajaban allí. Y casualmente
se hallaba cerca de donde él se había apostado para vigilar la casa de los
Thornton, de noche, y se había topado con el asesino que todos perseguían.
Algo no encajaba, pero Alfred no podía concentrarse en ello en ese momento.
Ya lo pensaría después.
El inspector Higgs estaba descargando la tensión que recibía por parte de
sus superiores acerca de aquel caso que le traía de cabeza y que no avanzaba
en ninguna dirección sobre el agente Alfred Hedges. Este aguantaba el
temporal cabizbajo ante su superior. Se daba perfecta cuenta de que el
inspector estaba aprovechando su desliz para ensañarse, todos sabían que no
había aceptado aquella investigación de buen grado. El sargento Pileggi así se
lo había confirmado una tarde mientras conversaban sobre los escasos
indicios y las dificultades para resolver el caso.
—Eso es lo de menos ahora. Lo que importa es capturar a ese malnacido
que va asesinando gente por ahí, la vida personal de los agentes puede
relegarse a un segundo plano, por el momento. —Alfred se extrañó ante la
tentativa del inspector de desviar su atención sobre la muerte de Storm. El
asesinato de un agente de policía requería una prioridad absoluta, cualquiera
lo sabía. Estaba claro que sir Richard estaba ejerciendo algún tipo de presión
para desviar la atención pública de su familia, pero aún así el servilismo que
el inspector mostraba no era típico de él. Alfred intuyó que había algo más en
todo aquel asunto, le estaban ocultando una información y ese hecho
constituía, en sí mismo, un detalle alarmante. Sintió que en su mente se
estaba formando una imagen difusa y lejana de algo desagradable, algo que
olía mal dentro de la misma comisaría—. No puede usted intentar eludir sus
responsabilidades en lo que se refiere al asunto del jardinero, Hedges.
Cualquier agente del cuerpo se hubiera cerciorado antes de lanzarse a seguir
una pista falsa y abandonar su puesto. Ese modo de proceder es sumamente
incauto y no le llevará a buen fin.
—Pero inspector, si me permite…
—¡Por supuesto que no le permito! ¡Ni tampoco que intente justificar lo
que no tiene justificación, agente! ¡No debí permitir que Pileggi me enredase
con sus absurdas ideas! Esto es lo que ocurre por confiar en personas
incompetentes. Lleva usted semanas ¡qué digo! ¡Meses! vigilando de cerca a
esa mujer y no ha conseguido ni siquiera un mínimo avance ¿me equivoco?
Y ahora salía a relucir Faith. Alfred notó cómo las alarmas saltaban dentro
de él, una tras otra. El hilo argumental del inspector no le estaba conduciendo
a nada bueno, pero no conseguía atar cabos con los pedazos sueltos de
información que tenía, y menos con aquel hombre rojo de furia que gritaba
frente a él.
—Bueno, en realidad —Muy a su pesar la voz no salió de su garganta
firme como él había pretendido, sino temblorosa e indecisa—, he podido
constatar que no hay nada sospechoso en ella. Se trata de una mujer con un
fuerte carácter, pero yo no diría que en absoluto se trate de una asesina…
El inspector se puso colorado hasta la raíz del pelo. Con solo mirarle,
cualquiera hubiera jurado que estaba a punto de estallar. Literalmente, como
un odre demasiado lleno.
—Pero ¿usted se escucha? Parece un niño pequeño balbuceando tonterías.
¿Con qué parte del cuerpo piensa usted, agente? ¿Es que no se da cuenta de
que babea por esa mujer? ¿Acaso le ha engatusado para desviar las sospechas
de sí misma? Cualquier idiota se daría cuenta y no se dejaría atrapar en una
trampa tan obvia.
Alfred sintió que algo se había quebrado en su interior. El inspector
acababa de traspasar la línea que marca el límite de lo tolerable. Una cosa era
una reprimenda ante un error profesional, si bien él tampoco consideraba
haberlo cometido, y otra muy diferente era la sarta de descalificaciones e
injurias que estaba escuchando y que se iba recrudeciendo a medida que el
inspector se iba calentando sin encontrar oposición. Si le permitía seguir por
ese camino, antes de salir de aquel despacho estaría acabado como policía y
humillado como persona hasta un punto insoportable. Era ahora o nunca.
—Un momento, inspector. Con el debido respeto, creo que se está usted
excediendo. Ni yo he cometido una falta a mi profesionalidad que justifique
toda esta retahíla de acusaciones por su parte, ni tampoco hay motivo para
que usted levante calumnias sobre personas que no están delante para
defenderse. Le exijo que se disculpe por los insultos proferidos contra mi
persona. No estamos hablando de mi capacidad profesional, ya ha entrado
usted en el terreno de lo personal.
El inspector Higgs enmudeció ante la verborrea de Alfred. Solo durante
unos segundos. Indignado ante aquella insubordinación descarada, dejó
escapar toda su ira.
—¡ME EXIGE!¡USTED ME EXIGE A MÍ! ¿Pero quién diantre se ha
creído que es? ¡Usted no tiene autoridad ni moral ni profesional para
exigirme nada, mequetrefe!
La luz se hizo en la mente de Alfred. ¡Eso era! ¡Ya había encontrado el
motivo de la presencia de Storm cerca de su puesto de vigilancia! El
inspector había colocado a Storm para vigilarle a él porque no se fiaba de su
objetividad en el caso. Alguien había estado chismorreando acerca de su
amistad con Faith y había sembrado el descrédito delante del inspector. Esa
era la razón por la cual el inspector había eludido el tema de Storm, pero al
final todo encajaba a la perfección. Le había hecho llamar para así presentar
ante sus superiores un chivo expiatorio que pagase las consecuencias del
fracaso policial en la resolución de los crímenes. Todo ese numerito no era
más que una farsa, una comedia de mal gusto para poder exculparse ante sus
superiores. El idiota de Hedges, mezclado en un asunto de faldas con la
sospechosa de los crímenes, víctima de los encantos de una dama que
pretendía ocultar su culpabilidad. La sangre comenzó a hervir en las venas de
Alfred.
—Dígame una cosa, inspector —usando un tono ronco y amenazador,
Alfred cortó en seco a Higgs, cosa que jamás hubiera hecho de no ser porque
la indignación le había sacado de su casillas. Nadie le hubiera reconocido en
ese momento, aunque tampoco había nadie mirándole, todos los agentes
presentes en la comisaría habían agachado la cabeza sobre sus mesas a
medida que el volumen de las voces provenientes del despacho del inspector
subía. A nadie le habría hecho falta aplicar el oído a la puerta para enterarse
de la conversación, se escuchaba perfectamente en medio de aquel silencio—,
¿cuándo pensaba decirme que había apostado otro u otros agentes para
«supervisar» mi trabajo? No fue una casualidad que a Storm lo asesinaran
justo allí ¿verdad? Estaba allí vigilándome a mí, porque usted no se fiaba de
que desarrollase mi trabajo con profesionalidad. Es eso ¿no? Le voy a decir
algo, ya que hemos entrado en el terreno de lo personal. Aprecio a los
hombres que acometen sus tareas de frente, inspector. Detesto a los que se
arrastran entre las sombras para apuñalar por la espalda a los demás en su
propio beneficio. Como inspector, ha caído usted muy bajo al sabotear la
confianza de sus propios hombres. Como persona, ha quedado claro de lo
miserable que se puede llegar a ser cuando se alcanza cierto nivel de
autoridad. Y usted es la prueba viviente.
—¿¡Cómo se atreve!? —bramó el inspector—. ¡Le abriré un expediente
por insubordinación!¡Acabaré con su carrera dentro del cuerpo! —Todos los
objetos que reposaban sobre su mesa se elevaron unos centímetros en el aire a
causa del puñetazo que descargó en ese momento. Al día siguiente lo
lamentaría cuando no pudiera mover la mano. En cualquier caso, la
extremidad del inspector ya carecería de importancia cuando amaneciera
nuevamente, pero él lo ignoraba en ese momento.
Alfred sacó su placa del bolsillo de su chaqueta y la arrojó al suelo, a los
pies de Higgs.
—No es necesario, inspector. Con personas de tan poca inteligencia como
usted, estoy de sobra aquí. ¡Dimito ahora mismo! —Y giró sobre sus talones
dispuesto a salir de aquel despacho dando un buen portazo.
Pero su mano se detuvo en el pomo de la puerta. Afuera, en el extremo
opuesto de la sala, sentados frente a la mesa del sargento Pileggi, se
encontraban Constance y Percy.
Percy le miraba fijamente con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
22
Encuentro inoportuno

Constance charlaba animadamente con el sargento Pileggi. Se había


repuesto un poco de la experiencia vivida con Faith, la presencia de Percy y
su seguridad habían conseguido sacarla del estado de histeria en el que casi se
había hundido. De hecho, mirándolo con un poco de ecuanimidad, ya no
estaba tan segura de no haberse comportado como una chiquilla. Quizás lo
había sacado todo de quicio. Es posible que la penumbra del cuarto de Faith y
el terrible aspecto, tan desmejorado, que presentaba su amiga la hubieran
afectado tanto como para hacerla imaginar cosas que no habían sido reales.
Suspirando, pensó que debía hacer un esfuerzo por serenarse un poco. Ya
no era una chiquilla y la imagen que se habría llevado el pobre Percy de ella
aquella tarde debía haber sido lamentable. «Connie, querida», reflexionó, «no
puedes comportarte de esa manera si pretendes que este hombre te tome en
serio. Si lo que deseas es atarle de tal forma que no pueda resistirse, tendrás
que jugar bien tus cartas. Y eso no incluye montar escenas a la primera de
cambio».
—Así que dice usted que, a pesar del susto que ambos sufrieron cuando
aquel pordiosero blandió el cuchillo «delante de sus narices» —Pileggi
arrugó la nariz ante la expresión que había usado la mujer, tan impropia de
una dama de su educación y sus modales. «Es posible que el mendigo no les
amenazara, pero algo sí se les debió pegar de él aquella tarde», pensó
disimulando una sonrisa—, en realidad sus vidas no corrieron ningún peligro.
Constance volvió a poner los pies en la tierra. Su pensamiento había
estado vagando entre las nubes y se había perdido en la conversación.
Pestañeó un par de veces, confusa, antes de volver a situarse y contestar.

—Eso es, sargento. Ese… hombre, no pretendía hacernos daño. —


Constance fingió todo el aplomo que pudo para impresionar a Percy—. Pero
en aquel lugar maloliente y oscuro todo parecía diferente. Espero que no
piense que soy una timorata —dijo, con un ligero gesto de coquetería.
—En absoluto. —Pileggi veía con claridad que no iba a poder sacar nada
en claro de aquella pareja de cretinos presuntuosos, así que se dispuso a dar
por terminada la declaración—. Lo que no me acaba de quedar claro es por
qué una pareja elegante como la que ustedes forman se adentraría en un lugar
sórdido y sucio como aquel.
Constance miró a Percy, desconcertada. No sabía cómo explicarle a aquel
policía que todo se reducía a una cabezonería de chiquillos, un tira y afloja
entre dos jóvenes despreocupados. Percy no estaba atento a las palabras del
sargento, ni a la conversación. Su miraba se había perdido en otra dirección.
Constance la siguió, pero no vio nada de interés, excepto las mesas de los
otros policías. Sin embargo, sí que hubo un detalle peculiar: todos los agentes
situados al otro lado de la gran sala miraban hacia un punto concreto de la
misma, un despacho cuya puerta se encontraba abierta. Lo más curioso es que
era exactamente el mismo punto hacia donde su novio miraba tan absorto. Se
giró de nuevo, el sargento le estaba diciendo algo y no quería parecer
descortés, menos aún delante de un representante de la ley. Esa conducta no
era apropiada de una dama, amén de que le interesaba causar buena
impresión, los contactos siempre eran de utilidad, más aún dentro de la
policía.
Percy había perdido el interés en la declaración. Estaba aburrido de
repetir una y otra vez las mismas cosas. Ya había explicado lo ocurrido de
tres o cuatro maneras distintas, y al final tampoco era gran cosa lo que había
que explicar, según lo veía él. Un callejón oscuro, un mendigo borracho…
pero aquel policía insistía en preguntarles por qué motivo habían entrado allí,
qué les había dicho aquel vagabundo maloliente con palabras exactas, como
si uno se pudiera acordar, cómo era posible que la sombrilla hubiera podido ir
a parar allí…
Apartó el rostro para bostezar disimuladamente y se fijó en las mesas más
alejadas de la parte de la comisaría donde se hallaban ellos para luchar contra
el tedio que le invadía. En ese momento una especie de algazara se produjo
en un despacho situado justo en el extremo opuesto, muy lejos de donde
ellos se hallaban. Demasiado alejado para poder escuchar de qué se trataba.
Sin embargo, de un simple vistazo se percató de que, fuese lo que fuese,
mantenía atento a todo el personal que trabajaba en las proximidades… de
una puerta en concreto. Se fijó con más atención en aquella puerta, intentando
afinar el oído para ver si podía captar el origen de tan interesante tumulto, a
juzgar por la actitud de los agentes allí situados. Dentro de las paredes
acristaladas del pequeño despacho había dos hombres discutiendo
acaloradamente. Uno de ellos se encontraba de espaldas a Percy, y aunque le
resultó vagamente familiar, no acertaba a explicar por qué. Aquel tipo le
recordaba a alguien, si tan siquiera se girase un momento para ver su
rostro…. El otro, que parecía el superior porque llevaba la voz cantante,
estaba tan rojo que parecía que iba a reventar en cualquier momento.
El sujeto que estaba de espaldas gesticulaba con gran vehemencia, ambos
gritaban y las voces se oían desde fuera del despacho, pero Percy no podía
entender lo que decían. En un momento dado, el que parecía el subordinado
hizo un gesto extraño, como si arrojara algo al suelo y se giró con violencia
para salir por la puerta del despacho como un vendaval. Solo que no llegó a
salir. Abrió la puerta con violencia y se quedó petrificado como una de esas
estatuas que adornan los parques. Sus ojos se cruzaron con los de Percy en
una singular batalla entre el asombro y la estupefacción. Una O se dibujó en
la boca de aquel hombre al mismo tiempo que lo hacía en la de Percy. No
podía creerlo. Alfred. ¿Qué diantre estaría haciendo allí vestido de policía?
Percy se giró solo un breve instante para rozar el codo de Constance y
llamar su atención sobre tan singular circunstancia, pero ella reía
despreocupada ante una observación que había hecho el sargento.
—Constance, mira esto…
Ella se interrumpió y le dirigió una mirada enojada. ¿Cómo podía ser tan
poco educado? Algunas veces se sorprendía del comportamiento de Percy.
No era su intención levantarle la voz, pero no pudo evitar el exabrupto.
—¡Un momento, Percy, estoy hablando con el sargento! Ahora mismo te
hago caso, no es de buena educación interrumpir las conversaciones ajenas.
Continúe, sargento, disculpe la interr…
Percy volvió a darle unos golpecitos en el codo. Ella se volvió furibunda,
dispuesta a reñirle de nuevo, pero Percy apenas le dedicó una mirada de
medio segundo, de nuevo dedicó su atención a lo que fuese que le tenía tan
interesado.
—Pero Constance, no te lo vas creer…
Ella no supo qué le molestaba más, si el hecho de que Percy estuviera
mostrando unos modales tan barriobajeros o que ni siquiera le prestara
atención a pesar de que se suponía que estaba hablando con ella. Airada, casi
gritó.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? ¿Qué es eso tan importante
que no puede esperar a que termine de hablar con el sargento?
—No te vas a creer quién está aquí ahora mismo. ¡Y vestido de uniforme!
¡Mira!
Constance dirigió la vista hacia donde el dedo de Percy señalaba, agitado.
Al momento se volvió, con expresión molesta.
—Ya he mirado. ¿Qué hay ahí tan extraordinario, si puede saberse? —su
voz sonaba indignada, aunque trataba de contenerse. Lo último que deseaba
era ponerse en evidencia aún más. Después hablaría con Percy, no delante de
una docena de policías.
Percy miró hacia el despacho y el bochorno subió a sus mejillas. La puerta
estaba abierta. Alfred había desparecido.

23
Jack vuelve

Mientras Percy y Constance terminaban de prestar declaración en la


comisaría, Faith descansaba en su alcoba. Su padre le había dirigido una
mirada velada por una sombra de preocupación y le había preguntado si
estaba enferma para llamar al doctor. «No, no, no hay nada de qué
preocuparse», había respondido ella con presteza entre la bruma del sueño,
«cosas de mujeres». Sir Richard parecía haber encontrado razonable la
explicación y, tras besar a su hija en la frente y darle las buenas noches, se
dirigió a la sala de lectura para reposar un buen rato frente a la chimenea
leyendo uno de esos libros de historia que tanto gustaba de leer. Desde que
Faith era una niña siempre había sido así, noche tras noche. Él era un hombre
de ideas fijas, sentía un especial apego por aquellos hábitos enquistados en el
devenir de los días a causa de la incansable repetición, y sentía un cierto
orgullo por conservarlos a lo largo de los años, pensaba mientras descendía
las escaleras.
Sin embargo, aquella noche sir Richard no podía disfrutar de su habitual
solaz mientras leía y daba pequeños sorbitos al brandy. Su hija le había
susurrado entre sueños que se sentía mal debido a «males de mujeres». Solo
que no eran males de mujeres los que afectaban a Faith aquella noche. Ni las
noches anteriores, ni durante los últimos meses. Llevaba todo el día
desazonada. No le dolía nada en concreto ni se sentía mareada. Su malestar
no tenía ninguna raíz fisiológica. A sir Richard le volvió a la mente la terrible
imagen de Faith amenazándole en la casa de campo, aunque ella ni siquiera lo
recordaba. Parecía fuera de sí, como si fuera otra persona.
La preocupación de sir Richard no tenía ningún motivo concreto, aparte de
que su hija permaneciera enferma postrada en cama era incapaz de localizar
el motivo por el cual se sentía inquieto. Sabía que había algo más, que se le
escapaba algo. Le molestaba que ese algo quizás estuviese en conocimiento
de otras personas de su entorno, la sensación de que se lo estuvieran
ocultando hería su posición principal en aquella casa y afectaba a su amor
propio. No podía concretar cuál era el mal que aquejaba a su única hija, a su
heredera universal. Era algo tan sencillo y a la vez tan complicado como que
desde que se levantase por la mañana le había perseguido la sensación de que
algo turbio y amenazador flotaba en el ambiente. Faith no se había mostrado
ese día especialmente mejor ni peor que cualquier otro en los últimos
tiempos, así que sir Richard no sabía a qué aquejar su inquietud, ese
nerviosismo que no le abandonaba. Se sentía como si intuyera que algo
estaba a punto de ocurrir pero no pudiera evitarlo por desconocer
exactamente de qué se trataba. «Todo está en tu mente», se había repetido
una y otra vez, «no ocurre nada malo, se trata solo de la llegada del otoño y
de la apatía que produce en las personas». Pero la inquietud persistía hora
tras hora y cuando había llegado la hora de cenar no había podido probar
bocado, tenía los nervios pellizcándole en el estómago. A costa de un gran
esfuerzo, consiguió fijar su atención en la lectura. Por poco tiempo.
Apenas si había colocado la cabeza sobre la almohada cuando se quedó
dormida. Su padre la había sacado a medias de un sueño inquieto. No
recordaba que Constance había estado allí con ella tan solo un escaso par de
horas antes. Tampoco la conversación que había mediado entre las dos. Y no
lo recordaba porque no había sido ella la que había recibido a su amiga en
aquella habitación, ni la que había proferido los improperios y las amenazas.
Solo que Faith lo ignoraba. Todo. Esos periodos en los que se retiraba dentro
de sí misma le eran desconocidos, no tenía constancia de permanecer «en
blanco». Para ella no era más que un pestañeo, un lapso de tiempo como el
que podía pasar mirando a través de la ventana, distraída, con la mente en
otra parte, muy lejos de allí.
No era tarde aún, las calles bullían de actividad mientras ella se revolvía
incómoda en su lecho. Sus amigos aún no habían dejado la comisaria, aunque
a ella bien poco le podía importar ese detalle. De hecho, mientras Percy se
quedaba boquiabierto ante la presencia de Alfred vestido de uniforme, las
cortinas del cuarto de Faith empezaron a agitarse con una gélida brisa otoñal
que se había levantado.
«Despierta, querida.»
Entre sueños, la voz resonó potente y áspera en la cabeza de Faith. No
deseaba despertar. Dio media vuelta en la cama, intentando ignorar la
llamada. Aún sumergida en las profundidades del sueño, la alarma atravesó el
subconsciente y se adueñó de la mente de la joven. Esa parte que de su
cerebro que permanecía alerta mientras dormía, a sabiendas de lo que le
esperaba, se aferraba a la protectora comodidad del sopor. Ya había pasado
por esto antes, y no quería volver a hacerlo una vez más. En algún lugar de su
mente dormida, ella supo que esta vez era diferente, si se sometía una vez
más ya nada volvería a ser igual. Él había vuelto para completar su cometido
a costa de ella. Y no lo podía permitir.
«Aquí estoy de nuevo. He vuelto. ¿Me echabas de menos?» Esta vez una
sonora carcajada acompañó a las palabras. La desagradable risa quedó
prendida en el aire, como si el viento que entraba por la ventana se negase a
soportar tan pesada carga y renunciase a llevársela.
Faith sintió un soplo helado en la nuca. Eso la obligó a abrir los ojos, de
mala gana. Aún soñolienta, desorientada, se preguntó qué era lo que la había
sacado de su reparador sueño. Contempló unos instantes el movimiento
ondulante de las cortinas, aguzando el oído, pendiente de cualquier sonido.
Las percepciones instintivas que la habían asaltado durante el sueño ya no se
encontraban allí. Solo era ella, la misma Faith de siempre. Ya se había
convencido de que todo había sido una simple pesadilla cuando algo se
movió entre la sombras, en la parte más alejada de la habitación. Era él.
El hombre se acercó unos pasos hacia la cama y hacia Faith. Ella ahogó un
grito de terror. Su corazón se disparó en su pecho. No era posible. No podría
soportarlo una vez más.
—¿Cómo has…? —Pero la pregunta no llegó a salir de sus labios. La
ventana se hallaba abierta.
A la luz de la luna llena, el rostro del hombre lucía un aspecto
fantasmagórico. La cicatriz que cruzaba su rostro le confería un intenso matiz
siniestro y aterrador. Todo él quedó iluminado por los rayos de luna que se
filtraban a través de las cortinas al avanzar un paso en dirección a Faith. Ella
pudo apreciar todos y cada uno de los detalles, no solo de la vestimenta de
aquel hombre, sino de su rostro. Él le dedicó una torva sonrisa, un gesto
retorcido a causa de sus angulosas facciones y su cicatriz. La mujer pudo ver
con claridad que se trataba de un hombre de mediana edad. Su cabello había
comenzado a blanquear en las sienes. Su mirada reflejaba un odio como ella
jamás había contemplado en el semblante de nadie antes. Vestía con
elegancia, para nada semejaba ningún pordiosero que pudiera haber entrado a
robar. De hecho, Faith supo íntimamente que ese no era el motivo de la visita.
Entonces percibió en él algo perturbador en lo que no había reparado. El
rostro del hombre le resultaba conocido. Los recuerdos comenzaron a
regresar en oleadas, retazos sueltos de experiencias vividas, tan dolorosas y
desagradables que su mente las había desterrado a un rincón lejano y oscuro.
La casa de campo, la silueta recortada contra el resplandor del relámpago.
Lluvia torrencial. Terror cerval. De nuevo había venido a ella, no a visitarla.
Pero no era eso lo que la inquietaba, sino el hecho de que no le resultaba
conocido por haberle visto con anterioridad, sino porque su fisonomía le
recordaba lejanamente a… no podía precisarlo con claridad, aunque la
habitación estaba bastante iluminada hubiera necesitado verle de día para
asegurar de qué le sonaba. Quizás le había conocido tiempo atrás, aunque ella
no era de las que olvidaba un rostro con facilidad.
El hombre avanzó un paso más. Tenía una misión. Y deseaba cumplirla
por encima de todo. Faith terminó de espabilarse. Se trataba de una cuestión
de vida o muerte y necesitaba tener sus cinco sentidos alerta. Un descuido
podía resultarle fatal, de eso estaba segura.
Cuando el hombre llegó a un metro escaso de los pies de la cama, Faith
supo que estaba acorralada. Decidió que lo más sensato era seguirle el juego,
hacer que se confiara para poder escapar, mostrar resistencia o debilidad no le
haría favor alguno. Con gran esfuerzo logró dominar a duras penas el pánico
que la invadía. Pensó que un grito alertaría a todos los que habitaban la casa,
pero con toda probabilidad eso constituiría su perdición, para cuando llegasen
en su ayuda sería, con toda seguridad, demasiado tarde.
Si quería salir de esta, tenía que ser más rápida y más lista que su
contrincante. Respiró hondo e intentó tranquilizarse.
24
A punto de resolver el enigma

Lo que había comenzado como una insignificante brisa helada que había
llegado sin avisar, arreciaba al avanzar las horas, sacudiendo las avenidas, los
árboles y los postigos de las ventanas. Constance se acurrucó bajo su chal.
Las calles se quedaron desiertas en pocos minutos, mientras la pareja
caminaba hacía la casa de ella. Las hojas de los árboles revoloteaban con
violencia a su alrededor formando remolinos a merced del viento que iba
aumentado, implacable, de intensidad. Durante el tiempo que habían
permanecido en comisaría, la noche se había cerrado y los faroles iluminaban
solo las zonas que los circundaban, dejando a oscuras el resto.
Constance seguía dando vueltas a la historia de Percy, lo que le había
contado acerca de que había visto a Alfred en comisaría durante un segundo y
que había desaparecido cuando se había dado la vuelta para recabar la
atención de la muchacha. No terminaba de comprender cómo podía esa pieza
encajar en todo el puzle. En absoluto dudaba de que Percy lo hubiera visto
realmente allí, aunque lo primero que había pasado por su mente era que
quizás lo había confundido con alguien parecido, tampoco era muy extraño
que eso sucediese. Lo que no podía anticipar era el significado de esa
presencia en un lugar inesperado. ¿Qué era lo que eso suponía? ¿Acaso
estaban bajo vigilancia o era pura casualidad que él fuera policía? Pero
entonces lo que no tenía sentido era un agente de policía moviéndose entre
los círculos de la alta sociedad londinense. Una terrible sospecha planeó
sobre ella en ese momento. Lo único que faltaba era el motivo, y hasta era
posible que quizás… Volvió a insistir una vez más, aún a costa de que Percy
se molestara.
—¿Dices que viste a Alfred en comisaría? —Constance castañeteaba los
dientes al hablar. Percy se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros, a pesar
de que él se quedó congelado en menos de un minuto—. No entiendo qué
podía estar haciendo allí.
—Lo más curioso es que él también se sorprendió al verme a mí. Y
además no iba de paisano ¿sabes? Llevaba uniforme de policía. Discutía con
alguien que parecía un superior dentro del despacho, tú no te diste cuenta
porque estabas «ocupada» con ese sargento —el retintín con el que enfatizó
la palabra hizo que Constance enarcara las cejas.
—¿Te ha molestado que hablase con el sargento Pileggi? Es un policía
encantador, tan amable… le juzgué mal cuando le vi en casa de Faith aquella
tarde. Entonces me pareció un patán sin modales ni consideración para con
las personas, pues se puso a interrogar a Faith cuando apenas si había
ocurrido lo del callej… —Constance se detuvo de repente. Estaba atando
cabos a gran velocidad. Ahí tenía el motivo que estaba buscando, ahora lo
podía ver todo con gran claridad. Los asesinatos, Faith, Pileggi… Alfred. La
decepción cayó sobre ella como una losa. Aquel miserable los había utilizado
a los tres del modo más deleznable. Incluso había llegado tan lejos como para
jugar con los sentimientos de Faith, de su amiga, y todo por colgarse el
mérito de esclarecer su investigación. La indignación de Constance hizo que
en ese momento no sintiera tanto frío. Si lo tuviese a su alcance en ese
momento le… le… le diría bien claro en sus barbas lo que pensaba acerca de
él y de los que eran como él: unos simples aprovechados que abusan de la
confianza y de la buena fe de gente como Faith, gente que aún creía en la
naturaleza humana. ¡Miserable inmundo! La respuesta de Percy la sacó de su
ensimismamiento. La miraba con una expresión entre sorprendida y celosa.
Que su prometida conociera a un sargento de policía y que casualmente fuese
él quien los había interrogado era demasiado extraño como para ser una
coincidencia, sobre todo teniendo en cuenta la desenvoltura con que ella se
había dirigido a él mientras los fusilaba a preguntas.
—¿Le conoces? No lo sabía.
Constance tuvo en aquel momento la extraña certeza de que se adentraba
en arenas movedizas. Racionalmente no existía motivo alguno para pensarlo,
pero el tono de la voz de Percy le sugería algún tipo de aviso que no pasó de
largo sin ser captado por su fina intuición. Dudó qué es lo que debía
contestarle. La cuestión es que si se ponía a la defensiva intentando negarlo,
entonces él sacaría sus propias conclusiones erróneas, pero no por ello menos
dañinas. Sin embargo, lo cierto era que el sargento y ella eran unos completos
desconocidos y que Percy había malinterpretado sus gestos de inocente
galantería. Lo mejor sería abordar la verdad con el mayor tacto posible.
Constance no sospechaba la sorpresa que la esperaba en un giro de esa misma
conversación. Si lo hubiera sabido, la respuesta hubiera sido muy diferente.
No habría existido dicha respuesta, a decir verdad, porque ellos no estarían
allí hablando en ese momento. Pero a veces el destino se empeña en retorcer
las cosas hasta extremos insoportablemente crueles.
—Decir que le conozco es mucho decir —contestó con tono neutral—.
Nos cruzamos en casa de Faith hace unos meses. Fue bastante antipático en
aquella ocasión, la verdad. La impresión que me dio fue la de un auténtico
bárbaro sin modales ni consideración para con nadie.
—¿Y ahora?¿Ahora has cambiado de opinión? ¿Ya le ves con mejores
ojos?
Si antes pensó que el terreno que pisaba era poco estable, ahora ya estaba
segura de que resbalaba pendiente abajo sin ningún asidero a la vista. Percy
estaba celoso y ella no sabía cómo vadear las aguas revueltas. No estaba
preparada para una situación tan ridícula y estrambótica.
—Percy, no veo dónde quieres ir a parar. El sargento ha sido amable con
nosotros —remarcó—, y siempre es conveniente mantener buenas relaciones
con las autoridades, nunca se sabe cuán…
Él no la dejó acabar. Su mente trabajaba a pleno gas, buscando un
resquicio donde apoyarse. Hasta entonces jamás se había planteado que
Constance tenía una vida antes de conocerle a él. En ningún momento había
contemplado el pensamiento, la posibilidad de que ella hubiera sostenido
relaciones anteriores a la suya. De hecho, tampoco es que hubiera nada malo
en ello, pero el diablillo que habitaba en su interior se negó a darse por
satisfecho con una explicación tan tópica y decidió insistir. Tenía que llegar
hasta el fondo de aquella, como mínimo, exótica historia.
—¿Y qué hacía un sargento de policía en casa de un noble como sir
Richard, si puede saberse?
Ella vio el cielo abrirse. Tenía la explicación perfecta delante de sus
narices. Había dado con el motivo que estaba al alcance del conocimiento de
todo el mundo. Percy no encontraría nada sospechoso en ello, y su
desconfianza se desvanecería.
—¿No te lo había contado? Fue antes de que tú y yo empezásemos a
intimar… la verdad es que tampoco es un secreto. Todo el mundo en la
ciudad chismorreó lo suyo acerca del asunto. Supongo que di por sentado que
lo sabías… en fin, el caso es que aquella tarde se presentó allí para interrogar
a Faith sobre las circunstancias que rodearon al asesinato que ella presenció.
Percy estaba atónito. No solo no había oído nada acerca del asunto, sino
que la circunstancia de que Faith se hubiera visto envuelta en un sucio asunto
le pilló con la guardia bajada. ¡La hija de sir Richard testigo de un asesinato!
Por un momento se olvidó de los celos que sentía por Constance y se dejó
llevar por una historia tan sórdida.
—No sabía que Faith hubiera presenciado un asesinato —terció Percy,
estupefacto ante la revelación.
Constance tomó aire, aliviada por el hecho de poder desviar el tema de
conversación por otros derroteros menos comprometidos, al menos para ella
y Percy.
—Oh, sí —comenzó a relatarlo como si estuviera explicando su última visita
a la costurera para que arreglase un vestido—. Ocurrió en el mismo callejón
donde tú y yo… —se detuvo de repente al adquirir consciencia de algo que
apoyaba su teoría y la escena con Faith regresó, poderosa, a su mente.
¡Estaba en lo cierto! Cualquiera diría que era cosa de locos, pero todos los
indicios la conducían en una sola dirección, una con terribles consecuencias.
Los pensamientos salieron por su boca en forma de palabras, sin que siquiera
se diera cuenta de que las estaba articulando—. Ahora que lo pienso, es una
coincidencia realmente extraña que Alfred estuviera vestido de policía y
apareciera de repente y… —Las piezas iban encajando en la mente de
Constance—. El pañuelo dentro del callejón, el remolino que nos llevó allí
dentro... —Los escalofríos sacudían su cuerpo con violencia, y no era solo
por el frío nocturno—. ¡Oh, Dios mío, Percy, lo que te conté antes es cierto!
¡Faith está poseída! ¡Mis sospechas eran ciertas! ¡Hemos de ir a su casa ahora
mismo, su vida peligra!
Las palabras resonaron en su propio cerebro. Las implicaciones de las
mismas reverberaban, extrayendo cada vez más conclusiones de un modo tan
acelerado que por un momento pensó que se iba a marear. Si quien ella
pensaba realmente atormentaba el cuerpo y la mente de su amiga, entonces
eso significaba que… que… no era que Faith hubiera presenciado un crimen,
sino que… se tapó la boca con una mano, como si temiera expresarlo en voz
alta.
—¡Oh, Percy! ¡¡¡No puede ser!!! ¡Es terrible!
Pero él ya no escuchaba sus palabras. Se había perdido en sus propios
pensamientos y estaba ligando unas cosas con otras por otra vía distinta a la
de Constance. Había un detalle en todo lo que ella había dicho que había
quedado prendido en el aire. Percy no podía quitárselo de la mente.
—¿Y a quién mataron? Quiero decir, el crimen que Faith presenció ¿de
quién se trataba?
Constance sacudió la cabeza, confundida por la pregunta. Se dio cuenta de
que el pensamiento de él seguía su propia línea. Vaciló antes de responder.
—Fue… un asunto horrible. Has tenido que leerlo en la prensa por fuerza.
Ocurrió antes del verano, en ese condenado callejón. El asesino se ensañó
con aquella muchacha. Y Faith llegó justo a tiempo para encontrarse con…
con… con aquella escena. Por si fuera poco, conocía a la víctima. Era una
doncella suya. Se llamaba Daisy.
No podía ser. Todo encajaba de una forma demasiado exacta para tratarse
de una casualidad.
—¿Daisy, has dicho?
Percy se quedó blanco como el papel. A pesar de la escasa iluminación,
Constance se dio cuenta de eso y de la expresión que atravesó el semblante
de él. Una certeza apareció delante de sus narices, demasiado evidente para
obviarla, demasiado dolorosa para aceptarla.
—Eso he dicho. ¿La conocías?
Atrapado en su propia confusión, Percy no supo salir del paso con una
mentira convincente. Comenzó a tartamudear.
—¿Conocerla? No… bueno, es decir…
Más piezas fueron a parar a su lugar. El nudo se iba deshaciendo por
momentos.
—¡Percy! No me irás a decir que tú… quiero decir, que hubieras tenido
algo con… —No hizo falta una respuesta, la verdad estaba escrita sobre aquel
rostro contrito—. ¡Oh, Dios mío! ¡No puedo creerlo! ¡Tú, con una vulgar
sirvienta!
Percy se dio cuenta de que era demasiado tarde para salirse por la
tangente. No tenía tiempo de pensar un modo de salir airoso de aquel lío. No
después de la revelación de Constance. El estómago se le revolvía por
momentos. Daisy, el callejón al que daba la puerta trasera de la taberna. Se
estremeció al pensar que él podía estar justo al otro lado de la puerta mientras
a ella la… la… Intentó, sin mucho convencimiento, salir del brete, si bien en
su interior sabía que todo estaba perdido.
—Escucha Constance, no es lo que estás pensando…
Constance olvidó por un momento sus fantasmas al tiempo que el asco y
el desprecio la inundaban. ¡Ella, tratada como una vulgar mujerzuela,
engañada, despreciada de esa manera! No era tan tonta como para ignorar
que muchos hombres buscaban ese tipo de aventuras fuera del matrimonio.
Pero ellos ni siquiera estaban casados; ella era aún joven, lozana, atractiva
como para tolerar ese tipo de desprecio. Un instante después la furia se
desbordó.
—¿Por quién me has tomado? ¿En qué pensabas cuando me aceptaste en
matrimonio? ¿Creías que me resignaría a ser tu mujercita solo de cara al
exterior, a callar y soportar todas tus felonías? —Constance comenzó a gritar,
al tiempo que las lágrimas rodaban por su mejillas—. ¡Qué estúpida he sido!
La claridad volvía a la mente de Percy. Tenía que tratar de ganar algo de
tiempo, así que optó por dar un salto adelante en lugar de retractarse.
—No digas eso, Connie. No es cierto. Yo te quiero y no pensaba…
—¿Me quieres, dices? No eres sino un sucio patán. ¡No quiero volver a
saber nada más de ti! Volveré a casa sola. ¡No necesito que me acompañes!
¡Vuelve con tus fulanas!
Cuando ella se giró para irse, Percy le agarró una muñeca. Tenía que hacer
valer su encanto con las mujeres, de algo habían de servir sus años de
experiencia.
—Escucha, cariño, no puedes ir sola, es peligroso a estas horas para una
muchacha decente andar por la calle.
Constance miraba la muñeca por la que la tenía asida. La miraba con la
misma expresión que podía haber usado en caso de tener una serpiente
venenosa enroscada alrededor del brazo. Percy no acertó a discernir si se
traba de odio, aversión o simplemente asco. Ella volvió su rostro hacia él,
apretando los dientes como si estuviera a punto de escupir un chorro de ácido
para hacerle desaparecer. Más que hablar, el aire se deslizó ente sus dientes,
creando un susurro rasposo, lleno de rabia y odio. Daba miedo.
—¡Suéltame, Percy! ¡Ahora mismo!
—Escucha, Connie, cariño…
Una sonora bofetada no le dejó terminar la frase. Jamás hubiera pensado
que aquella mujer con aspecto más bien famélico podía tener tanta fuerza. El
impacto le hizo volver la cabeza, a pesar de ser mucho más corpulento que
ella. La mejilla comenzó a arderle de inmediato. La soltó.
—No vuelvas a llamarme cariño —Constance escupió las palabras a su
cara, acompañadas de una lluvia de finas gotitas de saliva—. Ni ninguna otra
cosa. No quiero volver a verte en mi vida. —Y se alejó a paso vivo, furiosa.
Constance no sabía que sus últimas palabras iban a cumplirse al pie de la
letra. Mientras avanzaba con los ojos anegados en lágrimas, no reparó en la
sombra que la seguía furtivamente.

25
Leonora

—Vengo a que me tomen declaración. Puedo aportar pistas en el caso del


asesinato de la doncella de los Thornton, así como en el de la otra mujer y el
policía.
El agente de policía que hacía el turno de noche en el mostrador de
entrada de la comisaria pestañeó varias veces. Estuvo tentado de pellizcarse
para convencerse de que aquello que había oído era real. Dentro de sí, aunque
jamás lo hubiera confesado ni bajo tortura, pensó que se había dormido y que
estaba soñando. No lo estaba, y lo que tenía ante sí no era una aparición, sino
una persona real, de carne y hueso. Ella había entrado con gran ceremonial en
la comisaría y se había dirigido sin dudar hacia el mostrador, como si el
destino la estuviera llamando justo hacia aquel lugar. Sin embargo, todo esto
había pasado desapercibido para el policía. Él no la vio venir, a pesar de que
era el encargado de recibir al público y por ese motivo se hallaba situado
frente a la entrada, separado de la puerta por los escasos metros de anchura
del recibidor.
La mujer, menuda y algo entrada en carnes, había aparecido en el umbral
de la comisaría como por ensalmo. El agente Williams confesó a sus
compañeros, a la salida del turno y en los vestuarios, que ni siquiera la había
visto traspasar la puerta de entrada.
—Para ser más exactos, no he visto que la puerta se abriera —dijo—,
simplemente en un instante no había nadie allí y al momento estaba ella,
bajita y arreglada como si fuese a un evento de sociedad, pero era como si no
hubiera otra persona en toda la habitación. No podría explicarlo, pero ella
sola llenaba todo el espacio con su presencia.
Sus compañeros rieron por lo bajo. Williams era conocido por su afición a las
bebidas espirituosas, en las reuniones informales escanciaba copiosas
cantidades de cerveza y vino. Nadie quiso mencionar nada, pero todos
sospechaban que también se las apañaba para esconder la bebida en algún
lugar durante las horas de servicio.

—¿Y tú que dijiste? —preguntó Jones, más por amabilidad que por interés
en la respuesta.
Williams se detuvo pensativo un momento para recordar las palabras
exactas.
La mujer se acercó con parsimonia hasta el mostrador, que casi superaba
su estatura. Llevaba un moño como los que se usaban décadas atrás en lo alto
de la cabeza y se arropaba con un chal de lana tan desgastado que parecía
tener más años que ella, y eso que ya pasaba de los setenta con holgura. Lucía
un vestido sencillo y modesto, de color marrón, pasado de moda muchísimo
tiempo antes, y ni siquiera se había molestado en limpiarse los zapatos,
manchados del barro reseco y polvo de las calles. De algún modo se las
apañó para asomarse por encima del borde del mostrador y clavar sus
pequeños y profundos ojos negros en el perplejo agente.
—Necesito hablar con su superior, agente. Es de vital importancia.
Y lo espetó así, como si fuese el mismo alcalde la ciudad. Williams
resistió la tentación de contestar obediente con un «Sí, señora», costumbre
muy arraigada a causa de su profesión. La mujer se había dirigido a él de un
modo tan autoritario, tan segura de sí misma a pesar de su apariencia y de su
más bien insignificante persona, que el primer impulso fue llevar a cabo lo
que le había ordenado. Un segundo después, las aguas volvieron a su cauce y
Williams se percató de que solo se trataba de una anciana, muy peculiar pero
no era más que una simple mujer mayor. Por lo que a él respectaba, bien
podía estar loca y no saber ni de qué estaba hablando.
—¿De qué desea usted exactamente hablar? —replicó, no exento de cierta
sorna—. Es por saber con quién he de ponerla al habla, señora…
—Tilton, señorita Leonora Tilton. Quiero hablar con el oficial al cargo del
caso de la doncella de los Thornton y de los otros asesinatos.
El agente Williams pareció dubitativo. Aquella indescriptible mujer había
dicho que poseía información importante que aportar al caso, pero había tanta
gente extraña rondando por el mundo… Por otro lado, la conexión que ella
había hecho entre los crímenes le hizo sospechar algo extraño. El sargento les
había hablado esa misma mañana acerca de que la investigación abarcaba los
tres asesinatos, pero hasta donde él sabía dicha información aún no había
trascendido. De hecho, el sargento les había exigido la máxima discreción al
respecto. «Se trata de un caso relacionado con personas importantes. Si a
alguien se le ocurre comentarlo fuera de los muros de la comisaría puede
darse por cesado, amén de que no pararé hasta verle hundido en la más
absoluta miseria, y esto último, aunque lo diga a título personal, no es por
ello menos cierto». Esas habían sido sus palabras exactas. Y ahora llegaba
esa extraña mujer y lo soltaba como si estuviese en boca de todo Londres.
—Como comprenderá, señorita Tilton, nos llegan cada día un buen
número de falsas alarmas, y no podemos distraer a los inspectores sin antes
cerciorarnos de que la información es fehaciente. —Decidió proceder con
cautela, sin dejar escapar a la posible informadora—. Creo que debería usted
primero contarme qué es lo que sabe y cómo lo sabe, señorita. Si su
afirmación es verdadera, podrá hablar con el inspector a cargo.
Ella le miró fijamente sin decir palabra. Pareció estar a punto de abrir la
boca, pero se detuvo. Después, con una voz que no parecía pertenecer a su
pequeño cuerpo, lentamente, habló, mirándole a los ojos tan fijamente que
mucho tiempo después el agente Williams seguiría firmando que le había
hipnotizado o algo así, porque durante el escaso tiempo en el que aquellos
minúsculos ojos le taladraban el mundo pareció desaparecer a su alrededor.
Sin saber de qué manera, ella se había hecho con el control de la situación. Él
no se sentía capaz de llevarle la contraria, como si dentro de sí mismo un
David enclenque se esforzara por luchar contra un Goliat enorme y poderoso,
disfrazado de inofensiva ancianita. Una lucha perdida de antemano, ambos lo
sabían. El don de Leonora llevó a cabo su cometido a la perfección, los años
de experiencia le daban una ventaja insuperable frente a aquel agente
borrachín de nariz colorada y ojos enfebrecidos. Ella sabía lo que tenía que
hacer y lo hizo. Solo una brizna de culpabilidad asomó en algún lejano rincón
de su mente por abusar de su posición ventajosa, pero la espantó de
inmediato. La gravedad del asunto bien justificaba ese pequeño engaño. Si no
actuaba con presteza, algo terrible iba a ocurrir. Quizás ya era demasiado
tarde, pensó, pero no iba a tirar la toalla con tanta facilidad. Si estaba en su
mano evitar la desgracia lo haría, aunque fuese lo último en su ya larga
existencia.
—Mire, joven —prescindió del cargo—: creo que no me ha entendido.
Necesito hablar con el inspector Higgs. Sé quién mató a esas pobres chicas y
a su compañero, y si no me atienden ahora mismo van a morir más personas,
muchas más. De modo que, si le parece, avise al inspector y dígale que estoy
aquí. Yo personalmente le explicaré todos los detalles que precise, así como
la procedencia de los mismos. No veo la necesidad de repetir la historia
varias veces solo por cumplir con el protocolo de rutina. Creo haberle
expresado con claridad la urgencia del asunto y el escaso tiempo que nos
queda. Un tiempo precioso que usted está consumiendo de una manera
ridícula e innecesaria. De modo que, si es tan amable, lléveme frente al
inspector. Después decidirán si ha valido la pena o no.
Sorprendido, el agente Williams abrió la boca para contestar algo, pero no
llegó a dejar salir ni una palabra. Se giró para dirigirse hacia el despacho de
Higgs, en la planta superior. Su voluntad, sin que él fuese consciente de ello,
había sucumbido frente al extraño halo que la anciana irradiaba, aunque él
jamás lo hubiera expresado de esa manera. Algunas cosas ocurren de forma
natural y no dependen de que uno pueda racionalizarlas. Leonora era
sabedora del poder que la naturaleza había puesto a su disposición, y sabía
cómo utilizarlo y con quién. Fue ella quien habló de nuevo, con voz cortante
y seria.
—Y dese prisa. Cada minuto que pasa puede significar una vida.
26
La decisión de Percy

Percy estaba furioso. Furioso consigo mismo. Se había comportado como


un estúpido, dejando que la conversación con Constance llegara hasta un
punto que él no había deseado. Y ahora no sabía cómo iba a hacer para
arreglar su error. Lo de aquella chica no había tenido la más mínima
importancia, eran simples devaneos de joven soltero, pero uno no podía
esperar que una mujer comprendiera eso. Y menos si esa mujer era su
prometida. No era tan raro que un hombre mantuviera ese tipo de relación
incluso después de casado, todo el mundo lo sabía. No significaba nada, él no
había estado enamorado de la muchacha en cuestión, como tampoco lo
estuvo de las que hubo antes. Él conocía personalmente casos de esposas
conscientes de que sus maridos tenían «a otra», pero mientras ello no
supusiera un deterioro de su posición dentro del hogar y frente a la sociedad,
consentían y callaban. Las cosas eran así, no había que darle más vueltas.
Constance había puesto el grito en el cielo, sin motivo alguno, pues él no
la estaba engañando. Su aventura, por así llamarla, con la joven en cuestión
había sido anterior a su relación con ella. ¿Cómo hacérselo entender?
Algunas veces le resultaba imposible comprender a las mujeres, pero descartó
el pensamiento sacudiendo la cabeza. Tampoco era necesario.
Sin embargo, la cosa se había embrollado de repente. Resultaba que la
chica era una sirvienta de la casa de los Thornton, y no una cualquiera, sino
precisamente la que había sido brutalmente asesinada. Lo recordaba a la
perfección, durante semanas no se hablaba de otra cosa en los círculos
sociales. Un suceso tan macabro y oscuro salpicando a una familia de tan
rancio abolengo como la de sir Richard era la carnaza perfecta para los
chismorreos a todos los niveles dentro de la encorsetada sociedad londinense.
Lo que ignoraba era que Faith hubiera estado envuelta de alguna manera en el
caso. Dicha información no había trascendido a la opinión pública. Percy
supuso que, por un lado, sir Richard se habría encargado personalmente de
que se echara tierra sobre el asunto, y por otro, entraba dentro de lo razonable
que hubiera sido la policía la que habría decidido ocultar ciertos hechos para
no perjudicar la investigación.
De lo que estaba seguro era de que algo olía mal en todo ese asunto, y que
él había permanecido ignorante y al margen mientras que las personas que le
rodeaban estaban al tanto de infinidad de detalles que no habían compartido
con él. Por un instante se sintió traicionado, pensó que esas personas que
había considerado sus amigos en realidad poseían una doble faz, que no le
habían sido leales. En ningún momento se le ocurrió que todo había
constituido una extraña serie de coincidencias y de hechos fortuitos que se
habían engarzado unos con otros pasar pasarle inadvertidos de forma casual.
Sin embargo, no era tan estúpido como para pasar por alto un hecho tan
evidente y llamativo como era la confluencia de tantas circunstancias
curiosas: el crimen en el cual Faith se había visto involucrada de una manera
u otra, la ocultación de ese mismo hecho por parte de quien hubiera sido, la
aparición de Alfred más o menos por el mismo tiempo y la visión de esa
misma noche. Para Percy estaba muy claro. Alfred estaba investigando el
asunto de los asesinatos y por eso se había infiltrado en sus vidas, para
sonsacarles o quizás para vigilar a Faith de cerca. Hacía falta ser idiota para
pensar que si ella fuese capaz de hacer algo semejante, algo que a Percy le
parecía inimaginable en el caso de una persona tan sensible y entregada a los
demás como ella, lo compartiría con sus amigos como si estuviera relatando
lo acaecido durante una mañana de excursión en el campo. O la mente de
Alfred era demasiado retorcida y sospechaba que todos estuvieran implicados
o era demasiado estúpido para darse cuenta de que por mucho que se acercase
a Faith esta no le iba a confesar sus supuestos crímenes.
Lo que indignaba a Percy sobremanera era el hecho de que Alfred, en
cualquier caso, los había utilizado en su propio interés, engañándolos con
mala fe, y eso no podía soportarlo. Puede que él mismo fuese un poco
calavera y llevase una vida algo disoluta, pero su honor estaba por encima de
todo. La actuación de Alfred era todo menos honorable, y pensó que un
hombre de su categoría y de su posición no debía permitir semejante
desprecio hacia su amiga. No mientras se llamara Percy de LaRue. Mañana
sin falta le ajustaría las cuentas a ese petimetre de media cuarta.
Apretando los dientes, se subió las solapas para protegerse del viento y
siguió rumiando su desdicha mientras se dirigía hacia su casa. Al día
siguiente iría a hablar con Connie para explicarle que la única mujer que
realmente le importaba era ella, y que sus pequeñas aventuras habían sido
anteriores al momento de conocerla, que nunca había quebrantado su
fidelidad desde el día en que habían empezado a salir juntos. Sí, eso la
convencería. Quizás podría obsequiarla con alguna joya. A las mujeres les
encantan esas cosas. Eso es lo que haría. Siguió adelante con la certeza de
que todo estaría arreglado para el día siguiente a esa misma hora.
Percy estaba muy equivocado, pero en ese momento lo ignoraba.
Apenas había recorrido unas decenas de pasos cuando el tema de Alfred
volvió a asaltarle. La manera como ese payaso había jugado con los
sentimientos de Faith le revolvía las tripas. Ella no lo merecía. En absoluto.
Era una mujer formidable y desde luego incapaz de cometer ningún crimen.
Un sentimiento paternal comenzó a invadirle ¿Quién se encargaría de
defenderla? No sería sir Richard, desde luego. Todo el mundo sabía que el
viejo se había dado a la bebida y a la mala vida tras la muerte de su esposa,
descuidando el afecto por su hija. Ella se había convertido en una dama de
primera categoría, y aunque sus actos a veces soliviantaban a otras personas
de elevada posición social debido a su tendencia a ignorar las diferencias
entre clases, nadie podía atribuirle ni una mínima tacha en su
comportamiento, ni en público ni en privado. Faith era una mujer de la
cabeza a los pies, y sobre todo era su amiga. Ella había impulsado su relación
con Constance desde el primer momento y él no podía sentir sino una
inmensa gratitud hacia ella. ¡No podía consentir la afrenta que aquel
malnacido había cometido con ella! El tema no podía esperar ni un minuto
más, no señor. No lo dejaría para el día siguiente. Se lo debía a Faith.
Percy extrajo su reloj del bolsillo del pantalón y lo abrió para comprobar
qué hora era. Hubo de acercarse a la luz de un farol para poder apreciar bien
la esfera. Aún no era demasiado tarde. Tenía que contárselo todo a Faith
antes de que se diera cuenta por sí misma de qué clase de alimaña era en
realidad su amado Alfred y sufriese un daño aún mayor. Lo más conveniente,
sin duda, era que si tenía que romper su noviazgo o romance o lo que fuese
con aquel impostor lo hiciese ya mismo.
A pesar del vendaval, aceleró el paso. No se hallaba muy lejos de la casa
de Faith. Aunque no era la hora más propicia para hacer visitas, sus motivos
suponían una justificación más que suficiente para tolerar su presencia a esas
horas. Le explicaría a sir Richard sus sospechas y el motivo de su aparición
inesperada, sin anunciarse, y él comprendería. De hecho, era más que
probable que ambos, padre e hija, le estuvieran agradecidos por ponerles
sobre aviso del terrible engaño al que estaban siendo sometidos. Faith se
sentiría dolida, lógico, pero Percy no pudo evitar sentirse algo así como su
ángel de la guarda. Era preciso que alguien le abriera los ojos antes de que
fuese demasiado tarde, y él se había erigido en cuestión de minutos en ese
llanero solitario. Sin contar con que, además, se ganaría el favor y la amistad
de sir Richard, factor este digno de tener en cuenta, pensó esbozando una leve
sonrisa.
En pocos minutos se detuvo frente a la cancela que daba paso a la finca de
los Thornton. Cuando se disponía a tirar de la cadena que hacía sonar la
campanilla, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Resultaba un poco
raro que no la hubieran cerrado en condiciones. Hasta donde él sabía, según
había comentado alguno de los otros en sus conversaciones, sir Richard tenía
fama de ser muy riguroso en lo referente a estos detalles respecto al trato con
el personal, aunque bien podía haber ocurrido que el último de los sirvientes
que hubiese entrado o salido no se hubiese cerciorado de dejarla bien
encajada. O también, pensó Percy, que hubiese sido el mismo sir Richard el
que la hubiese dejado así si hubiese vuelto a casa tarde y con un trago de más
encima. «Tampoco es tan crucial», reflexionó Percy, «que la puerta esté un
poco abierta. Nadie se hubiera dado cuenta si no se hubiera acercado lo
suficiente». Pero entonces se le vino a la cabeza el caso de los asesinatos, la
relación de Faith con todo ello, la farsa montada por Alfred… se giró y
escudriñó las cercanías de la calle. No había nadie a la vista. Por un momento
deseó que hubiera algún policía apostado entre las sombras. Mejor eso que…
no quería ni imaginarlo.
No lo pensó dos veces, empujó la puerta y entró en la oscuridad silenciosa
del jardín de la mansión. Las luces de la casa proyectaban un poco de
claridad sobre el suelo de grava que pisaba, pero no alcanzaba a ver mucho
más a su alrededor debido a la abundante vegetación que crecía a ambos
lados de camino. Menos de un centenar de metros del sendero que atravesaba
los jardines le separaban de la puerta de la casa. El sonido crujiente de sus
pasos le tranquilizó un poco. De haber alguien cerca, sin duda se percataría
de su presencia antes incluso de que se le acercara demasiado. «Te estás
atemorizando tú solito, amigo», pensó. Tomó una bocanada de aire y enfiló
con paso decidido el camino que le restaba. No pudo evitar dejar escapar un
suspiro de alivio cuando pisó los escalones de la entrada y atravesó las
columnas que sostenían el porche, a imitación del estilo grecorromano.
Estaba a punto de hacer sonar el aldabón de la puerta principal cuando
algo llamó su atención en un lateral de la casa. Le había parecido ver
movimiento entre unos arbustos. El viento se había tomado un descanso y
todo permanecía en calma en ese momento. Él no pudo por menos de pensar
qué loca andaba la climatología, tan pronto las ráfagas de aire semejaban un
huracán como diez minutos después la noche se veía apacible como si se
tratase de pleno verano. Nada se movía ante su vista, debía haberlo
imaginado. Se estaba sugestionando del mismo modo que un niño al que
cuentan una historia de fantasmas antes de ir a la cama.
Entonces recordó la puerta de la cancela abierta y no pudo contener un
escalofrío. Durante un par de minutos observó fijamente el lugar donde le
había parecido ver algo, pero ahora todo semejaba ser el fruto de su
imaginación desbocada. ¿Qué iba a hacer cuando saliera de la casa, lloriquear
para que le dejasen pasar la noche allí o suplicar para que un criado le
acompañase hasta la calle? ¿Y una vez allí? No podía dejarlo así. Olvidó su
cometido durante un momento y se dirigió hacia la zona donde había visto
moverse la maleza. Tenía que cerciorarse.

27
Atrapada

«Hola, Faith ¿me echabas de menos?»


Ni siquiera le había visto mover los labios. Faith pensó que quizás había
sido a causa de la intensa penumbra que inundaba la habitación. La voz,
desagradable, ronca, había vibrado con profundidad dentro de su cerebro.
¿Sería eso? ¿No le había visto hablar porque no lo había hecho? Faith tiritó,
más por la horrible sensación de sentirse atrapada que por el frío en sí.
Entonces se percató de un detalle. No era la primera vez que le veía. En
anteriores ocasiones se había sentido igual de aterrada, y sin embargo aquí
estaba, nada malo le había sucedido. Perpleja, se preguntó qué era lo que él
deseaba en realidad ¿Por qué acudía a ella? ¿Qué se suponía que esperaba,
solo atemorizarla? Si no la había atacado ya, eso significaba que no pretendía
hacerlo, oportunidades no le habían faltado. Volvió a mirarle, se hallaba más
cerca que un segundo antes, pero tampoco en este caso había percibido
movimiento alguno. ¿Se estaría volviendo loca? ¿Era eso lo que realmente
ocurría?
Por suerte, sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad y eso alimentó
sus esperanzas. A pesar de la luz que entraba por el gran ventanal, procedente
de los faroles de la calle, la atmósfera que rodeaba su cama poseía un tinte de
irrealidad que la hacía sentirse mareada.
«He de escapar como sea», pensó. Sopesó la posibilidad de gritar pidiendo
auxilio, pero se dio cuenta de que si hacía algo semejante estaría perdida
antes de que alguien acudiera en su ayuda. Se retrepó en la cama, lista para
saltar. Si era lo bastante rápida podría sortear la distancia que la separaba de
la puerta y lanzarse escaleras abajo pidiendo ayuda. Seguro que aún quedaba
alguien despierto que pudiera acudir en su auxilio. Esa sería su salvación.
«¿No dices nada, querida? ¿Ni siquiera saludas a los viejos amigos?»
—No sé quién es usted —espetó ella aparentando la mayor firmeza que
pudo—. Lo único de lo que estoy segura es que no es mi amigo. Me tengo
por una persona que sabe escoger a sus amistades con cierto tino.
Una desagradable risa cortó el aire ya viciado de la estancia.
«¿Tú crees? ¿No piensas que a veces las personas no son lo que parecen
a simple vista? Mira tu amigo, ese tal Alfred. Yo diría que no es trigo limpio.
¿No piensas igual que yo? Por lo demás, te autorizo, mejor dicho ruego que
me tutees, hay confianza. En todo caso, pronto la habrá, te lo aseguro. Tú no
me conoces, pero yo a ti sí. Te conozco desde que naciste, aunque tu padre
no llegara a saberlo. O quizás no quiso saberlo, mi querido Richard siempre
ha sido experto en mirar hacia otro lado cuando la realidad no era de su
agrado, te lo aseguro.»
La cabeza le daba vueltas a Faith. ¿Qué tenía su padre que ver con ese
hombre? ¿Cómo podía conocer a Alfred? Cada segundo se sentía más
desconcertada. Se daba cuenta de que ese hombre no le era tan ajeno como
habría pensado. Él no parecía tener mucha prisa en acercarse a ella, se había
detenido a medio camino entre el rincón donde inicialmente se encontraba y
la cama. Faith echó las sábanas y las mantas hacia atrás para liberar sus pies.
Lo último que necesitaba era tropezar y caer en el momento crítico de dar el
salto y salir corriendo.
—¿Qué tiene usted que decir de mi padre? ¿Le conoce acaso? Si es así, no
veo la necesidad de entrar en mi habitación en medio de la noche, a
escondidas. Preséntese a la luz del día y haga sus acusaciones de frente si
posee pruebas. ¿Y Alfred? ¿A santo de qué viene mencionarle? Alfred es un
amigo. ¿Acaso puede decir algo de él? Detesto a las personas que lanzan
acusaciones sin pruebas que las respalden. La maledicencia es un vicio
altamente reprochable, señor mío.
Él le dedicó una sonrisa que bien podía tenerse por afectuosa. O quizás
condescendiente, a partes iguales.
«No me llames señor, querida. Ya tenemos la suficiente confianza como
para que utilices mi nombre. Puedes llamarme Jack, de momento.»
—No tengo por costumbre tomar ninguna confianza con personas que
invaden mi vida y mis habitaciones de un modo furtivo —dijo Faith en un
intento de prolongar la conversación para que él se confiara—. La gente que
trato acostumbra a llamar a la puerta y vienen de día, caballero. Jack hizo un
mohín de desaprobación.
«Vamos, querida, no podría llamar a la puerta aunque quisiera. Mis
circunstancias no me lo permiten. Hazte cargo.»
—Además, añadiré algo más. No le conozco de nada. —Faith pensó que
lo mejor sería seguir utilizando un trato distante para mantener la distancia (al
menos la emocional) entre ambos, no quería involucrarse, solo pretendía huir
de allí—. Así que le ruego que no vuelva a presentarse ante mí ni en mi casa
ni en ningún lugar. Y si tiene algo que decir en contra de Alfred dígalo y
demuéstrelo, o de lo contrario…
«¿De lo contrario qué? ¿Vas a llamar a la policía, a tu querido padre?
¿Cómo explicarás que hay un hombre en tu habitación en plena noche,
querida? ¿Qué sería de tu honra y del nombre de tu famil…»
Sin pensarlo dos veces, Faith saltó de la cama y corrió como una
exhalación hacia la puerta. En una fracción de segundo sobrepasó a su
interlocutor, y ya se disponía a asir el pomo de la puerta cuando una mano
helada la agarró de la muñeca. Lo único que pudo pensar fue: «¿Cómo es
posible? No estaba tan cerca como para alcanzarme»
Tiró con empeño para desasirse, mientras él le tapaba la boca con la otra
mano para impedir que gritase. Los rostros de ambos quedaron a escasa
distancia, de modo que ella pudo percibir un aliento avinagrado, un olor
nauseabundo y fétido. Un olor a muerte. Los ojos de aquel hombre, tan
negros y profundos que ella tuvo la sensación de ser engullida dentro de
aquella negrura, brillaban con tanta malicia que Faith se sintió desfallecer. No
había faltado mucho, casi había llegado a abrir la puerta. Ahora estaba
perdida.
Él la inmovilizó sin dificultad. La presa sobre su muñeca aumentó su
intensidad.
«No seas chiquilla. ¿Dónde pensabas ir tú sola? Tengo una tarea para ti
y para mí esta noche. Por eso vine a buscarte. La hora de mi venganza ha
llegado. Y tú vas a ayudarme, tanto si quieres como si no.»
Una risotada se perdió como un eco en la oscuridad.

28
Vuelta a casa

Constance no paró de llorar todo el trayecto hasta llegar a su casa. Las


calles se desdibujaban en medio de un mar de lágrimas que no cesaba.
No podía creer que todo se hubiera desmoronado de esa manera, en
cuestión de segundos. Todos los planes para el futuro, todas las molestias que
se había tomado para llegar hasta Percy… Se había comportado como una
estúpida malcriada. Pensaba que él era diferente, se mostraba tan galante y
tan atento… no era tan inocente como para ignorar la existencia de
infidelidades de maridos y novios donde quiera que una mirase, y lo que más
le dolía es haber demostrado tamaña ceguera, no haber sido capaz de
percatarse de lo que ocurría delante de sus narices.
Ahora lo veía con claridad, aunque fuese demasiado tarde. Pero lo que
nunca habría imaginado era que alguien con la posición económica y social
de Percy pudiera caer tan bajo como para liarse con una… vulgar doncella.
Su mente se negaba a aceptarlo. Sin embargo, la expresión de culpabilidad en
el rostro de él no le había dejado lugar a dudas. Eso sí había podido percibirlo
con una claridad inequívoca. Sería una ingenua, pero no tenía ni un pelo de
tonta. «Todos los hombres son iguales», pensaba con amargura a medida que
luchaba contra el viento y se esforzaba por arroparse. «Promiscuos por
naturaleza».
Al volver la esquina de su calle, le pareció ver por el rabillo del ojo una
sombra moverse unos metros por detrás de ella. El llanto se detuvo y las
lágrimas fueron enjugadas. El temor ocupó, poco a poco, el lugar que
segundos antes pertenecía a la indignación. Se giró, pero no vio nada
anormal.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
Nada. Aguardó unos instantes antes de proseguir su camino, pero una
punzada de inquietud se le había agarrado al estómago. La calle se veía
desierta. Para colmo, el vendaval se detuvo de repente, como si alguien
hubiese cerrado puertas y ventanas impidiendo el paso de la corriente. La
sensación inquietante fue ganando en intensidad. Parecía cosa de brujas,
nunca había visto semejante fenómeno meteorológico. Le empezó a temblar
la barbilla y sus ojos se humedecieron de nuevo, pero esta vez la causa no era
el despecho ocasionado por el engaño. Era miedo. Blando, amargo, sintió
cómo subía por su columna vertebral, reptando como una serpiente venenosa.
Todas las vivencias de aquella funesta tarde se agolparon en su mente, en una
especie de amasijo que empezó a torturarla: los asesinatos, sus sospechas
compartidas con Faith, la escena en casa de esta… y ahora estaba sola, de
noche, en medio de una ciudad que había quedado desierta como por arte de
magia.
Los faroles iluminaban amplias zonas de las calles, pero entre uno y otro
se extendían espantosas zonas de penumbra y de oscuridad que en ese
momento se le antojaron inmensas. Comenzó a temblar visiblemente. Una
especie de golpe, como de unos objetos metálicos de gran tamaño
desparramados por el suelo le llegó. Parecía provenir de varias calles más allá
e hizo que casi se le saliera el corazón por la boca. No supo identificar el
origen del sonido, pero empezaba a no importarle. Lo único en lo que podía
pensar era en llegar lo antes posible a su casa, sentirse a salvo al otro lado de
la puerta. Puede que se hubiera comportado de un modo demasiado
impulsivo. Quizás debería haberse tragado el orgullo por una última vez y
haber permitido que Percy la acompañase a casa. Bien podría haberle enviado
al infierno el día siguiente, no ser tan impetuosa y tan arrogante y haberse
mostrado dócil unos minutos más.
Un segundo ruido la sobresaltó. Se detuvo y miró atrás de nuevo. El estrépito
provenía de un callejón que acababa de dejar atrás. La inquietud se tornó en
pánico. Había alguien allí. No estaba sola. Calculó que apenas le faltaba un
centenar de metros para llegar a la puerta de su casa. Una vez traspasada la
cancela, estaría a salvo.

—¡Oiga! ¿Necesita ayuda? —inquirió con voz temblorosa. Nada más


decirlo se sintió ridícula, pero su mente se negaba a elaborar algo más
convincente. Quien fuera que anduviese por allí no buscaba colaboración, eso
estaba muy claro. Al menos, no la de la clase que ella había insinuado.
La respuesta, tal y como era de esperar, no llegó. Constance se armó de
valor y dio un paso hacia el callejón. No se atrevía a darle la espalda al
sonido. «No tengo nada con qué defenderme», pensó. El corazón le latía con
tanta violencia que pensó que cualquiera podía escucharlo a varios metros de
distancia. Lo mejor sería que intentase, por muy paradójico que pudiese
parecer, calmarse un poco. Su vida dependía de ello.
En un esfuerzo titánico por recuperar el control de sí misma, respiró
hondo y avanzó hacia el callejón. Se quitó un botín y lo enarboló. «Un buen
golpe con un tacón en un ojo puede resultar muy convincente», se dijo a sí
misma. Llegó a la entrada del callejón y se asomó por la esquina con cautela.
No se veía demasiado, no estaba iluminado.
Por un momento cruzó por su mente la descabellada idea de entrar allí y
cerciorarse de que nadie la acechaba, que todo lo estaba imaginando y se
estaba sugestionando a sí misma, presa de un ridículo temor sin fundamento.
Descartó la posibilidad, no se metería en aquella calleja maloliente por nada
del mundo.
«Todo es producto de tu mente, lo único raro que hay aquí es el miedo
atroz que tienes, Connie», se dijo a sí misma en un vano intento por espantar
el terror que mantenía sus músculos agarrotados. En su afán por superarlo,
intentó recomponerse, alisando la falda, retocó como pudo su ropa y su
cabello y se calzó de nuevo, volviéndose en dirección a su casa, cuando un
nuevo estrépito unos metros detrás de ella le hizo saltar el corazón del pecho.
Se volvió, imaginando que un sucio mendigo se le echaba encima, o algo
peor que no quería ni imaginar, cuando vio que era un simple gato el que
salía de las sombras con un pequeño ratoncillo en la boca.
Apoyada contra la pared, sin respiración, permaneció unos momentos
maldiciendo su propia debilidad. Todo aquel follón por un gato. A fin de
cuentas, no era más que una mojigata, pensó con amargura. Si Faith hubiera
estado allí ella no habría tenido miedo.
Faith. Con tanto vaivén emocional la había olvidado durante un buen rato.
Si estaba en lo cierto, a su amiga la acechaba un peligro de una índole en
extremo tenebrosa por lo intangible de su naturaleza y sumamente difícil de
encarar por la imposibilidad de que alguien la creyera. Cualquiera pensaría
que se había vuelto loca. «Ahí va la pobre Constance, se volvió loca de
remate, creía ver fantasmas», casi podía oírlo en boca de las otras damas del
club de campo. Incluso ella misma lo encontraba difícil de creer, pero,
dejando a un lado las suposiciones más o menos atrevidas que pudiera haber
lanzado, estaba lo que había presenciado esa misma tarde ¿o quizás también
se había autosugestionado y en realidad no había visto y oído lo que creía?
Con el paso de las horas cada vez lo veía más difuso, ya no podría asegurarlo
a plena luz del día, probablemente se sentiría ridícula.
Rememoró con cariño a la Faith de siempre, la que fue su amiga antes de
que toda esa extraña historia diese comienzo. Ella sí que tenía las ideas claras
y no le importaba enfrentarse a lo que hiciera falta para conseguir sus
propósitos. En ese momento recordó el asunto de Alfred. Esa parte sí que
apestaba. Se le veía tan franco, tan caballeroso y tan sencillo a la vez, y había
resultado ser peor que una víbora. Constance no creía en la casualidad,
debería haberse dado cuenta del engaño mucho tiempo atrás, pero había
estado tan ocupada en formalizar su relación con Percy que lo demás había
sido relegado a un segundo plano. Y todo para nada. Otro que había resultado
un fiasco. ¡Qué mala suerte habían tenido las dos al elegir un hombre! Si
Alfred era un agente de policía tenía que buscar la manera de
desenmascararle ante los ojos de Faith. Ignoraba si la persona que había visto
esa tarde era aún su amiga, pero de todos modos tomó una decisión. A fin de
cuentas, no estaría a solas con ella. Le pediría a sir Richard que la
acompañara para hablar con Faith. Al día siguiente se acercaría para
comentar con ella lo que había averiguado. Si su amiga no sufría algún tipo
de trastorno o lo que Constance había imaginado, ella sabría qué hacer.
Mientras elucubraba todo lo que habría de hacer al siguiente día, llegó
hasta la puerta de su casa y sacó un llavín para abrir la cancela que daba
acceso al patio. Un susurro de ropas se elevó tras de ella. Una mano la agarró
del brazo. El grito salió de su garganta sin darle tiempo ni siquiera a pensarlo.
Manoteó con furia, tratando de desasirse. Araño y pateó para defenderse.
—¡No grites, Constance! ¡Soy yo!
No podía dar crédito a sus ojos ni a sus oídos. La voz era muy conocida.
La lucha cesó.
—¡Alfred! ¿Qué estás haciendo tú aquí?
29
De nuevo él

Percy había registrado a conciencia el macizo de arbustos donde había


observado movimiento, sin encontrar nada. Al menos, nada anormal. En ese
preciso instante, una suave brisa se deslizó de nuevo sobre los tejados de la
ciudad, como si en medio, entre los dos lapsos de viento el mundo se hubiera
detenido por algún motivo y se hubiese puesto en marcha de nuevo. Las
plantas y las ramas de los árboles del jardín comenzaron una vez más a
agitarse a merced del viento produciendo un sonido susurrante que se le
antojó inquietante por momentos.
«Es normal que la vegetación se mueva, bobo», se dijo a sí mismo. Aún
así, una especie de temor atávico e inexplicable se había adueñado de él. Un
temblor compulsivo muy dentro de sí mismo le decía que bajo aquella
apariencia de normalidad algo había ocurrido, que las cosas no se hallaban en
su orden natural, tal y como aparentaban. Las sombras del jardín se le
aparecían como seres siniestros, vigilándole, esperando un descuido para
arrojarse sobre él en cualquier momento.
—Te estás volviendo un poco paranoico, amigo —se dijo en voz alta con
la esperanza de que el sonido de su propia voz le devolviera la tranquilidad
—. Haz lo que has venido a hacer y márchate un rato al pub a tomar una
cerveza. Con la luz del día los fantasmas huyen —las palabras flotaron un
segundo, indecisas, antes de ser arrastradas por el viento. El temor de Percy
no voló con ellas, se quedó junto a él, haciéndole una indeseada compañía.
Sacudiendo la cabeza ante lo patético de la situación, retornó al sendero
principal y se dirigió hacia la puerta de la mansión. Se sentía más
desasosegado cada segundo que pasaba, pero no podía explicar muy bien el
motivo de su aflicción. Estaba tan convencido como se puede estar de que
algo no marchaba bien. «Quizás todo es fruto de la desagradable situación
con Constance» reflexionó. «No te va a quedar más remedio que agachar las
orejas y humillarte un poco si quieres arreglar las cosas con ella». Sí, eso es
lo que iba a hacer. Al día siguiente haría una visita a Constance y le suplicaría
que le escuchase, que solo había sido una aventura loca de un joven soltero,
pero que era a ella a quien amaba y a quien quería como esposa y madre de
sus hijos.
Aunque hacía lo posible por distraer su pensamiento del miedo que le iba
atenazando, una parte de su mente se empeñaba una y otra vez en martillear
su conciencia. «Cuidado», le decía, «apresúrate en huir de aquí. Ahora. Si
esperas más tiempo, tu oportunidad habrá pasado y ya no habrá vuelta atrás».
A punto estaba de subir la pequeña escalinata delantera cuando un portazo
llamó su atención. Se trataba de la puerta lateral, la que usaba el servicio para
abandonar la casa cuando su jornada diaria terminaba. «Es este maldito
viento», refunfuñó para sí mismo. Hizo caso omiso y se obligó a ascender
varios peldaños, cuando el estallido de un cristal hizo que se le erizase el
vello del cogote.
—Parece que los elementos no desean que llames a esta casa, viejo. —
Una vez más bajó la escalera y dirigió sus pasos hacia el lateral de la casa—.
Ve a cerrar la maldita puerta de servicio, a ver si ya puedes cumplir tu misión
tranquilo. A este paso, saldrá el sol y no habrás podido dar tu recado. —
Intentó hacer el chiste para sí mismo, pero no funcionó.
Nada más girar la esquina de la enorme casa, vio la puerta abierta. La hoja
iba y venía dando golpes por efecto del viento. Las bisagras chirriaban
formando una melodía monocorde, desagradable. Percy tiritó, pero no por el
frío. Una situación totalmente rutinaria se estaba convirtiendo en una odisea
absurda, obsesiva y agobiante. «Vamos, hombre, déjalo ya. Cierra la maldita
puerta, habla con Faith y lárgate. La noche no ha hecho más que empezar y tú
aquí, perdiendo el tiempo con niñerías». Se acercó dispuesto a acabar de una
vez con ese interminable rosario de interrupciones cuando vio una figura en
el quicio de la puerta. Una figura humana.
Pestañeó, estupefacto. Un segundo después volvió a mirar, pero ya no
había nada. Percy se restregó los ojos para cerciorase, pero la figura parecía
haberse metido dentro de la casa de nuevo. O quizás no había sido más que
una mala jugada causada por los juegos de sombras de la noche.
Cuando llegó al lado de la puerta, se dispuso a cerrarla. El interior de la
casa permanecía a oscuras. Entonces comprobó que la visión de unos
instantes antes no había sido una alucinación. De las sombras salió un brazo
pálido que le asió con fuerza de la muñeca y tiró de él, obligándole a
acercarse a la casa, como si fuera a hacerle entrar. No le había dado tiempo a
reaccionar cuando, como salido de la nada, se materializó el otro brazo
sosteniendo un enorme cuchillo. Tras el brazo vino todo el cuerpo.
—Prefiero otro tipo de carne tierna, pero tú me servirás igual. —La voz
era gutural, desprovista de emoción.
Percy no pudo dar crédito a sus ojos. La pregunta que se alzó en su
garganta fue segada al instante por el cuchillo. En su cuello se dibujó una
delgada línea horizontal oscura que fue aumentando de tamaño a medida que
la sangre se derramaba. Ni siquiera tuvo conciencia de lo que le había pasado,
del dolor cortante, de la vida que se le escapaba. Solo sintió que se ahogaba
mientras sus pulmones se encharcaban del líquido vital que anegaba sus vías
respiratorias.
—No… puedes… —consiguió balbucir en medio del gorgoteo de sangre.
—Sí, claro que puedo. —Fue lo último que escuchó, mientras, como un
eco que provenía de muy lejos, notaba un dolor lacerante a la altura del
vientre. La mano que blandía el arma se movía con rapidez, y entonces la
vista de Percy comenzó a nublarse. El mundo se fue alejándose, diluyéndose
en su propia agonía. Miró hacia abajo, solo para contemplar cómo sus
intestinos se derramaban sobre el césped del jardín de los Thornton.
Medio minuto después, yacía muerto en el suelo. Su asesino se afanó
durante un tiempo más en la tarea que tenía entre manos.

30
Confesión

Constance hubo de esperar unos instantes mientras su desbocado corazón


volvía a su ritmo normal. Aún dudaba de su cordura. Sus ojos no la
engañaban. Era Alfred.
—Salí de casa a tomar una cerveza —mintió— y os vi a Percy y a ti en la
calle, de pie, parados. Parecía… —Hizo una breve pausa para dar la
sensación de que lo que iba a decir le avergonzaba un poco—. Parecía que
estabais discutiendo. Luego te vi marcharte sola y vine tras de ti. No es muy
seguro que una joven camine sola por las calles de Londres una vez que se ha
puesto el sol. Ladrones y maleantes, ese es el tipo de fauna que puedes
encontrarte a estas horas por la calle. Y eso que aún no es demasiado tarde.
Dentro de un par de horas sería mejor llevar algo para defenderse, aún siendo
hombre.
—Tú lo sabes bien ¿no? Quiero decir, el tipo de gente que pulula por las
calles abrigada por la oscuridad, así como el beneficio de portar armas,
supongo —el tono de Constance era cortante y frío, glacial. Después de la
tarde que había tenido y del principio de la noche, no estaba muy dispuesta a
aguantar más sandeces.
Alfred, pestañeó, haciéndose el desentendido. No sabía muy bien si
Constance estaba insinuando algo acerca de que él pudiera llevar una vida
disipada en tugurios de mala nota, rodeado de mujerzuelas, o se refería a otra
cosa, al secreto que él guardaba bien. Él jamás se había dado a la bebida ni al
juego, ni tampoco solía ir en busca de compañía femenina de cierta ralea,
pero si Constance insinuaba algo acerca de su identidad policial, entonces sí
que estaba verdaderamente confundido, por no decir perdido en todos los
sentidos de la palabra.
—No… no sé qué quieres decir, Constance —la voz de Alfred sonó
ligeramente temblorosa. Constance se dio cuenta, pero ya sabía de qué lado
venía el aire. Si ese embaucador pensaba que se lo iba a poner tan fácil, se
equivocaba de medio a medio.
Se quedó allí, de pie, mirándole de frente, sin vacilar. Aquella historia que
le había soltado rozaba lo absurdo y la actitud de Alfred no era la que
correspondía con su carácter, tranquilo y afable. «Esta noche está resultando
muy atípica», pensó Constance mientras escrutaba el rostro de Alfred.
«Atípica y reveladora por partes iguales», los pensamientos le llegaban a
ráfagas, como si de revelaciones se tratase. En una asociación extraña de
ideas, se le vino a la mente la noche de la sesión de espiritismo, a la que había
acudido solo por coincidir con Percy y por hacerse la encontradiza con él.
Experimentó de nuevo esa peculiar sensación, la duda terrible se convertía de
nuevo en certeza, igual que le había pasado mientras estaba en casa de Faith.
Era como si ese recuerdo surgido de la nada significase algo importante, pero
desechó la idea para centrarse en lo que tenía delante.
Decidió que lo mejor era no andarse con rodeos y formuló la pregunta que
pugnaba por asomar a sus labios.
—Alfred, te voy a hacer una pregunta que quizás te pueda chocar, es
posible que incluso la juzgues impertinente, pero hay una cosa que necesito
saber con certeza. Aunque ya creo que conozco la respuesta, me gustaría
escucharla de tus labios. Supongo que eso implicaría alguna diferencia, un
punto a tu favor. Te ruego seas sincero conmigo si es que aprecias en algo mi
amistad, aunque en una noche como esta ya todo se me antoja confuso e
incierto. ¿Estabas en la comisaría hace un rato?
Un ligero sobresalto asomó en la expresión de Alfred. Por un momento
estuvo tentado de seguir con la pantomima, pero se dio cuenta de que su
historia se había derrumbado en un segundo. Ya no tenía sentido alguno
continuar con el absurdo, la falacia se había desmoronado justo en el
momento en que Percy le había visto. Como era de esperar, se lo había
contado a ella. Constance no le había visto porque se había esfumado en
cuestión de un par de segundos, los reflejos le habían respondido. Primero
pensó en negarlo todo, podía decir que Percy le había confundido con otra
persona, pero se dio cuentas de dos cosas: una, todo el tiempo había estado
jugando con las vidas de otras personas, interpretando un papel como un buen
actor en una representación teatral. Eso no estaba bien desde un punto de
vista ético; al principio se dijo que lo hacía para desenmascarar a un asesino,
pero no tardó mucho en darse cuenta de que ninguna de esas personas había
tenido nada que ver con los crímenes ni sabía nada al respecto. Había seguido
jugando por el placer de sentirse alguien mejor, mantuvo la fantasía de ser
alguien que no era por unas pocas semanas. Era como escapar de una realidad
vulgar y anodina al verse mezclado entre personas ricas, de esas que él
siempre había juzgado como frívolas y vacías. Luego la cosa se había
complicado al internarse en su relación con Faith, y ahora no sabía cómo
acabar con todo. A juzgar por la pregunta de Constance, tampoco era
necesario, ya lo habían hecho otros en su lugar. La segunda cosa que se hizo
clara y transparente a sus ojos, a raíz de su discusión con el inspector fue que
su futuro como policía también hacía aguas por todas partes. Lo mirase por
donde lo mirase, estaba acabado. Y ahora Constance le pedía sinceridad,
respeto por su amistad. ¿Cómo explicarle que no los había respetado desde el
primer día? Engañar a la gente y respetarla son dos acciones incompatibles.
Bajó la vista antes de contestar.
—En efecto, era yo el que estaba allí. Supongo que Percy te lo ha contado.
—Así es. En menos de media hora he descubierto que dos de las personas
que tenía por mis amigos no son lo que yo pensaba.
Alfred pudo ver la decepción y el desprecio en los ojos de Constance, que
le miraban encendidos. Y tenía razón; no era para menos. La única carta que
le quedaba por jugar era la verdad. Si aún podía aspirar a salvar algo de entre
todo aquel caos que tanto se había enredado en tan poco tiempo, era poniendo
sus cartas sobre la mesa, sincerándose y mostrando la verdad.
—No me juzgues aún, Constance. No has oído mi historia. Hay muchas
cosas que ignoras.
—Es posible que no quiera saber los detalles, Alfred. —La indignación de
Constance iba en aumento—. Puede que prefiera seguir siendo una mujer
ignorante que puede ser tratada como un ser de inteligencia inferior, mientras
los hombres pensáis que sois más listos, que siempre os va a salir bien la
jugada y que podéis utilizarnos a vuestro antojo, a vuestra conveniencia.
—No se trata de eso —dijo él con voz calmada, haciendo un gesto
conciliador con la mano—, deberías…
—¡No me digas lo que debo o no debo hacer! —Constance dejó salir la
furia acumulada en su interior— ¡Lo primero que has de hacer, Alfred o
como te llames, es aprender a ir con la verdad por delante! Tu vida será más
fácil y al menos las personas que te quieren lo harán por ti y no por la
máscara que llevas puesta. ¿Quién eres de verdad?
Alfred se tragó la humillación y, tras aclarar la voz, consiguió decir:
—Si me dejas, te lo contaré. Te ruego que no me interrumpas. Mi
verdadero nombre es Alfred, y no soy ni tan falso como crees ni tan mal
intencionado. Todos tenemos mucho que aprender. Tú deberías aprender a no
juzgar a la gente tan a la ligera y a escuchar lo que los demás tienen que
decir, Constance. Las cosas no son ni de lejos como tú imaginas.
Mientras Alfred relataba su historia, a tan solo tres manzanas de distancia,
la sangre inundaba la casa y el jardín de los Thornton.

31
Rastro de sangre

El grito desgarró, agudo y doloroso, el aire de las salas de la casa en


medio del silencio nocturno. Lisa, el ama de llaves, fue quien emitió el
pavoroso alarido. Estaba cerrando puertas y ventanas antes de irse a casa tras
una larga jornada laboral cuando se dio cuenta de que la puerta trasera de la
cocina, la que daba al jardín, estaba abierta de par en par. «Qué extraño», se
dijo a sí misma, «juraría haberla cerrado esta tarde después de que Mathew
entrase la leña para la chimenea desde el cobertizo». Fue a la entrada
principal a buscar el manojo de llaves, que ya había colgado, maldiciendo
mentalmente a ese holgazán irresponsable del mozo. Siempre tenía que estar
detrás de él. Cuando entraba en casa para arreglar algo dejaba todo tirado por
cualquier parte. Constantemente le tocaba a ella recoger los enseres que el
muchacho dejaba o mandar a alguna doncella para que lo hiciera en su lugar.
Volvió sobre sus pasos sin prender las luces, no le hacía falta. Conocía la
casa mejor que la suya propia. No en vano llevaba trabajando allí desde que
era casi una niña, recordó. Entonces sir Richard era un joven apuesto y
orgulloso y ella estaba enamorada de él —un amor platónico e irrealizable,
pero amor a fin de cuentas— como cualquier jovencilla en su momento.
Tenía unos ojos azules preciosos. Una sombra planeó sobre el recuerdo de
Lisa cuando pensó en que la muerte de la señora apagó ese maravilloso brillo
celeste de aquellos cautivadores ojos. De joven soñaba con que él se fijase en
ella, le dedicase algo de sus atenciones, qué ilusa era, qué inocente. Por
supuesto, nada parecido había ocurrido. Los jóvenes aristócratas no se casan
con las sirvientas. Él se había enamorado de lady Anne, que era un alma
bendita, pero con la salud de un pajarillo, la pobre. Desde que dio a luz a lady
Faith no había vuelto a levantar cabeza, siempre con aquella expresión
lánguida y aquella forma de andar arrastrando los pies, como si le pesaran
una tonelada. Unos años había durado en este mundo, nada más, antes de irse
y de llevarse consigo la alegría que inundaba la casa. Menos mal que, al
crecer, la señorita Faith había demostrado poseer un carácter heredado del sir
Richard de antaño, nada similar al de su difunta madre. De ella había sacado
esa especie de gracia felina al moverse y una sonrisa luminosa, pero el tesón
y la determinación cuando se empeñaba en algo venían sin duda de su padre.
Lisa sonrió mientras pensaba qué curioso era el asunto de la muerte.
«Todos acabamos en el mismo lugar», reflexionó, sacudiendo la cabeza, «los
ricos y los pobres. La muerte no distingue entre clases sociales, al final todo
el mundo es pasto de los gusanos». Ella no se podía quejar, jamás había
pasado hambre, ni ella ni su familia. Entró al servicio de sir Edward, el padre
de sir Richard, siendo una niña y desde entonces no le había faltado ropa con
la que vestirse ni comida ni vivienda. Conocía a gente que no podía alimentar
a sus hijos y se veía obligada a contemplar cómo se consumían y al final
morían de hambre, famélicos como esqueletos. Ella tenía que trabajar desde
el alba hasta entrada la noche todos los días, pero el esfuerzo había merecido
la pena.
Con un suspiro lleno de filosofía eligió la llave oportuna del gran llavero y
recorrió de vuelta el largo pasillo que llevaba a la parte trasera de la casa,
donde se hallaba la cocina y las habitaciones en las cuales dormía la
servidumbre que trabajaba interna. También era afortunada en ese punto,
pensó, podía permitirse tener una casa propia y vivía con su marido, no tenía
que quedarse allí por las noches. No habían tenido hijos, pero se
desenvolvían con comodidad y contemplaban los años que les quedaban por
delante sin preocuparse por la subsistencia, que no era poco decir.
Llegó hasta la cocina a oscuras y se dispuso a cerrar la puerta del jardín
cuando resbaló. No le había dado tiempo a acercarse a la puerta trasera, aun
se hallaba en la mitad de la habitación, de dimensiones considerables.
Hubiera caído de no ser porque consiguió agarrarse en el último momento a
la mesa que ocupaba el lugar central. A un lado quedaba una pequeña puerta
que daba a un cuarto menor utilizado como despensa. En la casi completa
oscuridad, distinguió una gran mancha en el suelo. Reponiéndose del
sobresalto, se dirigió al interruptor de la luz y lo accionó.
Entonces gritó, antes de tener tiempo ni de pensarlo.
—¡Santo Dios! ¿Qué es esto?
Una enorme mancha roja cubría una buena parte del suelo junto a la
puerta que daba al jardín. Aparecía difuminada allí donde había resbalado.
Sus pies habían dejado un rastro de huellas que llevaba hasta donde se
hallaba de pie, confusa. Una serie de pequeñas gotas partía de la mancha
grande hacia el interior de la casa mientras que la propia mancha se estiraba
hasta la puerta del jardín, como si alguien se hubiera arrastrado sobre la
misma, huyendo hacia el exterior o… o como si hubieran llevado algo pesado
sobre el suelo desde el interior hacia afuera. Lisa tardó unos segundos hasta
darse cuenta de lo que podía ser. Cuando las implicaciones del hallazgo
comenzaron a hacerse evidentes, el miedo atenazó sus sentidos, impidiéndole
hacer nada: las manchas de sangre, la puerta abierta, el reguero de gotas hacia
el interior de la casa… una sensación helada recorrió su espalda. No supo si
salir al jardín, temerosa de lo que pudiera encontrar, pero tampoco podía
entrar en la casa, el rastro de sangre no presagiaba nada bueno. Pensó en dar
la voz de alarma —ni se acordó de que había gritado como una posesa—,
pero por otro lado un fogonazo de serenidad le hizo reconsiderar ese primer
impulso: quizás solo se trataba de algún animal, uno de los perros, de alguna
manera estaba muerto y Mathew lo había arrastrado a la basura dejándolo
todo perdido de sangre. Quizás el chico había sacrificado una gallina para la
comida del día siguiente y había ido a lavarse las manos, sin preocuparse de
por dónde pasaba. Era lo suyo: mancharlo todo y no recoger nada.
Lisa se convenció poco a poco de que se había alarmado como una tonta
sin pensar en la explicación más lógica. «Qué estúpida eres, querida. Te has
puesto histérica por una nadería. Ahora ya sabes lo que te toca: a limpiarlo
todo antes de marcharte».
Una vez más pensó en darle un tirón de orejas a ese despreocupado
cuando le viese al día siguiente. Suspiró y se dirigió a la puerta del jardín.
Cerraría y luego se ocuparía de limpiar aquel desastre, iba a tener que
restregar de lo lindo, sí señor. Sin embargo, su yo sensato le proporcionó un
pensamiento fugaz como una centella. Se detuvo un momento y abrió un
cajón, aquel donde se guardaban los cuchillos. Cogió el más grande y
contempló el brillo que desprendía la enorme hoja bajo la luz de la lámpara
del techo y el filo amenazador durante unos breves instantes.
—No perjudica a nadie ser precavida, ¿verdad? —dijo en voz alta para
darse ánimos mientras abría la puerta del jardín.
32
Atando cabos sueltos

Constance se había serenado un poco durante el relato de Alfred. Él le


había contado la historia que justificaba su presencia cerca de Faith, y
también se había sincerado acerca de los sentimientos que habían surgido
entre ambos.
—Permíteme interrumpirte, Alfred —dijo ella, acompañado su frase con
un gesto de la mano, mientras él seguía hilvanando su historia con la mirada
baja—, pero no puedo por menos de decirte lo que pienso ahora mismo: yo
diría que has escogido el peor de los caminos para llegar hasta Faith. Dudo
mucho que ella se tome a bien la verdad sobre todo este asunto, porque se la
vas a explicar ¿no es así?
—Por supuesto —aseveró Alfred, era obvio que la idea de vigilar a Faith
no había sido suya. Él era un subordinado y cumplía órdenes, para eso le
pagaban—. Fueron mis superiores los que pensaron que yo podría llevar a
cabo esta investigación y de esta manera. Las cosas no han salido como
estaba previsto, pero ahora lamento de veras todo lo ocurrido, no entiendo
cómo he podido actuar así por mucho que me deba a mi profesión. Yo no soy
de ese tipo de persona, Constance. Debes creerme. Además, estoy
absolutamente convencido de la inocencia de Faith.
—¡Por supuesto que es inocente! ¿Quién podría suponer que una dama
perteneciente a la nobleza británica es una asesina sangrienta y despiadada?
Alfred no pudo evitar pensar cuán ingenua era Constance. «El hábito no
hace al monje, querida», pensó. Ella lo veía todo de color de rosa, había
nacido y crecido en el seno de una familia adinerada, lejos de la cruda
realidad. De esa realidad que, día a día, llevaba a las personas a acabar con la
vida de otros seres humanos, a veces por el motivo más nimio. «La naturaleza
humana es muy miserable, mi estimada señorita», pensó no sin cierto
sarcasmo, «solo que tú no lo sabes. Mejor para ti, claro».

—Te sorprendería saber lo que la gente es capaz de hacer, mi querida


Constance. Y la clase social no tiene nada que ver en ello.
—Créeme, hay maneras más sutiles de deshacerse del servicio doméstico,
aun suponiendo que esa hubiera sido la intención de Faith, lo cual no era
cierto. Ella apreciaba muchísimo a Daisy, por encima de su relación señora-
sirvienta. No es la típica aristócrata que mira por encima del hombro a las
personas de clase más humilde. A estas alturas, ya deberías saberlo, supongo
—«Touché», pensó Alfred, Constance tenía razón y él lo sabía—. Para Faith,
la experiencia fue tremendamente traumática. Entre eso y lo de la sesión de
espiritismo, llegué a pensar que la perderíamos…
Alfred no pudo reprimir la expresión de sorpresa que asomó a su rostro.
—¿La sesión de espiritismo?¿De qué estás hablando? En el informe
policial no se menciona nada de ninguna sesión de espiritismo. ¿Acaso Faith
practicaba algún tipo de ritual o estaba relacionada con algún tipo de grupo…
o secta? Eso es una información muy relevante, Constance. Ocultarla puede
ser considerado como…
—¡Oh, Alfred, por Dios! Aquello no tiene nada que ver con el asesinato
de esa chica —Constance dudó, no sabía si debía sincerarse con Alfred y
explicarle lo que había estado pensado los últimos días. Quizás él también la
tacharía de loca. Ahora se ponía a hablar de cultos, sectas… nada parecido
con lo que realmente había ocurrido—. Tan solo fue un juego entre jóvenes
aburridos. Contratamos una médium y nos reunimos unos amigos para pasar
una velada. Algo así como una aventura misteriosa. Faith no quería venir.
Tuve que convencerla para que me acompañara e hiciera de carabina. Ni ella
ni yo creemos en esas cosas. Yo únicamente pretendía buscar una
oportunidad para acercarme a… a Percy. Ahora que lo pienso me doy cuenta
de lo estúpida que he sido.
La cabeza de Alfred giraba y giraba. Algo le decía que estaba a punto de
recibir una información muy valiosa. Una información que había estado
delante de sus narices todo ese tiempo y que, sin embargo, no había podido
ver. ¿Por qué nadie había mencionado antes nada acerca de aquel suceso?
¿No habían estado todos allí presentes? Algo se le escapaba, tenía la
sensación de que las piezas se acercaban a su lugar, de que con un poco de
calma podría atar el cabo suelto, pero…
—Hay algo más ¿verdad? Tan solo fue un juego, pero ahí no acaba todo.
Eso es lo que ibas a decirme.
—No… bueno, sí. En realidad, ocurrió algo que nadie había previsto. Te
voy a confesar algo que me tiene preocupada, algo que llevo pensando ya
desde un tiempo atrás y que esta tarde he visto confirmado, o al menos eso
creo. Ya no estoy tan convencida después de todo lo que ha ocurrido en las
últimas horas. Hubo un accidente. Alguien murió de un modo muy, muy
extraño. No lo creerías.
Alfred se sentía tan tenso que estaba a punto de saltar como un resorte.
—¡Constance, no puedo creer que hayas omitido información relevante a
la policía! ¿no te das cuenta de que eso es casi como ser cómplice del
asesinato de la sirvienta? Eso si no me estás hablando de otro más. ¿Has
perdido el juicio?
Constance le detuvo, enérgica.
—Ahora me vas a escuchar tú, Alfred. Cuando termine podrás juzgar si he
cometido un delito o no, aunque yo pienso que no. Seguramente me tacharás
de loca pero no quiero que me interrumpas mientras te explico la historia, mis
sospechas y mis motivos para tenerlas. Yo tampoco le había dado mayor
importancia al asunto, pero hace poco las conexiones de toda esta locura
empezaron a hacerse evidentes y… ni yo misma creo que todo esto sea real y
pueda estar pasando, pero debes escucharme con atención y sin prejuicios.
Puede que aún podamos salvar una vida. La de Faith.
Él no podía creer la dirección que estaba tomando toda la historia, pero
accedió. Tampoco tenía mucho más que perder en aquel asunto.
—Adelante, pues. Te prometo que no interrumpiré.
Ella tomó aire antes de empezar. Una gran bocanada de aire, como si la
historia fuese a prolongarse un buen rato.
—Yo pensaba que la médium en cuestión no era más que una estafadora,
una actriz como las que leen el futuro en la palma de la mano cuando una va
a la feria, ya sabes a lo que me refiero. Sin embargo, al parecer sí que se
trataba de una médium y que poseía verdaderos poderes. La situación se
descontroló, todo comenzó a volar por los aires y nos quedamos allí
encerrados durante apenas un minuto. Espeluznante. No te rías, si lo hubieras
presenciado me darías la razón. Las puertas se trabaron y no podíamos salir
de allí. No éramos un puñado de mujercitas, también había hombres, hombres
fuertes que no pudieron abrir las puertas ni a patadas. Yo tampoco le habría
dado credibilidad de no haber estado presente, sin embargo…
—Sin embargo ¿qué? Constance, lo que me estás diciendo puede ser la
pista que nos falta en este caso ¿qué ocurrió en esa reunión?
—Te juro que lo que voy a contarte es cierto, Alfred. No lo tomes a la
ligera. En aquella habitación había alguien más, quiero decir una presencia,
un espíritu o como quieras llamarlo. Fueron apenas unos segundos, pero yo
también lo sentí. Las cosas dejaron de volar por los aires de súbito y al final
hubo un terrible accidente. La médium… ella… resultó herida por uno de los
objetos que salieron volando y murió. Allí, delante de nuestros ojos.
—¿Murió? ¿Me estás diciendo que una persona murió y a ninguno se le
ha ocurrido mencionar nada durante todos estos meses? ¿Estáis todos locos?
¿Qué clase de derechos creéis que poseéis solo porque vuestras familias
posean dinero? ¡Nadie se encuentra fuera de la ley!
Constance le miró con una mezcla de arrepentimiento y aversión por la
ofensa.
—El que se está comportando como un idiota eres tú, Alfred. Por supuesto
que la policía tuvo conocimiento sobre el caso. Ya investigaron sobre ello,
suponía que no lo ignorabas. Tú deberías estar más o menos al tanto, al fin y
al cabo aunque no fuera asunto tuyo trabajas en la comisaría y supongo que
una muerte tan… pintoresca, por ponerle un epíteto, suscitaría un sinfín de
comentarios entre tus compañeros ¿me equivoco? Además, no hemos
mencionado nada porque aquello supuso una dura experiencia para todos.
Especialmente para Faith.
Alfred no daba crédito a lo que estaba escuchando. Estuvo tentado de
pellizcarse para asegurarse de que todo no era más que un estúpido sueño. Se
encontraban allí, en medio de la calle, hablando de sesiones con médiums, de
espiritismo y de muertes como si se tratase de una tertulia delante de una taza
de té. Aquello era, como mínimo, motivo de ingreso en una institución para
enfermos mentales. Pero no quería perderse, deseaba saber adónde le quería
llevar Constance.
—¿Por qué, Constance? ¿Por qué para Faith? Te ruego que acabes con la
historia de una vez.
—Después de aquello, Faith permaneció enferma durante mucho tiempo.
Ella estaba junto a Therese, la médium, cuando esta expiró su último aliento.
Dijo algo horrible, premonitorio. Algo que impresionó a Faith sobremanera.
De hecho, se quedó allí, al lado de la muerta, como una estatua, hasta que
Percy y James se acercaron y la obligaron a retirarse. Estaba ida, como si no
supiese ni dónde se encontraba ¿sabes?
Se detuvo unos momentos, como si su mente se negara a revivir la
experiencia. Alfred pensó que estaba esperando a que él contestase algo, pero
no había nada que añadir. Estaba consternado. Vislumbraba el fin del relato
de Constance, y su mente se negaba a seguir esa dirección, lo que estaba
escuchando era sencillamente imposible. Creer en espíritus le era algo ajeno.
Mucha gente creía en ellos, incluso los veneraban. En muchas culturas
antiguas lo hacían, les dedicaban sacrificios, pero… esto no era ningún
cuento. Una cosa era creer en el mundo de lo paranormal, y otra muy
diferente… Creyó que Constance no iba a seguir. La animó a acabar con
aquel sinsentido.
—¡Adelante, no te detengas!
Ella clavó sus ojos verdes en él. Su mirada era vidriosa, impersonal.
—Dijo algo así como que «él» había vuelto. Faith refirió algo acerca de
Jack, pero no le dimos importancia. En aquel momento estábamos tan
alterados que cualquier cosa nos hubiera parecido normal.
Así que se trataba de eso. Ya lo había supuesto. Alfred se sentía
confundido. Por un lado, su parte racional sabía que lo que acababa de oír no
podía ser posible. Simplemente, esas cosas no ocurren en la realidad. Por
otro, repasó mentalmente los detalles de los asesinatos, el modus operandi del
asesino… alguien en comisaría había hecho referencia, de pasada, que el
criminal estaba copiando los métodos usados por el célebre Destripador,
quien por otra parte había cesado en su «actividades» de forma repentina y la
policía no había llegado a solucionar el caso, la identidad del famoso Jack
había quedado oculta. Después de dos años de sanguinarios crímenes, de las
cartas remitidas a Scotland Yard, de las numerosas detenciones que se habían
efectuado, la policía no había logrado ni siquiera acercarse a la identidad del
misterioso criminal. No habían podido probar nada para inculpar a ninguno
de los detenidos. Incluso uno de ellos se había suicidado, un tal Montague
John Druitt, pero el caso no había llegado a esclarecerse. Se habían
formulado numerosas hipótesis acerca de sus habilidades como carnicero,
acerca del tipo de persona que podía ser e incluso acerca de si había muerto o
sufrido algún accidente. Pero esto superaba el límite de lo creíble.
—¡Dios mío, Constance! Hemos de volver a la comisaría ahora mismo. Y
luego iremos a casa de Faith. Creo que ya entiendo lo que me quieres decir.
Lo que ignoro es cómo vamos a convencer a nadie de que eso está ocurriendo
en la realidad. En condiciones normales, diría que yo mismo me he vuelto
loco, pero ahora mismo las circunstancias son cualquier cosa menos
normales. ¡Vamos!
Constance no hizo ademán de moverse ni un milímetro. —¡Venga! ¿Por
qué te quedas ahí parada?
—No es una suposición, Alfred. Yo lo he visto. Esta tarde, en casa de
Faith. Le he visto a «él». Le he oído hablar a través de los labios de Faith. He
sentido su fuerza. Las cosas han ido muy lejos ya. Si esperamos más tiempo,
Faith sucumbirá y él se hará con el control absoluto de su persona. No vamos
a ir a la comisaría, Alfred. No vamos a convencer a nadie de que nuestra
historia es cierta. Vamos a ir a casa de Faith, ahora mismo. Ignoro cómo
podemos ayudarla, pero hemos de hacerlo. Somos los únicos que sabemos la
verdad y no hay ni un minuto que perder.
Entonces tiró de la manga de la chaqueta de Alfred y ambos echaron a
correr por las calles como alma que lleva el diablo.

33
La cocina de los Thornton

Sir Richard Thornton se encontraba repantingado en su sillón predilecto,


fumando su pipa y leyendo el Times de ese día. Nada le proporcionaba más
placer que tomarse un descanso a última hora, antes de ir a la cama, fumando
y leyendo. Le hacía sentir una tranquilidad que sus ocupaciones diarias no le
permitían. Cuando su esposa vivía solían charlar sobre cualquier cosa. Si el
tiempo lo permitía salían a dar un paseo, dejando a la pequeña Faith en
manos de Lisa, quien se encargaba de llevarla a la cama. Qué tiempos
aquellos, pensaba mientras aspiraba el humo con delectación. Era una lástima
no poder dar marcha atrás al reloj aunque solo fuese un ratito para volver a
estar junto a su Anne, preguntarle qué tal había ido el día y escucharla,
simplemente eso, mientras ella desgranaba la rutina del día con su voz alegre
y despreocupada…
Sin embargo, esa noche algo le impedía relajarse y disfrutar del tabaco y
de la prensa. Sir Richard, a pesar de su carácter un tanto brusco, era un
hombre sensible, receptivo a las emociones ajenas. El asunto de Constance
con su hija había conseguido crisparle. Primero había sido la propia
Constance, cuando habló con ella por la tarde, la que le había dejado en
ascuas con su actitud. Si a eso le sumaba el largo tiempo que Faith llevaba
delicada de salud y el episodio relatado por Perkins, el panorama se le
desdibujaba por momentos. Bajo el techo de su casa se estaba cociendo algo
a sus espaldas, y eso era algo que de ningún modo podía permitir. No dejaría
pasar ni un día más, ni uno, sin enterarse de qué era lo que ocurría allí y qué
se traían las dos entre manos. Reuniría a ambas y les sacaría la verdad por las
buenas o por las malas. Cuando le echaban un pulso de voluntades, rara vez
lo perdía, siempre había sido de esa manera desde que tenía memoria. Salirse
con la suya era una prerrogativa, por encima de los intereses de los demás.

El grito de Lisa le hizo dar un respingo en el sillón. El ama de llaves era


una mujer severa y estricta, enemiga de cualquier tipo de algarabía, cuando
menos de ponerse a gritar a esas horas. Algo terrible debía haber sucedido
para que lo hiciera, pensó sir Richard. Dejó el periódico y posó la pipa sobre
el velador que se hallaba junto al sillón y salió precipitadamente de la
biblioteca, sin pensar que ni siquiera sabía de dónde había partido el grito.
Tampoco tardó mucho en descubrirlo. Perkins, el mayordomo, pasó delante
de él como una exhalación en dirección a la cocina.
—¿Qué ocurre, Perkins?¿Qué es este alboroto a estas horas? —inquirió,
pero el interpelado ni siquiera volvió la cabeza para responder.
—Créame, señor, no tengo ni la más lejana idea. El grito parece que
proviene de la cocina y la que ha gritado ha sido Lisa. Eso es todo lo que
puedo decirle.
Sir Richard le siguió, pensando en lo gracioso que se veía a Perkins, tan
estirado y remilgado como era, con los faldones de la bata —ya se había
retirado a su habitación— revoloteando por el pasillo al ritmo de sus
zancadas. Cuando ambos llegaron al umbral de la puerta de la cocina, la
silueta del ama de llaves se recortaba contra el perfil de la puerta del jardín
abierta. Ella no se giró, absorta como estaba en lo que contemplaba, mirando
al suelo. «Que me aspen», pensó sir Richard, «pero esa mujer parece
embobada, ni siquiera nos ha oído entrar en la cocina como una tromba».
—Lisa, ¿qué…? —Perkins se quedó con la pregunta colgada en los labios
cuando sus ojos encontraron la mancha en el suelo. Ya estaba tomando un
color pardo oscuro según se oxidaba el hierro de la hemoglobina, y una
textura irregular a medida que se coagulaba.
Lisa pareció volver a la realidad al escuchar la voz a sus espaldas. Se volvió,
blanca como el papel, y los miró como si se encontraran a millas de distancia,
sin aparentar reconocerlos. Su vista volvió al suelo del exterior de la puerta y
de nuevo hacia ellos, pero ninguna palabra salió de su garganta.

Sir Richard y Perkins avanzaron unos pasos, indecisos por lo que iban a
encontrar, bordeando la mancha al intuir de qué se podía tratar. Una mancha
parda en medio de la cocina y el ama de llaves descompuesta no presagiaban
nada bueno. En ese momento sir Richard tuvo la certeza de que aquel
pequeño charco que se solidificaba en el suelo de la cocina de su casa era
sangre. ¿Cómo podía ser que hubiera un charco de sangre en su casa?
Comenzó a sentir escalofríos. Perkins y él habían salido corriendo al escuchar
al ama de llaves pensando solo en socorrerla, quizás había tenido algún
percance y necesitaba ayuda. En ningún momento se le había pasado por la
cabeza algo de esa dimensión. Intentó tranquilizarse. A veces las apariencias
le engañaban a uno. Después de todo, no se hallaban en medio de la calle,
sino en su casa, en su hogar, por todos los santos. Aunque la noche ya era
cerrada, la iluminación de la bombilla les proporcionaba una cierta seguridad,
como si el hecho de estar bajo una luz supusiera algún tipo de protección.
Fue Perkins el primero en llegar a la puerta. Lisa se apartó un poco y él se
asomó por el hueco que ella había dejado. Se llevó la mano a la boca, que se
había abierto de un modo involuntario. Dos segundos después, se inclinó y
vomitó todo lo que tenía en el estómago. Le pareció que era incapaz de
detener la vomitona, pero lo hizo cuando la voz de sir Richard sonó a sus
espaldas, menos firme que de costumbre.
—¡Apártense y déjenme ver, por lo que más quieran! —Cuando se asomó
al jardín, se arrepintió de haber pronunciado las últimas palabras—. ¡Dios
mío!¿Qué es esto? ¡Que el Señor nos asista! —exclamó, sintiendo que lo que
había cenado también pugnaba por abandonar su estómago. Sin embargo,
logró contenerse. Perder los estribos no era propio de un caballero inglés.
En el transcurso de los siguientes segundos, el tiempo pareció detenerse,
capturando a los tres frente a la dantesca escena, como si alguien los hubiera
pintado en un cuadro.
Ninguno de ellos reconoció, en aquella masa sanguinolenta y destrozada
que tenían delante, al desgraciado Percy de LaRue.

34
En comisaría

—Y dice usted —El inspector Higgs contemplaba, con cierta ironía, a


aquella chocante mujer que había pasado literalmente por encima del agente
Williams exigiendo hablar con él—, señora…
—Tilton, inspector. Señorita —dijo remarcando su condición—. Leonora
Tilton.
«Toda dignidad, de la cabeza a los pies». El pensamiento revoloteó por la
mente del inspector mientras sonreía para sus adentros. La menuda dama se
desenvolvía y se expresaba como si de una condesa se tratase, en lugar de una
simple sirvienta jubilada, pues eso era según la breve explicación que
Williams le había dado. Se había sentado en la silla frente a su mesa con una
pomposidad que nada tenía que envidiar a la de las verdaderas damas. A
Higgs le pareció muy divertido pensar en cómo resultaría tener en el servicio
de la casa una persona así, tan «distinguida».
—Sí, perdone. Dice usted que se dedica a leer el futuro, a elaborar cartas
astrales y todo eso, ¿me equivoco?
—Por completo, señor mío. —Leonora no se dio por aludida ni se mostró
ofendida en ningún momento—. Soy médium, inspector. Supongo que
alguien de su inteligencia —El inspector enarcó las cejas. «¡Toma estocada!»,
pensó, captando cómo ella le había devuelto el golpe— sabe perfectamente a
lo que se dedica alguien de mi profesión. Contacto con almas perdidas,
espíritus, como suelen ustedes llamarlos. Yo prefiero decir que son el eco de
personas que han muerto dejando alguna cuenta pendiente en este mundo.
Puede que le cueste creerlo, pero hay personas que poseen una sensibilidad
especial para captar ese otro plano de la realidad. Olvídese por un momento
de su racionalidad a ultranza y escuche lo que voy a decirle. La vida de
muchas personas, algunas de ellas importantes, peligra en estos momentos.
Supongo que el joven que me atendió ya le habrá explicado que no he venido
solo por mis cualidades especiales, sino porque conozco ciertos datos acerca
del caso del asesinato de la doncella de los Thornton que les resultarán de
vital importancia… suponiendo que me concedan algo de credibilidad, quiero
decir. En su momento estuve incluida en el servicio doméstico en esa casa, en
vida de sir Edward, el padre de sir Richard, y también lo hice bajo las órdenes
del mismo sir Richard, hasta que me retiré, hace ya bastantes años.
El inspector Higgs se sintió tentado de mandar a aquella mujer a hacer
puñetas. «Señora, tengo cosas más interesantes que hacer a estas horas que
escuchar relatos paranormales de boca de una mujercilla estrambótica. Si me
perdona… ». A punto estaba de soltar la retahíla con la mayor paciencia de
que disponía cuando, sin esperar su respuesta, ella le atajó con una
tranquilidad pasmosa.
—Sé que están investigando sobre el terrible asesinato de esas muchachas.
Sé que sospechan de la hija de sir Richard Thornton. Sé que tienen un agente
vigilándola de cerca. Y también sé que de nada servirá todo eso si no acuden
esta misma noche a la casa de los Thornton.
Higgs se quedó mudo. ¿Cómo podía saber ella datos que no habían sido
revelados a la prensa? Su olfato de policía se activó. No solo sabía
demasiado, sino que había dicho que había estado relacionada con los
Thornton, aunque fuese en tiempos pretéritos. Demasiadas conexiones para
ser una coincidencia. Higgs decidió esperar. Puede que la vieja cacatúa sí que
tuviese algo interesante que añadir.
—Y dígame, señorita Tilton. —El inspector intentó aparentar una
neutralidad que se había ido al garete con las afirmaciones de esa mujer. La
cosa cobraba interés a pasos agigantados. Lo que hace un momento no pasaba
de ser una anécdota de su trabajo en la comisaría se había transformado en
menos de un segundo en una fidedigna y sorprendente fuente de datos—.
¿Cómo sabe usted todo eso?
—Me lo ha dicho él.
—¿Él? ¿Quién es él? ¿Alguno de sus espíritus? —el sarcasmo le salió de
forma involuntaria. Se arrepintió de inmediato. Podía espantar a la presa si
hería su dignidad.
—No bromee sobre lo que desconoce, inspector —sermoneó ella—. Me lo
ha dicho el propio asesino. Tiene una cuenta pendiente con sir Richard. Por
eso ha vuelto. Para tomarse la revancha.
—¿Me está diciendo que conoce la identidad del asesino y que no ha
acudido a la policía en estos meses?¿Es usted consciente de que eso la
convierte prácticamente en cómplice de asesinato, señora Tilton?
Leonora esbozó una ligera sonrisa, sin inmutarse por la amenaza velada
que acababa de escuchar.
—Dudo mucho, inspector Higgs, que incluso después de que le explique
mi historia pueda usted acusarme de nada. Ni siquiera le da crédito a lo que le
estoy diciendo…
El inspector se puso en pie y cerró la puerta de su despacho. Quizás la
adivina o lo que fuese sí que estuviese hablando en serio. Bajo aquella
apariencia de vieja loca se intuía una persona muy consciente de lo que se
traía entre manos. Sojuzgar a las personas constituía un terrible error para un
policía, y Higgs no era ningún estúpido. No iba a dejar volar al pájaro hasta
que hubiese largado todo lo que tuviese que decir, aunque al final resultase
un fiasco. Volvió a ocupar su lugar frente a la mesa y abrió su bloc de notas.
—Muy bien, señorita Tilton, soy todo oídos. Empecemos por el principio,
si le parece. ¿Cuál es el nombre del asesino?
—Oh, pensé que ya lo habían supuesto por su forma de… actuar. El
asesino es Jack. Jack el Destripador, quiero decir.
El lápiz volvió a caer sobre la mesa. La situación adquiría unos tintes que
rozaban la irrealidad, y eso era intolerable para el inspector Higgs.
—Mire, señorita Tilton, vamos a dejarnos de estupideces. Jack el
Destripador murió, o desapareció, nadie lo sabe con certeza, hace bastantes
años. A estas alturas sería, casi con toda probabilidad, un hombre de
avanzada edad, prácticamente un anciano. Difícilmente podría ir por ahí
asesinando a nadie, incluso en el caso de que siguiera con vida.
—Inspector —terció ella—, no ha escuchado ni una palabra de todo lo que
le he contado. Jack el Destripador murió, eso se lo puedo asegurar yo. ¿Ha
olvidado mi profesión?
Para Higgs todo aquello le había llevado a un escenario más propio de una
comedia que de la vida real. El aire fantástico de la historia que escuchaba le
estaba sacando de sus casillas. Aquella mujer debería estar encerrada en una
institución para enfermos mentales. No se la veía violenta, pero…
—¿Me está diciendo que el espíritu de Jack el Destripador anda por ahí de
nuevo matando gente? No puedo creer que esté aquí sentado escuchando
esto.
—En realidad ha acertado usted bastante, inspector. Él es quien está detrás
de todo esto, pero no es suya la mano que sostiene el cuchillo, sino que se
vale de alguien vivo, claro está.
«¿Sigo el juego?¿Dónde nos va a conducir esto?». El escepticismo de
Higgs se estaba haciendo cargo de la situación por momentos.
—¿Por qué? ¿Por qué ha vuelto, según usted?
—Para eso no necesito la videncia, inspector. Se lo puedo decir porque yo
estaba presente aquella noche. Ha vuelto para vengarse.
El giro de los acontecimientos era tan rápido que el inspector sintió que
una especie de vértigo le sacudía. El asunto estaba tomando un cariz
inesperado. ¿Había estado presente? Esa mujer decía haber sido testigo ocular
de algo siniestro. Y oscuro. Su instinto le gritaba que estaba a punto de
averiguar algo que había traído de cabeza a la policía durante mucho, mucho
tiempo.
—Vengarse… ¿de quién?
Algo terrorífico, espeluznante, parecía brotar de la garganta de Leonora
Tilton cuando afirmó:
—De sir Richard Thornton, claro está.
35
La cruda realidad

El pánico, mezclado con la terrible impresión sufrida, se apoderó de los


tres espectadores que permanecían asomados a la puerta del jardín de los
Thornton. Ninguno se atrevía a romper el silencio. Solo miraban los despojos
humanos que salpicaban el césped a sus pies, como si estuviesen
contemplando una anomalía en el paisaje, algo que no debería estar allí.
Sir Richard dirigía, de forma alternativa, su mirada del guiñapo sangriento
que yacía delante de ellos, al cuchillo que Lisa sostenía en sus manos. A
punto estuvo de desarmar a la temblorosa ama de llaves, aun cuando se
resistía a creerla capaz de semejante barbaridad. Tardó unos instantes en
darse cuenta de que la hoja del enorme cuchillo estaba limpia. Durante una
fracción de segundo, un pensamiento descabellado había recorrido su
aturdida mente.
—Por el amor de Dios, Lisa, ¿qué está haciendo usted con eso en la
mano? —con dificultad, las palabras iban acudiendo a sus labios, aunque su
rostro había empalidecido, igual que los de sus contertulios. El que tenía peor
aspecto era Perkins; cuanto más miraba «aquello», menos lo digería su
mente. Semejante cuadro no podía estar pintado allí, en el jardín de la casa. A
pesar de haber vaciado hasta la última gota del contenido de su estómago, las
arcadas se empeñaban en volver una y otra vez.
Ella miró el cuchillo con expresión desconcertada, como si lo viera por
vez primera.
—Yo… yo… vi una mancha en el suelo y me di cuenta de que era sangre.
Como la puerta estaba abierta, pues…
Sir Richard se recompuso un poco al percatarse de que tanto el ama de
llaves como el mayordomo, que aún estaba inclinado intentando sacar de su
estómago lo que ya no había, estaban tan desconcertados como horrorizados.
Paralizados por el miedo. Entonces se impuso su parte resolutiva. En
ocasiones como esa era cuando el verdadero Richard salía a la luz.
—Perkins, envíe a alguien a avisar a la policía. —Ante la mirada perdida
del mayordomo, sir Richard recuperó su habitual energía—. ¡Dese prisa, hay
un cadáver destripado en el jardín!
El mayordomo se dispuso a acatar la orden, y ya estaba en el quicio de la
puerta de la cocina, cuando una idea se deslizó en su mente. Se giró, pálido
como la luna llena, con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Sir Richard, señor…
—¿Qué ocurre, Perkins? ¿Qué hace ahí parado en lugar de cumplir lo que
le he dicho?
—Es solo un detalle, señor. Es por algo que ha dicho Lisa hace un
momento.
Sir Richard enarcó las cejas. ¿A qué se refería aquel hombre? Debía estar
delirando a causa de la impresión.
—No le comprendo, Perkins, Explíquese mejor.
—Bueno, es porque ella ha dicho que… que vio la mancha de sangre en el
suelo de la cocina, que la puerta del jardín estaba abierta, y que por ese
motivo había tomado un cuchillo, para defenderse ¿no es así?
Lisa asintió. No sabía dónde quería llegar el mayordomo. Siempre había
sido un hombre más bien parco en palabras, pero ese no era el momento de
andarse con acertijos.
—Cogí el cuchillo sin pensar, la verdad. No tenía intención de utilizarlo,
ni mucho menos. Como comprenderán, yo solo…
Sir Richard vio con claridad lo que Perkins tenía en mente. Una sensación
de vacío se apoderó de su estómago. Y no era hambre.
—¡Dios mío, Perkins, tiene usted razón! La mancha está dentro de la cocina.
Eso quiere decir una de estas dos cosas: o el crimen se cometió aquí mismo,
o… o…
Lisa se tapó la boca cuando cayó en la cuenta.
—O el asesino ha entrado en la casa después de… ¡Oh, Señor! ¿Qué
vamos a hacer ahora?
La indecisión duró apenas un par de segundos. Sir Richard se abalanzó
sobre la puerta que conducía al interior de la casa, apartando a Perkins.
—¡No se separen de mí! ¡Vamos!
Los tres dirigieron sus pasos hacia la sala de lectura. Lo mismo Perkins
que Lisa caminaban detrás de su señor, como si él pudiera protegerles de
todos los peligros existentes en el mundo. La comitiva avanzó despacio, con
cautela, atentos a cualquier sonido o movimiento que pudiera indicar que
alguien acechaba en algún recoveco, en alguna habitación oscura. El silencio
era absoluto, ni siquiera el sonido de sus pasos, amortiguado por la alfombra
del pasillo, rompía la quietud de la casa.
Por fin llegaron a su objetivo. Sir Richard abrió una vitrina y extrajo un
objeto que hacía años que no usaba. Ni siquiera recordaba que lo guardaba
allí, pero al ser consciente del peligro que les amenazaba, fue lo primero que
le vino al pensamiento. Cuando Lisa y Perkins lo vieron con la enorme
escopeta de caza en las manos, enmudecieron de la sorpresa. Hacía muchos
años que el señor había acudido a una cacería por última vez, poco antes de la
muerte de lady Anne. Desde entonces el arma solo había abandonado su lugar
para ser limpiada. La imagen de aquel hombre con su imponente mostacho y
la escopeta en las manos era a la vez inquietante y tranquilizadora. Ambos se
sintieron mejor sabiéndose protegidos por un arma de fuego.
Sir Richard introdujo un par de cartuchos en la recámara y cerró de nuevo
el arma con un chasquido. El eco resonó en el ambiente oscuro y pesado de la
habitación.
—Y ahora, vamos a despertar a la servidumbre, a los que permanezcan en
la casa. Hemos de registrarla de arriba abajo. No ha de quedar un rincón sin
que… —La expresión de alarma que adquirió su rostro inquietó a los otros—.
¡Faith! ¡Subamos a su habitación! ¡Ahora mismo!
Sin pensarlo, echó a correr hacia las escaleras y se lanzó hacia arriba,
saltando los peldaños de dos en dos, a pesar de su edad y de su falta de
ejercicio, seguido por Lisa. Perkins se dispuso, tal y como sir Richard había
ordenado unos momentos antes, a despertar a Mathew, que dormía en un
pequeño cuarto en la parte trasera de la casa. Tomó el atizador de la chimenea
y, en lugar de subir por la escalera, siguió por el pasillo hasta la parte
posterior de la mansión, un poco más allá de la cocina. En un ala algo
apartada era donde se hallaban los dormitorios del personal de servicio. Su
corazón palpitaba con tal fuerza que pensó que cualquiera podía oírlo. Llegó
a la altura de la puerta de la cocina y lanzó un vistazo de reojo, pues la luz
permanecía encendida. Seguía vacía, tal y como la habían dejado unos
minutos antes. Pasó de largo hasta el final del corredor, que giraba hacia la
izquierda. Accionó el pulsador, pero la luz de las lámparas de las paredes no
se encendió.
Maldijo para sus adentros. La habitación de Mathew no se hallaba lejos,
era la segunda puerta a la izquierda, de manera que la claridad proveniente de
la cocina aún le podía llevar hasta allí sin problemas. Asió el atizador con
fuerza. Temblaba de la cabeza a los pies. Estuvo tentado de volver atrás con
los otros, pero un pequeño diablillo en su conciencia susurró: «¿tan gallina
eres que no puedes dar un par de pasos hasta la puerta de la habitación? Mira
tu amo, él no lo dudaría ni un segundo. Para algo has cogido ese atizador, rata
cobarde». El pensamiento le infundió una pequeña dosis de valor.
Tomó aire y se internó entre las sombras.

36
Alfred y Constance

Alfred y Constance volaban casi literalmente por las calles. Ella se


levantaba las faldas un poco para evitar pisarlas mientras avanzaba lo más
rápido que sus botines le permitían. El aire azotaba de nuevo las
prácticamente desiertas calles de Londres.
—¡Vamos, Constance, apresúrate! ¡Cada minuto que nos demoramos
puede ser crucial!
—¡No puedo correr más! —respondió ella, casi sin resuello—. No estoy
acostumbrada a correr, me falta la respiración. ¡Y los pies me están matando!
Esta tarde, sin ir más lejos, le estaba contando a Faith una historia de
fantasmas cuando vi, o creí ver al fantasma en cuestión. Ahora me veo
arrastrada como una vulgar ladrona para volver a hacerlo delante de su padre,
y lo peor es que el que me arrastra es un policía que va por ahí con su
personalidad oculta hasta para la mujer que ama. —Se detuvo un segundo
para recuperar el aire que no quería entrar en sus pulmones—. No sé cuál de
ambas cosas me resulta más inverosímil, la verdad. Alfred Hedges, no sé
cómo has podido convencerme para que te acompañe en este delirio.
Alfred volvió unos pasos atrás para agarrar a Constance del brazo y tiró de
ella para ayudarla.
—Si estoy equivocado, querida, seré yo y nadie más quien cargue con
toda la responsabilidad. A los ojos de todo el mundo, tú no eres más que una
jovencita engañada por un desquiciado agente de policía. —Alfred remarcó
con ironía la palabra «desquiciado», como si quisiera echar en cara a
Constance todos los reproches que le había hecho por ocultar su verdadera
identidad y sus propósitos, teniendo en cuenta que la primera que se había
lanzado a la locura había sido ella misma.
Tras recorrer cuatro manzanas se encontraron frente a las casa de los
Thornton. Constance se apoyó en una esquina y Alfred se detuvo junto a ella.
Después de la carrera, no se le veía buen aspecto. La joven parecía a punto de
desplomarse en ese mismo instante. «Resuella como un caballo», pensó
Alfred, sonriendo para sus adentros. «Es curioso como las situaciones
extremas igualan a todas las personas. Los ricos sudan igual que los pobres,
desfallecen de la misma manera. La naturaleza es sabia». Esperó unos
momentos mientras Constance se recomponía. Con la mano sobre el pecho,
su respiración se fue acomodando a un ritmo más regular. Cuando pudo
articular palabra, asió a Alfred por la manga de la chaqueta y espetó:
—¿A qué estamos esperando?
Cruzaron la calle y, en el momento de tirar del cordel que hacía sonar la
campanilla dentro de la casa, Alfred empujó la puerta de la cancela.
—Ni te molestes, está abierta.
—¡Qué raro que Perkins deje abierta la puerta por la noches! No te
imaginas lo puntilloso que es ese hombre. No es propio de él olvidar este tipo
de detalles. Entremos. Tocaremos directamente en la puerta de la casa.
Poco podían imaginar que no mucho tiempo antes Percy había tenido la
misma idea que ellos, ni que sus restos de hallaban en su mayor parte
desparramados por cierta zona del jardín. A Constance y Alfred se les venía
encima una noche que jamás olvidarían en su vida, pero ellos no lo sabían.
Alfred tenía razón en una cosa: la naturaleza es sabia, las sorpresas cada una
en su momento.
Atravesaron el jardín y llamaron a la puerta con los nudillos, primero con
suavidad, luego con más insistencia cuando nadie acudió a abrir.
—Segundo detalle extraño de la noche, ¿no crees, Constance? Es muy
raro que la servidumbre no acuda a atender la puerta. No es tan tarde como
para que no quede nadie despierto.
Constance notó como el hormigueo que había experimentado por la tarde
cuando había estado con Faith volvía de nuevo. Había llegado a convencerse
de que todo había sido producto de su imaginación, que se había
sugestionado tanto con la idea del fantasma que poseía a su amiga, que había
llegado a verlo solo porque así lo deseaba, para cerciorarse de que no estaba
equivocada. Sin embargo, la zozobra se adueñó de ella. Todo lo que había
ocurrido desde que estuviera con Faith hasta entonces se estaba tiñendo con
un tono de irrealidad que la asustaba. ¿Qué estaba haciendo allí con Alfred a
aquellas horas? ¿Qué diría sir Richard cuando los viera? Con toda
probabilidad, los echaría de allí con cajas destempladas. Apartó el
pensamiento de su mente como si de una mosca molesta se tratase. Si ambos
estaban en lo cierto por muy imposible que pudiera parecer, todos tenían
mucho que ganar y nada que perder. Esa idea la animó un poco. Pero
empezaba a sentir miedo. Lisa y llanamente, tenía un miedo atroz. Nada
resultaba como de costumbre aquella noche, y eso la preocupaba. Mucho. En
casa de los Thornton la rutina constituía un verdadero culto, y esa noche se la
habían saltado desde el principio hasta el fin. Y lo que les quedaba por ver
cuando le explicaran su loca teoría a sir Richard, pensó Constance.
La mirada de Alfred, esperando contestación, la sacó de su
ensimismamiento.
—En efecto, como mínimo Perkins o Lisa, el ama de llaves, deberían estar
aún en pie. Sir Richard tiene por costumbre dedicar un rato todas las noches a
la lectura, mientras fuma uno de esos malolientes cigarros o una pipa en su
sala, frente a la chimenea. Hasta que él no se retira uno de los dos permanece
despierto —o en la casa, en el caso de Lisa, ella no duerme aquí— por si
desea alguna cosa. No es posible que se hayan ido todos a dormir, salvo que
sir Richard esté enfermo o haya salido, lo cual tampoco es muy frecuente. No
a estas horas, al menos. Si te soy sincera, todo esto me tiene muy inquieta.
Nadie viene a abrir, y no podemos echar la puerta abajo. Quizás nos hayamos
precipitado ¿no crees?
Alfred no supo como argumentar contra la lógica de Constance. Sin
embargo, su olfato le decía que, efectivamente, algo andaba mal por allí.
Quizás no fuese obra de un fantasma, pero era preciso averiguarlo. Él no era
de los que se echan para atrás una vez han dado el primer paso.
—Supongo que no nos queda otro remedio que volver mañana —dijo
Alfred—. Eso o… —¿O qué?
Alfred levantó la mano y asestó varios golpes con toda su fuerza en la
puerta, al tiempo que gritaba.
—¿Hay alguien es casa? ¡Abran, por favor! ¡Se trata de una emergencia!
—¿Estás loco? —Constance se volvió con ojos desorbitados por el susto
—. ¡Despertarás a todo el vecindario!
—Eso es lo que pienso hacer exactamente. Si esperamos un día más puede
ser demasiado tarde ¿no te das cuenta?
—¡Pero no puedes irrumpir en casa de un caballero en plena noche
gritando como un desaforado! ¡Te puede costar muy caro!
—Si ese es el precio de salvar vidas humanas, lo asumiré. No me queda
otra alternativa.
La única respuesta que obtuvieron fue el silencio. Alfred se dio cuenta de
que de nada le serviría acudir a la policía. Le tacharían de loco si les
explicaba sus sospechas, por no mencionar la escena que había tenido con el
inspector unas horas antes. El recibimiento que tendría no podía ser muy
cálido, pensándolo bien.
—¿Existe una puerta trasera o algo así? Ya sabes, por donde circula el
servicio. Estas mansiones tienen todas una puerta para que el personal
doméstico entre y salga.
—La hay —replicó Constance—. Pero no estarás pensando en…
Un ruido ahogado les llegó desde un lateral de la casa.
Ambos enmudecieron durante un segundo. Unos pies se arrastraban con
dificultad sobre la hierba. Algo que semejaba un gorgoteo les llegó, un
sonido apenas audible que parecía haber sido emitido desde una considerable
distancia. Y eso era, a todas luces, imposible.
—Lo has oído ¿verdad? —Alfred susurró en voz muy baja al tiempo que
se llevaba un dedo a la boca en señal de silencio—. No estoy sufriendo
ninguna alucinación. Ese extraño sonido venía desde esa dirección.
Con el dedo señaló una esquina de la casa. Precisamente la que daba a la
puerta lateral, la misma seguida por Percy antes que ellos.
Constance se tapó la boca con una mano. Un súbito escalofrío la devolvió
a la realidad: se encontraba con Alfred, en medio de la noche, en el jardín de
la casa de Faith. Si la teoría de Alfred, y la suya misma, por descabellada que
pareciese, tenía algo de cierto, se enfrentaban a un asesino despiadado y
sangriento. Un asesino de unas características muy peculiares, y ella no lo
había pensado dos veces cuando se echó a correr tras Alfred a través de las
calles desoladas. Ahora no había nadie que pudiese socorrerlos en caso de
emergencia. No pudo evitar agarrarse a un brazo de él. Estaba paralizada por
el terror. Ignoraba lo que podía andar por allí detrás de los arbustos, oculto en
las sombras. Unas sombras que se agitaban a merced del viento y que daban
la impresión de querer engullirlos. Alfred dio un par de pasos adelante, hacia
la esquina de la casa. Ella le tiró de la manga, sujetándole.
—¡Suéltame, Constance, por el amor de Dios! Hemos venido a avisar a
los Thornton del peligro que creemos que corren y eso es lo que vamos a
hacer. La única forma de entrar en la casa es por ahí, de modo que…
—¿Has traído tu arma, Alfred? —ella no le dejó acabar la frase—. Dime
que sí, por favor.
Él se llevó un dedo a los labios de nuevo. Si no conseguía que hablase
más bajo, delataría su presencia frente a… a… a quien anduviese por allí. Y
entonces perderían la ventaja que les otorgaba la sorpresa.
—Shhhhh!!!! No hagas ningún ruido. No, no he traído mi arma. Se quedó
en la comisaría. No me di cuenta de cogerla. Salí deprisa y enfurecido, por no
mencionar el desconcierto y la impresión de encontrarme con Percy y contigo
de sopetón, y no me paré a pensar en nada.
Escucharon unos instantes, pero el ruido no se repitió. Alfred echó a
andar, dispuesto a rodear la casa por el lado de donde el sonido había
provenido.
—No pensarás dejarme aquí sola ¿verdad?
—Claro que no. Sígueme, no temas.
Constance se resistió a la idea, pero se dio cuenta de que, comparada con
la perspectiva de quedarse allí parada o de marcharse a su casa sola, seguir a
Alfred se le presentaba como la menos mala de todas sus opciones.
Temblando, más por el temor que por el frío nocturno, se colocó tras él,
aguzando el oído por si pudiera percibir el más mínimo signo de movimiento.
Nada más descender las escaleras de la puerta principal, Alfred se agachó
y cogió algo del suelo. Era un rastrillo. El jardinero debía haberlo olvidado
allí. Ya no estaban desarmados, pues. De poco les serviría frente a un arma de
fuego, pero en una pelea cuerpo a cuerpo sobraría. Lo asió con fuerza y
prosiguió su marcha, seguido por una Constance que temblaba como un
pudding.
A punto estaban de girar la esquina cuando una figura oscura se plantó
delante de ellos. Constance no pudo evitar que el grito escapara de su
garganta, mientras chocaba con Alfred, que se había detenido en seco.
—¡Alto ahí! —gritó Alfred con voz potente, más bien por sacudirse su
propio miedo, pues era consciente de que las posibilidades que tenía de
amedrentar a nadie eran escasas.
La figura dio un paso, vacilante. La luz de la luna le iluminó el rostro
cuando abandonó la sombra de la casa. Se agarraba el cuello con una mano,
pálido como un espectro. Atónita, Constance salió de detrás de Alfred.
—¡Perkins! ¿Qué está haciendo aquí? Llevamos más de diez minutos
llamando a la puerta y nadie…
En ese momento, Perkins se soltó la garganta, dejando a la vista una
delgada línea oscura que la atravesaba. La línea se fue ensanchando a medida
que la sangre brotaba del profundo corte. Abrió la boca, como si fuera a decir
algo, pero en ese momento su mirada se perdió en la lejanía y la luz que
iluminaba sus ojos se apagó. Como un fardo, cayó a los pies de Alfred y
Constance.

37
El pasado en el presente

Jamás en su vida hubiera imaginado el inspector Higgs encontrarse en una


situación semejante a la que se hallaba esa noche. Siempre había sido un
hombre pragmático. No acostumbraba a hacerse ilusiones en vano. «Tiene los
pies bien pegados al suelo», solía decir su madre cuando conversaba con
alguien y salía a relucir el joven Higgs. Se tenía a sí mismo por una persona
realista y sensata, pero la visita de Leonora Tilton estaba derrumbando los
esquemas de toda una vida de austera rectitud.
Mientras pensaba qué hacer con todo aquello, se retorció el bigote en un
gesto de nerviosismo y se dirigió a su interlocutora. Curiosa, eso era aquella
mujer de aspecto menudo pero que irradiaba una energía inmensa. Según
había entrado en su despacho le había parecido que rozaba los cincuenta, pero
ahora que se fijaba con más detenimiento se dio cuenta de que se trataba de
una mujer de más edad que la que él le había calculado.
—Explíquese, señora —dijo posando el lápiz en la mesa—. Necesito
tomar nota de su declaración para que la firme al final. Supongo que no
tendrá inconveniente alguno.
—Por supuesto que no, inspector. Para eso he venido.
El inspector se asomó a la puerta del despacho e hizo una señal a uno de
los agentes que se hallaba sentado detrás de una mesa.
—Stevens, entre aquí ahora mismo.
El agente Stevens se levantó de un salto de la silla que ocupaba y en
menos de cinco segundos había entrado en la oficina del inspector, cerrado la
puerta tras de sí y se hallaba de pie, libreta en mano, preparado para tomar
notas.
—Cuando, guste, señora… señorita Tilton.
Leonora se recompuso un poco el pelo y después juntó las manos sobre su
regazo, demorando unos segundos la historia, como si estuviera pensando por
dónde comenzar. O quizás para lograr un mayor efectismo en lo que estaba a
punto de decir, pensó Higgs. De cualquier modo, ya tenía ganada la atención
de su interlocutor sin recurrir a ninguna estratagema.
—Cuando yo era joven, casi una niña, trabajaba en casa del difunto sir
Edward Thornton, el padre de sir Richard. Atendía a la también difunta lady
Mary, su madre. La esposa de sir Edward era una mujer amable, de pocas
palabras, más bien apocada. A menudo se hallaba en cama, aquejada de
alguna enfermedad. Su salud era muy endeble y yo me ocupaba de que nada
le faltase a cualquier hora del día. Incluso la ayudaba a entrar en la tina
cuando se disponía a bañarse. El viejo doctor Shepherd decía que su corazón
era muy débil. Yo creo que tenía razón. Por eso no llegó a envejecer. Por eso
y por el mayor de sus hijos, Edward II.
—Un momento, señorita Tilton. El hermano de sir Richard murió a una
edad muy corta, siendo un niño muy pequeño. Eran gemelos, si no me
equivoco.
—No se equivoca, inspector, al menos no demasiado. No eran gemelos,
sino mellizos, supongo que no es necesario que le explique la diferencia.
Edward fue el primero en nacer, unos minutos antes que Richard, por eso he
dicho que era el mayor. En realidad, aparte de su parecido físico, por dentro
eran dos polos opuestos. A medida que iban creciendo las diferencias en sus
personalidades se iban haciendo más evidentes, y más radicales. Pero
llegaremos a eso en un momento, inspector. Si me permite continuar… —
Leonora pareció contrariada por la interrupción del inspector Higgs.
—Claro, claro. Siga…
—Como le estaba explicando, sir Richard y Edward fueron mellizos. El
parto fue muy duro y la pobre lady Mary a punto estuvo de perder la vida en
el mismo. Lo recuerdo como si no hubiera trascurrido sesenta años. Yo
apenas contaba once primaveras, pero siempre fui una niña despierta y no
perdía detalle de lo que ocurría a mi alrededor. Todos pasamos una noche
angustiosa, hasta que la comadrona y el doctor salieron de la habitación cada
uno con un bebé en brazos. —Leonora esbozó una sonrisa ante un recuerdo
que debió parecerle agradable—. Eran tan bonitos, y cómo lloraban.
El inspector Higgs carraspeó para que Leonora prosiguiera con la historia.
Ella comprendió la señal.
—Ya sigo, no se impaciente. A pesar de ser mellizos, cuando fueron
creciendo resultó obvio a simple vista que Richard y Edward nada tenían en
común, ya se lo he dicho. El primero se convirtió en un chiquillo tranquilo y
dulce, un verdadero encanto, mientras que Edward demostró ya desde muy
pequeño ciertas tendencias, ejem, digamos apartadas de lo habitual.
—Explíquese. —El inspector miró el reloj de la pared, corroído por la
impaciencia. Aquella mujer no parecía tener prisa por contar la historia y él
no tenía la más mínima intención de quedarse en la comisaría toda la noche
escuchando las andanzas de los niños Thornton—. Le ruego que vaya al
grano, si no le importa.
—Lo haré, inspector. Además, el tiempo se nos acaba. Pero es preciso que
sepa usted toda la historia, la que se hizo pública… y la que se ocultó.
El inspector asintió, ceñudo.
—Sea como usted quiera. Pero abrevie, señorita Tilton.
—Bien. El pequeño Edward demostró desde muy niño que era un ser cruel
y malvado. No podía contar más de tres o cuatro años cuando mató a la gata
de lady Mary con el atizador de la chimenea. Se ensañó de tal manera con el
pobre animal que cuando la señora llegó no quedaba más que una masa
sanguinolenta de carne, pelo y huesos. Ella se disgustó sobremanera y le
castigó con dureza, por descontado, pero el chico no mostró el más mínimo
arrepentimiento. Detrás de la gata vinieron algunos pequeños animales del
corral, y lady Mary no sabía qué hacer con el niño. Habló con sir Edward
padre, los castigos y las azotainas se repitieron cada vez con más frecuencia
pero de nada sirvió. Lady Mary cada vez se fue alejando más de su hijo, al
que veía como un animal desnaturalizado, sobre todo cuando lo comparaba
con el tranquilo y encantador Richard. Eso empeoró la situación aún más,
pues los celos hicieron que Edward la tomara con su hermano, y siempre le
estaba atormentando, le pegaba y le hacía sufrir muchísimo. Hasta que un día
ocurrió la desgracia. Si le soy sincera, inspector, tarde o temprano tenía que
ocurrir algo similar. Entonces yo era demasiado joven para preverlo, pero
años después, en mi edad adulta, al analizar aquellos hechos me di cuenta de
que no podía haber sido de otra manera. La catástrofe flotaba en el ambiente
de aquella desgraciada casa.
—Prosiga, señorita Tilton. Creo ver por dónde va la historia pero no
acierto a intuir el final.
—Sería usted adivino si así fuera, inspector. A pesar de que no se podía
esperar nada bueno de todo aquello, dudo que nadie en el mundo hubiera sido
capaz de vaticinar aquel abrupto final. Más que abrupto, violento y terrible.
Aún me sacuden los escalofríos cada vez que…
El inspector Higgs carraspeó de nuevo, impaciente, e hizo un gesto
significativo, animando a la señora Tilton a seguir con su historia e instándola
a que no se detuviera cada poco tiempo. Ella se removió incómoda en la
silla.
—Sí, sí, prosigo. Disculpe, he dedicado tantos años de mi vida a los
Thornton que siento como si fueran de mi propia sangre.
«Eso es lo que tú quisieras, vieja chismosa». El pensamiento surgió de las
profundidades de la mente del inspector que a punto estuvo de echarse a reír.
Algo debió de notarse, pues tanto el agente Stevens como la señora Tilton se
quedaron mirándole con un extraño gesto pintado en el rostro.
—Bien, ¿por dónde iba? —La señora Tilton simuló haber perdido el hilo
para captar la atención de sus interlocutores—. ¡Ah, sí! Les iba a contar lo de
la pobre lady Mary. Poseía tan buen corazón… no se merecía aquello, no
señor. Siempre nos trataba tan bien a todos… y amaba a su marido y a sus
hijos con locura. No creo que haya nadie en el mundo que pueda afirmar lo
contrario.
—¡Señora Tilton! —el inspector estalló, no pudo evitarlo—. ¿Quiere
usted por favor acabar la historia? A cada minuto que pasa estoy más
convencido de que esto es una pérdida de tiempo, así que no fuerce mi
paciencia y vaya al grano de una vez, si no le parece mal.
El exabrupto dejó sin palabras a la aludida, que se había quedado muda
con una «o» dibujada en los labios. Tragó saliva como pudo, sacó un pañuelo
de la manga y se sonó con gran estruendo antes de proseguir.
—Era una tarde de otoño, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer
mismo. Una de esas tardes azotadas por el viento del norte, ese que trae los
primeros fríos. Por eso los pequeños no estaban jugando en el jardín, sino
dentro de la casa. Lady Mary así lo había ordenado. «Lo último que necesitan
esos niños es un resfriado», le dijo a la doncella cuando la envió a buscarlos.
Recuerdo que yo estaba preparando el baño para ellos y para su madre, la
tarde ya estaba en sus últimos momentos y me había entretenido demasiado,
así que tuve que correr un poco con mis tareas para que no llegase la hora de
que se retiraran y no estuviera todo listo. Entonces oí un gran tumulto en el
pasillo de la planta superior, que era donde yo estaba. Algo se había roto. Los
niños gritaban, uno de ellos lloraba. Me asomé a la puerta del cuarto infantil
y los vi allí, junto a los pedazos de un gran jarrón que reposaba sobre un
pedestal en la parte más lejana del pasillo, justo antes de bajar las escaleras.
Los hermanos no debían contar por aquel entonces más de seis o siete años.
Richard lloraba, agachado, intentando recoger los trozos del malogrado
jarrón, el preferido de lady Mary. Edward permanecía en pie, como si nada
hubiera ocurrido. En ese momento la voz de lady Mary llegó desde la parte
inferior.
—¿Qué habéis hecho, niños? ¿Qué ha sido ese ruido? —decía, a la vez
que iba subiendo los peldaños.
Richard, llorando a mares, seguía recogiendo pedazos cuando ella llegó
arriba.
—¡Oh, Dios mío! ¡El jarrón de mi bisabuela! —Su rostro se encendió,
dispuesta a reprender al culpable—. ¿Cómo ha ocurrido?
Edward señaló a su hermano con un dedo acusador.
—Ha sido él, mamá. Él derribó el jarrón.
Richard levantó el rostro. El gesto incrédulo de su carita imploró a su
madre.
—¡No es cierto! ¡Él me empujó! Estábamos jugando y me empujó contra
el jarrón. ¡No pude evitarlo!
—No eres más que un sucio mentiroso —afirmó Edward con una sangre
fría impropia de su edad—. Ibas corriendo mirando hacia atrás y chocaste con
él. Aprende a cargar con tus culpas, idiota malcriado.
Lady Mary iba a reprender a su hijo por aquel lenguaje, pero las
acusaciones habían comenzado y ella no tenía lugar en aquel campo de
batalla. Richard, enojado, replicó.
—¡No es cierto!¡No lo es, y tú lo sabes! ¿Por qué pretendes que yo cargue
con tus actos? Eres un niño malvado. ¡Tú fuiste quien rompió el jarrón!
¡Admítelo, embustero!
Edward enrojeció y se acercó a su hermano. Para ese momento, todo se
había desbocado. La desgracia estaba servida.
—¡Estúpido! ¡No me culpes a mí! ¡Afronta el castigo que te corresponde!
—Y dio un fuerte empujón a su hermano, que acabó con las posaderas en el
suelo, llorando de nuevo.
Lady Mary sujetó a Edward, dispuesto a seguir golpeando a su hermano.
—¡Basta ya, Edward! ¡Dejad de discutir y decidme quién ha sido el que
ha roto el jarrón o ambos os quedaréis sin cenar, castigados.
Entonces Richard entró en escena. Se incorporó y, acercándose a su
hermano mientras su madre le tenía sujeto, le propinó una sonora bofetada.
Edward, furioso como una bestia salvaje, se zafó de su madre y propinó un
puñetazo a su hermano que hizo brotar un hilillo de sangre de su nariz.
—¡Idiota!¡Te voy a machacar, gusano!
Lady Mary tomó de un brazo a Edward y le hizo girarse hacia ella. Estaba
muy alterada y gritaba igual que los niños.
—¡He dicho que se ha acabado esta riña, Edward! ¡Basta ya! —Mientras
hablaba, le zarandeaba sin siquiera darse cuenta de ello. Edward protestó,
pero de nada le sirvió.
—¡Siempre le crees a él y no a mí! ¿Por qué siempre he de ser el yo
culpable?¿Por qué le quieres más a él, mamá? ¿Por qué? ¡Contesta! ¡Dime
por qué!
Lady Mary no tuvo ocasión ni tiempo de lamentar lo que hizo entonces.
Antes de darse cuenta había propinado una bofetada a su hijo. El silenció se
adueñó de la escena. Richard, sentado en el suelo, contemplaba a su mellizo y
su madre boquiabierto. Ella jamás les había pegado ni a él ni a su hermano
por mucho que lo hubieran merecido. Se había quedado petrificada, aún sin
creer lo que acababa de hacer. Edward, reprimiendo una lágrima, se giró,
dispuesto a correr a su habitación para que nadie pudiera verle llorar. Lady
Mary le sostuvo por un brazo.
—¡Lo siento Edward, cariño! ¡De veras que lo siento, mi amor! ¿Podrás
perdonarm…?
En una décima de segundo, Edward dio un fuerte empellón a su madre
para desasirse. Lady Mary se tambaleó y retrocedió un par de pasos. Justo
hasta el primer escalón. Unos instantes más tarde se hallaba en la parte
inferior de la escalera, muerta.
—Le juro, inspector —Leonora se secaba las lágrimas que rodaban por su
arrugado rostro con el mismo pañuelo con el que se había sonado la nariz—,
que lo que vi ese día en la expresión de Edward no era arrepentimiento por lo
que acababa de ocurrir, no señor. Con la señora allí muerta y yo gritando para
alertar a todos en la casa, en el rostro de Edward solo se veía odio. Un odio
como jamás he visto antes.
El inspector Higgs cambió de postura en su sillón. La historia le era por
completo desconocida. La versión oficial decía que la madre de sir Richard
había resbalado por las escaleras. Sin embargo, aún había un detalle que no
encajaba en todo aquello.
—Y dígame, señora Tilton, ¿qué tiene todo esto que ver con el motivo de
su visita aquí? Lady Mary y Edward murieron hace muchos años, y usted ha
venido afirmando que posee información vital para la resolución del caso de
los asesinatos que estamos investigando.
—Así es, inspector —concedió ella—. Ya casi he llegado al final de la
historia. Casi.

38
Faith desaparece

Ni siquiera se molestó en llamar a la puerta. Sir Richard entró como una


tromba en el dormitorio de Faith, seguido por una angustiada Lisa que se
retorcía los dedos de pura desesperación. A su edad lo último que hubiera
esperado era verse envuelta en un sucio asunto con crímenes y sangre por
todas partes. Por suerte, iba acompañada por sir Richard y por su escopeta.
Esta última le proporcionaba bastante tranquilidad. El señor se adentró en la
habitación, solo para comprobar que se hallaba vacía. Las sábanas y el
cobertor estaban a los pies de la cama de Faith, en la cual no había nadie.
—¡Mi hija! ¡Dios mío! —la voz de sir Richard reflejaba un tono de miedo
que Lisa jamás había escuchado con anterioridad—. ¡Hemos de encontrarla!
¡Revisaremos las otras habitaciones! ¡Venga conmigo, Lisa!
Ella le siguió, no tenía la más mínima intención de quedarse allí, sola, ni
un minuto. En ese momento le pareció escuchar unos golpes en la puerta
principal. Alguien llamaba ¿A esas horas?
—Señor, creo que llaman a la puerta. He oído…
—¡En este momento me importa un rábano si llaman a la puerta! No sé
quién va a venir de noche. Será el aire, algo se habrá caído en el porche o en
el jardín ¿No lo escucha? Se ha levantado una ventolera de mil demonios.
Ella no replicó. Se dio cuenta de que al señor solo le importaba encontrar
a su hija y cualquier otra cosa le traía al fresco. Los golpes se repitieron, esta
vez con más fuerza. Incluso le pareció oír voces tras la gruesa puerta de la
entrada. Los nervios se le agarraron al estómago, pero no se separó de sir
Richard. No pensaba bajar sola las escaleras y llegar hasta la puerta. Además,
Perkins se encontraba en la planta inferior, que atendiese él si quería. Y si no,
quien fuese ya volvería al día siguiente. No estaba precisamente para recibir
visitas. «Pase, pase, sí, hasta la cocina. No, eso no es más que una mancha de
sangre sin importancia, no se preocupe. Ah, lo del jardín, nada de particular,
las sobras de la comida de los perros». Se estremeció cuando lo recordó.
Pobre hombre, había tenido una muerte horrible. Y era posible que el asesino
todavía se hallase allí dentro, aunque ella suponía que no. Las personas que
cometen un delito, y más uno de sangre, suelen huir de la escena para evitar
ser apresadas. Más aún si el delito se comete en una propiedad privada. Con
eso y con todo, se pegó un poco más a la espalda de sir Richard mientras este
abría y cerraba puertas a lo largo del pasillo y se asomaba a todas las
habitaciones, cerciorándose de que se hallaban vacías. Abría los armarios y
hasta se asomaba debajo de las camas, como los niños que experimentan
pesadillas cuando esperan hallar ahí algún ser monstruoso.
Después de revisada la planta superior, Faith seguía sin aparecer. Su padre
se pasó la mano por los cabellos con ansiedad, como si así pudiera obtener
alguna idea de lo ocurrido.
—Vamos abajo, a ver lo que han averiguado Perkins y Mathew. ¿Hay
alguien más en la casa, Lisa?
—No señor, esta noche libra la doncella y el resto del personal es externo,
no duerme aquí. Perkins, Mathew y ella son los únicos que pernoctan en casa,
señor.
Como un huracán, sir Richard desanduvo el pasillo hasta volver a las
escaleras, en el mismo lugar donde muchos años antes se había producido la
muerte de su madre. Pero él no pensaba en eso. Lo único que ocupaba su
pensamiento era encontrar a su hija, cerciorarse de que se hallaba sana y
salva. Quizás se hubiese levantado entre sueños, de niña solía experimentar
episodios de sonambulismo que asustaban terriblemente a Anne. Muchas
veces se la habían encontrado de pie, como un fantasma, en el umbral de su
habitación, inmóvil. Tras el susto, Anne la acompañaba a la cama de nuevo
con suavidad. «No hay que despertarlos», susurraba, «eso podría resultar
fatal, todo el mundo lo sabe». También la habían recuperado en la cocina y
hasta en el jardín. Recorría toda la casa dormida, con los ojos abiertos pero
sin ver realmente lo que tenía delante. Esa costumbre no se había vuelto a
repetir después de hacerse mujer, pero sir Richard rezaba en su interior
porque fuese eso lo que había pasado, que con la fiebre el sonambulismo
hubiera vuelto. No quería ni pensar en otras posibilidades, como que la
persona que había cometido la carnicería del jardín hubiera entrado en casa
—cosa poco probable, a su juicio—, o, peor aún, que Faith hubiese bajado y
se hubiese encontrado con… con… cerró los ojos con fuerza para expulsar la
imagen que se estaba formando en su mente y se lanzó escaleras abajo.
Deseaba con todas sus fuerzas que Perkins hubiese hallado a Faith, sana y
salva.
Mientras Lisa y sir Richard examinaban la casa y Constance y Alfred se
disponían a entrar en ella tras su encuentro con Perkins, un vehículo de la
policía se aproximaba a toda velocidad por las calles. Dentro de él iba una
patrulla de policía, un atónito e impresionado inspector Higgs y Leonora.
Esperaban llegar a tiempo, no estaban muy lejos ya.
39
Edward reclama lo suyo

—Mucho, inspector, tiene mucho que ver. Yo diría que lo tiene que ver
todo. Después de aquello, sir Edward se vino abajo. Encaneció de la noche a
la mañana y perdió toda su fuerza. El hombre decidido que hasta entonces
habitaba en aquella casa desapareció. Edward hijo permaneció encerrado en
su habitación. A los que allí habitábamos se nos habló de un «desgraciado
accidente». Pero yo sabía que no había sido de esa manera.
Sin embargo, las desgracias no habían acabado aún. Yo era una niña y en
aquel momento no supe darle la importancia que tenía, pero ocurrió algo más,
algo que resultó determinante en los años posteriores. En todos los años hasta
ahora mismo. La desgracia se había cebado con los Thornton. Sir Edward
murió cinco años después de todo aquello. Yo creo que fue de pena, la
verdad. Ignoro si lo que hizo fue movido por el resentimiento o simplemente
no podía mirar a su hijo a los ojos sin rememorar el suceso. Lo cierto es que
así fue como ocurrió. Yo estaba presente aquella tarde. Lo escuché todo.
Ellos no me vieron a mí y yo jamás lo he vuelto a mencionar. No hasta esta
noche. Pero estoy convencida de que el secreto debe salir a la luz. De lo
contrario, la sangre seguirá derramándose.
Higgs casi ni pestañeaba. Cuando Leonora se detuvo un momento, la
impaciencia le pudo.
—Adelante, señorita Tilton. Estoy ansioso por conocer el final de la
historia ¿Qué hizo sir Edward?
Ella carraspeó ligeramente antes de proseguir.
—Lo peor que puede hacer un ser humano, inspector. No desearía haber
estado en su pellejo cuando tomó la decisión. Se deshizo de su hijo. Eso es lo
que hizo.
—¿Insinúa usted que lo hizo asesinar o algo así?
—Por descontado que no, qué cosas tiene usted. Nadie mató al niño, al
menos no entonces. Lo que hizo sir Edward fue enviarle lejos, asegurándose
de que estuviese bien cuidado pero fuera de su casa y, sobre todo, fuera de su
vista. Habló con alguien para que se encargara de las gestiones y el niño
desapareció un día. Yo estaba limpiando la biblioteca cuando dicho acuerdo
fue sellado. Al igual que con la difunta lady Mary, se nos dijo que el pequeño
había sufrido un accidente que había resultado fatal… en fin, ya puede usted
imaginar.
—¿Y usted no dijo nada a nadie? ¿Cargó con ese peso todos estos años sin
contar la historia?
—Le repito que solo era una niña. Necesitaba llevar dinero a casa para
alimentar a mi familia. Éramos muy pobres. Al pequeño Edward no le había
ocurrido nada, solo le habían separado de su padre y de su hermano. A mis
ojos de niña humilde eso no era nada. Supongo que no será usted de esos que
vuelven la vista para no ver lo que ocurre con los hijos de las familias pobres.
Para mí aquello no constituía ningún tipo de maltrato. El niño estaría bien, sir
Edward se aseguró de ello. Creo que no se da cuenta de cómo eran las cosas
entonces pero ¿Quién hubiera creído a una chiquilla? ¿Quién hubiera dado
crédito a su palabra frente a la de un lord inglés? Sin embargo, el encargo de
sir Edward no se llevó a cabo según sus órdenes. Edward hijo volvió al cabo
de los años. Y lo hizo dejando un rastro de sangre a su paso. Ni siquiera me
había vuelto a acordar de aquel asunto hasta la noche en que volví a verle. A
verlos, a los dos. Juntos y tan separados a la vez.
—¿A los dos? ¿A quién se refiere? Explíquese, creo que me pierdo por
momentos.
—A sir Richard y a Edward, los dos hermanos. Fue pura casualidad. Ese
día había terminado mis cometidos en casa de los Thornton. Lady Anne había
fallecido poco tiempo antes, y yo me encargaba de supervisar que la pequeña
señorita Faith estuviese bien atendida antes de irse a dormir. Ella tenía una
doncella a su cargo, naturalmente, pero era una criatura encantadora y había
quedado huérfana a tan temprana edad… No sé, supongo que en aquellos
momentos ella llenaba el hueco de los hijos que nunca tuve. Así que además
de ocuparme de mis asuntos todas las noches me pasaba por su habitación
para desearle buenas noches. Sir Richard no se preocupaba demasiado de
ella, estaba más pendiente de su soledad y de su dolor, emborrachándose,
disculpe el exabrupto, para borrar el recuerdo de su esposa. Y yo veía a la
niña tan desvalida que no podía evitarlo. Aquella noche estaba enferma, había
cogido un tremendo resfriado y tenía fiebre. Lo recuerdo porque me pidió que
no la dejara sola y yo me quedé hasta que por fin se durmió. Por ese motivo
salí de la casa tarde, mucho más tarde de lo habitual. Ya comenzaba a hacer
frío, me arrebujé en mi chal y apreté el paso para llegar pronto a casa. Poco
imaginaba lo que me esperaba a mitad del camino.
El agente Stevens seguía el relato de Leonora con tanta atención que hacía
rato había dejado de tomar notas. Esa mujer tenía la capacidad de acaparar la
atención como si de un imán natural se tratase. El dolor salía de ella en forma
de lágrimas que resbalaban erráticas por sus arrugadas mejillas. Ya ni se
molestaba en secarlas. Su mirada estaba lejos, muy lejos, con su pensamiento.
Suspiró y siguió dejando que los recuerdos afloraran.
—Iba por la mitad del camino cuando, desde una pequeña calleja lateral,
escuché una discusión. Era de noche y estaba asustada, pero tenía que pasar
por delante y las voces masculinas se escuchaban cerca, de modo que me
oculté entre las sombras de un portal justo enfrente. Allí nadie se fijaría en un
bulto acurrucado en el suelo y podía esperar a que esos hombres se fuesen.
Eran tres, lo recuerdo perfectamente. Se encontraban muy cerca de la calle
principal, podía verlos con relativa claridad desde donde me hallaba. Dos de
ellos intentaban robar al tercero. Cuando salieron a la luz más tarde quedó
claro por sus vestimentas miserables. El tercero era un caballero. Lo sé
porque… bueno, eso llegará después. El caballero se resistía al atraco y los
ladrones se iban enfadando cada vez más y se volvían más violentos.
El pensamiento de Leonora voló de nuevo hasta aquella aciaga noche. Un
frío intenso se apoderó de sus huesos al recordar.
—Vamos, caballerete, suelta ya la pasta. Y el reloj y los gemelos.
—Y ese sombrero tan bonito. Quiero el sombrero —apostilló el segundo.
Uno de los ladrones esgrimía una navaja con la que pretendía amedrentar
al caballero. Este no tenía aspecto, a juzgar por la tranquilidad de su voz, de
estar muy asustado.
—No sabéis con quién estáis tratando, estúpidos. No estoy dispuesto a
entregaros nada en absoluto. Y por vuestro bien espero que desaparezcáis en
este preciso instante. En caso contrario, lo lamentaréis el resto de vuestra
vida. De vuestra corta vida.
El tono del caballero era áspero. El tono de su voz sonaba desagradable,
rasposo a los oídos de Leonora. Permanecía allí, erguido con su sobrero de
copa y la capa sobre los hombros, igual que si viniera de un evento social de
alcurnia. Ella permanecía muy quieta, casi sin respirar, por miedo a ser
descubierta. Las cosas no iban por buen camino y un turbio final se
adivinaba.
—¿Tú has oído eso, Bertie? Nos amenaza. Este pimpollo nos amenaza a
nosotros.
—A mí lo que me parece es que este señorón necesita que le enseñemos
una lección. Una buena. Anda, muéstrale lo que sabes hacer.
Antes de que pudieran reaccionar, el caballero realizó un movimiento
rápido y un cuchillo de gran tamaño apareció en su mano como si hubiera
salido de la nada. Los maleantes se le echaron encima a la vez, debían estar
acostumbrados a las reyertas y el arma no les asustó. Hubo un forcejeo,
durante unos interminables segundos Leonora no supo de qué lado iba a caer
la pelea. Entonces el caballero trastabilló y cayó al suelo.
—¡Mátalo, Hughie! ¡Acaba la faena! Si va a la policía estamos listos.
Hughie se agarraba la barriga, pero se preparó para dar el golpe fatal,
navaja en mano.
—¡Policía! ¡Socorro, que alguien me ayude! ¡Están atacando a un
hombre!
De detrás de una esquina había aparecido una cuarta figura. La voz sonó
conocida para Leonora, pero en ese momento ya se encontraba bastante
conmocionada por la violencia que acababa de presenciar. Los ladrones
dudaron, pero decidieron que esa presa les estaba haciendo correr un riesgo
demasiado alto. En un principio había parecido un golpe fácil, un caballerete
estirado no podía oponer mucha resistencia. Pero este lo había hecho, y ahora
un testigo más se sumaba a la escena, vociferando y alertando a cualquiera
que estuviese cerca. Bertie agarró por la chaqueta a Hughie y le obligó a salir
corriendo. Este se movía con dificultad, doblado sobre sí mismo, y no paraba
de decir «me ha pinchado, compadre, me ha pinchado. Estoy apañado». En su
carrera, empujaron al recién llegado, que se apartó como pudo para dejarlos
pasar. Ya había conseguido espantarlos, no iba a arriesgarse a cortarles el
paso poniendo en peligro su propia integridad.
Cuando habían desparecido, se acercó a la figura que yacía apoyada en la
pared.
—No se preocupe, caballero, soy médico. Es mejor que no se mueva, la
hemorragia podría agravarse y…
Se detuvo bruscamente cuando se iba a agachar para ayudar al
desgraciado y le vio el rostro. Como si el tiempo se hubiera detenido,
permaneció en la misma postura, con el brazo tendido hacia la víctima, sin
terminar de socorrerle ni de marcharse. El caído, al que iluminaba la luz de
un farol próximo, le miraba con una sonrisa torcida, cínica.
—¡Tú! —El recién llegado parecía sorprendido, estaba claro que conocía
a la víctima. Leonora apreció que el reconocimiento era mutuo, ambos se
observaban sin hablar, como si ninguno se atreviese a romper el hielo.
—Yo mismo —la voz del hombre tumbado se debilitaba por momentos,
debía de estar malherido—. Extraño lugar para volver a encontrarnos ¿Eh,
Richard?
Leonora se tapó la boca para ahogar el gritó que le nació en el alma ¡Sir
Richard! Por eso le sonaba la voz. Como iba embozado en la capa no se había
dado cuenta al principio, y tampoco le había visto porque se hallaba casi de
espaldas hacia ella. Entonces se irguió y se giró un poco. Sin duda, era él.
—Te dije que te fueras lejos. Creo que fui muy claro al respecto. —No se
veía que sir Richard tuviese ninguna intención de ayudar a aquel pobre
hombre que agonizaba allí tirado.
—No puedo… hacerlo. Ni quiero. Aunque… ahora… ya da igual,
supongo. —El hombre empezaba a fatigarse, le costaba hablar y le faltaba el
aire, aunque el tono altanero y orgulloso no había desaparecido de su voz.
—Aceptaste mi dinero. Yo cumplí mi parte del trato.
Una carcajada pugnó por salir de la garganta del hombre tumbado. Sonó
extraña, líquida. «Se está ahogando en su propia sangre», pensó Leonora,
«¿Por qué no le ayuda, sir Richard?»
—¿Crees que... todo se reduce a… a eso ¿verdad? Dinero. La gente como
tú me da asco ¿sabes?
—¿También te daban asco esas pobres chicas? ¿Eso era lo que pensabas
mientras las matabas y las descuartizabas? ¿En el asco que te hacían sentir?
Eres una aberración de la naturaleza. No mereces estar vivo. Intenté alejarte
de aquí, la policía daría contigo tarde o temprano, pero tu ansia por asesinar,
por hacer sufrir, ha sido más grande ¿verdad, Jack el Destripador? ¿Te gusta
el apodo, te hace sentir más importante?
Leonora lloraba. Las lágrimas anegaban su rostro. Lo que acababa de oír
superaba su capacidad de asimilación. El hombre que agonizaba allí era el
famoso asesino de Whitechapel. El caso no había logrado ser resuelto por la
policía y ahora ella lo sabía, lo tenía a solo unos metros de ella. Y sir Richard,
él también lo sabía. Conocía la identidad del asesino y lo había mantenido en
secreto, ¿por qué? Le había dado dinero para que se marchase, le tenía
delante y le estaba dejando desangrarse. Estaba a punto de volverse loca, de
salir corriendo, gritando, ya no le importaba si la descubrían o no. La
atrocidad de lo que acababa de escuchar y de sus implicaciones no cabía en
su cabeza, no podía ser. No, no, Dios santo. No era real. Todo aquello era un
mal sueño del que despertaría en cualquier momento y… El hombre ya casi
no podía hablar.
—Tú… no eres... nadie para… decidir… quien merece… morir o vivir,
Richard. La vida… se me escapa, pero… volveré ¿me oyes? Volveré. Y
entonces… entonces… el que sufrirá… serás tú. Lo prometo.
Sir Richard no replicó. Dio media vuelta y desapareció calle arriba, hacia
su casa, abandonando allí al moribundo. A Leonora le faltó tiempo para
acudir en su ayuda. No podía creer que sir Richard se hubiera comportado de
ese modo. No era un desalmado, al menos ella jamás lo había visto así, pero
ahora…
Se aproximó con cautela al cuerpo tendido. Su respiración se había
convertido en un gorgoteo. Leonora supo que no había nada que hacer, salvo
quizás ofrecerle un poco de consuelo. Se iba a agachar sobre él cuando el
hombre se volvió.
—Volveré… —Agarró a Leonora por una muñeca con tanta fuerza que a
ella le resultó imposible soltarse. Se volvió y la miró con intensidad mientras
exhalaba su último aliento, con aquellos ojos negros llenos de maldad que
tantas veces la asaltarían en los años siguientes, mientras dormía, mientras
tenía la guardia bajada. Ella notó una corriente de energía subir por su brazo
y supo que había quedado unida a él.
La mano aflojó la tenaza, pero Leonora era incapaz de moverse. No podía
dejar de mirar aquel rostro horrorizada. Un rostro igual al del hombre que
acababa de marcharse. El rostro de Edward Thornton.
El inspector Higgs se puso en pie con tanta brusquedad que derribó la silla
en la que se hallaba sentado, produciendo un gran estruendo en su oficina.
Ninguno de los presentes reaccionó ante el ruido, como si no estuvieran allí.
La expresión del inspector había recorrido todos los estados en apenas dos
segundos: sorpresa por la revelación de Leonora, indignación por lo ocurrido
con sir Richard, alarma por las implicaciones de lo relatado.
—Dígame, señorita Tilton ¿Cómo sabe usted que el espíritu, fantasma, o
lo que sea, de Edward Thornton hijo ha regresado en pos de su venganza?
Leonora le miró como quien mira a un chiquillo que no comprende algo
sencillo, con una pizca de conmiseración; aquel hombre no había escuchado
nada de lo que ella le había explicado. Tampoco importaba demasiado, la
verdad. Lo único que ella necesitaba era que se pusiera en marcha de forma
inmediata, que la ayudase a zanjar aquel horrible asunto de una vez por todas.
Ella solo quería que la sangre dejase de correr por fin. Algo le decía que iba a
tener que pagar un precio muy elevado, pero estaba dispuesta. «Si esa es la
única forma de poner fin a este horror, sea», pensó. «Ya soy mayor y he
vivido mi vida, una buena vida. Ahora dejemos que los jóvenes hagan lo
propio».
—Ya se lo he explicado antes, inspector —replicó con aire cansado—. En
ese momento él y yo quedamos unidos por un extraño vínculo que no sé
justificar. Lo único que puedo decirle es que ese lazo existe, y es real. Todo
estaba bajo control, pero hace unos meses algo ocurrió. Alguien se introdujo
en la esfera de energía de Jack, Edward si prefiere, y le convocó. Y entonces
se escapó de mi control. Tampoco puedo decirle qué es lo que ocurrió
exactamente, pero desde entonces ha vuelto a suceder, esa bestia inhumana
anda por ahí asesinando y acercándose a su hermano. Hemos de detenerle. Y
ha de ser esta misma noche. Si no intervenimos, tendremos mucho tiempo
para lamentarlo, créame.
—¿Ha de ser esta noche?¿Cómo puede estar tan segura?
—Él me lo dijo. Vino a verme para regodearse de su triunfo. Y eso me
concedió una pequeña ventaja. He podido venir y avisarles. Ahora todo está
en sus manos.
Higgs dudó unos segundos. La historia que había escuchado de boca de
aquella mujer era inverosímil. Sin embargo, encajaba a la perfección con
todos los detalles del caso, los que se habían filtrado al exterior y los que no.
Se movía en un terreno peligroso, pero tampoco podía elegir entre muchas
opciones. El ultimátum que le habían dado se agotaba y las vías de la
investigación parecían estar todas en punto muerto. Higgs decidió hacer algo
que había desterrado de su trabajo mucho tiempo atrás, demasiado quizás: se
dejó llevar por su instinto. A fin de cuentas, ya estaba fuera de su horario de
trabajo, podía hacer lo que quisiera siempre que obtuviera resultados. De lo
contrario, podría dar por muerta su carrera dentro de la policía.
—De acuerdo. Vamos allá. Stevens, avise a una patrulla que acabe de salir
de turno. Que vengan de inmediato. Ojalá —dijo, haciendo un gesto hacia
Leonora— tenga usted razón. Si no es así, se verá envuelta en un problema
serio.
Ella se puso en pie y recogió su bolso. Poco le importaba ya la amenaza
del inspector. Sabía que tenía razón, y también sabía que esa noche iba a ser
crucial para muchas personas, incluyéndola a ella. El día siguiente estaba
muy, muy lejos. Más de lo que nadie suponía.

40
Enfrentamiento entre hermanos

Una aparición. Eso fue lo primero que vino a la mente de sir Richard
cuando vio la figura blanca al doblar un recodo del pasillo. No habían
recorrido más que un tramo del mismo tras pasar por delante de la puerta de
la cocina cuando se toparon con ella.
El largo corredor se ensanchaba, formando una pequeña estancia antes de
bifurcarse. Por un lado se adentraba en el ala de los dormitorios del servicio y
por el otro lado volvía hacia la parte trasera de la vivienda. Allí se ubicaban la
despensa, el cuarto donde se guardaban los útiles de la limpieza y una puerta
que llevaba directa al jardín posterior.
El vaporoso camisón le otorgaba a Faith la apariencia de un fantasma. De
pie, inmóvil, la mirada perdida como si no estuviese realmente allí, sino que
su mente se hubiera extraviado muy lejos. Sir Richard posó su lámpara sobre
un taquillón, apoyó la escopeta contra el mismo, en el suelo, y se dispuso a
abrazar a su hija. Sentía un alivio inmenso de verla sana y salva.
—¡Hija mía! ¡Gracias a Dios que te hemos encontrado sana y salv…!
Nada más dio un paso. Faith no estaba sola. A su lado, la sombra de un
hombre se perfilaba bajo la luz de la lámpara. Un poco más allá, tendida en el
suelo, una silueta oscura e imprecisa. Lisa se adelantó un poco, y entonces el
haz de luz de su quinqué iluminó la zona. El que yacía tumbado era Mathew,
el mozo. Estaba panza arriba, con los brazos y las piernas extendidas. Lisa
gritó. Un alarido desgarrador. El mozo tenía la barriga abierta, como un
cerdo, y el suelo y las paredes estaban llenos de manchas oscuras. Sir Richard
no necesitó echar mano de sus conocimientos médicos para saber de qué eran
las manchas.
El camisón de Faith también estaba manchado. En una mano sostenía un
enorme cuchillo y en la otra un pingajo informe de algo que su padre no
identificó, al menos en ese momento. La sombra no le dio tiempo de
detenerse en más detalles.
—Hola, hermano. Hacía ya tiempo que no nos veíamos ¿verdad?
Sir Richard tomó de nuevo la escopeta, incrédulo.
—No… no puede ser. Estás muerto. Yo te vi.
Una carcajada brotó de la garganta de Edward, áspera y desagradable. El
sonido rebotó en las paredes formando un extraño eco. La silueta de Faith
vaciló ligeramente, igual que una marioneta cuando se aflojan los hilos que la
mantienen con vida.
—Tienes razón, Richard. Estoy muerto. Pero no lo suficiente, diría yo.
Aún queda un poco de energía en mí. Suficiente para volver. Lo bastante para
reclamar lo que es mío.
Sir Richard sufrió una especie de convulsión. Sus terrores más profundos
se habían materializado delante de sus narices. Aquella noche, tantos años
atrás, había pensado que la muerte había zanjado la cuestión de una vez por
todas. Pensó, y se equivocó, que lo que no había conseguido el dinero se
había resuelto de una forma natural, dramática y accidentada, pero eso era lo
de menos. Jamás en su vida había creído en la existencia de fantasmas. Desde
niño le habían enseñado que las almas de las personas buenas ascendían al
cielo, y las de las personas malvadas, bueno… todo el mundo lo sabía. En
una fracción de segundo la retahíla de pensamientos pasó por su mente a gran
velocidad. Pensó que se había vuelto loco, que quizás había abusado del
brandy, pero no, no era ninguna falacia. De reojo vio a Lisa, que contemplaba
la escena aterrorizada, sin poder mover ni un músculo, casi sin respirar. La
alucinación no podía afectarles a ambos a la vez. Parecía imposible, pero era
real. Edward estaba allí. Frente a él. Al lado de su hija. Ella no mostraba
ninguna señal de darse cuenta de la compañía que tenía, como tampoco de su
llegada y la de Lisa.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Ya lo sabes. He vuelto para exigir una compensación.
—Ya no puedo compensarte. Te ofrecí dinero en una ocasión. Mucho
dinero. Y a ti no te molestó la conciencia al aceptarlo.
—¡Guárdate tu asqueroso dinero, Richard! Las personas como tú piensan
que todo se puede tapar con dinero. Lo que yo busco es venganza. Deseo que
sufras lo que yo sufrí durante tantos años. El aislamiento, la separación de la
familia, de la posición que uno merece ¿Piensas que fue fácil vivir sabiendo
que tu padre te ha apartado como quien se libra de un perro y tu hermano se
está llevando todas las atenciones que por derecho son tuyas? ¿Qué clase de
infancia crees que tuve? ¿En qué persona me iba a convertir con toda esa
amargura dentro de mí? ¡Contesta a eso si puedes! Sir Richard lanzó un
bufido. No soportaba el cinismo.
—No te convertiste en nadie que no fueras ya, Edward. La crueldad ya
vivía dentro de ti desde el día de tu nacimiento ¿Lo has olvidado, o solo
finges ignorarlo? Siempre fuiste una persona deleznable, malvada, insociable.
La vida no te hizo diferente, ni padre tampoco. Estoy convencido de qué
jamás pudo perdonarte lo que ocurrió con madre. Dudo que yo mismo
hubiera sido capaz de hacerlo.
—¡Aquello fue un accidente! —Edward hizo ademán de dar un paso
adelante; Faith, delante de él, también cambió de posición.
—No lo fue, y tú lo sabes. La rabia que siempre hubo dentro de ti salió en
aquel momento. Esa es la fuerza que dirigió tu vida. Jamás conociste lo que
es el amor, la amistad. Nunca quisiste a nadie. Salvo a ti mismo, quizás.
Aunque siempre lo dudé.
Edward gritó, iracundo. Su voz tronaba en el reducido espacio.
—¡Qué fácil es decirlo cuando uno lo ha tenido todo! Una familia, una
posición social preeminente. Tu esposa, tu hija… —Posó una mano sobre el
hombro de Faith—, una joven encantadora, debo decir. Ha sido un auténtico
placer conocerla, al fin.
—¡Aléjate de mi hija! —aulló sir Richard, levantando la escopeta. Lisa le
miraba, confusa. Desconocía esa faceta de su señor, jamás le había visto de
esa forma, fuera de sí. Había perdido el control por completo y se había
olvidado de los buenos modales que siempre exhibía. Puestos uno al lado del
otro, ambos hermanos tenían el mismo aspecto diabólico en ese momento—.
Ella —apuntó a Faith con un dedo— no tiene nada que ver en nuestros
asuntos. Ni siquiera llegó a saber quién era su tío. El asesino. Jack el
Destripador ¿Qué crees que hubiera pensado, Edward? «Este es tu tío,
querida, salúdale. Se dedica a matar y destripar jovencillas por las noches,
cuando se aburre».
Edward rió de nuevo.
—Puedes ahorrarte el sarcasmo conmigo. Ahora ella me pertenece y haré
lo que me plazca.
Sir Richard hizo ademán de abalanzarse sobre Edward, pero un gesto de la
mano de este hizo que Faith esgrimiese el cuchillo, dejándolo a escasos
centímetros de la garganta de su padre. Un nuevo grito femenino hizo que
todos volvieran la cabeza. Esta vez fue Constance, acompañada por Alfred, la
que tenía muy abiertos los ojos. Observaba a Edward y sus ojos oscuros,
brillantes y malvados.
—¡Faith! ¡No puede ser!
Edward le dirigió una sonrisa torva a la recién llegada. Faith se giró hacia
ella amenazándola con el cuchillo también.
—¡Qué alegría volver a verte de nuevo, querida! Esta tarde no pude
recibirte como te mereces, no me diste tiempo.
—¡Apártense todos! —Alfred había recogido del suelo la escopeta que
había dejado caer sir Richard un segundo antes—. ¡Acabaré con esto en un
abrir y cerrar de ojos!
Sir Richard hizo un gesto, cansado, indicándole a Alfred que de nada
serviría el arma que tenía en las manos.
—De nada sirve todo esto. Solo yo puedo saldar esta vieja cuenta. Me
temo que esa escopeta no te servirá de mucho contra un fantasma ¿no es así?
—dijo, girándose hacia Edward.
La sonrisa de este se ensanchó un poco más. Se aproximó a Faith y esta se
llevó el filo del cuchillo a su propia garganta, como si fuese a degollarse.
—¡Basta! —clamó sir Richard— ¡Déjala ya! No es a ella a quien buscas,
sino a mí.
—Cierto, hermano —Constance se llevó una mano a la boca, sorprendida.
En ese instante pudo apreciar el parecido existente entre los dos hombres, el
vivo y el muerto. Intuyó el motivo de que aquel engendro del diablo hubiera
poseído a Faith, a ella en particular—. Cuéntales a todos la historia, que
sepan la clase de buena persona que en realidad eres. Hazlo, o tu hija morirá
desangrada ante tus ojos, de la misma horrible manera que ese desgraciado —
con un gesto de la barbilla se refirió a Mathew—. Por cierto, tu preciosa hija
parece encontrar delicioso el sabor de la sangre ¿lo sabías?
Nadie había reparado en el guiñapo sanguinolento que colgaba de la
mano libre de Faith. La mueca de asco que se reflejó en sus rostros no fue
nada comparada con la náusea que subió desde sus estómagos, que urgían
vaciarse allí mismo. Todos, menos sir Richard. Con un gesto de tristeza,
comprendió que las cartas estaban sobre la mesa. Si quería salvar la vida de
su hija, debería hacer lo que Edward demandaba. No había escapatoria.
—Nada importa ya. Tendrás lo que quieres, Edward, me tendrás a mí,
pero debes dejar a mi hija. Ella no ha hecho nada contra ti. En realidad, ella
no te interesa, es únicamente un instrumento para tu venganza, suéltala.
—Haré lo que me plazca, Richard. No estás en posición de exigir nada.
Adelante, quiero que lo expliques todo delante de estas personas.
Sir Richard asintió, apesadumbrado, antes de hablar.
—Padre me lo contó todo antes de morir. Su conciencia no le había dejado
descansar ni una sola noche después de alejarte de la familia. No podía
tolerar tu presencia después de lo que ocurrió con mamá. Cada vez que te
miraba la veía a ella muerta en medio de un charco de sangre al final de la
escalera. Jamás lo admitirías, dudo que alguna vez hayas sentido algo
parecido al cariño, pero él amaba a nuestra madre, y su reacción tras su
pérdida fue… extremada, quizás, injusta si quieres, pero él era así. Estricto y
severo. A pesar de todo te quería, Edward. Si hubieras dejado a un lado ese
resentimiento que al final te consumió te habrías dado cuenta de que siempre
estuvo pendiente de que tuvieses siempre lo mejor, de que nada te faltase.
—¡¡Me faltó un padre!! ¡Un hermano! ¡Mi familia nunca estuvo allí!
—Estuviste acomodado en una familia de elevada posición social, buenas
personas que te aceptaron como a un hijo propio. Lo sé porque tras morir
padre, cuando tuve suficiente edad, yo mismo me encargué de seguirte el
rastro. Le prometí que no permitiría que carecieses de nada. Y lo cumplí. Al
menos, hasta que el mal se apoderó de ti.
—¿Qué sabías tú de mí, Richard? ¿Alguna vez te preocupaste de
preguntarlo? Bien pudiste haberte acercado, aparecer un día y decir «Hola
hermano, he vuelto para arreglar los errores del pasado». Pudiste intentar que
retomáramos el hilo de una infancia perdida, pero no lo hiciste, no. El digno
de Richard Thornton no podía permitir una mancha así en el apellido familiar
¿verdad?
—Cuando recuperé tu pista ya no eras mi hermano, Edward. Eras el
demonio en el que te convertiste. No hay excusa para matar, y menos aún
para ensañarse. Ya no era una cuestión de honor, sino de moral y de justicia.
Por ese motivo te envié el dinero, para que te alejases tanto como fuese
posible. Si la policía te hubiera descubierto, habrías acabado colgando de una
soga. A pesar de saber lo que habías hecho, no deseaba ese final. No habría
podido soportarlo.
—¡Deja tu estúpida moral para los demás, Richard! Lo que no podías
soportar es que tus amigos te mirasen después y pensasen «ese es el hermano
del asesino», eso es lo que no podías ni pensar. ¿Qué sabes tú de la condición
humana? ¡Nada! Esas mujeres no eran más que vulgares prostitutas, carecían
de ninguna importancia. ¿Alguna vez has contemplado la expresión de horror
en el rostro de una persona que sabe que va a morir? Produce un gran placer,
hermano, te lo recomiendo. No hay nada que pueda compararse, cuando la
luz se apaga en su rostro a medida que la vida abandona el cuerpo. Una
delicia, puedes estar seguro.
—Siempre fuiste un enfermo, Edward. Un enfermo muy peligroso. Lo que
padre debió hacer fue encerrarte en una institución para enfermos mentales, y
allí es donde aún deberías estar. Al menos estarías vivo. Y todas esas
desdichadas personas también. Eran inocentes, Edward. Su único delito fue
cruzarse en tu camino.
—De nuevo tus estúpidos prejuicios y tu moral ¿Con que superioridad
puede hablar una persona que dejó morir desangrado, tirado en la calle como
un perro, a su hermano?
Una exclamación velada estuvo a punto de salir de la garganta de los que
allí se hallaban. Constance no podía creer lo que estaba escuchando, no podía
quitar los ojos del monigote en el que se había convertido Faith. Muy dentro
de sí sintió pena, una lástima infinita por su amiga. No por haberse
convertido en el arma mortífera de un asesino brutal, pues gracias a Dios ella
no era consciente de lo que le había ocurrido. Lo peor llegaría, sin duda,
cuando conociera toda aquella sórdida historia. Ella adoraba a su padre, era
una joven extremadamente sensible. ¿Qué pensaría cuando supiese de su tío,
el criminal más famoso y cruel de la historia reciente? ¿Qué sentiría al saber
que su padre, al que tenía por una gran persona a pesar de su rectitud, había
sido capaz de abandonar a un moribundo y que, por si fuera poco, se trataba
de su propio hermano? Entonces Constance se percató de una realidad más
acuciante que todo aquello ¿Cómo iban a resolver la desesperada situación en
la que se hallaban inmersos? Ni siquiera sabía si serían capaces de salir con
vida de allí.
—¡Policía, que nadie se mueva! —la voz a sus espaldas era la del
inspector Higgs, acompañado de dos policías que apuntaban con sus armas
hacia el lugar donde Faith y Edward se hallaban de pie.
Todo el mundo se volvió, excepto sir Richard, que parecía ausente de la
escena que protagonizaba. Constance pensó que la sensación de
irracionalidad no tenía fin aquella noche. Justo detrás del inspector se hallaba
una mujer menuda, muy arreglada. ¿Qué hacía una anciana con la policía?
¿Estaba sufriendo alucinaciones? Quizás había traspasado, sin darse cuenta,
la delgada línea que separaba la cordura de la locura. Ya nada parecía en su
sitio, todo le resultaba desquiciante, insoportable. Ignoraba si sería capaz de
permanecer ni un segundo más en medio de aquella hecatombe, deseaba
ponerse a gritar, salir corriendo, olvidar que alguna vez había vivido todo
aquello. Pero no era así, muy a su pesar se veía obligada a presenciarlo todo,
a ser testigo forzoso de ese despropósito descomunal. Las lágrimas
empezaron a rodar por su rostro. No podía más.
Sir Richard ni siquiera se había inmutado. Su pensamiento se había
perdido en las brumas del pasado, en un mar de dolorosos recuerdos que creía
haber desterrado para siempre. En ese momento estaba convencido de que
tenía delante de sí su propio final. En una especie de acto de justicia poética,
su vida terminaba allí, de manos de aquel ser al que había dejado morir,
pensando que la pesadilla por fin terminaría. Había sido un iluso, sí.
—Hablo —dijo con voz monocorde, igual que si estuviera refiriendo no
sus propias vivencias, sino las de otra persona por completo ajena a él— con
la superioridad que me da el hecho de tener la justicia de mi parte. Te dejé
allí, es cierto, permití que murieras de una manera indigna igual que habías
decidido vivir del mismo modo. De todas maneras, ya estabas muerto.
Muerto físicamente, habías perdido demasiada sangre y la herida revestía
tanta gravedad que nadie podía haber hecho nada por ti. Muerta estaba tu
alma. En aquel momento pensé que los asesinatos acabarían al desaparecer
tú, y que al final había imperado en cierto modo la compensación natural.
Estaba demasiado ciego para darme cuenta de que el mal siempre encuentra
el modo de golpear de nuevo, una y otra vez. Y tú eres el mal en persona.
Aquella noche ya no quedaba nada de humano en ti. No eras más que una
bestia, un depredador insano. Y ahora vuelves reclamando algo que no te
pertenece. Arderás en el infierno, Edward.
Edward hizo que la mano de Faith apretase el cuchillo un poco más contra
su propia garganta. Tanto que una gota de sangre surcó su cuello hacia abajo.
—Es posible, hermanito, pero vendrás conmigo. Tú y tu querida hija.
Aquí es donde la estirpe de los Thornton se extingue —apostilló Edward con
una carcajada profunda y amarga.
—No, si yo puedo evitarlo. —Leonora dio un paso adelante, desviando la
atención de los estupefactos policías, de Lisa, Alfred, Constance, sir Richard
y sobre todo, de Edward, que abrió mucho los ojos en una expresión que
reflejaba un asombro sin par.
—¡Tú! ¿Qué haces tú aquí?
—¡Leonora! —Sir Richard no daba crédito a sus ojos—. ¡Usted, en esta
casa de nuevo!
—Eso es, sir Richard. He venido a hacer algo que debí hacer muchos años
atrás.
—¡Fuera de aquí! —gritó Edward presa de un repentino pánico— ¡Vete o
la mataré!
El inspector Higgs levantó su arma y apuntó. Directamente al
corazón de Faith. Ella era la conexión de aquel malnacido con el mundo de
los vivos. Si acababa con ella él desaparecería y la pesadilla habría llegado a
su fin. Ignoraba de qué modo podría explicarlo después, pero era necesario
poner punto final a las muertes que él había sembrado a través de la joven.
Retiró el seguro del arma y apuntó con cuidado, conteniendo la respiración.
A punto estaba de presionar el gatillo cuando Leonora, que captó su
intención, se interpuso entre Faith y el cañón del arma. Higgs lanzó una
maldición entre dientes, pero Leonora dio un paso adelante.
—No si yo puedo evitarlo —repitió. La voz de Leonora sonaba grave,
segura de sí misma, convencida de lo que había ido a hacer allí—. Y si hay
alguien que pueda hacerlo, esa soy yo.
—¡Desaparece, bruja! ¡Mataré a la chica y a todos los otros, no puedes
hacer nada al respecto! Yo ya estoy muerto —y rió, con una risa aguda,
histérica. Se le veía contrariado por la aparición de la anciana.
—Aquella noche tu destino y el mío quedaron unidos, Edward. Lo supe
entonces y creía tener la situación bajo control. Pensé que podía contenerte,
que el lazo que nos unió entonces era lo bastante fuerte como para no
permitir que traspasases la línea, pero me equivoqué.
Todos contemplaban, entre atemorizados y sorprendidos, la escena, el
enfrentamiento del diablo sangriento con aquella anciana en apariencia
endeble. Una especie de conexión se había establecido entre ellos. Edward
había dejado de prestar atención a los demás, parecía hipnotizado por el
influjo de la mujer. El magnetismo de Leonora casi podía palparse en el
ambiente, de pronto la sensación que los invadió a todos era que en la
reducida estancia había únicamente dos personas: ella y Edward, el fantasma
de Jack el Destripador.
—Te equivocas una vez más, vieja. —Edward habló con frialdad, como si
se hubiera repuesto de la sorpresa inicial—. Esta vez soy más fuerte que tú,
nadie puede impedir que lleve a cabo lo que he venido a hacer. Ni siquiera tú.
Ella continuó con su discurso como si no le hubiera oído.
—Subestimé el poder de la sangre. No podía imaginar que tu sobrina
estaría en una sesión de espiritismo. Ni que eso ocurriría en la misma casa
donde tú habías vivido. A veces la vida se encarga de demostrar que ninguna
coincidencia es demasiado improbable. Eso es lo que hizo que atravesaras el
umbral, que volvieras al mundo de los vivos. La sangre de tu sangre. Pero
hay algo que has pasado por alto, Edward.
—No me digas. ¿Y de qué se trata?
—Este no es tu lugar. Ya no perteneces a este lado, y yo me encargaré de
que vuelvas a tu sitio. Romperé el vínculo que te ata aquí, el puente que se
creó entre ambas orillas ha de ser destruido.
Lo que ocurrió entonces permanecería en la memoria de todos los
presentes hasta el fin de sus vidas. En menos de un pestañeo, de una forma
que nadie sabría explicar después, Leonora recorrió la distancia que la
separaba de Edward y de Faith y agarró a esta por la muñeca que sostenía el
cuchillo, evitando así el degollamiento.
Se produjo un extraño forcejeo entre Edward y ella. No hubo una lucha en
sí, fue un enfrentamiento de voluntades, una lucha espiritual más que física.
El tiempo se detuvo mientras los dos titanes peleaban por hacerse con el
control de la situación, por vencer al otro, por manipular la voluntad de Faith
y, por ende, salir victoriosos del envite.
Fue Constance la primera que percibió el cambio. Según ella explicaría
más tarde, sintió que algo se había roto, una especie de fractura en el aire, una
descarga eléctrica como la que acompaña a las tormentas. Los mechones de
su cabello que se habían soltado del moño durante el ajetreo previo se
elevaron como atraídos hacia el techo. Una especie de suspiro se dejó oír en
el absoluto silencio que se había hecho.
Leonora dio un paso atrás. Giró sobre sí misma y todos pudieron ver el
mango del cuchillo, cuya hoja se había hundido en su vientre. Contemplaron
como la mancha de sangre se extendía por su ropa a gran velocidad, un
segundo antes de desplomarse como un fardo, agonizando. Aún así sacó
fuerzas para susurrar, entre un gorgoteo de sangre que inundaba sus
pulmones:
—El vínculo… soy yo. Ahora… desaparece…
Edward cambió su expresión. Parecía que lo habían abofeteado con tanta
violencia que se tambaleaba. Aflojó su presa y Faith dio un par de pasos antes
de caer desvanecida. Él había perdido el dominio que ejercía sobre lo
material, sobre su sobrina, sobre la situación. Todo se derrumbó a su
alrededor de la misma forma que se había elevado, a partir de la nada. Sir
Richard se lanzó sobre su hija, pero Alfred le tomó la delantera, y él permitió
que fuese el joven quien se agachara a su lado, la incorporase e intentase
reanimarla. Ya sabía lo que eso significaba.
La imagen de Edward comenzó a temblar, igual que si se reflejase sobre la
superficie temblorosa de un espejo en movimiento. Por momentos se volvía
transparente, todos pudieron ver la pared a través de su cuerpo. Sus ojos
habían perdido el brillo maléfico, solo quedaba la impotencia y la frustración
de saberse vencido.
Con un chasquido similar al del corcho de una botella cuando se abre,
desapareció.
Nadie se atrevió a moverse durante un tiempo que se les hizo eterno. El
eco de una carcajada áspera, despectiva, llena de odio permaneció entre ellos,
vibrando dentro de sus mentes, flotando en el aire.
Epílogo

Rufus McEvoy miraba con el ceño fruncido al inspector Higgs. El informe


que tenía en las manos carecía por completo de lógica. A pesar de ello, el
inspector se reafirmaba una y otra vez en aquel despropósito sin pies ni
cabeza.
—De modo que —Se tiró del bigote, circunspecto, en un gesto muy
característico de él—, según lo que ha plasmado usted en el informe, era la
antigua criada la que vigilaba la casa de los Thornton y la que cometió los
crímenes.
—Eso es, señor.
Higgs había sopesado los pros y los contras y había decidido que prefería
quedar como un idiota por aquella vez. Mejor eso que explicar al director una
historia que a él mismo le costaba creer aun habiendo sido testigo presencial.
Sencillamente no podía redactar un informe policial afirmando que el
fantasma de un asesino loco se había reencarnado o lo que fuese para
reclamar una deuda de honor, por cuestiones de familia.
—Y dígame, inspector ¿Por qué habría de hacer eso una mujer de su
condición? A fin de cuentas tampoco se trataba de una menesterosa, vivía
decentemente gracias a un dinero que provenía del erario de los Thornton
precisamente.
—Supongo que había otras cuestiones por medio. No consideré oportuno
interrogar a sir Richard al respecto. Usted mismo dijo que no convenía
enemistarse con personas de tan alta alcurnia. Sospecho que se trata de un lío
de faldas acontecido en la juventud de ambos. De ella y de sir Richard, quiero
decir. Quizás ella perdió la cabeza y sintió que no podía dejar las cosas como
estaban.
—Muchos sirvientes son tratados con desdén e incluso de forma violenta
por sus amos. Pero no los persiguen y los matan, inspector. Menos aun si
tenemos en cuenta que se trataba de una anciana. No consigo imaginármela
dominando a dos hombres jóvenes como el señor de LaRue y el agente Storm
¿No piensa usted igual que yo?

—Las personas locas son capaces de cosas increíbles. Ya le digo que la vi


con mis propios ojos, enarbolando aquel cuchillo. Esa mujer se coló por la
puerta trasera. Esperó a la noche para asesinar al mayordomo e introducirse
en la mansión. Llevaba meses maquinando su plan. Cuando llegamos estaba
amenazando a la hija de sir Richard. Este se le echó encima y en el forcejeo
ella misma pereció con su propia arma. No podemos culpar a sir Richard. Si
alguien estuviese a punto de degollar a mi hija con un cuchillo, mi reacción
sería la misma. O peor. De todas formas puede usted preguntar a cualquiera
de los presentes, director. Comprobará que corroboran todos los hechos
reflejados en esas páginas.
«Pero no dirán que yo les aleccioné para hacer coincidir las versiones. Es
una lástima manchar la memoria de una buena persona como Leonora Tilton,
pero eso ya no puede perjudicar a nadie. Ella dio su vida para alejar el mal. Si
contamos la verdad nadie saldría beneficiado y, sin embargo, muchas
personas se verían perjudicadas», pensó Higgs. «Entre ellas, yo».
Naturalmente nadie iba a preguntar nada a sir Richard. Su hija no
recordaba nada y el resto del grupo que había presenciado el horror estaba tan
ansioso por olvidarlo todo que habían aceptado la versión maquillada del
inspector. Un interrogatorio no ofrecería ningún dato que afectara a la versión
oficial, la presentada por Higgs. De hecho, el agente que le había
acompañado ya había declarado lo mismo que él.
Rufus McEvoy levantó el informe de su mesa. Se dio cuenta de que no
sacaría nada en claro de todo aquello. La resolución del caso había levantado
gran revuelo en la sociedad londinense. Esperaba que el inspector estuviese
en lo cierto y que los crímenes hubieran cesado por fin. Lo deseaba con toda
su alma. Un brillante porvenir se abría ante él. Había cerrado con éxito el
caso más sonado de los últimos años. Su olfato le decía que allí había más
puntos oscuros que aclarados, pero si todo había quedado en calma la
justificación carecía de importancia, ¿no?
Abrió un cajón de su mesa y depositó el informe.
—Está bien, inspector. Puede usted retirarse. Si le necesito para algo más
ya le haré llamar.
Higgs se puso en pie y salió del despacho. Suspiró aliviado al cerrar la
puerta tras de sí. Había salido airoso del brete. No las tenía todas consigo
cuando entró por esa misma puerta. Silbando una cancioncilla, se dirigió a su
despacho, pero cambió de opinión y se fue a casa. Bien podía tomarse el resto
del día libre, ya inventaría una excusa. Aquel asunto merecía una celebración.
La noche era húmeda y fría. El aire de las calles de Londres se había
condensado, llenándose de la habitual niebla que, reptando por las callejuelas
desde las orillas del Támesis, impedía la visibilidad más allá de unos metros
de distancia y amortiguaba los sonidos imposibilitando la tarea de calcular la
distancia de la que provenían.
La muchacha ocultaba su rostro con un pañuelo. Se hallaba de pie a un
lado de la desierta calle, igual que si estuviese esperando algo o a alguien.
Por el rabillo del ojo le pareció observar que los jirones de la niebla se
removían un poco más arriba.
—¿Quién anda? —Intentó no parecer amedrentada, sin éxito. La voz le
salió en un hilo tembloroso y desigual.
Naturalmente, no llegó ninguna respuesta. Ella tampoco la había esperado.
Sabía que se encontraba completamente sola, a la espera de alguien a quien
no lograba recordar, alguien cercano pero que conseguía inquietarla con solo
pensar en él, aun sin recordar su rostro ni quién era.
Unos segundos después, le pareció escuchar unos pasos amortiguados por
la niebla, acompañados de otro sonido peculiar, casi metálico, que resonaba
sobre los adoquines. Se sintió tentada de echar a correr. Ignoraba qué era lo
que la había llevado allí, quién podía haberla enviado o a quién esperaba,
pero el pellizco que crecía en su estómago le decía que se alejara de aquel
lugar, que nada bueno le podía aguardar al cabo de esos pasos que resonaban,
ni lejos ni cerca, en medio de la noche. «Todavía no. Has de aguantar un
poco. Él llegará en seguida». La vocecilla apareció en su cabeza de súbito,
contradiciendo lo que su corazón, sus piernas y todas las fibras de su cuerpo
gritaban.
Agitada por la paradoja, escuchó en la oscuridad. Un farol cercano
arrojaba una tenue pátina de luz sobre la estrecha zona que la rodeaba,
tiñendo todo de un tinte de irrealidad. Luego volvieron los pasos, esta vez
más nítidos, decididos, amenazantes. La alarma pudo más que ella. Fue
incapaz de aguantar allí ni un segundo más. Se dio la vuelta y se dispuso a
correr tan rápido como sus botines le permitieran.
Él se acercaba, casi en silencio, como una serpiente arrastrándose hacia su
víctima. La niebla y el frío mantenían las calles vacías de gente y
amordazaban el sonido de sus pasos al tiempo que impedían que nadie
pudiese espiar sus movimientos. Así pudo llegar a situarse a poca distancia de
ella. No necesitó esconderse tras las esquinas ni ocultarse tras las sombras. Ni
siquiera utilizó el embozo de su capa. En esta ocasión, la cacería iba a ser a
cara descubierta.
Se detuvo y escuchó. Allí estaba. Casi podía oler su perfume, escuchar el
latido agitado de su corazón. Acarició la empuñadura de su bastón al tiempo
que tragaba saliva. Había llegado el momento. Después de la espera, todo
habría valido la pena.
Se acercó un poco más, sus zapatos resonaron sobre la calle pavimentada.
Ella se sobresaltó y él lo notó. Ambos poseían un oído muy agudo.
Sorprendentemente, no se movió de donde se hallaba. Él hubiera esperado
que huyese despavorida, estaba listo para perseguirla y atraparla, eso hacía
que todo fuese más emocionante, un poco de emoción mejoraba el resultado,
pero ella permaneció quieta en el mismo lugar. «Me espera», pensó, y eso le
desconcertó ligeramente. Nunca antes había sido así, aunque esta vez la presa
era diferente de las anteriores, no solo por la clase de persona sino por el lazo
que los unía.
A medida que avanzaba pudo apreciar su silueta perfilada entre la bruma,
difusa al principio, más nítida después. En tres grandes zancadas se plantó
junto a ella, que había vuelto la cabeza y se disponía a echar a correr. Estuvo
tentado de permitirlo, de dejarla tomar algo de distancia para demorar un
poco el momento álgido, pero una especie de urgencia lo invadió en aquel
último instante. Sintió la necesidad de acabar con aquello ya, no podía
esperar más. La agarró por un brazo y la obligó a volverse.
—¿Dónde crees que vas, querida? No pensarías marcharte si mí.
Faith forcejeó, intentando soltarse. El miedo había desaparecido de su
rostro y había sido reemplazado por una extraña determinación y de un odio
infinito.
—¡Suéltame! ¡Me haces daño!
Edward se rió. Una vez más aquella risa desagradable y gutural.
—¿Daño? Eso no es nada, preciosa. Te tengo reservada una sorpresa. Una
muy especial. Solo para ti. —Y entonces tiró de la empuñadura de su bastón
y desenvainó un delgado cuchillo, similar a un estilete, y lo alzó hasta casi
tocar el rostro de Faith. Ella tembló un poco, pero pareció recuperarse.
—Las cosas han cambiado, mi estimado tío. Ya no estoy a tu alcance. No
puedes hacer nada.
—Eso es lo que tú piensas, querida. Pero eres mía ¿me oyes? De nadie
más. No puedes escapar de mí. ¡Me perteneces!
Levantó el filo, decidido a asestar el golpe definitivo. Faith gritó.
Se despertó bañada en sudor. En la calle una tormenta se había desatado y
llovía a mares, como si nunca antes lo hubiese hecho. A su lado Alfred
dormía pacíficamente, ajeno a la pesadilla y a la tormenta. Ni siquiera se
revolvió cuando Faith abandonó el lecho para acercarse a cerrar de nuevo los
postigos, que se habían soltado y golpeaban con violencia a merced del
viento, y para correr los cortinajes. El temporal arreciaba pero ella se acercó a
la ventana a pesar de encontrarse en ropa de cama.
Entonces un rayo desgarró el cielo nocturno. Durante un instante, una
oscura silueta se dibujó en el cristal contra el que chorreaba la lluvia.

Índice
1. La invocación
2. Hacia la negrura
3. El regreso
4. Recuerdos borrados
5. Sospechas
6. La duda
7. Reencuentro
8. ¡Busquen a mi hija
9. 9. Urdiendo planes
10. Hablar en sueños
11. Nuevos amigos
12. Doble juego
13. Declaraciones
14. Oculto en las sombras
15. Vigilancia
16. Una visita incómoda
17. Preguntas sin respuesta
18. El secreto
19. Camino sin salida
20. La visión
21. Un paso atrás
22. Encuentro inoportuno
23. Jack vuelve
24. A punto de resolver el enigma
25. Leonora
26. La decisión de Percy
27. Atrapada
28. Vuelta a casa
29. De nuevo él
30. Confesión
31. Rastro de sangre
32. Atando cabos sueltos
33. La cocina de los Thornton
34. En comisaría
35. La cruda realidad
36. Alfred y Constance
37. El pasado en el presente
38. Faiht desaparece
39. Edward reclama lo suyo
40. Enfrentamiento entre hermanos
Epílogo

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