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El caso de las escenas violentas

Miguel A. Santagada
¿Por qué preocuparse por la violencia en el ámbito audiovisual? Un trayecto de
varias décadas de debates sobre la problemática ha entrelazado la labor de
investigadores de diferentes campos académicos, que podrían aportar tantas respuestas
como objeciones. En este trabajo voy a exponer algunas ideas que configuran una
especie de marco teórico con el cual pretendo discutir tales objeciones y aportar a la
comprensión de los fenómenos contemporáneos vinculados con la convivencia, la
discriminación, la seguridad, etc. Describiré en primer término una serie de estudios con
los que se construyó un área relativamente autónoma de indagaciones inspiradas en
métodos de la psicología y la sociología empírica. Posteriormente repasaré algunos
trabajos de carácter estético, que facilitarán la tarea de formular un marco de
consideración acerca de las escenas violentas en la producción social contemporánea.
Por último propondré un concepto de violencia social que permita comprender la
creatividad y el dinamismo de las artes audiovisuales más allá de las tendencias a la
espectacularidad y el sensacionalismo que suelen atribuírseles desde otras perspectivas.

Tres versiones sobre la violencia en la producción audiovisual


En un documento de 2003 (Kriegel, 2003), la comisión reunida por el Ministerio
Francés de Cultura y Comunicación para expedirse sobre la situación del cine y la
televisión se concluye que la producción audiovisual de los noventa ofrecía en términos
generales un mundo donde el mal siempre es victorioso y donde es inconcebible
pretender luchar contra él. La afirmación más audaz sostenía que el cine y la televisión
adhieren a una especie de tesis gnóstica, para la que el mundo está hecho a propósito
defectuosamente y no tiene remedio alguno, ya que la inoperancia que desde los relatos
audiovisuales se adjudica a la policía o a las autoridades judiciales en muchos casos se
debe a la corrupción desparramada por todas partes. Los productos audiovisuales que
dicha comisión tenía entre manos estaban mezclados con sangre real: un asesino serial
que por aquella época operó en los suburbios parisinos confesó que la fuente inspiradora
de su campaña homicida había sido Asesinos por naturaleza, la película de Oliver Stone
(Nature born killers).

Como documento surgido de las presiones que ejercen ciertos sectores


moralizantes (ligas de madres y madres, confesiones religiosas, pediatras, psicólogos, ,
etc.) se entiende que el dictamen busque su apoyo en indagaciones académicas que en
buena medida acortan el camino entre el prejuicio y la prohibición. Más allá de estas
contingencias de la política, el documento se expone a críticas de carácter estrictamente
metodológico que conviene analizar con cautela. El procedimiento de la comisión
consistió en mirar las escenas violentas en las producciones audiovisuales cómo si éstas
se produjeran sólo desquiciadamente, sin conflictos ni razones, y como si los
espectadores, denominados sectores vulnerables, las adoptaran automáticamente como
modelo de conducta.

Aparentemente, esta forma de abordar el fenómeno de la escenas violentas y


otras ideas en que se fundamenta el estudio de la Comisión francesa pueden mejorarse
con poco esfuerzo. Sin embargo, para ello sería preciso revisar un trayecto de no menos
de cincuenta años (Von Post, 1995) en los que se produjeron varios centenares de
estudios empíricos aplicados a la detección de efectos de las escenas violentas en los
niños. Por supuesto que la variedad de tales indagaciones no permitiría aceptar sin más
una generalización, pero sí podemos replicar a esa tradición de estudios señalando otras
opciones, y proponiendo un marco de consideración diferente (Rafter, 2000).
Revisaremos sintéticamente dichas tradiciones académicas a fin de facilitar la
exposición detallada de los lineamientos generales de nuestra perspectiva.

Al respecto, señalemos que con el tiempo las investigaciones se han diferenciado


de modo significativo, en torno a objetivos y supuestos que podrían corresponder al
menos con tres enfoques. Para abreviar los llamaremos los culpabilizadores, los
exculpadores y los estéticos. Mientras que los dos primeros aportan a la idea de que la
producción audiovisual debe entenderse como situada al exterior de los procesos
sociales, razón por la cual la violencia sólo es concebida como “representada con o sin
excesos”, la versión estética indaga entre las tendencias y estilos dominantes para arribar
a una descripción en la cual en cierto modo se conjugan las conclusiones de las otras
posturas sin aportar nada original a ambas.

Consecuentemente, debemos señalar que más allá de la divergencia entre estas


tradiciones, las vincula una serie de conceptos e ideas comunes. Cualquier revisión de
las líneas de indagación más consolidadas en el área de los estudios de comunicación
permite reconocer perspectivas claramente divergentes en lo que concierne a las
conclusiones más refinadas, al mismo tiempo que dejar advertir cierta coincidencia
elemental en lo que respecta a tres puntos significativos, que podríamos sintetizar, quizá
algo esquemáticamente, de es modo:

• La violencia en las pantallas es invariablemente analizada según la hipótesis de


su exterioridad; el supuesto es que las ficciones exageran (o no) en sus
referencias a un mundo sin reglas y sin orden, el cual ciertamente no es ni se
parece al mundo real (de los países centrales), “cada día más civilizado y
pluralista”.
• las escenas de violencia referidas por los estudios son típica y exclusivamente las
que se relacionan con el accionar de gángsters y hampones, con el empleo de
armas y con la agresión personal. En menor medida, los estudios se refieren a
violaciones, a batallas y escaramuzas bélicas, a la denuncia de segregación racial,
de superexplotación de trabajadores, etc.
• el consumidor de escenas violentas es un receptáculo inerte, que manifiesta una
conducta mimética pues es incapaz de interpretar con moderación los
significados de los textos audiovisuales.

a) Los culpabilizadores

Esta versión suele ser la más consultada por los gobiernos y las organizaciones
que defienden la necesidad de regular el acceso de los niños a las escenas violentas.
Aunque en los últimos años el discurso de los que pretenden regular las imágenes
audiovisuales prefiere evitar las prohibiciones y las censuras, no faltan las sugerencias
para que se limiten los créditos estatales o las ayudas financieras a realizadores que
presenten proyectos no encuadrados en las definiciones de “contenido de interés
público”. Tales definiciones no siempre son formuladas en debates multitudinarios y
pluralistas. Más bien, suelen emanar de estas formaciones discursivas que recriminan a
la producción audiovisual in toto por los malos comportamientos de los niños y jóvenes
(Gormley, 2005)

Un criterio adicional también suele ser la adopción de medidas proactivas que


atemperen lo que se da por sentado con toda convicción como efectos nocivos
adjudicados a ciertas películas y programas de televisión. Entre otras medidas, se insiste
en que padres y educadores deben orientar a los niños para que se busquen
entretenimientos menos perniciosos, a las productoras para que anticipen a sus
consumidores acerca de la calidad del material que exponen, y a las cadenas de
televisión para que no se aparten de las pautas de horarios de restricción establecidas.

Aunque las denominamos con un rótulo que las engloba, es preciso advertir que
al interior de este grupo se observa cierta falta de consenso entre los investigadores, en
torno a la metodología adoptada para probar las hipótesis y no a las hipótesis mismas.
Como éstas se refieren a cualquier forma de influencia de las escenas de violencia sobre
los espectadores, los desacuerdos se plantean a la hora de precisar si se trata de una
influencia directa o no en las conductas o las actitudes, con o sin resultados en el corto y
largo plazo, etc. Otra fuente de desacuerdos radica en el estilo más o menos realista de
las escenas violentas. Por ejemplo, George Gerbner (1996), uno de los autores más
citados, considera que ya es una escena de violencia aquella en la que un personaje
amenaza con lastimar o matar a otro, independientemente del método utilizado o del
contexto en que se encuentra. Gerbner incluye en su concepto las escenas de animación,
pero Guy Paquette y Jacques de Guise (2004) argumentan que la violencia de los dibujos
animados no puede tomarse en serio, puesto que su presentación suele ser no realista y
más bien de carácter humorístico.

Otro asunto controversial se refiere a la conexión entre escenas audiovisuales de


violencia y conducta agresiva. Algunos autores creen que el mecanismo agresivo
procede con independencia parcial de las escenas a que uno está expuesto, y derivaría de
situaciones traumáticas del entorno familiar, mientras otros creen que basta la mera
exposición no para ser agresivo, sino para aprender de a poco una especie de “script” o
guión cognitivo que a la larga terminará orientando la conducta de los espectadores. Si
alguien consume preferentemente, por ejemplo, series de acción y películas violentas, es
probable que llegue a internalizar por imitación las acciones de los héroes audiovisuales,
que como se sabe, resuelven a los tiros o a las trompadas sus problemas. Hay todavía un
tercer sector de culpabilizadores que adjudican a las escenas violentas la activación de
efectos fisiológicos que explican la conducta agresiva inmediatamente posterior al
consumo de imágenes. Diversas observaciones han llevado a concluir que el consumo de
imágenes violentas acelera el ritmo cardíaco y la respiración y aumenta la presión
arterial. Específicamente, las observaciones se han concentrado en torno a imágenes de
persecuciones y tiroteos, que en opinión de algunos autores predisponen a las personas a
actuar agresivamente en la vida cotidiana.

Un desacuerdo no resuelto consiste en determinar si las imágenes violentas


canalizan o confirman pensamientos y sentimientos agresivos ya instalados en los niños.
Algunos investigadores han reunido evidencia que permitiría sostener que el entorno
familiar y otras variables del entorno doméstico interactúan con el consumo de escenas
de violencia, y por tanto la influencia de las imágenes violentas sería aún mayor en
aquellos que presentan tendencias más afines con dichas imágenes.

En términos generales, pues, los culpabilizadores sostienen que existe una


relación positiva, aunque en cierto modo débil, entre la exposición o el consumo de
imágenes de violencia audiovisual y la conducta agresiva. Si bien es verdad que esa
relación no puede ser confirmada en términos sistemáticos, se introduce el argumento de
que sería ilógico sostener que no hay ninguna relación simplemente porque en algunas
ocasiones no es posible verificarla del todo, o sólo porque se puede verificar en ciertas
circunstancias.

De esta manera en países como Canadá, Estados Unidos y Francia gran parte de
la regulación estatal de textos audiovisuales ha procurado proteger a los sectores más
vulnerables. Ahora bien, es instructivo analizar a qué vulnerabilidad y a qué violencias
se menciona en estas legislaciones. La vulnerabilidad depende de un supuesto a cuya
credibilidad la literatura “culpabilizadora” no ha dejado de contribuir en los últimos
cincuenta años, y como se ve en la síntesis presentada, son escasas y marginales las
referencias a los entornos domésticos y a las particularidades familiares de los
consumidores de imágenes violentas. Sin duda, lo que en realidad llama la atención es la
falta de una definición cuidadosa de la violencia.

Para volver a la experiencia de la comisión reunida por el gobierno Francés


2002, el criterio de evaluación de espectáculos violentos que allí se propone deriva de un
concepto según el cual en la violencia estarían implicadas dos propiedades centrales: la
utilización de la fuerza excesiva orientada a causar daños a la integridad física o psíquica
y el objetivo de objetivo de dominación o de destrucción del otro o de los otros.

El autor que ha aportado esta idea fue Jacques Billard (cfr. Kiegel, op. cit.), un
especialista de origen francés que ante todo admite que la violencia es fácil de reconocer
pero difícil de definir; también argumenta que la identificación de la violencia con el
empleo de la fuerza física procede del hecho básico de que hay violencia allí donde hay
coacción que entraña sufrimiento. Claro que es posible que haya formas de coacción y
de uso de la fuerza que no provoquen sufrimientos, pero lo central en la definición no es
la idea del sufrimiento causado, sino la intención de destruir o someter a los otros que
provoca el uso de la fuerza física.

A poco que se analice esta definición veremos que las intenciones son tan opacas
como evidente es el hecho de que alguien sufra como consecuencia de la acción de otro,
no importa cuán desmedida o no sea la fuerza utilizada. Un dentista, por ejemplo, nos
hace sufrir y sin embargo no puede ser acusado de emplear la fuerza para alcanzar
objetivos de dominación o de destrucción. Se supone que el dentista tampoco obra por
coacción, dado que nos sometemos mansamente a las manos de un odontólogo para
evitar un daño ya instalado. En todo caso, señala Billard, hay que reconocer que la
violencia tiene rasgos cambiantes según las épocas y la tolerancia de las personas. Pero
entonces la violencia no estaría en los hechos en sí mismos sino que sería como una
etiqueta que pegamos a los hechos una vez que estos son interpretados según nuestros
prejuicios. Alguna vez se interpretó que pegarles a las mascotas o a los chicos
desobedientes no eran hechos violentos, sino adecuados a los objetivos de
encauzamiento y educación. No hace falta decir qué deplorable es para muchos de
nosotros el castigo físico, en cualquiera de sus formas y bajo las más variadas
circunstancias.
b) Los exculpadores
Esta versión de los estudios de violencia audiovisual se ha desarrollado en las
últimas décadas en buena medida como reacción a un sector de los culpabilizadores
liderados por los psicólogos Leonard Eron y Rowell Huesmann (Eron y Huesmann,
1972). Ambos investigadores habían tergiversado los datos de un estudio longitudinal
donde se intentaba demostrar la existencia de una correlación entre consumo individual
de escenas violentas durante la infancia y tendencia a la conducta agresiva y violenta
durante la edad adulta. Quien descubrió el fraude fue Jib Fowles, autor de The Case for
Television Violence, un minucioso análisis de alrededor de 2500 estudios empíricos y de
laboratorio que han aportado a lo que Richard Rhodes (2003) llama el mito de la
violencia mediática. Además de denunciar a Eron y Huesmann, Fowles refuta la llamada
teoría del cultivo de Gerbner, por la que se pretende explicar la conexión de largo plazo
entre escenas violentas y conducta agresiva. Con razón, Fowles también refuta una gran
variedad de estudios de laboratorio, cuyas conclusiones no son asimilables a la
experiencia cotidiana de los espectadores infantiles.

En esta corriente se suele citar al influyente sociólogo de la desviación Howard


Becker, para caracterizar a quienes más les afecta esta preocupación por la violencia
audiovisual. De esta manera, en lugar de refutar los estudios empíricos o su
metodología, con argumentos “ad hominem” embisten contra los culpabilizadores
académicos Dave Grossman, Brandon Centerwall, entre otros, y de funcionarios
republicanos como Dan Quayle y Howard Becker, respectivamente vicepresidente y
Secretario de Educación del primer mandato de Bush.. De esta manera los exculpadores
sugieren que los resultados de las investigaciones están en consonancia con el pánico de
los conservadores a perder definitivamente la hegemonía cultural en manos de una
producción audiovisual que se propone más dinámica, más atractiva y más satisfactoria
para todas las edades. Es más, Rodhes recuerda a Backer también en su idea de
comienzos de los sesenta respecto de la pérdida del liderazgo moral de las tradiciones
religiosas. Así, indica que a medida que los medios de comunicación se fueron
consolidando en el rol de entretenimiento como nuevas autoridades culturales, también
han suplido a las religiones en el papel de satisfacer muchas de las necesidades que
cumplía el discurso religioso en materia de proporcionar marcos comunes de referencia
e identidad comunitaria, con los cuales los individuos obtenían confianza, seguridad y
otras experiencias emocionales. Los medios audiovisuales serían como una nueva
institución social, y el temor de los conservadores se refiere a una ya irremediablemente
perdida supremacía social de las instituciones tradicionales de la religión y la familia.
Frente al declinar manifiesto de estas instituciones, los medios ocupan cada día más y
más tiempo de los jóvenes, y no siendo posible controlar los contenidos, entonces fue
preciso instalar desde hace décadas el pánico moral entre padres y educadores. No
debería sorprender, entonces, que los conservadores —guardianes de la tradición—
hayan subvencionado el ataque contra la producción audiovisual.

También desde esta corriente se han realizado estudios experimentales (Feshbach


y Singer, 1971). con el propósito de replicar algunos de los estudios más citados de la
versión culpabilizadora. Por ejemplo, en Boston se ha desarrollado un estudio con unos
cuatrocientos chicos, procedentes de tres escuelas privadas y de cuatro hogares públicos
infantiles durante seis semanas. La indagación preveía controlar el consumo de
imágenes audiovisuales entre dos conjuntos de igual número de chicos, a uno de los
cuales se les proyectarían escenas violentas y al otro programas no agresivos. Por otra
parte, observadores entrenados debían juzgar los niveles de agresión de los chicos en
estudio antes y después del período de proyección. Las conclusiones que informa
Feshbach (op. cit.), el director de la investigación, sugieren que no ha habido
diferencias observables en las conductas de lo chicos de las escuelas privadas, pero entre
los chicos de los orfanatos que habían sido sometidos al experimento de las escenas
violentas, muchos de ellos jóvenes abandonados y con antecedentes policiales,
estuvieron más tranquilos que sus pares sometidos a la programación no violenta.
Feshbach considera que aparentemente el consumo de escenas de agresividad reduce o
controla la agresión en jóvenes de sectores socioeconómicos relativamente bajos. Esta
certeza lleva a creer que las fantasías de la televisión y el cine complementan la propia
imaginación de los espectadores, y los ayudan a descargar la agresión encerrada del
mismo modo que pueden hacerlo los sueños y otros productos de la imaginación.

Otro sociólogo, Steven Messner (2004), intentó establecer si es verdad una de


las más contundentes afirmaciones culpabilizadoras, la de que los espectadores más
fieles al consumo de escenas violentas tienen mayor tendencia a convertirse en
criminales. En su indagación que resultó meramente descriptiva, Messner tomó la lista
de programas de televisión con escenas “violentas” que confecciona año a año la
National Coalition on Television Violence (NCTV), una organización norteamericana no
gubernamental que ha desarrollado un método para medir la cantidad de escenas
violentas que se emiten por hora en los canales de televisión. Luego Messner cruzó esos
datos con los índices de audiencia correspondientes a cinco ciudades metropolitanas de
Estados Unidos. En tercer lugar, consultó informes del FBI sobre tasas de homicidios,
secuestros extorsivos, robos, asaltos a mano armada, etc., que se registran en la áreas
metropolitanas analizadas. Por último, cotejó las tasas del FBI contra los programas
violentos de mayor audiencias.

Contrariamente a lo que esperarían los culpabilizadores, Messner observó que las


ciudades que exhibían menores tasas de criminalidad eran aquellas en las que se
concentraban los mayores índices de audiencia para programas violentos, lo que sugiere
que o bien los delincuentes se marchan a otras ciudades, o bien la correlación entre
escenas violentas y conducta criminal debería descartarse. Messner explica sus datos con
algo de sorna: cuando la gente está en casa viendo televisión no puede estar por ahí
cometiendo crímenes. Y, de paso, como los televidentes están en sus casas, los rateros
tampoco se atreven a cometer sus fechorías.

Otros autores ha contribuido a esta perspectiva indulgente con la teoría del


beneficio sustituto, que han suscripto autores de la corriente de los Usos y
Gratificaciones (cfr. McQuail et all, 1972). Según esa teoría, ciertos sectores de la
población que viven experiencias difíciles, tales como los enfermos, algunos ancianos,
los chicos sin hogar, etc., encuentran en el mundo audiovisual una influencia benéfica,
más allá de los contenidos o del significado inmanente de las imágenes. Este poder de
bálsamo electrónico encuentra sus fundamentos teóricos en la formulación de Gerhard
Wiebe (1969), quien sugiere que el mundo audiovisual cumple la función de evitar a los
espectadores el esfuerzo de adaptarse a un mundo crecientemente más complejo. Esta
función equivale a la protesta juvenil y a la resistencia a la autoridad que aparece en
forma espontánea como una reacción frente a la estructuras de orden y organización de
la vida social.
De esta forma, las imágenes realistas sobre crímenes, violencia física, desacato a
la autoridad, ganancia fácil de dinero, intimidad sexual, etc., pintan un panorama libre de
restricciones sociales en general inaccesible para la gran mayoría de los televidentes,
quienes acuden a esas imágenes audiovisuales en procura de un antídoto contra los
valores exigidos por la socialización adulta. Serían una evidencia de la tesis de Wiebe el
rock, el rap, y películas como Natural Born Killers o Pulp Fiction.

Debido a esta función de ventana a un mundo libre, el consumidor de imágenes


audiovisuales toma venganza contra el establishment, que al censurar la protesta y la
violencia audiovisual simplemente provoca que los espectadores busquen con más
animosidad válvulas de escape. De acuerdo con estas reflexiones, algunos autores
llegaron a hablar del procedimiento de “higiene y redención mental” que las imágenes
audiovisuales permiten realizar. Como recuerda Norbert Elias, el gran esfuerzo
sistemático de la civilización occidental durante el último milenio consistió en reducir la
violencia privada para propiciar formas más efectivas de interacción social en un
sociedad crecientemente más compleja e interdependiente. El aprendizaje individual
consistió en internalizar la prohibición social contra la violencia, hasta límites que llegan
al aborrecimiento de los actos violentos, luego de haber reprimido con todo ímpetu el
sentimiento placentero que provocaban las agresiones, los castigos físicos, las batallas,
etc. Sin embargo, un resto de aquel placer se mantuvo ya no en la práctica, que fue
gradualmente perseguida y penada por las leyes, sino en la experiencia permitida de
contemplarla, ya sea en ejecuciones públicas, riñas de gallos, corridas de toros y matchs
de boxeo. En ese sentido, el placer de presenciar escenas de violencia es como un
ancestro de nuestra actual experiencia frente a las imágenes audiovisuales. Acaso la
violencia audiovisual sirva como satisfactor de necesidades humanas elementales que
quedaron sepultadas en el proceso de la civilización y que como experiencia vicaria sea
uno de los pocos apoyos placenteros que encuentran algunas personas en la vida
cotidiana.

c) Los estéticos
Autores como Carole Desbarat (1995) y Olivier Mongin (1998) prefieren
considerar la violencia audiovisual desde una crítica inmanente de las funciones que
cumplen las obras artísticas en la sociedad contemporánea. ¿Es necesario el compromiso
con los valores fundantes de la democracia y la civilización? ¿No es mejor crear
despreocupadamente y dejar que los espectadores saquen sus propias conclusiones?
Después de todo, no hay por qué exigir responsabilidad ética a los realizadores, y eximir
a los consumidores del uso de la selectividad, la inteligencia y el sentido autónomo.
Basta, pues, de paternalismos y demagogias. Disfrutemos del mundo que la producción
audiovisual nos regala cotidianamente, mientra se verifica una situación paradojal:
aumenta sin cesar la violencia en la producción audiovisual, mientras la sociedad es cada
vez más sensible a la violencia real.

Esta perspectiva abandona, por tanto, la mirada moralizante de las escenas


violentas, pero no deja de interrogarse a partir de las tres convicciones que han inspirado
los estudios de violencia audiovisual, a saber: la exterioridad de la violencia
audiovisual, la concentración en torno a la violencia criminal y la despreocupación por
los procesos reales de consumo de textos audiovisuales.

La opción de estos autores no otorga prioridad a los efectos mediáticos sobre los
sectores vulnerables, ni dispensa la atención exclusivamente a las escenas violentas más
escabrosas en tanto tales. Tampoco prefieren leer en el cine contemporáneo una
continuidad de las violencias recrudecidas en la última década del siglo veinte. De
hecho, convalidan la idea de que la violencia social se halla en retirada porque
disminuyen los índices de delitos callejeros. Recordemos que el recrudecimiento de lavi
no solo se verifica en acciones que implican delitos contra la propiedad o la integridad
física, sino también en situaciones estructurales más o menos recurrentes: abandono de
personas, miseria extrema, inmigrantes, etc. Sin embargo, estos autores concentran su
lectura en torno a algunas ficciones que ofrecen semblanzas de la violencia criminal en
asentamientos suburbanos y cuyo propósito, lejos de ser el escándalo o la crítica, es
simplemente estetizar sin implicaciones políticas ciertos fenómenos sociales. Desde
luego, ¿no es una forma de implicarse en la política, decidir abstenerse del juego?
Para esta perspectiva, la producción audiovisual contemporánea no se propone
una llamada de alerta acerca de la crisis de los valores evidenciada en la intensificación
de esquemas violentos de conducta personal o de legislaciones represivas y
discriminatorias. En cambio, subrayan que la operación estetizante persigue como fin
atraer espectadores, pues la violencia audiovisual es nada más que un recurso narrativo
que se ofrece a los consumidores de entretenimiento despreocupado para el regodeo de
sus ansiedades superficiales. Salvo excepciones, como probablemente Teniente
corrupto de Abel Ferrara (1998), Batalla en el cielo de Carlos Reygadas (2005),
Leonera de Pablo Tapero (2007) y sin duda muchas más –que no son las dominantes-,
las escenas violentas confirman aquella tesis gnóstica que hace de la violencia una
fatalidad inexorable.

Al presentar las carnicerías como algo natural y sin lugar para la distancia crítica,
es como si la producción audiovisual dominante pretendiera ratificar otra hipótesis
curiosa: que la realidad excede lo que las pantallas pueden llegar a mostrar. Como la
realidad es peor que la ficción, entonces nada de lo más cruel y brutal de las escenas
violentas es un exceso, sino una recreación suficientemente atemperada por el régimen
de producción de sentido en que se inscriben los distintos realizadores. Estos, como
Quentin Tarantino, John Woo y otros, utilizan la irrisión o la burla para señalar que han
resuelto no comprometerse con ninguna responsabilidad ética. Dicho exceso, por otra
parte, arrastra otra consecuencia de la operación estetizante en la representación de la
violencia: percibir la violencia como una experiencia desquiciada, un fenómeno social
que en última instancia sólo remite a cierta incapacidad de los individuos para
determinar y emplear los medios adecuados.

Conclusiones
Nuestra lectura de las tres tradiciones que se han dedicado al análisis de la
violencia audiovisual sugiere que la preocupación por los efectos provocados por
escenas violentas fue inconducente en al menos dos sentidos. No fue convincente acerca
de lo perniciosa o no que es la violencia en las pantallas, y provocó que la discusión
quedara reducida a los aspectos escabrosos de la violencia criminal. Limitados los
debates a escenas sangrientas, se perdió de vista el hecho de que más allá del
entretenimiento, la producción audiovisual propone una mirada sobre la sociedad que en
el caso de ciertos realizadores no puede ser interpretada en términos de golpes bajos,
sensacionalismo espectacular o referencia directa.

A este respecto, es instructiva la versión de los estéticos cuando indican el


carácter de recurso de las escenas violentas. De acuerdo con esa indicación, no sólo
convendría distinguir entre diferentes usos de la violencia, sino entre los diferentes tipos
de violencia que componen los relatos audiovisuales contemporáneos. De esta manera,
no se provocaría la reacción defensiva y paternalista hacia los sectores más vulnerables
de las audiencias. Quedaría claro que, en tanto recurso, la escena violenta no es el
propósito de un relato, sino una forma de dotarlo de significación artística. En el
extremo de estas producciones estarían los video-games más violentos, por ejemplo, que
aunque no tengan el propósito de narrar una historia, ofrecen entretenimiento intentando
cautivar a sus usuarios con los escenarios más estereotipados. En ese casos, la violencia
sería una representación estilizada, que no juega, probablemente, a simular hechos
reales, sino, como sostenían los exculpadores, a canalizar la aversión por una existencia
mediocre y gris. Intentar la prohibición o la regulación de estos productos sólo
aumentaría la ansiedad en los chicos y sentaría un precedente indigesto de censura a la
creatividad y al entretenimiento. Después de todo, el problema de la violencia no es su
representación sino su existencia, y para ello es preciso volver a discutir un concepto
comprensivo.

El autor de origen noruego Johan Galtung (1995) propone una salida al laberinto
donde ha quedado encerrada la discusión académica. La definición de violencia que
ofrece Galtung es la más refinada y comprensiva para abordar la cuestión. En pocas
palabras, al adoptar la perspectiva de Galtung, el análisis de las escenas audiovisuales
violentas no prioriza la magnitud de la fuerza física representada, sino los términos del
conflicto al que recurre el relato audiovisual para exponer agresiones, insultos,
homicidios, etc. . Galtung considera secundarios el uso de la fuerza o el ejercicio de la
autoridad; más bien considera que la violencia está presente cuando alguien se encuentra
afectado o presionado de tal manera que sus realizaciones efectivas, somáticas y
mentales, están por debajo de sus realizaciones potenciales, de modo que “cuando lo
potencial es mayor que lo efectivo, y ello es evitable, existiría violencia”.

Con este esquema comprensivo de la violencia a la consideración de las escenas


violentas no queda limitada a la agresión o al abuso de autoridad. Se incorpora también
una imaginería que incluye el deseo o la necesidad básica, el fracaso, el conflicto y la
potencialidad de acción de los individuos. Cuando una necesidad básica no logra
satisfacerse, entonces se produce un fracaso desde el punto de vista del agente que lo
intenta y se plantea un conflicto entre dicho agente y la estructura o los otros agentes que
lo han impedido. De acuerdo con Galtung, la violencia no arranca mágicamente cuando
un individuo o un grupo toman las armas o arremeten a los gritos: más bien hay que
buscar qué estructuras han impedido la satisfacción de las necesidades del individuo o
grupo que ha desencadenado las agresiones. El concepto de necesidades básicas hace
referencia a cuatro clases de necesidades, además de las relativas a la mera subsistencia;
se trata de bienestar, identidad y libertad. Esto equivale a decir que la violencia no
quedaría limitada a la cuestión de los homicidios, las peleas de puños y los delitos de
propiedad, objeto recurrente de la preocupación de los estudios sobre violencia
audiovisual.

Una perspectiva más amplia, que como la de Galtung no se limita al momento en


que se ejerce la fuerza bruta, evita la injustificada restricción a los gángsters y al delito,
y favorece al análisis sociológico cultural la observación de la relación entre los textos
audiovisuales y la construcción crítica de escenas violentas donde se intenta
transparentar los procesos subterráneos de la violencia estructural y de la violencia
simbólica. El comportamiento violento como tal sería, entonces, un emergente de
conflictos y fracasos provocados por situaciones que si bien no justifican del todo la
adopción de medidas de fuerza en “la vida real”, en la racionalidad y economía del
relato audiovisual producen sentido y dan cohesión a los textos. Asumimos la hipótesis
de que, más allá de las excepciones que puedan señalarse, la producción audiovisual
contemporánea no deja de plantear relatos donde importa el planteamiento de los
conflictos y los fracasos personales y sociales y no su resolución brutal, por más que se
insista en la espectacularidad y las salpicaduras de sangre.
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