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ENRIQUE LYNCH EN EL PAIS

Barthes desenmascarado
ENRIQUE LYNCH
17 JUL 2004
El semiólogo y crítico francés compuso un particular autorretrato a través de un
conjunto de textos fragmentarios y fotografías comentadas. Lejos de la tentación
romántica de la autocomplacencia, el autor de El placer del texto recorrió con
pudor los recuerdos de su vida y los temas habituales en su obra, de la moda al
amor pasando por el ascetismo zen.

A los que nunca han leído nada de Roland Barthes habría que advertirles dos
cosas: por una parte, que nadie puede aspirar a comprender la cultura
contemporánea -y no digamos pretender que se la conoce- si no se ha detenido
alguna vez en la obra de este escritor extraordinario, injustamente encasillado
bajo la etiqueta de "estructuralista". Y, por otro lado, que quizá no sea ésta la
obra indicada para entablar contacto con Barthes sino que deberían
leer Mitologías (Siglo XXI), obra escrita originariamente en 1957 y auténtico
modelo del ensayo contemporáneo; o Fragmentos de un discurso amoroso (Siglo
XXI), donde la maestría literaria de Barthes consigue sobreponerse a las
banalidades propias de la temática, para demostrar que del amor sólo se tienen
escorzos que forman un texto y un contexto inacabables. Con esto no pretendo
afirmar que Barthes no se reconociese estructuralista -y a mucha honra- sino que
esa investidura sin duda le queda pequeña y contribuye a dar de él la imagen
falsa del típico crítico pelmazo que se refugia detrás de una batería de arideces
semióticas porque no tiene nada que decir, cuando en realidad era un escritor de
enorme precisión y un lector finísimo, que no sólo conseguía dar fundamento de
sus gustos sino que, dado el caso, nunca ocultaba cuándo éstos eran el producto
de prejuicios. Inexplicablemente, resulta difícil encontrar sus obras
fundamentales en nuestras librerías que, sin embargo, están atiborradas de
morralla: escritores ramplones, epígonos filosofantes, engolados neorrománticos
que sacan a relucir sus dietarios llenos de cursiladas, y aburridos escoliastas.
ROLAND BARTHES POR ROLAND BARTHES
Roland Barthes Traducción de Julieta Sucre Paidós. Barcelona, 2004 264 páginas. 18 euros

En cambio, a los que sí conocen la obra de Barthes, merece la pena alentarlos a


repasar este curioso, inteligentísimo, ejercicio de introspección, que publicara
Kairós hace más de un cuarto de siglo y que se reedita ahora en la versión que su
autor quiso que tuviera en un principio. Como tantas otras obras barthesianas, se
compone de una colección de fragmentos -el tronco principal del libro- precedida
de una serie de fotografías tomadas en la infancia y adolescencia del escritor y
reproducidas con breves observaciones, informativas o irónicas, pero casi
siempre melancólicas, a modo de epitafios. Porque el talante barthesiano -como
el de su admirado Proust- es la melancolía. En la época en que se publicó este
libro, Barthes ya se había convertido en una figura de enorme prestigio e
influencia en el París de mediados de los años setenta, un ambiente -por cierto-
muy proclive a alimentar cultos literarios y filosóficos. En aquel contexto era
inevitable que este libro apareciese como el autorretrato de un santón que se sabe
tal y se siente autorizado para escribir por capricho y con venia para dar rienda
suelta a su narcisismo. Sin embargo, lejos de Barthes la tentación romántica de la
autocomplacencia. Como en sus obras críticas, en este autorretrato lo más
significativo es el pudor. Barthes intenta dar una versión de sí mismo que
reproduzca tal cual, no lo que ven en él los ojos del otro, porque eso sería
contribuir a su propia fama, como hacen los versos de Horacio (Exegi
monumentum aere perennius) y la enorme mayoría de los que escriben
autobiografías, sino que quiere verse con los ojos de otro. Produce así un retrato
faceteado, incidental, que lo enseña en sus pequeños sentimientos, rodeado de
palabras y espíritus infantiles que acechan en el bosque de signos en que habita:
solo, o refugiado en sus rincones íntimos -como los de Proust- donde se encierra
a trabajar, a leer y escribir, o acompañado de amigos y amantes que nunca
menciona por su nombre. Escribe sobre sus temas predilectos: la moda, el
ascetismo zen, la estupidez, el amor, los vericuetos del estilo, la mirada, el
cuerpo, etcétera, pero siempre en los márgenes. Quiere verse en su propia
"marginalidad". La excusa es que quiere hacer de sí mismo un personaje de
novela pero la realidad es que pretende mucho más que eso: dar un paso más allá
de Pascal, llegar a trascenderse a sí mismo como sujeto literario, concebir
una persona que no sea máscara. Y, naturalmente, no lo consigue, porque
Barthes era demasiado femenino.

Pero a nosotros eso nos da igual. Leer sus observaciones pícaras y perspicaces,
compartir coqueterías y manías, comprobar que todos los que escriben tienen los
mismos miedos y las mismas miserias, y reconocerse modestamente en ellas, es
un ejercicio sano y gratificante, lo único que justifica leer (y escribir) ensayos
autobiográficos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de julio de 2004

El grado cero de la teoría


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ENRIQUE LYNCH

27 MAR 2004

La semiología ha tenido un gran momento con los atentados del 11 de septiembre


de 2001: un acontecimiento nunca visto, en el que se cruzaron ejes reales,
imaginarios y simbólicos. Interpretaciones mil y mil teorías más han surgido de
aquel suceso. Entre ellas las de un grupo de españoles y las de Jean Baudrillard,
el semiólogo por antonomasia.

Cuanto más incomprensibles son un hecho, una creencia o una fórmula


especulativa, tanto más se disparan la imaginación y la verborrea al
interpretarlos. Así ocurría antaño con el sexo de los ángeles, con la Inmaculada
Concepción y la Santísima Trinidad o con los trabajos de Hércules, y sucede
todavía con el jardín inglés, cuyo deliberado desorden y desaliño, según Kant,
nunca llega a complacernos pero en cambio estimula nuestra fantasía y nos hace
pensar.

La espantosa salvajada cometida el 11 de setiembre de 2001 por un puñado de


fanáticos contra el Pentágono y las Torres Gemelas del World Trade Center de
Nueva York es un caso típico que, por no tener contornos ni perfiles definidos,
desata la especulación y toda suerte de teorías desenfrenadas, cuanto más
delirantes, mejor. Es tan abrumador el manto de la nada que cubre nuestras vidas
ahítas, que un acto luctuoso de destrucción masiva como éste, y para colmo,
televisado, se presenta como ocasión única: ¡al fin un Acontecimiento, algo que
nos haga pensar! En efecto, el denominado 11-S lo tiene todo para atraer a los
aficionados a la semiología. Por una parte, ya lo dijo el alcalde Giuliani, es el
"primer acontecimiento del siglo XXI" (qué ilusión, ¡hemos cambiado de
época!). Por otro lado, los pilotos suicidas, con su humana inhumanidad, se
parecen a los replicantes de Blade Runner (otra sobredimensionada ocurrencia
que hizo estremecer a los filosofantes al acecho del Acontecimiento). La autoría
y la motivación del atentado son tan enigmáticos como The Mattrix, y en última
instancia, el hecho en sí, filmado desde todos los ángulos posibles, es como una
suerte de aleph borgeano donde se cruzan, por obra de un malvado millonario
saudí, los ejes de lo real, lo imaginario y lo simbólico, algo que ya apuntó ese
astuto epígono de Lacan que es Slavoj Zizek en un artículo que se ha hecho
célebre.

W. T. C.
Antonio Fernández-Alba y José López Albadalejo (editores)

Colegio Oficial de Aparejadores de Murcia / Fundación Cajamurcia. Murcia, 2003

158 páginas. 15 euros

POWER INFERNO
Jean Baudrillard
Traducción de Isidro Herrera

Arena Libros. Madrid, 2003

88 páginas. 9,75 euros

¿Por qué no había de contribuir

España a la inagotable sobreinterpretación del 11-S si aquí se producen filósofos


y semiólogos como jamones en Huelva? El volumen titulado WTC, 11-9-01 es un
ejemplo cabal de esta semiología ad hoc. Reúne un conjunto de prolijas
elucubraciones sobre el atentado, sufragadas con los ahorros de Murcia, y
enseguida se ve que a sus autores les interesa mostrar que es mucho, muchísimo
más, lo que "comprenden" del fenómeno que lo que en verdad saben de él, y
entretanto compiten entre sí a ver quién escribe la frase más sublime: "La
sobreimposición de la horizontalidad naturalizada de una verticalidad
culturalista", "la macrogeometría elemental del pentagonismo", la "retaguardia
histérica", que acompañan con las típicas categorías del género: implosión,
transparencia, vacío fundante, fractalidad, macrodescontextualización de la
iconicidad, etcétera. Fatua jerigonza que sin embargo no oculta lo evidente: que
toda semiología es comentario de imágenes y que ninguno de los que
contribuyen al volumen escapó a la fascinación del espectáculo de la destrucción
-igual que le sucedió a Stockhausen cuando al parecer involuntariamente dijo que
el monstruoso atentado tenía connotaciones fáusticas y, por tanto, podía
compararse con una gran obra de arte-. Pero la espectacularidad del 11-S es
justamente el aspecto más banal de la salvajada: ponga usted un centenar de
cámaras en medio del bombardeo de Dresde o, si pudiera ser, en el saqueo de
Roma o la caída de Troya, y con toda seguridad su mirada quedará arrobada por
la destrucción y saldrá usted hablando de implosiones retóricas y de fractales y
de la volatilidad del icono. Libro desatinado, pues, en el que sólo al final
Francisco Jarauta pone algo de sobriedad al intentar de dibujar el nuevo contexto
geopolítico que traza el atentado del 11-S.

Y después tenemos, con dantesco título, una compilación de artículos de


periódico escritos a tenor del suceso por Jean Baudrillard: el semiólogo por
antonomasia, el Gran Virtuoso del género. Sus escritos suelen ser prodigios
estilísticos donde en ocasiones se encuentra uno con alguna ocurrencia brillante,
y las más de las veces con pases de prestidigitador cínico o de trilero. Su prosa
parece un laboratorio de efectos especiales donde los recursos no son los
algoritmos de un programa para trucar imágenes sino los estilemas habituales de
la filosofía de la cultura que se articulan para formar, en una combinatoria
discreta, un enfoque o una conclusión inesperada que parecen inteligentes y no lo
son. Y, no obstante, es muy difícil no caer seducido por esta escritura. ¿Por qué?

El método Baudrillard es muy fácil de aprender -por eso es tan habitual leerlo en
imitadores-. Consiste en presuponer que, en el fondo, nada puede ser criticado,
desentrañado o expuesto, y en cambio todo es parafraseable, lo cual se apoya en
un segundo supuesto, a saber, que todo puede decirse (y pensarse) de otra
manera. Aquí, lo mismo que en un libro anterior (La guerra del Golfo no ha
tenido lugar, Anagrama. Barcelona, 1991), la lectura del Acontecimiento -el 11-
S- es tan intensa y al mismo tiempo tan perversa, que el desciframiento de sus
signos conlleva innumerables significantes irresolubles de modo que, al final,
quedamos atrapados en un marco donde sólo existe el discurso, en un bla-bla en
el que la teoría espejea la pretendida intrascendencia de lo real -el hecho en sí- o,
todavía más, desrealiza lo real, como hacen todas las metáforas, de tal modo que
poco a poco, todo: la guerra, la política, el islam, Nueva York, el capitalismo, el
petróleo y el Imperio y sus oscuros enemigos terroristas, todo se hace virtual. Se
disipan la muerte en el WTC, el horror televisado, las consecuencias políticas o
estratégicas del atentado y, por descontado, el balance después del hecho, que ya
no es necesario. Se borra incluso la razón del sacrificio de los suicidas y la razón
(o sinrazón) de sus miles de víctimas inocentes; y así como el terrorismo es lo
mismo que un virus informático, la doctrina de la seguridad basada en la guerra
preventiva de Rumsfeld y Kagan se compara a un cortafuegos. De nada sirve que
algunos comentarios se desacrediten por ellos mismos: por ejemplo, ya puede
Baudrillard especular sobre la arquitectura de los rascacielos como modelo para
ser destruidos, ya puede sancionar la muerte definitiva de ese modelo a
consecuencia de este "acontecimiento simbólico": dos años después nos
enteramos de que las torres serán reemplazadas por un nuevo monstruo, todavía
más alto que los originales. Pero seguramente a él le da lo mismo.
Igual que ocurre con los semiólogos de Murcia, aunque con bastante más pericia,
Baudrillard no piensa ningún Acontecimiento, tan sólo lo estetiza. Con ello
consigue poner la teoría en grado cero, es decir, la convierte en mera
contemplación del mundo. El efecto que produce leerlo es vertiginoso; parece
como si las cosas fueran en verdad tal como él las retrata: leves, insustanciales,
meros signos en rotación, que diría Octavio Paz, y tan vertiginosa es la rotación
como espectaculares y efectistas son sus recursos, y carentes de sentido también.
Parece que quisiera liberarnos del pasmo del horror y en realidad nos escamotea
el sentido. La sanción sólo puede ser entonces moral ya que, libres de toda culpa
o de responsabilidad, ya no sentimos la necesidad de tomar partido.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de marzo de 2004

Teología y posmodernidad
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ENRIQUE LYNCH

27 JUL 2002

En Más allá de la mente posmoderna, el teórico de las religiones Huston Smith


profundiza en la crítica a la cultura tradicional hecha por la modernidad tras la
revolución científica. Una mirada en la que se convoca ailustres pensadores y se
rechaza la 'muerte de Dios'.

Hay frescura y espontaneidad en la forma con que Smith enfoca desde su


formación intelectual campos tan ajenos como la filosofía analítica o la
deconstrucción y la física de partículas. Y una sorprendente amplitud de miras
tratándose de un autor reiiligioso.

Huston Smith es un teórico comparatista de las religiones, e igual que Mircea


Eliade -con quien guarda un vago parecido de familia aunque no comparta con él
ni espíritu ni ideología- parece como si suscribiese las versiones
místicoencantadas del mundo que suele estudiar. Pero a diferencia de Eliade, el
Dios de Smith es un Dios tangible, inequívoco, el de un genuino creyente, el
Dios de un teólogo. Por lo mismo, es menos esotérico, menos dado a los
arquetipos primordiales y a las raíces eónicas indoeuropeas y cosas parecidas que
suelen encontrarse en este tipo de obras, y no teme curiosear en los asuntos que
interesan a los adversarios de la religión actuales. Aunque este libro es un
compendio de conferencias e intervenciones públicas más o menos reescritas
para la ocasión, es fácil comprobar que Smith es un hombre de espíritu abierto y
dialogante y ajeno a toda especie de oscurantismo, lo que contrasta con el
dogmatismo rabioso de algunos de los autores que cita más a menudo (Ernest
Gellner, por ejemplo) que no suelen caracterizarse por la tolerancia intelectual.

MÁS ALLÁ DE LA MENTE POSMODERNA


Huston Smith Traducción de Miguel Portillo Kairós. Barcelona, 2002 348 páginas. 15 euros

Las fórmulas de Smith, sin

embargo, son las mismas que comparten en general todos los que, desde una
perspectiva más acorde con la sabiduría tradicional pre-moderna (o pre-
posmoderna) se muestran descontentos con las seguridadestecnocientíficas y con
su alternativa desesperanzada: el escepticismo posmoderno. Smith repasa con
más profusión que cuidado la crítica de la cultura tradicional operada por la
modernidad tras la revolución científica iniciada con el Renacimiento, y la vuelta
de tuerca que supone la revisión posmoderna de esta tradición en las distintas
variantes de la filosofía de la sospecha que remiten, como punto de referencia, a
la obra de Nietzsche. Al libro son convocados casi todos los autores (Heidegger,
Gadamer, Derrida, Foucault, Nietzsche, Wittgenstein, etcétera) que hay que citar
pero, en la versión que da de ellos Smith, ninguno me ha resultado demasiado
reconocible. También se citan la obra y las tesis principales de algunos
científicos célebres pero, a lo que cabe a mi conocimiento, también sui
géneris. Smith deplora la liquidación de la metafísica y, naturalmente, no
suscribe en absoluto la nietzscheana 'muerte de Dios', pero no he observado
ningún argumento razonable en favor de resucitar a Dios que no estuviera ya
planteado en el panteísmo de siempre. A menudo, en este libro, la presencia de
Dios se funda en los hitos consabidos: la inmensidad del cosmos, la armonía de
los contrarios desentrañada por la ciencia, la energía infinita atesorada en un
protón, y demás versiones de lo sublime, pero, en resumidas cuentas, la razón
esgrimida es muy ramplona: Dios tiene que existir, porque de lo contrario, ¿quién
ha inventado todo esto?, ¿por qué me maravilla que una garza levante su vuelo?

El libro dedica una sección a la reivindicación de las humanidades dada la


condición desmerecida de éstas en Estados Unidos, un hecho atribuido
injustamente a la prédica desencantada del posmodernismo cuando se debe, en
realidad, a un típico extravío de la Ilustración. En cualquier caso, cifrar un 'más
allá' de la posmodernidad en una sabiduría 'de fusión' donde conviven
Schumacher -el de small is beautiful, no el corredor de Fórmula Uno-, Einstein,
Eckhart y los vedas, al típico estilo del New Age californiano, tiene algo
de kitsch,como lo tiene la espeluznante alegoría de la cubierta, capaz de disuadir
al más predispuesto de los lectores. Así que, por si acaso, ateos, agnósticos y
descreídos: abstenerse.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de julio de 2002

Una ética desde la experiencia


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ENRIQUE LYNCH

19 ABR 2003

La finitud es algo muy distinto de la condición mortal; es la contingencia que se


traza entre nacimiento y muerte. En este ensayo, vigoroso alegato vitalista, el
hombre se concibe desde la experiencia y no en virtud de la racionalización de
esa experiencia.

La muerte suele ser representada como término, límite último, umbral definitivo
de la existencia. La tradición del pensamiento escatológico cristiano consagra
este signo inconfundible de nuestra naturaleza mortal como emblema de nuestra
condición finita. ¿Cuántos contratiempos, cuántas limitaciones, errores, cuánta
impotencia, se asocian a la finitud, al hecho incontrovertible de que vamos a
morir?

Sin embargo -piensa Joan-Carles Mèlich- la finitud es algo muy distinto de la


condición mortal. La finitud es la asignación de un tiempo para la
vida: nuestrotiempo, el fragmento de eternidad -para decirlo como Nietzsche-
que, feliz o infelizmente, nos ha sido deparado. La finitud es la contingencia que
se traza entre los hitos del tiempo humano, entre nacimiento y muerte. Finitud no
es entonces para él la desdicha de una naturaleza caída o la penuria de un cuerpo
que poco a poco se va descomponiendo, sino el trayecto que lleva al final ,
aunque no el final mismo. No es pues una cuestión religiosa la que se juega en la
finitud, sino que es ética. Porque para Mèlich la finitud es la vida misma, puro
trayecto, tránsito, devenir, transcurrencia y avatar. Y de este trayecto rescata los
temples que animan nuestra existencia finita: la precariedad, el reconocimiento
del otro, la conciencia limitada, la fragilidad o la transitoriedad, que reivindica no
como otras tantas figuras de nuestra condición mortal, sino como expresión de
nuestra apertura a la libertad. Por consiguiente, más que una "filosofía de la
finitud", este ensayo es entonces un vigoroso alegato vitalista y una decidida
aportación a aquel retorno de la filosofía a la vida que reclamaba Nietzsche para
el pensamiento de nuestro tiempo.

FILOSOFÍA DE LA FINITUD
Joan-Carles Mèlich

Barcelona. Herder, 2002

184 páginas. 12 euros

En efecto, frente a las frías racionalizaciones éticas del kantismo, que Mèlich
juzga incapaces de dar cuenta del horror deparado por la historia reciente; frente
a los postulados de la razón instrumental que -dice- guía el pensamiento
científico y que en gran medida ha sido responsable de la anomia moral que dio
pábulo a ese horror, Mèlich reclama el retorno a una reflexión
ética poetizada,desentrañada a partir del examen de la experiencia humana.
Reclama, pues, una reflexión hecha de los elementos que dan cuenta cabal de la
vida humana: la memoria, el testimonio, la narración, y que permiten pensar -o
aspirar a- una filosofía, en definitiva, profundamente imbuida de vivencias
literarias. Pero también es consciente de que semejante modelo no es posible sin
una nueva antropología escrita desde la finitud, de modo que su libro hace votos
por el nacimiento de un saber del hombre concebido desde la experiencia y no en
virtud de la mera racionalización de esa experiencia.

En apoyo de su programa,

Mélich esgrime orgullosamente sus númenes intelectuales, defendidos con


autenticidad y denuedo: la obra de Odo Marquardt, la antropología de Lluís
Duch, Levinas, Beckett, Kafka, Foucault. Su "hombre en trayecto" también deja
ver, de forma subliminal, la herencia del Dasein heideggeriano y, curiosamente,
su modelo de una "ética poética", fundada en la experiencia y la memoria
humanas, viene a coincidir sin quererlo con aquella razón narrativa de Ortega.
Asimismo, veo las tesis expuestas en este libro afines a las conocidas tesis
orteguianas del hombre y su circunstancia y el perspectivismo historiológico.
Por otro lado, el papel fundamental que se da aquí a la educación revela la
vocación educadora de su autor, expresada además en el estilo de sus
argumentos: coloquial, austero, muy llano y directo, compuesto por opiniones
contundentes y sentenciosas, hechas de frases breves en las que a menudo el
autor parece detenerse para escuchar la resonancia de sus propias palabras.

En un sentido, y en la medida en que se propone como programa filosófico, cabe


advertir que no hay aquí una "filosofía" en sentido estricto, es decir,
un pensamiento de la finitud, sino más bien los prolegómenos a una ética sin
ontología, de nueva base antropológica, que no puede -ni quiere- dejar de asumir
la terrible experiencia histórica acumulada por el hombre a lo largo del siglo XX.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de abril de 2003

Confucio posmoderno
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ENRIQUE LYNCH

2 AGO 2003

Para Yi-Fu Tuan, geógrafo de amplia y prestigiosa carrera académica en Estados


Unidos, la cultura no es una forma de habitar la naturaleza, sino una estrategia de
huida de la condición natural del hombre; una negación, por sublimación o
encubrimiento, de la animalidad. Así lo expone en este libro, ejemplo del más
puro ensayismo literario.
Se dice que las primeras páginas son decisivas para hacerse un juicio acerca de
un libro, pero esto puede llegar a ser engañoso. A punto estuve de arrojar este
ensayo por la ventana, presa de un arranque de indignación, al leer en la segunda
página del prefacio que, para el autor, "Disneylandia es un lugar delicioso".
Pensé: "Vaya idea de escapismo más ramplona que tiene este individuo". Por
fortuna, pudo más la disciplina, y al final, después de ahondar en el texto, me
encontré con algo totalmente distinto. El juicio sobre Disneylandia ha de ser
contextualizado y, por lo demás, Escapismo es un ejemplo más que digno del
más puro ensayismo literario, parte de la mejor tradición de un género que tiene a
Montaigne y a Thomas Browne como referencias ineludibles, y del que casi no
se encuentran representantes entre los escritores norteamericanos
contemporáneos.

ESCAPISMO. FORMAS DE EVASIÓN EN EL MUNDO ACTUAL


Yi-Fu Tuan

Traducción de Karen Müller

Península. Barcelona, 2003

302 páginas. 22 euros

Yi-Fu Tuan es geógrafo de profesión y hombre de dilatada trayectoria académica


en Estados Unidos. Su libro defiende la idea de que la cultura no es -como afirma
la antropología de inspiración romántica- una forma de habitar la naturaleza, ya
sea para conocerla, dominarla, cultivarla o para protegerse de ella, sino una
estrategia de huida de la condición natural, en el sentido de una negación (o
mejor dicho, de-negación, desplazamiento) de lo real, que Tuan analiza en varios
contextos pertinentes. Negación de la condición natural de los hombres, por
encubrimiento o sublimación de la animalidad, negación de la condición gregaria
que se traduce en el aislamiento y la soledad del individuo moderno, evasión de
lo real hacia los territorios de la imaginación, en el juego, el arte o en las drogas,
lo que conlleva a menudo un auténtico descenso a los infiernos, a medida que los
hombres se entregan a los placeres comúnmente llamados perversos.
La problematicidad de lo

real es un tema muy contemporáneo, característico de una época en la que, por lo


visto, hasta el capitalismo es "de ficción". Al abordarlo, Tuan conecta con uno de
los asuntos preferidos de Clément Rosset; y, cuando examina como cartógrafo
minucioso la condición humana, sus opiniones se asemejan a los retratos, tan
pesimistas como estremecedores, de Elias Canetti. Sus fuentes y modelos muchas
veces están tomados de estudios antropológicos de campo y relatos de viaje, y la
manera de emplearlos como exempla, recuerda a Masa y poder. Escribe a
vuelapluma, haciendo que el lector se deslice por una infinidad de temas que
Tuan elabora sin conclusión: la muerte, el sexo, el paisaje, la religión y la moral,
el arte, la alimentación o la pornografía. Se coloca como un lejano observador
culto que, al final de su vida, revisa una suma de lecturas y experiencias, a
sabiendas de que ya nada le queda sino hacer literatura con ellas, aplicando si
acaso humor e ironía, y un fino sentido del detalle, por cierto, muy oriental.

Durante la lectura me iba ga

nando la sensación de estar frente a un escritor neoestoico, un asceta desconocido


que esconde sus reglas, pero al final recordé que este pensamiento que procura
una enseñanza pero permanece ajeno a toda pretensión crítica es un viejo
conocido de Oriente: el confucianismo. Y, en efecto, Tuan enseña sus cartas en la
última sección, titulada Cielo, donde hace un discreto alegato confucianista,
oponiendo esta visión del mundo a la del judeocristianismo. Como en las
enseñanzas de Confucio, Tuan predica el reconocimiento de lo real, la aceptación
de lo dado, la renuncia a cualquier estrategia de trascendencia, tanto sea crítica,
salvacionista o técnica, porque a su juicio éstas son otras tantas salidas
escapistas.

Los que gustan de criticar a los posmodernos encontrarán en este libro indicios
del espíritu capitulacionista que se atribuye a la posmodernidad. Y los herederos
confesos o encubiertos de la intolerancia maoísta (tanto como los actuales
neocapitalistas chinos) juzgarán que las elegantes opiniones de Yi-Fu Tuan son
reaccionarias pese a que, en el fondo, son totalmente inofensivas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 2 de agosto de 2003

Ética y libertad
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ENRIQUE LYNCH

20 MAR 2004

El nuevo capitalismo y los avances científicos obligan a un replanteamiento de


las relaciones entre el ser humano y sus principios y del Estado con los
ciudadanos. El filósofo australiano Peter Singer, ecologista y cabeza militante
contra el neoliberalismo, recurre en estas dos obras a un aggiornamento del
marxismo para sugerir una ética comprometida con asuntos como la clonación de
embriones, la eutanasia, el aborto o los problemas medioambientales.

Sin duda una de las razones que explican la proliferación de nuevos contextos de
reflexión ética y política que abren horizontes inesperados para la filosofía
práctica es la libertad. Porque vivimos en un mundo sostenido en el régimen de
la libertad se hace perentorio un análisis del campo de las relaciones
interpersonales, del marco de la investigación científica y técnica en relación con
la protección del medio natural, una nueva formulación de los derechos del
individuo sobre la eutanasia, sobre el aborto y una revisión del concepto de vida
a la luz de las nuevas investigaciones en bioética, así como un concepto diferente
del trabajo o del Estado. La libertad efectiva, en nuestras sociedades, nos pone
una y otra vez delante de nuevas encrucijadas y parece evidente que cuanto
mayores son las condiciones de libertad en que los individuos realizan sus tareas
cotidianas y entablan relaciones con sus semejantes y con la naturaleza, más
numerosos son los escenarios en que la reflexión ética se siente llamada a
intervenir toda vez que se van sucediendo, de modo constante y sostenido,
situaciones inéditas que los viejos principios de la ética y la religión tradicionales
no llegan a resolver. Que más tarde la ética, la ciencia política o el derecho
resuelvan los nuevos problemas de manera consistente es otra cosa: véase si no la
forma en que hace unos pocos días se zanjó, por medio de una chapuza jurídica a
tono con los postulados éticos del individualismo contemporáneo, el
escalofriante caso del caníbal alemán.

DESACRALIZAR LA VIDA HUMANA. Ensayos sobre ética


Peter Singer

Edición de Helga Kuhse

Traducción de Carmen García Trevijano

Cátedra. Madrid, 2004

494 páginas. 25 euros

UN SOLO MUNDO. La ética de la globalización


Peter Singer

Traducción de Francisco Herreros

Paidós. Barcelona, 2004

224 páginas. 17 euros

Aunque parece disparatado afirmar como hace Helga Kuhse -quien prologa y
edita uno de los libros que aquí comento- que Peter Singer "es casi con seguridad
el más conocido y más leído de los filósofos contemporáneos [...] uno de los más
influyentes y el que haya cambiado más vidas que ningún otro filósofo del siglo
XX", es verdad que Singer es un auténtico abanderado de la nueva ética
comprometida, un pensador profundamente implicado en la extensión de la
libertad sin abandono de la justicia y del reconocimiento de los intereses, las
necesidades y los valores de los pobres, los oprimidos y los débiles, defensor de
los derechos de los animales, crítico de la sociedad neocapitalista liberal,
ecologista radical y militante comprometido contra el programa de la
denominada "globalización" que, según afirma en Un solo mundo: "Es algo que
ha sido traído al mundo por una conspiración llevada a cabo por ejecutivos de
corporaciones reunidos en Suiza" (página 23).

De los dos libros reseñados

aquí, Desacralizar la vida humana es el que mejor representa la amplitud y


profundidad del enfoque ético comprometido que defiende Singer. Compuesto
por una variada gama de contribuciones: artículos, ponencias en congresos,
entrevistas, ensayos donde se hacen acotaciones a sus propios postulados con
relación a la "liberación de los animales" que promueve, y extensas y prolijas
consideraciones polémico-casuísticas sobre la eutanasia, la regla de vida
vegetariana y los principios de la llamada "ecología profunda", sin olvidar la
constante referencia y cotejo de sus planteamientos con los del utilitarismo
clásico, con Darwin y con el neokantismo liberal de Rawls y las filosofías de
Hegel y Marx, con las que Singer de una u otra manera está emparentado, este
libro permite vislumbrar la envergadura política de su posición y la radicalidad
de sus planteamientos que, hacia el final, van convergiendo sin matices hacia una
filosofía militante y hacia la necesidad de renovar el paradigma del pensamiento
de izquierdas.

Singer encuentra especialmente urgente rearmar el bagaje teórico de la izquierda


"tras el colapso del comunismo y el abandono por parte de los partidos socialistas
democráticos de su tradicional objetivo de nacionalizar la propiedad de los
medios de producción" (página 449). Así, su "ética práctica" acaba revelándose
en definitiva como lo que es: una nueva doctrina de la salvación, que conserva
los mismos ribetes redentoristas que tenía el pensamiento socialista clásico, pero
que se ve retroalimentada por añadidura por el examen de las frecuentes
anomalías con las que nos enfrentamos en la época contemporánea y por el hecho
incontrovertible de que el mundo sigue siendo tan injusto, tan cruel y tan
despiadado con los condenados de la Tierra -para decirlo con la vieja consigna de
Franz Fanon- como lo era ya en tiempos del Manifiesto comunista.
Un solo mundo muestra de forma todavía más clara el carácter militante de esta
"ética práctica" puesto que resume de modo conciso los principales
planteamientos del denominado "movimiento antiglobalización" aunque -
paradójicamente- no parece adoptar una posición crítica al hecho en sí sino que,
por el contrario, desde esa visión del mundo tan afín al marxismo que defiende
Singer, la "globalización" se asume casi como un destino del modo de
producción capitalista. Con una diferencia importante: si para Marx la
internacionalización del capital era el signo del inminente colapso del sistema de
la economía mundial, para Singer ese colapso sería, si acaso, medioambiental, y
la "globalización" sólo el comienzo de un nuevo mundo al que la izquierda debe
habituarse y saber contestar con objeto de evitar la destrucción del entorno
natural.

Singer es rotundo: da por reconocido

que estamos en medio de un cambio climático catastrófico producido por la


índole depredadora del capitalismo sobre el medio ambiente, denuncia la política
de las sucesivas administraciones norteamericanas, en especial la de George
Bush, como imperialista y atentatoria de los derechos de las naciones menos
favorecidas, se alinea junto a los que han condenado en los distintos foros
diplomáticos a la actual política económica liberal hegemónica como agente de
destrucción de las economías locales periféricas, llama a reformar la
Organización Mundial del Comercio para proteger a las economías débiles
amenazadas y a replantear los tratados arancelarios; y se muestra, frente a todos
los ámbitos en que la vida social, política y económica se ha "globalizado",
favorable a la constitución de organismos transnacionales como la ONU o el
Tribunal Penal Internacional adonde la izquierda debería llevar su voz para
hacerla hegemónica.

En suma, parece claro que más que una ética, lo que se sustancia aquí es
una política, a la que se nutre de argumentos neoutilitaristas; de un utilitarismo
con paradójica pretensión de universalidad que, por lo demás, se muestra
implacable con sus adversarios, ya que no les reconoce ni asomo de eticidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 20 de marzo de 2004

Para acabar con el asunto


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ENRIQUE LYNCH

8 MAY 2004

¿De qué hablamos cuando decimos que se ha pasado de la idea tradicional


de cultura, nacida en el siglo XVIII, a la de culturas, fruto de la globalización
actual?

La noción de cultura fue una idea germánica y dieciochesca que ganó influencia
con la Ilustración y, tras la expansión colonial, sirvió para explicar la "diferencia"
europea con ayuda de otros conceptos no menos presuntuosos: progreso, espíritu,
civilización. Actualmente es un típico rompecabezas terminológico. La cultura es
como el tiempo, que -según san Agustín- si me preguntan qué es, comprendo que
lo sé, pero si me piden que lo describa, no puedo decir en qué consiste. A
menudo, la definición de cultura se resuelve con la ayuda de fórmulas
transaccionales e imprecisas. La más conocida es la que afirma que la cultura es
todo lo que los humanos hacen en un tiempo y lugar determinados. Así la definió
T. S. Eliot en una serie de alocuciones radiofónicas publicadas en forma de libro;
por cierto, muy recomendable. Eliot, poeta hermético e intelectual de poderosa
inteligencia y reconocida filiación conservadora y católica, era como buen elitista
un populista en materia de cultura. Sus opiniones en este pequeño volumen son
claras y consistentes y puede que no satisfagan a quienes recelan de la religión
pero, desde luego, son harto preferibles a los centenares de secularizados libros
sobre culturalismo, multiculturalismo, identidad y cosmopolitismo que aparecen
cada año.

MÁS INFORMACIÓN
 Un libro al día

El auge de esta temática dícese que responde a una preocupación desatada por la
llamada "globalización" que, al parecer, ha actualizado la cuestión de la cultura o
de "las culturas" que bregan por reconocerse en el nuevo contexto global. Pero
éste es un argumento muy flojo. La llamada "globalización" tiene cuando menos
quinientos años y la cuestión del enfrentamiento o reconocimiento recíproco
entre los pueblos está planteada desde el neolítico: no vayamos a creer que los
bárbaros, de los que desciende una abrumadora mayoría entre nosotros, estaban
de acuerdo con el rótulo que les aplicaban los romanos. A este equívoco se añade
el de los llamados "estudios culturales", todavía incipiente en nuestro medio,
pero que no tardará en abrirse camino como todo lo que procede de Estados
Unidos. Con esta etiqueta se identifica en el influyente sistema educativo
anglosajón el cajón de sastre a donde van a parar los que no se avienen con los
rígidos patrones metodológicos tecnocientíficos. Así, se mezcla el psicoanálisis,
y en general toda psicología que no sea la cognoscitiva, con los llamados
estudios de género, la hermenéutica, la historia de las ideas y la religión y la
mitología comparadas, y los llamados Gay & Lesbian Studies, la sociología de la
comunicación y los medios, la antropología urbana, y los análisis semióticos
sobre la imagen y una gama infinita de estudios de "fusión" que remueven
viejísimos tópicos, como el diálogo entre Oriente y Occidente, u otros que
presumen de ser novedosos y no lo son, como la identidad de lo mestizo en unas
denominadas "culturas híbridas". (Pero, Dios mío, ¿dónde se ha visto una cultura
que no sea híbrida?). Etcétera.

En estos "estudios cultura

les" militan los desarraigados y desplazados del cientificismo, los herejes y los
contestatarios de los años sesenta y setenta que buscan dar relevancia académica
o institucional a sus discursos, un grupo nutrido y heterogéneo de antiguos
marxistas y maoístas reconvertidos, y muchos autores respetables que no
merecen figurar mezclados entre la muchedumbre culturalista.

El Fórum no se ha hecho según el modelo de los estudios culturales pero no


resulta sencillo determinar qué es la cultura para sus organizadores. Si se
consulta la web se encontrará una Biblioteca Selecta formada por 141 títulos
entre los que no se ha incluido ni una sola obra de ficción o de poesía. Al parecer,
ni la narrativa ni la poesía contribuyen en nada al "diálogo y la convivencia entre
las culturas". La selección es un batiburrillo que revela una concepción
puramente ideológica de la cultura, cuyo espíritu "políticamente correcto" es
capaz de producir "hibridaciones" casi monstruosas: poner a Von Hayek en
compañía de Toni Negri, a Daniel Goleman con Freud, a Fanon junto a
Huntington...

, parece el catálogo de una editorial española. ¿Y qué hacen allí las Vermischte
Bemerkungen de Wittgenstein? Ah sí, es que en inglés, esta maravillosa
recopilación de ocurrencias se publicó como Cultura y valor. (!)

Como alternativa al empacho de ideología que propone el Fórum, otras lecturas


parecen aconsejables. Quien quiera representarse el desarraigo que nos embarga
como nómadas que somos en nuestra "cultura globalizada", tiene la novela de
Milan Kundera La ignorancia, donde, al menos desde una experiencia individual,
se desmiente toda expectativa utópica de "hibridación" y se describe con crudeza
el drama propio de toda transculturación. Quien experimente odio a la cultura
como pequeño mundo poblado de mandarines, falsarios y pedantes, tal vez se
sienta reivindicado en su propio rencor a través del típico estilo energuménico de
Thomas Bernhard, en su demoledora narración Tala, donde se abomina de los
ambientes culturales de Viena que, por otra parte, tanto se parecen a todas las
"culturas" contemporáneas. Quien siga creyendo que todo viaje por culturas
extrañas tiene la forma de un descubrimiento, puede repasar ElDanubio, de
Claudio Magris, y -bastante menos engolado- acompañar a Bruce Chatwin por la
Patagonia o mirar con los fríos ojos de V. S. Naipaul en El regreso de
Eva Perón. Y, si quiere reírse de veras y de paso vacunarse contra culturas,
multiculturalismos y culturosos, que lea Cómo acabar de una vez por todas con
la cultura del astuto Woody Allen. No se arrepentirá.

N o t a s para la definición de la cultura. T. S. Eliot. Bruguera. La


ignorancia. Milan Kundera. Tusquets. Tala. Thomas Bernhard. Alianza. El
Danubio. Claudio Magris. Anagrama. En la Patagonia.Bruce Chatwin. El
Aleph. El regreso de Eva Perón. V. S. Naipaul. Seix-Barral. Cómo acabar de
una vez por todas con la cultura. Woody Allen. Tusquets.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de mayo de 2004

La identidad desenfrenada
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ENRIQUE LYNCH

28 AGO 2004

Más allá de las polémicas teorías de Huntington sobre el futuro identitario de


Estados Unidos, este libro revela la opinión de una élite. Sorprende su visión de
la historia y la religión.

El último libro de Samuel Huntington ha aparecido rodeado de un aura de


escándalo por su actitud frente a la inmigración hispana en Estados Unidos,
principalmente mexicana. Pero sería una torpeza dejarlo a un lado debido a sus
desplantes xenófobos o patrioteros porque, bien mirado, se trata de una obra de
suma importancia. Hay aquí un Estados Unidos plausible o verosímil, no sólo por
la enjundiosa investigación sino además por la riqueza de las referencias, la
claridad expositiva y argumentativa, y el rigor apasionado con que Huntington
sostiene sus discutibles opiniones. Pero si éstas no fueran razones suficientes
para leerlo, merece la pena porque es más que un ensayo sobre la identidad
estadounidense. A diferencia de España, donde los miembros de las
universidades rara vez son consultados por los políticos, en Estados Unidos las
políticas de Estado suelen ser primero enunciadas por los que allí se llaman
"académicos" y más tarde adoptadas por alguna de las dos agrupaciones
mayoritarias, demócratas o republicanos, o por sus lobbies internos dominantes.
No estamos, pues, ante los devaneos de un profesor bostoniano un tanto
recalcitrante sino ante un auténtico programa concebido como una sólida
construcción ideológica que inspirará, en todo o en parte, las líneas de la
administración que salga elegida en noviembre próximo.

¿QUIÉNES SOMOS?: Los desafíos de la identidad


estadounidense
Samuel P. Huntington

Traducción de Albino

Santos Mosquera

Paidós. Barcelona, 2004

488 páginas. 28 euros

Como reza el título, la cuestión central es la identidad estadounidense y los


"peligros" a los que está expuesta. Se supone que, cualesquiera que sean los
caminos de la sociedad norteamericana en su futuro, responderán a un arraigado
patrón identitario que Huntington no cree que sea ni indefinido, ni posmoderno,
ni sincrético o plurinacional o multirracial sino pura y simplemente blanco,
anglosajón y protestante. Uno de los aspectos sugestivos e inquietantes de este
libro es que, para enfrentarse contra el pensamiento multiculturalista que describe
a Estados Unidos como un mosaico compuesto e inestable, semejante a un
conglomerado de minorías en constante rearticulación recíproca, Huntington no
rechaza la retórica típica de la ideología identitaria sino que, por el contrario, la
hace suya y la lleva hasta las últimas consecuencias. Emplea así las propias
armas de su enemigo para derrotarlo.

En un esfuerzo de síntesis,

convoca todos los elementos que se suele traer a colación en este tipo de análisis:
hace historia (desde la colonización de Nueva Inglaterra hasta el "desgaste"
contemporáneo), estudia las luchas por la hegemonía tras la guerra civil, describe
la constitución del "Credo Americano" (libertad, democracia, respeto de la ley y
las instituciones y salvaguarda de los derechos del individuo), e incluso
desarrolla una épica propia, cargada de soflama patriótica, en la que se siguen los
pulsos de la evolución de la conciencia nacional norteamericana en cuatro o
cinco momentos cruciales; los llama "Despertares", término de inequívoca
resonancia fascista, y los relaciona unas veces con leyes significativas y otras con
presidencias carismáticas: Lincoln, Wilson, Roosevelt, Kennedy, etcétera. Es una
visión cosmogónica que permite ver a Estados Unidos levantándose como
monumento al tesón de los blancos, anglosajones y protestantes, una epopeya que
encuentra su punto de ruptura, de modo significativo, hacia 1965 con la sanción
de la ley de los derechos civiles, y un poco más adelante, durante la
Administración de Nixon. Con anterioridad a estas fechas, Huntington muestra
cómo los "valores blancos, anglosajones y protestantes" sirvieron a su juicio
como aglutinantes de la "identidad" estadounidense y fueron factores de
deculturación e integración de los millones de inmigrantes en el melting
pot descrito por Zangwill. Sostiene que esos valores incluso llegaron a penetrar
en el tejido de las comunidades religiosas que convivían en el guiso de pueblos y
creencias, amalgamándolas en torno a la ética puritana del trabajo que -afirma, y
con razón- sostiene la prosperidad y el poderío económico del país. El estudio
sobre la religiosidad de los norteamericanos es sorprendente porque de él se
deduce que es un país cristiano, tanto o más observante de su religión que el Irán
de los ayatolás.

Invocando a sus antepasados, miembros de una antigua familia de Boston,


Huntington rechaza con firmeza que sea una "nación de inmigrantes". Estados
Unidos, afirma -con deliciosa inconsciencia mítica- ha sido poblado por
inmigrantes pero fue fundado, acrisolado y concebido por colonos. Patricios y
plebeyos, señores y siervos, amos y esclavos, masa de inmigrantes y colonos
fundadores: su elitismo es rancio, orteguiano, pero asimismo muy convincente.
Su bestia negra son los multiculturalistas y los deconstructivistas que, hacia
1972, con Nixon, interpretaron el melting pot como una ensalada y representaron
Estados Unidos como un agregado de pequeñas minorías monádicas insolidarias
que se disponen sin jerarquías ni valores, en un gigantesco manto igualitario. Al
hilo de estas ideas, piensa, Estados Unidos abrió sus puertas a los bárbaros: las
dos últimas secciones del libro están dedicadas, pues, a describir con celo y
minuciosidad estadística aplastante la "amenaza" que representan los mexicanos
que, a razón de dos millones por año, se incorporan a la sociedad blanca,
anglosajona y protestante, y que, acicateados por el multiculturalismo, se resisten
a asumir los valores de la nación de adopción, conservando su lengua y sus
tradiciones excéntricas. Ni que decir tiene que Huntington no se equivoca cuando
afirma que la inmigración incontrolada, tarde o temprano planteará un grave
problema a la sociedad norteamericana. Pero son los argumentos que acompañan
sus cuidadosos estudios demográficos lo que pone los pelos de punta por no
privarse de razones xenófobas y racistas. Recela de la masa de mexicanos, pero
sus resquemores se extienden a la minoría musulmana tras el 11-S (página
407, passim), hace estudios cruzados donde se examina el nivel de religiosidad
de los profesores universitarios según su origen étnico, racial y sus preferencias
ideológicas al tiempo que sugiere que la nueva ideología de la identidad
estadounidense es muy "distinta de los políticos populistas y los encapuchados
del Klan del viejo sur" (página 357) -aunque sólo se distingue de ellos por el
número de titulaciones universitarias de sus partidarios- y que ninguna nación, y
Estados Unidos menos, puede prescindir de inventarse un enemigo para lograr la
necesaria cohesión interna, es decir, lo mismo que argumentaban de los nazis con
relación a la llamada Juden Frage. ¿Qué eran los judíos sino -como los hispanos
en Estados Unidos- un pueblo que se resistía desde tiempo inmemorial a ser
asimilado?

En el más puro estilo Harvard -blanco, anglosajón y protestante-, este libro sin
embargo es todavía el discurso de una élite. ¿Cuántos norteamericanos piensan
como Huntington? No lo sabemos, pero seguro que son muchísimos más que lo
que nos quieren hacer creer Susan Sontag o Michael Moore. Por lo demás, el
libro es un ejemplo soberbio de la estremecedora deriva de la ideología
identitaria; casi conceptualmente idéntica, por cierto, a la que se reproduce
incansablemente en cátedras, columnas de opinión, programas televisivos,
discursos de políticos y programas de ministerios, en academias, leyes y púlpitos
eclesiásticos, de toda la geografía española.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de agosto de 2004

Razón o revelación
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ENRIQUE LYNCH

26 FEB 2005

Leo Strauss, ideólogo de los neoconservadores en Estados Unidos, plantea en


este ensayo que toda teoría política se dibuja sobre un fondo que no resulta
racionalizable.

El auge actual de la ideología llamada neoconservadora en Estados Unidos, cuya


manifestación más sonada ha sido el triunfo de George Bush hijo en las
elecciones de noviembre, ha dado inopinada popularidad a Leo Strauss,
identificado como una suerte de gurú intelectual de los llamados neocons,nombre
que se da a una corriente de opinión actualmente hegemónica en los círculos
gubernamentales de Estados Unidos. La fórmula neo-con siempre me ha parecido
absurda, ya que es propio del pensamiento conservador conservarse tal cual y,
por tanto, permanecer ajeno a la idea de un cambio o de una renovación. Los
conservadores piensan siempre lo mismo: son sus adversarios los que identifican
las diferencias en ellos, diferencias que las más de las veces expresan cambios de
postura en las ideologías alternativas al conservadurismo. Neo-con,por lo demás,
puede resultar una etiqueta incluso irrisoria, sobre todo si la leemos (y la
pensamos) en francés...

¿PROGRESO O RETORNO?
Leo Strauss

Introducción de Josep Maria Esquirol y traducción de Francisco de la Torre

Paidós. Barcelona, 2004

212 páginas. 12,50 euros

¿Por qué se identifica a Leo Strauss como numen de


los neoconservadoresnorteamericanos? Strauss fue un intelectual judío alemán,
emigrado primero al Reino Unidos en 1932 y más tarde a Estados Unidos donde,
tras enseñar en la New School for Social Research, de Nueva York, ocupó una
plaza como profesor de Filosofía y Teoría Política en la Universidad de Chicago,
donde desarrolló entre 1949 y 1968 una carismática actividad docente que habría
de tener gran influencia en los medios académicos y políticos conservadores de
décadas posteriores. Entre sus seguidores reconocidos está Allan Bloom, también
profesor en Chicago, autor de un libro emblemático de la era Reagan: El cierre
de la mente moderna (Plaza & Janés, 1989), donde se hace un balance sombrío
del estado de la cultura y la educación en Estados Unidos tras la revuelta
estudiantil de los sesenta y setenta y la renovación subsiguiente, y un número
considerable de funcionarios conspicuos de los gobiernos republicanos, entre los
que se cuentan Paul Wolfowitz y Abram Shulsky. Pero más allá del hecho
anecdótico de que Strauss hubiese influido entre los republicanos conservadores
o de que fuera un personaje célebre por su talante elitista y autoritario, muy a
contracorriente del tópico del judío progresista centroeuropeo, lo único que
permite asociarlo con el llamado neoconservadurismo es su postura radicalmente
crítica del pensamiento político racionalista moderno e ilustrado. Para Strauss la
modernidad sólo ha servido para introducir la confusión en el paradigma de la
teoría política clásica antigua, cuya transparencia es subrayada en los muchos
comentarios de autores antiguos que componen sus obras más conocidas.

Lejos de reconocerse irracio-

nalista, Strauss se presenta no obstante como adalid del racionalismo antiguo,


que asocia con la figura de Sócrates, a quien no tiene en absoluto como personaje
literario sino como figura política, militar e intelectual de todo derecho y con
perfil y cualidades propias. La primera sección de este volumen se compone de
cinco lecciones sobre el pensamiento socrático en torno a la política y la justicia,
pero enseguida se ve que la reivindicación de Sócrates, que Strauss hace
contrastar con los testimonios y crónicas de Aristófanes, Jenofonte -a quien
Strauss califica de tonto, página 68- y Platón, se propone trascender las
limitaciones de los cronistas en materia de política, y sobre todo, descalificar las
tradiciones a que han dado pábulo en la modernidad. Puesto que se trata de una
transcripción de exposiciones orales en gran medida compuestas de largas y
minuciosas paráfrasis de los textos clásicos, la lectura de estas lecciones es
farragosa y a menudo confusa, aunque permite apreciar el estrecho vínculo del
pensamiento de Strauss con la recreación de una antigüedad que es, cuando
menos, muy singular e idiosincrásica.

La segunda sección, que da título al volumen, da una idea de por qué se lo tiene
como un pensador reaccionario y también cuánto hay de simplificador y de
equívoco en este epíteto aplicado a Strauss. Tras la revisión de su ascendencia
judía y de la tradición bíblica, Strauss describe una serie de filigranas
argumentativas platónicas hasta que consigue plantear una oposición retórica
entre un judaísmo esencialmente girado hacia una revelación original, en el
pasado, y por tanto, opuesto al presente y al futuro, y otra tradición -moderna,
racionalista y secularizada-, vuelta hacia la esperanza futura y enajenada en la
defensa de una insostenible idea de progreso que ha alcanzado, piensa, una crisis
terminal en nuestra época. Una lectura muy personal de la teología política de
Spinoza le sirve para desembocar en un final ecléctico: no hay filosofía que no se
funde en una revelación, ni revelación que no requiera de la filosofía para hacerse
comprensible, fórmula presentada como "tensión fundamental" de la superioridad
espiritual de Occidente. Uno se pregunta por qué no de la debilidadde Occidente,
pero tanto da porque es obvio que la postulada tensión entre razón y revelación
es un capítulo más de la recurrente tesis de Strauss de que toda teoría política se
recorta sobre un fondo no racionalizable, toda norma presupone un acto de fuerza
denegado y toda esperanza justiciera una profesión de fe no reconocida. En
suma, que el derecho natural y la política como una variante de la teología nunca
fueron del todo suplantados por el racionalismo moderno.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de febrero de 2005

Respuesta de Lynch
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ENRIQUE LYNCH

28 OCT 2004

Me temo que las "precisiones" aportadas por el señor Muñoz (traductor y


compilador de una colección de escritos de Benjamin titulada Sobre la
fotografíay comentada por mí en Babelia) sólo servirán para confundir más a los
lectores.

Dice el señor Muñoz: "Si miramos el índice, de los 13 textos incluidos en el


libro, más de la mitad (siete exactamente) no se habían traducido antes al
español". En efecto, pero ésta es una verdad a medias. Si hacemos algo más que
"mirar el índice", podemos comprobar que de las siete novedades de esta
compilación, seis son irrelevantes: tres reseñas de periódico, un comentario
circunstancial a un artículo periodístico, un fragmento de un diario escrito en
París y otro fragmento de Infancia en Berlín hacia 1900 (libro publicado por
Alfaguara en 1990), y, por otra parte, tan sólo ocupan 11 de las 153 páginas del
libro. El séptimo texto inédito, la sección "Y" de la llamada Obra de los
pasajes (páginas 115 a 143 de la compilación), mencionado por el señor Muñoz
como aportación sustancial de su compilación, se compone mayoritariamente de
fichas de lectura y apuntes donde Benjamin transcribe pedazos de textos de otros
autores, es decir, no es de Benjamin; si acaso tan sólo sirve para dar una idea
muy vaga de su curiosidad u orientación como investigador.

Las principales ideas de Benjamin sobre la fotografía estaban ya publicadas en


distintas ediciones en español, y tanto da que estén o no descatalogadas: figuran
en mi biblioteca particular, que no es precisamente la de un especialista en este
tema. Discrepo, por otra parte, con el señor Muñoz sobre el resto de su réplica: la
contraportada de un libro no es el lugar idóneo para explicar el contenido,
método o razón de una compilación de escritos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 28 de octubre de 2004

Para (pos)modernos atribulados


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ENRIQUE LYNCH

9 ABR 2005

Desde una perspectiva marxista, Fredric Jameson analiza la posmodernidad


como un imperativo ideológico al plantear que esta cuestión difumina la realidad
del capitalismo. Al contrario de lo que han mantenido otros pensadores, Jameson
se declara posmoderno porque defiende la necesidad de un "gran relato" que
relacione el presente con el futuro.

Hay libros que reclaman, desde el título o desde la primera página, la


incondicionalidad o, cuando menos, la complicidad del lector. Éste es uno de
ellos. Los lectores que no participen de la necesidad de definir o de comprender
qué es o qué significa ser (pos)moderno, encontrarán las pormenorizaciones de
Jameson (sobre la modernidad de Baudelaire, de Rubén Darío, de Descartes o de
Hegel y un sinfín de alegaciones y referencias al pensamiento contemporáneo)
demasiado prolijas para prestarles atención, innecesariamente farragosas o
lejanas de su mundo cotidiano, y no sería extraño que se sintieran incluso
expulsados de un repertorio de problemas teóricos que no obstante deberían
importarles puesto que atañen a la condición del presente histórico en que, en
tanto que agentes sociales, están instalados.

UNA MODERNIDAD SINGULAR: ENSAYO SOBRE LA


ONTOLOGÍA DEL PRESENTE
Fredric Jameson

Traducción de Horacio Pons

Gedisa. Barcelona, 2004

204 páginas. 16,90 euros

Para decirlo sin cortapisas:

se trata de un libro que sólo puede interesar a un (pos)moderno atribulado. Si


usted no ve nada de significativo en el debate sobre la modernidad o si suele
utilizar el epíteto "posmoderno" como insulto o descalificación en el mismo
registro semántico que "cantamañanas" y en un tono que recuerda aquello de
"melenudo" o "maricón", que se solía decir en los años sesenta, le aconsejo que
no se acerque a estas páginas.

La cuestión sobre la complejidad de lo (pos)moderno, o sea, la determinación de


la identidad de nuestra condición histórica presente, es un asunto al que Jameson
ha dedicado casi treinta años y una frondosa bibliografía personal. Tres décadas
es el mismo lapso que nos separa del lanzamiento de aquel carismático rótulo, La
condición posmoderna, escogido por Jean-François Lyotard como título de un
libro-informe escrito por encargo de la Unesco en 1978. No se puede entender la
obstinación de Jameson y de un número nutrido de ensayistas norteamericanos
con-temporáneos en abundar sobre un tema tan poco acuciante si no se tiene en
cuenta que la cultura norteamericana -cultura inequívocamente (pos)moderna que
experimenta la diferencia de la época actual mucho antes que las demás
sociedades- no sabe teorizar sobre esa experiencia. El hecho no es nuevo,
téngase presente que los norteamericanos concibieron la democracia moderna,
pero no fueron capaces de producir un Tocqueville para razonarla.

Sin duda la (pos)modernidad es una moda intelectual como tantas otras, pero no
sólo importa a Jameson como frivolidad libresca o como contribución a los
debates internos de los cenáculos universitarios norteamericanos, sino como un
imperativo ideológico, toda vez que piensa que la cuestión de lo (pos)moderno
sirve como pantalla disipadora de la realidad del capitalismo. Cabe apuntar que
Jameson es un marxista convencido y, como tal, sostiene como Lenin que sólo
quien sea capaz de determinar con precisión dónde está parado estará en
condiciones de diseñar su propio futuro a conciencia. De modo pues que su
pertinaz búsqueda de una ontología del presente no es tanto una fruslería
intelectual, sino una típica situación teórica, así las llama, que se supone
permitirá dilucidar cómo será la transición hacia la sociedad del futuro.

Naturalmente, en la medida

en que piensa como un filósofo de la historia sui géneris, sus ideas están trufadas
de contenidos ideológicos, que adoptan en el libro la forma de sucesivas
reafirmaciones: de la condición moderna (a la manera de la consigna de
Rimbaud); de la necesidad de periodizar en filosofía de la historia; de la historia
como continente de sentido y de la expectativa utópica como signo de una
profesión de fe (pos)moderna inquebrantable. Aún más, si bien es cierto que
Lyotard y los llamados "posmodernos" afirmaron el fin de los "grandes relatos",
y más tarde dieron por acabadas la historia y las ideologías, Jameson riza el rizo
y se declara (pos)moderno precisamente porque afirma la necesidad insoslayable
del "gran relato", de una ideología que enlace la condición presente con el futuro.

Poner periodos a la historia, historizar el arte o el sistema de las


representaciones, no sólo es para él deseable sino además inevitable, tanto como
distinguir entre moderno y posmoderno o entre el discurso de la (pos)modernidad
y esa curiosa "ontología del presente" que propone, en clave materialista-
histórica. El libro se extiende en infinidad de instancias de lo uno y lo otro, y con
frecuencia se pierde en un laberinto de teorías y metateorías; y, sin embargo, no
produce nada que se asemeje a un saber.

Jameson no hace filosofía, ni sociología, ni antropología cultural, ni siquiera hace


historia de las ideas. Su mirada, que no puede decirse que carezca de método y de
una cultura libresca importante, recuerda mucho a aquella típica "confusión"
benjaminiana y, como ella, por extraño que parezca en un materialista histórico,
no tiene objeto, es decir, no se refiere a nada tangible. La modernidad de
Jameson no es como la democracia parlamentaria o el índice de precios del crudo
o la pintura abstracta o la Pregunta por el ser de Martin Heidegger. Parece más
bien una representación desenraizada, una forma que se ve a sí misma como
una manera de dar forma y una sofisticada argucia para meter por la puerta lo
que habíamos arrojado por la ventana, ejercicio retórico de efectos discursivos
que muestra cómo el autor, como todos los ideólogos, permanece atrapado en un
enjambre de teorías y textos, interpretaciones y contrainterpretaciones
desconcertantes para las que, por citar una frase de Mallarmé invocada por el
propio Jameson al final del libro, "el Mundo existe sólo para terminar en un
libro".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de abril de 2005

Literatura y vida
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ENRIQUE LYNCH

4 JUN 2005

Ajeno a los formalismos de la crítica literaria, W. G. Sebald presenta sus


ajustadas lecturas de Kafka, Roth o Canetti, en las que ahonda en el verdadero
carácter del escritor. Estos ensayos están ordenados en dos secciones. La primera
está dedicada a la relación entre la psique y la escritura y la segunda, a las
conexiones entre literatura y sociedad.

En una observación circunstancial hecha en su París no se acaba nunca a


propósito de la admirada Marguerite Duras, Vila-Matas rinde tributo a la
integridad secreta de la Duras con una frase de sentida precisión: "[...] Toda esa
gran angustia que somos capaces de desplegar ante la realidad del mundo, esa
desolación de la que están hechos los escritores menos ejemplares, los menos
académicos y edificantes, los que no están pendientes de dar una correcta y
buena imagen de sí mismos, los únicos de los que no aprendemos nada, pero
también los únicos que tienen el raro coraje de exponerse literalmente en sus
escritos -donde se despachan a gusto- y a los que yo admiro profundamente
porque sólo ellos juegan a fondo y me parecen escritores de verdad".

PÚTRIDA PATRIA: ENSAYOS SOBRE LITERATURA


W. G. Sebald

Traducción de Miguel Sáenz

Anagrama. Barcelona, 2005

230 páginas. 16 euros


A despecho del culto trivial del que es objeto desde hace algunos años en el
llamado "mundo de las letras", un ámbito por cierto nada dado a la integridad en
ningún orden, la obra de Sebald parece contener la articulación exacta de
desolación existencial, exposición descarnada de uno mismo y ascetismo literario
(si se me permite utilizar una clave pedante para formalizar la cita) que para Vila-
Matas -tanto como para este comentarista- convierten al individuo que consigue
ponerla por escrito en un escritor de verdad.

Me atrevería a extender esa

categoría a los escritores -en su mayoría austriacos y judíos centroeuropeos de


habla alemana- que lee Sebald en este volumen de título (Unheimliche
Heimat,literalmente "extraña patria"), traducido con una fórmula un tanto
desmesurada. Por estos ensayos desfilan, entre otros, Kafka, Bernhard, Canetti,
Handke, Sacher-Masoch, Roth, Améry y Schnitzler, autores que,
inequívocamente, son figuras de referencia personal e intelectual para el propio
Sebald, unas veces por su estilo, otras veces por su condición desarraigada o su
talante intempestivo, pero sobre todo por su sufrida o deliberada marginalidad.
En la cultura de la Austria del siglo pasado, por lo visto, parecía inevitable que
intelectuales como éstos tuvieran que quedarse en los márgenes.

Los ensayos de Sebald reunidos en este volumen están ordenados en dos


secciones. La primera está dedicada a la relación entre la psique y la escritura,
con especial atención a la paranoia que, no lo olvidemos, es la inconfesada
insania de todo escritor auténtico; la segunda se ocupa de algunos aspectos de la
relación entre literatura y sociedad, en particular, de la condición judía, cosa
lógica porque, pese al sionismo el judío sigue siendo el apátrida por antonomasia
en nuestras sociedades modernas. Los ensayos consisten, en todos los casos, en
lecturas ceñidas y anotadas, a menudo dictadas por comentarios de episodios,
personajes y pasajes de novelas, desarrolladas con la típica prosa de Sebald, que
puede ser muy rica en apuntes inteligentes y también muy espesa. Una escritura
de análisis que, cuando se hace enrevesada, recuerda las fórmulas inútilmente
intrincadas de Adorno y que, pese a los encomiables esfuerzos del traductor, no
es lo que se dice estimulante.
Por lo demás, Sebald es un filólogo totalmente ajeno a los formalismos de la
crítica literaria contemporánea y sin duda indiferente a la tesis de la muerte del
autor. Escribir, para él y para los escritores que comenta y con los que claramente
se identifica, es una tarea existencial. La literatura es la vida por escrito y lo es
tanto más cuando se acepta la versión de la tradición de las letras austriacas y
judías analizadas en estos ensayos. Las vidas de los escritores convocados por
Sebald parecen una extensión de sus propias obras y no al revés. Y el hallazgo de
Sebald se repite inexorablemente en todas las obras y autores estudiados: la clave
de la condición de un sujeto atormentado que vive entre la infelicidad personal y
el desarraigo nacional y social, un ser sufriente o lastimado que algún día se
decidió a escribir para contemplar sus propias heridas mientras agoniza.

Por cierto, nunca está muy

claro si eso que Sebald encuentra en sus autores admirados no lo ha puesto él


mismo. Así, Canetti es retratado como un paranoico encubierto porque sólo un
paranoico puede descifrar el secreto de las extravagancias del sultán de Delhi o
del presidente Schreber; y Bernhard, como todo escritor satírico, un caníbal o
uno que acaba salpicado por la porquería que revuelve en su tiempo. Handke, en
el fondo, es el narrador de su propia infancia destruida, como Kafka no es tanto
el atribulado K de El castillo cuanto el agrimensor de profesión imposible.

¿Son estos textos propiamente ensayos? Los que creen en los géneros dirán que
sí, que naturalmente, pero son los mismos que hablan de Los emigrados o
de Austerlitz como de "novelas". Yo lo veo esto todo más allá de las distinciones
filológicas, prosaísmo sin más, todo muy nietzscheano; quiero decir: muy en el
modo en que Nietzsche hacía -como afirma Nehamas- de la vida, literatura. O
sea, romántico, pero en el buen sentido, por supuesto.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de junio de 2005

La hora del desengaño


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ENRIQUE LYNCH

27 AGO 2005

Zygmunt Bauman analiza en cuatro libros la sociedad contemporánea desde el


pesimismo porque "el mundo está agotado". Una lúcida descripción de hechos,
personajes, paisajes, consumo, globalización y biodiversidad. Un cronista de la
descomposición de la nación-Estado.

En la introducción a La sociedad sitiada Zygmunt Bauman escribe una frase que


suena como una consigna: "El mundo está agotado" (página 22). En consonancia,
al comienzo de Vidas desperdiciadas afirma: "Nuestro planeta está lleno" (página
15). Parecen diferentes en la forma pero vienen a decir lo mismo. El mundo está
agotado porque todo lo que cabía esperar de él, todo aquello que podía
incorporársele a título de mejora o de perfección ha sido ya colmado. Su
agotamiento es, paradójicamente, su completitud: no hay nada que añadir, nada
que esperar, nada que reformar. Está acabado. "Es lo que hay", como se dice en
Cataluña. Quizá por ello la sociología de Bauman no sugiere ninguna salvación,
aunque se la suele presentar como punta de lanza del retorno del llamado
"pensamiento crítico". Estas consignas inaugurales y lo que viene después,
parecen más bien una toma de distancia respecto de cualquier forma de
neoutopismo redentorista. De modo pues que si bien para Bauman éste no es el
mejor de los mundos posibles, sus reflexiones no están animadas por una
promesa incierta o una esperanza. Sus ideas no son como Le Monde
Diplomatique y tampoco como las de Naomi Klein. El tono de esta sociología es
cualquier cosa menos exultante.
En efecto, el talante que anima los libros de este judío polaco desarraigado y
octogenario, que lleva décadas enseñando en la periférica y proletaria Leeds, es
la desazón. Su retrato de la sociedad es como la versión pesimista del
posmodernismo. Si el posmodernismo fue en alguna medida el resultado de un
desengaño, podría decirse que Bauman es un posmoderno desengañado. Sus
análisis y el objeto al que se aplican son, sin embargo, los mismos: el panorama
de la nada contemporánea, un vacío que transcurre veloz hacia ninguna parte y
que se manifiesta como la sensación de habitar en un presente eterno (una
sociedad gobernada por las leyes del mercado y sus gerentes anónimos, sin
tradición y sin garantía de redención futura como no sea la de un
perfeccionamiento puramente técnico o de procedimiento y siempre bajo la
amenaza del colapso ecológico). Igual que en los libros de Lipovetsky, de
Bauman obtenemos una lúcida y pormenorizada descripción de paisajes,
protagonistas, costumbres, modelos, prejuicios, trivialidades, hábitos y angustias.
El mundo del consumo, los teléfonos móviles, el chat que sustituye y aleja la
introspección, las relaciones de quita-y-pón, el trabajo precario, la filosofía prêt-
à-porter (como la llamaba Savater hace veinte años), los reality-show, la música
embrutecedora y las drogas. Pero a diferencia de Lipovetsky y sobre todo de los
sociólogos norteamericanos en que éste se inspira, las observaciones de Bauman
carecen de toda referencia fáctica contrastable: no hay sondeos, ni estadísticas, ni
cotejo de opiniones. Su discurso es deliberadamente personal y sesgado.

Los libros contienen referen

cias generales a los asuntos indicados por los títulos pero como Bauman se
repite, cualquiera vale por los demás. Su prosa es atractiva de leer, rica, culta y
contundente. Su punto de apoyo es la distinción entre la
modernidad sólida,basada en la territorialidad y la finalidad, cuya forma política
y social es la nación-Estado; y la modernidad líquida, que se caracteriza por la
globalización, la fluidez y la biodiversidad. En sus ensayos disecciona la
segunda, en la que estamos instalados, y da a la primera como acabada para
siempre. Es el cronista del desplome, la descomposición de la nación-Estado y de
las transformaciones sociales que la acompañan a medida que la
antigua communitas se va disolviendo en un desterritorializado "espacio de
flujos" -noción que extrapola de Manuel Castells-, una sociedad oceánica sin
leyes fijas ni pautas morales que no permite pensar ninguna alternativa.

En esta crónica, además de la referencia a Castells, muchas fuentes se repiten. Es


especialmente lúcido cuando retrata la personalidad del individuo contemporáneo
como un remedo del Don Juan de Kierkegaard, incapaz de salir de la trampa de
la seducción, y cuando afirma que la lucha "antiglobalizadora" es como plantear
una rebelión contra los eclipses de sol, pero resulta algo anacrónico en su defensa
de la pareja monogámica frente al caos erótico contemporáneo o en la manera
unilateral de pensar esa marginalidad como típica de este tiempo, olvidando al
olvidado Franz Fanon y al hecho incontrovertible de que América se hizo cuando
no existía el consumo y no obstante con el sacrificio de la sangre india y africana,
la misma sangre que corre por las venas de los individuos que se acumulan como
basura en los vertederos de los suburbios y en los guetos de nuestras ciudades.

Zygmunt Bauman. Identidad. Traducción de Daniel Sarasola, con una


introducción de Benedetto Vecchi. Losada. Madrid, 2005. 214 páginas. 17
euros. La sociedad sitiada. Traducción de Mirta Rosenberg y Ezequiel
Zaidenwerg. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2005. 298 páginas. 17
euros. Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias. Traducción de Pablo
Hermida Lazcano. Paidós. Barcelona, 2005. 172 páginas. 12 euros. Amor
líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Traducción de Mirta
Rosemberg y Jaime Arrambide. Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2005. 202
páginas. 12 euros.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de agosto de 2005

Realismo político y sus paradojas


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ENRIQUE LYNCH

8 OCT 2005

Ulrich Beck reformula el cosmopolitismo. En un intento por innovar, forzando


las condiciones históricas actuales, el sociólogo plantea una teoría construida
sobre paradojas.

Las teorías sobre la sociedad, para ponerse a tono con los veloces y radicales
cambios de las últimas décadas, a menudo tienen que trazar giros y variantes que
en otros tiempos hubiesen resultado inexplicables. Pauta habitual en estas
experiencias teóricas es la hibridez, que unas veces se traduce en ambivalencia y
otras en lo que podría llamarse la "vía del medio". Vaya como ejemplo la
llamada "tercera vía" del sociólogo británico Giddens, usada con éxito sonado
por el incombustible Tony Blair para desarbolar nada menos que el laborismo
inglés y preparada ahora para conquistar los corazones de socialdemócratas y
liberales en la Europa continental. No sabemos si Blair conseguirá su propósito,
pero es seguro que lo intentará.

LA MIRADA COSMOPOLITA O LA GUERRA ES LA PAZ


Ulrich Beck

Traducción de Bernardo Moreno

Paidós. Barcelona, 2005

260 páginas. 18 euros

En este comienzo del siglo XXI cualquier experimento es posible puesto que las
actuales condiciones históricas son totalmente inéditas y eran inconcebibles para
la teoría social hace veinte años. Es el momento de innovar, de modo que cabe
agradecer a los políticos la imaginación y la inventiva que muchas veces falta a
los teóricos. Así pues, el laborista Blair encabeza un Reino Unido convertido por
los conservadores en un cuasi-paraíso fiscal; el bolivariano Chávez no sólo
apuntala la patética Cuba estalinista sino que además consigue seducir al
posmoderno Gianni Vattimo; y mientras tanto los comunistas chinos continúan
impertérritos con su capitalismo salvaje, que crece a un ritmo anual del 9% sin la
menor concesión a las reglas de la democracia occidental y sin dejar de agitar las
banderas rojas. No me extrañaría que por mera sintonía con esta época delirante,
la monarquía saudí acabe por legalizar el matrimonio homosexual.

Resultan pues bienvenidos

los libros que, como éste, sirven para pensar de manera original la sociedad y las
costumbres, la guerra y la paz, Europa, el nacionalismo, la democracia y los
derechos humanos, y que ensayan una contribución no convencional a la
sociología política acorde con las nuevas condiciones históricas. De hecho,
Ulrich Beck lleva varios libros intentando poner al día la sociología. Sin
embargo, no se trata solamente de revisar la sociología académica. Como su
amigo Giddens, Beck tiene vocación de ideólogo y este libro es, sin duda, uno de
los más ideológicos en su bibliografía. Toca el turno al cosmopolitismo, noble
aspiración ilustrada inspirada en el sueño del abad de Saint-Pierre que fuera
ridiculizado como utopía por Voltaire y no obstante acariciado por Kant como
esquema de una filosofía de la historia. Beck lo reformula, en versión puesta al
día, como "cosmopolitismo realista", en clara invocación numénica de
la realpolitik de Willy Brandt. Ve en el cosmopolitismo la alternativa a la
defensa intransigente de la identidad, que o bien conduce a la conflagración
planetaria (Huntington) o bien disuelve la política en la anomia multiculturalista,
heredera de las identidades fundadas en los Estados-nación que la llamada
globalización ha convertido en anacrónicos.

El suyo no es, pues, el cosmopolitismo universalista de siempre que se apoya en


alternativas excluyentes ("o esto o lo otro") sino un cosmopolitismo que sigue las
pautas de la modernidad líquida (Bauman) y la sociedad de redes y flujos
(Castells), y que Beck resume con la consigna un tanto ecléctica del "no sólo sino
también". En términos prácticos, lo que esta disyunción inclusiva y "realista"
implica es que los nacionalistas intransigentes, en el escenario cosmopolita de
Beck, pueden seguir declamándose europeos (véase este oxímoron: "El realismo
cosmopolita no niega el nacionalismo, sino que lo presupone y lo transforma en
un nacionalismo cosmopolita", página 73), las potencias están legitimadas para
hacer la guerra en bien de la paz y en nombre de un derecho que no es derecho, y
los responsables de Europa pueden concebir una unión de estados que no es
Estado, lo cual vendría a legitimar la forma aberrante en que el Reino Unido se
considera integrado en Europa.

Más aún, Europa no necesita una constitución sino que puede concebirse como
una especie de liga hanseática, con una identidad fundada en sus propias faltas:
las guerras fratricidas entre europeos, el genocidio de los judíos, etcétera, para lo
cual Ulrich Beck propone fijar el recuerdo de la barbarie y de los millones de
muertos en los campos de concentración de Hitler y Stalin con la esperanza de
que así estos traumas serán superados.

Las paradojas abundan en este libro: la cosmopolitización se funda en la


afirmación de una mirada universal localizada; el ideal cosmopolita se alimenta
de quienes lo niegan y se oponen a él; el derecho -que, como sabemos,
es nomosterritorializado- se ha desterritorializado por efecto de la
cosmopolitización y, no obstante, sigue siendo fuente de legitimidad y
legalidad... Por momentos se tiene la impresión de estar leyendo al actor Groucho
Marx, cuya célebre boutade cita Beck ("no quiero pertenecer a un club que me
acepta como miembro", página 94), sin duda, porque piensa que sólo una teoría
construida sobre las paradojas del presente puede permitirnos comprender la
complejidad de la época.

El problema es que Beck re

fleja muy bien las paradojas, pero no las resuelve. Pese a que se pormenoriza en
el repertorio de las guerras, los actos de barbarie, las diferencias irreductibles y
los enfrentamientos, no se encuentra en su trabajo una teoría, es decir,
una explicación causal de la pulsión que lleva a los hombres, ya sean pueblos,
naciones, credos, géneros o etnias, a entrar en conflicto. Descartada la fórmula
imaginada por el cosmopolitismo de Kant para sacar un balance positivo de las
guerras -aquello de la astucia de la razón que se vale de los buenos propósitos de
la naturaleza- todo se reduce a saltearse la explicación y abogar sin mayores
preámbulos por un cambio en la mirada (o, si cabe, en el talante a la hora de
hacer política), algo que un político puede permitirse como argumento pero una
obra de sociología, no.

Por bien intencionado que sea, el cosmopolitismo de Ulrich Beck plantea las
mismas dudas que la "alianza de las civilizaciones" enarbolada por el presidente
del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, con quien parece guardar estrechas
afinidades ideológicas. Parece demasiado optimista esperar que quienes han
hecho trizas el sueño de los ilustrados vuelvan sobre sus pasos. Beck diría que el
giro "realista" de su sociología política es un signo de esperanza, pero la verdad
es que este "realismo", que omite la razón de los conflictos, tiene mucho
de wishful thinking, de confundir los deseos con la realidad.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de octubre de 2005

Arte en la era digital


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ENRIQUE LYNCH

4 FEB 2006

Este volumen, coordinado por Simón Marchán, incluye colaboraciones de


expertos que analizan las diferencias entre la realidad y la apariencia en el arte y
subrayan la revolución que se ha producido en todos los órdenes a partir de las
nuevas tecnologías.

Como bien apunta el organizador de unas jornadas sobre el tema y compilador de


este libro, Simón Marchán, la cuestión de la diferencia entre lo real y lo virtual -o
entre la realidad y la apariencia, que es como se conoce este asunto desde
siempre- es tan vieja como su primera tematización conocida, en la obra de
Platón. La novedad estaría en que a la "apariencia" que preocupaba a los
metafísicos de toda la vida se la llama ahora "lo virtual", tras haberla traducido o
interpretado, con mayor o menor pericia, al uso del lenguaje de los iconos
mediáticos y los simulacros digitales que, desde los años ochenta a esta parte, se
han multiplicado en forma exponencial por efecto de la pujante tecnología
cibernética.

REAL / VIRTUAL EN LA ESTÉTICA Y LA TEORÍA DE LAS


ARTES
Simón Marchán (compilador)

Paidós. Barcelona, 2005

272 páginas. 18 euros

Así pues, en lugar de las sombras en la Caverna platónica tenemos efectos


especiales y, como subproducto, nuevas metáforas interpretantes, como las que
sugiere a Slavoj Zizek la pretenciosa (e insufrible) alegoría de la película The
Matrix. En lugar de Edipo o el Golem, la agonía del cyborg en la
sobredimensionada Blade Runner, esa obra maestra del cine publicitario; y en
vez de la angelología medieval, la reflexión sobre los Inmateriales de Lyotard,
con Virilio oficiando de san Agustín posmoderno. Pero a los que nos vamos
haciendo mayores, estas cuestiones nos parecen las mismas de siempre y la
"nueva" manera de abordarlas, gato por liebre; cuando mucho, un síntoma de la
fascinación técnica que caracteriza a nuestra época, no muy distinta -por otra
parte- de aquella obsesión de los primeros modernos por los autómatas y los
relojes, sólo que el estilo de su metafísica ha cambiado: la de ahora es de cómic.
Si bien una sombra chinesca

no es menos virtual (o real) que Lara Croft, uno esperaba que las ponencias de
las mencionadas jornadas analizaran la índole actual de la diferencia ontológica
que distingue a la una de la otra, por contraste, digamos, con las ideas del obispo
Berkeley. Pues no. En este volumen casi todos redundan en que se ha producido
una revolución por efecto de las "nuevas tecnologías", cuyos efectos sociales,
culturales, políticos e institucionales se extienden en describir. Se apunta la
necesidad de un nuevo humanismo (Molinuevo) o de una estética participativa
(Sánchez Vázquez), se aboga por el retorno de lo social y sus sujetos (García
Canclini), se explica cómo ha cambiado el museo (Brea), el lenguaje del arte en
la web (Oliveras), la arquitectura (Bragança), la identidad cultural (Richard), el
papel del artista (Fajardo) y el escenario urbano (Brissac). O sea, se
hace sociología del arte. Tan sólo Fontcuberta, cuando aborda el paisaje
fotográfico, y Ocampo, cuando recorre minuciosamente la obra de algunos
artistas contemporáneos comparándola con la intervención sobre lo real en el arte
primitivo, hacen casuística reflexiva de la neorrealidad de lo virtual, aunque es
inexplicable que la edición no incluya alguna ilustración de sus respectivos
textos.

Y en cambio, debería habérsele llamado la atención a Piscitelli, quien comienza


su Filosofía pática con uno de los mayores desatinos que he leído en los últimos
tiempos, que aparece en la página 223: "Entre el libro y la imagen hay algo más
que una lucha a muerte. Por eso la maravillosa película Blade Runner, rodada por
Ridley Scott en el año 1982 es mucho más actual que las elucubraciones de
Immanuel Kant".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de febrero de 2006

El cuarto de las herramientas


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ENRIQUE LYNCH

29 ABR 2006

Dos volúmenes reúnen los cuadernos de trabajo que Hannah Arendt escribió
entre 1950 y 1973. Más de mil páginas de notas de lectura y apuntes de la
pensadora alemana, cuyo centenario se cumple en octubre.

Alguna vez se plantea cómo se llega a pensar y escribir filosóficamente. Cuando


salen a la luz los apuntes de un filósofo parece como si pudiéramos acceder al
ámbito privado en que se supone que se alumbran las ideas. Resurge así la
infundada esperanza de que esa pregunta hallará una respuesta satisfactoria. Sin
embargo, la lectura de apuntes filosóficos es siempre un tanto decepcionante. Por
esmerada que sea su edición -como en este caso-, tarde o temprano, se tiene la
impresión de revolver entre las pertenencias de un muerto: todo está allí, tal
como el (o la) ausente lo ha dejado, pero falta el sentido que unifica esas
anotaciones, la pauta que jerarquiza y que al final permitiría comprender las
notas en una forma consistente; o bien esa pauta asoma aquí y allá,
esporádicamente, pero sólo como un fantasma inapresable y efímero. Derrida
expuso esta frustración de forma palmaria demostrando que ninguna
hermenéutica, por sofisticada o exhaustiva que sea, logrará revelar el sentido de
aquella enigmática anotación póstuma de Nietzsche escrita entre comillas: "He
olvidado mi paraguas".

DIARIO FILOSÓFICO 1950-1973


Hannah Arendt

Edición de Úrsula Ludz

e Ingeborg Nordmann

Prólogo de Fina Birulés Traducción de Raúl Gabás Herder. Barcelona 2006


2 volúmenes

1.172 páginas. 113,46 euros

MÁS INFORMACIÓN
 La verdad, la mentira y la trampa de Heidegger

Como alternativa a esta experiencia algo frustrante, el lector que se asoma al


taller de algún filósofo renombrado se da a fisgonear e inevitablemente se
comporta como un fetichista jamesiano. Como excusa dice que lo hace para
encontrar las claves de su pensamiento aunque de antemano sabe que esas claves
están en otra parte y, con toda seguridad, en la obra publicada. ¿Qué busca
entonces? En realidad quiere saber qué leía, cómo trabajaba y en qué se fijaba su
autor, cómo llegaba a pensar como pensaba. ¿Para qué? Seguramente para
vampirizarlo.

Pero ¿qué sería de la filosofía sin la labor de los fisgones?

La publicación de estos cuader

nos tiene pues algo de fisgoneo pero es una extraordinaria iniciativa editorial, y
el trabajo de las editoras Úrsula Ludz e Ingeborg Nordmann, un minucioso
estudio filológico de multitud de fuentes y referencias del pensamiento de
Hannah Arendt entre los años 1950 y 1973, el periodo de su vida intelectual que
se registra en estos cuadernos. Se ha llamado a esta edición "diario" aunque lo
único que la asimila al género es la continuidad de las anotaciones, puesto que la
periodicidad de las notas es mensual y la composición del libro -espléndidamente
editado, por cierto- no se parece en absoluto a un dietario o a un texto íntimo o
confesional, sea o no de contenido filosófico. La escritura de Arendt es de un
extremo recato, libre de toda tentación intimista, ceñida al mismo tono de
ascética distancia sobre los textos y sobre la propia experiencia y la reflexión; y
por otra parte -como no podía ser de otro modo tratándose de una pensadora tan
aristotélica como Arendt- su pensamiento no tiene claves ocultas. Así pues, al
leer estas anotaciones, más que hurgar en un diario que muestra una filosofía en
proceso, tenemos la impresión de entrar en el cuarto de las herramientas de una
pensadora que, por lo demás, era muy ordenada.
Arendt lee y comenta a los grandes clásicos de la filosofía política -según
observan las editoras- tras la trilogía Los orígenes del totalitarismo. Los
cuadernos contienen el rastro de su reencuentro con la filosofía política de la
antigüedad clásica, cuyos autores visita y revisita repetidas veces mientras
discute con los clásicos modernos a tenor de su característico programa de
refundación de la política. Una parte considerable de las notas -la más nutrida-
está formada por transcripciones de lecturas, paráfrasis y comentarios de textos,
muchas veces citados en sus lenguas originales, en griego, en latín y en algunas
lenguas modernas, sobre todo en inglés, lengua de adopción tras la emigración a
Estados Unidos. Vuelve una y otra vez sobre los mismos temas: la definición de
la política a partir del enigma de la convivencialidad, las fuentes de la libertad, la
causalidad, las diferencias con Marx, la senda de la injusticia, etcétera, y sus
lecturas recaban en la obra de Platón, Kant, Nietzsche, Hegel y Heidegger,
principalmente. De vez en cuando despuntan definiciones a la manera socrática,
y largas elucubraciones en el tono de los grandes moralistas romanos sobre
cuestiones de ética y metafísica, pero llama la atención la ausencia de alusiones
cotidianas o políticas explícitas, y las pocas referencias literarias. De vez en
cuando algún poema de Rilke, un pasaje de Goethe, Dinesen, alguna referencia al
admirado Broch y, de pronto, inadvertidamente, Faulkner.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de abril de 2006

Sabiduría en cuentagotas
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ENRIQUE LYNCH

17 JUN 2006

Mucho sentido en pocas palabras. Eso son los aforismos, frases cargadas de
sabiduría e ingenio. Se publican ahora tres muestras del mismo género pero de
épocas distintas. Pensamientos y rivarolianases la primera antología publicada
en España de Antoine de Rivarol, arquetipo de intelectual del siglo XVIII.
Entretanto, Aforismos de Zürau, de Franz Kafka, es una colección de apólogos
del narrador checo, y Sentencias e impresiones, una brillante compilación de
citas de Josep Pla.

El encanto del aforismo está en la condensación, en la promesa de una gran


cantidad de sentido encerrada en unas pocas palabras, un arte del chupito
literario-filosófico. Que más tarde esa promesa se cumpla o no depende del
escritor. En los aforismos se busca sabiduría o ingenio, lucidez, humor o
desparpajo, pero siempre en pequeñas dosis equívocas. La frase única o el
puñado de oraciones ha de ser diáfana, pero no necesariamente resolutiva o
terminal. Lo importante es que el sentido se muestre y se mantenga abierto, como
en un haiku; que su diseño se lea como una silueta muy nítida trazada a mano
alzada.

Las metáforas que describen el efecto del aforismo son siempre las mismas:
dardos, centellas, instantes, luces. (Porchia llama a sus ocurrencias "Voces"). Da
igual. Unas más cursis que las otras, todas dicen lo mismo: que algo queda
atrapado en el aforismo, algo se fija o se rescata para que no muera por efecto de
la velocidad de los cambios. Sin embargo, obsérvese que el buen aforista -el
auténtico, no el que deliberadamente se instala en el género para parecer
inteligente frente a los incautos- no pone nombre a sus anotaciones, ni siquiera se
declara aforista, sino que escribe y deja libre al lector para que éste califique sus
anotaciones. Se supone que escribe así porque así le salen las palabras, que la
forma elegida -sobre todo en el caso de la prosa fragmentaria- no se distingue del
contenido. Por eso las mejores colecciones de aforismos suelen ser las
compuestas a partir de escritos póstumos, cuadernos de notas, dietarios; o con
fragmentos de escritura privada, ideas naufragadas ("pecios" los llama Sánchez
Ferlosio); o bien son repertorios de citas sacadas de obras mayores donde a veces
es tan importante el que escribe como la mirada del compilador. Los escritos
póstumos, por cierto, son siempre mucho más fieles a la espontaneidad original
del aforismo (aunque no nos engañemos, que no falta quien escribe pensando ya
en cómo será su Nachlass).

Lo habitual es que el escritor de aforismos sea algo gruñón


y pesimista
Una colección de sentencias ha

de tener un tono uniforme, con sesgo e inspiración escéptica (aunque esto


también se ha convertido en lugar común). Se puede ser socarrón pero no es
aconsejable excederse: ni solemnidad ni prosopopeya; el lector espera
la boutade pero no conviene exagerar para no aparecer como un payaso. Por lo
demás, en este terreno nadie supera al maestro Groucho Marx y a su discípulo
Woody Allen; es inútil intentarlo. De ahí que lo habitual es que el escritor de
aforismos sea algo gruñón y pesimista. Es lógico: una colección de aforismos
optimistas se convertiría de inmediato en un repertorio de eslóganes publicitarios.
Este pesimismo es síntoma de una enfermedad moral. Acierta Puig en su prólogo
a la compilación de sentencias de Pla cuando observa que los aforistas siempre
han sido moralistas: los clásicos del helenismo, los autores de emblemas del
Barroco, los ingeniosos de salón dieciochesco, los dandis decimonónicos y
nuestros polígrafos modernos, hombres que miran a su tiempo con estupor,
ironía, recelo o espanto, salidos de contexto, como sus epigramas.

El atractivo de los libros de aforismos también está en que son fáciles de leer: los
abres por cualquier punto y los dejas en la mesa de noche o entre las facturas que
has de pagar, y los retomas cuando quieras. No tienes que estudiarlos ni
memorizarlos. No contienen nada.

He aquí tres ejemplos de este género menor. El primero es equívoco porque los
fragmentos escritos por Kafka en el llamado Cuaderno de Zürau claramente no
son aforismos. En verdadero rigor, estos apuntes deberían haber sido presentados
como apólogos y parábolas, típicas reflexiones como las que se suele encontrar
en las enseñanzas de los rabinos de la tradición jasídica. No esclarecen nada, sino
que lo ponen todo mucho más oscuro. Típico de Kafka: un escritor demasiado
hermético y oracular para ser considerado un aforista, hermetismo que por cierto
la abusiva intervención del editor Calasso en esta edición (¡prólogo y epílogo!)
en modo alguno contribuye a dilucidar. Se encuentra aquí la frase que Steiner
escoge como lema del drama vital y literario de Franz Kafka: "Hay una meta,
pero no hay camino. Lo que llamamos camino son vacilaciones" (página 42). El
resto son enigmas.

El pequeño volumen de Rivarol publicado por Periférica, nuevo sello con sede en
Cáceres, reúne una selección de sus Pensamientos y un breve repertorio de
anécdotas de este típico intelectual de salón del XVIII, uno de los primeros
libelistas que denunció excesos de la Revolución Francesa y tras unirse a los
monárquicos emigrados acabó convertido, malgré lui, en numen de la extrema
derecha. Rivarol es un aforista típico, como Chamfort o Lichtenberg. Jünger
amaba de sus Pensamientos su conservadurismo aún capaz de irreverencia, su
esteticismo literario aristocratizante, un punto esnob, que él practicaba; y ese aire
de dandi en los antípodas de Wilde que Jünger tenía por signo de distinción y que
rara vez consiguen reproducir sus imitadores.

Dandismo aún más exótico es el

de Pla, él mismo todo un prodigio del espíritu, como se prueba en la sugestiva


compilación de citas realizada por Andrés Gómez-Flores. Pla era un ser superior,
capaz de trascender la abrumadora, aplastante, cazurrería del campesinado, la
frontera infranqueable de las lenguas y la guerra civil, la irreductible diferencia
entre la ciudad y el campo, la modernidad y la tradición, y ser uno de los
primeros catalanes -junto con Dalí- en descubrir la universalidad de lo que es
local, arte de transformar la sabiduría ramplona en inteligencia; como Dalí, que
hace del mal gusto una obra de genio. Pla se muestra aquí en toda su elocuencia,
pero sus comentarios, fuera de su contexto y de su paradigma, pueden resultar
excesivos. Ya tenía razón Wittgenstein cuando advertía: "Las pasas son lo mejor
del pastel, pero un saco de pasas no es lo mismo que un pastel". Todo
un caveat para el género epigramático.
Aforismos de Zürau. Franz Kafka. Edición de Roberto Calasso. Traducción de
Claudia Cabrera, Edgardo Dobry y Valerio Negri. Sexto Piso. Madrid, 2005. 168
páginas. 11 euros. Pensamientos y rivarolianas. Antoine de Rivarol. Edición y
traducción de Luis Eduardo Rivera. Periférica. Cáceres, 2006. 89 páginas. 10
euros. Sentencias e impresiones. Josep Pla. Edición de Andrés Gómez-Flores.
Con un prólogo de Valentí Puig. Edhasa. Barcelona, 2006. 260 páginas. 16,15
euros.

TRES MAESTROS DE LA CHISPA


"Más de un escritor está convencido de haber hecho pensar a su lector cuando lo ha hecho
sudar".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de junio de 2006

Kierkegaard en limpio, por fin


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ENRIQUE LYNCH

5 AGO 2006

Tras un largo periodo de malas ediciones de la obra del filósofo y teólogo danés,
coinciden este verano tres títulos esenciales de su pensamiento: Diario del
seductor, que es el trasiego íntimo de un amor no correspondido; Las obras del
amor, donde expresa su implicación cristiana a través de reflexiones sobre el
significado del amor al prójimo, y el primer tomo de O lo uno o lo otro, primera
traducción íntegra y anotada de este gran clásico.

Al hilo de una tradición iniciada tras la intensa influencia que tuvo la lectura de
Kierkegaard en Unamuno, la obra del gran filósofo danés ha sido editada en
España de forma tan profusa como irregular. Entre las muchas ediciones de que
ha sido objeto Kierkegaard se encuentran algunas chapuzas y versiones
idiosincrásicas, y bastantes traducciones ilegibles. Tras décadas de versiones
pergeñadas de otras lenguas y ediciones fragmentadas, censuradas o mutiladas,
parece que empieza a reconducirse el rumbo, con lo que se hace justicia al
inmenso valor que tiene esta obra para el pensamiento y la cultura
contemporáneos.

Se pueden citar algunas de estas chapuzas. Por ejemplo, yo poseo una versión -
por supuesto incompleta- del Diario íntimo de Kierkegaard editada por Planeta
en 1993 con una traducción (¡del francés!) firmada por la novelista argentina
María Angélica Bosco y no obstante prologada por el profesor José Luis López
Aranguren. Tengo también varias versiones abominables del Diario del
seductor y una cosa aberrante publicada en la editorial porteña Leviatán: un
pequeño volumen titulado Estética del matrimonio: carta a un joven esteta, obra
del Kierkegaard más puritano, también traducido del francés por el periodista
argentino Osiris Troiani, en 1991. La excusa que se suele esgrimir para justificar
estas y muchas otras tropelías editoriales es la dificultad de encontrar buenos
traductores del danés al español, pero la verdad es que el maltrato de Kierkegaard
se debe a la pereza y la ignorancia inveterada de sus editores de todas las épocas
y tiempos, y a la incuria de la crítica y los lectores, que a menudo suelen tener las
ediciones que se merecen. A lo que se añade, en el caso de las ediciones
realizadas en Buenos Aires, el marasmo de una industria editorial antaño
respetable y una buena dosis de inescrupulosidad: como si en esa ciudad, donde
hace tiempo que la iniciativa en materia cultural y editorial autoriza cualquier
vesania y atropello, se hubiesen perdido irremisiblemente los criterios de la
santísima trinidad platónica de lo bueno, lo bello y lo verdadero.

Diario del seductor


Traducción de Jesús Pardo. Losada. Oviedo, 2006. 234 páginas. 16 euros. O lo uno o lo otro.
Volumen 1. Un fragmento de vida. Edición y traducción de Begonya Sáez Tajafuerce y Darío
González, al cuidado de Rafael Larrañeta. Introducción de Darío González. Trotta. Madrid, 2006.
434 páginas. 25 euros. Las obras del amor: Meditaciones cristianas en forma de
discursos. Traducción de Demetrio Rivero, revisada por Victoria Alonso, con un prefacio de Miguel
García Baró. Ediciones Sígueme. Salamanca, 2006. 457 páginas. 29 euros.

En España, sólo cabe resca

tar las inhallables traducciones de Demetrio Gutiérrez Rivero en la desaparecida


editorial Guadarrama, un sello que fue fagocitado por la también desaparecida
Labor, que fue absorbida por la asimismo desaparecida Explosivos Río Tinto,
empresa que nunca entendí qué hacía editando libros. En cualquier caso, su
destino da pábulo a la célebre frase de Marx, aquello de: "Todo lo sólido se
desvanece en el aire". Parte de la responsabilidad del zarandeo a que fue
sometida la obra de Kierkegaard la tiene el franquismo y su siniestra connivencia
espiritual con la vertiente más reaccionaria de la Iglesia católica que siempre
miró con desconfianza a Kierkegaard, por temor a que sus escritos, pese a ser
cristianos, escondiesen una peligrosa desviación protestante. Y otra parte de
responsabilidad la tiene la gazmoñería de los filosofantes marxistas españoles
que, en su imaginaria disputa con el llamado existencialismo, consideraban a
Kierkegaard un típico representante de la ideología pequeñoburguesa, filósofo
sumido en reflexiones vanas sobre los sentimientos religiosos, la angustia y la
desesperación, que ellos juzgaban incompatibles con el supuestamente saludable
espíritu del proletariado.

Varias ediciones de escritos fundamentales del gran filósofo danés coinciden en


estos días en la mesa de novedades de las librerías. Tenemos primero una nueva
versión del Diario del seductor traducida con pericia literaria por Jesús Pardo. En
segundo lugar, un rescate de la traducción de Gutiérrez Rivero de Las obras del
amor, revisada por Victoria Alonso, obra que Kierkegaard firmó con su propio
nombre y en la que el filósofo danés despliega su ferviente implicación cristiana
para examinar de cerca el significado del no menos cristiano amor al prójimo:
amor que se expresa en obras y se distingue del deseo de un objeto, y que, en
imitación de Cristo, se consuma cuando se convierte en lo que Kierkegaard
llama ágape, la ocasión del reencuentro de los cristianos con su Dios.
Y por último, una versión

completa de una de las obras fundamentales del corpus kierkegaardiano, el


primer volumen de Lo uno o lo otro, primera de las varias obras que el danés
escribió con seudónimo tras la defensa de su tesis sobre el concepto de ironía en
1841. Como ya se dejaba ver en la versión española de esta tesis (Trotta, 2000) la
iniciativa de Rafael Larrañeta de recuperar la obra completa de Kierkegaard en
ediciones cuidadas y aptas para el estudio ha sido desarrollada y continuada con
rigor y erudición por el trabajo de los traductores y editores Darío González y
Begonya Sáez. En este volumen, además de una nueva versión del Diario del
seductor, introduce al lector en los textos claves en que se desarrolla la
kierkegaardiana oposición entre lo estético y el sentido ético del deber, entre el
deseo y la prescripción, que, expuesta sin los rigorismos abstractos kantianos y
sin los reaseguros sistemáticos hegelianos, prepara a la condición humana para el
decisivo salto en la fe, una experiencia en la que el cristianismo protestante de
Kierkegaard reconoce los temples característicos del individuo, o sea, los del
hombre moderno: su angustia, su soledad y su desamparo. Una lectura desviada
ha visto en esta versión de la condición humana que describe Kierkegaard el
fundamento de una "filosofía de la existencia" cuando en verdad lo justo sería
reconocer en ella la matriz del mero "estar ahí" del Dasein heideggeriano que,
como sabemos, no tiene nada de "existencialista".

Como ocurre siempre que Kierkegaard escribe con nombre supuesto, es decir,
cuando es más literario y recursivo, sus observaciones parecen aún más
espléndidas y sugestivas y, paradójicamente, más autobiográficas también. Tanto
da. Hay quien piensa -y con alguna razón- que toda escritura es, en el fondo,
autobiográfica.

Søren Kierkegaard

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 5 de agosto de 2006


Una esteta militante
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ENRIQUE LYNCH

14 ABR 2007

No hay nada que no despertara el interés de Susan Sontang, una de las grandes
intelectuales de la segunda mitad del siglo XX. Escribió sin oscuridades ni
petulancias innecesarias sobre temas contemporáneos e históricos, pero, sobre
todo, defendió la cultura. Estos dos libros de la autora estadounidense
constituyen un mosaico de sus ideas y reflexiones que incluyen temas como la
belleza y el 11-S.

Cualquiera de los dos espléndidos volúmenes de ensayos de Susan Sontag


(Nueva York, 1933-2004) que acaban de publicarse dejan ver las cualidades que
hicieron de ella una escritora e intelectual de primer orden durante las últimas
décadas del siglo pasado. Esa forma concisa y jerarquizada de argumentar en la
que cada párrafo está asociado a una información y cada inciso articulado de
forma consistente con el siguiente. Sontag enseña la transparencia de la regla
ensayística anglosajona, que no permite oscuridades inútiles ni petulancias
innecesarias y en cambio te deja decir lo que quieras, porque ya se sabe que
tendrás que rendir cuentas de todo lo que digas. Ya se trate de una semblanza o
una ocurrencia elaborada, un simple apunte de lectura, el catálogo de una
exposición, un despacho de prensa, una carta abierta, la precisa meditación sobre
una experiencia muy íntima o las razones de una posición política, en la prosa de
Sontag todo es diáfano e inmensamente interesante: las observaciones son
pertinentes, los juicios, fundados, las autorreferencias -a las que son tan proclives
los ensayistas, los buenos tanto, o más, que los malos- son las justas e
imprescindibles, y no obstante el lector tiene siempre presente que está ante una
opinión que, sin ser autoritaria o dogmática, es autorizada.

AL MISMO TIEMPO: ENSAYOS Y CONFERENCIAS


Susan Sontang

Traducción de Aurelio Major

Mondadori. Barcelona, 2007

236 páginas. 20 euros

CUESTIÓN DE ÉNFASIS
Susan Sontang

Traducción de Aurelio Major

Alfaguara. Madrid, 2007

390 páginas. 20 euros

Me atrevo a afirmar que una parte considerable de sus virtudes como ensayista le
vienen de su condición femenina, aunque no faltará quien diga que semejante
juicio incurre en demagogia, a tono con la flamante Ley de Cuotas; y, por otro
lado, las feministas lo considerarán inaceptable y repudiable, por prejuiciado,
porque -dicen- la escritura no tiene género. Sin embargo, en Susan Sontag se
detectan muchos signos de feminidad, empezando por su cultura, que es
amplísima, tanto como su femenina curiosidad.

Leerla da la impresión de

que no había nada que no despertara su interés: lo escrutaba todo, no se perdía


ninguna exposición, seguía minuciosa y aplicadamente todas las tendencias de la
literatura y la crítica moderna y contemporánea, veía todas las películas. Incluso
cuando decreta en 1995 que el cine y la cinefilia o están muertos o son
anacronismos, despliega una erudición cinéfila tan abrumadora para sostener su
argumento que deja atónito y desarmado al lector. Glosa, refiere o critica con
autoridad a poetas y novelistas de todas las tradiciones europeas y americanas,
discute con pintores, críticos, músicos, cineastas, arquitectos

... Confiesa que su afán de conocer y experimentarlo todo se inspiró en la lectura


infantil de los relatos del viajero norteamericano Halliburton, pero si hubiera
nacido en la Francia del siglo XVII, su espíritu habría emulado la culta
mundanidad de Madame de Sevigné, hasta por cierta autoconciencia
aristocrática: "La república de las letras es, en realidad, una aristocracia", dice
para reivindicar la condición del poeta como título de nobleza, y de paso, para
describir su propia ciudadanía en tanto que intelectual.

Es muy femenina en su relativa incapacidad para tomar posición, por mucho que
sus opiniones de militante, donde no se encuentra nunca ni pizca de humor o de
ironía, indiquen lo contrario. Escribe siempre en defensa de la cultura, en
constante exaltación rimbaudiana de la condición moderna y hace de su
arrebatadora pasión por las letras profesión de fe, pero si se mira con atención
estos ensayos se ve que en ellos no se descalifica a nadie. Si acaso, se hace la
condena irredimible de toda forma de fascismo, lo que, tratándose de una
intelectual, más que una toma de posición es casi un lugar común. Todo en ella
es gestual, como esa iniciativa muy comprometida, el montaje de Esperando a
Godot de Beckett en la asediada Sarajevo, cuya anécdota se narra en un artículo y
que Octavio Paz despachó con una observación maligna, pero certera:
"Intelectuales que acuden a Sarajevo...

Sí, pero sólo en verano" .

Su fuerte es la cultura, no la Historia. Frente al brutal atentado del 11 de


septiembre -aquí pueden leerse los tres ensayos que dedicó a (no) interpretar ese
crimen monstruoso- Sontag, como tantos otros, se quedó sin habla.

Sin embargo, es imposible

no simpatizar con ella y con su visión del mundo y la cultura, porque en el fondo
hemos sido formados por este discurso crítico y al mismo tiempo tan edificante,
que llama a la responsabilidad y juzga siempre desde una radical moralidad. El
progresismo de Susan Sontag es en alguna medida el de todas las generaciones
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero el suyo, en particular, es una
mezcla de estupor, entusiasmo y nostalgia de la modernidad heroica (Duchamp,
Cage, los formalistas rusos, Benjamin, etcétera) acompañada de esa buena fe
ingenua, típicamente estadounidense y alimentada del característico
testimonialismo de los judíos. Igual que Steiner, -y entre nosotros, Alberto
Manguel-, la mayor parte de sus ensayos son homenajes, ejercicios de
admiración, como llamaba Cioran, a esas semblanzas críticas o analíticas en las
que un escritor se aproxima admirativamente a la obra de otro para fundirse en
una especie de éxtasis consagratorio. Así pues, en Cuestión de énfasis se leen
brillantes ensayos sobre Machado de Asís, Kiš, Gombrowicz, Sebald, Rulfo, el
cine de Fassbinder y una inteligentísima lectura de toda la obra de Roland
Barthes, etcétera, y en el volumen Al mismo tiempo, tras un conmovedor prólogo
de su hijo, David Rieff, una invocación militante de la belleza.

Se diría que Susan Sontag es como Oscar Wilde, a quien tanto admiraba: el
mismo esteticismo, pero militante.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de abril de 2007

Modernos ultramontanos
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ENRIQUE LYNCH

30 JUN 2007
Antoine Compagnon reconstruye el hilo de la crítica a la modernidad
prescindiendo de los tópicos del progresismo y pone algo de orden en el juicio
histórico sobre el legado de la cultura francesa del XIX que tanta importancia
tiene para comprender el conservadurismo contemporáneo. En esa línea se
mueve también Léon Bloy en sus Diarios, en los que destaca la melancolía y el
desamparo del individuo.

Ya se sabe que después de la borrachera viene la resaca. Así, tras la embriaguez


posmoderna, mientras unos se pasan con armas y bagajes al realismo y a un
verismo bastante ramplón, abandonan a Saussure y a Lévi-Strauss y se extasían
con Pinker, Penrose o Dennett (que entiendan algo de lo que leen es otra cosa) o
contratan al profesor Bunge como guardaespaldas, otros redescubren una
vertiente ideológica que llaman "antimoderna", que, como el Lado Oscuro de la
Fuerza o la Missing Mass de los nuevos metafísicos, coexistiría con la
modernidad de la Ilustración y el progreso. Ésta es, en resumidas cuentas, la
propuesta de Antoine Compagnon: reconstruir el hilo de la crítica a la
modernidad prescindiendo de los tópicos del progresismo, desde Chateaubriand
hasta Roland Barthes. Cuestionar la modernidad sin repetirla, como hacen los
posmodernos.

¿Hay algo novedoso en este redescubrimiento? Fuera del puñado de eslóganes -


"los antimodernos son los modernos en libertad", "los antimodernos son los
verdaderos modernos", etcétera-, el trabajo de Compagnon es una historia
comparada de las ideas de la Francia decimonónica donde desfilan
Chateaubriand, Baudelaire, Huysmans, Flaubert, Bloy, de Maistre, Proust,
Gobineau o Bonald, entre otros, para mostrar lo que siempre estuvo allí: la típica
carcundia de la cultura de la Restauración que los marxistas llamaban "ideología
burguesa". Imposible saber hasta qué punto piensa Compagnon que esta
ideología sobrevivió a la crisis escéptica de comienzos del siglo pasado y a la
consolidación de la sociedad y la democracia de masas del capitalismo
contemporáneo porque, extrañamente, la edición española sólo contiene las
secciones dedicadas al siglo XIX y ha cercenado los apartados dedicados a los
autores del siglo XX que sí están en la edición original francesa. En esta
carcundia se encuentran los mismos aires del horror de Ortega por las multitudes,
o la inconsistencia del anglomaniaco Borges, que presumía de haber leído
el Quijote en inglés al tiempo que sostenía que la democracia era una
superstición.

Dejemos a un lado la tentati

va de recrear una "moderna antimodernidad" y la solapada intención de reflotarla


con espíritu crítico; el trabajo de Compagnon -un ingeniero llegado a la teoría
literaria y la historia de las ideas bajo la influencia de Roland Barthes y formado
en el rigor de la investigación en la Universidad de Columbia- tiene no obstante
la virtud de restablecer algún orden en el juicio histórico sobre este legado de la
cultura francesa del XIX que tanta importancia tiene para comprender el
conservadurismo contemporáneo. Con gran pericia estudia los seis atributos
característicos de esta tradición "antimoderna": la disconformidad con el presente
tan bien ejemplificada con Chateaubriand, que admiraba el genio de Napoleón
pero no soportaba su condición advenediza, igual que le pasó a Jünger con Hitler,
el pesimismo, cuya impronta también se observa en Schopenhauer, la repulsa de
la Ilustración, la deriva religiosa, la estética de la sublimidad y el estilo
imprecatorio, pautas comunes a estos franceses católicos, ultramontanos, elitistas
y antiliberales, en cuyos escritos se encuentran sin embargo contradicciones
fascinantes y enormemente fértiles para comprender muchos de los problemas
actuales, lo mismo que en la obra de otro reaccionario genial: Friedrich
Nietzsche. Y, aunque es verdad que, como ocurre con casi todos los ensayistas
franceses, Compagnon sólo se ocupa de su tradición nacional para, de inmediato,
generalizarla, ya era hora de que se reconstruyese esta ideología que aflora como
un síntoma reprimido en el discurso de las derechas. O de que alguien
desmontase la mistificación benjaminiana del Baudelaire moderno o la idea de
que Joseph de Maistre es lo mismo que Fraga Iribarne.

Un ejemplo, este espíritu recalcitrante, aunque de conmovedora humanidad, se


encuentra en la selección, también publicada por Acantilado, del Journal de Léon
Bloy, escritor maldito y católico fundamentalista que inspiró a Jacques Maritain.
No sabemos con qué criterio se han expurgado los ocho volúmenes originales -el
responsable de la edición no lo explica- pero es una encomiable decisión haberlo
publicado aunque sea en forma parcial. Tres son las notas sobresalientes de esta
deprimente bitácora que Jünger leía en pleno colapso de Alemania al final de la
guerra: por una parte, la melancolía y la constante advocación de la soledad y el
desamparo del individuo en la naciente sociedad tardomoderna. Por otra parte, la
sorprendente contradicción entre el fanático catolicismo de Bloy y el rencor y el
odio de las amargas anotaciones que dedica a sus semejantes, por cierto, muy
poco cristianas. El resentimiento de Bloy no se fija límites ni jerarquías: sus
blancos pueden ser los burgueses propietarios y comerciantes que lo persiguen
para que pague sus deudas, pero también sus colegas intelectuales y hasta las
criadas, cuando le reclaman sus jornales atrasados. Ni siquiera su mentor, Barbey
d'Aurevilly, se salva de su resentimiento.

Y por último, la vida moderna en el cambio de siglo, que se expone aquí en toda
su sordidez. El desdichado Bloy, escritor fracasado y constantemente perseguido
por el hambre, el frío y los acreedores, traza el retrato en negativo del intelectual
que alcanza la emancipación al precio de sufrir miseria y desamparo.

Los antimodernos . Antoine Compagnon. Traducción de Manuel Arranz.


Acantilado. Barcelona, 2007. 252 páginas. 20 euros. Diarios (1892-1917). Léon
Bloy. Edición y traducción de Cristóbal Serra. En colaboración con Fernando G.
Corugedo. Acantilado. Barcelona, 2007. 745 páginas. 29 euros.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 30 de junio de 2007

A diestra y siniestra
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ENRIQUE LYNCH

21 ABR 2007

Más de medio siglo de artículos de Gore Vidal, en un solo volumen. Una


selección clasificada en dos grandes áreas: literatura y política. Una manera de
conocer la afilada prosa del escritor anglosajón y recordar su oficio como de
guionista de Hollywood, su gracia, sarcasmo, ironía y demás formas lúcidas o
despiadadas para referirse a temas diversos o a personajes como Tennessee
Williams y Doris Lessing.

Compendiar, traducir y anotar casi medio siglo de artículos firmados por uno de
los polígrafos más afamados de las letras anglosajonas contemporáneas es una
empresa complicada, pero se me ocurren algunas ideas para mejorar lo realizado
con los ensayos de Gore Vidal. Estaba claro que el material sería inclasificable,
así que bastaba con renunciar a poner orden, limitarse a dar indicación
cronológica de los textos y apuntar con precisión el contexto o la razón de cada
pieza. Al menos así se habría dejado que el lector valorase por su propia cuenta
las evoluciones del autor y sus cambios de humor o de espíritu o de opinión
según pasan los años. Pues no. En esta edición se han suprimido todas las
referencias, salvo el año y el medio en que han sido publicados los artículos. Ni
siquiera se han dejado indicaciones vitales para la contextualización, como los
títulos y los autores de las obras que se comentan en las numerosas reseñas y
críticas incluidas aquí. A un artículo sobre Maugham escrito en 1990 sigue otro
sobre Henry Miller, de 1965 (?) y, a continuación, un comentario sobre la
correspondencia de Miller y Durrell, fechado en 1988; a un retrato despiadado de
Tennessee Williams (1976) sigue una melancólica semblanza de Edgar Ryce
Burroughs, creador de Tarzán, escrito en 1965. Aún más inconsistente es la
clasificación temática del libro en una primera parte, que agrupa los ensayos
"literarios", por así decirlo (¿Tarzán, un héroe literario? ¿Qué tiene que ver con la
literatura el despellejamiento de Williams?) y una segunda parte, donde se
agrupan los artículos -¿políticos? ¿sociológicos? ¿periodísticos? ¿costumbristas?-
de Gore Vidal. A falta de una pauta de discriminación propuesta por el autor y
puesto que no son materiales póstumos, ¿con qué criterio se ha decidido que una
diatriba contra un ensayo homofóbico o un artículo sobre la pornografía no tiene
que ver con la literatura? Más aún, tratándose de un escritor como Gore Vidal,
¿cuál es la diferencia que separa la vida, la política o las letras?

ENSAYOS (1952-2001)
Gore Vidal

Traducción y edición de Eduardo Iriarte

Edhasa. Madrid, 2007

984 páginas. 49 euros

Como si no fuera suficiente obligar al lector a manipular un bodoque de 984


páginas que pesa casi un quilo, se le impone tener que ir a salto de matas, con
textos extraídos discrecionalmente de cuatro compilaciones previas (Virgin
Islands, United States, Essential Gore Vidal y Last Empire) para formar una
colección que, por cierto, está incompleta; porque, ojo, que Gore Vidal no acaba
aquí, hay más, muchísimo más en su obra ensayística.

Y, sin embargo, la lectura de este tomazo depara grandes satisfacciones, porque


Gore Vidal escribe con tanto oficio de guionista de Hollywood y tanta gracia que
no hay manera de desprenderse del texto. Se le perdonan la impostada
prepotencia típica de los dandis y el exagerado desmelenamiento al que son tan
proclives los escritores autodenominados gay. Se le perdonan las confusiones -
para Gore Vidal la literatura y la política no importan tanto como los escritores y
los políticos-; la vanidad -describe el entierro de su amigo Italo Calvino sólo para
poder comentar que fue reconocido como celebridad y, allí mismo, en medio de
las exequias, tuvo que despachar una entrevista de prensa- y las crueldades
gratuitas, como el descuartizamiento de Doris Lessing, los denuestos contra las
novelas objetivistas de Robbe-Grillet y Sarraute, para las que es notorio que
carece de criterio poético de evaluación, o la exaltación del psicópata Timothy
McVeigh, autor confeso del atentado de Oklahoma City. Y, por supuesto, se le
perdona el constante, compulsivo cotilleo, que practica en todos los registros:
académico y literario, político y social, y que, si es preciso, puede resultar tan
trivial como la cháchara de Boris Izaguirre aunque, por cierto, menos auténtica
que la del venezolano. La fruición de la habladuría, el goce vertiginoso del
cotilleo en Gore Vidal puede más que su inteligencia. Para qué si no lo
publicaban en The Nation, en The New York Review of Books o en Esquire, si
daba el tono irreverente, siempre desencuadrado y al-borde-del-ataque-de-
nervios, que se presume del escritor loca: un alivio frente a la circunspección
izquierdista o la pacatería protestante, un divertimento culto en medio de la
superficialidad de una revista de modas.

Toda la literatura americanacontemporánea es examinada a diestra y siniestra


aquí, de Henry James a John Barth, junto a alegatos en defensa de la
homosexualidad, incontables ajustes de cuentas (Nabokov, Henry Kissinger,
Norman Mailer, Reagan, etcétera), discretos homenajes (Wilde, Montaigne) y la
evocación del mito del Imperio americano que, cabe prever, hará las delicias de
todos los que odian a Estados Unidos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 21 de abril de 2007

Un nuevo Erasmo
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ENRIQUE LYNCH

11 AGO 2007
El Nobel surafricano J. M. Coetzee recorre los escenarios de lo censurado y lo
censurable, de la lógica del censor y la complicidad del perseguido en una
colección de ensayos que saca punta a una cuestión ya clásica.

La censura, abominable práctica, tan miserable y cobarde como la tortura; y tan


difundida también. No le interesa a J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) la
censura en su dimensión política o institucional, aunque inevitablemente el libro
alude a casos resonados de persecución de la libertad de expresión y de la
autonomía creativa del artista. Lo que le interesa en Contra la censura es la
intrincada moralidad (o eticidad, para decirlo en pedante) del vínculo entre el
escritor/artista acosado, silenciado o coartado y el Estado y sus censores, entre el
creador y el poder; y la muchas veces tortuosa relación que entabla el propio
censurado con su obra y con quienes lo persiguen o le niegan la libertad. Como
en Disgrace, el escándalo moral, el acto inicuo, lo que ofende o se hace
reprobable a los ojos de otro, o sea, la falta, trasciende para el surafricano
Coetzee el pecado y se revela como encrucijada trágica, el escenario de una
paradoja ética, como si a través del acto censurable el escritor buscara de forma
perversa la afirmación de sí mismo y la consagración de su genio.

CONTRA LA CENSURA: ENSAYOS SOBRE LA PASIÓN POR


SILENCIAR
J. M. Coetzee

Traducción de Ricard Martínez i Muntadas. Debate. Barcelona, 2007

347 páginas. 20 euros

MÁS INFORMACIÓN
 Respetar los títulos

La literatura de Coetzee -tanto da si se trata de ficción o de ensayo- alcanza así su


cota más elevada y se legitima en su función reveladora, al recuperar aquella
capacidad única, producir aporías, que sólo se encuentra en las grandes tragedias
clásicas. Igual que los clásicos, investiga sobre los confines de lo ético o lo
decoroso, poniendo las reglas de la conducta moral en el límite de ellas mismas.
Como suele ocurrir con las co

lecciones de artículos, unos tienen más interés que otros, unos son más
pertinentes o próximos a nosotros. Tras una larga introducción en la que
desmiente la traducción española de su título y se esfuerza en cambio por
sintetizar la complejidad del fenómeno que se propone estudiar y su extraña
manera de examinarlo -obsesionado por la presencia de un censor, o de un
cómplice de la censura, en el propio escritor censurado-, Coetzee recorre
escenarios de lo censurado y lo censurable, la lógica del censor y la complicidad
del perseguido. Investiga la pornografía, examinada a la luz de los argumentos de
la feminista radical Catharine McKinnon que, en nombre de una ofensa sobre la
condición y la dignidad de la mujer, sostiene que hay que poner la pornografía
fuera de la ley. Y por cierto, malentiende las tesis de McKinnon, porque tan
cierto es que el mundo del feminismo radical no es ninguna panacea
universalizable como incontrovertible es que McKinnon y Andrea Dworkin
logran desentrañar como nunca la naturaleza bestial del deseo masculino.

En la insostenible posición de Erasmo frente al estallido de las guerras de


religión europeas busca Coetzee un símil de su propia dificultad para adoptar
justa independencia y autonomía crítica. Redescubre así una suerte de lúcida
estulticia para sí mismo como intelectual y la eleva a ideal: en tiempos de
maniqueísmo e intransigencia -viene a decir- el hombre sabio ha de comportarse
como un tonto incapaz de tomar posición. Brillante, espléndido, el ensayo sobre
Erasmo.

Repasa las paradojas e incon

sistencias de Foucault con relación a la locura y se alinea con René Girard, cuyo
concepto de deseo mimético le sirve para echar nueva luz sobre algunos casos
célebres de censura en la Rusia soviética (la Oda a Stalin del poeta disidente
Osip Mandelstam y la arrogancia de Solzhenitsin). Y, en los ensayos sobre la
censura en Suráfrica, analiza el diálogo subliminal que su compatriota Breiten
Breytenbach mantiene en sus obras con quienes lo perseguían o nos enseña el
horror teórico del apartheid, revisando la teoría de la pureza, la contaminación y
el contagio en la obra del escritor racista surafricano Geoffrey Conjé, cuyas ideas
harían bien en repasar nuestros puristas vascos y catalanes, aunque sólo sea para
comprobar cuánto se parecen a las suyas propias.

Libro complejo y de enorme riqueza, donde lecturas inteligentes y


comprometidas sobre el dar y el quitar la palabra logran la proeza de formular un
problema de poética (¿cómo se puede crear en condiciones de censura?) a tenor
de una calamidad política y un dilema moral; y, de paso, reafirman a su autor
como uno de los grandes moralistas de nuestro tiempo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 11 de agosto de 2007

Revanchismo de género
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ENRIQUE LYNCH

19 NOV 2009

Por la ventanilla del metro de Barcelona alcanzo a ver una valla concebida por el
Ministerio de la Igualdad, creado por el Gobierno del señor Rodríguez Zapatero.
En primer plano, una mujer joven y atractiva llamada Angie Cepeda luce unos
preciosos pendientes de plata. Su mirada es diáfana y la complementa con una
sonrisa displicente, quizá un punto altanera. El lema de la valla reza: "De todos
los hombres que haya en mi vida ninguno será más que yo".

En un primer momento esta consigna cargada de insinuaciones y connotaciones -


cosa lógica, si no, no sería tal- despierta mi alarma. Primero, parece afirmar que
una mujer española contemporánea tiene (mejor dicho, el eslogan implica que ha
de tener) muchos hombres; o da por sentado que ya los ha tenido, afirmación
que, cuando menos, resulta discutible. Segundo, la redacción adultera un cliché,
puesto que lo normal sería dar la sintaxis en pasado. Según los principios
igualitaristas lo correcto habría sido: "De todos los hombres que hubo en mi vida
ninguno fue más que yo".

¿Tienes problemas con tu hombre? Escúpele, cámbialo ya


mismo por otro, acaba con él
Este feminismo resentido es más claro en las letras de las
canciones

Redactada así, la afirmación habría sido consistente y hasta neutral pero, claro,
no serviría al anhelo de revancha, que parece inevitable en cualquier referencia
actual a la condición femenina. Por curiosidad busco en Internet la campaña y
compruebo que el eslogan en boca de hombres no sugiere lo mismo. O sea que
hay evidentes matices "de género". ¿Qué es lo que resulta chocante aquí? Que
parece jalear la guerra de sexos, como desde hace décadas hace el feminismo mal
encarado, según la pauta de lo que Nietzsche llamaba "moral de la víctima". He
ahí la razón de mi alarma: la sola presunción de que un hombre pretenda ser más
que una mujer; o que una mujer se declare superior a un hombre, es lo que este
ministerio debería combatir sin dar lugar a equívocos.

Incurrir en feminismos implícitos de cualquier índole es una contradicción


flagrante de la función para la que este Gobierno concibió el Ministerio de la
Igualdad. Ninguna repartición pública debería alentar subrepticiamente a las
mujeres a ser más que los hombres y, en este caso, parece claro que la consigna
no sugiere la igualdad de los sexos sino que viene a recomendar que "ningún
hombre ha de ser más que una mujer"; pero, como en semejante jerarquía
elemental si no "eres más" necesariamente "eres menos", las mujeres no tienen
más remedio que pensar que Angie Cepeda, erigida en portavoz del Ministerio de
la Igualdad, les aconseja imponerse a sus futuros hombres.

Ahora bien, las aberraciones de esta valla no son sólo sintácticas o connotativas o
adverbiales. Se supone que estimula a las mujeres a no dejarse avasallar por sus
hombres, pero lo que en verdad hace es recordar aquella escena memorable con
que comienza la película Magnolia, en la que un espléndido Tom Cruise
interpreta a un conferenciante que dicta lecciones llenas de entusiasmo y
beligerancia ante un auditorio de "machos humillados" y los arenga con
un:"Respect the cock!". O sea: "¡Un respeto por la polla!", que Cruise clama
delante del enfebrecido grupo de hombrones que aplaude y vitorea todas y cada
una de sus ocurrencias machistas.

No recuerdo mejor parodia y merecida trivialización del feminismo de revancha,


realizada por un procedimiento muy simple: poner en boca de los odiados
machistas los argumentos más tontos de las feministas.

El revanchismo "de género" es lo que ahora se airea y se difunde por


innumerables medios públicos y privados y que, en un país vergonzantemente
árabe y misógino como es España, no sólo bastardiza una cuestión -la relación
entre hombres y mujeres- que es de una enorme complejidad, sino que
subsidiariamente no ha hecho sino aumentar de forma alarmante la tasa anual de
actos de violencia machista al lanzar a las mujeres al choque con machos
ignorantes y brutales, hombres que -nunca olvidemos esto- han sido gestados,
amamantados, criados y formados por mujeres. Bestias educadas por féminas,
bárbaros que, más tarde o más temprano, caerán sobre ellas de forma implacable.

(Pongo "género" deliberadamente entre comillas porque después de leer lo que


observa V.O. Quine a propósito del concepto en su Quiddities: An Intermitently
Philosophical Dictionary [Cambridge, Mass.; Harvard University Press, 1989]
no me atrevo a usar ese término sin las debidas reservas lógicas y de
vocabulario).

El revanchismo "de género" (o sea, el resentimiento femenino) es un mal que se


extiende imparable por todas partes. En el cine, por ejemplo, hace tiempo que
está implantado: ¿qué otra cosa si no explica el éxito de aquella parábola
semipublicitaria -como el resto de la filmografía de Ridley Scott- que fue Thelma
y Louise?
Pero donde ese carácter resentido es más claro y elocuente es en las letras y en
los videoclips de las canciones populares actuales. En este contexto el contraste
con los antiguos modelos "de género" es harto evidente. Antaño, ante una ruptura
o un desengaño los hombres solían -y aún suelen- llorar el amor fracasado, se
emborrachaban para mitigar sus penas, se autocastigaban y se autodenigraban por
sus faltas, su estupidez o su deslealtad y cantaban en tono elegiaco por la hembra
perdida. Así ocurre en los tangos, en los boleros y las rancheras y en las
conmovedoras canciones de Frank Sinatra o Billie Holliday.

Sin embargo, ante circunstancias parecidas, las mujeres actuales, que tan a
menudo se identifican con una masculinidad imaginaria, no emulan la melancolía
de los hombres sino que se calzan unas botas de caña alta, se atizan un atuendo
de perdularia al estilo Madonna o un traje de leopardo y se retratan basureando
sin piedad a potenciales amantes o pretendientes. Ni lloran ni piden perdón.

Hay ejemplos significativos en algunos videoclips de la frondosa discografía


popular contemporánea: Shania Twain en That don't impress me much, en pose
de femme fatale, toda ella leopardo; Shakira, en una canción titulada
significativamente La tortura, donde despacha las excusas del golfo Alejandro
Sanz con un A otro perro con ese hueso; y en una tonadilla pegadiza de Julieta
Venegas: Me voy..., donde la mexicana arroja a su ex enamorado al vacío
mientras levanta vuelo en un globo y tararea en tono angelical: "Qué lástima,
pero adiós, me despido de ti y me voy...".

¿Tienes problemas con tu hombre? Escupe sobre él, maldice sus muertos,
cámbialo ya mismo por otro, acaba con él; y si es preciso, tíralo por la ventana.
No te cortes, que estás en tu derecho.

Lo dicho, tres nuevas canciones de esta guisa y la tasa mensual de asesinatos de


mujeres acabará por triplicarse.

(¿No será este revanchismo resentido lo que ven venir con temor esos bárbaros
islámicos..?).

Enrique Lynch es escritor.


* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 19 de noviembre de
2009

La apología que nunca existió


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ENRIQUE LYNCH

8 DIC 2009

Con las debidas excusas, permítaseme citar el siguiente pasaje de un artículo que
publiqué el 6 de junio de 2006 en Babelia: "En un país donde, según las
estadísticas que publica en Internet el Instituto de la Mujer
(http://www.mtas.es/mujer/mujeres/cifras/tablas/W837.XLS), mueren en manos
de sus parejas del sexo masculino un promedio de ocho mujeres por mes, resulta
temerario rechazar por tendenciosos o exagerados los alegatos y denuncias de los
colectivos feministas, tanto cuando se manifiestan abiertamente en su
característico tono militante como cuando recalifican el sesgo de sus posiciones
con la denominación "estudios de género". La discriminación y la violencia
contra la población femenina sigue siendo una parte sustancial de la acendrada
tradición del machismo ibérico. Es tan flagrante y grotesca la misoginia española
-signo de una secularización incompleta que la modernización superficial y muy
reciente de España sólo ha conseguido maquillar-, que aún está pendiente la
reparación de la condición inferior de la mujer en este país, reparación que desde
luego queda apenas mitigada por la política de asignación de cuotas de poder
aplicada por las últimas administraciones de populares y socialistas. Ningún
reclamo en cuanto a la condición de la mujer española está injustificado".

Cualquier opinión que disienta del dogma es escarnecida


como machista
Contra la violencia, leyes justas, justicia social e
instrucción pública de calidad

Esta reparación sigue estando pendiente y sólo por esta razón entiendo que mi
artículo Revanchismo de género haya producido tanta alarma y tantas
descalificaciones irracionales, pese a que se trataba de un texto coyuntural,
compuesto por dos casuísticas y un argumento de peso.

En el primer caso se analizaban someramente los equívocos de la


campaña Maltratozero a tenor de una valla publicitaria con el lema "De todos los
hombres que haya en mi vida ninguno será más que yo". Aunque a primera vista
podía no ser evidente, estaba claro que, sin los necesarios retoques, el lema en
boca de un hombre se convertía en una afirmación sexista. Y en efecto -oh,
sorpresa-, al aplicarlo a los varones, el "más" se convierte en "menos", de donde
sólo cabe pensar que los promotores sabían que no apuntaba precisamente a
afirmar la igualdad de "géneros". Se actuaba así en consonancia con el
feminismo más serio que, desde la obra seminal de Alice Schwarger, La pequeña
diferencia y sus grandes consecuencias (1979), siempre ha resaltado la
condición diferencial de la mujer sin demérito de la igualdad jurídica.

¿Que quién teme al feminismo? Yo creo que mucha gente. Sobre todo cuando
pretende deslizar su "diferencia" en las normas jurídicas y en las costumbres con
la coartada de que así se protege a las víctimas o se repara una discriminación
histórica.

Por lo que a mí toca, no le ten

-go ningún miedo y, al mismo tiempo, no veo inconveniente en suscribir (y lo he


hecho en uno de mis libros) la versión ultrafeminista acerca de la naturaleza
brutal masculina, como la que dan Catharine McKinnon y Andrea Dworkin en su
lucha contra la pornografía o algunos pasajes muy lúcidos del Manifiesto
SCUMde Valerie Solanas, al tiempo que abomino del mundo amazónico que esa
ideología pretende construir.
La segunda casuística trata de algo muy trivial: la forma en que las mujeres
actualmente se presentan en las letras de las canciones populares y en
los videoclips. Me referí al de Julieta Venegas porque, tras arrojar por la borda
del globo un aspirador y un televisor, Venegas echa al vacío a su ex
enamorado como un objeto más. ¿No se trataba de que, por una vez, los
representantes de uno y otro sexo (o "género") dejemos de tratarnos mutuamente
como objetos? ¿Qué opinaría el colectivo femenino si, por ejemplo, David Bisbal
se filmase agarrando a su compañera por los pelos y la arrojara por la ventana? Y
mencioné la canción de Shakira porque explícitamente termina diciendo "Sigue
llorando perdón, que yo no voy a llorar hoy por ti". Los disparates son habituales
en la variopinta iconografía del pop, pero llama la atención que nadie repare en
ello pese a que las masas -huelga decirlo- no leen a Kant o a Amartya Sen para
recabar sus valores éticos y convivenciales y en cambio siguen a pies juntillas las
lecciones impartidas por los medios, la publicidad, el cine, la televisión y
los videoclips.

Por último, me parece un argumento de mala fe afirmar que culpabilizo a las


mujeres de la violencia de que son objeto. Yo afirmo una cosa muy diferente: que
las pautas "de género", tanto de los varones como de las mujeres, se constituyen
en la primera infancia, cuando es decisiva la intervención de las madres. La
madre es nuestro primer objeto de deseo y, a la vez, nuestra primera educadora
sentimental. En relación con ella se labra nuestra identidad sexual y el modo
como nos relacionamos con nuestros objetos de deseo. Por supuesto que también
intervienen las mujeres durante toda la vida social de un adulto, como nos
recuerda machaconamente el feminismo en todas sus variantes. Por lo tanto, ¿qué
tiene de condenable señalar que este papel es insoslayable por lo que toca a la
conformación de conductas tolerantes o machistas, brutales o civilizadas, tanto
de las mujeres como de los hombres?

La única solución viable para el gravísimo problema de la violencia "de género" -


qué digo, de la violencia en todas partes- es la promulgación de leyes justas y la
promoción de la justicia social, cuya condición de posibilidad es una instrucción
pública de calidad, el mejor medio conocido de promover una ciudadanía
cívicamente virtuosa. Pero lo seguro -y éste es el asunto principal aquí- es que tal
propósito nace muerto en una sociedad regida por pautas publicitarias (o sea, por
el engaño), que habla lenguaje publicitario -lengua muerta, pues dice cómo no
son las cosas- y "educa" con pedagogía publicitaria, que es pura manipulación de
las conciencias. En suma, lo contrario del conocimiento. Por lo que cabe suponer
que esta campaña es falaz y tan eficaz como intentar parar un toro con un
Padrenuestro.

Sin duda, hay asuntos prácticos que aconsejan el uso de eslóganes como "Si
bebes, no conduzcas" o "Póntelo, pónselo", pero eso no puede inducir a pensar
que la violencia "de género" vaya a paliarse o atajarse con procedimientos
publicitarios. Tampoco se desentraña convirtiéndola en un asunto enfocado desde
la sola y exclusiva perspectiva de las víctimas. Honestamente, no creo que
afirmar esto constituya una "apología de la violencia de género" ni que
descalifique en absoluto la condición de la mujer contemporánea.

Sigo pensando hoy igual que hace tres años con relación a la violencia sobre las
mujeres. Los virulentos e injustos ataques de que he sido objeto sólo se explican
porque las cuestiones relacionadas con la condición de la mujer y sus derechos
hace tiempo que se han convertido en un dogma y, como tal, cualquier opinión
que disienta con la pauta dominante es inmediatamente perseguida, escarnecida y
descalificada como machista, misógina y retrógrada. Pero lo más significativo es
que no sólo se ha protestado por una supuesta apología que nunca existió, sino
que además se ha criticado la decisión misma de publicar mi artículo y se ha
reclamado la necesidad de proscribir lisa y llanamente cualquier otra opinión
semejante. Y esto, señoras y señores, es impropio de un régimen de libertad y de
una democracia moderna.

Enrique Lynch es escritor.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de diciembre de 2009


Tierra de nadie
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ENRIQUE LYNCH

30 MAY 2011

Qué significa la foto de Obama, Clinton y colaboradores contemplando en vivo


el asesinato programado de Bin Laden? "Hacer ver" una interdicción flagrante: tú
no puedes ver esto, aplicada a los que casi nunca salimos en la foto; y como
prenda de su vigencia no sancionada por ley, el autorretrato de la interdicción:
míranos viendo lo que no puedes ver delante de tus propias narices, el auto
sacramental de un mandato indiscutible: puedes mirar cómo miramos; pero no
pasarás de allí. Como gesto, no puede ser más desconsiderado.

Pero sería demasiado frívolo invocar los modales. Lo relevante en esta imagen es
que establece una demarcación, la instancia de una cesura en lo que acontece,
una muralla infranqueable que nos separa de la Ciudad Prohibida.

Se está construyendo un mundo sin reglas, un mundo


salvaje para 'Harry el Sucio'

Hacía mucho tiempo que no veía una afirmación tan clara de la más
pura potestas como poder de exclusión, que dirían Foucault y su epígono
Agamben, obscena exposición del privilegio de quienes detentan el poder, que es
tanto más excepcional en cuanto que, en nuestras sociedades democráticas, lo
hacen no por derecho natural sino ¡por representación!

La instantánea revela el auténtico rostro del poder: la facultad de establecer una


barrera entre lo que se ve y lo que se da a ver, entre lo que acontece y lo que, si
es preciso, se puede hacer desaparecer, como hizo Stalin con Trotski en aquella
célebre foto del mitin de Lenin, solo que entonces se trataba de borrar una
imagen y aquí se la escamotea. Y no es casual que sean los medios los dilectos
colaboradores en esta tarea ontológica; lo hacen todo el tiempo: ¿adónde han ido
a parar los "rebeldes" de Bengasi que, de golpe, apenas aparecen en primera
plana? Están desaparecidos, como los cuerpos que los militares argentinos
arrojaban al Río de la Plata para ocultar las pruebas de su genocidio o como
estará para siempre desaparecido el cuerpo de Bin Laden: donde no hay cadáver
no ha habido crimen.

En la foto de Obama y su círculo se retrata no solo el poder que permite o impide


ver por medio de la administración de la mirada colectiva sino el que establece lo
que puede ser y lo que no.

Retrato o revelación que nos llega -cómo si no- en forma de imagen sin
espectáculo, pero si no hay espectáculo no ha sido una ejecución sino un vulgar
asesinato. La ausencia de un escenario revela además la diferencia ontológica que
nos separa de quienes detentan el poder, que este no existe solo como fuerza -
poner siempre el acento en la injusticia y en la prepotencia del poder forma parte
de la conciencia infantil y resentida de la izquierda que, no obstante, se tragó el
estalinismo sin rechistar- sino como diferencia, cosa palmariamente clara en la
realeza que, de acuerdo con Kantorowicz, se caracteriza por no poseer un cuerpo
ordinario sino corpus mysticum.

El monarca y su estirpe no son iguales a sus súbditos, no tienen la misma


experiencia del mundo, lo que justifica los enormes privilegios de que los
déspotas han gozado desde tiempos inmemoriales. La misma desigualdad
esencial que, como resabio de una concesión de obediencia muy antigua, a veces
los determina en forma de recato en sus obligaciones soberanas y que el
impresentable Silvio Berlusconi infringe con sus francachelas en Villa Certosa.
Esa condición diferente del poderoso parecía haber sido borrada para siempre
desde que los jacobinos le cortaron la cabeza al desdichado Luis XVI y, desde
luego, era inimaginable en la presentación del poder en una democracia ejemplar
como es la república norteamericana, pero se reconoce intacta en esta foto.
Pensábamos que, como mucho, algún presidente francés podía permitirse una
construcción faraónica en París o que una gobernante cruel como Thatcher
ordenara hundir el crucero General Belgrano como innecesario escarmiento,
pero nada más.

Sin embargo la diferencia está casi intacta: un acto decisivo como es la ejecución
sumaria de un enemigo sanguinario de millones de personas es sustraído a la
ciudadanía para ser enseguida expuesto de forma subsidiaria con una instantánea
de los ojos atónitos de sus ejecutores y responsables. Suprema ocultación de un
crimen que se hace a través de la literalidad fotográfica y en la sociedad más
transparente.

El antiamericanismo y las teorías conspirativas se distraen denunciando una


manipulación, cuando lo peor de la ejecución sumaria de Bin Laden no es que
pueda haber sido fraguada por la propaganda sino que haya sido realizada fuera
de la ley.

Algo muy grave está ocurriendo a la vista de todos. Se está construyendo un


mundo sin reglas, en el que la ONU autoriza intervenciones neocolonialistas
como la de Libia, se toleran asesinatos ("el procedimiento escogido no ha sido el
más correcto, pero sin duda el mundo está más seguro sin Bin Laden", le he oído
declarar a Vargas Llosa), se legitima el uso de la tortura y se emula la acción
directa del terrorismo, la guerra en nombre del mantenimiento de la paz mientras
se mantiene un campo de concentración como Guantánamo en pleno siglo XXI.

No es nuestro mundo sino el de Harry el Sucio, una tierra de nadie.

Enrique Lynch es escritor.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 30 de mayo de 2011

La vida en serie
Uno de los nuevos hábitos culturales es ver series de televisión.
Invertimos una enorme cantidad de tiempo conviviendo con los
personajes y sus mundos de ficción para paliar la incomunicación
y el aislamiento
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ENRIQUE LYNCH

27 SEP 2011

El auge de las series de televisión (Los Soprano, Mad Men, The wire, etcétera) -
que no son tales sino megalargometrajes y se suelen ver a través de Internet- es
un síntoma en el que concurren unas cuantas pautas características de los nuevos
hábitos culturales de nuestro tiempo.

El primero -el más obvio- es que estas series muestran que tenemos mucho
tiempo para dedicar a actividades improductivas, como seguir interminables
sagas de episodios de situaciones humanas más o menos dramáticas o sugestivas
que, pese a que pueden resultarnos muy conmovedoras y trepidantes, tenemos
conciencia comprobada de que son meras historias que tarde o temprano habrán
de terminar porque así lo mandan los contratos de sus respectivas producciones y
no la lógica de sus tramas. La continuidad de Mad Men (o sea, el destino de Don
Draper, verdadero remake de Julien Sorel recreado en los años sesenta) se ha
comprobado que no dependía de ninguna moira o cualquier otro sentido
trascendente sino de algo tan banal como el caché de su guionista, Matthew
Weiner; y no estuvo reasegurada hasta que este escritor -que no tengo
inconveniente en juzgar de la talla de Shakespeare- no hubo conseguido los 20
millones de dólares que reclamaba de los productores.

El ordenador es la prótesis perfecta del solitario, y las


series, el género idóneo para combatir esa soledad
Su propia extensión muestra que nada se desentraña en
sus historias. Todo se repite

Por añadidura, las series requieren muchas, muchísimas horas de dedicación


exclusiva que restamos a otras actividades o que -más bien- tenemos en blanco o
tan muertas como los recreos en el patio de una prisión o el tiempo de espera en
la consulta del médico y en las que necesitamos imperiosamente ser entretenidos.
Uno diría que este hábito no muestra una renovada disposición para una especie
de vida "contemplativa" (pese a que seguir una serie consiste literalmente en
mirar algo que pasa) que no tiene nada que ver con la de los místicos pero sí
revela lo tediosas que son nuestras vidas, ni más ni menos aburridas que la
cotidianidad de las criadas del siglo XIX, cuyo tedio sirvió para implantar la
novela o la de los proletarios del siglo pasado que hicieron la fama de los cómics,
las radionovelas, las telenovelas y los folletines de Corín Tellado o de Danielle
Steele. Un tedio, en suma, tan vulgar como el aburrimiento que sufren los
adolescentes de todas las épocas y que es preciso mitigar a toda costa. En la
medida en que en la factura de la serie está implícito el propósito de atrapar la
atención del espectador, lo único que estas ficciones requieren de él es voluntad
de escapar como sea al tedio y sobre todo tiempo,puesto que ya se sabe que la
escopofilia es consustancial a la naturaleza humana.

Un segundo factor de importancia que explica el auge de las series son las
máquinas que usamos para seguirlas, sin las cuales este hábito tan extendido no
podría tener lugar. En efecto, se puede apagar o encender el televisor a discreción
pero no ocurre lo mismo con el ordenador que, si lo tienes, lo has de usar y si lo
usas, no tienes más remedio que mirar lo que hay en él. No hay nada tan
angustioso como un ordenador apagado. El ordenador es la prótesis perfecta del
solitario y las series, el género idóneo para paliar esa soledad (que, por cierto, no
es lo mismo que gozar de la compañía de alguien pero que, en contrapartida,
tiene la ventaja de que no impone ninguna obligación ni compromiso). Con el
añadido significativo de que una parte importante de los espectadores de series lo
son porque pueden acceder a ellas a través de algún procedimiento irregular o
ilegal, de forma gratuita, en cualquier momento del día y tanto tiempo como se lo
propongan. ¿Me espera un fin de semana desdichado? Me doy una panzada de
varios capítulos de Perdidos (Lost) y ya está resuelto. ¿Tengo una hora boba
entre compromisos? Miro una sesión de En terapia (In treatment) y me sumerjo
en las intimidades de individuos semejantes a mí, mirando por el ojo de la
cerradura una obscena sesión de psicoterapia. Alberto Cardín, que fue un pionero
de esta manera de consumir productos mediáticos hace ya casi un cuarto de siglo,
solía usar los desaparecidos VHS y los Betamax para ver un pasaje cualquiera de
alguna película, mientras se preparaba unos huevos revueltos en la aplastante
soledad en que vivió durante su corta vida.

Un tercer factor de sugestión es el contenido propio de las series -me refiero,


como es obvio, a las que tienen manifiestas pretensiones cinematográficas y no
se contentan con servir de entretenimiento-, o sea, que no suelen ser de acción y
violencia o vulgares melodramas (o sí, pero solo subsidiariamente) sino que
pormenorizan sobre los conflictos humanos y, hasta cierto punto, llevan a cabo
una (re)educación sentimental de los espectadores. La extensión de las
narraciones permite -dícese- que los guionistas ahonden en los caracteres de las
historias y que investiguen sobre todos los matices de una personalidad, lo que
brinda al espectador la posibilidad de conocerlos mejor y explorar los vericuetos
de las relaciones que se traban en la trama episódica. Se multiplica así el
potencial mimético que ha sido propio y característico de las ficciones y, a
medida que uno avanza en la serie, tiene la impresión (falsa) de que cada vez
sabe más acerca de sí mismo y de los demás.

Pero no nos engañemos, esto no es lo nuevo que introduce el género puesto que
esa había sido la función de todos los géneros narrativos tradicionales, desde la
tragedia clásica hasta Tarzán, Rey de los Monos en la novela radiofónica de la
tarde, pasando por la ópera y el vaudeville y la cualidad que hizo grandes a
Sófocles, a Wagner o a los pingüinos de Walt Disney. Lo novedoso de las series
no está en lo mucho que transmiten y lo profundo que calan en la naturaleza
humana sino en el tiempo vívido que nos permiten compartir con esa, nuestra
propia naturaleza, mientras construyen inadvertidamente una nueva intimidad, un
tiempo tan largo que abre un espacio de vida subsidiaria -A second life o, mejor
dicho, una surrogate activity, como seguramente denunciaría el Unabomber con
la típica lucidez de los psicópatas- para el alma desesperanzada del espectador.

Con el correr de los episodios y la sucesión de "temporadas" durante semanas y


meses, uno llega a sentirse en convivencia con los personajes y sus situaciones y
poco a poco llega a habitar un mundo enteramente determinado por la ficción. Y
no es la trama de esas ficciones -tan inabarcable como la genealogía de Cien
años de soledad o como las vicisitudes de una novela de Grossman- lo que
importa: lo que seduce al espectador es el tiempo que pasa absorbido por ella,
puesto que la serie es un dispositivo para el tratamiento de unas horas que ya no
pueden ser recicladas por la lectura o el juego. (Y, por cierto, si la serie no es una
novela ni una película tradicional, el llamado videojuego tampoco es un juego,
aunque no tengo espacio para explicarlo).

Por último, la propia extensión de las series muestra que nada se juega en ellas,
nada se revela o se desentraña en sus historias sino que, en rigor, todo se repite.
¿Hay alguien capaz de encontrar un sentido en la vida de Tony Soprano o en los
amoríos del detective irlandés alcoholizado de The wire en medio de la
corrupción de la ciudad de Baltimore? Lo significativo de las series es que no
tienen desenlace ni resolución; terminan, sí, pero como todo acaba en nada, no
puede decirse que terminen en realidad. En este sentido, son como la vida misma.
Mejor dicho, como los problemas de todo el mundo. Las series son dispositivos
de ejemplificación o, mejor dicho, de reiteración que nos permiten asomarnos a
vidas que, por fuerza, han de parecerse a las vidas nuestras, pero -eso sí- sin
darnos ninguna clave que pueda explicarlas, mientras llenan el tiempo vacío que
deja la vida verdadera (si es que existe algo semejante).

Enrique Lynch es escritor.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 27 de septiembre de


2011
Sobre la ilusión
El mayor estrago se produce cuando a la inocencia de uno se suma
la credulidad del otro
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ENRIQUE LYNCH

28 MAY 2012 - 00:04 CEST

No hay manera de comprender por qué incurrimos en alguna forma de ilusión si


no damos por sentado que la estupidez no es un pensamiento mal encarado o
defectuoso o erróneo sino una manera de razonar, tan válida y fructífera como
cualquier otra.

En la experiencia de la ilusión siempre hay involucrado el engaño y éste se suele


producir, cuando no es deliberado, o por inocencia o por credulidad, que son
respuestas humanas que están separadas entre sí por unos matices de significado
muy poco relevantes. La inocencia es la forma activa de la estupidez y la
credulidad, por otra parte, es la misma estupidez pero en su versión pasiva. El
inocente es un individuo que suele caer con facilidad en la ilusión por la simple
razón de que encuentra gozoso sentirse ilusionado. Vive permanentemente en pos
de una ilusión y se diría que en ella casi cifra, a cualquier precio, la felicidad
propia. Ningún fiasco desvirtúa sus convicciones, ningún fracaso lo disuade. A
diferencia del inocente, el crédulo es un individuo totalmente incapaz de
reconocerse proclive a la ilusión y, por lo tanto, no imagina la eventualidad del
error. Todos los crédulos son un poco inocentes, pero no todos los inocentes son
crédulos. Por ejemplo, en El idiota de Dostoievsky, la inocencia del Príncipe
Mishkin, no lo hace más crédulo o sensible a la ilusión sino, al contrario, parece
incluso más lúcido porque, si bien no detecta finalidad o intención segunda en la
conducta de los demás, logra comprenderla al pie de la letra. Mishkin responde
siempre literalmente a una situación, por mucho que esta se deba a alguna
mezquindad o miseria ajena y, naturalmente, se compromete con ella para bien,
con toda la ilusión de que es capaz un hombre bien intencionado. La
espontaneidad de su conducta se presenta a los ojos de los demás como una
especie de idiotez angélica, propia de un individuo que va por la vida a remolque
de lo que ve y escucha y como arrastrado por las circunstancias y a merced de
ellas. Mishkin es uno que no se posee a sí mismo, o sea, es un idiota consumado.
Pero al mismo tiempo se muestra como un ser excepcional puesto que es
justamente su inocencia, su absoluta indefensión frente a la ilusión, lo que, a la
postre, desarma las iniquidades de sus semejantes al tiempo que muestra que
también las bajas y las pequeñas pasiones de los demás son estupideces nacidas
de alguna forma de ilusión.

Una versión del iluso Mishkin muy a tono con nuestra época de variadas
perplejidades se traza en la figura de Mr. Chance, el jardinero estúpido que por
azar se convierte en presidente de Estados Unidos en la novela de Jerzy
Kozinsky, Bienvenido Mr. Chance. Merece la pena detenerse en este personaje
que, con toda seguridad, parodia a Ronald Reagan, mejor dicho, es el retrato
sesgado —no muy justo, por cierto— que desde las filas de la izquierda
norteamericana se quería dar del carismático Reagan. Mr. Chance, como todos
los débiles mentales, habla con frases inconexas y balbuceos por la simple razón
de que no sabe qué contestar; pero sus respuestas son interpretadas como
parábolas declamadas por un iluminado que bien podría servir como estadista, un
presidente profético, e inmediatamente instrumentadas por los medios masivos
de comunicación para atrapar la consciencia de las masas, ilusionarlas y hacerlas
afines a los intereses de las grandes corporaciones. La fórmula de Kozinsky es
sencilla: consiste en la enésima denuncia de la manera en que los mecanismos de
la ilusión manipulada sirven para colocar en las grandes responsabilidades
políticas a personajes inicuos, bobos solemnes que ofician como títeres de los
poderosos.

La ilusión, en estrecha relación con la credulidad, es el arma secreta de la


religión; y no es preciso ser freudiano para reconocerlo. El Credo quia
absurdumde los católicos, que propone la renuncia voluntaria al sentido común y
a la autonomía racional como vía para alcanzar la fe, no es muy distinto, en
esencia, de los fanatismos ideológicos o de aquella forma de enajenación que
proponían los fascistas italianos cuando aconsejaban a sus militantes: Non pensì,
il Partito pensa per te! También en este tipo de enajenación hay cierto goce cuyo
fundamento último está en la humana inclinación por sentirse ilusionado por
algo. En última instancia, la ilusión de que —por fin— no es preciso tener que
pensar.

La precariedad de la existencia imponen que tengamos


que valernos de ficciones

De todas formas el mayor estrago que causa la ilusión se produce cuando a la


inocencia de uno se suma la credulidad del otro. Cuando estas dos conductas
estúpidas se combinan tiene lugar una catástrofe, como ocurre en la estafa, en
cualquiera de sus manifestaciones: la trampa de toda estafa se retroalimenta con
la extraña complicidad que se establece entre el estafador y su víctima, harto
habitual en los intercambios comerciales y en las llamadas “transacciones
financieras”, sobre todo en el tipo de operaciones que han llevado a la economía
neocapitalista al borde del colapso en los últimos tiempos. Una ilusión
movilizaba a los que prestaban dinero a mansalva con la confianza de que, tarde
o temprano, otros llegarían para cubrir la inevitable caída en default; y otra
ilusión —especulativa y especular— movía a quienes contraían las deudas
pensando que se podía salir de la indigencia por obra y gracia de algún batacazo
y, sobre todo, sin producir bienes tangibles.

La combinación de la inocencia y la credulidad, ambas con relación a una ilusión


compartida, es aún más devastadora en las relaciones amorosas, donde se
configura como una especie de folie-à-deux. Evidente es que en este contexto hay
un inmenso goce, como también es obvio que en el enamoramiento la seducción
del otro —y el sentirse seducido por el otro— consuma la mayor de las ilusiones,
aunque la experiencia universal pruebe que el estado beatífico del enamorado es
necesariamente perecedero y volátil. Incurrimos en el amor desenfrenado solo
porque, en el mismo momento en que nos sentimos enamorados, olvidamos que
esa beatitud será pasajera. Insondable estupidez de todos los amantes que asoma
en toda suerte de representaciones y proposiciones características del discurso
amoroso. Ya lo decía el paisano Cruz en el Martín Fierro: “¡Es zonzo el cristiano
macho cuando el amor lo domina!”. El amor es el territorio natural de todas las
ilusiones y la pasión que hace placentera la estupidez. Por consiguiente, no es
tanto una enfermedad de la razón, como piensan los racionalistas, sino la prueba
de la fragilidad de la razón frente a la ilusión.

Se cree que la ilusión es una experiencia, por llamarla así, espiritual, que está
inspirada por ideas y se representa con imágenes, como los fantasmas y los
espejismos, pero en la medida en que está firmemente arraigada en las
necesidades del cuerpo, está directamente relacionada con nuestra finitud. La
precariedad de la existencia y la angustia consiguiente imponen que, para
sobrellevarlas, tengamos que valernos de ficciones a las que, por fuerza, hemos
de dar crédito. Sin la ilusión no habría apariencia sensible, no habría mundo —
esta, tu piel, que me encanta, este paisaje tan querido, esa melodía que no quiero
olvidar—, sin ilusión no habría nada de nada. La vida en la ficción, ilusionados,
es la única posible, la única que nos proporciona alivio frente a la certeza de la
muerte y esa especie de revelación que es la mayor de todas las ilusiones:
la ilusión del sentido donde conviven en inverosímil confusión las mayores
patrañas y las verdades más necesarias.

Enrique Lynch es escritor.

¿Quién teme al populismo?


Los gobiernos ya no hablan a un electorado sino a masas
emancipadas por la tecnología
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ENRIQUE LYNCH

1 SEP 2012 - 00:05 CEST

Caminaba yo por la calle Florida de Buenos Aires una tarde de mayo de 1974 —
absolutamente ajeno del giro radical que daría mi vida y que habría de traerme a
estas tierras— y de pronto observé a mi alrededor un revuelo anormal en el
bullicio porteño. Todas las emisoras de radio y los canales de televisión
argentinos se pusieron en cadena, se suspendieron los programas y, sin anuncio
previo, apareció Perón en los medios de comunicación, con esa pinta de geronte
afable que tenía, la cabellera teñida y aquella voz aterciopelada inconfundible.

Unas semanas antes había protagonizado desde el balcón de la Casa Rosada un


enfrentamiento abierto con los Montoneros y la rama juvenil del Justicialismo,
durante un acto multitudinario con motivo del 1 de mayo. Su sibilino respaldo a
la acción criminal de las bandas parapoliciales organizadas por su secretario
privado López Rega con la colaboración de los matones de los sindicatos
peronistas y antiguos miembros de las fuerzas armadas, había terminado por
distanciar a la izquierda peronista de su idolatrado líder y provocado una
profunda fractura en el movimiento de masas que sostenía al gobierno. Inspirado
en el siniestro Somatén catalán y, en virtud de una sesgada representación de la
Nación como organismo vivo, Perón había decidido que los asesinos de la Triple
A eran “anticuerpos”, lo que implícitamente convertía a las guerrillas peronista y
trotskista en miasmas que había que erradicar a cualquier precio. Este modelo, a
la postre, habría de dar pábulo y método a la brutal represión que iniciaron los
militares golpistas, tras el golpe de Estado de 1976, para aniquilar a las
organizaciones guerrilleras y a sus simpatizantes.

Pero la guerrilla argentina tenía entonces un enorme respaldo de masas y el


discurso del 1 de mayo había supuesto, por primera vez, una evidente caída en la
popularidad de Perón. Se trataba de recuperarla como fuera. Ese día se había
producido un luctuoso accidente de tráfico en la carretera que une Buenos Aires
con Mar de Plata, con un saldo de varios muertos. Visiblemente apenado por el
accidente, sin papeles ni protocolos, Perón se dirigió a la nación como jefe del
Estado para pedir encarecidamente a los ciudadanos que extremaran el cuidado
en la conducción. Había que verlo: parecía un padre que, desde la experiencia
que dan los años, aconseja a sus hijos prudencia y respeto de las normas que
asisten al bien común y a la integridad de todos: el suyo era un gesto insólito en
un jefe del Estado argentino. Recuerdo la impresión que me produjo ese breve
discurso conmovedor y la simpatía inmediata que sentí por aquel anciano
protector que aseguraba sufrir por nosotros; tanto, que a punto estuve de
renovarle mi confianza por su abnegación, fuera ésta real o fingida. Y, con toda
seguridad, no fui el único en sentirlo, puesto que casi enseguida las encuestas
registraron una fuerte subida en la popularidad de su gobierno. Atrás había
quedado su perversa convalidación de las bandas parapoliciales: con un solo
mensaje oportuno Perón había vuelto a ser Perón.

El carisma es el alma de nuestra sociedad mediologizada

Un pícaro, sí, pero carismático. El carisma permite a quien lo posee franquear la


distancia mediática que lo separa de las masas y establecer una conexión
inmediata y directa con el público. Algo semejante experimenté cuando años
después vi por televisión la llegada de Fidel Castro a Nueva York. “Comandante,
—le preguntó un periodista— “dicen que cuando usted visita los EE UU lleva
chaleco antibalas”. Fidel se abrió entonces la camisa y enseñando su pecho
desnudo, exclamó: “¡Chaleco moral!”; y yo di un respingo en mi asiento, porque
aquello me sonó como una arenga: en ese momento habría sido capaz de dar la
vida por ese hombre.

Los llamados “politólogos” suelen descalificar la sensibilidad al carisma como


tercermundista o como un típico fenómeno del fascismo e impropio de las
sociedades democráticas avanzadas. Sin embargo, en nuestras sociedades hay
carisma por todas partes, así como señales claras de cuándo falta. Norman Mailer
solía decir que la diferencia entre Ronald Reagan y Jimmy Carter era que el
primero te insuflaba energía y el segundo te la quitaba. Y tenía razón: Carter
siempre ha sido un plasta.

El encanto irresistible de lo carismático se deja ver en el amor que el pueblo


dispensa a sus héroes mediáticos, sobre todo si son proletarios, como Belén
Esteban u Oprah Winfrey, o se manifiesta en la repentina celebridad que recae
sobre un grupo musical independiente, un bloguero ocurrente, o sobre la enésima
extravagancia de la duquesa de Alba o de un actor, el ingenio de un tuitero, o el
estilo de una ministra-portavoz que resulta encantadoramente repipi... El carisma
es el alma de nuestra sociedad mediologizada, pero no hay que olvidar que
también es el principio activo del populismo; y los medios de comunicación, que
se nutren de todos los signos de lo carismático, son generadores y traficantes de
carisma tanto como son sus principales agentes propagadores, lo mismo que la
publicidad. Desde hace décadas las masas modernas se han hecho expertas en el
consumo y manejo del carisma y en el trasiego y reproducción de eslóganes
publicitarios, como demuestra el auge de Twitter, cuya materia de intercambio es
el eslogan. El populismo es, por así decirlo, la lengua natural de todo fenómeno
carismático y hoy en día se transmite en las nuevas prótesis que potencian la
experiencia y la comunicación: los móviles, que todo lo registran en tiempo real,
las redes sociales, con su obscena exposición de lo cotidiano y la inmediatez de
nuestra experiencia desterritorializada, inmensos recursos técnicos que han
revolucionado el escenario de lo público. Los gobiernos ya no hablan a un
electorado sino a masas emancipadas por la tecnología, que les ha proporcionado
una renovada autonomía: ya no solamente son receptoras pasivas del carisma
sino caldo de cultivo de todos los populismos que las convierten en
protagonistas.

Todo el mundo sabe que esta crisis la pagarán quienes la


sufren

El populismo no es una desviación, ni uno más entre los muchos vicios de


Berlusconi, sino un punto de fuga, una fatalidad de la política elaborada por los
medios. Los burócratas de Bruselas retratándose entre risas y abrazos en medio
de la crisis no son menos populistas que Chávez y, en cambio, bastantes menos
convincentes que el lenguaraz presidente de Venezuela.

¿Quién teme al populismo? El gobierno del Partido Popular afronta el imperativo


de llevar adelante un cúmulo de disposiciones —paradójicamente—
muy antipopulares: recortes en los servicios, aumento de impuestos, deterioro de
las condiciones de los trabajadores, rebaja de los salarios y de las prestaciones
sociales, precariedad, desempleo y la consecuente puesta en marcha de medidas
represivas para contener las inevitables protestas. Muchas de estas medidas
draconianas han sido impuestas por las autoridades europeas, otras han sido
movidas por las urgencias que imponen unas finanzas públicas arruinadas y otras
simplemente son iniciativa del oportunismo de los lobbies económicos que, ante
la destrucción de capital, ven el momento propicio para sentar las bases de la
reconstrucción de los activos (lo llaman “sanear”) y así recomponer el juego
especulativo. La fórmula del capitalismo es conocida por todos: sistema de
producción tan eficaz para enriquecerse como intrínsecamente injusto para
quienes producen la riqueza. Todo el mundo sabe que esta crisis la pagarán
quienes la sufren. El tamaño de esta injusticia es mayúsculo y lo resume el dicho
popular: “Además de puta, pagar la cama”. ¿Se puede saber cómo piensan
convencer a los españoles de que hay que tragarse como sea este sapo?

El gobierno español, atrincherado en el engañoso respaldo que le da la mayoría


absoluta ganada en las urnas, utiliza la marca de la eficacia empresarial como
argumento para llevar adelante un programa de recuperación que, en el corto
plazo, traerá penuria y desolación a los ciudadanos. Pero olvida que los votos
solo configuran legitimidad representativa, no política. Si este programa no se
acompaña de un discurso convincente y, en el fondo, popular
(o populista),fracasará.

Enrique Lynch es escritor.

Una nueva antropología


'Los ángeles que llevamos dentro', de Pinker, es un tratado
enciclopédico sobre la evolución de la conducta y anatomía del
cerebro
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ENRIQUE LYNCH
9 NOV 2012 - 17:59 CET

En un ensayo escrito hacia el final de su vida, Kant observa (cito de memoria)


que si bien los humanos somos absolutamente libres de escoger nuestra pareja y
el momento para nuestra boda, la tasa anual de los matrimonios y, sobre todo, la
fecha en que tienen lugar, se mantienen siempre estables y siguen un patrón
determinado. Parece evidente que la conducta humana se ajusta a una doble
legalidad: o bien se tiene por libre y, por lo tanto, guiada por la contingencia y la
fantasía; o bien se mueve por naturaleza y necesidad, y su comportamiento se
expresa en un orden que resulta accesible al cálculo matemático e interpretable
según leyes. Lo primero hace que reconozcamos al ser humano como un ente
moralmente responsable, lo segundo, en cambio, nos permite hacerlo objeto de la
observación científica.

Steven Pinker (y la hueste de científicos políticos, biólogos evolutivos,


neurocientíficos, psicólogos cognitivos y demás representantes del neoempirismo
contemporáneo que le han proporcionado los datos para este libro) adopta
resuelta, dogmática y excluyentemente el segundo enfoque, lo que por un lado ha
de poner en guardia al lector y, por otro, permite asegurar que estamos ante un
nuevo realismo cuyo propósito final es fundar una nueva antropología.

Este es un libro curioso. Expone una sola idea: que la violencia entre humanos ha
disminuido de forma radical en comparación con el pasado y que, en
consecuencia, vivimos en el mejor de los mundos posibles hasta ahora. Para
comprobar lo primero hubiese bastado con comparar nuestra vida cotidiana con
los relatos que hace Herodoto de las atrocidades cometidas por Nabucodonosor y
Asurbanipal, pero Pinker ha preferido escribir un tratado enciclopédico de casi
1.200 páginas (incluyendo notas y bibliografía) donde, además de una abigarrada
y amena casuística, se incluye un ensayo sobre el terrorismo, un breve
compendio de anatomía del cerebro humano y ensayos sobre los castigos
corporales y los malos tratos a los niños, sobre la violencia doméstica, sobre la
historia comentada de los genocidios, más un alegato sobre la tortura, un ensayo
sobre los derechos humanos y una pormenorizada historia de las guerras. El
método de Pinker es muy simple. Consiste en transportar un volumen ingente de
datos empíricos, recogidos de los trabajos de otros investigadores, a gráficos que,
tras un adecuado análisis estadístico, muestran en todos los contextos
imaginables que somos menos violentos que nuestros antepasados. Pinker
justifica su afición a las estadísticas así: “Al valorar las posibilidades, las
personas, en vez de pensar en las leyes, se basan en la intensidad de su
imaginación” (página 489). Él, por consiguiente, aboga porque se haga todo lo
contrario. El resto será explicar someramente por qué hemos avanzado en la
civilización y especular acerca de los factores que, cabe suponer, harán de
nuestros descendientes unos humanos casi angélicos. Tras décadas de filósofos y
sociólogos más o menos semiologizantes que, cuando mucho, solo hacen
paráfrasis de autores, leer una tesis sostenida en la autoridad de los hechos es
algo de agradecer, aunque en ocasiones los “análisis” de Pinker parezcan los de
un analista de mercado o un sociólogo que hace sondeos de opinión.

No obstante, la sorpresa del lector es mayúscula, puesto que el darwinismo de


Pinker en La tabla rasa, donde se ponía justamente en duda la posibilidad de un
progreso en la naturaleza humana, ha dado paso aquí a un optimismo manifiesto
que, apoyado por tablas y estadísticas, hace votos velados por una especie de
neohumanismo.

¿Cuáles son las causas de la declinación de la violencia? La expansión de los


Estados por encima de nacionalismos, tribalismos y feudos, la constitución
del Leviatán —Pinker se muestra, acertadamente, como un admirador de
Hobbes— que da el monopolio de la violencia legítima al Estado, el proceso
civilizatorio, una fórmula que Pinker toma de Norbert Elias, la revolución
humanitaria que acaba con la esclavitud, el duelo por el honor, la prisión por
deudas y la tortura, y lo que Pinker denomina “larga paz” para referirse a las
décadas en que, tras 1945, las grandes potencias renuncian a hacerse la guerra, en
parte debido al equilibrio del terror nuclear. El libro abunda en multitud de
ejemplos y casos, muchos de ellos sumamente instructivos e interesantes, que
sirven para ilustrar estos procesos, pero Pinker carece de una explicación causal.
Tan solo al final recurre a la teoría de juegos, reformulación contemporánea de la
clásica prudencia hobbesiana, como medio de explicar por qué los individuos a la
postre prefieren las ventajas de la paz a la inseguridad y la muerte por efecto de
su propia violencia.

Pinker señala la explotación, la dominación, la venganza y sobre todo la


ideología, como los factores decisivos para la aparición de las conductas
violentas. Rechaza que pueda haber una pulsión de muerte que dé cuenta de una
supuesta voluntad de destrucción en la naturaleza humana pero, paradójicamente,
no descalifica la venganza que —dice— puede servir como arma de disuasión
del adversario y él mismo, aquí y allá, incurre en los inevitables deslices de
cualquier ideólogo. El lector juzgará si considerar la homosexualidad como un
enigma genético se apoya en los hechos. O si exculpar a la libre tenencia de
armas de la violencia en Estados Unidos es atendible o, más aún, si la
feminización de la sociedad, que Pinker sugiere como garantía de la paz futura,
es algo deseable.

Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus


implicaciones. Steven Pinker

Traducción de Joan Soler Chic. Paidós. Barcelona, 2012. 1.104 páginas. 42 euros

Asombro, curiosidad y memoria


A Trías debemos una nueva mirada sobre la religión y la voluntad
de legar a la cultura española un pensamiento organizado
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ENRIQUE LYNCH

11 FEB 2013 - 00:56 CET


La dedicación a la filosofía es una vocación extraña. No es, estrictamente
hablando, una vocación o una profesión y, desde luego, no tiene nada que ver con
eso que se enseña en las universidades; y menos aún con la ciencia, la técnica o
la religión. Es un descubrimiento, que unas veces brota como una pasión y otras
se parece a un desliz, un tropiezo como el de Tales, que cayó de bruces,
concentrado como estaba mirando los astros en el firmamento. Un buen día
alguien se reconoces mirando lo que hay, lo que está allí delante de sus ojos, pero
desde un ángulo insólito y, de golpe, descubre que esa manera extraña de mirar o
de preguntar es lo que nuestra cultura denominó filosofía. Una célebre
observación atribuida a Aristóteles afirma que la filosofía surge del asombro y
que, con el tiempo, el asombro se transforma en curiosidad insaciable y en la
capacidad de experimentar de forma distinta —asombro, curiosidad y memoria—
y producir nuevos objetos de la imaginación y poderosos argumentos.

Eugenio Trías ha sido, probablemente, el único de los escritores españoles de la


España moderna en el que se reconocían estos atributos que la tradición asigna a
los filósofos genuinos. En su vasta obra, a la que dedicó toda su capacidad
intelectual rechazando distraerse con la literatura, el periodismo o la política —
que no obstante practicó pero solo de forma subsidiaria— se reconoce el
asombro originario y la curiosidad intelectual que son características
inconfundibles de los verdaderos filósofos. Trías tenía, además, una enorme
capacidad de trabajo, lo que le permitió aquilatar a lo largo de su vida decenas de
libros escritos con esa prosa rapsódica que era característica en él, a la vez
profundamente racional y al mismo tiempo tan romántica y apasionada, que
combinaba, como todos los que se dedican a este género extraño, con un
auténtico amor por la dificultad.

El pensamiento de Trías estaba guiado por entusiasmo romántico y de otra parte


por su voluntad de remontarse por encima de la medianía española en materia de
filosofía. Construir su obra fue una proeza. No hay que olvidar que a Trías le
tocó formarse y estrenarse como escritor en una España patética, que no tuvo
Ilustración y que, tras la posguerra, sobrevivía asolada por el fascismo y el
catolicismo más cerril. Su trayectoria muestra las huellas de los episodios
fundamentales de la España moderna: el franquismo y el nacional-catolicismo,
que marcaron su formación tanto como la de muchos otros intelectuales de su
generación. Trías fue conspicuo y activo representante de la vanguardia
barcelonesa de los años sesenta y, en sus años de juventud, protagonizó las
primeras y tímidas conexiones con el marxismo renovado por la Escuela de
Francfort, el estructuralismo francés y el psicoanálisis. Se sumó sin vacilaciones
al rescate de la obra de Nietzsche, fue uno de los primeros lectores inteligentes de
la obra de Michel Foucault y colaboró intensamente con los primeros círculos
lacanianos. Nada escapaba a su inmensa curiosidad. Era un intelectual ganado
por el entusiasmo, arbitrario, a menudo veleidoso y temperamental, estimulante
tanto en sus filias como en sus fobias.

En su etapa de madurez, tras su tesis doctoral sobre Hegel, dedicó todo su


empeño en reconducir el pensamiento español contemporáneo, repartido entre el
marxismo sesentaochista y las arideces del análisis y el formalismo lógico, a la
gran tradición del idealismo y el romanticismo alemanes. Lo hizo sumergiéndose
en la lectura de Heidegger y casi enseguida de Filosofía del futuro, intentó
fundirse con la herencia de Kierkegaard, Schelling y Joachim de Fiore. A Trías
debemos una nueva mirada sobre la religión, una teoría del límite y la voluntad
de legar a cultura española un pensamiento organizado en sistema, que unos
comparan con el de Ortega y Gasset, aunque hay que decir que Ortega no estaba
entre sus filósofos preferidos.

Pero Eugenio Trías no era solamente un filósofo. Era también un alma bella. En
el periodo final de su vida, ya bajo las terribles penurias que le impuso su larga
enfermedad, produjo obras radiantes sobre dos de sus grandes pasiones: la
música y el cine, que, como todo en él, abordaba con voracidad y genio.

Su muerte es una gran pérdida para la cultura española contemporánea y para


quien esto (tan apresurada y torpemente) escribe un profundo dolor. Pocas veces
nos es dado encontrar en un hombre, sea afín o sea adversario, con la sensibilidad
despierta a todos los signos, la incomparable pasión, la erudición o la
complicidad en espíritu y cuerpo, como las que nos dispensó Trías a quienes
tuvimos el privilegio de conocerlo.
El arte de pensar haciendo listas
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ENRIQUE LYNCH

28 DIC 2013 - 01:17 CET


En el Fedroafirma Platón que la escritura es enemiga de la memoria porque basta
que pongamos algo por escrito para que inmediatamente lo olvidemos;
observación harto conocida y citada que, por cierto, contradice un consejo que
suelen dar los maestros de escuela (“no confíes en tu memoria, ponlo por
escrito”) y mi propia experiencia. Yo aprendí a estudiar siguiendo el ejemplo de
uno de los hijos de Ernesto Sábato. Una noche lo vi aporreando frenéticamente
una máquina de escribir y, cuando le pregunté qué hacía, me contestó que su
método de estudio consistía en transcribir las lecciones para aprenderlas de
memoria. De ahí en más yo hice lo mismo.

Para bien o para mal, no cabe duda que la escritura y la memoria van de la mano.
Unas veces se ayudan mutuamente y otras se repelen o se traicionan. En
cualquier caso, los escritos más antiguos, esas asombrosas tablillas de barro
cocido talladas en intrincada escritura cuneiforme que guarda el Museo
Británico, son en su mayoría registros, asientos, facturas, contratos y a menudo
recetas de pócimas maravillosas. Lo que tienen en común es que casi siempre son
listas que, como certeramente observaba Platón, sirven como recordatorios; y
bien que han cumplido con su cometido, pues han conseguido sobrevivir
milagrosamente muchos miles de años; y, como en un recuerdo tanto importa lo
que se guarda como la manera como se organiza lo guardado, una lista nos
enseña no solo cómo administramos nuestros deseos y esperanzas sino además
cómo funciona nuestra imaginación. Puestos a enumerar, a clasificar y a diseñar
simples o complejas taxonomías ordenadas en forma de listas, la capacidad de los
humanos no tiene límites. En rigor, buena parte de nuestro raciocinio está
dedicada a confeccionar listas y jerarquías de listas y a atenernos a ellas.
Llevamos una lista al mercado del mismo modo que nos orientamos por la tabla
periódica de los elementos o confiamos en las secuencias de órdenes de los
algoritmos de un ordenador que, pensándolo bien, no son otra cosa que listas.

Cada lista encierra una lógica, a veces mínima o sutil, que ordena las prioridades
y los intereses de su autor. Que yo sepa, el único que reparó en el encanto de las
listas fue el maravilloso Georges Perec, cuya obra experimental en buena parte
está compuesta por variados repertorios de listas donde algo —una clave, un
signo— se repite tantas veces como se disemina y se transforma.

Hay listas triviales, como la de la compra o la lista de las tareas del día o la de los
lugares que un individuo planea visitar en un viaje. Los asientos contables son
listas, las actas de las calificaciones en una asignatura, los programas de un
concierto, los catálogos de publicaciones, los menús, que separan los vinos y los
platos del día, los horarios del tren, las listas de boda y las de los invitados a las
nupcias, los curricula (que enseñan lo que un individuo es, tanto como lo que le
gustaría ser); y listas célebres, como las lecturas de Benjamin o las amantes de
Giacomo Casanova o las gestas de Diomedes Tidida y la lista de los emperadores
romanos —de Julio César a Rómulo Augústulo— que yo estaba orgulloso de
poder repetir de memoria. Hay listas negras y listas privadas, íntimas o incluso
secretas: el esquema posible de un futuro libro, el recordatorio de ocasiones
compartidas con alguien a quien se ha querido mucho o la lista de malas noticias
del año último. Incluso este párrafo, a fin de cuentas, también es una lista; y ya sé
que su orden implícito me desenmascara delante del lector.

Un escriba memorioso habita en nosotros, de modo que hacer listas, más que una
afición o, dado el caso, el síntoma de una no asumida neurosis obsesiva, sirve
para que la memoria se pruebe a sí misma y —a veces— para descubrir qué es lo
que amamos u odiamos, o necesitamos; o simplemente para saber lo que en
verdad nos importa.

Enrique Lynch es autor de ensayos como La lección de


Sheherezade (Anagrama) e In-moral. Historia, identidad, literatura (Fondo de
Cultura Económica).

El saqueador de momias como


nihilista
Son las creencias, y no la razón, las que sostienen la mayor parte
de nuestra vida social, política y económica. Pero hay quienes se
las saltan si consiguen beneficios, como hacían los que robaban
las tumbas de los faraones
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ENRIQUE LYNCH

24 MAY 2014 - 00:00 CEST

EULOGIA MERLE

El hallazgo en el llamado Valle de los Reyes, de un recinto oculto, el KV 40,


repleto de despojos de momias y fragmentos de antigüedades destrozadas por los
saqueadores de tumbas me recordó una trepidante historia de la arqueología que
leí apasionadamente en la pubertad: Dioses, tumbas y sabios,escrita por
C. W. Ceram, seudónimo de un escritor alemán de filiación nazi llamado Kurt
Wilhelm Marek.

En su libro, Marek narraba con hábil suspense el hallazgo en 1860 de otro


escondite similar a la KV 40: la cueva DB320, situada en un punto cercano a
Deir el Bahari, en la necrópolis de Tebas, frente a Luxor. En esa especie de
morgue improvisada se encontraron las momias de varios Ramsés, Tutmosis,
Setis y muchas otras figuras relevantes del pasado egipcio. La insólita
acumulación de faraónicos despojos se debía, según se adujo, a que los
sacerdotes del primer milenio antes de Cristo habían decidido llevarlas allí para
protegerlas de los saqueadores. En su momento —yo era poco más que un
niño— di por buena esa explicación que hoy en día suena a coartada. Lo más
probable es que esos mismos celosos sacerdotes fueran los que habían saqueado
las tumbas. Asimismo, seguramente la expedición suiza no “descubrió” nada,
sino que actuó guiada por un bien remunerado chivatazo de alguna de las
familias de saqueadores que, desde hace siglos, controlan el expolio y posterior
tráfico de las antigüedades egipcias. Lo que no sería raro, puesto que lo mismo
hicieron en su momento Howard Carter y lord Carnarvon cuando les tocó
“descubrir” la tumba de Tutankamón: nada hubieran podido “descubrir” sin la
ayuda o la complicidad de las familias de saqueadores egipcios,
auténticos sherpas de los egiptólogos occidentales que las historias románticas de
la arqueología jamás mencionan.

Sin la ayuda de sus sherpas, nada hubieran podido


“descubrir” los egiptólogos occidentales

En esta ocasión, pues, el hallazgo de la KV 40 hace pensar en que lo


verdaderamente interesante de este caso no es el descubrimiento, sino el saqueo
sistemático de las tumbas egipcias y, sobre todo, el espíritu del saqueador, que no
es un bárbaro que expolia los vestigios de una cultura ajena, como los
conquistadores españoles en México y en Cuzco o los talibanes en Afganistán,
sino uno que arrasa a consciencia con su propia tradición, abomina de sus dioses
y le tienen sin cuidado Osiris, Ra o el ominoso Anubis, puesto que los
antepasados de los actuales saqueadores son tan antiguos como los faraones y el
saqueo, una profesión heredada por estirpes familiares ahora constituidas en
gremios. Este episodio, pues, actualiza una cuestión de considerable
trascendencia: ¿hasta qué punto las elaboradas creencias egipcias en la vida de
ultratumba, el Libro de los muertos, la teoría de la transmigración de las almas y
el poderoso clero que las administraba formaban parte de un culto auténtico? ¿De
veras era aquello una religión o, si acaso, una acendrada creencia compartida por
reyes, sacerdotes y pueblo? Porque está claro que el saqueador no cree en los
talismanes, ni teme las maldiciones de los faraones, ni tiene el menor respeto por
las momias sagradas de unos individuos que, en vida (dícese) eran considerados
dioses, sino que es un nihilista radical y, por añadidura, con varios milenios de
antigüedad: un tipo mucho más duro que el más duro de los rappers del Bronx.

Similar perplejidad suscitan algunos elaborados mitos griegos caros a nuestra


tradición europea, tan bellos y ricos en significados y símbolos sobre la
condición humana que han inspirado la filosofía y la literatura occidentales.
Como suele ocurrir con todos los mitos, las historias griegas cuentan hechos
inverosímiles y hablan de seres fabulosos como el Cancerbero, describen
escenarios como la Laguna Estigia o dan por hecho que las tres Medusas
compartían un solo diente y un único ojo. Es posible que muchos griegos
antiguos creyeran en estas historias, pero ¿de qué índole era su creencia? Más
aún, ¿creía en ellas Platón, que fue uno de sus más pródigos divulgadores; o un
tipo tan inteligente, realista y razonable como Aristóteles, creador de la lógica
que reguló nuestros razonamientos por más de 2.000 años? El historiador Paul
Veyne, que dedicó un seminario y un libro a examinar hasta qué punto los
griegos creían en sus dioses, llegó a la conclusión de que por supuesto que no
creían; o sí, pero del mismo modo como nuestros niños creen al mismo tiempo
que los Reyes Magos existen, pese a que saben que son sus padres los que
compran los regalos.

La cuestión, pues, no es nada baladí, puesto que son innumerables los contextos
en que procedemos por creencia (o credulidad) mientras que otros, más o menos
inescrupulosos o nihilistas, hacen como los egipcios saqueadores de tumbas; y se
llevan a casa el botín. Hace unos cuantos años en las páginas de este periódico,
Agustín García Calvo llamó la atención acerca del tipo de transacción que tiene
lugar cada vez que un ciudadano deposita sus dineros en el banco a cambio de un
insignificante resguardo. Para García Calvo esa confianza en el sistema
financiero era del orden de lo mítico, es decir, fundada en creencia, puesto que de
hecho no hay ninguna razón, ni prueba tangible ni certeza que abone la esperanza
de que, llegado el caso, el valor de una inversión o una cuenta de ahorro serán
devuelto por el banco con solo que se le presente el resguardo. La experiencia
ciudadana en la España de los últimos años muestra que García Calvo no se
equivocaba.

El escritor que concurre a un premio literario, ¿acaso no


sabe que están casi todos amañados?

La creencia —y no la razón— sostiene la mayor parte de nuestra vida social,


política y económica y no solo hace estragos cuando es manipulada por los
curanderos, los mercaderes de felicidad, los tarotistas televisivos o los timadores
profesionales que circulan por Internet. Una creencia sostiene el mito de la
representación parlamentaria que es la base de la democracia moderna y anima el
voto de los ciudadanos con objeto de que un programa sea llevado a término
desde el Gobierno pese a que, una y otra vez, asistimos al mismo repertorio de
transgresiones: democracias populares nacidas de una revuelta que a la postre se
convierten en dictaduras, partidos autodefinidos como liberales que para salir de
una crisis recurren a la subida generalizada los impuestos y algún otro, como la
socialdemocracia francesa, que desmonta “conquistas” de los trabajadores
promovidas por los propios socialdemócratas. ¿Por qué razón el ciudadano los
sigue votando? El escritor que concurre a un premio literario, ¿acaso no sabe que
están casi todos amañados? El aspirante a una plaza en la universidad, ¿cree o no
cree en la limpieza del procedimiento por el cual aspira a ser seleccionado?

Hace ya muchos años, mantuve una breve (única) conversación con Jorge Luis
Borges en la presentación de un libro en Buenos Aires. Yo había llegado a aquel
sitio acompañado de mi madre y ella se las arregló para dejarme a solas con
aquel anciano genial que recorría los círculos sociales y literarios porteños como
el divino Tiresias. Abandonado delante de aquella luminaria me sentí obligado a
decirle algo trascendente y se me ocurrió preguntarle si era cierto lo que había
oído por ahí, que los libros de la Biblioteca de Babel, colección que entonces él
dirigía, servían para probar un argumento demoniaco: la demostración de que
Dios no existe. Borges hizo un gesto de estupor y me contestó: “¿De veras? No,
no es cierto”; y tras un segundo de reflexión añadió: “Pero ya que me lo
pregunta... ¿existe Dios? Mejor dicho, ¿hay alguien que crea de veras en Dios?
Bueno, sí, el Papa probablemente cree...”. Pero casi enseguida se corrigió: “No,
el Papa tampoco cree en Dios”; y acto seguido cambió de tema y se entretuvo
preguntándome por un ancestro que, al parecer, su familia y la mía compartían
desde los lejanos tiempos de Juan Manuel de Rosas.

En compañía de los idealistas


Leyte reúne en 'El paso imposible' sus escritos sobre la corriente
de filosofía alemana
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ENRIQUE LYNCH

4 JUL 2014 - 18:36 CEST

En la historia de las ideas, lo mismo que en la historia de la ciudad de Buenos


Aires, hay un hecho poco habitual: tanto una como la otra fueron fundadas dos
veces. En el caso de la filosofía, la primera vez fue en la Grecia urbana de los
siglos V y IV antes de Cristo, durante un periodo muy civilizado en que se
formulan preguntas que no hallan respuesta en los mitos ni pueden explicarse por
simple inspiración o motivación técnicas. Los historiadores de las ideas nunca
consiguen —ni conseguirán— ponerse de acuerdo acerca de cómo se llegó a
formularlas.
El filósofo Friedrich Schelling (1775-
1854) es una referencia clave en los artículos compilados en el libro de Arturo
Leyte.

La segunda fundación de la filosofía tuvo lugar en la Alemania ilustrada y fue


obra de un puñado de hombres de poderosa inteligencia. Los antiguos dirigían
sus preguntas hacia lo que hay; en cambio, los modernos ilustrados alemanes,
que ya conocían las dificultades insalvables que conlleva interrogar al mundo
desde una atalaya exterior y sin la ayuda de Dios, decidieron que lo mejor era
invertir el procedimiento y, por decirlo así, se propusieron encerrar la totalidad
de lo que hay dentro de la filosofía. Esto es lo que explica que entre las muchas
"filosofías" disponibles haya una, especialmente compleja y fascinante y
conocida como "del idealismo alemán", cuya complejidad es tan rica y
abigarrada como el mundo, tanto que uno puede tranquilamente dedicarse a ella y
olvidarse de todo lo demás.

Prueba de ello la dan los propios idealistas alemanes, que en vida se pasaron
corrigiéndose los unos a los otros sin conseguir jamás ponerse de acuerdo, quizá
porque su pensamiento, nacido de un prodigioso salto especulativo, vive
exclusivamente de monstruos conceptuales nacidos de la fantasía pura, lo que
hace razonable la boutade de Borges cuando afirmaba que la metafísica debería
considerarse como parte de la literatura fantástica.

Arturo Leyte está entre quienes mejor y más profundamente han estudiado el
idealismo alemán en nuestro medio y, como se puede comprobar en esta
compilación de sus artículos, algunos ya publicados y otros inéditos, aborda el
problema central que plantea el idealismo como filosofía: cómo es posible
fundamentar la operación por la que se sustituye la ilusoria contundencia de lo
real —esta naturaleza que soy y siento, este fenómeno, este objeto irremplazable
de mi deseo, mi muerte, etcétera—, en suma, la experiencia de todos y cada uno
de nosotros, por una verdad intangible y abstracta que solo se refrenda tras el
trabajo del concepto.

Los modernos ilustrados alemanes se propusieron


encerrar la totalidad de lo que hay dentro de la filosofía.

En sus artículos, mientras recorre una larga serie de antinomias (naturaleza y


cultura, trascendental y empírico, existencia y concepto, significante y
significado, etcétera) tal como son abordadas en la obra de Kant, Hölderlin,
Heidegger y sobre todo en la de Schelling, que quizá sea su referencia intelectual
más citada y más evidente, Leyte reproduce la voluntaria clausura en la que
viven los idealistas y, en cierto modo —y quizá deliberadamente—, la remeda en
minuciosos comentarios. Explica, además, —en mi modesto parecer, en el mejor
artículo de esta compilación— por qué ese programa tenía que ser sistemático.

Resulta significativo que el balance de estos textos dedicados a mostrar que el


tránsito necesario de la teoría a la acción, de la crítica a la doctrina, de lo
trascendental a lo empírico, lo que Kant solo intentó parcialmente en
su Metafísica de las costumbres y dejó pendiente en el resto de su obra, como
legado a la tradición posterior, haya que computarlo, a fin de cuentas, como un
fracaso. Porque Leyte mismo señala que la imposibilidad de realizar ese paso
estaba ya planteada en el argumento idealista originario, e incluso se reconoce en
autores muy alejados del idealismo, como Freud o Saussure. Desde esta
perspectiva, su tesis de que la filosofía solo puede ser hermenéutica parece una
tabla de salvación para un gran proyecto fallido o, incluso, una capitulación.

El paso imposible. Arturo Leyte. Plaza y Valdés. Madrid, 2014. 290 páginas. 17
euros.

Sobre modales buenos y malos


La rebelión contra los protocolos tiene algo de infantil, aunque a
veces marca verdaderos cambios de rumbo en una comunidad
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ENRIQUE LYNCH

29 MAY 2016 - 00:51 CEST

Los modales sirven para propósitos contradictorios. Desde que las sociedades
europeas dispusieron atenerse a estrictas reglas cortesanas, las maneras se usan
para comunicar a los demás que pertenecemos a un medio o a un círculo
determinado o bien para lo contrario, es decir, para advertirle al otro: “Tú no
formas parte de este club”. Los códigos (y sus respectivos signos) son medios de
autoafirmación y de orden, ya sea para confeccionar la lista de los invitados a una
celebración, para regular la actividad de una secta de iniciados orientalistas, para
organizar un partido político o una sociedad gastronómica.
En este óleo de François Gerard, Luis XIV presenta a su nieto, el duque de
Anjou, como nuevo Rey de España.

Hasta las maras, esas pandillas que forman los delincuentes juveniles
centroamericanos, cuentan con estrictos códigos de formas y de conducta. Las
reglas de los grupos sociales tienden a ajustarse a un patrón —sea este un tipo de
indumentaria, un acento o un vocabulario— y se rigen por un puñado de ritos
expuestos con ademanes y gestos que por otra parte sirven para emular o
despreciar los códigos ajenos. Se saluda de una forma —que no es lo mismo dar
la mano que entrelazar los pulgares y acabar el saludo con un choque de
pechos— (o simplemente no se saluda); se da un beso (que no es lo mismo que
dar dos) y se cede el paso (o no); se agradece una dedicatoria o se guarda
silencio, se elogia el trabajo del otro o uno se refugia en la reserva con la excusa
de la discreción, etcétera. La variedad de valores e interpretaciones que damos a
los signos que empleamos con los demás es asombrosa. Así nos aseguramos el
lugar que ocupamos en el mundo, acompañados por otros que comparten con
nosotros los mismos modales.

Las formas no son solo inútiles y anacrónicos resabios de


una sociedad
de clases, sino que condensan el modo en que nos
relacionamos

Nadie escapa al imperativo de las maneras, ni siquiera los que pretenden


quebrantarlas, pues enseguida sus gestos se trasladan a formas alternativas
codificadas y éstas se traducen en fórmulas nuevas que pueden ser imitadas. Los
llamados “artistas de vanguardia” conocen esto muy bien tras haberlo
experimentado en carne propia. Nacieron como alternativa al arte de las
academias, a veces atacando radicalmente y con gran alharaca los motivos, las
figuras y las técnicas académicas; y al cabo de unas pocas décadas, ya los
tenemos perfectamente alineados y clasificados en las salas de los grandes
museos junto a los maestros contra los que se levantaron. Los profundos agravios
que los separaban de sus acartonados antecesores han quedado reducidos a
pequeñas diferencias expositivas que los curadores resuelven de modo muy
práctico: unos en una planta superior del museo y otros en la de abajo; lo que
autoriza a pensar que quizá el “vanguardismo” no sea más que una variación en
las maneras.

En cualquier caso, la revuelta contra los estilos vigentes no solo es habitual entre
“vanguardistas”. La permanente revisión de los códigos que rigen las conductas
sociales es una característica inconfundible de nuestros tiempos modernos. La
cultura y la sociedad actuales llevan un par de siglos en constante rebelión contra
las formas, primero cortesanas y después burguesas, desde los ya lejanos sucesos
que protagonizaron los exaltados jacobinos en la Francia de 1789 cuando, como
parte de su alzamiento contra el Antiguo Régimen, la emprendieron contra las
pelucas y el culotte de seda e impusieron el tuteo en la Asamblea, tal como hacen
hoy en día quienes se proclaman sus émulos y les gustaría ser identificados como
herederos ideológicos del jacobinismo. Este es el sentido del repudio de la
corbata, la reivindicación de las zapatillas deportivas o las greñas y del recurrir
—de nuevo— al tuteo, al habla callejera del rapeo y a las trazas del
“descamisado”.

La rebelión contra las formas y los modales, los cambios en los protocolos o en
la indumentaria y las deliberadas variaciones en el habla, cuando no son
espontáneos, mucho tienen de infantil y de irrisorio. Sin embargo, hay veces en
que marcan verdaderos cambios de rumbo en una comunidad, como cuando los
“barbudos” castristas decidieron afeitarse y enfundarse los pesados uniformes de
los militares soviéticos, gesto que revelaba una alineación y también una
servidumbre; o cuando los comunistas chinos dejaron en el armario las sobrias
chaquetas Mao y recuperaron el traje y la corbata —¡la odiosa corbata!—, una
deriva que no era la consecuencia de la moda, sino el signo de que en la China
continental soplaban aires neocapitalistas. Un simple ademán puede venir
asociado a un fuerte componente político, como aquella sandalia arrojada por un
periodista a George W. Bush durante una conferencia de prensa, gesto que
equivalía a tratarlo como a un perro. (Bush, por cierto, con notable sangre fría y
pericia para el juego de cintura, consiguió esquivar el golpe). Y otras veces una
acción pensada para dar la imagen de contundencia o de firmeza en las ideas
propias, ejecutada sin la debida atención a las formas, se convierte en un torpe
exabrupto, pura y simple mala educación, como el gratuito desplante que, con la
excusa de sus fuertes convicciones antimilitaristas, dedicó recientemente la
señora Colau a dos oficiales del Ejército español que atendían a un puesto en una
feria en Barcelona.

La variedad de valores e interpretaciones que damos a los


signos que empleamos con los demás es asombrosa

Contra lo que creen sus enemigos, los modales y las formas no son únicamente
inútiles resabios de la sociedad de clases ni persisten solo por anacronismo o por
casualidad, sino que condensan o interpretan el modo como nos relacionamos
con el mundo y con nuestros semejantes. Por eso no pueden ser eliminados y,
desde que se impuso la vida urbana y sedentaria, guardan estrecha relación con la
manera como consideramos al prójimo y con el perfil moral (o inmoral) de
nuestras conductas. Por esta razón, el siglo XVIII —“el último siglo civilizado”,
según la respetable opinión de Octavio Paz— era tan pródigo en manuales de
maneras que servían como repertorios de modales cortesanos y al mismo tiempo
como prolijas descripciones de costumbres y primeros ejemplos de una
semiología incipiente que, con el pretexto de enseñar la buena educación al
individuo civilizado, trazaban el retrato de una época que soñaba con poder
reducirlo todo a un código que se pudiera impartir y —sobre todo— aprender.

La reciente publicación de uno de estos manuales de maneras (De cómo tratar a


las personas. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Arpa. Barcelona,
2016), obra del barón Adolph F. Knigge, es testimonio de esta perdida asociación
de los modales con la educación moral, la misma que puede leerse en los tratados
de educación de príncipes de la España del siglo XVII y en los escritos de los
primeros estetas ingleses, que fueron sobre todo escritores moralistas, como
Shaftesbury. Las páginas del manual del barón Knigge no solo reúnen un
repertorio de consejos de buenas costumbres, sino que están inspiradas en una
urbanidad insólita cuyo fin último es una especie de belleza moral, típicamente
ilustrada.

¿Cuánto de este espíritu tan civilizado llegará a los lectores contemporáneos, en


su mayoría formados en la zafiedad y en el desprecio de las maneras? Difícil
saberlo. En cualquier caso, la lectura del fino repertorio costumbrista del masón
Knigge nos permite medir la distancia que —por desgracia— nos separa de los
ideales ilustrados originales, de su desaparecido modelo de civilización, fundado
en discernir entre maneras y en un espejo de costumbres en el que ya no podemos
—¿no podemos?, no queremos— vernos reflejados.

Enrique Lynch es escritor y profesor de Filosofía en la Universidad de


Barcelona. Su último libro es Nubarrones (Comba, 2014).
Esa extraña piedad de los muy
ricos
El historiador irlandés Peter Brown analiza con claridad y rigor el
papel que la riqueza tuvo en la caída de Roma y en la gestación de
lo que hoy llamamos Occidente
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ENRIQUE LYNCH

17 ENE 2017 - 14:30 CET

Detalle del fresco 'La leyenda


de Constantino y San Silvestre.

Agustín de Hipona afirmaba que el pasado y el futuro eran en el fondo


inaccesibles y que lo tangible es ese presente insoslayable desde el cual nos
referimos a ellos. La historia, pues, tiene algo de irreal, pues de lo único que
podemos hablar con cierta confianza racional es de la época en que nos toca
vivir. Todo lo demás —lo que alguna vez sucedió y lo que algunos aseguran que
ocurrirá— solo puede ser mera conjetura. Quizá por eso, casi todos los grandes
historiadores —y Peter Brown está, sin duda, entre ellos— no se limitan a
reconstruir lo “que efectivamente pasó”, como reclamaban Ranke, Mommsen y
los positivistas que tanto influyeron en la historiografía marxista, sino que son
sagaces narradores de un género híbrido donde se traman corazonadas y finas
especulaciones inspiradas en unos pocos recursos de la memoria histórica. Los
grandes historiadores hurgan en documenta et monumenta, es decir, en los viejos
textos y en los vestigios arqueológicos, pero nunca renuncian a interpretar los
hechos.

Por el ojo de una aguja es un ejemplo cabal de esa historiografía que recrea con
todo detalle el pasado sin renunciar a interpretarlo. La vocación de desentrañar la
verdad histórica jamás abandona la voluntad de generar un sentido. En las más de
mil páginas que forman esta obra capital, Brown acumula y procesa un inmenso
caudal de datos y referencias críticas, eruditas y arqueológicas sobre los primeros
siglos del Occidente cristiano. Arranca desde la conversión de Constantino y
desemboca en las primeras décadas del siglo V que dan comienzo a la llamada
Edad Media. El libro, pues, recorre el fascinante proceso de cristianización del
Imperio Romano, cuando se gestó lo que llamamos “Occidente”, con especial
referencia a los años 370 a 430, que Brown compara con una insólita belle
époque de la antigüedad.

MÁS INFORMACIÓN

 Recomienda en Librotea 'Por el ojo de una aguja', de Peter Brown

Peter Brown es el característico historiador anglosajón, somero y riguroso, pero


su modelo historiográfico es afín a la imaginación desbordante de la escuela
francesa de los Annales y a la antropología cultural del mundo antiguo que
fundara Louis Gernet, donde la historia de la religión y la cultura son examinadas
siempre en estrecha relación con la historia social, con el lenguaje y el arte, lo
que es imprescindible cuando se aborda un periodo de transición tan complejo
como este.
Su investigación se orienta por una anomalía. En la obra de Paul Veyne —otro
gran especialista en el Imperio Romano tardío— también se ponía especial
atención en algunas anomalías del desaparecido mundo antiguo. Por ejemplo,
en El pan y el circo, Veyne abordaba la extraña afición de los romanos por los
combates de gladiadores y el culto a la divinidad del emperador. Una misma
curiosidad por lo anómalo lleva a Brown a seguir la pista de las donaciones
cristianas, realizadas durante una época en que, contrariamente al mito de la
decadencia, el Imperio Romano de Occidente se caracterizaba por su opulencia.
En suma, estudia por qué un buen día los ricos decidieron desprenderse de sus
bienes y dieron lugar a la acumulación originaria que todavía cimenta el inmenso
poder económico y espiritual de la Iglesia. Estudia por qué —al contrario de lo
que manda la parábola crística— esos ricos acabaron por entrar en las iglesias
guiados por el “amor por los pobres” que predicaban los Padres de la Iglesia:
Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Paulino de Nola. Las asombrosas y cuantiosas
donaciones cristianas podría pensarse que son una variante del evergetismo
pagano, pero Brown observa en ellas una importante diferencia: el gesto del
evergeta servía para su gloria mundana; en cambio, la renunciación cristiana
perseguía consumar una gigantesca transferencia de riqueza, del mundo al cielo.

No es la primera vez que Brown revoluciona nuestro conocimiento del Imperio


Romano tardío. Su biografía de Agustín de Hipona conseguía reconstruir el perfil
de ese intelectual formidable que fue Agustín sin incurrir en hagiografía; y en El
cuerpo y la sociedad, dedicada a estudiar las costumbres de las élites
tardorromanas, buscaba desentrañar el misterio que rodea el dogma del celibato
eclesiástico. ¡Qué cosa más extraña que durante siglos los hombres y mujeres
más civilizados de la sociedad antigua renunciaran a la riqueza y a la sexualidad!

A veces se derivan conclusiones sorprendentes de su trabajo. La renuncia sexual


implica que el ascetismo cristiano originario estaba ya prefigurado en la ataraxia
de los estoicos, que ganó las costumbres civilizadas de las clases altas romanas
hacia el siglo II, pero también implica reconocer que la abstinencia que predica
el Opus Dei es, por decirlo así, más auténticamente cristiana que la secuela del
Concilio Vaticano II y la rebelión contra el celibato por parte de la Reforma
protestante. Entre muchas otras observaciones sugestivas, Brown muestra en este
libro extraordinario que la enormemente influyente noción de la humanitas,
entendida como el trato que una persona dedica a otra en razón de una naturaleza
humana compartida, es una herencia cristiana y que esa noción y la desaparecida
idea de la verecundia —la consciencia de ocupar un lugar propio y de responder
moralmente por él— justifican que la donación antigua, más que una limosna,
deba ser comprendida como una acción mística que aseguraba al donante un
lugar junto a Dios padre. Y más aún: para nosotros, que estamos desengañados
del misticismo, es una prueba tangible de que un sistema económico basado en
una aplastante presión fiscal puede seguir generando riqueza.

COMPRA ONLINE 'POR EL OJO DE UNA AGUJA'

Autor: Peter Brown. Traducción de Agustina Luengo.

Editorial: Acantilado

Formato: tapa blanda (1232 páginas).

DESDE 45€ EN AMAZON

La revolución inacabada
El romanticismo significó la renovación de la música y la ironía
narrativa, pero también el impulso inicial de las ideologías
totalitarias
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ENRIQUE LYNCH

6 FEB 2017 - 11:27 CET

'Túmulo junto al mar', de Caspar David Friedrich KLASSIK STIFTUNG WEIMAR

En la Fenomenología del espíritu, Hegel dedica uno de sus dardos más crueles
contra los primeros románticos, que, al fin y al cabo, fueron los más lúcidos entre
sus contemporáneos. Con desdén, compara su contribución a la filosofía
moderna, en pleno entusiasmo por la Francia revolucionaria de 1789 y la
naciente identidad nacional alemana, con “una noche en la que todos los gatos
son pardos”. Señalaba así una característica indeterminación que comparten los
muchos romanticismos —no siempre afines y coherentes entre sí— que
componen la tradición cultural europea de los últimos dos siglos, pues es verdad
que los románticos son víctimas de sus afinidades electivas: vacilan entre la
experiencia íntima y fragmentaria y el sistema, entre tradicionalismo y espíritu de
innovación; y practican cultos incompatibles como la ironía, que borra las trazas
del sujeto, y el genio; así como invocan la vieja sabiduría de los mitos sin
renunciar del todo a la razón.

Pero ocurre que estas contradicciones también son las propias del individuo
moderno, de donde cabe pensar que el Romanticismo es una revolución
inacabada. Sus tribulaciones siguen siendo en gran medida las nuestras, lo que
explica el prestigio de figuras de trayectoria equívoca,
como Ernesto CheGuevara, y la casi universal adhesión que concita, generación
tras generación, cualquiera que adopte el entusiasmo, el estilo o el aura
románticos.

MÁS INFORMACIÓN
 En las ruinas del Romanticismo, por RAMÓN ANDRÉS

Lo romántico se asemeja a una koiné, una lengua común, y a un espíritu del


tiempo. Genera una respuesta empática de certidumbre inmediata, como los
versos de Emily Dickinson; o —por qué no— un rechazo visceral, sobre todo
cuando el estilo se hace pomposo: ¿hay algo más cursi que Jünger cuando escribe
que “no conoce el mar quien no haya visto a Neptuno”, o Heidegger cuando
afirma que la piedra es más piedra en el Partenón?

Sin embargo, tanto en lo sublime como en lo ridículo, el romanticismo es lo


nuestro, pese a que está históricamente determinado. Surgió de la experiencia
dramática del sujeto emancipado, presente en la figura del artista que descubre su
orfandad social al tiempo que su genio; o en ese poeta siempre asomado a algún
abismo, rendido a la embriaguez o hundido irremediablemente en la locura.
Caracteres patéticos que las almas bellas adoran: el revolucionario y el marginal,
el héroe efímero, la enferma de amor, el caudillo carismático o el genio maldito.
Curiosamente, buena parte del arte y la literatura románticos rara vez consiguen
resolver ese malestar inconsolable que sus autores reconocen en el alma humana.
No es casual que a su sensibilidad debamos tanto el descubrimiento de
Shakespeare como esos flagelos contemporáneos: la ideología estética y la
“religión del arte”.

El Romanticismo genera una respuesta empática de


certidumbre inmediata o —por qué no— un rechazo
visceral, sobre todo cuando el estilo se hace pomposo

Patrón inconfundible del romanticismo es la permanente nostalgia de una unidad


y la armonía con la naturaleza, tal como las imaginó Rousseau. La perdida
comunión entre hombres y dioses de la Grecia de fantasía que canta Hölderlin, o
esa naturaleza de carta postal que describe Wordsworth y que reproducen
incansablemente con sus fotos los turistas. Otro patrón es la exploración
permanente de los límites de la experiencia, que llevó a la rebelión contra la regla
del arte (y del gusto) y condujo directamente a la interminable sucesión de
experimentos con que todavía se identifica el arte contemporáneo. Y la invención
de un estilo de vida que imita al grupo formado en torno a los hermanos Friedrich
y Augustus Schlegel, que inspiraron a todas las vanguardias que los sucedieron:
mezcla de actividad de facción revolucionaria, espíritu de cuerpo y la firme
consciencia de ser los primeros.

La herencia romántica es inmensa. Significó la renovación de la música y la


ironía narrativa, sin la cual la novela como género no habría trascendido los
límites del folletín. Pero también el impulso inicial de las ideologías totalitarias,
el fascismo y el bolchevismo, que Isaiah Berlin rastreó de forma magistral en las
ideas irracionalistas y antiilustradas de J. G. Hamann, y que son las mismas que
hoy día animan la anacrónica reivindicación de las identidades nacionales y el
sectarismo de muchos grupos minoritarios radicales.
La decisión y la máquina
Esa ilusión de que Google aprende y es cada año más preciso es
falsa: Google no aprende, nosotros somos cada vez más tontos
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ENRIQUE LYNCH

21 JUL 2017 - 20:03 CEST

La saga cinematográfica Terminator es una de las distopías más populares.


Cuenta que, tras haber alcanzado la inteligencia de sus creadores humanos, las
máquinas se rebelarán contra ellos y, para exterminarlos, producirán otras
máquinas, asesinas y perfectas. Estallará entonces la guerra total entre los
hombres y sus artefactos y el destino de la humanidad quedará en manos de un
salvador providencial; etcétera. Típico patrón mesiánico judeoprotestante: con su
conspiración y su redentor que nos salva.

El guion sin embargo es una variante del viejo mito del Golem. Su novedad está
en los espectaculares efectos especiales y en algunos gags inolvidables; y en un
actor ideal —Arnold Schwarzenegger—, en la realidad, él mismo una especie de
Golem. Su personaje es el ogro de los relatos infantiles; o Yago, el perverso
intrigante de Otelo, pues, como él, es un ser de absoluta maldad, una criatura
implacable cuya malignidad, por inmotivada e inexplicable, produce espanto.

¿Podemos hacernos una idea del mal absoluto? Si está encarnado en una máquina
no parece tan difícil, en cambio entender a Yago es mucho más complicado, pues
cuando un individuo es muy malo nuestros ojos se inventan un nihilista
demoniaco con estatura moral, como Iván Karamazov. El mal es difícil; y poco
nos ayudan las pautas dominantes, pues a medida que nuestras reglas y
costumbres son cada vez más permisivas, resulta muy difícil imaginar un
personaje absolutamente inicuo que sea también verosímil. Porque hoy en día
todo el mundo es malo en alguna medida —otro tópico judeoprotestante
difundido por la cultura popular y refrendado por los psicopedagogos—, de ahí
que los guionistas de cine escojan malos psicopatológicos, como Henry o
Leatherface o Anton Chigurh o Hannibal Lecter, etcétera. Sin embargo, aunque
narrativamente verosímil, el psicópata es poco convincente en lo moral. De
hecho, las leyes penales no admiten que el loco pueda ser considerado
responsable de sus actos, justamente porque está loco; y el mal, no menos que el
bien, necesita un sujeto responsable. En efecto, que podamos identificar la
responsabilidad en una acción nos permite determinar la intención y su motivo y,
sobre todo, la trasgresión, que en última instancia nos permitirá juzgarla
moralmente.

Pero para eso ha de ser plausible que el sujeto se equivoque, que elija entre el
mal o el bien y se desvíe. Aún más, se requiere una condición trascendental que
no deriva de la idea que el sujeto se haga sobre lo bueno o lo malo, sino de una
decisión ciega entre las dos instancias que, a su vez, puede ser correcta o
equivocada. En suma, la responsabilidad presupone la posibilidad del error: no
solo en la alternativa entre el bien y el mal, sino en el acto de decidir entre una
opción u otra. Si una acción, cualquiera que sea, solo puede ser correcta —
aunque se trate de hacer el mal—, las decisiones dejan de ser tales y la moralidad
se extingue.

Así pues, si concebimos un artefacto en el que hayan sido eliminados todos los
errores posibles —y eso seguramente ocurrirá tras alguna revolución
maquínica—, ya no serán necesarias las tomas de decisiones ni el cálculo de
riesgos, y la idea de responsabilidad será tan vacía como una metáfora blanca.
Pongamos el caso de los nuevos automóviles sin conductor: ¿tiene sentido
sancionar una infracción de tráfico si quien la comete es un algoritmo? No. Es
del todo improbable que un autómata liberado de la decisión por el algoritmo
cometa infracciones; y, si falla, ¿para qué perder el tiempo con reprimendas o
sanciones? Lo mejor será acudir al técnico para que lo corrija. ¿Pero entonces
para qué nos servirá tener un código de circulación?

Las máquinas, por otra parte, no solo no se equivocan, sino que, al contrario que
los seres humanos, son perfectibles. Y como no se equivocan, tampoco deciden.
Por eso la hipótesis de Terminator puede ser inquietante y muy eficaz como
ficción cinematográfica, pero es falsa: puede que los artilugios técnicos lleguen a
ser casi humanos pero nunca decidirán rebelarse contra los hombres. En cambio,
la batalla contra el error se libra a diario en nuestros artilugios cibernéticos. Cada
actualización hace más perfecto el artefacto —y, de paso, introduce algún
sofisticado robot para afinar el control social—. El perfeccionamiento indefinido
nos empobrece desde un punto de vista ético puesto que recorta la esfera de la
incertidumbre en la experiencia y anula nuestra capacidad para tomar decisiones,
que viene a ser sustituida por soluciones protocolizadas y programadas, como les
pasa a los médicos actuales cuando tratan una enfermedad.

Y no hablemos de esa ilusión de que Google “aprende” y es cada año más


preciso e inteligente. Falso. Google no aprende, nosotros somos cada vez más
tontos.

Lo que diferencia a los hombres de las máquinas no es el sentimiento, simulable


mediante un simple juego de lenguaje; ni es la razón, que, como ya sabían los
mecanicistas del siglo XVII, es puro cálculo; ni por supuesto la memoria, que
una máquina puede atesorar hasta niveles inimaginables para un ser humano;
sino la decisión, que implica el error e introduce el caos y las contingencias en el
mundo, las felices y las infelices.

He aquí el único derecho a decidir que es preciso defender. Y a toda costa.


Esa ilusión de que Google aprende y es cada año más
preciso es falsa: Google no aprende, nosotros somos cada
vez más tontos

EL AUTOR EN OTRAS PARTES


http://www.ub.edu/las_nubes/elnubarron/

RESENTIMIENTO
11 MAYO, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH

Llama la atención la cantidad de filósofos que oficiaron de preceptores de los hijos de los nobles de su
época. Asimismo llama la atención que no se encuentre ni un solo hijo de la nobleza entre los seres
espirituales de la historia. La conclusión inevitable es que, o bien todos los hijos de la nobleza son tontos;
o bien todos los grandes filósofos que trabajaron como preceptores eran pésimos profesores. Yo –porque
no soy un resentido– me inclino por lo segundo.

ESCRIBIR BIEN
12 MAYO, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH

Escribir bien, es decir, con eficacia y precisión y la elocuencia justa, no tiene nada que ver con una
destreza gramatical o sintáctica. Tampoco tiene que ver con la cultura libresca del escritor. Escribir es
como montar a caballo, porque el lenguaje es como un caballo brioso y arisco (no como una yegua dócil y
delicada): dos seres vivos de especies diferentes e inteligentes se encuentran, se rozan, se sienten el uno al
otro y, de común acuerdo o a la fuerza, deciden moverse juntos. Entre ellos se plantea una lucha cuerpo a
cuerpo, en la que uno busca dominar al otro. El jinete cree que es él quien lleva las riendas pero es el
caballo el que reconoce al buen jinete y, finalmente, decide complacerlo.

ADENTRO
16 MAYO, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH

En un ensayo sobre la condición de ser extraño, W. G. Sebald –por cierto, él mismo un escritor
sumamente extraño– se refiere al recelo con que era observado el infortunado Kaspar Hauser por parte de
la sociedad que lo había acogido. Kaspar es aquella figura emblemática de la Ilustración alemana, el niño
mudo que creció en medio del silencio y que de mayor hubo de educarse a sí mismo desde cero. Sebald
cita a Nietzsche para recordar que tenemos tendencia a desconfiar de las criaturas animales porque
permanecen en silencio (The Silence of Lambs). Nos parece que guardan un secreto; o si no, que se
encuentran en un estado extático, que imaginamos paradisiaco.Y eso, observa Nietzsche –siempre tan
perspicaz en este tipo de asuntos– “es duro de aceptar para el hombre. Así, bien puede ocurrir que el
hombre le pregunte al animal: ‘¿Por qué me miras así en vez de contarme sobre tu felicidad?’ A lo que el
animal piensa responder: ‘Porque inmediatamente me olvido de lo que quería decir’ – pero se le olvida la
respuesta, y no dice nada.”
(Oh, qué frustración.)

Curiosear en la esfera oculta de las personas puede estar movido por su silencio o por sus
inexplicables máscaras, o incluso por la falta de expresión de sus semblantes, que nos inquieta,
como ese característico hieratismo que tienen los rostros orientales. ¿Por qué entonces
insistimos en averiguar qué hay detrás? Seguramente porque presuponemos en ellos una vida
interior, tan rica, variada y estimulante como la de fuera, y tan turbulenta como la nuestra. En
esta presunción actuamos como cristianos, sin saberlo.

Entre los muchos pasajes dramáticos que contienen las Confesiones hay uno que narra la
profunda impresión que causa a Agustín ver a su maestro Ambrosio leyendo en silencio:
“Cuando leía, hacíalo pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el
sentido sin decir palabra ni mover la lengua”. Algo se quiebra aquí en este momento único, algo
se interrumpe. En el tránsito de la palabra dicha a la palabra interiorizada que opera Ambrosio
se fija el corte entre el mundo perdido de los antiguos y el mundo insondable de nuestra
consciencia dividida entre un afuera y un adentro, que ya nunca más podrá desandar el camino
del cristianismo.

SOBRE ESCHER
16 DICIEMBRE, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH

En un artículo de Scientific American sobre la gravedad y la mecánica cuántica se cita a M. C. Escher y se


lo elogia porque fue capaz de dibujar en dos dimensiones algunos conceptos de la física del siglo xx. La
dirección http://www.math.technion.ac.il/~rl/M.C.Escher/ permite hacerse una idea de la obra de Escher.
Personalmente, encuentro que las ocurrencias de Escher son de una apabullante ingenuidad, muy a tono
con la sensibilidad y criterio estético/artístico de los científicos. Es curioso, pero el gusto de los
científicos se suele componer de una mezcla de literalidad temática y kitsch. En materia de
representación, a los científicos les gusta todo lo que se ve a primera vista. Si tuvieran que dar un consejo
a los artistas sería algo así como un “Hala, píntalo; pero que se entienda”. Les gustan mucho las escenas
oníricas, los hombrecitos, los edificios y los arabescos compuestos con animales que dibuja Escher.
Las ilustraciones de Escher responden siempre a la misma pauta: el quiasmo, por eso tienes la impresión
de que las entiendes a primera vista, aunque la verdad es que no puedes entenderlas porque no tienen
ningún sentido. Lo único que ves es el quiasmo. Sus dibujos parecen enigmáticos o sugestivos pero unque
lo cierto es que en ellos no hay nada que entender. Son puramente gestuales, como una proposición
analítica (“La nieve es blanca si y sólo si la nieve es blanca”, “A = A”; o la broma: “No es lo mismo diez
metros de tela negra que te la meta un negro de diez metros”). Cuando mucho, Escher consigue funcionar
como un juego para entretener a los niños en la sala de espera del dentista, como el cubo de Rubik, que
parece inteligente y sólo es una ocupación ideal para inquietar a los que no consiguen reconocer los
verdaderos problemas. Escher anticipa el kitsch cibernético. Su gráfica es como el WYSIWYG de la
tecnología digital, que está bien para trabajar con una pantalla pero que, desde un punto de vista estético,
es un retroceso al peor realismo mimético, como los cuadros de David, pero sin los temas mitológicos. Y
por lo que toca a sus motivos, una “fantasía” de Escher es tan sugerente como un trompe-l’oeuil. Luce
bien en la pared de un estudio (no de un salón y, desde luego, nunca en el comedor o en el dormitorio) y
sobre todo es ideal para llevarla estampada en una camiseta. Si no me creen, sigan el
vínculo http://worldofescher.com/.

BINOMIOS
21 MARZO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Los binomios son la fórmula protocolaria del pensamiento fácil. Los hay elegantes y sugestivos, como la
oposición entre la literatura ingenua y la literatura sentimental que hace Schiller; altisonantes, como lo
apolíneo y lo dionisiaco de Nietzsche; sofisticados como lo lisible y lo scriptible de Roland Barthes o
la broad (thin) description de Clifford Geertz; y hay binomios oportunos u oportunistas –todo depende de
cómo se mire– que se aplican a casi a cualquier cosa, como lo frío y lo caliente, de Lévi-Strauss. Y por
supuesto no faltan los binomios bobos: como la oposición entre sociedades sólidas y líquidas propuesta
por Zygmunt Bauman y que, como era previsible, tiene un éxito inmenso hoy en día, como todo lo que se
parezca a un slogan publicitario.
La tensión entre contrarios da a quien la detecta la ilusión de que ha entendido algo, como ya se deja ver
en el contraste entre el yin y el yan, pero esa sensación engañosa oculta una trampa trascendental, que
está impresa en el binomio cuando se lo emplea con fines hermenéuticos: su figuración, su profunda e
insoslayable naturaleza retórica, que hace a los términos opuestos, en última instancia, perfectamente
intercambiables entre sí, aunque sólo fuera porque uno siempre es la versión especular del otro. Cualidad
–dicho sea de paso– que suscita otro cliché que es habitual encontrar allí donde se usan binomios: lo del
“juego de espejos”, que es todo un estilema de la sanata.

Mantengámonos atentos, pues, y nunca olvidemos que los binomios dan mucho que hablar, pero de
conocimiento, nada.

ENTRE JUDÍOS
30 MARZO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Resulta cuando menos significativo que la comprensión más profunda del contenido y sentido del
cristianismo haya sido elaborada y diseñada como estrategia ecuménica por las ideas de un judío genial –
Pablo de Tarso–; pero más curioso aún es que la interpretación musical de esa contribución sobresaliente
a la cultura de todos los tiempos haya sido obra de otro judío: Félix Mendelsohn-Bartholdy cuyo Paulus:
Oratorium nach Worten der Heiligen Schrift, op. 36 es una de las piezas más espirituales que han
escuchado mis maltratados oídos.
EL CONCEPTO ESPAÑOL DE DIÁLOGO SOCRÁTICO
25 ABRIL, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Dos individuos se cruzan por la calle y se reconocen pero, en vez de acercarse el uno al otro para
conversar, se gritan desde lejos. El motivo de la conversación no importa. Puede que estén trabajando o
dándose instrucciones, puede que se deseen parabienes o que discutan acaloradamente. La pauta del
diálogo siempre es la misma. Toda comunicación se hace desde lejos y a los gritos. ¿Por qué? Dejemos a
un lado las explicaciones geopolíticas (aquello de la mediterraneidad y la vena latina: hay muchos
pueblos en el Mediterráneo y no todos son gritones, y, desde luego, no todos son latinos). En realidad,
esta conducta indica que hay un interés especial en hacer pública la plática, como si la conversación
consistiese –además– en el modo de obligar a los demás a participar en ella.

¿Qué significa este gesto? Puede que sea ostentatorio u obsceno, o simplemente mal educado –algo
plausible puesto que hay innumerables individuos brutales y groseros entre los españoles–, o puede que se
trate de una costumbre convivencial que expresa la voluntad de compartir lo que se habla. Me parece que
es bastante más simple que eso. De lo que se trata es de ocupar la calle. En España hablar a voces sirve
para que un individuo marque su propio territorio, cuyos límites no quedan señalados por el sentido de las
palabras sino por el volumen de la voz.; y tanto da que se trate de una conversación animada en un bar o
de una jarana en la calle a altas horas de la noche. Indica lo mismo: “Aquí estoy yo, este es mi espacio; y
yo estoy viviendo en él ”.
Es probable que este uso territorial de la voz, aunque idiosincrásico de las gentes de España, no sea
privativo de ellas. Con seguridad hay muchos otros pueblos tanto o más vociferantes que los españoles.
Asimismo es probable que el grado de urbanidad (y de civilización) de un pueblo por su capacidad no
dependa exclusivamente de su capacidad para conversar con susurros o simplemente estar en el mundo,
en silencio.

En cualquier caso, está claro que en España, si no gritas, no existes.

SPAM
12 JULIO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Como cada mañana, antes de leer mi correo electrónico empiezo por eliminar los mensajes intrusivos que
los anglosajones llaman spam, extraño nombre que funde dos significados complementarios: una
conocida marca de carne de cerdo en lata y una palabra que suena insistentemente en un sketch de los
Monty Python. Se admite que el nombre spam para el correo electrónico basura viene de la fusión de
estos dos significados, aunque no está claro si lo que inspira la asociación es la basura enlatada, la sigla o
la repetición del correo-basura, que sin duda es una lata. No obstante, igual me asombra la capacidad
humana de hacer estas asociaciones sincréticas tan curiosas. En medio de esta reflexión me topo con
un spam que firma un tal "Jedi Cristiani". Vaya sincresis más ocurrente la de este mensaje spam:
inventarse una firma mezclando el nombre del personaje central de la saga Star Wars con el cristianismo.
El mensaje se refiere a que usamos sólo una parte ínfima de nuestro cerebro y, naturalmente, su firmante,
el Sr. Jedi Cristiani, nos ofrece la posibilidad ensanchar nuestra experiencia mental: "El Poder de Tu
Mente" (así, con mayúsculas) por un procedimiento que no explica, pero que está dispuesto a enseñar si
uno se pone en contacto con él. Y vaya uno a saber lo que puede ocurrirte si lo haces…
En cualquier caso, no tengo la menor intención de contestarle; pero la banalidad del procedimiento es tan
flagrante que me deja estupefacto: un individuo que ha descubierto nada menos que cómo ensanchar su
mente y la de los demás decide compartir su secreto y, así, sin más preámbulos, lanza un mensaje sin
destinatario preciso e imagina que será respondido ¿por quién? ¿Quién puede dar crédito a que un
desconocido de nombre inverosímil sea capaz de ensanchar la mente de las personas? Por difundida que
esté semejante aspiración ¿acaso no imagina el Sr. Jedi Cristiani que su mensaje llegará con otros muchos
mensajes muy parecidos al suyo e igualmente bobos y tramposos? Como en el cruce de significados de la
palabra spam, se dan aquí muchas combinaciones estúpidas de estupideces varias, y en todas ellas
prevalece el signo inequívoco del timo, pero un timo muy antiguo, como el de la comunicación oral, un
tipo de engaño que es incompatible con un medio que, por otra parte, se supone apto solamente para
mentes que, en un sentido, ya se han "ensanchado". Se puede ser estúpido manejando un ordenador pero
no se puede ser analfabeto y, sin embargo, el Sr. Jedi Cristiani apela a embaucar presuponiendo en su
víctima una forma de estupidez y de ignorancia que es propia de los analfabetos o que la alfabetización no
ha podido corregir.

Sospecho que este spam es un signo del fracaso de la educación: el fiasco de la Ilustración. Y concluyo:
por sofisticado que sea, el medio no corrige la estupidez cuando ésta es innata, por mucho que usar una
computadora requiera de cierta pericia mental. Por cierto, es lo mismo que pasa con los racionalistas que,
como lo racionalizan todo, creen que por ello son muy racionales cuando lo más habitual es que sean muy
estúpidos.
En cualquier caso, esto no puede ser tan estúpido como un racionalista estúpido. No, lo que está en juego
en este trasiego de sentidos que se encabalgan y se excluyen unos a otros es la esperanza. Si no hubiera
esperanza, no habría tanto estúpido suelto por ahí y no existiría el spam. Así que en lugar de mejorar los
filtros antispam lo que habría que hacer es suprimir la esperanza. Eso sí que sería ensanchar la mente de
las personas.

BELLEZA OCULTA
21 JULIO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Una exposición que acaba de inaugurarse en El Prado y que, según proclaman sus organizadores, está
dedicada a revelar “los secretos ocultos de los grandes pintores” tiene todos los indicios de ser la típica
estupidez a que da lugar la perversa integración de la tecnología con la cultura, donde lo más habitual es
que se confundan los medios con el fin. Peor aún: que los medios acaben sustituyendo a los fines. Según
se afirma en este despacho de prensa, nuevos métodos infográficos (infrarrojos, escáneres,
calimestradoras de fístulas cromatográficas, bla-bla) permiten “descubrir” –menudo “descubrimiento”,
como el agujero del mate– que los pintores de todos los tiempos han pintado sus obras maestras tras pasar
por innumerables versiones corregidas, hacer bocetos y pintar o dibujar encima de ellos, unas veces con
lápiz y otras con carboncillo o cuadrícula, etc. El periodista añade, de su propia cosecha, que esto permite
revelar “la belleza oculta” de los grandes cuadros. ¿Qué tendrá la belleza que siempre se dice de ella que
está oculta?
No he visto la exposición, pero seguro que también “demuestra” con gran despliegue tecnológico que
muchos artistas célebres pintaban sobre cuadros con pinturas descartadas para ahorrarse lienzos y
armazones. Pues, claro, ¿no ven que entonces no existía IKEA?

Naturalmente, los más beneficiados con este “descubrimiento” son las empresas dedicadas a producir los
sistemas que sirven para “descubrir” estas cosas y que, por supuesto, no se emplearán para estudiar nada o
para “descubrir” lo que, por otra parte, todo el mundo sabe desde siempre, sino para autenticar las obras
que circulan en el mercado del arte o para acciones de espionaje militar o industrial.

El otro beneficiario natural de la iniciativa es la propia tecnología, que se contempla a sí misma extasiada
por los resultados de sus propios procedimientos en un –por cierto, muy sofisticado– ejercicio de
narcisismo sufragado con fondos públicos. Esa sí que es una belleza oculta.

A este paso, sólo falta que un equipo de psicólogos cognitivistas computerizados en colaboración con el
MIT y los laboratorios de Palo Alto en Pasadena y pagados por la Comunidad de Madrid y Cosmocaixa
demuestren que Dante tuvo que haber aprendido a leer La Divina Comedia.

EL AURA DE UN CODAZO
20 OCTUBRE, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Steve Wynn, dueño de hoteles y casinos en Las Vegas, decide poner a la venta un cuadro célebre de
Picasso, que posee desde hace algunos años. La ocasión despierta la expectativa del llamado mercado del
arte porque se supone que la venta alcanzará un precio récord. Se trata de Se trata de El sueño, retrato de
Marie-Thérèse Walter,El sueño, retrato de Marie-Thérèse Walter,que fue amante de Picasso.
(A propósito, cuántas amantes tuvo Picasso, qué vigor sexual envidiable el de ese hombre…)

Como siempre que se trata de un tema erótico, ninguno como él para representar la propia voluptas (y la
de toda alma erotizada) de forma tan atinada y exacta: véase ese pene que completa el rostro ensoñecido
de Marie-Thérèse Walter que tanto podría valer como la extensión necesaria del falo picassiano, falo
inmortalizado al ser traspuesto al retrato de su amante, o como la huella de una cierta afición priápica de
Marie-Thérèse Walter, convertida en el emblema de esa feminidad idealizada por todos los hombres, que
sueñan con mujeres que adoran el miembro viril tanto como ellos mismos lo adoran. El sueño de Marie-
Thérèse es, en verdad, el sueño de todo hombre: tener una mujer que sueñe con pollas.
En cualquier caso, el retrato tiene suficiente carisma fálico como para justificar que se puje por él por
cantidades astronómicas, más allá de consideraciones críticas o estéticas, unas más redundantes que las
otras. 139 millones de dólares es un precio tan elevado que debería servir para acallar cualquier
comentario pedante.

Sin embargo, cuando Wynn estaba a punto de realizar la operación de venta a un marchand de Nueva
York, un inconveniente cruzó en la transacción: en un descuido, el magnate de casinos dañó el cuadro con
codazo.
(¡Horror! ¡Profanación! ¡Sacrilegio! ¡Desgracia!)

Sin embargo, dos días después que la prensa informara acerca del desdichado sueño valía 20 millones
oacute;lares más.

Como es obvio, no cabe pensar sea el pene de Picasso lo que ha aumentado de y menos aún el trabajo que
se tomó en La iacute;a se debe a un suplemento en el nivel de las esencias, el codazo de Wynn y el
revuelo mediático levantado por el que ha investido a la obra con un aura. Tanto da que el accidente haya
sido fortuito o funesto, incluso que, en haya sucedido. Es su resonancia aurática lo se acopla a la obra
como una pátina, y sobre presea conmensurable desde un punto de vista iacute;stico, como si los bonus en
la oacute;n dieran prueba de un cambio en la oacute;n que el cuadro tiene como acontecimiento. Como si,
de hecho, para los mercaderes de arte y los magnates que son sus clientes, el codazo de tuviese el valor de
una auténtica performance.
Hacía tiempo que no asistía a un acontecimiento tan inequívocamente posmoderno como este.

IDEÓLOGOS
6 NOVIEMBRE, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

En un párrafo de Nosotros, los modernos (Madrid: Ediciones Encuentro, 2006) anota Finkielkraut un
sugestivo comentario de Foucault. Virtud significativa de este ensayo es la perspicacia que muestra
Finkielkraut a la hora de escoger las citas. El comentario dice así:
La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capacidad para producir hombres
sabios y discretos; en la Edad Media, hombres aptos para racionalizar el dogma; en la edad clásica,
para fundamentar la ciencia; en la época moderna fue su aptitud para dar razón de las matanzas. Los
primeros ayudaban al hombre a soportar su propia muerte, los últimos a aceptar la de los otros.
Este pasaje es un ejemplo memorable de cómo se construye un discurso de la historia,cómo se da sentido
a los hechos y cómo la historia –y buena parte del trabajo de Foucault, cuando no es archivístico– no es
más que una operación literaria. Aquí se traza una parábola sobre el supuesto de que haya una “prueba
decisiva” que la describe y, en función de esa trayectoria que sólo se sostiene con palabras, se diseña
la evolución de la prueba que, paradójicamente, expresa nada menos que nuestra decadencia.
Nominalismo extremo. Podría reprochársele a Foucault que, para dramatizar y dar realce a lo que no es
más que una trouvaille, se valga de una artimaña retórica, típicamente francesa, consistente en
“descubrir” un signo o una serie significativa donde no hay más que juego de palabra. Podría advertírsele
que incurre en historicismo con relación a la idea de la muerte y que en cierto modo infringe las reglas de
su propio método historiográfico; pero sería bastante estúpido hacerlo, la verdad sea dicha. La impronta
personal es justamente lo que hace apasionante –y siempre discutible– el trabajo de los historiadores. No
hacemos historia para conocer la verdad sino para aprender cómo alguien encuentra otra razón en
episodios pasados, una razón que no está, o no parece mostrarse, en los hechos desnudos; y a menudo,
cuando se trata de acontecimientos muy antiguos, encontrar esa razón sólo es posible por medio de la
pericia o la astucia literarias.
Sin embargo, obsérvese que la parábola descrita en el pasaje podría escribirse así:

La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capacidad para armonizar la condición
humana con la naturaleza; en la Edad Media, para sobreponerse a la madre naturaleza satanizada; en
la edad clásica, para hacer que esa matriz natural sea consistente con la ciencia; en la época
moderna, para verla doblegada y a disposición de los designios humanos. Los primeros ayudaban al
hombre a ser huéspedes respetuosos de la naturaleza, los últimos a devastarla.
O sea que se puede cambiar el protagonista sin tocar la serie y el sentido de una historia, que fluye de
manera necesaria –y hasta trágica– y permanece tal cual. Se puede regular el grado de dramatismo de la
fórmula para hacerla más o menos épatante. Lo habitual es que la mayoría de los epígonos de Foucault
procedan así: con mayor o menor habilidad literaria (y he de reconocer que la mía no parece muy brillante
en este ejemplo) se limitan a parafrasear los textos del maestro con absoluta indiferencia de la verdad; y,
eso sí, no pisan jamás un archivo o una biblioteca. De ahí que muy a menudo su discurso no revele más
que la forma en que están organizadas sus propias palabras o su destreza en cuanto a pillar a Foucault,
pero sólo por la eficacia retórica de su estilo; curiosamente, lo mismo hacen sus críticos.
Total que, todos, sin excepción: el maestro, sus discípulos e innumerables epígonos foucaultianos; y los
réprobos de todos ellos, en el fondo, hacen ideología.

PUBLICIDAD
29 DICIEMBRE, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH

Se puede comer, celebrar, trabajar, escribir, hacer el amor, etc. como si se estuviese bajo la inspección de
una cámara o expuesto a la mirada atenta de algún espectador. Los medios disponibles no tienen límite
para quienes sepan valerse de ellos. Exhibicionismo absoluto y democrático, sin pauta o cortapisa alguna,
que responde a la conciencia (o, mejor dicho, autoconciencia) de que el mundo es en realidad el
mundo representado. Hay quien vive –literalmente– como si protagonizara un spot. Y, de hecho, algunos
fenómenos vertiginosos y espontáneos, como la proliferación de los blogs, no parecen guiados por una
inopinada necesidad de los individuos de permeabilizar la información o de comunicarse con quien sea y
como sea, sino por el placer de hacer algo –no importa qué– con tal que sea público. Más aún, se trata de
hacerlo publicitariamente. El éxito de YouTube radica aquí.
La pulsión contemporánea que lleva a convertir todo en público no responde a ningún altruísmo
informativo ni es revolucionario. Ni siquiera es obsceno. Más bien parece que, lo mismo que la
publicidad, es trivial e inofensivo; y, sobre todo, triste.

Lo extraño es que no haya salido un nuevo Baudelaire que oficie como cronista genuino de esta nueva
forma de tristeza.
FELICIDAD
24 ENERO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Una conocida (?) ocurrencia zen nos propone una definición de la felicidad que, a primera vista, parece
sugestiva.
(De hecho, no falta alguno al que se le iluminan los ojos cuando la pronuncia).

La fórmula dice que sólo alcanza la felicidad quien es capaz de desear lo que ya tiene. Como suele ocurrir
con todas las paradojas, una cosa es lo que te suscitan en primera instancia y otra muy distinta lo que en
verdad te enseñan, que casi siempre es nada. Porque, ¿cómo puede uno desear lo que ya posee si el deseo
es deseo de lo que falta? Sólo se me ocurren dos maneras: o bien hay que dejar de desear (la ataraxia de
los estoicos), o bien hay que aprender a contentarse con lo que a uno le ha tocado en suerte. Lo primero es
incompatible con el reconocimiento de uno mismo y con la condición moderna, lo segundo se parece a
hacer de la necesidad, virtud; y en ambos casos, parecería que la fórmula sugiere que se ha de buscar
algún tipo de gratificación en la infelicidad individual. O sea, que hay que joderse.

Pero eso es la resignación cristiana.

(Vaya fiasco)

LA OBRA
31 ENERO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Entre los hallazgos fundamentales de los primeros románticos alemanes en materia de estética está el
haber dado con la noción de obra. No se trata de un “descubrimiento” en sentido estricto. En realidad, los
componentes de la pandilla de Jena (los Schlegel, Tieck, Novalis, Schelling, Schleiermacher) no
descubrieron nada, más bien se limitaron a reflexionar sobre sus propias sensibilidades y las de sus
coetáneos y se dieron cuenta de que en la apreciación de –pongamos por caso– un poema o una música,
una cosa es el valor que se atribuye a la realización que llama nuestra atención –su factura, su técnica, su
composición, incluso su precio– y otra muy distinta es comprender que eso que nos maravilla haya sido
realizado, que esté allí, en el mundo. En efecto, una cosa es que nos maravillemos de la belleza del
Partenón o de los frescos de la Capilla Sixtina o que nos asombre la perenne inteligencia del Dante en La
divina comedia y otra muy distinta que celebremos cada uno de estos hitos como obras. Podría pensarse
que esta diferencia –la distinción gratuita entre la cosa y la obra de arte que la habita– implica una forma
de mistificación. Y de hecho, parecería que es así, puesto que de ella se nutren los llamados críticos de
arte y los mercaderes y se ganan la vida los profesores de estética que llevan casi tres siglos con sus
pomposas peroratas sobre “la esencia de la obra de arte”. Sin embargo, es una contribución original del
romanticismo alemán haber comprendido que en el arte hay sobre todo una celebración del ser, que el arte
está allí no sólo para proporcionarnos una sensación, ya sea de placer extático o de complacencia
desinteresada, sino para dar cuenta de la pura existencia de algo.
Resulta significativo que este –¿cómo llamarlo?– desapego, esta modestia, que no obstante revela la
dimensión ontológica de las acciones humanas, todavía no haya alcanzado a la ciencia. Está visto que
entre los científicos hay innumerables románticos, unos más escrupulosos o mistificadores que otros, pero
a la ciencia –la verdad sea dicha– aún no le ha llegado su romanticismo.

ULISES
19 FEBRERO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Bernhard Schlink, autor de El lector, una novelita que ha tenido mucho éxito, apunta que:
Los griegos, por supuesto que sabían que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río no creían
en el regreso. Así pues, Ulises no regresa para quedarse, sino para volver a zarpar.
La Odisea tendría que ser considerada entonces como una metáfora de la vida, como ya lo era –por
cierto– la batalla en la Iliada: venir desde un punto sobrevenido, sin destino y sin final razonable, aunque
con término asignado. Puro tránsito, duración, transcurrencia sin retorno.
Es evidente que es así; aunque uno entonces se pregunta ¿de dónde habrán salido la esperanza del sentido
y la idea de reparación?, sobre todo cuando no parece probable que alguna vez se pueda responder a estos
interrogantes. El propio Ulises nunca supo por qué le tocó en suerte vagar por ahí.

(Pero mejor sacudirse de encima estos pensamientos tan pesimistas. Así no se puede trabajar.)

EJERCICIO GORGIANO
2 MARZO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Merece la pena examinar con atención este spot que con inusitada astucia mediática ironiza sobre una
manera de pensar arraigada profundamente en nuestras conciencias. He aquí a Bruce Lee en primer plano,
blanco y negro, en plan oracular, con la gestualidad iluminada y desafiante de los sacerdotes shao li (o
como se llamen). Son cuatro consignas sentenciosas que quieren decir algo más, con las que Lee no sólo
habla sino que, en cierto modo, expresa; y precisamente por eso se supone que da que pensar. Ya
sabemos que la expresión es el registro más apreciado del arte contemporáneo. Poco importa que ni una
cosa ni la otra, ni discurso ni expresión significativas, tengan lugar en la performance de Lee. Lo decisivo
(lo publicitario) es su gesto. Un buen spot publicitario se sostiene por uno o unos pocos gestos. Así pues,
aunque el contenido de las frases sea nulo y su pretendida expresión tan insignificante como un ademán,
la sanata de Lee –una cita pícara– consigue el efecto deseado, que es lo que BMW necesita.
Es verdaderamente brillante.

Primero nos invita a un estado de beatífica liberación de todas las formas, luego propone una asociación
exacta: el agua, elemento que no tiene forma sino que se hace forma cuando es contenida por un
recipiente o es ganada por la función que la emplea; y por último una consigna de resonancias orientales:
“Be water, my friend…”. O sea, conviértete en ese elemento, alcanza la pureza informe. Parece sacado del
Yi King.
Pero el asunto de marras es un automóvil… Justamente aquí, en la asociación imprevista, bizarra – diría
Baudelaire– está la fuerza poética del anuncio, que manifiesta tanto como oculta. Lo mismo que el Arte
de Heidegger, que “pone por obra la verdad” –aunque él y su Arte se guardan muy bien de explicar cómo
se realiza esa “puesta por obra”–, Lee expone un imperativo existencial (“ser agua”) pero no nos dice
cómo realizarlo, no nos explica cómo se deviene agua. Puedes interpretarlo como te plazca, lo mismo
que los oráculos del Yi King. ¿Por qué no asociarlo a una marca de automóviles y su pretendida fusión
con la carretera y el placer de conducir?
Libertad de asociación: se ejemplifica una manera de pensar (o de conducir; tratándose de un fanático de
los coches, suele ser la misma cosa) y una manera de ser: Si logras ser agua entenderás cómo,
conduciendo un BMW, puedes llegar a ser la carretera. Se apela a la metamorfosis, viejo recurso
chámanico que, como toda sabiduría mágica, cifra su sugestión en un misterio que sólo puede ser
revelado a unos pocos iniciados. Si pudiéramos convertirnos en agua y, de ahí en más, ser agua,
siguiendo un manual de instrucciones, Lee no sería Lee y la publicidad perdería todo su encanto y la
ironía implícita del mensaje. Porque está claro que la anomalía irónica de la asociación –“ser agua”, el
maestro del Kung-Fu, el BMW– es una de las claves mercadotécnicas de este spot tan eficaz.
Pero esto no explica por qué los dos lúcidos publicitarios que están detrás de esta ingeniosa combinación
dieron con la fórmula. Si acaso, la explicación radica no en el esquema del spot sino en la inteligencia que
estableció la asociación bizarra. ¿La orienta un sentido o una afirmación? No. Una entonación. La
seducción del anuncio está en el tono. Cuando Benjamin escribe: “No hay un solo un solo documento de
cultura que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie” o cuando Wittgenstein proclama, con el
mismo hálito oracular que “La muerte no es un acontecimiento de la vida. La muerte no puede ser
vivida.” (Tractatus, 6.4311) o Monica Vitti, sin dejar de pasarse lentamente el peine por el pelo delante
del espejo, le espeta a su amante (¿Jean Louis Trintignant?): “Io ti ex-amo”, hacen lo mismo: entonar.
Producen otras tantas frases sentenciosas que de inmediato juzgamos como significativas no porque en
rigor signifiquen algo sino porque se implantan en nuestra memoria como las semillas del logos de los
estoicos. Es su pregnancia tonal, su potencia germinativa, lo que las hace significantes, no su significado,
que muchas (si no todas las) veces es nulo. Son unas pocas palabras sacadas de contexto, y no puedes
dejar de pensar en ellas porque las recuerdas, y las recuerdas porque introducen un loop indefinido en el
pensamiento, como una pieza mal colocada en el escenario, una errata o esa falta de ortografía que un
lector atento no puede pasar por alto: no puedes sino verlas y ponerte a pensar. A menudo una teoría falsa
se sostiene en este tipo de frases que, por medio de una oscuridad impostada o una concordancia
inarmónica hacen pensar.
(Aunque, entiéndaseme bien, no quiero decir que Benjamin o Antonioni o Wittgenstein sean unos
cantamañanas. No soy periodista, científico o lo que sea).

El caso es que una parte importante de la cultura contemporánea se sostiene en este tipo de discurso que
se enuncia con cámara de resonancia y se retroalimenta, y más tarde estimula la interpretación y la
variante infinita para, al final, dejarlo todo como está.

Lo mismo que la publicidad.

(Pero mira bien, colega lector, porque eso mismo es lo que intento hacer contigo)

MINUÉ
28 MARZO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
A veces nos parece evidente que la belleza sale de un cuerpo, cuya curva, recortada sobre un fondo
impreciso, nos inspira o nos excita, y nos hace pensar. Delicada instrucción que sigue el espíritu cuando
se siente enamorado. A eso que llega hasta nosotros, como un invitado imprevisto, lo acogemos con una
facultad que llamamos gusto y lo asociamos a un placer que luego compartimos con los demás. Miramos
lo bello como escuchamos en la suite el minué, entre la sarabanda y la giga: un orden complaciente, una
ocasión sin sobresaltos. Una armonía inconfundible que hace su trabajo.
Pero lo cierto es que lo bello no está fuera sino en nosotros mismos. Es nuestra disposición que se
manifiesta como un testigo incorruptible, casi aristocrático, de que somos dados a una experiencia. No es
pues la belleza sino la experiencia lo que estéticamente debería ser reflexionado.
(Ay…, si yo pudiera bailar otra vez en los salones de Versailles…)

RELIGIÓN NATURAL
18 MAYO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

En la medida en que se le atribuye cierto valor, el ethos, o sea, el comportamiento virtuoso de cada cual,
necesariamente tiene como fundamento una transacción originaria que –si no me equivoco– los
antropólogos llaman don y que desde muy antaño se expresa en forma de una correspondencia entre
semejantes: Do ut Des, o sea, te entrego algo para que me correspondas. Ni que decir tiene que en esta
transacción elemental lo cabalmente ético es la reciprocidad que, por otra parte, funda el principio de
sociabilidad que permite a la especie humana constituirse en rebaño, grey o comunidad de individuos
asociados. El intercambio de dones aproxima a las gentes y las hace afines entre sí y da una explicación
plausible a esos gestos que la ética premia (la solidaridad, el altruísmo, la confianza, la amistad, etc.)
tanto como justifica que se entablen alianzas más o menos mafiosas, lo que en términos más populares se
expresa en la fórmula: “Hoy por mí, mañana por ti”.
(Por cierto, esto autorizaría a afirmar que toda ética comunitaria es en el fondo mafiosa, pero más vale
que no profundicemos…)

Del orden de esta correspondencia es también el vínculo religioso, la celebérrima religatio, la relación
compulsiva que el individuo sella con algún dios o santo o protector divino (o, en ocasiones, humano). Un
ex-voto puede ser una plegaria, una ofrenda o un sacrificio, pero en todo caso es un don que se entrega a
la divinidad para obtener de ella a cambio un favor: que sea cumpla nuestro deseo o que Dios nos proteja
(y que nos coja confesados). Esta es la razón por la que se suele confundir la religión con la ética.
Los dioses son poderosos y se supone que son buenos y están bien dispuestos y son sensibles a los dones.
Sin embargo, lo mismo podría pensarse de un demonio, es decir, de un dios no necesariamente bueno, un
dios –digamos– más próximo a la condición humana que, como sabemos, es irredimiblemente mala. Así
pues, en la medida en que se sostienen en el mismo principio del don, se ha de admitir que los cultos
satánicos o demoníacos son tan religiosos como la devoción a la Virgen María.

En el noreste de la Argentina se ha difundido en los últimos años el culto popular a San La Muerte,
curioso santo o demonio al que se rinde culto no tanto para obtener de él una recompensa favorable sino
más bien para que haga daño, lo mismo que en el vudú. Y, por lo que parece, la creciente popularidad de
San La Muerte demuestra que es un demonio muy eficaz. Y también muy exigente: mientras cumples con
él es implacable con la víctima, pero si fallas, si no lo tienes constantemente satisfecho, su poder se
vuelve contra ti y tú mismo te conviertes en su víctima.

Reveladora dialéctica la de este culto, pues en el fondo el devoto corre tanto peligro como el objeto
del payé. Aquí el vínculo con lo sagrado consagra una humana ecuanimidad y correspondencia éticas de
tal modo que el bien para uno puede transformarse el mal para otro… o viceversa. Con San La Muerte no
retorna la religión artera del amor al prójimo sino la religión natural y la vida (o la ética) de los
antepasados que, según cuentan, vivían en compañía de los dioses.

SOBRE LA MUERTE DEL AUTOR


27 AGOSTO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Las páginas 112 a 115 de un libro que firma el teórico del arte francés Nicolas Bourriaud,
titulado Posproducción: la cultura como escenario, modos en que el arte reprograma el mundo
contemporáneo.(Traducción de Silvio Mattoni. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2007) llevan
como título “El autor, entidad jurídica”. En este apartado de su libro Bourriaud sostiene que en la cultura
contemporánea el autor está muerto. O sea: que está finiquitado, desaparecido, superado, etc.; o bien ha
quedado convertido en una especie de anacronismo.
Sin embargo, en ese mismo espacio, que ocupa unos 5000 caracteres, el mismo Bourriaud cita, glosa o
comenta a:

(por riguroso orden de aparición)

Roland Barthes
Michel Foucault
Douglas Gordon
Alfred Hitchcock
James Conlon
Bernard Herrmann
Roni Size
Jeff Koons
Haim Steinbach
Mike Bidlo
Elaine Sturtevant
Sherrie Levine
Andy Warhol
Marcel Duchamp
Paul Valéry
Umberto Eco
y Pierre Lévy

?????

Con toda franqueza, la teoría contemporánea del arte puede resultar a veces muy desconcertante…

SOLEMNE
17 OCTUBRE, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Del espíritu melancólico del siglo XIX nos viene la solemnidad. Pero, ¿por qué somos tan solemnes?
Se dice –y con alguna razón–que la melancolía es un temple de la autoconciencia subjetiva, o sea, de la
época en que los hombres se dan cuenta de que su única referencia posible al mundo es ese miserable y
frágil vértice subjetivo. Cuando descubren que no tienen alma y que, por lo tanto, toda esperanza de
inmortalidad es inútil. La conciencia de este tipo especial de finitud –de pronto comprendo que no soy
una criatura de Dios, que nunca habré de reencontrar al Padre, que mi existencia no conduce hacia la luz
que resplandecía en la salida de la Caverna platónica, que no hay Dios-Padre, etc.– nos pone muy tristes o
muy circunspectos; y así, cada ocasión de nuestra vida, cada vicisitud de partida o de llegada o cada
circunstancia, adopta el aire de un Hito o la jerarquía del Momento y, en la tesitura, casi nadie escapa a la
tentación de ponerse solemne. Muchos de los programas –o las “agendas”, como las llaman ahora los
papanatas salidos de las llamadas ciencias sociales– del saber contemporáneo: la Verdad o la Creación, el
Deseo y la Pasión, el origen del Poder o la razón de esta o aquella crítica, la atención por la naturaleza o
la causa de los desposeídos, acaban siendo enunciados y elaborados con una prosopopeya inconfundible,
más o menos apocalíptica pero siempre pretenciosa y engolada como la sanata de un locutor de radio
clásica.
Heidegger, por ejemplo, ¿por qué es tan solemne? Y Habermas, ¿se ha reído alguna vez? Recuerdo
haberme preguntado, de adolescente, qué le pasaba a Ernesto Sábato, quien cada tanto aparecía por casa
con cara de constantes retortijones. Y no digamos Foucault y su escuela de epígonos, con su característica
solemnidad, que de tan impostada resulta hasta ridícula, hablando de las “entrañas del poder” o
recurriendo a las metáforas del cuerpo o la locura para encubrir meras racionalizaciones que falsean la
descripción de la comunidad humana con toda suerte de exageraciones y tremendismos. La sociedad una
cárcel…: expresionismo barato, pura razón de efecto sin efecto de razón. La izquierda, en general, suele
ser insufriblemente solemne; como si, por fuerza, la responsabilidad histórica de la que se autoinviste
tuviese que ser, además, seria.
(Pongámonos serios, estamos hablando del futuro de la humanidad, la muerte del Hombre, bla-bla…)

El izquierdista encuentra un argumento complementario para su razón –o para colarte sus prejuicios–
cada vez que se expresa con solemnidad (“éramos tan pobres”, “hemos sufrido tanto”, It might happen to
you, sir”me espetó una vez un mendigo insolente en Londres cuando me negué a darle una limosna).
Como esos tullidos que enseñan sus muñones en la calle y que antes sólo se veían en Calcuta pero ahora
se encuentran por todas partes. Meten sus solemnes muñones en medio de la fiesta posmoderna para
estropearla adrede, aunque lo cierto es que su gesto se parece a participar de esa misma fiesta, pero
disfrazado de Drácula.
Una de las virtudes de Nietzsche es que no tiene nada de melancólico, no espera el dolor de estómago
para ponerse a pensar y no tiene vergüenza de sus propias risotadas (¡al cuerno con ellos!), eso que
Rosset, por cierto, describió de forma también solemne como “beatitud”. Muy pocos entre los
contemporáneos –quizá Lacan, que era muy payaso, o Sloterdijk–, han sabido captar con “beatitud”
comparable lo que Escohotado llamó “el espíritu de la comedia” que es el verdadero espíritu de este y de
todos los tiempos. Así que vendría bien reivindicar la risa contra la solemnidad, no sólo porque es
misteriosa y sublime, sino porque con ella conseguimos la libertad; y tener siempre presente que no
seremos libres hasta que, en verdad, nos libremos de todos los pestiñazos.

EXPRESIÓN
21 NOVIEMBRE, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH

Leo que para Jakob Boehme el hombre participa de la sustancia de Dios no porque se parece a Él, es
decir, porque se le asemeja en imagen, sino porque expresa “a su vez el Verbo oculto de la ciencia divina
en formas distintas, a la manera de las creaturas temporales”. Recuerdo que Spìnoza sostiene que el
mundo entero es expresión de la sustancia divina. Y que Deleuze, que saca un pedacito de cada uno de
ellos, recuerda que la expresión, a diferencia de la imitación, no opera según un modelo, no copia nada
sino que se manifiesta como pura emanación.

Está claro que esto de la “expresión” es enormemente sugestivo. Miro el rostro de mi amada y descubro
que enseña algo detrás, que algo en ella me contempla, desde el fondo… ¿de qué? De su máscara, de su
expresión y, lo mismo que Boehme y Spinoza y Deleuze, me digo que esa emanación me deja asomarme
a un alma que adoro.

Pero después me miro al espejo –maldita costumbre de ensayarlo todo delante del espejo, como la
Madrastra de Blancanieves– y lo que veo detrás de mi máscara, mi propia expresión, no tiene nada de
divino.

(A ése yo lo conozco muy bien; y de dios, nada.)

Entonces ¿que es la expresión? Una historia que se monta uno cuando está enamorado.

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