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Miguel A. Santagada
¿Por qué preocuparse por la violencia en el ámbito audiovisual? Un trayecto de
varias décadas de debates sobre la problemática ha entrelazado la labor de
investigadores de diferentes campos académicos, que podrían aportar tantas respuestas
como objeciones. En este trabajo voy a exponer algunas ideas que configuran una
especie de marco teórico con el cual pretendo discutir tales objeciones y aportar a la
comprensión de los fenómenos contemporáneos vinculados con la convivencia, la
discriminación, la seguridad, etc. Describiré en primer término una serie de estudios con
los que se construyó un área relativamente autónoma de indagaciones inspiradas en
métodos de la psicología y la sociología empírica. Posteriormente repasaré algunos
trabajos de carácter estético, que facilitarán la tarea de formular un marco de
consideración acerca de las escenas violentas en la producción social contemporánea.
Por último propondré un concepto de violencia social que permita comprender la
creatividad y el dinamismo de las artes audiovisuales más allá de las tendencias a la
espectacularidad y el sensacionalismo que suelen atribuírseles desde otras perspectivas.
a) Los culpabilizadores
Esta versión suele ser la más consultada por los gobiernos y las organizaciones
que defienden la necesidad de regular el acceso de los niños a las escenas violentas.
Aunque en los últimos años el discurso de los que pretenden regular las imágenes
audiovisuales prefiere evitar las prohibiciones y las censuras, no faltan las sugerencias
para que se limiten los créditos estatales o las ayudas financieras a realizadores que
presenten proyectos no encuadrados en las definiciones de “contenido de interés
público”. Tales definiciones no siempre son formuladas en debates multitudinarios y
pluralistas. Más bien, suelen emanar de estas formaciones discursivas que recriminan a
la producción audiovisual in toto por los malos comportamientos de los niños y jóvenes
(Gormley, 2005)
Aunque las denominamos con un rótulo que las engloba, es preciso advertir que
al interior de este grupo se observa cierta falta de consenso entre los investigadores, en
torno a la metodología adoptada para probar las hipótesis y no a las hipótesis mismas.
Como éstas se refieren a cualquier forma de influencia de las escenas de violencia sobre
los espectadores, los desacuerdos se plantean a la hora de precisar si se trata de una
influencia directa o no en las conductas o las actitudes, con o sin resultados en el corto y
largo plazo, etc. Otra fuente de desacuerdos radica en el estilo más o menos realista de
las escenas violentas. Por ejemplo, George Gerbner (1996), uno de los autores más
citados, considera que ya es una escena de violencia aquella en la que un personaje
amenaza con lastimar o matar a otro, independientemente del método utilizado o del
contexto en que se encuentra. Gerbner incluye en su concepto las escenas de animación,
pero Guy Paquette y Jacques de Guise (2004) argumentan que la violencia de los dibujos
animados no puede tomarse en serio, puesto que su presentación suele ser no realista y
más bien de carácter humorístico.
De esta manera en países como Canadá, Estados Unidos y Francia gran parte de
la regulación estatal de textos audiovisuales ha procurado proteger a los sectores más
vulnerables. Ahora bien, es instructivo analizar a qué vulnerabilidad y a qué violencias
se menciona en estas legislaciones. La vulnerabilidad depende de un supuesto a cuya
credibilidad la literatura “culpabilizadora” no ha dejado de contribuir en los últimos
cincuenta años, y como se ve en la síntesis presentada, son escasas y marginales las
referencias a los entornos domésticos y a las particularidades familiares de los
consumidores de imágenes violentas. Sin duda, lo que en realidad llama la atención es la
falta de una definición cuidadosa de la violencia.
El autor que ha aportado esta idea fue Jacques Billard (cfr. Kiegel, op. cit.), un
especialista de origen francés que ante todo admite que la violencia es fácil de reconocer
pero difícil de definir; también argumenta que la identificación de la violencia con el
empleo de la fuerza física procede del hecho básico de que hay violencia allí donde hay
coacción que entraña sufrimiento. Claro que es posible que haya formas de coacción y
de uso de la fuerza que no provoquen sufrimientos, pero lo central en la definición no es
la idea del sufrimiento causado, sino la intención de destruir o someter a los otros que
provoca el uso de la fuerza física.
A poco que se analice esta definición veremos que las intenciones son tan opacas
como evidente es el hecho de que alguien sufra como consecuencia de la acción de otro,
no importa cuán desmedida o no sea la fuerza utilizada. Un dentista, por ejemplo, nos
hace sufrir y sin embargo no puede ser acusado de emplear la fuerza para alcanzar
objetivos de dominación o de destrucción. Se supone que el dentista tampoco obra por
coacción, dado que nos sometemos mansamente a las manos de un odontólogo para
evitar un daño ya instalado. En todo caso, señala Billard, hay que reconocer que la
violencia tiene rasgos cambiantes según las épocas y la tolerancia de las personas. Pero
entonces la violencia no estaría en los hechos en sí mismos sino que sería como una
etiqueta que pegamos a los hechos una vez que estos son interpretados según nuestros
prejuicios. Alguna vez se interpretó que pegarles a las mascotas o a los chicos
desobedientes no eran hechos violentos, sino adecuados a los objetivos de
encauzamiento y educación. No hace falta decir qué deplorable es para muchos de
nosotros el castigo físico, en cualquiera de sus formas y bajo las más variadas
circunstancias.
b) Los exculpadores
Esta versión de los estudios de violencia audiovisual se ha desarrollado en las
últimas décadas en buena medida como reacción a un sector de los culpabilizadores
liderados por los psicólogos Leonard Eron y Rowell Huesmann (Eron y Huesmann,
1972). Ambos investigadores habían tergiversado los datos de un estudio longitudinal
donde se intentaba demostrar la existencia de una correlación entre consumo individual
de escenas violentas durante la infancia y tendencia a la conducta agresiva y violenta
durante la edad adulta. Quien descubrió el fraude fue Jib Fowles, autor de The Case for
Television Violence, un minucioso análisis de alrededor de 2500 estudios empíricos y de
laboratorio que han aportado a lo que Richard Rhodes (2003) llama el mito de la
violencia mediática. Además de denunciar a Eron y Huesmann, Fowles refuta la llamada
teoría del cultivo de Gerbner, por la que se pretende explicar la conexión de largo plazo
entre escenas violentas y conducta agresiva. Con razón, Fowles también refuta una gran
variedad de estudios de laboratorio, cuyas conclusiones no son asimilables a la
experiencia cotidiana de los espectadores infantiles.
c) Los estéticos
Autores como Carole Desbarat (1995) y Olivier Mongin (1998) prefieren
considerar la violencia audiovisual desde una crítica inmanente de las funciones que
cumplen las obras artísticas en la sociedad contemporánea. ¿Es necesario el compromiso
con los valores fundantes de la democracia y la civilización? ¿No es mejor crear
despreocupadamente y dejar que los espectadores saquen sus propias conclusiones?
Después de todo, no hay por qué exigir responsabilidad ética a los realizadores, y eximir
a los consumidores del uso de la selectividad, la inteligencia y el sentido autónomo.
Basta, pues, de paternalismos y demagogias. Disfrutemos del mundo que la producción
audiovisual nos regala cotidianamente, mientra se verifica una situación paradojal:
aumenta sin cesar la violencia en la producción audiovisual, mientras la sociedad es cada
vez más sensible a la violencia real.
La opción de estos autores no otorga prioridad a los efectos mediáticos sobre los
sectores vulnerables, ni dispensa la atención exclusivamente a las escenas violentas más
escabrosas en tanto tales. Tampoco prefieren leer en el cine contemporáneo una
continuidad de las violencias recrudecidas en la última década del siglo veinte. De
hecho, convalidan la idea de que la violencia social se halla en retirada porque
disminuyen los índices de delitos callejeros. Recordemos que el recrudecimiento de lavi
no solo se verifica en acciones que implican delitos contra la propiedad o la integridad
física, sino también en situaciones estructurales más o menos recurrentes: abandono de
personas, miseria extrema, inmigrantes, etc. Sin embargo, estos autores concentran su
lectura en torno a algunas ficciones que ofrecen semblanzas de la violencia criminal en
asentamientos suburbanos y cuyo propósito, lejos de ser el escándalo o la crítica, es
simplemente estetizar sin implicaciones políticas ciertos fenómenos sociales. Desde
luego, ¿no es una forma de implicarse en la política, decidir abstenerse del juego?
Para esta perspectiva, la producción audiovisual contemporánea no se propone
una llamada de alerta acerca de la crisis de los valores evidenciada en la intensificación
de esquemas violentos de conducta personal o de legislaciones represivas y
discriminatorias. En cambio, subrayan que la operación estetizante persigue como fin
atraer espectadores, pues la violencia audiovisual es nada más que un recurso narrativo
que se ofrece a los consumidores de entretenimiento despreocupado para el regodeo de
sus ansiedades superficiales. Salvo excepciones, como probablemente Teniente
corrupto de Abel Ferrara (1998), Batalla en el cielo de Carlos Reygadas (2005),
Leonera de Pablo Tapero (2007) y sin duda muchas más –que no son las dominantes-,
las escenas violentas confirman aquella tesis gnóstica que hace de la violencia una
fatalidad inexorable.
Al presentar las carnicerías como algo natural y sin lugar para la distancia crítica,
es como si la producción audiovisual dominante pretendiera ratificar otra hipótesis
curiosa: que la realidad excede lo que las pantallas pueden llegar a mostrar. Como la
realidad es peor que la ficción, entonces nada de lo más cruel y brutal de las escenas
violentas es un exceso, sino una recreación suficientemente atemperada por el régimen
de producción de sentido en que se inscriben los distintos realizadores. Estos, como
Quentin Tarantino, John Woo y otros, utilizan la irrisión o la burla para señalar que han
resuelto no comprometerse con ninguna responsabilidad ética. Dicho exceso, por otra
parte, arrastra otra consecuencia de la operación estetizante en la representación de la
violencia: percibir la violencia como una experiencia desquiciada, un fenómeno social
que en última instancia sólo remite a cierta incapacidad de los individuos para
determinar y emplear los medios adecuados.
Conclusiones
Nuestra lectura de las tres tradiciones que se han dedicado al análisis de la
violencia audiovisual sugiere que la preocupación por los efectos provocados por
escenas violentas fue inconducente en al menos dos sentidos. No fue convincente acerca
de lo perniciosa o no que es la violencia en las pantallas, y provocó que la discusión
quedara reducida a los aspectos escabrosos de la violencia criminal. Limitados los
debates a escenas sangrientas, se perdió de vista el hecho de que más allá del
entretenimiento, la producción audiovisual propone una mirada sobre la sociedad que en
el caso de ciertos realizadores no puede ser interpretada en términos de golpes bajos,
sensacionalismo espectacular o referencia directa.
El autor de origen noruego Johan Galtung (1995) propone una salida al laberinto
donde ha quedado encerrada la discusión académica. La definición de violencia que
ofrece Galtung es la más refinada y comprensiva para abordar la cuestión. En pocas
palabras, al adoptar la perspectiva de Galtung, el análisis de las escenas audiovisuales
violentas no prioriza la magnitud de la fuerza física representada, sino los términos del
conflicto al que recurre el relato audiovisual para exponer agresiones, insultos,
homicidios, etc. . Galtung considera secundarios el uso de la fuerza o el ejercicio de la
autoridad; más bien considera que la violencia está presente cuando alguien se encuentra
afectado o presionado de tal manera que sus realizaciones efectivas, somáticas y
mentales, están por debajo de sus realizaciones potenciales, de modo que “cuando lo
potencial es mayor que lo efectivo, y ello es evitable, existiría violencia”.