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DEDICATORIA

Al señor Gregorio Obregón


A ninguno, señor, con mejor título y derecho que á vos, puedo dedicar este ligero
ensayo de mi pluma. Reconozco en vos al infatigable reglamentador y moralizador
de ese gremio de hombres humildes que prestan sus servicios á una parte de la
sociedad bogotana, casi sin remuneración ni recompensa.

Reconozco también, como lo reconocerán todos, que á vuestros constantes y


nunca desmentidos esfuerzas se debe el mejoramiento del alumbrado público, que
hoy es el único indicio de civilización y cultura para el extranjero que llega por
primera vez á la capital de Colombia, en una noche lluviosa y oscura, y que tal vez
haya maldecido en su camino mil veces, por las razones que todos conocemos.

Seguid, señor, prestando este inmenso servicio á, la Patria de vuestra esposa y de


vuestros hijos, y confiad en la gratitud de los bogotanos, y muy especialmente en
la mía.

Os ruego que aceptéis con vuestra genial benevolencia esta ligera muestra de
simpatía, de admiración y respeto por vuestras virtudes.

EL AUTOR.

Bogotá,-1867.

1

EL SERENO DE BOGOTÁ
I
El sereno del cielo
TRISTE cosa es el sereno frío, glacial, compañero de la noche, cuando el astro
refulgente, el candente luminar que alumbra y vivifica mil mundos y dora la faz de
nuestro globo, se oculta, para aparecer después de su período de doce horas, en
el horizonte, en pos de la rosada aurora, mensajera de un nuevo día. Triste cosa
es el sereno, eterno compañero de la noche; lóbrego y helado como el frío de la
tumba, cuando al esplendor de las nítidas estrellas, rutilantes joyas sembradas en
el manto azul del firmamento, es como el ambiente del holocausto tributado á la
reina de la noche, la Luna. Pero más triste aún para el desgraciado que gime en
su mísera cabaña, al través de cuyas grietas filtra y penetra este mortal enemigo
del reposo; este inseparable compañero de los negros pesares y del insomnio;
cuando en las eternas horas de los ocultos infortunios, el caminante, helado por
los caminos; el mendigo sin pan ni otro lecho que la dura piedra del umbral, ansían
por la vuelta del sol; del sol que vendrá á alumbrar de nuevo el hambre y la
desesperación que se apoderan de ellos, pareciendo que la inescrutable
Providencia quisiera abrumarlos con mayores tormentos.

El sereno no es suave sino para el rico que da un paseo á la luz de una


espléndida luna, en compañía de sus amigos ó de sus deudos, ó para el joven
amante afortunado que, lleno de halagüeñas esperanzas, se estaciona al pie de
las ventanas de su amada, á quien desvela con la grata sorpresa de una
armoniosa serenata, y luego, regresando unos y otros todos los amigos del
sereno, van á disfrutar del apacible descanso que les brinda un mullido lecho de
cortinajes de seda, en medio del lujo y de la fragancia de una espléndida cámara.

El sereno en el fondo de nuestras selvas, tupidas de una salvaje y exuberante


vegetación, hace aparecer la majestad de la naturaleza virgen de los Andes,
todavía más sublime y colosal, y deja percibir mil rumores que aterran y
sorprenden al viajero: el rugido de la fiera, el extraño canto de las aves selváticas
ó el silbido de la serpiente cascabel.

En medio de las calles y pórticos de la suntuosa Bogotá, verdadera selva de


edificios, el sereno hace proyectar las sombras de los campanarios como negros y
tristes fantasmas, y á las almas tímidas las aterra con las apariciones de que se
pobló nuestra infantil imaginación, haciéndoles ver las sombras de los muertos, los
espectros y aun el espíritu, creación de las tinieblas, que son como los cortesanos
del frío imperio de la noche.

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Yo, siempre enemigo del sereno, mi mortal antagonista, he experimentado
también sus rigores; pero con su ambiente frío y sepulcral he aprendido á conocer
más de un infortunio oculto, que ha despertado en mi aletargado corazón el
sentimiento de una triste y tierna simpatía por los que sufren más de lo que yo he
sufrido. ¡ Ah ! no soy yo solo el que llora, ha llorado y llorará en la breve
peregrinación de este valle de las lágrimas!.....

II
La revelación
RAYABA yo en mis veintiséis años y ya los pesares habían marchitado con su
hálito mortífero la calma de mi corazón. Mortales inquietudes me hacían eterna
compañía, y pesarosas ideas me quitaban el reposo de la noche.

En una del mes de diciembre del año de 18..., como cerca de media noche,
fatigado de luchar con el dolor, como con otro gigante Anteo, me puse mi capa y
sombrero, tomé mi estoque, di vuelta á la llave y salí de mi celda de estudiante,
con paso incierto. Dirigíme hacia la Calle Real: la noche estaba bellísima; la luna,
en todo su esplendor, se me ofrecía tan hermosa como la Diana enamorada de los
griegos; los faroles reverberaban su moribunda luz; los altos torreones de la
Catedral proyectaban sus gigantescas formas y botaban su sombra colosal sobre
media plaza.

Las doce dieron en aquel instante, y á mi lado un agudo siloido me sorprendió y


me hizo volver la cabeza: era un SERENO cuyo silbo fué repetido por cuatro más.

Un sereno es uno de aquellos seres que desempeñan en la sociedad bogotana


funciones de la mayor importancia. Él vela mientras los demás duermen; tirita de
frío mientras los demás están abrigados, y muere de hambre y de pobreza,
cuando es el guardián de los ricos almacenes del opulento, de cuyos tesoros sólo
conoce los fríos cerrojos y las dobles puertas, que debe, cual dogo fiel, guardar
por el módico sueldo de doce pesos. Al rayar el alba marcha al húmedo tugurio, en
donde vegetan en la hedionda callejuela su macilenta mujer y sus entecos
hijuelos; y allí en ese estrecho recinto, mora en compañía de los perros y gallinas.
Por el día, el hombre remienda zapatos viejos; la mujer plancha ropa ó vende
carbón para vivir; porque ellos también han comprendido esta severa ley de la
sociedad: «Trabaja y no morirás;» desgraciados si no lo comprendieran!

Pensaba yo en las volubilidades de la caprichosa suerte y en la desigualdad é


injusticia de las cosas humanas, cuando aquel hombre se me acercó y con triste
acento, acento de sereno, me dijo:

-Caballero, hágame el favor de su candela.

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Yo fumaba. Aquel hombre era alto, flaco; estaba embozado en un doble jergón;
llevaba un farolillo apagado y al través de su montera y fieltro calado se conocía
que su edad podía ser como de cincuenta y seis años, de nariz delgada y de
bigote poblado y entrecano. Sea efecto del frío de la noche, ó de cualquiera otra
causa, el acento de aquella triste voz, séria y resignada, me sorprendió, y entablé
con él el diálogo siguiente:

-Mucho frío deben ustedes sentir de noche.

-¡Ah! demasiado, caballero, para los que, como yo, hacemos el segundo cuarto de
sereno, y sólo vamos á dormir cuando los demás despiertan.

-Pero, á lo menos, pagarán á ustedes bien.

-Muy poco, señor, y todo está tan caro.

-¿Qué oficio ejerce usted?

-Soy herrero, y trabajo en las Nieves.

-¿Es usted casado?

-Soy solo.

-¿Tiene V. hijos?

Dió un suspiro y me dijo: Soy solo en el mundo.

-¿Pero al menos los habrá tenido, ó tendrá una esposa?

Al punto se contrajeron sus labios, sus cejas se crisparon, y su vista hosca levantó
una terrible y dolorosa mirada hacia el cielo. Ya me iba á despedir, pero
comprendí que allí se encerraba algún misterio de dolor y sufrimiento, y quise
desentrañarlo. Redoblando, pues, mi audacia y sin atender al tétrico semblante de
mi interlocutor, le dije:

-¿Me permite V. hacerle una pregunta indiscreta, sin ofenderse?

-Bien puede V. ¿Qué cosa es?

-¿Ha amado V. alguna vez?

Volvió á contraerse su fisonomía de un modo singular, y después de un breve rato,


con cavernosa voz, me dijo:

-Sí, en otro tiempo; pero no quiero recordarlo.


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-Pero al menos fué V. feliz en otro amor.

-¡Ah! no, demasiado infeliz, y no quisiera recordarlo, porque es la causa de mis


desgracias y de verme hoy aquí sin más reposo que la dura y helada piedra , y sin
más compañía que amargos y dolorosos recuerdos.

-¿Quisiera V. contarme la historia de su desgraciado amor?

-¿Para qué? caballero. Es un infortunio puramente privado; un amor desdichado,


como tantos otros; unos sufrimientos cuya medida y rigor solo conoce mi lacerado
corazón y el Ser Supremo que me ha dado, al fin, una fría resignación. Por otra
parte, en el triste y humilde drama de i atormentada existencia nada hay que
pueda ser útil á V.: además, para descubrir mis dilatados tormentos, necesitaría
tener una palabra más ejercitada que la mía, sentimiento más delicado, y por tanto
talento y elocuencia sublime de que carezco.

-¿Tuvo V. algún estudio é instrucción en la juventud ? le pregunté.

-Sí, señor; en aquel tiempo estudié los primeros años del derecho; pero las
alternativas de mi desdichada suerte, la ruina de mi fortuna, mi miseria, en fin, y el
hábito y frecuentación de compañeros, todos hombres del vulgo, me han hecho
olvidar hasta los rudimentos aprendidos en la escuela durante mi infancia.

Al oír esta respuesta, me interesé más vivamente en saber su historia, y le


repliqué:

-Ya no pido á V., sino que le suplico, me haga la relación de su historia, y exija de
mí una recompensa.

-Gracias, caballero,-me contestó: no hay necesidad de recompensa; removeré las


heladas cenizas del extinguido incendio de mi pecho por complacer á V.,
exigiendo tan solo su palabra de caballero...

-¿Cuál?-le pregunté.

-Que á nadie diga V., ni revele una sola frase de cuanto voy á decirle.

Se lo prometí solemnemente, y habiéndonos sentado en el umbral de un almacén,


me hizo la siguiente narración:

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III
El primer amor
NACÍ en Piedecuesta el año 18...

Mi padre era un honrado y rico propietario de las cercanías; poseía una bellísima
hacienda de cacao y muchos ganados. Mi madre, que era de una beldad cumplida
y de una acrisolada virtud, contrajo himeneo con el autor de mis días; ambos
jóvenes y enamorados, ambos de las familias españolas y aristocráticas de la
comarca. Su unión fué feliz por muchos años, siendo yo el único fruto de su santo
y bendecido amor.

Idolatrado de mi madre, como única prenda de su cariño, era consentido y mimado


hasta en mis más extravagantes caprichos, que mi padre, enteramente ocupado
en la hacienda y negocios, y esclavo de mi madre en lo de la casa, no pensó
jamás en contrariar. Sin embargo, conociendo que yo crecía en voluntariedad y
resabios, pensaron en darme la educación é instrucción propias de mi clase y
condición social y me enviaron á la escuela de la inmediata villa, en donde aprendí
los rudimentos de instrución primaria. Cinco años duré en aquella vida de escolar,
y si bien fueron pocos mis progresos, porque mis maestros, no queriendo
descontentar á mi padre y sobre todo á mi madre, que había recomendado se me
tratase bien, no me apuraban; con todo, al fin presenté un lucido certamen y
decidieron mis padres que tres meses después sería enviado á un colegio de la
capital á hacer los estudios completos de abogado.

Había en la inmediación de la propiedad de mi padre otra más pequeña de un tío


mío, hermano de mi madre, hombre honrado pero de poco capital y escasa fortuna
para los negocios. Éste tenía una hija de la misma edad que yo, cuyo nombre era
Irene: nos criamos juntos. Unos mismos gustos, unos mismos placeres formaban
unos mismos sentimientos y la unión y buena armonía de las dos familias. Irene
no veía otros niños, yo no veía otras mujeres; nos queríamos como hermanos:
más tarde debíamos habernos amado como amantes. Nuestros bondadosos
padres habían formado la lisonjera idea de una unión, que hubiera sido el colmo
de los deseos y felicidad de aquellos virtuosos y sencillos campesinos cuya
pérdida hoy lamento.

Rayaba yo en los catorce años y ya parecía de diez y seis. Irene cumplía los doce
y estaba hechicera como la evocación de un poeta. Nuestros gustos eran
comunes; jamás había discordia en nuestros tiernos pechos, sino cuando yo,
nuevo Anfión, seguido de mis perros, me internaba demasiado en la montaña.
Ella, impaciente, salía al paso del río, á donde yo le traía una corona de las más
bellas flores de la selva, alguna avecilla rara, ó una mariposa; por lo que su tierno
y compasivo corazón reñía siempre al mío por la crueldad con los pajarillos.

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¡Cuántas veces nos internamos en el hermoso cacaotal ó en la platanera, de
donde, como una esbelta driada, traía su canastilla cargada de los opimos y
hermosos frutos de aquel encantador verjel! ¡Cuántas veces á la caída de la tarde,
sentados á la sombra de los frondosos guamos del delicioso río, veíamos correr
las cristalinas aguas y nos divertíamos en lanzar hojas secas á la corriente, que
naufragaban ó fracasaban como debían naufragar nuestras infantiles ilusiones!
Ah!... ¡y qué poco debían durar los efímeros proyectos, los fantásticos delirios que
un día habían de exterminar el furioso y desencadenado vendabal de un tétrico y
lamentable infortunio que debía sumergir á los tiernos amantes y extinguir hasta el
recuerdo de sus virtuosas familias!

Llegados los días de fiesta, ensillábamos las más bellas mulas de mi padre, y con
nuestros vestidos de gala recorríamos las vegas de aquel delicioso río; y yo,
orgulloso caballero, conducía á mi hermosa prima, el más lindo pimpollo de la
comarca, y que en Piedecuesta era el objeto de la envidia y celillos de mis otros
compañeros.

En breve nuestra pasión creció, y ya no nos miraban sino como dos amantes que
solo aguardaban, en un tiempo no muy remoto, la bendición nupcial.

IV
La separación
No hay momento más doloroso para el niño que la primera separación del hogar
paterno: los sollozos de la tierna madre, el severo dolor del padre y de los
hermanos, el sentimiento de los fieles y ancianos criados; todo, todo dice un triste
adiós al mísero desterrado; y hasta el perro fiel con sus caricias le hace una tierna
despedida al que como Caín, maldecido, va á ser arrojado de aquel Edén. El,
víctima inocente, es proscrito por las imperiosas exigencias de una sociedad
bárbara. La felicidad humana es instable, y su duración de pocos momentos!

Como he dicho á V. antes, mis padres habían resuelto mandarme á uno de los
colegios de la capital con el fin de cursar estudios para seguir la carrera de
abogado. Llega por fin el término de los tres meses prefijados para después de mi
certamen escolar, y con ellos el día de la terrible separación; día tétrico en mis
recuerdos, porque es él el primer eslabón de la larga cadena de mi funesta
historia. Recuerdo, como el primer día, aquella funesta mañana. Mi padre había
hecho ensillar dos valientes mulas, una para mí y otra para un confidente de
confianza que debía acompañarme: mi tierna y triste madre, que desde un mes
antes me preparaba un ajuar completo para el viaje, ropas, consérvas, etc., al
momento fatal de mi partida se arroja á mis brazos y con lamentables sollozos y
ternura maternal me cubre de besos, coloca en mi cuello un magnífico escapulario

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deNuestra Señora del Carmen, que, como un talismán protector, me aconseja
conserve, y casi yerta me echa su maternal bendición. Mi padre, reprimiendo su
emoción, me da un abrazo, y, cual valeroso campeón en la lid del sentimiento, me
repite sus sabios consejos y me dice que seré un día representante del pueblo y
ocuparé honrosas magistraturas, si estudio con decisión, interés y
aprovechamiento. Monto al fin en mi mula, y un adiós, el adiós de los fieles
domésticos, resuena hasta que salgo de la arboleda que guía del patio de la casa
hasta el río.

Pero, ¿Irene dónde estaba? Vuelvo la cabeza, miro á todos lados y no la diviso:
desde por la mañana se había ausentado.... Al pasar el río la veo recostada contra
el tronco del guamo donde por las tardes tantas veces habíamos pasado juntos
gratos y placenteros momentos.

Pálidas y descompuestas sus mejillas, anunciaban una larga vigilia; sus ojos
llorosos mostraban abundantes lágrimas; su vestido de muselina blanca que ceñía
aquel talle de ninfa; su pañuelito de seda negro que también hacía resaltar la
blancura de su tez con el trenzado de su cabello: parecía la triste Esther
aguardando la horca de Mardoqueo; ó como Dido llorando á su ingrato Eneas. Sus
ojos estaban fijos en el suelo, y al levantarlos hacia mí no despedían esa
acariciadora húmeda mirada que desarmaba mis enojos y me llenaba siempre de
contento: su vista era fija, su mirada profunda y llena de intenso dolor. Lancéme
de la mula y la tomé en mis brazos: guardó un corto silencio, que rompió
diciéndome con tristeza:

-Te vas, al fin, y tu desventurada Irene quedará sola, como huérfana y


desamparada sobre la tierra. ¿Qué haré en adelante? ¿Con qué ojos recorreré
estos sitios, mudos testigos de los juegos de nuestra infancia; testigos de tan
puros y plácidos contentos y de tan santas promesas?

Un funesto presentimiento me anuncia que á la felicidad de que disfrutábamos, á


las lisonjeras esperanzas que abrigábamos de un porvenir venturoso, sucederá un
letal olvido! Sí, tú verás la gran capital; frecuentarás los distintos círculos de la
sociedad, asistirás á las tertulias y te embriagarán las ilusiones; deslumbrado por
otras beldades, ellas ocuparán tu corazón y me robarán tu amor: y tu pobre Irene,
tan simple y tan escasa de mérito, llorará eternamente los tormentos de tu ingrato
mortal olvido...

Vertiendo un mar de lágrimas traté de consolar á aquella tímida y acongojada


criatura; le prometí el amor más fiel; le ofrecí escribirle con la mayor frecuencia,
confiándole mis más íntimos secretos; y le juré por lo más sagrado volver á su
lado á sellar nuestra fe en las aras de Dios Sacramentado. Ella, al fin, un tanto
consolada por mi promesa, sacó un medalloncito que encerraba una rosca de su
lindo cabello de color castaño claro, y pasándolo á mi cuello, me dijo con voz casi
moribunda:

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-¡Adiós! este es mi último recuerdo! y nos separamos.

Yo, silencioso, con el corazón transido de dolor, tomé mi mula, monté y proseguí
mi camino para distraer mi aflicción.

En las primeras jornadas de mi viaje anduve mudo y como adormecido por tan
dolorosas emociones: el recuerdo de mi tierna madre, de mi buen padre y de mi
amorosa Irene no se separaban un momento de mi imaginación. Como aletargado
pasaba los sitios y lugares sin verlos ni fijarme en ellos. De vez en cuando la voz
de mi compañero me despertaba de mi estupor para recordarme que debíamos
tomar algún refrigerio ó esperar nuestro arriero. En aquellos primeros días, el
santo recuerdo de mis padres era como un talisman protector, como una celestial
evocación; y el rudo contacto del mundo no podía profanar el santuario de mi
pecho, santificado con tan sagrados recuerdos.

V
En Bogotá
DOCE jornadas habíamos hecho desde el día de la salida de la casa paterna y al
fin entramos en la gran sabana, cuna del imperio de los antiguos muiscas, la que,
cual verde tapiz de billar, extiende en lontananza su manto de esmeralda hasta
limitar con la cordillera. Dos días después entrábamos en Bogotá por la vía del
Norte.

Era de noche y sonaba aquella solemne hora que anuncia la desaparición del día
y la entrada del reinado de las tinieblas: llovía, y las campanadas de las
numerosas iglesias, con pausado y triste compás, resonaban en mi oído como un
melancólico augurio. Las luces de mil tiendas, el alboroto de las gentes, la fachada
de los altos edificios, las carcajadas que se escapaban de las tabernarias orgías;
todo, todo hacía en mi alma una penosa sensación, y un triste y funesto presagio
me hacía temblar. ¡Qué singular casualidad! Entrar de noche y en una noche fría y
lluviosa, como para predecirme á mí, hijo de la espléndida y clara atmósfera de
nuestros valles, que esta infausta ciudad sería un día el sepulcro de mis ilusiones,
y mi reinado el de la fría noche y el sereno!

Después de cruzar varias calles pedregosas y oscuras, en las que mi mula


tropezaba á cada paso, llegamos á la casa del acudiente, en la que fuímos
recibidos con bondadoso afecto por él y su esposa. Mi acudiente era un
comerciante acomodado, paisano de mi padre: me alojó con comodidad, y dos
días después, viendo que yo estaba vestido á estilo de la provincia, me condujo á
un taller elegante, en el que se me hicieron trajes á la moda, para lo que mi padre
había dado la orden, erogando la cantidad necesaria.

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Al campesino que por primera vez visita la capital, todo le sorprende, todo le
embelesa y le distrae, y esto pasaba en mí en las primeras salidas que hice á la
calle para conocer la ciudad. Las bellas fachadas de las lujosas casas y tiendas,
los elegantes surtidos de los variados cuanto curiosos artículos; las vidrieras, la
armonía de los pianos, las vistosas aposturas de los jóvenes elegantes, los trajes
de las hermosas y bellas señoritas, el ruido de los carros y las retumbantes
cornetas, y qué sé yo cuántas cosas más, me tenían como aturdido y entontecido.

Tres días duró para mí esta sorpresa, al cabo de los cuales me llevaron al Colegio.
Fuera efecto de mi buena estrella ó de mis elegantes vestidos, los que iban á ser
mis nuevos concolegas me recibieron con agasajo, y conocí que era simpático
para ellos. Allí debía empezar para mí una nueva era de labor y de vigilias que
todos conocen, y por la que muy pocos de los acomodados no han pagado en sus
primeros años.

Pasáronse como tres meses en los que recibí cartas de mi tierna madre, de mi
afectuoso padre y de mi enamorada y sensible: Irene, la que me pintaba del modo
más vivo y patético las acerbas penas que padecía por mi ausencia, y me decía
ser la inseparable compañera y la consoladora de mi afligida madre.

VI
El Diciembre
Yo entraba cada vez más en la sociedad y afecto de mis camaradas de colegio.
Aprendí á bailar, á jugar, y fui presentado en varias tertulias por un amigo íntimo:
poco á poco se iban borrando de mi pecho aquellos santos recuerdos, y
empañándose el puro cristal de la virtuosa y santa educación recibida de mis
buenos padres. De día en día la memoria de éstos y la de mi amada Irene
perturbaban menos mi corazón, pues el juego, el baile, la orgía y serenata
ocupaban mi atención.

Llega por fin el ansiado diciembre, y después de un lucido certamen, salimos á


gozar de las frescas mañanas, de las misas de aguinaldo con música y de los
alegres bailes. Yo había hecho conocimiento con un joven comerciante cuyo
almacén quedaba contiguo al de mi acudiente. Este hombre era rico, ó á lo menos
lo parecía: su edad de treinta y más años, su fisonomía vulgar y sin expresión, no
revelaba ser accesible á otro sentimiento que al de la codicia.

En una de aquellas frescas y deliciosas mañanas en que, rebosando de placer y


halagado por las más risueñas esperanzas, trepaba alegre, en compañía de un
amigo de colegio, la larga cuesta que conduce á la capilla ó ermita de Egipto, en
donde se celebraban, á la sazón, misas muy concurridas, con alegre músi.ca, en
la que se dejaba oír la deliciosa bandola; llegamos al atrio del templo, y allí
parados, noté entre las varias mujeres que pasaban delante de mi vista, una que

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hacía parte de un grupo elegantísimo, acompañada de varios jóvenes y un señor
de edad, que parecía ser el jefe de aquella familia. Esta mujer era esbelta de talle
y de un aire noble, aristocrático y encantador. Seguíla involuntariamente, y aunque
me coloqué en el templo en un sitio favorable y conveniente para continuar mis
observaciones, no pude obtener de ella una sola mirada; tan embebecida así
estaba en la lectura de su librito de oraciones, lujosamente forrado de terciopelo
morado, con broches de platina. Concluido el oficio divino, salió en compañía de
las otras, y al pasar saludéla con cierta timidez: ella me contestó con una ligera
inclinación de cabeza y con seriedad; pero, ay Dios!... en aquella mirada dirigida al
tímido estudiante, se disparaba la saeta que debía atravesar mi adolorido pecho y
causarme el más atroz y dilatado martirio.

A mi regreso supe que esta jóven beldad se llamaba Elisa, que era hija de un
opulento negociante, que pertenecía á una familia de la alta aristocracia, á la
aristocracia millonaria, y por consiguiente, gente orgullosa y ensoberbecida con las
riquezas, y que tenía varios hermanos que seguían la misma profesión de su
padre.

Ah! señor, ¡quién hubiera pensado que á los ojos de aquellas gentes no hay peor
delito que ser pobre!

Una sola vez la había visto, y aquella devastadora pasión, aquella cruel
enfermedad que se llama amor, se había infiltrado en mi pecho y amenazaba
causarme los mayores estragos.

En uno de los días posteriores pasaba yo frente á la espléndida y opulenta


habitación de mi diosa encantada, que mas bien hubiera podido llamarse palacio,
pero no la veía casi nunca al balcón. ¿Qué hacer para penetrar en aquel alcázar
del Oriente?...

Enfermo y delirante cada día más y más, yo no tenía sino una idea fija; yo no
hacía mas que girar en un círculo vicioso, y semejante á Ixion, yo daba vuelta á
aquella interminable rueda. Yo me decía á mí mismo: ¿me amará? Ah! tal vez su
corazón preferirá otro amante; tal vez, decía....... no soy sino un insignificante
escolar de provincia, sin mérito y sin dinero.... Pero no, yo me haré presentar en la
casa, me insinuaré en la confianza de la familia, declararé mi inclinación, me haré
amar... Iré luego donde mi padre, le pediré la mitad ó las dos terceras partes de su
haber, diez ó doce mil pesos...; ellos no necesitan de tanto... Qué sé yo cuántas
ideas alimentaba mi febricitante imaginación....

Para colmo de mi desgracia, fuí al teatro el domingo siguiente, en asocio de la


familia de mi acudiente. Ah! qué feliz y venturosa casualidad! En uno dé los palcos
del centro, y contiguo al que yo ocupaba, se hallaba mi adorada Elisa. Bendije al
Dios de los amantes y me coloqué convenientemente para observar y ser
observado.

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Ah! quién hubiera sabido que aquella casualidad, que tan próspera me parecía,
iba á ser para mí un encuentro fatídico y una ocasión maldecida.....

La armonía de la orquesta que ejecutaba la Norma y otros trozos de música


sublimes, el alumbrado y todos los esplendores de una noche de gran función, me
parecían otros tantos homenajes tributados á la diosa de mis pensamientos y
dueño de todos mis afectos. Yo estaba arrobado, y me sentía con una fiebre
deliciosa, porque me veía á pocos pasos de, ella, y respirando su mismo ambiente
perfumado. No me atrevía á contemplar aquella cabeza divina que, no dado,
estaría ocupada por pensamientos santos y celestiales, aquel pecho que
encerraba el corazón que yo creía poseer y juzgaba latiría á par del mío; fi-
nalmente, aquel delicado talle que, vestido de un lujosísimo traje, cual ángel del
Señor, y que yo no sabré describir, me parecía que la habrían de arrebatar á mi
vista! Ah! yo bebía trago á trago el tósigo fatal que debía volverme demente, y
convertir la tierra para mí en un infortunio continuado y en el antro del infortunio y
del dolor!

En uno de los entreactos dirigióse á una de sus amigas haciéndole yo no sé qué


observación ó pregunta, y se sonrió... ¡Qué sonrisa y qué mirada!... En estas
graciosas actitudes acabó de matarme!...

El mal era, pues, irremediable: yo debía apurar hasta las heces el cáliz de una
pasión desgraciada. Concluyó la función sin que yo hubiese puesto la menor
atención á ella; tan arrobado estaba en la contemplación del ídolo de mi pecho. Al
verla desaparecer sentía que arrastraba consigo una parte de mi corazón.

Yo no sé si los qué han sufrido el terrible azote del amor han pasado, como yo, por
lo que experimentaba entonces: me encontraba tímido y sentía como embotada mi
mente: una especie de fluido magnético sé había esparcido por todo mí ser; mis
ojos habían perdido su brillo, y sus pupilas no arrojaban sino un destello triste y
marchito; mis mejillas estaban hundidas, y parecía que hubiera sufrido largas
noches de insomnios y vigilias.

VII
A Fusagasugá
COMO yo salía siempre á la calle con la esperanza de divisar la cara luz de mis
ojos y la causa de mis tormentos, en una de aquellas hermosas y frescas
mañanas me sacó de mi arrobamiento el ruido de una cabalgata. Oigo resonar en
el empedrado las herraduras de caballos, y diviso á mí amada en un bellísimo
corcel, que, cual fugitiva amazona, salía de su casa en compañía de otras

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jóvenes y de algunos caballeros. Entre éstos iba á su lado el jóven comerciante
vecino de mi acudiente.

Iban á pasar aguinaldos á Fusagasugá, á la linda población de Fusagasugá. Mi


pecho se llenó de celos y de envidia al contemplar aquellos jóvenes, aquellos
mortales felices que iban en su adorable compañía. Al punto formó una valiente
resolución. «Yo también iré á Fusagasugá, y allí la veré, y tal vez la podré decir
que la adoro y que moriré si no me ama.»

Vuelo al punto en busca de uno de mis mejores amigos y de mi confianza, y sin


revelarle el verdadero motivo de mi excursión, lo comprometo á que sea mi
compañero. Al día siguiente, lleno de las más lisonjeras esperanzas, salgo en
compañía de mi amigo, y juntos galopábamos, guiados por distintos motivos; él
por ir á divertirse, y yo por llegar á la resolución del enigma de mi existencia. Para
el estado en que yo me hallaba, no podía menos este viaje que serme muy
saludable.

El aspecto de la hermosa campiña y de las frondosas y enmarañadas selvas, de


las puras y cristalinas aguas, la vista de las bellas casas de campo y de las flores,
me distraían algun tanto de mi fijo pensamiento. Yo juzgaba que ella habría
pasado por estos mismos sitios; que sus ojos se habrían detenido en aquellos
bosques y en aquellos riachuelos; ella ha embellecido con su presencia la humilde
choza del labriego, y yo voy á verla y á morir de amor á sus delicadas plantas...

Al día siguiente llegamos á Fusagasugá, linda población situada en un risueño


valle, encajado y como perdido entre los nudos de la cordillera; caserío pintoresco
reclinado al pié de las verdes colinas, sembradas de platanares y de naranjos,
mecidos por las frescas brisas de los bosques vecinos, dotado de un delicioso
clima y de suavísimos y agradables baños. Sí, era allí en aquella mansión oriental
donde, entre la fragancia de los naranjos y jazmines, y á la sombra de sus árboles,
quería dar pábulo al fuego devorador que me consumía, y entregarme sin reserva
al torrente de mi encantado idilio.

Fusagasugá presentaba en aquellos días un aspecto encantador. Numerosas


familias ricas, de lo mejor de la capital y de las más acomodadas de la Sabana,
habían fijado allí su residencia temporal, tanto para gozar de la suavidad del clima
y aliviar sus males tomando diariamente un delicioso baño, como por procurar al
ánimo algunos intervalos de descanso y de solaz, alejándolo cuanto es posible de
los cuidados que traen de suyo los negocios y la política. Una dulce expansión, un
generoso abandono parecían querer hacer derogar los fueros de la riqueza del
orgullo. El rico era allí tratable y comunicativo, y no se desdeñaba de hablar con
dulzura á los que consideraba inferiores y pequeños. El cachaco había dejado su
petulancia y orgullo y jugaba al billar con el jóven calentano hijo del lugar, ó
marchaba gozoso en la bulliciosa cohorte de sus amigos á tomar sin ceremonia un
refrigerante baño.

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Lindas señoritas embellecían y encantaban aquel nuevo Edén: vestidas de
muselina ó trajes muy vaporosos y ligeros, con sombreros de paja de Italia ó del
país, adornados con anchas y vistosas cintas y sus lujosas sombrillas, recorrían
las colinas de la verde hierba ó se sentaban al pié de los naranjos y chirimoyos,
aumentando el esplendor de aquel florido y fragante pensil. Cuando el astro del
día apagaba sus fuegos y se escondía detrás de las crestas de los montes, el aura
fresca de la noche acariciaba el ameno valle. Fusagasugá se embriagaba con una
encantadora armonía, y los preludios de las bandolas y guitarras... la dulzura de
las voces entonando canciones y aires populares anunciaban el principio de los
alegres bailes y de las veladas en tertulias familiares.

VIII
Un ramo de jazmín
DESDE el principio tuve cuidado de informarme de la residencia de la familia de
Elisa. Habitaba en el «Limonal,» delicioso sitio sembrado de casitas de paja, que
demora en una colina alfombrada de verde grama, vestida de naranjos y flores y
bañada por un puro y cristalino arroyuelo.

La siguiente noche á la de mi llegada fui invitado á un baile que se daba en el


salon de la escuela parroquial, como el lugar más á propósito para esta clase de
reuniones. La música era bastante buena, la sociedad escogida y amable. A poco
rato llegó mi adorado encanto, en compañía de su familia y del joven negociante
con quien salió de Bogotá, que no excusaba la ocasión de aparecer como el más
fino amigo de la casa y cortejo obligado de la joven.

Yo no sé porqué la presencia de aquel hombre produjo en mí desde aquel instante


un instintivo sentimiento de mortal antipatía, como si previera que aquel individuo
sería algún día el verdugo de mi existencia y la causa de mis males.

Al entrar Elisa se fascinaron mis ojos, se conturbó mi ser, y yo temblaba como


tiemblan y se conmueven los estudiantes en un certamen, en presencia del
público y de sus examinadores. Elisa estaba hechicera con su traje de seda ligero,
color plomizo, su vistoso y lindo tocado y sus soberbias joyas. Llevaba al pecho un
ramo de jazmín cubierto de flores menos románticas y fragantes que la hermosa y
linda flor que se ofrecía á mis ojos. A la segunda pieza me avancé lleno de
turbación y de zozobra y la supliqué me hiciera el honor de bailar conmigo
un straws: acogió mi invitación con benevolencia y yo llegué, por fin, á ver, á tocar
aquella linda mano, aunque al través de finos y suaves mitones, y á ceñir aquel
talle de diosa del Olimpo.

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Ebrio de contento, de timidez y de felicidad, trataba de dirigirle la palabra, pero mi
lengua se había adherido al paladar y mis labios rehusaban obedecerme. Al fin me
aventuro y con alterada voz la digo:

-Señorita, no sé cómo alabar y ensalzar mi venturosa estrella, que ha colmado, al


fin, los votos de mi corazón, concediéndome los momentos más deliciosos y
ansiados de mi atormentada existencia, los de poder estar tan cerca de V. y
gozando de su divina y encantadora presencia ....»

Sonrióse fríamente, y me respondió

-No creo, señor, que pueda llamarse ventura el estar á mi lado, ni que V. califique
de divina mi presencia en esta rústica y sencilla reunión.

-¡Ah! señorita, respondíle : no encuentro palabras con que pintar estos momentos
preciosos, y digo poco al calificarlos de divinos.

Nada me respondió, pero noté con indecible emoción que la mano que
descansaba en mi brazo imprimía en él un imperceptible apretón. No tuve valor
para decirla más y temblaba de oir su respuesta; temblaba como el reo que espera
la sentencia de muerte en presencia de su juez.

Concluido el wals, la tomé del brazo y la conduje á su asiento, pero los ojos del
maldecido negociante, que, cual un argos, nos seguían á todas partes, vinieron á
encontrarse con los míos y ví brillar en ellos un relámpago de furor y de celo, y
observé que se mordía los labios.

No me fué posible aquella noche bailar segunda vez con ella, pues se interpuso
continuamente aquel hombre funesto, que á partir de aquel momento fué su
obligada é inevitable pareja.

El baile concluyó cerca de media noche, y al salir de allí, como me había colocado
detrás del grupo que formaba la familia de Elisa, á quien daba el brazo mi odioso
rival, vi que al disimulo dejó caer casi á mis pies el ramo de jazmín que antes
había llevado como al descuido á sus divinos labios.

Recogí inmediatamente esta prenda y guardéla. A mi regreso á la posada coloqué


cuidadosamente este precioso botín en una cajita de cristal, para que no se
marchitase y deshojara. Ella me acompaña y me acompañará, porque la llevo al
pecho en un relicario que irá conmigo al sepulcro.

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IX
Un vaso de agua
EL resto de la noche lo pasé sin dormir, andando como perdido por las calles del
pueblo. El amor y los celos estaban produciendo en mí los mayores estragos. La
mañana me sorprendió sentado en los bancos de un corredor de la plaza. Fuí
temprano á mi posada, en donde encontré á mi amigo, que todavía reposaba,
pues había pasado la mayor parte de la noche en el billar. Al sentarnos á almorzar
notó mi palidez y descomposición, y empezó á darme broma y á zumbarme,
atribuyéndolas á causas muy diferentes, y sin recelar la mortal angustia de que era
víctima. Díjome luego que despachase pronto el almuerzo y fuera á vertirme lo
mejor que pudiese, pues había aquel día un paseo al «Limonal», á donde
concurrirían las familias más notables y elegantes; que seríamos presentados á
ellas por su antagonista en el juego del billar, cachaco elegante y de muy buenas
relaciones. Añadió que habría comida en el llano, carreras y baile, y que todos
esperaban que esta reunión sería muy alegre y divertida.

Como es fácil de imaginar, esta noticia colmó de placer mi corazón: tomé un baño,
me peiné y me puse una levita gris, de merino, un pantalón de paño listado, un
chaleco de seda, botines de ante, un bello reloj con su cadena de oro, y un
sombrerito de paja, antioqueño.

Partimos, en fin, y llegamos al «Limonal», en donde se hallaba ya la mayor parte


de los convidados. Recibiónos el padre y la mamá de Elisa con la atención y finura
de su clase, y fuímos invitados á tomar parte en el regocijo de aquel día. La
comida estuvo deliciosa, y se sirvió sobre la verde alfombra del césped. Se bailó al
compás de tiples y bandolas escogidos; se cantó en coro, pero aun faltaba lo
mejor en aquella partida de placer. Debajo de un frondosísimo caucho, se había
levantado un tablado ó trono, en donde debían ostentarse las bellezas de aquella
risueña y alegre compañía. El citado estrado presentaba el aspecto de una tienda
de campaña ó dosel cubierto de cortinas de escarlata, y se asemejaba en un todo
á aquellos tronos que en los campamentos de la Edad media se levantaban para
que las damas enamoradas premiasen á los vencedores del torneo. Mi diosa
ocupaba el centro sentada en una otomana colorada , rodeada de sus lindas
compañeras, que le formaban una corte , y descollaba entre todas como la rosa en
medio de las demás flores, ó como la luna en medio de las estrellas. Su traje era
encantador , y en él resaltaban el blanco y el turquí , y el lindo Sombrerillo, que tan
bien acentuaba aquella aristocrática cuanto graciosa belleza, le daban el aire de
Armida en el torneo de Ascalón, ó de Eleonor de Guyena ó de Matilde delante de
los muros de Jerusalén. Ella debía premiar á los vencedores arrojándoles un
ramillete de flores. Yo no tenía ojos sino para contemplarla, y no debiendo tomar
parte en la liza, sentéme con mi compañero eu un tronco seco, á alguna distancia
de aquella bellísima tienda de campaña, que encerraba en aquellos gratos y

16

deliciosos momentos todo lo que existia para mí de amable sobre la haz de la
tierra.

Empezáronse las carreras de caballos: al frente de aquel árbol se extendía un


dilatado llano tan terso y unido como un tapiz, á cuyo término se hallaba una pared
que debía ser el límite de las apuestas.

En la primera carrera fue vencedor mi rival, que estaba montado en un ligerísimo


tordillo.

Vino y recibió de mi amada un ramillete que colocó en el ojal de su levita. Mi


corazón se llenó de celos, pero al prodigar aquel lisonjero cuanto inmerecido favor,
debido solo á la bondad del caballo, noté que Elisa lo hacía de una manera fría é
indiferente, que en nada dejaba vislumbrar la preferencia hacia un amante
adorado, ó el orgullo de una dama en los triunfos de su caballero.

Después de las apuestas siguieron las sortijas, y mi rival estuvo ya muy distante
de alcanzar el galardón. Ultimamente se jugaron las apuestas al salto de á pie,
pero en nada tomé parte, no estando en disposición de hacerlo. Mis ojos no se
apartaron en toda la tarde de su hermosa mirada, y tuve la dicha de notar que ella
no daba preferencia á ninguno de los jóvenes que se hallaban presentes.

Como el calor de aquella tarde era excesivo, y grande el bochorno, volvióse Elisa
á buscar con los ojos alguna persona de su servidumbre á quien pedirle un poco
de agua fresca: lancéme al punto, y tomando una de las hermosísimas copas de
cristal que aun quedaban en la mesa del festín, la lleno presuroso en la cristalina
corriente, y, adivinando sus deseos, corro á presentársela para que refrescase con
ella sus delicados labios y calmase la agitación de su ardoroso pecho.

Recibióme con mucho agrado; y al darme las gracias, me suplicó perdonase lo


que ella reputaba como molestia. Puso la copa sobre el plato, y al devolvérmelo
me regaló con una dulce mirada y con una amable sonrisa. Noté que había tocado
mi mano con sus torneados y delicados dedos; bajé del estrado y apuré el resto
del líquido y saboreé con mis labios el néctar que habían dejado ya los suyos.

El sol empezaba ya á ocultarse tras la majestuosa frente de los montes, pues


llegaba á su ocaso. ¡Ah! ¡qué de recuerdos y contemplaciones no se presentaron
á mi imaginación en aquel momento con el término de la carrera del astro
luminoso!... lo instable de los placeres y felicidad humana!... En doce horas, me
decía, este astro del día nos ha regalado inundando con su hermosura toda la
creación; yo he podido ver y contemplar con su luz esplendorosa las divinas y
celestiales perfecciones de que está adornada, cual imágen del Creador, mi
adorada Elisa, pero ya su luz muere, las tinieblas se apoderan de la tierra y con su
manto aterrador pronto seremos cubiertos todos los mortales; se alejará de mi
presencia la que es el hechizo de mis ojos, el embeleso de mi corazón , la

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conmovedora de mi existencia! y yo... yo quedaré dentro de pocos momentos solo,
en compañía únicamente de mi angustiado y lacerado corazón , entregado á mis
tristes y dolorosos recuerdos!

Al llegar aquí de mis reflexiones, noté el movimiento de la concurrencia, y


observando mi reloj ví que eran las cinco y media de la tarde. Las señoras
manifestaron deseos de volverse á la quinta, y como mi rival se hallaba
entretenido con otros jóvenes compañeros en la corrida de un becerro , aproveché
la oportunidad y la di mi mano para bajar del tablado, ofreciéndola mi brazo para
conducirla á su albergue, que aceptó con amabilidad. Experimenté en este
momento una inefable delicia, semejante á la que suponemos gozan los ángeles
en el cielo. Yo... tener la dicha y el honor de acompañarla! Me consideraba en
aquellos momentos el más feliz de los mortales.

En el corto trayecto de nuestro paseo le dije:

- Señorita, creo que las delicias y los recuerdos de esta preciosa tarde no se
borrarán jamás de mi memoria. Ellos son tanto más gratos cuanto me
proporcionan los momentos más felices para poder servir a usted de compañeros,
tomándome la franqueza de manifestarla que su encantadora imagen no se
apartará nunca de mi memoria. Señorita, el mágico esplendor de tantos hechizos
y atractivos ha penetrado en mi corazón: la flecha del amor ha hechos en él una
profunda herida. Yo quisiera, señora, si usted me lo permitiese, ofrecerle todo mi
ser y mi alma en holocausto ante los altares de tan sin igual beldad. Solo temo,
señora, que usted desdeñe el humilde tributo que le presento, porque lo estime
indigno de usted.

Turbóse un tanto al oír de mi boca aquella inesperada declaración, y después de


una corta pausa me dijo con agrado:

-Siento infinito, caballero, que mi poco mérito haya hecho en V. tan grande
impresión, y no me atrevo á creer todo lo que oyen mis oídos, ni menos que haya
podido V. apasionarse tan pronto de mí.

Aseguréla de nuevo de la vehemencia de mi amor, y díjome:

-Todos los hombres dicen lo mismo, quizá para lisonjearnos y estimular nuestra
natural vanidad.

Torné á reiterarla la protesta de mi verdadero y eterno amor, manifestándole que


mi único temor no era otro sino el de ser desechado por ella y burlado en mis más.
Risueñas esperanzas.

-Conserve V. la esperanza, me dijo, pues la esperanza es siempre el consuelo del


hombre perseverante.

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-Pero si estas esperanzas son engañadas, ¿no seré yo el mortal más infeliz del
universo? ¡Ah! V. no me ama... desprecia mi humilde tributo!,.. ¿no es así?

Quedóse perpleja, y díjome:

-Nunca he manifestado á V. que me desagrada. Usted tiene una prenda de mi


simpatía: yo espero que V. no la habrá despreciado.

Acordéme del ramillete de jazmín que recogí en el baile, y la dije arrebatado de


gozo:

-¿Es verdad, señora, que intencionalmente V. dejó caer á mis pies ese precioso
ramillete, divinizado por su contacto hechicero, y que tengo, por lo mismo, algún
derecho para deducir que no le soy desagradable?

-Sin duda, me replicó: aquello lo hice con esa intención, y ahora repito á V. que
ese jazmín no solo significa y denuncia mi simpatía, sino que ordena paciencia en
sus pretensiones, pues lo que V. pretende que yo le declare, no depende
exclusivamente de mí sino de otras personas cuya voluntad es para mí una ley.

No nos dió tiempo de seguir aquel interesante y dulce coloquio, la venida del resto
de los convidados, que, con bulliciosa algazara y gritos de un desmedido contento,
llegaron á nosotros á todo correr.

En seguida entramos en la quinta, en donde á poco se sirvió un abundante cuanto


exquisito refresco. El baile debía coronar aquel festín; pero un accidente que
sobrevino lo interrumpió. La mamá de Elisa estaba fuertemente accidentada de
una repentina jaqueca acompañada de principios de fiebre, debida quizá al su-
focante ardor de la tarde, y se hallaba ya en la cama. Apresurámonos á
despedirnos y regresar al lugar, yo lleno de esperanzas y sin recelar serían
aquéllos los últimos momentos de placer y de delicia que me quiso conceder un
impenetrable cuanto despiadado destino...

Llegamos á la posada, y al entrar en ella mi primer cuidado fué ir á recrearme en


mi tesoro: acerquéme á mi adorada cajita, contemplé mi jazmín, aquel mudo
enigma que descifraba toda mi pasión y daba una respuesta á mis ansias y
tormentos, y que tal vez más tarde sería preludio de aquel sí que yo tenía sufi-
cientes esperanzas de oír de sus divinos labios. Mi corazón se serenó un tanto, y
sin querer tomar parte en la alegría y baile esa noche, me retiré á mi aposento á
recordar los sucesos de aquella risueña y favorecida tarde, sin olvidar sus
menores incidentes.

Muy tarde de la noche pude conciliar el sueño, que fué tranquilo y duró hasta muy
avanzado el día.

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A la hora de almorzar me dijo mi amigo que acababa de despedirse de la familia
del «Limonal», que partía para el «Hatillo», hacienda situada en las vegas del
delicioso río que lleva las aguas del valle de Fusagasugá, y que dista cuatro
leguas, en temperamento bastante cálido : añadió que la familia permanecería allí
como dos meses, por motivo de la salud del padre de la familia y porque los
médicos le habían prescrito ese temperamento. Llenéme de pesar y de inquietud
,y ví como que la vara de un maléfico genio se interponía para acibarar el principio
de mi ventura y retardar el feliz momento que yo ansiaba.

Aquel día trascurrió para mi en una mortal tristeza, acompañada de punzantes


celos. A veces me decía yo: ¡Ah! ¡si este maldecido comerciante, este rival, habrá
notado que Elisa no me mira mal , y será el promotor de este tan inesperado como
infausto viaje!

Aquel fué para mí un día tormentoso y lleno de dolor, y la noche que se siguió,
viendo que ya no había encanto para mí en Fusagasugá, resolví mi regreso á esta
ciudad , lo que verifiqué solo, porque mi amigo quiso detenerse ocho días más
para divertirse y bañarse. Hice una triste jornada, sin más compañía que mis
recuerdos, y entré á las cinco de la tarde en la ciudad.

X
La serenata
DENTRO de dos días se abrían de nuevo los cursos, y mi acudiente me previno
fuese á proveerme de los libros necesarios para el año entrante.

Embebido en aquella mortal pasión que se había adueñado de todo mi ser, yo no


prestaba gran atención á mis estudios: me retiraba y huía de la sociedad de mis
condiscípulos. Un poderoso deseo se había apoderado de mí, y yo no vivía con
ninguna de las impresiones exteriores, ocupado y penetrado en aquellos
recuerdos, y solo ansiando por el día venturoso en que mis ojos debían
contemplarla de nuevo.

Mi familia no me escribía ya hacía bastante tiempo; pero yo, ocupado en mi mortal


pasión, ni aun notaba el silencio de mis amados padres. Pasaba con frecuencia
por casa de mi Elisa, la que permanecía cerrada.

Por fin llega el venturoso momento, y una mañana de febrero veo con indecible
placer abiertas las vidrieras y flotar las persianas, y pude ver ese mismo día á mi
amada en el balcón. Aquella misma tarde reuní una serenata de las mejores
bandolas, y compuse unas estrofas para cantar los pesares de su ausencia, el
poder de su amor y el contento de su vista.

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Las doce de la noche serían, y ya estábamos frente á los balcones. Principiamos
por el vals de Strauws que con ella bailé en Fusagasugá, y luego con el
acompañamiento fueron cantadas, por tres voces, las estrofas que antes dije
había compuesto. Fueran éstas:

SERENATA

Quita un instante al sueño Su poderío,


Y duélate, mi dueño, Tanto amor mío!
Oye las quejas
Que ahora estrella mi acento
Contra tus rejas!

Cuando el techo dejara De mis hogares,


¡Quién, Elisa, augurara Tantos pesares!
Quien me dijera
Ay! Que á fuerza de amarte
Por tí muriera!

Al terminarlas, como yo temiese no hubiesen sido oídas de Elisa, por causa de ser
muy retirado su aposento hacia la parte interior, volvimos á entonarlas, y á pocos
momentos sentí que entre abrían el balcon y arrojaban á la calle alguna cosa; me
incliné al suelo, y á la luz de un farolillo de reverbero pude ver un nuevo ramo de
jazmín, que recogí. Busqué por ver si había algún otro objeto, y nada pude hallar.
Este nuevo ramo de jazmín quería, pues; decir para mí lo mismo que el primero:
amor, constancia y esperanza. (Entonces no estaba en uso toda aquella ingeniosa
invención del lenguaje de las flores).

Regresé, pues, alegre á mi alojamiento, convencido más y más de que debía dar
pábulo á tan lisonjeras cuanto fundadas esperanzas, y me dormí apaciblemente.

XI
No hay rosa sin espinas
COMO yo tratase al siguiente día de mandar hacer un lindo vestido para
presentarme en casa de Elisa, fui al correo á ver si tenía carta de mis padres. En
efecto, la había para mi; mi madre era la que escribía, el contenido de su carta era
siguiente:

«Vega del Palmarito, febrero 20 de 18...

«Mi amado Luisito: ¿Cómo podré pintarte el dolor de corazón al trazar estas
fatales líneas que mi trémula mano y mi adolorida imaginación se rehusan á
producir? ¿Cómo podré anunciarte el funesto suceso con que la Divina

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Providencia ha querido abrumarnos, dejándome á mí triste y desconsola viuda, y a
tí desamparado huérfano?...... Tu amoroso padre, mi virtuoso y heroico
compañero de tantos años, ha muerto víctima de un atroz pronunciamiento, que al
llevarse la vida de nuestro apoyo nos arrebató la mayor parte de nuestra honrada
fortuna. Sumergida en el más espantoso dolor, no había tenido fuerzas para
paticiparte tan lamentable suceso, por no acibarar tu existencia. Vente pronto,
pues no me queda más consuelo ni esperanza que verte.

«Irene hace mucho tiempo que nos dejó, y está al lado de sus padres. Ruega al
Señor que me dé valor, y recibe el corazón destrozado de tu tierna y amorosa
madre, que espera verte antes de quince días.»

Como un golpe de rayo que, desprendiéndose de lo alto de las nubes, hiende y


destroza un bello y frondoso árbol, lleno de vida y lozanía, fué esta carta para mí:
anonadado y sumergido en el más atroz dolor, corro, vuelo á encerrarme en mi
cuarto, y allí, dando explosión á mi corazón destrozado, me entrego al más
frenético dolor!

Mi acudiente, que ya lo sabía, me trata de consolar; me manifiesta que siendo éste


un golpe inesperado de la suerte, yo debo resignarme y disponerme á partir,
siendo el único sostén de mi desdichada madre en tan amarga situación, y
necesario además para asegurar el resto de nuestra menoscabada fortuna. El
mismo hizo los preparativos de mi viaje, que se verificó dos días después de tan
infausta noticia.

Llegué en el espacio de doce días á aquella casa paterna, á donde volvía con un
corazón distinto del que de allí había sacado, que yo había sufrido los mortales
ataques de punzantes dolores y de pasiones desgarradoras.

Caí en los brazos de mi anciana y triste madre, que me esperaba con la mayor
ansiedad; llené de besos aquella mano para mí tan benéfica, y estreché contra mi
pecho aquel corazón, parte de mí mismo y que tan digno de lástima y de consuelo
se exhibió para mí en aquella lúgubre peripecia de mi azarosa existencia. Después
de los primeros sollozos, mi madre me refirió como mi malhadado padre, Jefe
político de Piedecuesta, había sucumbido víctima de su celo por el orden público,
tratando de reprimir un pronunciamiento y salvar la Constitución del país y las
vidas de los honrados vecinos: que en sus últimos momentos se había acordado
de mí y me había recomendado fuese el apoyo de mi desamparada madre y un
modelo de honradez y de virtud.

Después de haber dado juntos un justo pábulo al dolor de tan lamentable pérdida,
fuíme á descansar; al día siguiente díjome mi madre:

-Hijo mío, los sucesos políticos nos ponen cada día más en la imposibilidad de
vivir largo tiempo en estos lugares. Todos los animales y ganados nos han sido

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robados, y yo no querría por nada en el mundo que tú, mi única esperanza, mi
solo amor sobre la tierra, fueras víctima, como tu padre, del odio de los partidos.
Vendamos «el Palmarito», y sus plantíos; vendamos nuestra casa en el lugar y
vámonos para Bogotá, donde nos radicaremos y yo podré supervigilar tu
educación, rodeándote de mis maternales cuidados.

Fué convenido, pues, que se haría aquella venta, la que se verificó, parte de
contado y parte á plazos, y preparamos nuestro viaje á Bogotá para diez días
después.

Tan pronto como supo Irene mi llegada, voló á verme. Ya no era la tierna y fresca
niña que yo había dejado y á quien alzaba en mis brazos en nuestros cándidos ó
infantiles juegos. Era una linda joven, pero algún tanto seria. Sea efecto del estado
de mi alma, ó de cualquiera otra causa, no me pareció tan atractiva como antes.
Es verdad que yo no la amaba ya.

Ocupado enteramente en los preparativos y celebración del contrato, tenía qué


ausentarme frecuentemente á la villa, y esto, unido á los pocos deseos que yo
tenía de verme á solas con ella, hacía que evitase una entrevista que no podía
menos de sernos igualmente dolorosa, tanto á ella como á mí. Sin embargo, este
temido momento llegó.

Una noche, á hora muy avanzada, hallándome yo escribiendo en mi cuarto, y


precisamente la víspera de nuestra marcha, sentí empujar la puerta: volví la
cabeza hacia atrás y ví entrar á Irene. Estaba inquieta y turbada: díjela se sentase,
y dejando la pluma, sentéme á su lado en un canapé. Ella rompió el silencio
tratándome de ingrato, que la había olvidado y no la había escrito con frecuencia,
y que después de tan largo silencio ella temía que mi corazón hubiese cambiado
en Bogotá, en donde, sin duda, habría visto mujeres de mayor mérito y belleza.

Tranquilicéla, ofreciéndole que mi frialdad no provenía de otra causa sino de la


gravedad de los pesares que me abrumaban por la pérdida de mi padre, la
aflicción de mi madre, el derroche de nuestra fortuna, el abandono y venta que,
por fuerza, teníamos que hacer de nuestra propiedad, la ausencia de aquellos
lugares y los multiplicados quehaceres que, por consecuencia de esto, tenía.
Acordándome luego de la tierna compañera de mi infancia, que había sido el
consuelo de mis amados padres, le pregunté si ella no había variado de
sentimientos respecto de mí. La inocente hija de los campos díjome llorando:

-¡Ah! ¡hombre ingrato! ¿Puedes tú creer en la volubilidad de mis promesas y falsía


de mis juramentos?

Conociendo cuán bella era aquella alma, cuán sencillo y cándido aquel corazón,
enternecíme, tomé su mano, la estreché contra mi pecho y la dije:

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-Irene mía, compañera de mi infancia, de mis juegos, créeme que después de mi
querida madre no existe en el mundo un ser cuya felicidad sea más cara para mí
que la tuya. Mira, tan luego como mis asuntos se terminen y arreglen y concluya
mis estudios en Bogotá, mi primer cuidado será hacerte feliz.

Calmóse un tanto la enamorada doncella, y lo restante de su visita lo pasó


refiriéndome minuciosamente los rápidos y dolorosos sucesos ocurridos en la
posesión después de mi ausencia, y como ella se había retirado á cuidar de su
madre enferma.

XII
Bancarrota
PUSÍMONOS al fin en camino para esta ciudad, á donde entrábamos quince días
después. Mi primer cuidado, después de alojar cómodamente á mi buena madre,
fué volar á saber de Elisa. Ella no se hallaba en Bogotá, había partido para Europa
en compañía de su padre y de su otra hermana. De su regreso nada se sabía,
pero se suponía no fuera muy pronto, en atención á que la educación que estaban
recibiendo en París dos de sus hermanos causaría naturalmente este retardo.

¡Qué golpe tan fatal, tan nuevo y tan inesperado para un corazón que ya había
sufrido tantas y tan repetidas emociones! ¡Solo esto faltaba para colmar la copa de
mis amarguras y para el cumplimiento de los decretos de mi infausta estrella y de
mi cruel Destino...!

Enamorado perdido; con algunas esperanzas fundadas, y verme separado de ella


á tiempo que mi desenlace se apresuraba... ¡ah! estuve por maldecir mi ausencia
y hasta mi existencia...

Pero luego recordé á mi amado padre, á mi virtuosa madre y los sagrados deberes
que había ido á cumplir, y que fueron motivo de mi extemporánea partida...

Nuestro corto capital, que solo se componía de ocho mil pesos, bastaba para mi
subsistencia y la de mi buena madre. Acordamos que este dinero sería colocado á
interés, para subvenir con sus réditos á las necesidades de nuestra modesta exis-
tencia, y se colocó en manos de un comerciante acreditado, pero sin más
seguridades ni garantía que su sola firma. Sin embargo, ésta era tenida como muy
respetable, y siguiendo los usos de comercio bastaba esta sola caución.

Yo continué mis estudios, pero distraído y absorto del todo en mis tristes
memorias. A veces me ocupaba en componer versos al ídolo de mi pecho,
derramando en ellos los más dolorosos y tristes recuerdos. En esta ocupación

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sentía cierto placer secreto, porque esperaba que algún día ella vería estas
pruebas de mi constancia y amor.

Una mañana que yo había ido á la calle Real con cierta urgencia, encontré un
corro de comerciantes que discutían y hablaban con viveza: acerqueme, y llegó á
mis oídos la fatal palabra de quiebra. Puse mayor atención, y ¡oh Dios ! vino
también á mis oídos el nombre del comerciante deudor nuestro, y... pasé ansioso
á informarme con un comerciante conocido mío,confirmándose los temores que yo
abrigaba.

Sé trataba nada menos que de una quiebra, y una quiebra fraudulenta de más de
doscientos mil pesos. El fallido no había presentado sino seis mil pesos que
servirían para pagar deudas Privilegiadas; por consiguiente, nosotros
quedaríamos sin reembolsar un solo centavo...

¡Oh poderoso Dios!... nosotros quedaríamos, pues, reducidos á la indigencia,


porque solo contábamos ya, como único capítal, con cuatro mil pesos en
Piedecuesta, cuyo plazo no estaba aún vencido.

Yo no me atreví á llevar á mi desgraciada madre tan funesta nueva. Se decía


además que aquel comerciante, aliado y consocio con mi rival, había salvado la
mayor parte de sus intereses en poder de éste, y enajenado fraudulentamente al
mismo sujeto sus bienes raíces.

Decidí, pues, en mi mente, que partiría para Piedecuesta á cobrar el resto de


nuestra acreencia, y con motivo de este repentino viaje tuve al fin que revelar á mi
buena madre el fatal secreto. Ella, inundada en llanto, y dando los más tristes y
dolorosos suspiros, me dejó al fin partir, como el único camino que se presentaba
para consultar su bienestar y el mío.

Trasladéme á Piedecuesta, y tuve allí la desgracia de saber que el comprador de


nuestras propiedades, habiéndolas enajenado á su turno, había partido para
Venezuela, y ninguna esperanza quedaba de recobrar su valor. Uno de los
antiguos amigos de mi padre, á quien confié mis amarguras y revelé la situación
de mi pobre madre, quiso más bien, por favorecernos, tomarme aquel crédito por
quinientos pesos, con la remota esperanza de cobrar un día alguna parte de él.

Regresé después de haberme despedido de Irene, á quien confié mis


desventuras. Ella me dijo que á pesar de todo me amaría siempre, y que su mayor
dicha sería pasar el resto de sus días á mi lado y al de mi madre, y que tan luego
como la suya falleciese, pues estaba muy achacosa, iría á reunirse á nosotros. Dí
las gracias á esta fiel y agradecida joven, que me amaba tan solo por mi poco
mérito, y partí...

25

¡Qué diferentes ideas ofuscaban mi alma pesarosa al pasar por aquellos campos,
al divisar aquel risueño Palmarito, del cual cuatro años antes había sido dueño, y
ahora era de un extraño! Parecióme que era una profanación mirar hacia allí, y
que el Ser Supremo, en castigo de mi pérfida inconstancia, me castigaba y
arrojaba como un ser maldecido. Ya uno de los eslabones de la cadena de mi vida
estaba roto: no tenía padre, y además estaba completamente arruinado.

XIII
La orfandad y la oración
APRESURÉME á volver la espalda por última vez á aquellos valles poblados para
mí de tan amables recuerdos, y por tercera vez entré en Bogotá en una noche
más lóbrega y lluviosa que la primera. Llego á mi casa, golpeo á la puerta, sale á
abrirme una persona que me es enteramente desconocida: pregunto por mi
madre, sin dar á conocer que yo era su hijo... ¡oh tormento!... la estrella de la
desgracia que me acompaña me tenía preparado un nuevo sufrimiento, otro nuevo
dolor!... la más terrible nueva se me da...-La señora que usted busca, se me dice,
hace quince días murió, por consecuencia de una fiebre tifoidea que desolaba la
ciudad!

Anonadado por aquel nuevo golpe, me senté á llorar en el umbral de aquella casa,
para mí en otro tiempo tan amada, puesto que ella había encerrado lo más querido
y sagrado para mí sobre la tierra. No quise buscar posada, y después dé haber
colocado mi mula y montura en el patio de una casa pobre, que me era conocida,
salí errante por las calles, para dar expansión libremente á mi dolor.

Fué aquélla la noche que hice por primera vez un ámplio conocimiento con ese
frío marmóreo que se llama sereno, y que debía ser más tarde mi elemento
habitual: sí, el sereno, del pobre, el compañero obligado de sus infortunios y de
sus penas! Y en efecto, á pesar de los sufrimientos que hasta entonces habían
lacerado mi corazón, no había yo bebido todavía á grandes tragos el cáliz de la
amargura y del dolor.

Yo, joven de veinticuatro años, huérfano, arruinado y sin más compañero ni amigo
sobre la tierra que mi angustiado y afligido corazón! Fué en aquella terrible noche
cuando supe qué cosa es el infortunio: ví despedirse una á una las estrellas del
firmamento, y oí contar la rápida oscilación del reloj, que anuncia á los mortales la
velocidad del tiempo y la efímera duración de su quimérica felicidad. Sí, éste era
un aprendizaje que debería serme útil más tarde, porque yo no estaba aún sino en
el principio del sufrimiento y del dolor.

La mañana me sorprendió en los bancos de la Capuchina. Entumecido por el frío


de la noche, y herido por el más hondo pesar, yo no podía llorar..... Había llorado

26

tanto!... En veinte y cuatro años ya la fuente de mis ojos se había agotado, y Dios
me negaba hasta el consuelo de las lágrimas!.....

Pero yo vertía otras interiormente, y puedo decir que las heridas de mi afligido
pecho se desangraban allá dentro, gota á gota...

Fuíme maquinalmente, y al pasar por frente á San Juan de Dios tocaban á misa
de seis. Entróme en aquel templo, y postrado ante las aras del Dios que, en medio
de mis torturas, juzgaba era para mí tan inclemente, le pedí consuelo y valor, y
aun más le pedí; le pedí el perdón de mis delitos y ofrecí ante la imagen de su
martirio y de su cruz el holocausto de mis aflicciones y acerbas penas. Consideré
como un sacrilegio, como una blasfemia, quejarme dentro de aquellos tristes
muros, donde habían resonado en tantos años los ayes del dolor de la carne y los
clamores de la desesperación del alma... La mía se serenó: una santa resignación
y una angélica paz bajaron de los cielos á mi corazón, y ésta fué la primera vez
que experimenté los sublimes consuelos de la religión, que para mí ha sido el
bálsamo refrescante y el lenitivo de todas mis amarguras y dolores.

Salí del templo y fuíme á buscar un albergue pobre, pues yo no podía pagar otro.
Encontrólo en una familia honrada, y luego, como yo tuviese que desempeñar los
sacrosantos deberes que me imponía el recuerdo de mi adorada madre, fuíme á la
casa en donde había entregado su alma al Creador, recogí todos sus muebles y
alhajitas, últimos vestigios de lo que para mí había sido tan caro sobre la tierra.
Entre éstos se encuentra, y conservo todavía, un crucifijo que jamás he querido
enajenar, ni aun en los mayores apuros de mi pobreza, y que es el compañero en
mi soledad y el confidente y consejero en mis trabajos.

Trasladéme luego al cementerio: me hice señalar el lugar que guardaba los restos
preciosos, y allí postrado oré por el alma de mi difunta madre: pedíla perdón por
los pesares y sinsabores que la causé en su vida, y me encomendé á su alma
bienaventurada. Luego, dando un beso á aquella tierra que nos separaba para
siempre, salí y fuí á ordenar que se grabase una lápida que indicase el lugar de su
eterno reposo.

XIV
El loco
HUÉRFANO y desamparado y además pobre, yo no podía ya pensar en seguir
mis estudios, y debía sacar de mi corazón y de mi industria los recursos para vivir.
Sí, yo quería vivir, yo no tenía valor ni fuerza para abandonar un país en donde se
ocultaban los huesos de mi madre ya donde debía volver Elisa...

27

Acomodéme en la casa de un sastre de arrabal que trabajaba con sus dos hijos, y
allí, con asiduo trabajo me proporcionaba apenas dos reales diarios para vivir.
Aquella familia no era un modelo, y los dos jovenes, que bien pronto me quisieron
como hermano, eran muy adictos á las serenatas, al juego y á los licores. Yo tuve
la debilidad de suscribir á sus caprichos, y poco á poco la disipación se iba
insinuando en todo mi ser.

Como yo salía poco al centro de la ciudad, ignoraba los sucesos de la gran


sociedad y del gran mundo. ¿Y para qué averiguarlos? ¿No estaba ya proscrito y
desterrado para siempre de sus círculos, pues ya era un pobre obrero destinado á
vivir el día con el día?... ¿Y cómo podría yo escalar aquella jerarquía social tan
delicada é inaccesible para el pobre, sin dinero y sin apoyo?... ¿esa sociedad
metalizada que lleva por lema «vales tanto cuanto tienes?» Sin embargo, un solo
sentimiento me ha¬cía vivir y soportar el peso de mis males. Elisa vivía; debía
re¬gresar, y el ramo de jazmines que yo había hecho colocar en un medalloncito
de plata, me decía que tuviera constancia y espe¬ranza!

Ah locas ilusiones de niño!... de niño que no sabe que la constancia de la mujer es


como la flor del almendro, que al más lijero soplo se deshoja! Imprudentes y
temerarias esperanzas del obrero que ignora que á los ojos del rico la pobreza es
un crimen y una asquerosa pestilencia.

Yo debía experimentar bien pronto el desencanto de tan fu¬nestas quimeras.

En efecto, una noche que yo había salido á vagar con mis camaradas de taller,
pasé por frente á la casa de mi adorada, toda esplendente de iluminación interior y
de cuyos suntuosos salones se escapaban las armonías de un soberbio piano
diestramente tocado, y también la algazara de los convidados. Sorprendióme todo,
y como entrasen varias personas de distinguido porte, me avancé y pregunté al
portero el motivo de aquella función, y si el señor Don Andrés había ya regresado
de Europa. Contestóme que hacía más de un mes que había vuelto con su familia,
y que en aquella noche se celebraba el enlace de la señorita Elisa con Don J...,mi
odioso rival y el cómplice en el robo de mis intereses.

¡Qué nuevo golpe tan funesto para el que en pocos meses ha¬bía ya recibido
tantos!...

Furioso y desesperado, quise lanzarme dentro de aquella so¬berbia morada para


arrancar la infame vida al raptor de mi fortuna y de mi amor: quise entrar á impedir
la consumación del más horrendo crímen, del más sacrílego perjurio y del más
alevoso asesinato!... Intenté arrojarme á exigir el cumplimiento de unas promesas
que para mi eran tan sagradas, cuando en realidad no eran sino simples é
insignificantes esperanzas!...

28

Mis camaradas me arrancaron de allí, frenético, temiendo la vergüenza de un
escándalo con gente tan elevada, pues á todos inspiraba temor mi desesperación
y despecho.

Como yo había dado furiosos y amenazantes gritos, se agrupó la gente, y los del
sarao abrieron los balcones y aparecieron en ellos varias personas, con la
ansiedad de saber lo que pasaba en la calle. Apuraba mi dolor cuando percibí una
voz de hombre, voz burlona y cruel, que de arriba decía: «¡Pobre loco! ¡misera¬ble
insensato!»

Yo perdí el conocimiento: fuí trasportado de allí, casi exánime á casa de mi


maestro, y caí en la cama, en donde permanecí casi un mes entre la vida y la
muerte.

XV
La despedida
AL cabo de este intervalo y sin poder siquiera darme cuenta de las dolorosas
impresiones recibidas, una mañana que me hallaba ya convaleciendo de la
enfermedad, y sentado en el corredor, pálido, demudado y embozado en mi
jergón, tocan á mi pobre puerta, y uno de mis compañeros me dice que una criada
de casa grande quiere hablarme á solas dos palabras. Salgo, y una mujer á quien
yo no conocía, me dice que desea hablarme en el mayor secreto de un asunto que
me interesa demasiado.

Nos retiramos á un lado, y ella, mirando inquieta, como si temiese la observasen,


me dijo:

-Mi señora Elisa, de quien he sido criada de confianza por espacio de más de diez
años, ha partido con su esposo para Europa. Hace como quince días que, al partir,
me ha encargado buscase á usted y le entregase este billete, recomendándole el
mayor sigilo. Con mucho trabajo he logrado dar con esta casa, y me alegro de
cumplir fielmente la última voluntad de mi excelente señora.

Diciéndome esto, me alargó un billetito: yo lotomé, y habiéndome despedido de la


mensajera, pasé á mi humilde cuartito, temblando y con el corazón palpitante,
rompí el sello de lacre negro, lo abrí y leí lo siguiente:

«Señor Luis M.: Cuando reciba V. este billete, me hallaré ya muy lejos de V.
surcando los mares que separarán de la América mi existencia y dolor. Este será
eterno como mi vida.

«Víctima de una unión formada contra el voto de mi corazón, he debido suscribir á


las imperiosas voluntades de un padre que me ordenaba tomase por esposo al

29

hombre á quien en otro tiempo debió la salvación de su vida y de sus intereses.
Yo, débil mujer, no podía resistir á tan imperioso decreto, que á la vez me
mandaba sacrificar para siempre mi vida y mi corazón, so pena de incurrir en la
tremenda indignación de un padre inexorable, y en el desprecio de toda mi familia
resentida. Llena de dolor y sin haber podido tener una entrevista con el hombre
que poseía todo mi corazón, pasé, víctima de la más inaudita fatalidad y del hado
más adverso, á ser sacrificada ante los altares de himeneo, y doblemente
atormentada al conocer que al carro de mi desgracia iría siempre unida la del
hombre á quien amé desde el día en que por primera vez le vieron mis ojos. Esta
confesión que, á la vez que me ruboriza, pues falto á los sagrados deberes que
me impone, el lazo funesto que me ata á la vida, pero que debo hacer para
tranquilizar á usted, á V. á quien amé y amaré mientras viva, pues esa pasión
arderá siempre inextinguible en el ara de mi desgarrado corazón, será como un
holocausto mudo y secreto, consagrado á nuestro desventurado amor.

«Conserve usted como sagradas las cortas y fugitivas prendas que mi escasa
ventura pudo brindar á usted. Conserve siempre contra su atormentado pecho esa
rama de jazmines arrancada al árbol de mis deshojadas ilusiones y de mi sensible
corazón; y algún día en que ambos hayamos apurado hasta las heces el cáliz de
nuestras amarguras, el cielo, apiadado de nuestros martirios, nos reunirá en los
altares de los amantes desventurados, en la eterna mansión de una dicha
inmarcesible.

«Adios, mi amado cuanto lamentado Luis: borre usted de su pecho, si es posible,


mi recuerdo, que sería para usted un continuado martirio, mientras yo, infeliz,
lucharé, aunque en vano, por arrancar del mío el dardo que atraviesa mi corazón.»

Al leer aquellas líneas para mí tan dolorosas, me arrojé al suelo, me arranqué los
cabellos, mordí mis brazos, y dando los más dolorosos y horribles gritos,
revolcándome como un mísero gusano, maldije mi hado y el infausto día en que vi
la luz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
..................................................................
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XVI
Mi acudiente
COMO mi persona, por causa de mi enfermedad, fuese cada día más gravosa á
mis huéspedes, que eran gentes pobres, que vivían de su escaso trabajo, y se
hallasen , además, mis recursos enteramente agotados, y por tanto en
imposibilidad de ser útil para nada ni para nadie, considerado el triste y lamentable
estado á que me veía reducido, me decidí á refugiarme en el hospital y solicitar
auxilio en mi enfermedad en aquel lugar de caridad: allí fui admitido, pero me
trataron como mentecato y loco.

30

Salí de allí á los dos meses, como un espectro escapado de la tumba, á mendigar
el pan de la caridad. Mis mejillas flacas y hundidas, mis ojos torvos y consumidos,
y mi cruel desesperación y abatimiento, me daban un aspecto raro y huraño, y
largas noches al sereno labraron poco á poco mi cerebro y sembraron en mi alma
los gérmenes de esa terrible é incurable enfermedad que se llama hipocondría.
Pocos me compadecían y solo me arrojaban el pan de una escasa limosna. Los
muchachos me perseguían, silbábanme y lanzaban piedras sobre mí, con
expresiones groseras y burlonas y me llamaban «el loco Luis.»

Una mañana que me hallaba en la plaza de mercado, buscando quién quisiera


ocupar mis débiles y descarnados brazos en el oficio de esportillero, se me acercó
una buena señora á quien hacía falta un carguero para conducir á su casa unas
cestas de víveres: fuíme con ella por el módico salario de medio real: ¿cuál sería
mi sorpresa y vergüenza al entrar en aquella casa y reconocer al dueño de ella,
que no era otro que el sujeto que, en mejores tiempos para mí, había sido mi
acudiente, y á quien no me había querido presentar desde que había caído en
desgracia! Conocióme á pesar del pobre y triste estado en que me veía, me echó
los brazos al cuello y me invitó á que fuera todos los días á su casa, donde tendría
un plato de comida para alimentar mi pobre cuerpo. Dispensóme aquel excelente
sujeto los favores de su caritativo corazón, en términos que al cabo de tres meses
me había restablecido y mitigado un tanto mi mayor dolor.

XVII
El soldado en campaña
UN día, como al cabo de tres meses, hallándome en la plaza de la Catedral, llamó
mi atención el toque de un tambor que anunciaba la publicación de un bando. La
agitación del público y el toque de generala notificaban que se llamaba á todos los
hombres capaces de tomar las armas para un alistamiento militar. La guerra
acababa de estallar por consecuencia de la discordia civil. Me alisté en el acto y fui
obligado á hacer el servicio militar, porque, como pobre, no podía pagar la
exención de servicio, y mucho menos comprar un reemplazo.

Fuí incorporado en el batallón que se llamó «Cazadores», ydespués de dos meses


de ejercicios doctrinales marchamos para el Sur.

La vida de cuartel, las marchas, campamentos, las músicas militares, la algazara


estúpida de mis compañeros, no me hicieron en manera alguna olvidar aquel
antiguo dolor, ni pudieron extinguir el hondo sentimiento que dentro de mi pecho
ardía, semejante al fuego entre las apagadas cenizas.

31

Al fin de veinte jornadas llegamos á Popayán, y en pocos días invertidos en varios
preparativos, marchamos á internarnos en las breñas de Pasto. Allí nos esperaba
el enemigo, y allí los fuegos de Marte debían curar los que en mi corazón había
encendido el dios del Amor.

Un día de primer combate es un día culminante y notable en la vida del soldado,


del soldado raso que solo pelea por obligación y rigor de disciplina, sin interesarle
en nada el desenlace de las cuestiones políticas que se debaten, y que desolan y
arruinan el país. En este día debe dar el contingente de su sangre y de su vida, sin
esperanza de llegar presto á una brillante y elevada posición social, para que su
ensangrentado cuerpo ó su frío cadáver sirva de escala á las ambiciones ajenas.

Yo, por mi parte, aislado en medio de aquellos tumultos, viviendo solo con mis
dolorosos recuerdos, cumpliendo con toda humildad las rudas obligaciones del
soldado, en nada me interesaba el éxito de la batalla. Ésta empezó una mañana á
las seis: mi compañía fué dirigida á tomar una casa en que se había atrincherado
el enemigo, y tuve la desgracia de ser herido en una pierna al tiempo de
desalojarlo de unas cercas de piedra en donde se había hecho fuerte. El dolor de
mi herida no me permitió asistir al desenlace de aquella función de armas, que nos
fué favorable, aunque costosa y sangrienta. Fui llevado con los demás heridos á
un lugar inmediato, en donde permanecí dos meses, al cabo de los cuales regresé
á esta ciudad, licenciado como inválido.

Como el estado de mi herida no me permitiese hacer grandes jornadas, vine muy


despacio y casi de limosna. Yo deseaba llegar á Bogotá á dejar mis pobres
huesos al lado de los de mi madre, pues preveía que pocos serían ya mis
desgraciados días. En lugar de tomar la vía recta, seguí el camino de Fusagasugá
para ganar la sabana. Llegué á esa población á las cinco de la tarde, á tiempo de
ponerse el sol... ¡Qué tristes recuerdos eran para mí los que me inspiraba aquella
villa!... Allí, cuatro años antes había osado entregarme á los más risueños y gratos
desvaríos de una juvenil y enamorada fantasía, y á los halagos de un porvenir
encantado.

Entonces, elevado por el ángel de mis ensueños, mecido por las frescas y
embalsamadas brisas de sus montañas y por el aroma de sus naranjos, gocé de
los fugitivos raptos de un encantado delirio.

Ah! qué se hicieron aquellas deliciosas horas en que imaginé haber sido
trasportado á un Edén, cuando ahora solo hallaba pálida y macilenta sombra en
todo lo que allí veía, un recuerdo de lo que tanto amé! ¡Entonces, lleno de vida,
juventud, riqueza y esperanza! hoy triste y lastimero mendigo, que solo arrastraba
una existencia atormentada, deseando solo morir!...

32

XVIII
El delirio
DESPUES de un escaso alimento debido á la compasión de, uno de los vecinos
de aquel pueblo, salí de él al oscurecer. La noche era un poco clara: dirigí mis
vacilantes pasos hacia aquellos senderos que en otro tiempo había recorrido en
pos de ELLA; pasé por frente á los árboles del Limonal, ví sus blancas paredes,
llegué á la pradera del árbol de caucho donde en época más feliz se mostró tan
hechicera á mis deslumbrados ojos, como la reina del torneo: allí, postrado de
rodillas, bañado en lágrimas, exhalé el dolor de mi acongojado pecho y los
contenidos ayes de tan largo sufrimiento!...

Arrobado en un éxtasis profundo, absorto en mis recuerdos, aparecióseme con


todo el brillo de aquella sublime y aristocrática beldad, con su vestido de muselina
blanco, sus lazos azules, su sombrerillo de plumas, su encantadora sonrisa y
todos sus adorables hechizos.

Me acordaba de aquel vaso de agua que tan graciosamente recibió de mis manos
para llevarlo á sus sedientos y divinos labios. Me acordaba del ramo de jazmín;
me acordaba de aquellas consoladoras palabras que me dijo al conducirla á la
quinta: mi febril imaginación era, en fin, un panorama de todos los episodios de
mis cortas venturas y de los azares de mi tormentoso infortunio.

Por fin, delirante me trasporté en alas de la imaginación sobre los mares; llego á
una ciudad, entro en sus calles, veo sus edificios, entro por sus pórticos y vago por
sus plazas; yo estaba miserable, yerto y sin abrigo!... Era de noche y el frío sereno
me congelaba hasta los huesos!

Oigo el gemido de una mujer á pocos pasos; adelántome y hallo una joven
agonizante: inclínome á reconocerla y alzo un cadáver. Al tiempo que esto pasaba
en mi alma magnetizada, oigo un ruido extraño en la maleza de aquel llano,
llénome de terror y me desvanezco...

La mañana y su fresca brisa me volvieron á la vida.

XIX
La indigencia
TRÉMULO y afligido me puse en camino al siguiente día, evitando pasar por el
poblado, que me recordada épocas tan tristes. Después de dos días de penosa
marcha llegué á esta ciudad, lugar de mis infortunios y tormentos, herido, falto de

33

fuerzas para ganar la vida y mendigando un pan, y asilo donde albergar y reclinar
mi enflaquecida y doliente humanidad. Me dirigí donde vivía un viejo zapatero, con
quien había hecho conocimiento en otro tiempo en mi oficio de esportillero.

Este tenía una asquerosísima tienda ó tugurio ahumado, arriba de los «Tres
Puentes», en una callejuela cercana á un muladar, en donde remendaba y hacía
babuchas malísimas en unión de su flaca y macilenta mujer, rodeado de cuatro
hijitos flaquísimos, cuyo vientre formaba la mayor parte de su cuerpo, por causa
del desabrigo: sus brazos y piernas tan sumamente delgados, que parecían
mirados al través de un lente cóncavo, uniéndose á esta sociedad familiar dos
gozques que apenas tenían fuerzas para mover sus debilitados miembros: su
ajuar se componía de nauseabundos y asquerosos harapos, adornados con un
semillero de insectos horripilantes y atormentadores, y arrojando las exhalaciones
fétidas del hollín y de la mugre.

Acomodéme allí, ganando con mucho trabajo un real diario y no viviendo como un
racional, sino vegetando como un cerdo en su pocilga, y sustentándome con los
alimentos más repugnantes; pero sobre todo, lo que me atormentaba
infinitamente, era verme sin vestido con que mudarme y sin ropa interior limpia, y
más aún, sin cama! ¡Yo tan pulcro y aseado en otro tiempo!

Cuando mi trabajo me lo permitía, los domingos me iba al río, y allí, después de


bañarme, lavaba y remendaba mis harapos. Así trascurrió cerca de un año, sin
que mejorara mi adversa aflictiva suerte.

XX
El premio de la constancia
UNA mañana que me encontraba trabajando en aquel pobre oficio y lleno de
hondos y mortales pesares, siento que tocan á la puerta y preguntan por mi
nombre: vuelvo la cabeza y veo parada en el umbral de aquella asquerosa cueva
una mujer joven y bien parecida, que vestía un camisoncito de fula, un pañolón
azul desteñido, con flores blancas, un sombrerito viejo de paja y una maletita á
cuestas.

Al principio no la reconocí; tan preocupado estaba en mis tristes ideas; pero sí


conocí que era una calentanita.

Ella se paró y me miró como si vacilase en reconocerme; pero luego que hubo
satisfecho sus dudas, me dijo:

-¿No me conoces, Luis?

Al oir aquella voz se disipó la nube de mis ojos.

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-¡Irene! la dije, y volé á sus brazos.

Nos estrechamos vivamente sin poder articular palabra.

Al cabo de un breve intervalo, en el que dirigió la vista sobre la miseria que me


rodeaba, exclamó:

-¡Luis mío!... ¡ Luis de mi corazón! ¿Cómo has podido caer en tan horrenda
miseria y en tan lastimosa situación?...

Hícela que se sentase en un banquillo ahumado y cojo, y luego, tomándole la


mano, que acerqué á mi pecho, la dije:

-¡Hermana mía! (así la llamaba yo en mi niñez): ¡sí! el cielo, por sus inescrutables
designios, ó tal vez en castigo de mis pecados y delitos, ha querido sumergirme en
tan horrible situación, llenándome de infortunios y reduciéndome á la más
profunda indigencia!... ¡Hágase su santa voluntad!...

Tornó á preguntarme qué vicisitudes me habían arrastrado á aquel triste estado, y


yo la supliqué se calmase, prometiéndola hacerle después una prolija relación de
mis tormentos.

Preguntéle después qué feliz casualidad me proporcionaba el contento de verla y


por qué venía á pie, y ella me refirió que habiendo fallecido su anciana madre,
último pariente que le quedaba, y sabiendo que todo lo habíamos perdido en una
quiebra y que mi madre había muerto, había realizado lo poco que tenía y venía á
consolarme y á ofrecerme con su corazón quinientos pesos que con gran trabajo
había podido reunir y que traía en oro en su maletilla. Que había venido á pie por
no aumentar gastos ni atraer la atención de los ladrones en el camino.

Al ver tan noble y generoso proceder, volé de nuevo á sus brazos, y derramando
un mar de lágrimas, le dije con entrecortados sollozos:

-¿Conque es verdad, ángel mío, que el cielo, compadecido al fin de mis horribles
torturas, me tenía reservado un bálsamo de consuelo, una gota de rocío que
viniese á refrescar el yermo desierto de mi desolada existencia?... ¡Tú,
magnánima criatura, mujer angelical, ínclita y valerosa joven!... ¡tú no has vacilado
en sacrificar tu porvenir, y olvidando lo débil y delicado de tu sexo, emprendes un
largo y penoso viaje por venir á buscarme y poner á mis pies tu fortuna y tu
corazón!... Y tú, sublime mujer, no te has horrorizado ni te horrorizas de ser la
compañera de este desdichado mendigo, inválido y andrajoso!... ¡Ah! no, porque
tú eres la emanación de ese Ser celestial que ama y consuela á sus criaturas en
sus aflicciones: tú, el instrumento de esa bondad y caridad paternal, has venido
para enjugar las lágrimas que han arrancado las llagas cancerosas de mis
infortunios y que tú curas con tu amor...

35

Sí, tú me amas todavía, á pesar de nuestra larga separación, para mostrarme que
si en la desgraciada humanidad hay almas viles, sórdidas y corazones
despiadados, también se hallan seres magnánimos que, como destellos sublimes
de la celestial misericordia, cumplen con el gran precepto: «ama á tu prójimo;
consuela y enjuga las lágrimas del afligido.»

Tú, cual débil hiedra, has venido á apoyarte en el carcomido tronco de mi


miserable existencia... Tú, mi hermana, mi amiga, la compañera de mi infancia; el
último renuevo de mi cara cuanto malhadada estirpe!... Pero tantos sacrificios
hechos con un amor sin igual, no serán estériles. Serás mi esposa, y de hoy en
adelante la compañera inseparable de mis desdichas ó felicidades, y el recíproco
amor que arderá en nuestros corazones embotará los golpes de nuestros
comunes infortunios, nos colmará de felicidad en los bonancibles tiempos de
nuestra existencia, y será el que la cierre en el borde de la tumba...

Después de este desahogo torné á estrecharla con un largo y dilatado abrazo, y


este mudo y tierno coloquio fué más elocuente que un largo y doloroso diálogo!...

Como se hallase fatigada y débil, me apresuré á hacerla tomar un refrigerio, y


luego avergonzado de mi miseria, preparéle una camita sobra unas esteras, la
abrigué con mi viejo y remendado jergón y oculté cuidadosamente debajo de un
adobe las veinticinco onzas que formaban el capital de Irene, temiendo despertar
el hambre de mis famélicos hosteleros.

Durmió cuatro horas seguidas, y la noche se pasó en mutuas confidencias y en


elaborar proyectos para lo por venir.

Decidióse que nos uniríamos con el santo vínculo del matrimonio, y que con el
dinero que había traído compraríamos una casuca, los muebles indispensables y
algunos vestidos. Así lo verificamos: nos casamos poco tiempo después en la
parroquía de las Nieves: compré la casita con un solarcito, para cultivar algunas
flores, pues siempre he adorado estos tributos que nos ofrece la naturaleza y que
nos deleitan con sus encantadores matices y fragancia.

Yo mismo blanqueé y compuse aquel viejo escombro para que sirviera de


habitación á dos esposos tan pobres como nosotros. Mi mujer se ocupaba en
aplanchar ropa; yo remendaba ó hacía babuchas, y así vivimos en una tierna y
santa unión hasta el año en que Irene dió á luz el primero y único fruto de nuestro
amor, que fué una bella y hermosa niña, á quien dimos por nombre Rosa, el
mismo de mi madre; pero su nacimiento debía serme fatal, pues tronchó la
preciosa existencia de mi adorada y cara mitad....

No podré pintar á usted la impresión que me causó la lamentable pérdida de una


esposa tan resignada y tan amante; la tristeza en que me sumergió fué horrible,
pues quedaba solo, desamparado sin tener á quien volver mis ojos para pedirle

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consuelo, sin un amigo en quien depositar mis penas, y últimamente, pobre y con
una hija recién nacida, sin haber quien la alimentase ni cuidase de su infancia,
porque acababa de perder á su madre. Encallecido el corazón, embotadas mis
facultades intelectuales con tantos sufrimientos, solo sabré decir á usted que me
resigné en esta nueva adversidad, pues ya no encuentro palabras para contar lo
que por mí pasara. Sepulté á aquella amante criatura, cara mitad de mi ser, en la
misma huesa donde reposaba mi madre, para reunir en un solo punto despojos
tan queridos, y luego me consagré al cuidado de mi tierna hija.

XXI
Rosita
NO me quedaba ya sobre la tierra otro consuelo ni otro apoyo que aquella tierna
niña, último renuevo de mi familia fresca florecilla que había venido á esmaltar el
yermo campo de mi vejez y el árido desierto de mi corazón. Rodeéla de ternura y
cuidados y busquéla una nodriza. Todo mi cariño estaba concentrado en mi bella
Rosita: vestila con decencia, y á los cuatro años de edad la puse en una escuela.

Mi hija era blanca; su fresca y fina tez, adornada de un bello y hermoso carmin; su
fisonomía de gracias y seductores atractivos, con una mirada centelleante y
perspicaz; su boca y labios de coral dejaban percibir su sonrisa angelical y divina,
y ver dos hileras de dientes que por su blancura y lucido esmalte parecían ser
hermosas y ricas perlas del Oriente incrustadas en aquellas rosadas encías; su
cuerpo delineado con todas las reglas del arte, como obra del Artífice supremo, se
presentaba hermosa y seductora á mi vista y me recordaba la presencia de su
madre, por ser en sus facciones el retrato de ella.

Crecía, y como crecía en cuerpo, crecía también en virtud y beldad, y en docilidad


y cariño á su afligido y angustiado padre. Los domingos la vestía y sacaba á
pasear, orgulloso, con el orgullo de un padre afectuoso y tierno, como en otro
tiempo con el de amante.

Cumplía ya los once años y era preciso colocarla en el colegio. La adoraba, y


como la escasez de mis proventos no me permitiera sufragar para estos gastos,
solicité y obtuve el destino de sereno, para tomar de mi sueño los recursos que
eran necesarios para darla la educación é instrucción que deseaba. Pude hacer,
pues, los necesarios gastos, para mí tanto más fuertes, cuanto que mi indigencia
los hacía enormes; pero, en fin, logré colocarla y sostenerla durante tres años en
los que hizo rápidos progresos. Asistía yo á sus certámenes; en ellos se
presentaba sin timidez, y se mostraba bella y hechicera: en uno de éstos hice
dibujar su retrato por un pintor de miniatura.

Cuando llegaban los dias de vacación ó asueto, en medio del contento que me
causaba su vista y los inocentes placeres que en su compañía disfrutaba, un

37

profundo pesar se apoderaba de mí y me decía: ¡ qué horrible es llegar á una
extrema pobreza! ¡cuán desgraciado soy en no poder brindar á mi linda hijita
ninguno de los delicados placeres que merece disfrutar por su fina educación! No
puedo proporcionarla amigas de su clase, ni teatro, ni la más inocente distracción.
¡ Quién se dignará asociarse con la hija del Sereno! ¡Quién querrá frecuentar su
humilde casuca del arrabal!

La niña entraba ya en los catorce años. Muchos domingos, ocupado enteramente


en la dicha de tenerla á mi lado y gozar de su cariño, no quería salir con ella á
procurarle algún recreo, temeroso de que la compañía de un hombre de ruana, de
aspecto tan pobre, le atrajera el desprecio de las gentes.

Encerrada, pues, en nuestra humilde choza, y aislada enteramente de toda clase


de relaciones sociales, porque las vecindades eran gentes groseras, y yo no
quería que en manera alguna tuviera roce con ellas, la empecé á observar triste y
pensativa; esto me tenía en una tortura espantosa y fue para mí una nueva herida
abierta á mi lacerado corazón, pues consideraba qué haría y qué sería de mi hija
después que saliera del colegio, sepultada en tal arrabal y entre tal gente! Esta
idea me horrorizaba, y procuraba aturdirme para no pensar en ella.

XXII
La violencia
LLEGA por fin ese día tan tímido para mí. Mi hija cumplía quince años, y yo,
extenuado de fatiga y abatido por la pobreza, no podía ya seguir haciendo los
gastos de colegio y mantenerla en él: saquéla, pues, de allí, y mientras buscaba
mejor asilo para su juvenil belleza llevéla en mi compañía porque la falta absoluta
de recursos me obligaba á este sacrificio.

Su presencia encantaba mi soledad y distraía mis antiguos pesares, pero atraía


otros nuevos y terribles. Como yo procuraba que vistiese decentemente y ella se
asomase con frecuencia á la triste ventanilla que caía á la sucia callejuela de
nuestra casa, comencé á notar la continuada frecuencia de aquélla por ciertas
gentes que antes de ahora yo no había visto ni conocido: éstas eran algunas de
las que entre nosotros se llaman «cachacos del barrio» y artesanos jóvenes.
Desde luego sospeché que el motivo que los atraía no podía ser otro que mi joven
hija, pues en las casucas inmediatas y de toda aquella calle no vivían sino viejas y
mujeres sucias y miserables.

Importaba, pues, que yo abriera los ojos y vigilara constantemente, cosa


sobremanera difícil para un hombre pobre y solo. Confiarme de ciertas
mujerzuelas viejas, de arrabal, sin la menor noción del honor, era tanto como
perderla.

38

¿Qué hacer?

Renuncié y abandoné el destino de «sereno».

Yo tenía necesidad de ausentarme con frecuencia; y hacía mis salidas en el día,


tanto para vender mi calzado, como para propocionarme los precisos é
indispensables materiales de mi industria. Notaba de ordinario que á mi regreso
encontraba á mi pobre hija triste y abatida.

Por las noches, cosa inusitada en aquellos lugares desiertos, se oía el sonido de
bandolas, serenatas de armoniosa música y canciones, y en la vecindad se habían
alojado en una casuca tan pequeña como la mía, unos artesanos jóvenes é
insolentes, los que, siempre que yo cruzaba la solitaria callejuela para entrar en la
mía, me hacían burla con risotadas y chacota.

Un día que yo regresaba más tarde de lo acostumbrado, encontré á mi pobre


Rosita triste y con muestras visibles de haber llorado: supliquéla, en nombre de mi
cariño, me confiase el motivo de sus lágrimas y tristeza, pues yo hubiera
derramado la última gota de mi sangre por enjugarlas y darla consuelo. Ella se
conturbó, se ruborizó y últimamente, llorando, me dijo:

-Padre de mi corazón, vámonos de esta casa!

Instéla para que me revelase el motivo. Ella lo rehusaba, pero yo, revestido de la
autoridad de padre, la obligué á ello, y con timidez, candor é inocencia me relató lo
siguiente:

-Padre mío: feliz y dichosa me creía en nuestra pobre y humilde casita, pues
estaba á su lado recibiendo sus halagos, caricias y afectos paternales y gustando
de sus saludables y sabios consejos. Habrá notado que ha poco tiempo han
aparecido por nuestra solitaria calle y habitado en la casa contígua á la nuestra,
unos hombres que, según parece, son sastres: estos artesanos, audaces y
groseros, hace algunos días se propusieron molestarme, cuando estaba á la
ventana, con palabras soeces y poco decentes, lo que miré con desprecio.
Conociendo yo lo sensible de su corazón, el cariño y extremado afecto paternal
que me profesa, quise no exponerlo á una molestia con aquella gente, ocultándole
esto, y resolví, para evitar sus impertinentes palabras falaces y groseras, privarme
de estar á la ventana en los ratos de ocio; así lo he hecho. Pero estos perversos,
llevados de un frenesí inmoral y rabia por el desprecio con que los he mirado, han
saltado hoy, por medio de una escalera, las paredes, y se han entrado en la casa.
Al verlos dí gritos, y ellos se arrojaron sobre mí como lobos rabiosos y
poniéndome un puñal al pecho, me amenazaron diciéndome que si algo decía me
matarían: motivo por el cual, y viendo la indigencia y aislamiento en que nos
hallamos y temiéndolo todo de la audacia de esos hombres, quería ocultarle esto,
padre mío, y tan solo rogarle que salgamos de esta casa.....

39

Todo lo comprendí: un vértigo furor indecible se apoderó de mí; maldije el
Gobierno, la sociedad, las leyes, y juré vengar el ultraje hecho á mi inocente hija.
Tomé mi cuchillo, lancéme fuera y me presenté á uno de los infames escaladores
de mi pobre domicilio, que encontré solo en la esquina de la callejuela. No sé
dónde estaría el resto de la gavilla.

Preguntéle con voz alterada si se llamaba N..., y habiéndome mirado con


insolencia de arriba abajo, me dijo con voz ronca, y atravesándose la ruana:

-¿Qué me quiere V.? ¿Qué se le ofrece?

Cubrílo de los denuestos que él y sus compañeros merecían, afeando su indigno


proceder. No fue necesario de mucho: descargóme un furioso bofetón, al que yo
contesté con otro; trabóse la riña, á la que acudieron sus viles é infames
compañeros armados de garrote. Descargóme uno de ellos un golpe en la cabeza
que me bañó en sangre, y yo, lleno de furor é indignación, le dí una fuerte
cuchillada.

Cayeron sobre mí con piedras y palos, y quedé bañado en sangre; me


desarmaron, y fuí conducido por aquella vil é inmunda canalla á la policía, y de allí
á la prisión.

¡Qué acontecimiento tan terrible para un hombre honrado, que tiene la conciencia
de ser inocente, verse conducir á la cárcel por haber tratado de lavar una afrenta y
reparar el honor de su familia, ultrajado por la violencia y fuerza bruta!

XXIII
No se muere de pesar
ESA ancha puerta, por la que solo debiera entrar el crimen, si la sociedad
estuviera mejor constituída, se abrió para mí aquel día. Aquella guardia,
amenazante con sus bayonetas; el rastrillo, al través del cual se oía el ruido de los
grillos y las cadenas; aquel vestíbulo ahumado y derruído, la fetidez que exhala el
desaseo de la muchedumbre pobre y las materias en descomposición; la ronca y
tenebrosa voz del carcelero... y, por último, ese fatal cerrojo que se interpone,
quién sabe por cuánto tiempo, entre el mísero prisionero y el mundo... todo, en
efecto, parecía haber concluido para mí!

Se me puso incomunicado en un lóbrego y húmedo calabozo, en donde pasé la


más horrible noche de mi vida, atormentado, además, por el ruido infernal de los
demás presos, con mis propios y crueles pensamientos y recuerdos.

40

¿Qué sería de mi pobre y desvalida hija, sola en la casuca, sin más amparo que
una pobre vieja que nos servía de compañera? Sola... sí... ella, la hija del pobre
que carecía de valiosas relaciones sociales, y por tanto sin amparo alguno sobre
la tierra!...

Tendido sobre los fríos ladrillos del calabozo, no pude conciliar el sueño, por estar
además atormentado con el ruido de las culatas de los fusiles sobre el pavimento
y el relevo instantáneo de los centinelas.

Al segundo día se me sacó de allí y se me condujo al Juzgado, en donde ya


estaba iniciada mi causa. Se me acusaba de heridas graves, y aparecían en el
sumario testigos deponiendo contra mí.

El Fiscal, representante de la sociedad ofendida, había dicho:

-«En todos los grandes crímenes, la pasión ahuyenta á la razón, la exaltación


abate el sentimiento moral. Si las pasiones mal reprimidas, que necesariamente
rompen el equilibrio entre la inteligencia y los instintos, han de considerarse como
circunstancias atenuantes, deben serlo también el puñal, la pistola, el veneno.
Todos son instrumentos precísos para matar; morales los unos, materiales los
otros. Hay, en efecto, ¿quién lo duda? una especie de enajenación en todo gran
delito premeditado. Para cometerlo, la mente se extravía, la razón se ofusca; es
preciso ahogar, matar antes la estridente voz de la conciencia. El crimen moral
precede al material. Ese desvío de la razón, esa enajenación, si así quiere
llamarse; ese acto degenerador de la naturaleza humana, es precisamente lo que
en los países civilizados se llama delito, y lo que entra, así clasificado, á formar
parte de un Código criminal.»

Y concluyó pidiendo para mí la pena aplicable para el delito de heridas, con


circunstancias de asesinato.

Después de una larga prisión de tres meses, yo no volví á saber de mi hija; pues á
un hombre á quien envié á tomar noticias de ella, le dijeron que estaba cerrada la
casa y nadie sabía dónde se hallaba. Después de aquel penoso cuanto
prolongado término, se falló mi causa por jurados, y declarándome inculpable, se
me puso en libertad.

Corro, vuelo, ansioso de ver mi familia, y encuentro la casa cerrada. Una vecina
me dijo que desde el día siguiente al de mi prisión había visto la casa cerrada y no
había vuelto á ver á la señorita!....

Los sastres habían desaparecido y nadie daba razón de ellos. Llevo un herrero,
hago romper la cerradura y encuentro mi casa robada. Corro al colegio y pregunto
á la directora, ocurro á todas aquellas partes á donde antes solía ir; ni la menor
noticia, ni el mas ligero indicio...

41

Oh dolor inaudito!... Mi hija había desaparecido!... Hé aquí el complemento de
todas mis desdichas y el último golpe, que me reservaba un destino inexorable y
atroz!

Ante este último pesar palidecieron los más dolorosos sufrimientos de mi vida. Yo
había llorado como amante, como hijo, como esposo... Me faltaba llorar como
padre, por mi tierno retoñito! por aquella infeliz que había nacido como una
delicada y frágil amapola en un muladar, para hacerme encanecer en un instante y
llenar de un indescriptible dolor los días de mi vejez!... ¡Por aquella carne de mi
carne, hueso de mis huesos, sangre de mi sangre!...

Acordéme que ya tenía cuarenta y dos años, y dirigiendo la vista hacia el porvenir,
se me presenta amenazable y terrible esa vejez tan lóbrega, triste y solitaria que
me espera. Pensé en los vicios, en la corrupción, en las enfermedades, en el
hospital, y horrorizado, me tendí sobre los fríos ladrillos de aquella salita para mí
todavía mas triste aún que la misma cárcel!

Tres meses enteros me consagré asiduamente á hacer las más exquisitas


diligencias, las más activas pesquisas por todos los barrios de la ciudad: todo fué
en vano; nada pude descubrir! Cansado de sufrir y de llorar, y siéndome ya
insoportable, por tan insufribles y agudos dolores, la mansión en mi casuca, en
donde á cada paso, con cada objeto, y con aquellas flores que ella había
cultivado, tenía un triste recuerdo y acerbo pesar, la vendí al fin y recuperé mi
oficio de sereno, sin mucho trabajo, por ser reconocida mi honradez. Mi objeto fué
ver si al favor de este servicio nocturno, donde se ejercita la vigilancia y la
perspicacia, podía descubrir, por alguna casualidad, el paradero de mi hija.

Yo me figuraba estar ya condenado por Dios á las eternas penas del infierno. En
mi cabeza oía retumbar incesantemente los martillos de Satanás, y mi corazón era
un ancho lago de dolor!... En el día, para calmar tan insoportables penas, tomé
una fragua, tanto para calentar mis huesos penetrados por el hielo de la noche,
cuanto porque aquellas llamas, aquellos rostros tiznados y aquellos martillos, eran
una representación viva del infierno donde yo estaba, y además, el golpe del
martillo sobre el yunque me aturdía. Desde entonces soy herrero.

Yo he venido á conocer que al hombre habituado, ó por decirlo así, hastiado de las
penas, no lo mata ningún dolor, y que así como hay fruiciones y delicias en los
goces del rico y poderoso, el desdichado también se nutre, se alimenta y vive
aclimatado en la atmósfera del infortunio... Pero ¡ ay! ¡qué difícil es habituarse á
estos sufrimientos, sobre todo, cuando el hombre nace y piensa con una alma tan
sensible como la mía! Si es cierto, como ha dicho un poeta, que hay delicia en el
colmo del dolor, ¡cuántas delicias hubiera saboreado este amable bardo si le
hubiera cabido una suerte igual á la mía!...

42

Aquí la voz del sereno era cada vez más honda y entrecortada y su acento
semejaba más bien á un profundo sollozo casi imperceptible, de tal modo que con
dificultad pude oir esta última parte de su relación.

XXIV
El crimen
UNA noche que yo regresaba á mi alojamiento cerca de las doce, pasaba por una
excusada y lóbrega callejuela tan oscura como la boca de un lobo, oigo escaparse
de una casita dolorosos gemidos de agonía y de angustia invencibles,
acompañados de blasfemias atroces, de furiosas amenazas y crueles golpes...
Las voces eran proferidas por gente malvada y facinerosa que elige aquellos
tenebrosos sitios para reunirse en amenazantes y temibles gavillas, como
habituada á vivir en el crimen de una sociedad bárbara y sin policía.

Los gemidos y la voz agonizante eran de una mujer. Nadie abría sus puertas,
nadie volaba á socorrer á aquella infortunada: había mucha razón, los inmediatos
vecinos de la víctima, aterrorizados por el crimen, temían correr la misma suerte...

Yo estaba enfermo y débil; pero movido por un sentimiento de piedad instintiva,


ocurrióme una generosa idea. Desenvainé mi sable de sereno y avanzándome con
denuedo, resuelto á ser víctima del crímen por socorrer á un ser desvalido, tomé
una piedra y dí con ella dos furibundos golpes en la puerta, diciendo con voz
estentórea: «Abran! La policía!»

Sucedióse al punto dentro de la casa una sorda algazara que cesó en el momento.
Calculando que se hubieran escapado por las paredes interiores, como en efecto
sucedió, empujé la puerta, que cedió con facilidad por no estar bien asegurada,
penetré en la casuca, en donde ya no se percibía rumor alguno, me dirigí á la
salita donde no había luz, y tropecé con un cuerpo humano...

¿Era éste un cadáver, ó había esperanzas aún de restituirlo á la vida?...

Saquélo afuera en mis brazos. Era una pobre mujer que parecía joven y bella. En
el momento que yo la examinaba en el patio, á la pálida y opaca luz de las
estrellas, exhaló un profundo y sordo gemido, y comprendí por esto que ya
espiraba...

Sin duda aquella infeliz había muerto estrangulada después de sufrir duros
tormentos, pues tenía la cara bañada en sangre, una corbata de hombre amarrada
fuertemente á la garganta y comprimida por medio de un torcedor, el cual era un
garrote de guayacán........

43

Las estrellas que brillaban en el firmamento fueron los pálidos blandones de su
agonía y las que alumbraron su postrer suspiro!...

Un gato, único compañero, tal vez, de la desgraciada, que se hallaba sobre la


pared divisoria, sobrecogido de espanto, huraño y desconfiado como los animales
de su especie, fué el único testigo de aquel horrendo crimen. El impotente
animalito, sin medíos para socorrer á su dueño y aterrado con el ruido de los,
asesinos, no hizo otra cosa que escapar huyendo...

Como la oscuridad de la noche, á pesar de no ser muy densa, no me permitía


distinguir bien las facciones de aquella desdichada víctima, saqué mi recado de
candela y encendí mi farolito, para practicar mejor mi reconocimiento.

Pero estaba la cara de aquel cadáver tan empapada en sangre ya coagulada, que
era imposible distinguir sus facciones. Ocurrí á la cocina, y trayendo un poco de
agua lavé aquel rostro con el esmero y delicadeza que se emplea para con un
enfermo debilitado, y con la esperanza de que la acción del frío restituyese la vida
á aquel ser... Vana esperanza!... Estaba yerta!...

Poco á poco conseguí limpiar aquella faz, desprendiendo de ella el espeso


cuajarón de sangre que la cubría y examínela con atención... ¡Temblé!

¡Oh! ¡esas facciones!... ¡Un lunarcito que tenía en la barba al lado derecho!... ¡Oh
Dios!... ¡Oh Dios!... ¡¡¡Qué horror!!!...

Lanzó aquel mísero y desgraciado ser un hondo y doloroso gemido y rodó sobre la
dura piedra del enlosado de la calle.

44

Conclusión
AQUÍ terminó la patética y singular narración de aquel infortunado. Como yo
tratase de socorrerlo al verlo exánime, encendí su farol, y al levantar su cuerpo
desmayado, sentí que algún objeto se había deslizado de su bolsillo. Lo recogí y ví
que era una cajita; reconocí y observé que se abría por medio de un resorte: abríla
y, examiné, a la escasa luz del farol, el retrato en miniatura de una bellísima joven
como de quince años, con un traje blanco y una rosita en el pecho. Debajo y en
letras doradas tenía esta cristiana y dolorosa inscripción:

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN,


PORQUE ELLOS SERAN CONSOLADOS.

FIN .

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