Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Barthes desenmascarado
ENRIQUE LYNCH
17 JUL 2004
El semiólogo y crítico francés compuso un particular autorretrato a través de un
conjunto de textos fragmentarios y fotografías comentadas. Lejos de la tentación
romántica de la autocomplacencia, el autor de El placer del texto recorrió con
pudor los recuerdos de su vida y los temas habituales en su obra, de la moda al
amor pasando por el ascetismo zen.
A los que nunca han leído nada de Roland Barthes habría que advertirles dos
cosas: por una parte, que nadie puede aspirar a comprender la cultura
contemporánea -y no digamos pretender que se la conoce- si no se ha detenido
alguna vez en la obra de este escritor extraordinario, injustamente encasillado
bajo la etiqueta de "estructuralista". Y, por otro lado, que quizá no sea ésta la
obra indicada para entablar contacto con Barthes sino que deberían
leer Mitologías (Siglo XXI), obra escrita originariamente en 1957 y auténtico
modelo del ensayo contemporáneo; o Fragmentos de un discurso amoroso (Siglo
XXI), donde la maestría literaria de Barthes consigue sobreponerse a las
banalidades propias de la temática, para demostrar que del amor sólo se tienen
escorzos que forman un texto y un contexto inacabables. Con esto no pretendo
afirmar que Barthes no se reconociese estructuralista -y a mucha honra- sino que
esa investidura sin duda le queda pequeña y contribuye a dar de él la imagen
falsa del típico crítico pelmazo que se refugia detrás de una batería de arideces
semióticas porque no tiene nada que decir, cuando en realidad era un escritor de
enorme precisión y un lector finísimo, que no sólo conseguía dar fundamento de
sus gustos sino que, dado el caso, nunca ocultaba cuándo éstos eran el producto
de prejuicios. Inexplicablemente, resulta difícil encontrar sus obras
fundamentales en nuestras librerías que, sin embargo, están atiborradas de
morralla: escritores ramplones, epígonos filosofantes, engolados neorrománticos
que sacan a relucir sus dietarios llenos de cursiladas, y aburridos escoliastas.
ROLAND BARTHES POR ROLAND BARTHES
Roland Barthes Traducción de Julieta Sucre Paidós. Barcelona, 2004 264 páginas. 18 euros
Pero a nosotros eso nos da igual. Leer sus observaciones pícaras y perspicaces,
compartir coqueterías y manías, comprobar que todos los que escriben tienen los
mismos miedos y las mismas miserias, y reconocerse modestamente en ellas, es
un ejercicio sano y gratificante, lo único que justifica leer (y escribir) ensayos
autobiográficos.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
27 MAR 2004
W. T. C.
Antonio Fernández-Alba y José López Albadalejo (editores)
POWER INFERNO
Jean Baudrillard
Traducción de Isidro Herrera
El método Baudrillard es muy fácil de aprender -por eso es tan habitual leerlo en
imitadores-. Consiste en presuponer que, en el fondo, nada puede ser criticado,
desentrañado o expuesto, y en cambio todo es parafraseable, lo cual se apoya en
un segundo supuesto, a saber, que todo puede decirse (y pensarse) de otra
manera. Aquí, lo mismo que en un libro anterior (La guerra del Golfo no ha
tenido lugar, Anagrama. Barcelona, 1991), la lectura del Acontecimiento -el 11-
S- es tan intensa y al mismo tiempo tan perversa, que el desciframiento de sus
signos conlleva innumerables significantes irresolubles de modo que, al final,
quedamos atrapados en un marco donde sólo existe el discurso, en un bla-bla en
el que la teoría espejea la pretendida intrascendencia de lo real -el hecho en sí- o,
todavía más, desrealiza lo real, como hacen todas las metáforas, de tal modo que
poco a poco, todo: la guerra, la política, el islam, Nueva York, el capitalismo, el
petróleo y el Imperio y sus oscuros enemigos terroristas, todo se hace virtual. Se
disipan la muerte en el WTC, el horror televisado, las consecuencias políticas o
estratégicas del atentado y, por descontado, el balance después del hecho, que ya
no es necesario. Se borra incluso la razón del sacrificio de los suicidas y la razón
(o sinrazón) de sus miles de víctimas inocentes; y así como el terrorismo es lo
mismo que un virus informático, la doctrina de la seguridad basada en la guerra
preventiva de Rumsfeld y Kagan se compara a un cortafuegos. De nada sirve que
algunos comentarios se desacrediten por ellos mismos: por ejemplo, ya puede
Baudrillard especular sobre la arquitectura de los rascacielos como modelo para
ser destruidos, ya puede sancionar la muerte definitiva de ese modelo a
consecuencia de este "acontecimiento simbólico": dos años después nos
enteramos de que las torres serán reemplazadas por un nuevo monstruo, todavía
más alto que los originales. Pero seguramente a él le da lo mismo.
Igual que ocurre con los semiólogos de Murcia, aunque con bastante más pericia,
Baudrillard no piensa ningún Acontecimiento, tan sólo lo estetiza. Con ello
consigue poner la teoría en grado cero, es decir, la convierte en mera
contemplación del mundo. El efecto que produce leerlo es vertiginoso; parece
como si las cosas fueran en verdad tal como él las retrata: leves, insustanciales,
meros signos en rotación, que diría Octavio Paz, y tan vertiginosa es la rotación
como espectaculares y efectistas son sus recursos, y carentes de sentido también.
Parece que quisiera liberarnos del pasmo del horror y en realidad nos escamotea
el sentido. La sanción sólo puede ser entonces moral ya que, libres de toda culpa
o de responsabilidad, ya no sentimos la necesidad de tomar partido.
Teología y posmodernidad
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
27 JUL 2002
embargo, son las mismas que comparten en general todos los que, desde una
perspectiva más acorde con la sabiduría tradicional pre-moderna (o pre-
posmoderna) se muestran descontentos con las seguridadestecnocientíficas y con
su alternativa desesperanzada: el escepticismo posmoderno. Smith repasa con
más profusión que cuidado la crítica de la cultura tradicional operada por la
modernidad tras la revolución científica iniciada con el Renacimiento, y la vuelta
de tuerca que supone la revisión posmoderna de esta tradición en las distintas
variantes de la filosofía de la sospecha que remiten, como punto de referencia, a
la obra de Nietzsche. Al libro son convocados casi todos los autores (Heidegger,
Gadamer, Derrida, Foucault, Nietzsche, Wittgenstein, etcétera) que hay que citar
pero, en la versión que da de ellos Smith, ninguno me ha resultado demasiado
reconocible. También se citan la obra y las tesis principales de algunos
científicos célebres pero, a lo que cabe a mi conocimiento, también sui
géneris. Smith deplora la liquidación de la metafísica y, naturalmente, no
suscribe en absoluto la nietzscheana 'muerte de Dios', pero no he observado
ningún argumento razonable en favor de resucitar a Dios que no estuviera ya
planteado en el panteísmo de siempre. A menudo, en este libro, la presencia de
Dios se funda en los hitos consabidos: la inmensidad del cosmos, la armonía de
los contrarios desentrañada por la ciencia, la energía infinita atesorada en un
protón, y demás versiones de lo sublime, pero, en resumidas cuentas, la razón
esgrimida es muy ramplona: Dios tiene que existir, porque de lo contrario, ¿quién
ha inventado todo esto?, ¿por qué me maravilla que una garza levante su vuelo?
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
19 ABR 2003
La muerte suele ser representada como término, límite último, umbral definitivo
de la existencia. La tradición del pensamiento escatológico cristiano consagra
este signo inconfundible de nuestra naturaleza mortal como emblema de nuestra
condición finita. ¿Cuántos contratiempos, cuántas limitaciones, errores, cuánta
impotencia, se asocian a la finitud, al hecho incontrovertible de que vamos a
morir?
FILOSOFÍA DE LA FINITUD
Joan-Carles Mèlich
En efecto, frente a las frías racionalizaciones éticas del kantismo, que Mèlich
juzga incapaces de dar cuenta del horror deparado por la historia reciente; frente
a los postulados de la razón instrumental que -dice- guía el pensamiento
científico y que en gran medida ha sido responsable de la anomia moral que dio
pábulo a ese horror, Mèlich reclama el retorno a una reflexión
ética poetizada,desentrañada a partir del examen de la experiencia humana.
Reclama, pues, una reflexión hecha de los elementos que dan cuenta cabal de la
vida humana: la memoria, el testimonio, la narración, y que permiten pensar -o
aspirar a- una filosofía, en definitiva, profundamente imbuida de vivencias
literarias. Pero también es consciente de que semejante modelo no es posible sin
una nueva antropología escrita desde la finitud, de modo que su libro hace votos
por el nacimiento de un saber del hombre concebido desde la experiencia y no en
virtud de la mera racionalización de esa experiencia.
En apoyo de su programa,
Confucio posmoderno
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
2 AGO 2003
Los que gustan de criticar a los posmodernos encontrarán en este libro indicios
del espíritu capitulacionista que se atribuye a la posmodernidad. Y los herederos
confesos o encubiertos de la intolerancia maoísta (tanto como los actuales
neocapitalistas chinos) juzgarán que las elegantes opiniones de Yi-Fu Tuan son
reaccionarias pese a que, en el fondo, son totalmente inofensivas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 2 de agosto de 2003
Ética y libertad
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
20 MAR 2004
Sin duda una de las razones que explican la proliferación de nuevos contextos de
reflexión ética y política que abren horizontes inesperados para la filosofía
práctica es la libertad. Porque vivimos en un mundo sostenido en el régimen de
la libertad se hace perentorio un análisis del campo de las relaciones
interpersonales, del marco de la investigación científica y técnica en relación con
la protección del medio natural, una nueva formulación de los derechos del
individuo sobre la eutanasia, sobre el aborto y una revisión del concepto de vida
a la luz de las nuevas investigaciones en bioética, así como un concepto diferente
del trabajo o del Estado. La libertad efectiva, en nuestras sociedades, nos pone
una y otra vez delante de nuevas encrucijadas y parece evidente que cuanto
mayores son las condiciones de libertad en que los individuos realizan sus tareas
cotidianas y entablan relaciones con sus semejantes y con la naturaleza, más
numerosos son los escenarios en que la reflexión ética se siente llamada a
intervenir toda vez que se van sucediendo, de modo constante y sostenido,
situaciones inéditas que los viejos principios de la ética y la religión tradicionales
no llegan a resolver. Que más tarde la ética, la ciencia política o el derecho
resuelvan los nuevos problemas de manera consistente es otra cosa: véase si no la
forma en que hace unos pocos días se zanjó, por medio de una chapuza jurídica a
tono con los postulados éticos del individualismo contemporáneo, el
escalofriante caso del caníbal alemán.
Aunque parece disparatado afirmar como hace Helga Kuhse -quien prologa y
edita uno de los libros que aquí comento- que Peter Singer "es casi con seguridad
el más conocido y más leído de los filósofos contemporáneos [...] uno de los más
influyentes y el que haya cambiado más vidas que ningún otro filósofo del siglo
XX", es verdad que Singer es un auténtico abanderado de la nueva ética
comprometida, un pensador profundamente implicado en la extensión de la
libertad sin abandono de la justicia y del reconocimiento de los intereses, las
necesidades y los valores de los pobres, los oprimidos y los débiles, defensor de
los derechos de los animales, crítico de la sociedad neocapitalista liberal,
ecologista radical y militante comprometido contra el programa de la
denominada "globalización" que, según afirma en Un solo mundo: "Es algo que
ha sido traído al mundo por una conspiración llevada a cabo por ejecutivos de
corporaciones reunidos en Suiza" (página 23).
En suma, parece claro que más que una ética, lo que se sustancia aquí es
una política, a la que se nutre de argumentos neoutilitaristas; de un utilitarismo
con paradójica pretensión de universalidad que, por lo demás, se muestra
implacable con sus adversarios, ya que no les reconoce ni asomo de eticidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 20 de marzo de 2004
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
8 MAY 2004
La noción de cultura fue una idea germánica y dieciochesca que ganó influencia
con la Ilustración y, tras la expansión colonial, sirvió para explicar la "diferencia"
europea con ayuda de otros conceptos no menos presuntuosos: progreso, espíritu,
civilización. Actualmente es un típico rompecabezas terminológico. La cultura es
como el tiempo, que -según san Agustín- si me preguntan qué es, comprendo que
lo sé, pero si me piden que lo describa, no puedo decir en qué consiste. A
menudo, la definición de cultura se resuelve con la ayuda de fórmulas
transaccionales e imprecisas. La más conocida es la que afirma que la cultura es
todo lo que los humanos hacen en un tiempo y lugar determinados. Así la definió
T. S. Eliot en una serie de alocuciones radiofónicas publicadas en forma de libro;
por cierto, muy recomendable. Eliot, poeta hermético e intelectual de poderosa
inteligencia y reconocida filiación conservadora y católica, era como buen elitista
un populista en materia de cultura. Sus opiniones en este pequeño volumen son
claras y consistentes y puede que no satisfagan a quienes recelan de la religión
pero, desde luego, son harto preferibles a los centenares de secularizados libros
sobre culturalismo, multiculturalismo, identidad y cosmopolitismo que aparecen
cada año.
MÁS INFORMACIÓN
Un libro al día
El auge de esta temática dícese que responde a una preocupación desatada por la
llamada "globalización" que, al parecer, ha actualizado la cuestión de la cultura o
de "las culturas" que bregan por reconocerse en el nuevo contexto global. Pero
éste es un argumento muy flojo. La llamada "globalización" tiene cuando menos
quinientos años y la cuestión del enfrentamiento o reconocimiento recíproco
entre los pueblos está planteada desde el neolítico: no vayamos a creer que los
bárbaros, de los que desciende una abrumadora mayoría entre nosotros, estaban
de acuerdo con el rótulo que les aplicaban los romanos. A este equívoco se añade
el de los llamados "estudios culturales", todavía incipiente en nuestro medio,
pero que no tardará en abrirse camino como todo lo que procede de Estados
Unidos. Con esta etiqueta se identifica en el influyente sistema educativo
anglosajón el cajón de sastre a donde van a parar los que no se avienen con los
rígidos patrones metodológicos tecnocientíficos. Así, se mezcla el psicoanálisis,
y en general toda psicología que no sea la cognoscitiva, con los llamados
estudios de género, la hermenéutica, la historia de las ideas y la religión y la
mitología comparadas, y los llamados Gay & Lesbian Studies, la sociología de la
comunicación y los medios, la antropología urbana, y los análisis semióticos
sobre la imagen y una gama infinita de estudios de "fusión" que remueven
viejísimos tópicos, como el diálogo entre Oriente y Occidente, u otros que
presumen de ser novedosos y no lo son, como la identidad de lo mestizo en unas
denominadas "culturas híbridas". (Pero, Dios mío, ¿dónde se ha visto una cultura
que no sea híbrida?). Etcétera.
les" militan los desarraigados y desplazados del cientificismo, los herejes y los
contestatarios de los años sesenta y setenta que buscan dar relevancia académica
o institucional a sus discursos, un grupo nutrido y heterogéneo de antiguos
marxistas y maoístas reconvertidos, y muchos autores respetables que no
merecen figurar mezclados entre la muchedumbre culturalista.
, parece el catálogo de una editorial española. ¿Y qué hacen allí las Vermischte
Bemerkungen de Wittgenstein? Ah sí, es que en inglés, esta maravillosa
recopilación de ocurrencias se publicó como Cultura y valor. (!)
La identidad desenfrenada
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
28 AGO 2004
Traducción de Albino
Santos Mosquera
En un esfuerzo de síntesis,
convoca todos los elementos que se suele traer a colación en este tipo de análisis:
hace historia (desde la colonización de Nueva Inglaterra hasta el "desgaste"
contemporáneo), estudia las luchas por la hegemonía tras la guerra civil, describe
la constitución del "Credo Americano" (libertad, democracia, respeto de la ley y
las instituciones y salvaguarda de los derechos del individuo), e incluso
desarrolla una épica propia, cargada de soflama patriótica, en la que se siguen los
pulsos de la evolución de la conciencia nacional norteamericana en cuatro o
cinco momentos cruciales; los llama "Despertares", término de inequívoca
resonancia fascista, y los relaciona unas veces con leyes significativas y otras con
presidencias carismáticas: Lincoln, Wilson, Roosevelt, Kennedy, etcétera. Es una
visión cosmogónica que permite ver a Estados Unidos levantándose como
monumento al tesón de los blancos, anglosajones y protestantes, una epopeya que
encuentra su punto de ruptura, de modo significativo, hacia 1965 con la sanción
de la ley de los derechos civiles, y un poco más adelante, durante la
Administración de Nixon. Con anterioridad a estas fechas, Huntington muestra
cómo los "valores blancos, anglosajones y protestantes" sirvieron a su juicio
como aglutinantes de la "identidad" estadounidense y fueron factores de
deculturación e integración de los millones de inmigrantes en el melting
pot descrito por Zangwill. Sostiene que esos valores incluso llegaron a penetrar
en el tejido de las comunidades religiosas que convivían en el guiso de pueblos y
creencias, amalgamándolas en torno a la ética puritana del trabajo que -afirma, y
con razón- sostiene la prosperidad y el poderío económico del país. El estudio
sobre la religiosidad de los norteamericanos es sorprendente porque de él se
deduce que es un país cristiano, tanto o más observante de su religión que el Irán
de los ayatolás.
En el más puro estilo Harvard -blanco, anglosajón y protestante-, este libro sin
embargo es todavía el discurso de una élite. ¿Cuántos norteamericanos piensan
como Huntington? No lo sabemos, pero seguro que son muchísimos más que lo
que nos quieren hacer creer Susan Sontag o Michael Moore. Por lo demás, el
libro es un ejemplo soberbio de la estremecedora deriva de la ideología
identitaria; casi conceptualmente idéntica, por cierto, a la que se reproduce
incansablemente en cátedras, columnas de opinión, programas televisivos,
discursos de políticos y programas de ministerios, en academias, leyes y púlpitos
eclesiásticos, de toda la geografía española.
Razón o revelación
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
26 FEB 2005
¿PROGRESO O RETORNO?
Leo Strauss
La segunda sección, que da título al volumen, da una idea de por qué se lo tiene
como un pensador reaccionario y también cuánto hay de simplificador y de
equívoco en este epíteto aplicado a Strauss. Tras la revisión de su ascendencia
judía y de la tradición bíblica, Strauss describe una serie de filigranas
argumentativas platónicas hasta que consigue plantear una oposición retórica
entre un judaísmo esencialmente girado hacia una revelación original, en el
pasado, y por tanto, opuesto al presente y al futuro, y otra tradición -moderna,
racionalista y secularizada-, vuelta hacia la esperanza futura y enajenada en la
defensa de una insostenible idea de progreso que ha alcanzado, piensa, una crisis
terminal en nuestra época. Una lectura muy personal de la teología política de
Spinoza le sirve para desembocar en un final ecléctico: no hay filosofía que no se
funde en una revelación, ni revelación que no requiera de la filosofía para hacerse
comprensible, fórmula presentada como "tensión fundamental" de la superioridad
espiritual de Occidente. Uno se pregunta por qué no de la debilidadde Occidente,
pero tanto da porque es obvio que la postulada tensión entre razón y revelación
es un capítulo más de la recurrente tesis de Strauss de que toda teoría política se
recorta sobre un fondo no racionalizable, toda norma presupone un acto de fuerza
denegado y toda esperanza justiciera una profesión de fe no reconocida. En
suma, que el derecho natural y la política como una variante de la teología nunca
fueron del todo suplantados por el racionalismo moderno.
Respuesta de Lynch
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
28 OCT 2004
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
9 ABR 2005
Sin duda la (pos)modernidad es una moda intelectual como tantas otras, pero no
sólo importa a Jameson como frivolidad libresca o como contribución a los
debates internos de los cenáculos universitarios norteamericanos, sino como un
imperativo ideológico, toda vez que piensa que la cuestión de lo (pos)moderno
sirve como pantalla disipadora de la realidad del capitalismo. Cabe apuntar que
Jameson es un marxista convencido y, como tal, sostiene como Lenin que sólo
quien sea capaz de determinar con precisión dónde está parado estará en
condiciones de diseñar su propio futuro a conciencia. De modo pues que su
pertinaz búsqueda de una ontología del presente no es tanto una fruslería
intelectual, sino una típica situación teórica, así las llama, que se supone
permitirá dilucidar cómo será la transición hacia la sociedad del futuro.
Naturalmente, en la medida
en que piensa como un filósofo de la historia sui géneris, sus ideas están trufadas
de contenidos ideológicos, que adoptan en el libro la forma de sucesivas
reafirmaciones: de la condición moderna (a la manera de la consigna de
Rimbaud); de la necesidad de periodizar en filosofía de la historia; de la historia
como continente de sentido y de la expectativa utópica como signo de una
profesión de fe (pos)moderna inquebrantable. Aún más, si bien es cierto que
Lyotard y los llamados "posmodernos" afirmaron el fin de los "grandes relatos",
y más tarde dieron por acabadas la historia y las ideologías, Jameson riza el rizo
y se declara (pos)moderno precisamente porque afirma la necesidad insoslayable
del "gran relato", de una ideología que enlace la condición presente con el futuro.
Literatura y vida
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
4 JUN 2005
¿Son estos textos propiamente ensayos? Los que creen en los géneros dirán que
sí, que naturalmente, pero son los mismos que hablan de Los emigrados o
de Austerlitz como de "novelas". Yo lo veo esto todo más allá de las distinciones
filológicas, prosaísmo sin más, todo muy nietzscheano; quiero decir: muy en el
modo en que Nietzsche hacía -como afirma Nehamas- de la vida, literatura. O
sea, romántico, pero en el buen sentido, por supuesto.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
27 AGO 2005
cias generales a los asuntos indicados por los títulos pero como Bauman se
repite, cualquiera vale por los demás. Su prosa es atractiva de leer, rica, culta y
contundente. Su punto de apoyo es la distinción entre la
modernidad sólida,basada en la territorialidad y la finalidad, cuya forma política
y social es la nación-Estado; y la modernidad líquida, que se caracteriza por la
globalización, la fluidez y la biodiversidad. En sus ensayos disecciona la
segunda, en la que estamos instalados, y da a la primera como acabada para
siempre. Es el cronista del desplome, la descomposición de la nación-Estado y de
las transformaciones sociales que la acompañan a medida que la
antigua communitas se va disolviendo en un desterritorializado "espacio de
flujos" -noción que extrapola de Manuel Castells-, una sociedad oceánica sin
leyes fijas ni pautas morales que no permite pensar ninguna alternativa.
Conéctate
ENRIQUE LYNCH
8 OCT 2005
Las teorías sobre la sociedad, para ponerse a tono con los veloces y radicales
cambios de las últimas décadas, a menudo tienen que trazar giros y variantes que
en otros tiempos hubiesen resultado inexplicables. Pauta habitual en estas
experiencias teóricas es la hibridez, que unas veces se traduce en ambivalencia y
otras en lo que podría llamarse la "vía del medio". Vaya como ejemplo la
llamada "tercera vía" del sociólogo británico Giddens, usada con éxito sonado
por el incombustible Tony Blair para desarbolar nada menos que el laborismo
inglés y preparada ahora para conquistar los corazones de socialdemócratas y
liberales en la Europa continental. No sabemos si Blair conseguirá su propósito,
pero es seguro que lo intentará.
En este comienzo del siglo XXI cualquier experimento es posible puesto que las
actuales condiciones históricas son totalmente inéditas y eran inconcebibles para
la teoría social hace veinte años. Es el momento de innovar, de modo que cabe
agradecer a los políticos la imaginación y la inventiva que muchas veces falta a
los teóricos. Así pues, el laborista Blair encabeza un Reino Unido convertido por
los conservadores en un cuasi-paraíso fiscal; el bolivariano Chávez no sólo
apuntala la patética Cuba estalinista sino que además consigue seducir al
posmoderno Gianni Vattimo; y mientras tanto los comunistas chinos continúan
impertérritos con su capitalismo salvaje, que crece a un ritmo anual del 9% sin la
menor concesión a las reglas de la democracia occidental y sin dejar de agitar las
banderas rojas. No me extrañaría que por mera sintonía con esta época delirante,
la monarquía saudí acabe por legalizar el matrimonio homosexual.
los libros que, como éste, sirven para pensar de manera original la sociedad y las
costumbres, la guerra y la paz, Europa, el nacionalismo, la democracia y los
derechos humanos, y que ensayan una contribución no convencional a la
sociología política acorde con las nuevas condiciones históricas. De hecho,
Ulrich Beck lleva varios libros intentando poner al día la sociología. Sin
embargo, no se trata solamente de revisar la sociología académica. Como su
amigo Giddens, Beck tiene vocación de ideólogo y este libro es, sin duda, uno de
los más ideológicos en su bibliografía. Toca el turno al cosmopolitismo, noble
aspiración ilustrada inspirada en el sueño del abad de Saint-Pierre que fuera
ridiculizado como utopía por Voltaire y no obstante acariciado por Kant como
esquema de una filosofía de la historia. Beck lo reformula, en versión puesta al
día, como "cosmopolitismo realista", en clara invocación numénica de
la realpolitik de Willy Brandt. Ve en el cosmopolitismo la alternativa a la
defensa intransigente de la identidad, que o bien conduce a la conflagración
planetaria (Huntington) o bien disuelve la política en la anomia multiculturalista,
heredera de las identidades fundadas en los Estados-nación que la llamada
globalización ha convertido en anacrónicos.
Más aún, Europa no necesita una constitución sino que puede concebirse como
una especie de liga hanseática, con una identidad fundada en sus propias faltas:
las guerras fratricidas entre europeos, el genocidio de los judíos, etcétera, para lo
cual Ulrich Beck propone fijar el recuerdo de la barbarie y de los millones de
muertos en los campos de concentración de Hitler y Stalin con la esperanza de
que así estos traumas serán superados.
fleja muy bien las paradojas, pero no las resuelve. Pese a que se pormenoriza en
el repertorio de las guerras, los actos de barbarie, las diferencias irreductibles y
los enfrentamientos, no se encuentra en su trabajo una teoría, es decir,
una explicación causal de la pulsión que lleva a los hombres, ya sean pueblos,
naciones, credos, géneros o etnias, a entrar en conflicto. Descartada la fórmula
imaginada por el cosmopolitismo de Kant para sacar un balance positivo de las
guerras -aquello de la astucia de la razón que se vale de los buenos propósitos de
la naturaleza- todo se reduce a saltearse la explicación y abogar sin mayores
preámbulos por un cambio en la mirada (o, si cabe, en el talante a la hora de
hacer política), algo que un político puede permitirse como argumento pero una
obra de sociología, no.
Por bien intencionado que sea, el cosmopolitismo de Ulrich Beck plantea las
mismas dudas que la "alianza de las civilizaciones" enarbolada por el presidente
del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, con quien parece guardar estrechas
afinidades ideológicas. Parece demasiado optimista esperar que quienes han
hecho trizas el sueño de los ilustrados vuelvan sobre sus pasos. Beck diría que el
giro "realista" de su sociología política es un signo de esperanza, pero la verdad
es que este "realismo", que omite la razón de los conflictos, tiene mucho
de wishful thinking, de confundir los deseos con la realidad.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
4 FEB 2006
no es menos virtual (o real) que Lara Croft, uno esperaba que las ponencias de
las mencionadas jornadas analizaran la índole actual de la diferencia ontológica
que distingue a la una de la otra, por contraste, digamos, con las ideas del obispo
Berkeley. Pues no. En este volumen casi todos redundan en que se ha producido
una revolución por efecto de las "nuevas tecnologías", cuyos efectos sociales,
culturales, políticos e institucionales se extienden en describir. Se apunta la
necesidad de un nuevo humanismo (Molinuevo) o de una estética participativa
(Sánchez Vázquez), se aboga por el retorno de lo social y sus sujetos (García
Canclini), se explica cómo ha cambiado el museo (Brea), el lenguaje del arte en
la web (Oliveras), la arquitectura (Bragança), la identidad cultural (Richard), el
papel del artista (Fajardo) y el escenario urbano (Brissac). O sea, se
hace sociología del arte. Tan sólo Fontcuberta, cuando aborda el paisaje
fotográfico, y Ocampo, cuando recorre minuciosamente la obra de algunos
artistas contemporáneos comparándola con la intervención sobre lo real en el arte
primitivo, hacen casuística reflexiva de la neorrealidad de lo virtual, aunque es
inexplicable que la edición no incluya alguna ilustración de sus respectivos
textos.
Conéctate
Enviar por correo
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
29 ABR 2006
Dos volúmenes reúnen los cuadernos de trabajo que Hannah Arendt escribió
entre 1950 y 1973. Más de mil páginas de notas de lectura y apuntes de la
pensadora alemana, cuyo centenario se cumple en octubre.
e Ingeborg Nordmann
MÁS INFORMACIÓN
La verdad, la mentira y la trampa de Heidegger
nos tiene pues algo de fisgoneo pero es una extraordinaria iniciativa editorial, y
el trabajo de las editoras Úrsula Ludz e Ingeborg Nordmann, un minucioso
estudio filológico de multitud de fuentes y referencias del pensamiento de
Hannah Arendt entre los años 1950 y 1973, el periodo de su vida intelectual que
se registra en estos cuadernos. Se ha llamado a esta edición "diario" aunque lo
único que la asimila al género es la continuidad de las anotaciones, puesto que la
periodicidad de las notas es mensual y la composición del libro -espléndidamente
editado, por cierto- no se parece en absoluto a un dietario o a un texto íntimo o
confesional, sea o no de contenido filosófico. La escritura de Arendt es de un
extremo recato, libre de toda tentación intimista, ceñida al mismo tono de
ascética distancia sobre los textos y sobre la propia experiencia y la reflexión; y
por otra parte -como no podía ser de otro modo tratándose de una pensadora tan
aristotélica como Arendt- su pensamiento no tiene claves ocultas. Así pues, al
leer estas anotaciones, más que hurgar en un diario que muestra una filosofía en
proceso, tenemos la impresión de entrar en el cuarto de las herramientas de una
pensadora que, por lo demás, era muy ordenada.
Arendt lee y comenta a los grandes clásicos de la filosofía política -según
observan las editoras- tras la trilogía Los orígenes del totalitarismo. Los
cuadernos contienen el rastro de su reencuentro con la filosofía política de la
antigüedad clásica, cuyos autores visita y revisita repetidas veces mientras
discute con los clásicos modernos a tenor de su característico programa de
refundación de la política. Una parte considerable de las notas -la más nutrida-
está formada por transcripciones de lecturas, paráfrasis y comentarios de textos,
muchas veces citados en sus lenguas originales, en griego, en latín y en algunas
lenguas modernas, sobre todo en inglés, lengua de adopción tras la emigración a
Estados Unidos. Vuelve una y otra vez sobre los mismos temas: la definición de
la política a partir del enigma de la convivencialidad, las fuentes de la libertad, la
causalidad, las diferencias con Marx, la senda de la injusticia, etcétera, y sus
lecturas recaban en la obra de Platón, Kant, Nietzsche, Hegel y Heidegger,
principalmente. De vez en cuando despuntan definiciones a la manera socrática,
y largas elucubraciones en el tono de los grandes moralistas romanos sobre
cuestiones de ética y metafísica, pero llama la atención la ausencia de alusiones
cotidianas o políticas explícitas, y las pocas referencias literarias. De vez en
cuando algún poema de Rilke, un pasaje de Goethe, Dinesen, alguna referencia al
admirado Broch y, de pronto, inadvertidamente, Faulkner.
Sabiduría en cuentagotas
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
17 JUN 2006
Mucho sentido en pocas palabras. Eso son los aforismos, frases cargadas de
sabiduría e ingenio. Se publican ahora tres muestras del mismo género pero de
épocas distintas. Pensamientos y rivarolianases la primera antología publicada
en España de Antoine de Rivarol, arquetipo de intelectual del siglo XVIII.
Entretanto, Aforismos de Zürau, de Franz Kafka, es una colección de apólogos
del narrador checo, y Sentencias e impresiones, una brillante compilación de
citas de Josep Pla.
Las metáforas que describen el efecto del aforismo son siempre las mismas:
dardos, centellas, instantes, luces. (Porchia llama a sus ocurrencias "Voces"). Da
igual. Unas más cursis que las otras, todas dicen lo mismo: que algo queda
atrapado en el aforismo, algo se fija o se rescata para que no muera por efecto de
la velocidad de los cambios. Sin embargo, obsérvese que el buen aforista -el
auténtico, no el que deliberadamente se instala en el género para parecer
inteligente frente a los incautos- no pone nombre a sus anotaciones, ni siquiera se
declara aforista, sino que escribe y deja libre al lector para que éste califique sus
anotaciones. Se supone que escribe así porque así le salen las palabras, que la
forma elegida -sobre todo en el caso de la prosa fragmentaria- no se distingue del
contenido. Por eso las mejores colecciones de aforismos suelen ser las
compuestas a partir de escritos póstumos, cuadernos de notas, dietarios; o con
fragmentos de escritura privada, ideas naufragadas ("pecios" los llama Sánchez
Ferlosio); o bien son repertorios de citas sacadas de obras mayores donde a veces
es tan importante el que escribe como la mirada del compilador. Los escritos
póstumos, por cierto, son siempre mucho más fieles a la espontaneidad original
del aforismo (aunque no nos engañemos, que no falta quien escribe pensando ya
en cómo será su Nachlass).
El atractivo de los libros de aforismos también está en que son fáciles de leer: los
abres por cualquier punto y los dejas en la mesa de noche o entre las facturas que
has de pagar, y los retomas cuando quieras. No tienes que estudiarlos ni
memorizarlos. No contienen nada.
He aquí tres ejemplos de este género menor. El primero es equívoco porque los
fragmentos escritos por Kafka en el llamado Cuaderno de Zürau claramente no
son aforismos. En verdadero rigor, estos apuntes deberían haber sido presentados
como apólogos y parábolas, típicas reflexiones como las que se suele encontrar
en las enseñanzas de los rabinos de la tradición jasídica. No esclarecen nada, sino
que lo ponen todo mucho más oscuro. Típico de Kafka: un escritor demasiado
hermético y oracular para ser considerado un aforista, hermetismo que por cierto
la abusiva intervención del editor Calasso en esta edición (¡prólogo y epílogo!)
en modo alguno contribuye a dilucidar. Se encuentra aquí la frase que Steiner
escoge como lema del drama vital y literario de Franz Kafka: "Hay una meta,
pero no hay camino. Lo que llamamos camino son vacilaciones" (página 42). El
resto son enigmas.
El pequeño volumen de Rivarol publicado por Periférica, nuevo sello con sede en
Cáceres, reúne una selección de sus Pensamientos y un breve repertorio de
anécdotas de este típico intelectual de salón del XVIII, uno de los primeros
libelistas que denunció excesos de la Revolución Francesa y tras unirse a los
monárquicos emigrados acabó convertido, malgré lui, en numen de la extrema
derecha. Rivarol es un aforista típico, como Chamfort o Lichtenberg. Jünger
amaba de sus Pensamientos su conservadurismo aún capaz de irreverencia, su
esteticismo literario aristocratizante, un punto esnob, que él practicaba; y ese aire
de dandi en los antípodas de Wilde que Jünger tenía por signo de distinción y que
rara vez consiguen reproducir sus imitadores.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
5 AGO 2006
Tras un largo periodo de malas ediciones de la obra del filósofo y teólogo danés,
coinciden este verano tres títulos esenciales de su pensamiento: Diario del
seductor, que es el trasiego íntimo de un amor no correspondido; Las obras del
amor, donde expresa su implicación cristiana a través de reflexiones sobre el
significado del amor al prójimo, y el primer tomo de O lo uno o lo otro, primera
traducción íntegra y anotada de este gran clásico.
Al hilo de una tradición iniciada tras la intensa influencia que tuvo la lectura de
Kierkegaard en Unamuno, la obra del gran filósofo danés ha sido editada en
España de forma tan profusa como irregular. Entre las muchas ediciones de que
ha sido objeto Kierkegaard se encuentran algunas chapuzas y versiones
idiosincrásicas, y bastantes traducciones ilegibles. Tras décadas de versiones
pergeñadas de otras lenguas y ediciones fragmentadas, censuradas o mutiladas,
parece que empieza a reconducirse el rumbo, con lo que se hace justicia al
inmenso valor que tiene esta obra para el pensamiento y la cultura
contemporáneos.
Se pueden citar algunas de estas chapuzas. Por ejemplo, yo poseo una versión -
por supuesto incompleta- del Diario íntimo de Kierkegaard editada por Planeta
en 1993 con una traducción (¡del francés!) firmada por la novelista argentina
María Angélica Bosco y no obstante prologada por el profesor José Luis López
Aranguren. Tengo también varias versiones abominables del Diario del
seductor y una cosa aberrante publicada en la editorial porteña Leviatán: un
pequeño volumen titulado Estética del matrimonio: carta a un joven esteta, obra
del Kierkegaard más puritano, también traducido del francés por el periodista
argentino Osiris Troiani, en 1991. La excusa que se suele esgrimir para justificar
estas y muchas otras tropelías editoriales es la dificultad de encontrar buenos
traductores del danés al español, pero la verdad es que el maltrato de Kierkegaard
se debe a la pereza y la ignorancia inveterada de sus editores de todas las épocas
y tiempos, y a la incuria de la crítica y los lectores, que a menudo suelen tener las
ediciones que se merecen. A lo que se añade, en el caso de las ediciones
realizadas en Buenos Aires, el marasmo de una industria editorial antaño
respetable y una buena dosis de inescrupulosidad: como si en esa ciudad, donde
hace tiempo que la iniciativa en materia cultural y editorial autoriza cualquier
vesania y atropello, se hubiesen perdido irremisiblemente los criterios de la
santísima trinidad platónica de lo bueno, lo bello y lo verdadero.
Como ocurre siempre que Kierkegaard escribe con nombre supuesto, es decir,
cuando es más literario y recursivo, sus observaciones parecen aún más
espléndidas y sugestivas y, paradójicamente, más autobiográficas también. Tanto
da. Hay quien piensa -y con alguna razón- que toda escritura es, en el fondo,
autobiográfica.
Søren Kierkegaard
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
14 ABR 2007
No hay nada que no despertara el interés de Susan Sontang, una de las grandes
intelectuales de la segunda mitad del siglo XX. Escribió sin oscuridades ni
petulancias innecesarias sobre temas contemporáneos e históricos, pero, sobre
todo, defendió la cultura. Estos dos libros de la autora estadounidense
constituyen un mosaico de sus ideas y reflexiones que incluyen temas como la
belleza y el 11-S.
CUESTIÓN DE ÉNFASIS
Susan Sontang
Me atrevo a afirmar que una parte considerable de sus virtudes como ensayista le
vienen de su condición femenina, aunque no faltará quien diga que semejante
juicio incurre en demagogia, a tono con la flamante Ley de Cuotas; y, por otro
lado, las feministas lo considerarán inaceptable y repudiable, por prejuiciado,
porque -dicen- la escritura no tiene género. Sin embargo, en Susan Sontag se
detectan muchos signos de feminidad, empezando por su cultura, que es
amplísima, tanto como su femenina curiosidad.
Leerla da la impresión de
Es muy femenina en su relativa incapacidad para tomar posición, por mucho que
sus opiniones de militante, donde no se encuentra nunca ni pizca de humor o de
ironía, indiquen lo contrario. Escribe siempre en defensa de la cultura, en
constante exaltación rimbaudiana de la condición moderna y hace de su
arrebatadora pasión por las letras profesión de fe, pero si se mira con atención
estos ensayos se ve que en ellos no se descalifica a nadie. Si acaso, se hace la
condena irredimible de toda forma de fascismo, lo que, tratándose de una
intelectual, más que una toma de posición es casi un lugar común. Todo en ella
es gestual, como esa iniciativa muy comprometida, el montaje de Esperando a
Godot de Beckett en la asediada Sarajevo, cuya anécdota se narra en un artículo y
que Octavio Paz despachó con una observación maligna, pero certera:
"Intelectuales que acuden a Sarajevo...
no simpatizar con ella y con su visión del mundo y la cultura, porque en el fondo
hemos sido formados por este discurso crítico y al mismo tiempo tan edificante,
que llama a la responsabilidad y juzga siempre desde una radical moralidad. El
progresismo de Susan Sontag es en alguna medida el de todas las generaciones
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero el suyo, en particular, es una
mezcla de estupor, entusiasmo y nostalgia de la modernidad heroica (Duchamp,
Cage, los formalistas rusos, Benjamin, etcétera) acompañada de esa buena fe
ingenua, típicamente estadounidense y alimentada del característico
testimonialismo de los judíos. Igual que Steiner, -y entre nosotros, Alberto
Manguel-, la mayor parte de sus ensayos son homenajes, ejercicios de
admiración, como llamaba Cioran, a esas semblanzas críticas o analíticas en las
que un escritor se aproxima admirativamente a la obra de otro para fundirse en
una especie de éxtasis consagratorio. Así pues, en Cuestión de énfasis se leen
brillantes ensayos sobre Machado de Asís, Kiš, Gombrowicz, Sebald, Rulfo, el
cine de Fassbinder y una inteligentísima lectura de toda la obra de Roland
Barthes, etcétera, y en el volumen Al mismo tiempo, tras un conmovedor prólogo
de su hijo, David Rieff, una invocación militante de la belleza.
Se diría que Susan Sontag es como Oscar Wilde, a quien tanto admiraba: el
mismo esteticismo, pero militante.
Modernos ultramontanos
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
30 JUN 2007
Antoine Compagnon reconstruye el hilo de la crítica a la modernidad
prescindiendo de los tópicos del progresismo y pone algo de orden en el juicio
histórico sobre el legado de la cultura francesa del XIX que tanta importancia
tiene para comprender el conservadurismo contemporáneo. En esa línea se
mueve también Léon Bloy en sus Diarios, en los que destaca la melancolía y el
desamparo del individuo.
Y por último, la vida moderna en el cambio de siglo, que se expone aquí en toda
su sordidez. El desdichado Bloy, escritor fracasado y constantemente perseguido
por el hambre, el frío y los acreedores, traza el retrato en negativo del intelectual
que alcanza la emancipación al precio de sufrir miseria y desamparo.
A diestra y siniestra
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
21 ABR 2007
Compendiar, traducir y anotar casi medio siglo de artículos firmados por uno de
los polígrafos más afamados de las letras anglosajonas contemporáneas es una
empresa complicada, pero se me ocurren algunas ideas para mejorar lo realizado
con los ensayos de Gore Vidal. Estaba claro que el material sería inclasificable,
así que bastaba con renunciar a poner orden, limitarse a dar indicación
cronológica de los textos y apuntar con precisión el contexto o la razón de cada
pieza. Al menos así se habría dejado que el lector valorase por su propia cuenta
las evoluciones del autor y sus cambios de humor o de espíritu o de opinión
según pasan los años. Pues no. En esta edición se han suprimido todas las
referencias, salvo el año y el medio en que han sido publicados los artículos. Ni
siquiera se han dejado indicaciones vitales para la contextualización, como los
títulos y los autores de las obras que se comentan en las numerosas reseñas y
críticas incluidas aquí. A un artículo sobre Maugham escrito en 1990 sigue otro
sobre Henry Miller, de 1965 (?) y, a continuación, un comentario sobre la
correspondencia de Miller y Durrell, fechado en 1988; a un retrato despiadado de
Tennessee Williams (1976) sigue una melancólica semblanza de Edgar Ryce
Burroughs, creador de Tarzán, escrito en 1965. Aún más inconsistente es la
clasificación temática del libro en una primera parte, que agrupa los ensayos
"literarios", por así decirlo (¿Tarzán, un héroe literario? ¿Qué tiene que ver con la
literatura el despellejamiento de Williams?) y una segunda parte, donde se
agrupan los artículos -¿políticos? ¿sociológicos? ¿periodísticos? ¿costumbristas?-
de Gore Vidal. A falta de una pauta de discriminación propuesta por el autor y
puesto que no son materiales póstumos, ¿con qué criterio se ha decidido que una
diatriba contra un ensayo homofóbico o un artículo sobre la pornografía no tiene
que ver con la literatura? Más aún, tratándose de un escritor como Gore Vidal,
¿cuál es la diferencia que separa la vida, la política o las letras?
ENSAYOS (1952-2001)
Gore Vidal
Un nuevo Erasmo
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
11 AGO 2007
El Nobel surafricano J. M. Coetzee recorre los escenarios de lo censurado y lo
censurable, de la lógica del censor y la complicidad del perseguido en una
colección de ensayos que saca punta a una cuestión ya clásica.
MÁS INFORMACIÓN
Respetar los títulos
lecciones de artículos, unos tienen más interés que otros, unos son más
pertinentes o próximos a nosotros. Tras una larga introducción en la que
desmiente la traducción española de su título y se esfuerza en cambio por
sintetizar la complejidad del fenómeno que se propone estudiar y su extraña
manera de examinarlo -obsesionado por la presencia de un censor, o de un
cómplice de la censura, en el propio escritor censurado-, Coetzee recorre
escenarios de lo censurado y lo censurable, la lógica del censor y la complicidad
del perseguido. Investiga la pornografía, examinada a la luz de los argumentos de
la feminista radical Catharine McKinnon que, en nombre de una ofensa sobre la
condición y la dignidad de la mujer, sostiene que hay que poner la pornografía
fuera de la ley. Y por cierto, malentiende las tesis de McKinnon, porque tan
cierto es que el mundo del feminismo radical no es ninguna panacea
universalizable como incontrovertible es que McKinnon y Andrea Dworkin
logran desentrañar como nunca la naturaleza bestial del deseo masculino.
sistencias de Foucault con relación a la locura y se alinea con René Girard, cuyo
concepto de deseo mimético le sirve para echar nueva luz sobre algunos casos
célebres de censura en la Rusia soviética (la Oda a Stalin del poeta disidente
Osip Mandelstam y la arrogancia de Solzhenitsin). Y, en los ensayos sobre la
censura en Suráfrica, analiza el diálogo subliminal que su compatriota Breiten
Breytenbach mantiene en sus obras con quienes lo perseguían o nos enseña el
horror teórico del apartheid, revisando la teoría de la pureza, la contaminación y
el contagio en la obra del escritor racista surafricano Geoffrey Conjé, cuyas ideas
harían bien en repasar nuestros puristas vascos y catalanes, aunque sólo sea para
comprobar cuánto se parecen a las suyas propias.
Revanchismo de género
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
19 NOV 2009
Por la ventanilla del metro de Barcelona alcanzo a ver una valla concebida por el
Ministerio de la Igualdad, creado por el Gobierno del señor Rodríguez Zapatero.
En primer plano, una mujer joven y atractiva llamada Angie Cepeda luce unos
preciosos pendientes de plata. Su mirada es diáfana y la complementa con una
sonrisa displicente, quizá un punto altanera. El lema de la valla reza: "De todos
los hombres que haya en mi vida ninguno será más que yo".
Redactada así, la afirmación habría sido consistente y hasta neutral pero, claro,
no serviría al anhelo de revancha, que parece inevitable en cualquier referencia
actual a la condición femenina. Por curiosidad busco en Internet la campaña y
compruebo que el eslogan en boca de hombres no sugiere lo mismo. O sea que
hay evidentes matices "de género". ¿Qué es lo que resulta chocante aquí? Que
parece jalear la guerra de sexos, como desde hace décadas hace el feminismo mal
encarado, según la pauta de lo que Nietzsche llamaba "moral de la víctima". He
ahí la razón de mi alarma: la sola presunción de que un hombre pretenda ser más
que una mujer; o que una mujer se declare superior a un hombre, es lo que este
ministerio debería combatir sin dar lugar a equívocos.
Ahora bien, las aberraciones de esta valla no son sólo sintácticas o connotativas o
adverbiales. Se supone que estimula a las mujeres a no dejarse avasallar por sus
hombres, pero lo que en verdad hace es recordar aquella escena memorable con
que comienza la película Magnolia, en la que un espléndido Tom Cruise
interpreta a un conferenciante que dicta lecciones llenas de entusiasmo y
beligerancia ante un auditorio de "machos humillados" y los arenga con
un:"Respect the cock!". O sea: "¡Un respeto por la polla!", que Cruise clama
delante del enfebrecido grupo de hombrones que aplaude y vitorea todas y cada
una de sus ocurrencias machistas.
Sin embargo, ante circunstancias parecidas, las mujeres actuales, que tan a
menudo se identifican con una masculinidad imaginaria, no emulan la melancolía
de los hombres sino que se calzan unas botas de caña alta, se atizan un atuendo
de perdularia al estilo Madonna o un traje de leopardo y se retratan basureando
sin piedad a potenciales amantes o pretendientes. Ni lloran ni piden perdón.
¿Tienes problemas con tu hombre? Escupe sobre él, maldice sus muertos,
cámbialo ya mismo por otro, acaba con él; y si es preciso, tíralo por la ventana.
No te cortes, que estás en tu derecho.
(¿No será este revanchismo resentido lo que ven venir con temor esos bárbaros
islámicos..?).
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
8 DIC 2009
Con las debidas excusas, permítaseme citar el siguiente pasaje de un artículo que
publiqué el 6 de junio de 2006 en Babelia: "En un país donde, según las
estadísticas que publica en Internet el Instituto de la Mujer
(http://www.mtas.es/mujer/mujeres/cifras/tablas/W837.XLS), mueren en manos
de sus parejas del sexo masculino un promedio de ocho mujeres por mes, resulta
temerario rechazar por tendenciosos o exagerados los alegatos y denuncias de los
colectivos feministas, tanto cuando se manifiestan abiertamente en su
característico tono militante como cuando recalifican el sesgo de sus posiciones
con la denominación "estudios de género". La discriminación y la violencia
contra la población femenina sigue siendo una parte sustancial de la acendrada
tradición del machismo ibérico. Es tan flagrante y grotesca la misoginia española
-signo de una secularización incompleta que la modernización superficial y muy
reciente de España sólo ha conseguido maquillar-, que aún está pendiente la
reparación de la condición inferior de la mujer en este país, reparación que desde
luego queda apenas mitigada por la política de asignación de cuotas de poder
aplicada por las últimas administraciones de populares y socialistas. Ningún
reclamo en cuanto a la condición de la mujer española está injustificado".
Esta reparación sigue estando pendiente y sólo por esta razón entiendo que mi
artículo Revanchismo de género haya producido tanta alarma y tantas
descalificaciones irracionales, pese a que se trataba de un texto coyuntural,
compuesto por dos casuísticas y un argumento de peso.
¿Que quién teme al feminismo? Yo creo que mucha gente. Sobre todo cuando
pretende deslizar su "diferencia" en las normas jurídicas y en las costumbres con
la coartada de que así se protege a las víctimas o se repara una discriminación
histórica.
Sin duda, hay asuntos prácticos que aconsejan el uso de eslóganes como "Si
bebes, no conduzcas" o "Póntelo, pónselo", pero eso no puede inducir a pensar
que la violencia "de género" vaya a paliarse o atajarse con procedimientos
publicitarios. Tampoco se desentraña convirtiéndola en un asunto enfocado desde
la sola y exclusiva perspectiva de las víctimas. Honestamente, no creo que
afirmar esto constituya una "apología de la violencia de género" ni que
descalifique en absoluto la condición de la mujer contemporánea.
Sigo pensando hoy igual que hace tres años con relación a la violencia sobre las
mujeres. Los virulentos e injustos ataques de que he sido objeto sólo se explican
porque las cuestiones relacionadas con la condición de la mujer y sus derechos
hace tiempo que se han convertido en un dogma y, como tal, cualquier opinión
que disienta con la pauta dominante es inmediatamente perseguida, escarnecida y
descalificada como machista, misógina y retrógrada. Pero lo más significativo es
que no sólo se ha protestado por una supuesta apología que nunca existió, sino
que además se ha criticado la decisión misma de publicar mi artículo y se ha
reclamado la necesidad de proscribir lisa y llanamente cualquier otra opinión
semejante. Y esto, señoras y señores, es impropio de un régimen de libertad y de
una democracia moderna.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
30 MAY 2011
Pero sería demasiado frívolo invocar los modales. Lo relevante en esta imagen es
que establece una demarcación, la instancia de una cesura en lo que acontece,
una muralla infranqueable que nos separa de la Ciudad Prohibida.
Hacía mucho tiempo que no veía una afirmación tan clara de la más
pura potestas como poder de exclusión, que dirían Foucault y su epígono
Agamben, obscena exposición del privilegio de quienes detentan el poder, que es
tanto más excepcional en cuanto que, en nuestras sociedades democráticas, lo
hacen no por derecho natural sino ¡por representación!
Retrato o revelación que nos llega -cómo si no- en forma de imagen sin
espectáculo, pero si no hay espectáculo no ha sido una ejecución sino un vulgar
asesinato. La ausencia de un escenario revela además la diferencia ontológica que
nos separa de quienes detentan el poder, que este no existe solo como fuerza -
poner siempre el acento en la injusticia y en la prepotencia del poder forma parte
de la conciencia infantil y resentida de la izquierda que, no obstante, se tragó el
estalinismo sin rechistar- sino como diferencia, cosa palmariamente clara en la
realeza que, de acuerdo con Kantorowicz, se caracteriza por no poseer un cuerpo
ordinario sino corpus mysticum.
Sin embargo la diferencia está casi intacta: un acto decisivo como es la ejecución
sumaria de un enemigo sanguinario de millones de personas es sustraído a la
ciudadanía para ser enseguida expuesto de forma subsidiaria con una instantánea
de los ojos atónitos de sus ejecutores y responsables. Suprema ocultación de un
crimen que se hace a través de la literalidad fotográfica y en la sociedad más
transparente.
La vida en serie
Uno de los nuevos hábitos culturales es ver series de televisión.
Invertimos una enorme cantidad de tiempo conviviendo con los
personajes y sus mundos de ficción para paliar la incomunicación
y el aislamiento
Otros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
27 SEP 2011
El auge de las series de televisión (Los Soprano, Mad Men, The wire, etcétera) -
que no son tales sino megalargometrajes y se suelen ver a través de Internet- es
un síntoma en el que concurren unas cuantas pautas características de los nuevos
hábitos culturales de nuestro tiempo.
El primero -el más obvio- es que estas series muestran que tenemos mucho
tiempo para dedicar a actividades improductivas, como seguir interminables
sagas de episodios de situaciones humanas más o menos dramáticas o sugestivas
que, pese a que pueden resultarnos muy conmovedoras y trepidantes, tenemos
conciencia comprobada de que son meras historias que tarde o temprano habrán
de terminar porque así lo mandan los contratos de sus respectivas producciones y
no la lógica de sus tramas. La continuidad de Mad Men (o sea, el destino de Don
Draper, verdadero remake de Julien Sorel recreado en los años sesenta) se ha
comprobado que no dependía de ninguna moira o cualquier otro sentido
trascendente sino de algo tan banal como el caché de su guionista, Matthew
Weiner; y no estuvo reasegurada hasta que este escritor -que no tengo
inconveniente en juzgar de la talla de Shakespeare- no hubo conseguido los 20
millones de dólares que reclamaba de los productores.
Un segundo factor de importancia que explica el auge de las series son las
máquinas que usamos para seguirlas, sin las cuales este hábito tan extendido no
podría tener lugar. En efecto, se puede apagar o encender el televisor a discreción
pero no ocurre lo mismo con el ordenador que, si lo tienes, lo has de usar y si lo
usas, no tienes más remedio que mirar lo que hay en él. No hay nada tan
angustioso como un ordenador apagado. El ordenador es la prótesis perfecta del
solitario y las series, el género idóneo para paliar esa soledad (que, por cierto, no
es lo mismo que gozar de la compañía de alguien pero que, en contrapartida,
tiene la ventaja de que no impone ninguna obligación ni compromiso). Con el
añadido significativo de que una parte importante de los espectadores de series lo
son porque pueden acceder a ellas a través de algún procedimiento irregular o
ilegal, de forma gratuita, en cualquier momento del día y tanto tiempo como se lo
propongan. ¿Me espera un fin de semana desdichado? Me doy una panzada de
varios capítulos de Perdidos (Lost) y ya está resuelto. ¿Tengo una hora boba
entre compromisos? Miro una sesión de En terapia (In treatment) y me sumerjo
en las intimidades de individuos semejantes a mí, mirando por el ojo de la
cerradura una obscena sesión de psicoterapia. Alberto Cardín, que fue un pionero
de esta manera de consumir productos mediáticos hace ya casi un cuarto de siglo,
solía usar los desaparecidos VHS y los Betamax para ver un pasaje cualquiera de
alguna película, mientras se preparaba unos huevos revueltos en la aplastante
soledad en que vivió durante su corta vida.
Pero no nos engañemos, esto no es lo nuevo que introduce el género puesto que
esa había sido la función de todos los géneros narrativos tradicionales, desde la
tragedia clásica hasta Tarzán, Rey de los Monos en la novela radiofónica de la
tarde, pasando por la ópera y el vaudeville y la cualidad que hizo grandes a
Sófocles, a Wagner o a los pingüinos de Walt Disney. Lo novedoso de las series
no está en lo mucho que transmiten y lo profundo que calan en la naturaleza
humana sino en el tiempo vívido que nos permiten compartir con esa, nuestra
propia naturaleza, mientras construyen inadvertidamente una nueva intimidad, un
tiempo tan largo que abre un espacio de vida subsidiaria -A second life o, mejor
dicho, una surrogate activity, como seguramente denunciaría el Unabomber con
la típica lucidez de los psicópatas- para el alma desesperanzada del espectador.
Por último, la propia extensión de las series muestra que nada se juega en ellas,
nada se revela o se desentraña en sus historias sino que, en rigor, todo se repite.
¿Hay alguien capaz de encontrar un sentido en la vida de Tony Soprano o en los
amoríos del detective irlandés alcoholizado de The wire en medio de la
corrupción de la ciudad de Baltimore? Lo significativo de las series es que no
tienen desenlace ni resolución; terminan, sí, pero como todo acaba en nada, no
puede decirse que terminen en realidad. En este sentido, son como la vida misma.
Mejor dicho, como los problemas de todo el mundo. Las series son dispositivos
de ejemplificación o, mejor dicho, de reiteración que nos permiten asomarnos a
vidas que, por fuerza, han de parecerse a las vidas nuestras, pero -eso sí- sin
darnos ninguna clave que pueda explicarlas, mientras llenan el tiempo vacío que
deja la vida verdadera (si es que existe algo semejante).
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Una versión del iluso Mishkin muy a tono con nuestra época de variadas
perplejidades se traza en la figura de Mr. Chance, el jardinero estúpido que por
azar se convierte en presidente de Estados Unidos en la novela de Jerzy
Kozinsky, Bienvenido Mr. Chance. Merece la pena detenerse en este personaje
que, con toda seguridad, parodia a Ronald Reagan, mejor dicho, es el retrato
sesgado —no muy justo, por cierto— que desde las filas de la izquierda
norteamericana se quería dar del carismático Reagan. Mr. Chance, como todos
los débiles mentales, habla con frases inconexas y balbuceos por la simple razón
de que no sabe qué contestar; pero sus respuestas son interpretadas como
parábolas declamadas por un iluminado que bien podría servir como estadista, un
presidente profético, e inmediatamente instrumentadas por los medios masivos
de comunicación para atrapar la consciencia de las masas, ilusionarlas y hacerlas
afines a los intereses de las grandes corporaciones. La fórmula de Kozinsky es
sencilla: consiste en la enésima denuncia de la manera en que los mecanismos de
la ilusión manipulada sirven para colocar en las grandes responsabilidades
políticas a personajes inicuos, bobos solemnes que ofician como títeres de los
poderosos.
Se cree que la ilusión es una experiencia, por llamarla así, espiritual, que está
inspirada por ideas y se representa con imágenes, como los fantasmas y los
espejismos, pero en la medida en que está firmemente arraigada en las
necesidades del cuerpo, está directamente relacionada con nuestra finitud. La
precariedad de la existencia y la angustia consiguiente imponen que, para
sobrellevarlas, tengamos que valernos de ficciones a las que, por fuerza, hemos
de dar crédito. Sin la ilusión no habría apariencia sensible, no habría mundo —
esta, tu piel, que me encanta, este paisaje tan querido, esa melodía que no quiero
olvidar—, sin ilusión no habría nada de nada. La vida en la ficción, ilusionados,
es la única posible, la única que nos proporciona alivio frente a la certeza de la
muerte y esa especie de revelación que es la mayor de todas las ilusiones:
la ilusión del sentido donde conviven en inverosímil confusión las mayores
patrañas y las verdades más necesarias.
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Caminaba yo por la calle Florida de Buenos Aires una tarde de mayo de 1974 —
absolutamente ajeno del giro radical que daría mi vida y que habría de traerme a
estas tierras— y de pronto observé a mi alrededor un revuelo anormal en el
bullicio porteño. Todas las emisoras de radio y los canales de televisión
argentinos se pusieron en cadena, se suspendieron los programas y, sin anuncio
previo, apareció Perón en los medios de comunicación, con esa pinta de geronte
afable que tenía, la cabellera teñida y aquella voz aterciopelada inconfundible.
11
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
9 NOV 2012 - 17:59 CET
Este es un libro curioso. Expone una sola idea: que la violencia entre humanos ha
disminuido de forma radical en comparación con el pasado y que, en
consecuencia, vivimos en el mejor de los mundos posibles hasta ahora. Para
comprobar lo primero hubiese bastado con comparar nuestra vida cotidiana con
los relatos que hace Herodoto de las atrocidades cometidas por Nabucodonosor y
Asurbanipal, pero Pinker ha preferido escribir un tratado enciclopédico de casi
1.200 páginas (incluyendo notas y bibliografía) donde, además de una abigarrada
y amena casuística, se incluye un ensayo sobre el terrorismo, un breve
compendio de anatomía del cerebro humano y ensayos sobre los castigos
corporales y los malos tratos a los niños, sobre la violencia doméstica, sobre la
historia comentada de los genocidios, más un alegato sobre la tortura, un ensayo
sobre los derechos humanos y una pormenorizada historia de las guerras. El
método de Pinker es muy simple. Consiste en transportar un volumen ingente de
datos empíricos, recogidos de los trabajos de otros investigadores, a gráficos que,
tras un adecuado análisis estadístico, muestran en todos los contextos
imaginables que somos menos violentos que nuestros antepasados. Pinker
justifica su afición a las estadísticas así: “Al valorar las posibilidades, las
personas, en vez de pensar en las leyes, se basan en la intensidad de su
imaginación” (página 489). Él, por consiguiente, aboga porque se haga todo lo
contrario. El resto será explicar someramente por qué hemos avanzado en la
civilización y especular acerca de los factores que, cabe suponer, harán de
nuestros descendientes unos humanos casi angélicos. Tras décadas de filósofos y
sociólogos más o menos semiologizantes que, cuando mucho, solo hacen
paráfrasis de autores, leer una tesis sostenida en la autoridad de los hechos es
algo de agradecer, aunque en ocasiones los “análisis” de Pinker parezcan los de
un analista de mercado o un sociólogo que hace sondeos de opinión.
Traducción de Joan Soler Chic. Paidós. Barcelona, 2012. 1.104 páginas. 42 euros
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Pero Eugenio Trías no era solamente un filósofo. Era también un alma bella. En
el periodo final de su vida, ya bajo las terribles penurias que le impuso su larga
enfermedad, produjo obras radiantes sobre dos de sus grandes pasiones: la
música y el cine, que, como todo en él, abordaba con voracidad y genio.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Para bien o para mal, no cabe duda que la escritura y la memoria van de la mano.
Unas veces se ayudan mutuamente y otras se repelen o se traicionan. En
cualquier caso, los escritos más antiguos, esas asombrosas tablillas de barro
cocido talladas en intrincada escritura cuneiforme que guarda el Museo
Británico, son en su mayoría registros, asientos, facturas, contratos y a menudo
recetas de pócimas maravillosas. Lo que tienen en común es que casi siempre son
listas que, como certeramente observaba Platón, sirven como recordatorios; y
bien que han cumplido con su cometido, pues han conseguido sobrevivir
milagrosamente muchos miles de años; y, como en un recuerdo tanto importa lo
que se guarda como la manera como se organiza lo guardado, una lista nos
enseña no solo cómo administramos nuestros deseos y esperanzas sino además
cómo funciona nuestra imaginación. Puestos a enumerar, a clasificar y a diseñar
simples o complejas taxonomías ordenadas en forma de listas, la capacidad de los
humanos no tiene límites. En rigor, buena parte de nuestro raciocinio está
dedicada a confeccionar listas y jerarquías de listas y a atenernos a ellas.
Llevamos una lista al mercado del mismo modo que nos orientamos por la tabla
periódica de los elementos o confiamos en las secuencias de órdenes de los
algoritmos de un ordenador que, pensándolo bien, no son otra cosa que listas.
Cada lista encierra una lógica, a veces mínima o sutil, que ordena las prioridades
y los intereses de su autor. Que yo sepa, el único que reparó en el encanto de las
listas fue el maravilloso Georges Perec, cuya obra experimental en buena parte
está compuesta por variados repertorios de listas donde algo —una clave, un
signo— se repite tantas veces como se disemina y se transforma.
Hay listas triviales, como la de la compra o la lista de las tareas del día o la de los
lugares que un individuo planea visitar en un viaje. Los asientos contables son
listas, las actas de las calificaciones en una asignatura, los programas de un
concierto, los catálogos de publicaciones, los menús, que separan los vinos y los
platos del día, los horarios del tren, las listas de boda y las de los invitados a las
nupcias, los curricula (que enseñan lo que un individuo es, tanto como lo que le
gustaría ser); y listas célebres, como las lecturas de Benjamin o las amantes de
Giacomo Casanova o las gestas de Diomedes Tidida y la lista de los emperadores
romanos —de Julio César a Rómulo Augústulo— que yo estaba orgulloso de
poder repetir de memoria. Hay listas negras y listas privadas, íntimas o incluso
secretas: el esquema posible de un futuro libro, el recordatorio de ocasiones
compartidas con alguien a quien se ha querido mucho o la lista de malas noticias
del año último. Incluso este párrafo, a fin de cuentas, también es una lista; y ya sé
que su orden implícito me desenmascara delante del lector.
Un escriba memorioso habita en nosotros, de modo que hacer listas, más que una
afición o, dado el caso, el síntoma de una no asumida neurosis obsesiva, sirve
para que la memoria se pruebe a sí misma y —a veces— para descubrir qué es lo
que amamos u odiamos, o necesitamos; o simplemente para saber lo que en
verdad nos importa.
Conéctate
Enviar por correo
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
EULOGIA MERLE
La cuestión, pues, no es nada baladí, puesto que son innumerables los contextos
en que procedemos por creencia (o credulidad) mientras que otros, más o menos
inescrupulosos o nihilistas, hacen como los egipcios saqueadores de tumbas; y se
llevan a casa el botín. Hace unos cuantos años en las páginas de este periódico,
Agustín García Calvo llamó la atención acerca del tipo de transacción que tiene
lugar cada vez que un ciudadano deposita sus dineros en el banco a cambio de un
insignificante resguardo. Para García Calvo esa confianza en el sistema
financiero era del orden de lo mítico, es decir, fundada en creencia, puesto que de
hecho no hay ninguna razón, ni prueba tangible ni certeza que abone la esperanza
de que, llegado el caso, el valor de una inversión o una cuenta de ahorro serán
devuelto por el banco con solo que se le presente el resguardo. La experiencia
ciudadana en la España de los últimos años muestra que García Calvo no se
equivocaba.
Hace ya muchos años, mantuve una breve (única) conversación con Jorge Luis
Borges en la presentación de un libro en Buenos Aires. Yo había llegado a aquel
sitio acompañado de mi madre y ella se las arregló para dejarme a solas con
aquel anciano genial que recorría los círculos sociales y literarios porteños como
el divino Tiresias. Abandonado delante de aquella luminaria me sentí obligado a
decirle algo trascendente y se me ocurrió preguntarle si era cierto lo que había
oído por ahí, que los libros de la Biblioteca de Babel, colección que entonces él
dirigía, servían para probar un argumento demoniaco: la demostración de que
Dios no existe. Borges hizo un gesto de estupor y me contestó: “¿De veras? No,
no es cierto”; y tras un segundo de reflexión añadió: “Pero ya que me lo
pregunta... ¿existe Dios? Mejor dicho, ¿hay alguien que crea de veras en Dios?
Bueno, sí, el Papa probablemente cree...”. Pero casi enseguida se corrigió: “No,
el Papa tampoco cree en Dios”; y acto seguido cambió de tema y se entretuvo
preguntándome por un ancestro que, al parecer, su familia y la mía compartían
desde los lejanos tiempos de Juan Manuel de Rosas.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Prueba de ello la dan los propios idealistas alemanes, que en vida se pasaron
corrigiéndose los unos a los otros sin conseguir jamás ponerse de acuerdo, quizá
porque su pensamiento, nacido de un prodigioso salto especulativo, vive
exclusivamente de monstruos conceptuales nacidos de la fantasía pura, lo que
hace razonable la boutade de Borges cuando afirmaba que la metafísica debería
considerarse como parte de la literatura fantástica.
Arturo Leyte está entre quienes mejor y más profundamente han estudiado el
idealismo alemán en nuestro medio y, como se puede comprobar en esta
compilación de sus artículos, algunos ya publicados y otros inéditos, aborda el
problema central que plantea el idealismo como filosofía: cómo es posible
fundamentar la operación por la que se sustituye la ilusoria contundencia de lo
real —esta naturaleza que soy y siento, este fenómeno, este objeto irremplazable
de mi deseo, mi muerte, etcétera—, en suma, la experiencia de todos y cada uno
de nosotros, por una verdad intangible y abstracta que solo se refrenda tras el
trabajo del concepto.
El paso imposible. Arturo Leyte. Plaza y Valdés. Madrid, 2014. 290 páginas. 17
euros.
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Los modales sirven para propósitos contradictorios. Desde que las sociedades
europeas dispusieron atenerse a estrictas reglas cortesanas, las maneras se usan
para comunicar a los demás que pertenecemos a un medio o a un círculo
determinado o bien para lo contrario, es decir, para advertirle al otro: “Tú no
formas parte de este club”. Los códigos (y sus respectivos signos) son medios de
autoafirmación y de orden, ya sea para confeccionar la lista de los invitados a una
celebración, para regular la actividad de una secta de iniciados orientalistas, para
organizar un partido político o una sociedad gastronómica.
En este óleo de François Gerard, Luis XIV presenta a su nieto, el duque de
Anjou, como nuevo Rey de España.
Hasta las maras, esas pandillas que forman los delincuentes juveniles
centroamericanos, cuentan con estrictos códigos de formas y de conducta. Las
reglas de los grupos sociales tienden a ajustarse a un patrón —sea este un tipo de
indumentaria, un acento o un vocabulario— y se rigen por un puñado de ritos
expuestos con ademanes y gestos que por otra parte sirven para emular o
despreciar los códigos ajenos. Se saluda de una forma —que no es lo mismo dar
la mano que entrelazar los pulgares y acabar el saludo con un choque de
pechos— (o simplemente no se saluda); se da un beso (que no es lo mismo que
dar dos) y se cede el paso (o no); se agradece una dedicatoria o se guarda
silencio, se elogia el trabajo del otro o uno se refugia en la reserva con la excusa
de la discreción, etcétera. La variedad de valores e interpretaciones que damos a
los signos que empleamos con los demás es asombrosa. Así nos aseguramos el
lugar que ocupamos en el mundo, acompañados por otros que comparten con
nosotros los mismos modales.
En cualquier caso, la revuelta contra los estilos vigentes no solo es habitual entre
“vanguardistas”. La permanente revisión de los códigos que rigen las conductas
sociales es una característica inconfundible de nuestros tiempos modernos. La
cultura y la sociedad actuales llevan un par de siglos en constante rebelión contra
las formas, primero cortesanas y después burguesas, desde los ya lejanos sucesos
que protagonizaron los exaltados jacobinos en la Francia de 1789 cuando, como
parte de su alzamiento contra el Antiguo Régimen, la emprendieron contra las
pelucas y el culotte de seda e impusieron el tuteo en la Asamblea, tal como hacen
hoy en día quienes se proclaman sus émulos y les gustaría ser identificados como
herederos ideológicos del jacobinismo. Este es el sentido del repudio de la
corbata, la reivindicación de las zapatillas deportivas o las greñas y del recurrir
—de nuevo— al tuteo, al habla callejera del rapeo y a las trazas del
“descamisado”.
La rebelión contra las formas y los modales, los cambios en los protocolos o en
la indumentaria y las deliberadas variaciones en el habla, cuando no son
espontáneos, mucho tienen de infantil y de irrisorio. Sin embargo, hay veces en
que marcan verdaderos cambios de rumbo en una comunidad, como cuando los
“barbudos” castristas decidieron afeitarse y enfundarse los pesados uniformes de
los militares soviéticos, gesto que revelaba una alineación y también una
servidumbre; o cuando los comunistas chinos dejaron en el armario las sobrias
chaquetas Mao y recuperaron el traje y la corbata —¡la odiosa corbata!—, una
deriva que no era la consecuencia de la moda, sino el signo de que en la China
continental soplaban aires neocapitalistas. Un simple ademán puede venir
asociado a un fuerte componente político, como aquella sandalia arrojada por un
periodista a George W. Bush durante una conferencia de prensa, gesto que
equivalía a tratarlo como a un perro. (Bush, por cierto, con notable sangre fría y
pericia para el juego de cintura, consiguió esquivar el golpe). Y otras veces una
acción pensada para dar la imagen de contundencia o de firmeza en las ideas
propias, ejecutada sin la debida atención a las formas, se convierte en un torpe
exabrupto, pura y simple mala educación, como el gratuito desplante que, con la
excusa de sus fuertes convicciones antimilitaristas, dedicó recientemente la
señora Colau a dos oficiales del Ejército español que atendían a un puesto en una
feria en Barcelona.
Contra lo que creen sus enemigos, los modales y las formas no son únicamente
inútiles resabios de la sociedad de clases ni persisten solo por anacronismo o por
casualidad, sino que condensan o interpretan el modo como nos relacionamos
con el mundo y con nuestros semejantes. Por eso no pueden ser eliminados y,
desde que se impuso la vida urbana y sedentaria, guardan estrecha relación con la
manera como consideramos al prójimo y con el perfil moral (o inmoral) de
nuestras conductas. Por esta razón, el siglo XVIII —“el último siglo civilizado”,
según la respetable opinión de Octavio Paz— era tan pródigo en manuales de
maneras que servían como repertorios de modales cortesanos y al mismo tiempo
como prolijas descripciones de costumbres y primeros ejemplos de una
semiología incipiente que, con el pretexto de enseñar la buena educación al
individuo civilizado, trazaban el retrato de una época que soñaba con poder
reducirlo todo a un código que se pudiera impartir y —sobre todo— aprender.
12
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
Por el ojo de una aguja es un ejemplo cabal de esa historiografía que recrea con
todo detalle el pasado sin renunciar a interpretarlo. La vocación de desentrañar la
verdad histórica jamás abandona la voluntad de generar un sentido. En las más de
mil páginas que forman esta obra capital, Brown acumula y procesa un inmenso
caudal de datos y referencias críticas, eruditas y arqueológicas sobre los primeros
siglos del Occidente cristiano. Arranca desde la conversión de Constantino y
desemboca en las primeras décadas del siglo V que dan comienzo a la llamada
Edad Media. El libro, pues, recorre el fascinante proceso de cristianización del
Imperio Romano, cuando se gestó lo que llamamos “Occidente”, con especial
referencia a los años 370 a 430, que Brown compara con una insólita belle
époque de la antigüedad.
MÁS INFORMACIÓN
Editorial: Acantilado
La revolución inacabada
El romanticismo significó la renovación de la música y la ironía
narrativa, pero también el impulso inicial de las ideologías
totalitarias
Otros
Conéctate
Enviar por correo
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
En la Fenomenología del espíritu, Hegel dedica uno de sus dardos más crueles
contra los primeros románticos, que, al fin y al cabo, fueron los más lúcidos entre
sus contemporáneos. Con desdén, compara su contribución a la filosofía
moderna, en pleno entusiasmo por la Francia revolucionaria de 1789 y la
naciente identidad nacional alemana, con “una noche en la que todos los gatos
son pardos”. Señalaba así una característica indeterminación que comparten los
muchos romanticismos —no siempre afines y coherentes entre sí— que
componen la tradición cultural europea de los últimos dos siglos, pues es verdad
que los románticos son víctimas de sus afinidades electivas: vacilan entre la
experiencia íntima y fragmentaria y el sistema, entre tradicionalismo y espíritu de
innovación; y practican cultos incompatibles como la ironía, que borra las trazas
del sujeto, y el genio; así como invocan la vieja sabiduría de los mitos sin
renunciar del todo a la razón.
Pero ocurre que estas contradicciones también son las propias del individuo
moderno, de donde cabe pensar que el Romanticismo es una revolución
inacabada. Sus tribulaciones siguen siendo en gran medida las nuestras, lo que
explica el prestigio de figuras de trayectoria equívoca,
como Ernesto CheGuevara, y la casi universal adhesión que concita, generación
tras generación, cualquiera que adopte el entusiasmo, el estilo o el aura
románticos.
MÁS INFORMACIÓN
En las ruinas del Romanticismo, por RAMÓN ANDRÉS
Conéctate
Imprimir
ENRIQUE LYNCH
El guion sin embargo es una variante del viejo mito del Golem. Su novedad está
en los espectaculares efectos especiales y en algunos gags inolvidables; y en un
actor ideal —Arnold Schwarzenegger—, en la realidad, él mismo una especie de
Golem. Su personaje es el ogro de los relatos infantiles; o Yago, el perverso
intrigante de Otelo, pues, como él, es un ser de absoluta maldad, una criatura
implacable cuya malignidad, por inmotivada e inexplicable, produce espanto.
¿Podemos hacernos una idea del mal absoluto? Si está encarnado en una máquina
no parece tan difícil, en cambio entender a Yago es mucho más complicado, pues
cuando un individuo es muy malo nuestros ojos se inventan un nihilista
demoniaco con estatura moral, como Iván Karamazov. El mal es difícil; y poco
nos ayudan las pautas dominantes, pues a medida que nuestras reglas y
costumbres son cada vez más permisivas, resulta muy difícil imaginar un
personaje absolutamente inicuo que sea también verosímil. Porque hoy en día
todo el mundo es malo en alguna medida —otro tópico judeoprotestante
difundido por la cultura popular y refrendado por los psicopedagogos—, de ahí
que los guionistas de cine escojan malos psicopatológicos, como Henry o
Leatherface o Anton Chigurh o Hannibal Lecter, etcétera. Sin embargo, aunque
narrativamente verosímil, el psicópata es poco convincente en lo moral. De
hecho, las leyes penales no admiten que el loco pueda ser considerado
responsable de sus actos, justamente porque está loco; y el mal, no menos que el
bien, necesita un sujeto responsable. En efecto, que podamos identificar la
responsabilidad en una acción nos permite determinar la intención y su motivo y,
sobre todo, la trasgresión, que en última instancia nos permitirá juzgarla
moralmente.
Pero para eso ha de ser plausible que el sujeto se equivoque, que elija entre el
mal o el bien y se desvíe. Aún más, se requiere una condición trascendental que
no deriva de la idea que el sujeto se haga sobre lo bueno o lo malo, sino de una
decisión ciega entre las dos instancias que, a su vez, puede ser correcta o
equivocada. En suma, la responsabilidad presupone la posibilidad del error: no
solo en la alternativa entre el bien y el mal, sino en el acto de decidir entre una
opción u otra. Si una acción, cualquiera que sea, solo puede ser correcta —
aunque se trate de hacer el mal—, las decisiones dejan de ser tales y la moralidad
se extingue.
Así pues, si concebimos un artefacto en el que hayan sido eliminados todos los
errores posibles —y eso seguramente ocurrirá tras alguna revolución
maquínica—, ya no serán necesarias las tomas de decisiones ni el cálculo de
riesgos, y la idea de responsabilidad será tan vacía como una metáfora blanca.
Pongamos el caso de los nuevos automóviles sin conductor: ¿tiene sentido
sancionar una infracción de tráfico si quien la comete es un algoritmo? No. Es
del todo improbable que un autómata liberado de la decisión por el algoritmo
cometa infracciones; y, si falla, ¿para qué perder el tiempo con reprimendas o
sanciones? Lo mejor será acudir al técnico para que lo corrija. ¿Pero entonces
para qué nos servirá tener un código de circulación?
Las máquinas, por otra parte, no solo no se equivocan, sino que, al contrario que
los seres humanos, son perfectibles. Y como no se equivocan, tampoco deciden.
Por eso la hipótesis de Terminator puede ser inquietante y muy eficaz como
ficción cinematográfica, pero es falsa: puede que los artilugios técnicos lleguen a
ser casi humanos pero nunca decidirán rebelarse contra los hombres. En cambio,
la batalla contra el error se libra a diario en nuestros artilugios cibernéticos. Cada
actualización hace más perfecto el artefacto —y, de paso, introduce algún
sofisticado robot para afinar el control social—. El perfeccionamiento indefinido
nos empobrece desde un punto de vista ético puesto que recorta la esfera de la
incertidumbre en la experiencia y anula nuestra capacidad para tomar decisiones,
que viene a ser sustituida por soluciones protocolizadas y programadas, como les
pasa a los médicos actuales cuando tratan una enfermedad.
RESENTIMIENTO
11 MAYO, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH
Llama la atención la cantidad de filósofos que oficiaron de preceptores de los hijos de los nobles de su
época. Asimismo llama la atención que no se encuentre ni un solo hijo de la nobleza entre los seres
espirituales de la historia. La conclusión inevitable es que, o bien todos los hijos de la nobleza son tontos;
o bien todos los grandes filósofos que trabajaron como preceptores eran pésimos profesores. Yo –porque
no soy un resentido– me inclino por lo segundo.
ESCRIBIR BIEN
12 MAYO, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH
Escribir bien, es decir, con eficacia y precisión y la elocuencia justa, no tiene nada que ver con una
destreza gramatical o sintáctica. Tampoco tiene que ver con la cultura libresca del escritor. Escribir es
como montar a caballo, porque el lenguaje es como un caballo brioso y arisco (no como una yegua dócil y
delicada): dos seres vivos de especies diferentes e inteligentes se encuentran, se rozan, se sienten el uno al
otro y, de común acuerdo o a la fuerza, deciden moverse juntos. Entre ellos se plantea una lucha cuerpo a
cuerpo, en la que uno busca dominar al otro. El jinete cree que es él quien lleva las riendas pero es el
caballo el que reconoce al buen jinete y, finalmente, decide complacerlo.
ADENTRO
16 MAYO, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH
En un ensayo sobre la condición de ser extraño, W. G. Sebald –por cierto, él mismo un escritor
sumamente extraño– se refiere al recelo con que era observado el infortunado Kaspar Hauser por parte de
la sociedad que lo había acogido. Kaspar es aquella figura emblemática de la Ilustración alemana, el niño
mudo que creció en medio del silencio y que de mayor hubo de educarse a sí mismo desde cero. Sebald
cita a Nietzsche para recordar que tenemos tendencia a desconfiar de las criaturas animales porque
permanecen en silencio (The Silence of Lambs). Nos parece que guardan un secreto; o si no, que se
encuentran en un estado extático, que imaginamos paradisiaco.Y eso, observa Nietzsche –siempre tan
perspicaz en este tipo de asuntos– “es duro de aceptar para el hombre. Así, bien puede ocurrir que el
hombre le pregunte al animal: ‘¿Por qué me miras así en vez de contarme sobre tu felicidad?’ A lo que el
animal piensa responder: ‘Porque inmediatamente me olvido de lo que quería decir’ – pero se le olvida la
respuesta, y no dice nada.”
(Oh, qué frustración.)
Curiosear en la esfera oculta de las personas puede estar movido por su silencio o por sus
inexplicables máscaras, o incluso por la falta de expresión de sus semblantes, que nos inquieta,
como ese característico hieratismo que tienen los rostros orientales. ¿Por qué entonces
insistimos en averiguar qué hay detrás? Seguramente porque presuponemos en ellos una vida
interior, tan rica, variada y estimulante como la de fuera, y tan turbulenta como la nuestra. En
esta presunción actuamos como cristianos, sin saberlo.
Entre los muchos pasajes dramáticos que contienen las Confesiones hay uno que narra la
profunda impresión que causa a Agustín ver a su maestro Ambrosio leyendo en silencio:
“Cuando leía, hacíalo pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el
sentido sin decir palabra ni mover la lengua”. Algo se quiebra aquí en este momento único, algo
se interrumpe. En el tránsito de la palabra dicha a la palabra interiorizada que opera Ambrosio
se fija el corte entre el mundo perdido de los antiguos y el mundo insondable de nuestra
consciencia dividida entre un afuera y un adentro, que ya nunca más podrá desandar el camino
del cristianismo.
SOBRE ESCHER
16 DICIEMBRE, 2005 \ BY ENRIQUE LYNCH
BINOMIOS
21 MARZO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Los binomios son la fórmula protocolaria del pensamiento fácil. Los hay elegantes y sugestivos, como la
oposición entre la literatura ingenua y la literatura sentimental que hace Schiller; altisonantes, como lo
apolíneo y lo dionisiaco de Nietzsche; sofisticados como lo lisible y lo scriptible de Roland Barthes o
la broad (thin) description de Clifford Geertz; y hay binomios oportunos u oportunistas –todo depende de
cómo se mire– que se aplican a casi a cualquier cosa, como lo frío y lo caliente, de Lévi-Strauss. Y por
supuesto no faltan los binomios bobos: como la oposición entre sociedades sólidas y líquidas propuesta
por Zygmunt Bauman y que, como era previsible, tiene un éxito inmenso hoy en día, como todo lo que se
parezca a un slogan publicitario.
La tensión entre contrarios da a quien la detecta la ilusión de que ha entendido algo, como ya se deja ver
en el contraste entre el yin y el yan, pero esa sensación engañosa oculta una trampa trascendental, que
está impresa en el binomio cuando se lo emplea con fines hermenéuticos: su figuración, su profunda e
insoslayable naturaleza retórica, que hace a los términos opuestos, en última instancia, perfectamente
intercambiables entre sí, aunque sólo fuera porque uno siempre es la versión especular del otro. Cualidad
–dicho sea de paso– que suscita otro cliché que es habitual encontrar allí donde se usan binomios: lo del
“juego de espejos”, que es todo un estilema de la sanata.
Mantengámonos atentos, pues, y nunca olvidemos que los binomios dan mucho que hablar, pero de
conocimiento, nada.
ENTRE JUDÍOS
30 MARZO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Resulta cuando menos significativo que la comprensión más profunda del contenido y sentido del
cristianismo haya sido elaborada y diseñada como estrategia ecuménica por las ideas de un judío genial –
Pablo de Tarso–; pero más curioso aún es que la interpretación musical de esa contribución sobresaliente
a la cultura de todos los tiempos haya sido obra de otro judío: Félix Mendelsohn-Bartholdy cuyo Paulus:
Oratorium nach Worten der Heiligen Schrift, op. 36 es una de las piezas más espirituales que han
escuchado mis maltratados oídos.
EL CONCEPTO ESPAÑOL DE DIÁLOGO SOCRÁTICO
25 ABRIL, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Dos individuos se cruzan por la calle y se reconocen pero, en vez de acercarse el uno al otro para
conversar, se gritan desde lejos. El motivo de la conversación no importa. Puede que estén trabajando o
dándose instrucciones, puede que se deseen parabienes o que discutan acaloradamente. La pauta del
diálogo siempre es la misma. Toda comunicación se hace desde lejos y a los gritos. ¿Por qué? Dejemos a
un lado las explicaciones geopolíticas (aquello de la mediterraneidad y la vena latina: hay muchos
pueblos en el Mediterráneo y no todos son gritones, y, desde luego, no todos son latinos). En realidad,
esta conducta indica que hay un interés especial en hacer pública la plática, como si la conversación
consistiese –además– en el modo de obligar a los demás a participar en ella.
¿Qué significa este gesto? Puede que sea ostentatorio u obsceno, o simplemente mal educado –algo
plausible puesto que hay innumerables individuos brutales y groseros entre los españoles–, o puede que se
trate de una costumbre convivencial que expresa la voluntad de compartir lo que se habla. Me parece que
es bastante más simple que eso. De lo que se trata es de ocupar la calle. En España hablar a voces sirve
para que un individuo marque su propio territorio, cuyos límites no quedan señalados por el sentido de las
palabras sino por el volumen de la voz.; y tanto da que se trate de una conversación animada en un bar o
de una jarana en la calle a altas horas de la noche. Indica lo mismo: “Aquí estoy yo, este es mi espacio; y
yo estoy viviendo en él ”.
Es probable que este uso territorial de la voz, aunque idiosincrásico de las gentes de España, no sea
privativo de ellas. Con seguridad hay muchos otros pueblos tanto o más vociferantes que los españoles.
Asimismo es probable que el grado de urbanidad (y de civilización) de un pueblo por su capacidad no
dependa exclusivamente de su capacidad para conversar con susurros o simplemente estar en el mundo,
en silencio.
SPAM
12 JULIO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Como cada mañana, antes de leer mi correo electrónico empiezo por eliminar los mensajes intrusivos que
los anglosajones llaman spam, extraño nombre que funde dos significados complementarios: una
conocida marca de carne de cerdo en lata y una palabra que suena insistentemente en un sketch de los
Monty Python. Se admite que el nombre spam para el correo electrónico basura viene de la fusión de
estos dos significados, aunque no está claro si lo que inspira la asociación es la basura enlatada, la sigla o
la repetición del correo-basura, que sin duda es una lata. No obstante, igual me asombra la capacidad
humana de hacer estas asociaciones sincréticas tan curiosas. En medio de esta reflexión me topo con
un spam que firma un tal "Jedi Cristiani". Vaya sincresis más ocurrente la de este mensaje spam:
inventarse una firma mezclando el nombre del personaje central de la saga Star Wars con el cristianismo.
El mensaje se refiere a que usamos sólo una parte ínfima de nuestro cerebro y, naturalmente, su firmante,
el Sr. Jedi Cristiani, nos ofrece la posibilidad ensanchar nuestra experiencia mental: "El Poder de Tu
Mente" (así, con mayúsculas) por un procedimiento que no explica, pero que está dispuesto a enseñar si
uno se pone en contacto con él. Y vaya uno a saber lo que puede ocurrirte si lo haces…
En cualquier caso, no tengo la menor intención de contestarle; pero la banalidad del procedimiento es tan
flagrante que me deja estupefacto: un individuo que ha descubierto nada menos que cómo ensanchar su
mente y la de los demás decide compartir su secreto y, así, sin más preámbulos, lanza un mensaje sin
destinatario preciso e imagina que será respondido ¿por quién? ¿Quién puede dar crédito a que un
desconocido de nombre inverosímil sea capaz de ensanchar la mente de las personas? Por difundida que
esté semejante aspiración ¿acaso no imagina el Sr. Jedi Cristiani que su mensaje llegará con otros muchos
mensajes muy parecidos al suyo e igualmente bobos y tramposos? Como en el cruce de significados de la
palabra spam, se dan aquí muchas combinaciones estúpidas de estupideces varias, y en todas ellas
prevalece el signo inequívoco del timo, pero un timo muy antiguo, como el de la comunicación oral, un
tipo de engaño que es incompatible con un medio que, por otra parte, se supone apto solamente para
mentes que, en un sentido, ya se han "ensanchado". Se puede ser estúpido manejando un ordenador pero
no se puede ser analfabeto y, sin embargo, el Sr. Jedi Cristiani apela a embaucar presuponiendo en su
víctima una forma de estupidez y de ignorancia que es propia de los analfabetos o que la alfabetización no
ha podido corregir.
Sospecho que este spam es un signo del fracaso de la educación: el fiasco de la Ilustración. Y concluyo:
por sofisticado que sea, el medio no corrige la estupidez cuando ésta es innata, por mucho que usar una
computadora requiera de cierta pericia mental. Por cierto, es lo mismo que pasa con los racionalistas que,
como lo racionalizan todo, creen que por ello son muy racionales cuando lo más habitual es que sean muy
estúpidos.
En cualquier caso, esto no puede ser tan estúpido como un racionalista estúpido. No, lo que está en juego
en este trasiego de sentidos que se encabalgan y se excluyen unos a otros es la esperanza. Si no hubiera
esperanza, no habría tanto estúpido suelto por ahí y no existiría el spam. Así que en lugar de mejorar los
filtros antispam lo que habría que hacer es suprimir la esperanza. Eso sí que sería ensanchar la mente de
las personas.
BELLEZA OCULTA
21 JULIO, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Una exposición que acaba de inaugurarse en El Prado y que, según proclaman sus organizadores, está
dedicada a revelar “los secretos ocultos de los grandes pintores” tiene todos los indicios de ser la típica
estupidez a que da lugar la perversa integración de la tecnología con la cultura, donde lo más habitual es
que se confundan los medios con el fin. Peor aún: que los medios acaben sustituyendo a los fines. Según
se afirma en este despacho de prensa, nuevos métodos infográficos (infrarrojos, escáneres,
calimestradoras de fístulas cromatográficas, bla-bla) permiten “descubrir” –menudo “descubrimiento”,
como el agujero del mate– que los pintores de todos los tiempos han pintado sus obras maestras tras pasar
por innumerables versiones corregidas, hacer bocetos y pintar o dibujar encima de ellos, unas veces con
lápiz y otras con carboncillo o cuadrícula, etc. El periodista añade, de su propia cosecha, que esto permite
revelar “la belleza oculta” de los grandes cuadros. ¿Qué tendrá la belleza que siempre se dice de ella que
está oculta?
No he visto la exposición, pero seguro que también “demuestra” con gran despliegue tecnológico que
muchos artistas célebres pintaban sobre cuadros con pinturas descartadas para ahorrarse lienzos y
armazones. Pues, claro, ¿no ven que entonces no existía IKEA?
Naturalmente, los más beneficiados con este “descubrimiento” son las empresas dedicadas a producir los
sistemas que sirven para “descubrir” estas cosas y que, por supuesto, no se emplearán para estudiar nada o
para “descubrir” lo que, por otra parte, todo el mundo sabe desde siempre, sino para autenticar las obras
que circulan en el mercado del arte o para acciones de espionaje militar o industrial.
El otro beneficiario natural de la iniciativa es la propia tecnología, que se contempla a sí misma extasiada
por los resultados de sus propios procedimientos en un –por cierto, muy sofisticado– ejercicio de
narcisismo sufragado con fondos públicos. Esa sí que es una belleza oculta.
A este paso, sólo falta que un equipo de psicólogos cognitivistas computerizados en colaboración con el
MIT y los laboratorios de Palo Alto en Pasadena y pagados por la Comunidad de Madrid y Cosmocaixa
demuestren que Dante tuvo que haber aprendido a leer La Divina Comedia.
EL AURA DE UN CODAZO
20 OCTUBRE, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Steve Wynn, dueño de hoteles y casinos en Las Vegas, decide poner a la venta un cuadro célebre de
Picasso, que posee desde hace algunos años. La ocasión despierta la expectativa del llamado mercado del
arte porque se supone que la venta alcanzará un precio récord. Se trata de Se trata de El sueño, retrato de
Marie-Thérèse Walter,El sueño, retrato de Marie-Thérèse Walter,que fue amante de Picasso.
(A propósito, cuántas amantes tuvo Picasso, qué vigor sexual envidiable el de ese hombre…)
Como siempre que se trata de un tema erótico, ninguno como él para representar la propia voluptas (y la
de toda alma erotizada) de forma tan atinada y exacta: véase ese pene que completa el rostro ensoñecido
de Marie-Thérèse Walter que tanto podría valer como la extensión necesaria del falo picassiano, falo
inmortalizado al ser traspuesto al retrato de su amante, o como la huella de una cierta afición priápica de
Marie-Thérèse Walter, convertida en el emblema de esa feminidad idealizada por todos los hombres, que
sueñan con mujeres que adoran el miembro viril tanto como ellos mismos lo adoran. El sueño de Marie-
Thérèse es, en verdad, el sueño de todo hombre: tener una mujer que sueñe con pollas.
En cualquier caso, el retrato tiene suficiente carisma fálico como para justificar que se puje por él por
cantidades astronómicas, más allá de consideraciones críticas o estéticas, unas más redundantes que las
otras. 139 millones de dólares es un precio tan elevado que debería servir para acallar cualquier
comentario pedante.
Sin embargo, cuando Wynn estaba a punto de realizar la operación de venta a un marchand de Nueva
York, un inconveniente cruzó en la transacción: en un descuido, el magnate de casinos dañó el cuadro con
codazo.
(¡Horror! ¡Profanación! ¡Sacrilegio! ¡Desgracia!)
Sin embargo, dos días después que la prensa informara acerca del desdichado sueño valía 20 millones
oacute;lares más.
Como es obvio, no cabe pensar sea el pene de Picasso lo que ha aumentado de y menos aún el trabajo que
se tomó en La iacute;a se debe a un suplemento en el nivel de las esencias, el codazo de Wynn y el
revuelo mediático levantado por el que ha investido a la obra con un aura. Tanto da que el accidente haya
sido fortuito o funesto, incluso que, en haya sucedido. Es su resonancia aurática lo se acopla a la obra
como una pátina, y sobre presea conmensurable desde un punto de vista iacute;stico, como si los bonus en
la oacute;n dieran prueba de un cambio en la oacute;n que el cuadro tiene como acontecimiento. Como si,
de hecho, para los mercaderes de arte y los magnates que son sus clientes, el codazo de tuviese el valor de
una auténtica performance.
Hacía tiempo que no asistía a un acontecimiento tan inequívocamente posmoderno como este.
IDEÓLOGOS
6 NOVIEMBRE, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
En un párrafo de Nosotros, los modernos (Madrid: Ediciones Encuentro, 2006) anota Finkielkraut un
sugestivo comentario de Foucault. Virtud significativa de este ensayo es la perspicacia que muestra
Finkielkraut a la hora de escoger las citas. El comentario dice así:
La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capacidad para producir hombres
sabios y discretos; en la Edad Media, hombres aptos para racionalizar el dogma; en la edad clásica,
para fundamentar la ciencia; en la época moderna fue su aptitud para dar razón de las matanzas. Los
primeros ayudaban al hombre a soportar su propia muerte, los últimos a aceptar la de los otros.
Este pasaje es un ejemplo memorable de cómo se construye un discurso de la historia,cómo se da sentido
a los hechos y cómo la historia –y buena parte del trabajo de Foucault, cuando no es archivístico– no es
más que una operación literaria. Aquí se traza una parábola sobre el supuesto de que haya una “prueba
decisiva” que la describe y, en función de esa trayectoria que sólo se sostiene con palabras, se diseña
la evolución de la prueba que, paradójicamente, expresa nada menos que nuestra decadencia.
Nominalismo extremo. Podría reprochársele a Foucault que, para dramatizar y dar realce a lo que no es
más que una trouvaille, se valga de una artimaña retórica, típicamente francesa, consistente en
“descubrir” un signo o una serie significativa donde no hay más que juego de palabra. Podría advertírsele
que incurre en historicismo con relación a la idea de la muerte y que en cierto modo infringe las reglas de
su propio método historiográfico; pero sería bastante estúpido hacerlo, la verdad sea dicha. La impronta
personal es justamente lo que hace apasionante –y siempre discutible– el trabajo de los historiadores. No
hacemos historia para conocer la verdad sino para aprender cómo alguien encuentra otra razón en
episodios pasados, una razón que no está, o no parece mostrarse, en los hechos desnudos; y a menudo,
cuando se trata de acontecimientos muy antiguos, encontrar esa razón sólo es posible por medio de la
pericia o la astucia literarias.
Sin embargo, obsérvese que la parábola descrita en el pasaje podría escribirse así:
La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capacidad para armonizar la condición
humana con la naturaleza; en la Edad Media, para sobreponerse a la madre naturaleza satanizada; en
la edad clásica, para hacer que esa matriz natural sea consistente con la ciencia; en la época
moderna, para verla doblegada y a disposición de los designios humanos. Los primeros ayudaban al
hombre a ser huéspedes respetuosos de la naturaleza, los últimos a devastarla.
O sea que se puede cambiar el protagonista sin tocar la serie y el sentido de una historia, que fluye de
manera necesaria –y hasta trágica– y permanece tal cual. Se puede regular el grado de dramatismo de la
fórmula para hacerla más o menos épatante. Lo habitual es que la mayoría de los epígonos de Foucault
procedan así: con mayor o menor habilidad literaria (y he de reconocer que la mía no parece muy brillante
en este ejemplo) se limitan a parafrasear los textos del maestro con absoluta indiferencia de la verdad; y,
eso sí, no pisan jamás un archivo o una biblioteca. De ahí que muy a menudo su discurso no revele más
que la forma en que están organizadas sus propias palabras o su destreza en cuanto a pillar a Foucault,
pero sólo por la eficacia retórica de su estilo; curiosamente, lo mismo hacen sus críticos.
Total que, todos, sin excepción: el maestro, sus discípulos e innumerables epígonos foucaultianos; y los
réprobos de todos ellos, en el fondo, hacen ideología.
PUBLICIDAD
29 DICIEMBRE, 2006 \ BY ENRIQUE LYNCH
Se puede comer, celebrar, trabajar, escribir, hacer el amor, etc. como si se estuviese bajo la inspección de
una cámara o expuesto a la mirada atenta de algún espectador. Los medios disponibles no tienen límite
para quienes sepan valerse de ellos. Exhibicionismo absoluto y democrático, sin pauta o cortapisa alguna,
que responde a la conciencia (o, mejor dicho, autoconciencia) de que el mundo es en realidad el
mundo representado. Hay quien vive –literalmente– como si protagonizara un spot. Y, de hecho, algunos
fenómenos vertiginosos y espontáneos, como la proliferación de los blogs, no parecen guiados por una
inopinada necesidad de los individuos de permeabilizar la información o de comunicarse con quien sea y
como sea, sino por el placer de hacer algo –no importa qué– con tal que sea público. Más aún, se trata de
hacerlo publicitariamente. El éxito de YouTube radica aquí.
La pulsión contemporánea que lleva a convertir todo en público no responde a ningún altruísmo
informativo ni es revolucionario. Ni siquiera es obsceno. Más bien parece que, lo mismo que la
publicidad, es trivial e inofensivo; y, sobre todo, triste.
Lo extraño es que no haya salido un nuevo Baudelaire que oficie como cronista genuino de esta nueva
forma de tristeza.
FELICIDAD
24 ENERO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
Una conocida (?) ocurrencia zen nos propone una definición de la felicidad que, a primera vista, parece
sugestiva.
(De hecho, no falta alguno al que se le iluminan los ojos cuando la pronuncia).
La fórmula dice que sólo alcanza la felicidad quien es capaz de desear lo que ya tiene. Como suele ocurrir
con todas las paradojas, una cosa es lo que te suscitan en primera instancia y otra muy distinta lo que en
verdad te enseñan, que casi siempre es nada. Porque, ¿cómo puede uno desear lo que ya posee si el deseo
es deseo de lo que falta? Sólo se me ocurren dos maneras: o bien hay que dejar de desear (la ataraxia de
los estoicos), o bien hay que aprender a contentarse con lo que a uno le ha tocado en suerte. Lo primero es
incompatible con el reconocimiento de uno mismo y con la condición moderna, lo segundo se parece a
hacer de la necesidad, virtud; y en ambos casos, parecería que la fórmula sugiere que se ha de buscar
algún tipo de gratificación en la infelicidad individual. O sea, que hay que joderse.
(Vaya fiasco)
LA OBRA
31 ENERO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
Entre los hallazgos fundamentales de los primeros románticos alemanes en materia de estética está el
haber dado con la noción de obra. No se trata de un “descubrimiento” en sentido estricto. En realidad, los
componentes de la pandilla de Jena (los Schlegel, Tieck, Novalis, Schelling, Schleiermacher) no
descubrieron nada, más bien se limitaron a reflexionar sobre sus propias sensibilidades y las de sus
coetáneos y se dieron cuenta de que en la apreciación de –pongamos por caso– un poema o una música,
una cosa es el valor que se atribuye a la realización que llama nuestra atención –su factura, su técnica, su
composición, incluso su precio– y otra muy distinta es comprender que eso que nos maravilla haya sido
realizado, que esté allí, en el mundo. En efecto, una cosa es que nos maravillemos de la belleza del
Partenón o de los frescos de la Capilla Sixtina o que nos asombre la perenne inteligencia del Dante en La
divina comedia y otra muy distinta que celebremos cada uno de estos hitos como obras. Podría pensarse
que esta diferencia –la distinción gratuita entre la cosa y la obra de arte que la habita– implica una forma
de mistificación. Y de hecho, parecería que es así, puesto que de ella se nutren los llamados críticos de
arte y los mercaderes y se ganan la vida los profesores de estética que llevan casi tres siglos con sus
pomposas peroratas sobre “la esencia de la obra de arte”. Sin embargo, es una contribución original del
romanticismo alemán haber comprendido que en el arte hay sobre todo una celebración del ser, que el arte
está allí no sólo para proporcionarnos una sensación, ya sea de placer extático o de complacencia
desinteresada, sino para dar cuenta de la pura existencia de algo.
Resulta significativo que este –¿cómo llamarlo?– desapego, esta modestia, que no obstante revela la
dimensión ontológica de las acciones humanas, todavía no haya alcanzado a la ciencia. Está visto que
entre los científicos hay innumerables románticos, unos más escrupulosos o mistificadores que otros, pero
a la ciencia –la verdad sea dicha– aún no le ha llegado su romanticismo.
ULISES
19 FEBRERO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
Bernhard Schlink, autor de El lector, una novelita que ha tenido mucho éxito, apunta que:
Los griegos, por supuesto que sabían que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río no creían
en el regreso. Así pues, Ulises no regresa para quedarse, sino para volver a zarpar.
La Odisea tendría que ser considerada entonces como una metáfora de la vida, como ya lo era –por
cierto– la batalla en la Iliada: venir desde un punto sobrevenido, sin destino y sin final razonable, aunque
con término asignado. Puro tránsito, duración, transcurrencia sin retorno.
Es evidente que es así; aunque uno entonces se pregunta ¿de dónde habrán salido la esperanza del sentido
y la idea de reparación?, sobre todo cuando no parece probable que alguna vez se pueda responder a estos
interrogantes. El propio Ulises nunca supo por qué le tocó en suerte vagar por ahí.
(Pero mejor sacudirse de encima estos pensamientos tan pesimistas. Así no se puede trabajar.)
EJERCICIO GORGIANO
2 MARZO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
Merece la pena examinar con atención este spot que con inusitada astucia mediática ironiza sobre una
manera de pensar arraigada profundamente en nuestras conciencias. He aquí a Bruce Lee en primer plano,
blanco y negro, en plan oracular, con la gestualidad iluminada y desafiante de los sacerdotes shao li (o
como se llamen). Son cuatro consignas sentenciosas que quieren decir algo más, con las que Lee no sólo
habla sino que, en cierto modo, expresa; y precisamente por eso se supone que da que pensar. Ya
sabemos que la expresión es el registro más apreciado del arte contemporáneo. Poco importa que ni una
cosa ni la otra, ni discurso ni expresión significativas, tengan lugar en la performance de Lee. Lo decisivo
(lo publicitario) es su gesto. Un buen spot publicitario se sostiene por uno o unos pocos gestos. Así pues,
aunque el contenido de las frases sea nulo y su pretendida expresión tan insignificante como un ademán,
la sanata de Lee –una cita pícara– consigue el efecto deseado, que es lo que BMW necesita.
Es verdaderamente brillante.
Primero nos invita a un estado de beatífica liberación de todas las formas, luego propone una asociación
exacta: el agua, elemento que no tiene forma sino que se hace forma cuando es contenida por un
recipiente o es ganada por la función que la emplea; y por último una consigna de resonancias orientales:
“Be water, my friend…”. O sea, conviértete en ese elemento, alcanza la pureza informe. Parece sacado del
Yi King.
Pero el asunto de marras es un automóvil… Justamente aquí, en la asociación imprevista, bizarra – diría
Baudelaire– está la fuerza poética del anuncio, que manifiesta tanto como oculta. Lo mismo que el Arte
de Heidegger, que “pone por obra la verdad” –aunque él y su Arte se guardan muy bien de explicar cómo
se realiza esa “puesta por obra”–, Lee expone un imperativo existencial (“ser agua”) pero no nos dice
cómo realizarlo, no nos explica cómo se deviene agua. Puedes interpretarlo como te plazca, lo mismo
que los oráculos del Yi King. ¿Por qué no asociarlo a una marca de automóviles y su pretendida fusión
con la carretera y el placer de conducir?
Libertad de asociación: se ejemplifica una manera de pensar (o de conducir; tratándose de un fanático de
los coches, suele ser la misma cosa) y una manera de ser: Si logras ser agua entenderás cómo,
conduciendo un BMW, puedes llegar a ser la carretera. Se apela a la metamorfosis, viejo recurso
chámanico que, como toda sabiduría mágica, cifra su sugestión en un misterio que sólo puede ser
revelado a unos pocos iniciados. Si pudiéramos convertirnos en agua y, de ahí en más, ser agua,
siguiendo un manual de instrucciones, Lee no sería Lee y la publicidad perdería todo su encanto y la
ironía implícita del mensaje. Porque está claro que la anomalía irónica de la asociación –“ser agua”, el
maestro del Kung-Fu, el BMW– es una de las claves mercadotécnicas de este spot tan eficaz.
Pero esto no explica por qué los dos lúcidos publicitarios que están detrás de esta ingeniosa combinación
dieron con la fórmula. Si acaso, la explicación radica no en el esquema del spot sino en la inteligencia que
estableció la asociación bizarra. ¿La orienta un sentido o una afirmación? No. Una entonación. La
seducción del anuncio está en el tono. Cuando Benjamin escribe: “No hay un solo un solo documento de
cultura que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie” o cuando Wittgenstein proclama, con el
mismo hálito oracular que “La muerte no es un acontecimiento de la vida. La muerte no puede ser
vivida.” (Tractatus, 6.4311) o Monica Vitti, sin dejar de pasarse lentamente el peine por el pelo delante
del espejo, le espeta a su amante (¿Jean Louis Trintignant?): “Io ti ex-amo”, hacen lo mismo: entonar.
Producen otras tantas frases sentenciosas que de inmediato juzgamos como significativas no porque en
rigor signifiquen algo sino porque se implantan en nuestra memoria como las semillas del logos de los
estoicos. Es su pregnancia tonal, su potencia germinativa, lo que las hace significantes, no su significado,
que muchas (si no todas las) veces es nulo. Son unas pocas palabras sacadas de contexto, y no puedes
dejar de pensar en ellas porque las recuerdas, y las recuerdas porque introducen un loop indefinido en el
pensamiento, como una pieza mal colocada en el escenario, una errata o esa falta de ortografía que un
lector atento no puede pasar por alto: no puedes sino verlas y ponerte a pensar. A menudo una teoría falsa
se sostiene en este tipo de frases que, por medio de una oscuridad impostada o una concordancia
inarmónica hacen pensar.
(Aunque, entiéndaseme bien, no quiero decir que Benjamin o Antonioni o Wittgenstein sean unos
cantamañanas. No soy periodista, científico o lo que sea).
El caso es que una parte importante de la cultura contemporánea se sostiene en este tipo de discurso que
se enuncia con cámara de resonancia y se retroalimenta, y más tarde estimula la interpretación y la
variante infinita para, al final, dejarlo todo como está.
(Pero mira bien, colega lector, porque eso mismo es lo que intento hacer contigo)
MINUÉ
28 MARZO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
A veces nos parece evidente que la belleza sale de un cuerpo, cuya curva, recortada sobre un fondo
impreciso, nos inspira o nos excita, y nos hace pensar. Delicada instrucción que sigue el espíritu cuando
se siente enamorado. A eso que llega hasta nosotros, como un invitado imprevisto, lo acogemos con una
facultad que llamamos gusto y lo asociamos a un placer que luego compartimos con los demás. Miramos
lo bello como escuchamos en la suite el minué, entre la sarabanda y la giga: un orden complaciente, una
ocasión sin sobresaltos. Una armonía inconfundible que hace su trabajo.
Pero lo cierto es que lo bello no está fuera sino en nosotros mismos. Es nuestra disposición que se
manifiesta como un testigo incorruptible, casi aristocrático, de que somos dados a una experiencia. No es
pues la belleza sino la experiencia lo que estéticamente debería ser reflexionado.
(Ay…, si yo pudiera bailar otra vez en los salones de Versailles…)
RELIGIÓN NATURAL
18 MAYO, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
En la medida en que se le atribuye cierto valor, el ethos, o sea, el comportamiento virtuoso de cada cual,
necesariamente tiene como fundamento una transacción originaria que –si no me equivoco– los
antropólogos llaman don y que desde muy antaño se expresa en forma de una correspondencia entre
semejantes: Do ut Des, o sea, te entrego algo para que me correspondas. Ni que decir tiene que en esta
transacción elemental lo cabalmente ético es la reciprocidad que, por otra parte, funda el principio de
sociabilidad que permite a la especie humana constituirse en rebaño, grey o comunidad de individuos
asociados. El intercambio de dones aproxima a las gentes y las hace afines entre sí y da una explicación
plausible a esos gestos que la ética premia (la solidaridad, el altruísmo, la confianza, la amistad, etc.)
tanto como justifica que se entablen alianzas más o menos mafiosas, lo que en términos más populares se
expresa en la fórmula: “Hoy por mí, mañana por ti”.
(Por cierto, esto autorizaría a afirmar que toda ética comunitaria es en el fondo mafiosa, pero más vale
que no profundicemos…)
Del orden de esta correspondencia es también el vínculo religioso, la celebérrima religatio, la relación
compulsiva que el individuo sella con algún dios o santo o protector divino (o, en ocasiones, humano). Un
ex-voto puede ser una plegaria, una ofrenda o un sacrificio, pero en todo caso es un don que se entrega a
la divinidad para obtener de ella a cambio un favor: que sea cumpla nuestro deseo o que Dios nos proteja
(y que nos coja confesados). Esta es la razón por la que se suele confundir la religión con la ética.
Los dioses son poderosos y se supone que son buenos y están bien dispuestos y son sensibles a los dones.
Sin embargo, lo mismo podría pensarse de un demonio, es decir, de un dios no necesariamente bueno, un
dios –digamos– más próximo a la condición humana que, como sabemos, es irredimiblemente mala. Así
pues, en la medida en que se sostienen en el mismo principio del don, se ha de admitir que los cultos
satánicos o demoníacos son tan religiosos como la devoción a la Virgen María.
En el noreste de la Argentina se ha difundido en los últimos años el culto popular a San La Muerte,
curioso santo o demonio al que se rinde culto no tanto para obtener de él una recompensa favorable sino
más bien para que haga daño, lo mismo que en el vudú. Y, por lo que parece, la creciente popularidad de
San La Muerte demuestra que es un demonio muy eficaz. Y también muy exigente: mientras cumples con
él es implacable con la víctima, pero si fallas, si no lo tienes constantemente satisfecho, su poder se
vuelve contra ti y tú mismo te conviertes en su víctima.
Reveladora dialéctica la de este culto, pues en el fondo el devoto corre tanto peligro como el objeto
del payé. Aquí el vínculo con lo sagrado consagra una humana ecuanimidad y correspondencia éticas de
tal modo que el bien para uno puede transformarse el mal para otro… o viceversa. Con San La Muerte no
retorna la religión artera del amor al prójimo sino la religión natural y la vida (o la ética) de los
antepasados que, según cuentan, vivían en compañía de los dioses.
Las páginas 112 a 115 de un libro que firma el teórico del arte francés Nicolas Bourriaud,
titulado Posproducción: la cultura como escenario, modos en que el arte reprograma el mundo
contemporáneo.(Traducción de Silvio Mattoni. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2007) llevan
como título “El autor, entidad jurídica”. En este apartado de su libro Bourriaud sostiene que en la cultura
contemporánea el autor está muerto. O sea: que está finiquitado, desaparecido, superado, etc.; o bien ha
quedado convertido en una especie de anacronismo.
Sin embargo, en ese mismo espacio, que ocupa unos 5000 caracteres, el mismo Bourriaud cita, glosa o
comenta a:
Roland Barthes
Michel Foucault
Douglas Gordon
Alfred Hitchcock
James Conlon
Bernard Herrmann
Roni Size
Jeff Koons
Haim Steinbach
Mike Bidlo
Elaine Sturtevant
Sherrie Levine
Andy Warhol
Marcel Duchamp
Paul Valéry
Umberto Eco
y Pierre Lévy
?????
Con toda franqueza, la teoría contemporánea del arte puede resultar a veces muy desconcertante…
SOLEMNE
17 OCTUBRE, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
Del espíritu melancólico del siglo XIX nos viene la solemnidad. Pero, ¿por qué somos tan solemnes?
Se dice –y con alguna razón–que la melancolía es un temple de la autoconciencia subjetiva, o sea, de la
época en que los hombres se dan cuenta de que su única referencia posible al mundo es ese miserable y
frágil vértice subjetivo. Cuando descubren que no tienen alma y que, por lo tanto, toda esperanza de
inmortalidad es inútil. La conciencia de este tipo especial de finitud –de pronto comprendo que no soy
una criatura de Dios, que nunca habré de reencontrar al Padre, que mi existencia no conduce hacia la luz
que resplandecía en la salida de la Caverna platónica, que no hay Dios-Padre, etc.– nos pone muy tristes o
muy circunspectos; y así, cada ocasión de nuestra vida, cada vicisitud de partida o de llegada o cada
circunstancia, adopta el aire de un Hito o la jerarquía del Momento y, en la tesitura, casi nadie escapa a la
tentación de ponerse solemne. Muchos de los programas –o las “agendas”, como las llaman ahora los
papanatas salidos de las llamadas ciencias sociales– del saber contemporáneo: la Verdad o la Creación, el
Deseo y la Pasión, el origen del Poder o la razón de esta o aquella crítica, la atención por la naturaleza o
la causa de los desposeídos, acaban siendo enunciados y elaborados con una prosopopeya inconfundible,
más o menos apocalíptica pero siempre pretenciosa y engolada como la sanata de un locutor de radio
clásica.
Heidegger, por ejemplo, ¿por qué es tan solemne? Y Habermas, ¿se ha reído alguna vez? Recuerdo
haberme preguntado, de adolescente, qué le pasaba a Ernesto Sábato, quien cada tanto aparecía por casa
con cara de constantes retortijones. Y no digamos Foucault y su escuela de epígonos, con su característica
solemnidad, que de tan impostada resulta hasta ridícula, hablando de las “entrañas del poder” o
recurriendo a las metáforas del cuerpo o la locura para encubrir meras racionalizaciones que falsean la
descripción de la comunidad humana con toda suerte de exageraciones y tremendismos. La sociedad una
cárcel…: expresionismo barato, pura razón de efecto sin efecto de razón. La izquierda, en general, suele
ser insufriblemente solemne; como si, por fuerza, la responsabilidad histórica de la que se autoinviste
tuviese que ser, además, seria.
(Pongámonos serios, estamos hablando del futuro de la humanidad, la muerte del Hombre, bla-bla…)
El izquierdista encuentra un argumento complementario para su razón –o para colarte sus prejuicios–
cada vez que se expresa con solemnidad (“éramos tan pobres”, “hemos sufrido tanto”, It might happen to
you, sir”me espetó una vez un mendigo insolente en Londres cuando me negué a darle una limosna).
Como esos tullidos que enseñan sus muñones en la calle y que antes sólo se veían en Calcuta pero ahora
se encuentran por todas partes. Meten sus solemnes muñones en medio de la fiesta posmoderna para
estropearla adrede, aunque lo cierto es que su gesto se parece a participar de esa misma fiesta, pero
disfrazado de Drácula.
Una de las virtudes de Nietzsche es que no tiene nada de melancólico, no espera el dolor de estómago
para ponerse a pensar y no tiene vergüenza de sus propias risotadas (¡al cuerno con ellos!), eso que
Rosset, por cierto, describió de forma también solemne como “beatitud”. Muy pocos entre los
contemporáneos –quizá Lacan, que era muy payaso, o Sloterdijk–, han sabido captar con “beatitud”
comparable lo que Escohotado llamó “el espíritu de la comedia” que es el verdadero espíritu de este y de
todos los tiempos. Así que vendría bien reivindicar la risa contra la solemnidad, no sólo porque es
misteriosa y sublime, sino porque con ella conseguimos la libertad; y tener siempre presente que no
seremos libres hasta que, en verdad, nos libremos de todos los pestiñazos.
EXPRESIÓN
21 NOVIEMBRE, 2007 \ BY ENRIQUE LYNCH
Leo que para Jakob Boehme el hombre participa de la sustancia de Dios no porque se parece a Él, es
decir, porque se le asemeja en imagen, sino porque expresa “a su vez el Verbo oculto de la ciencia divina
en formas distintas, a la manera de las creaturas temporales”. Recuerdo que Spìnoza sostiene que el
mundo entero es expresión de la sustancia divina. Y que Deleuze, que saca un pedacito de cada uno de
ellos, recuerda que la expresión, a diferencia de la imitación, no opera según un modelo, no copia nada
sino que se manifiesta como pura emanación.
Está claro que esto de la “expresión” es enormemente sugestivo. Miro el rostro de mi amada y descubro
que enseña algo detrás, que algo en ella me contempla, desde el fondo… ¿de qué? De su máscara, de su
expresión y, lo mismo que Boehme y Spinoza y Deleuze, me digo que esa emanación me deja asomarme
a un alma que adoro.
Pero después me miro al espejo –maldita costumbre de ensayarlo todo delante del espejo, como la
Madrastra de Blancanieves– y lo que veo detrás de mi máscara, mi propia expresión, no tiene nada de
divino.
Entonces ¿que es la expresión? Una historia que se monta uno cuando está enamorado.