Вы находитесь на странице: 1из 34

REVISTA

T » CUATRIMESTRAL

mFRANCISCANISIMO
Vol. XXXI M AYO - A GOSTO 2002 N .H 92

Publica:
Provincia Franciscana de Valencia, Aragón y Baleares
CESARE VAIANI, OFM

CLARA EN SUS ESCRITOS II

«Chiara nei suoi scritti», en Forma Sororum 2, 1999, 112-124; 3, 1999, 215-228; 4,
1999, 284-295.

1. EL TESTA M EN TO

Al disponernos a afrontar los textos de santa Clara, declaro primeramente


que en nuestra lectura se dan inevitablemente unas opciones: el hecho de
comenzar por el Testamento y no por otro escrito es ya por sí mismo una
opción, motivada por la opinión personal de que comenzar por la lectura de
este texto es un modo noble de introducirse en aquello que Clara nos quiere
decir.

L a cuestión df la autenticidad y las ediciones críticas del T estamento

La primera cuestión que hay que afrontar es la de la autenticidad del


Testamento de Clara. Entre finales del siglo xix y el comienzo del siglo xx,
muchos dudaban de su autenticidad. La razón de esta duda se hallaba en el
hecho de que el texto más antiguo que se conocía del Testamento era el publica­
do por Waddingo en 1628. Lucas Waddingo era un fraile irlandés, establecido
en el Convento de San Isidoro de Roma, que en los comienzos del Seiscientos
publicó los Armales Minorum, es decir la recopilación de toda la documenta­
ción de la Orden desde sus orígenes hasta los primeros años del Cuatrocientos
(la publicación de los textos posteriores fue proseguida por otros). En el primer
volumen de los Anuales recogió y publicó los escritos de san Francisco y de
santa Clara; naturalmente, hizo uso de los criterios de su época, que no estaban
muy desarrollados desde un punto de vista filológico, por lo que su edición,
aunque fundamental, se presta a muchas observaciones críticas.
Cuando, todavía a comienzos del siglo xx, se tenía del Testamento sólo
esta edición de Waddingo, los motivos para plantear dudas acerca de su
autenticidad eran comprensibles, pues desde la muerte de Clara hasta este
primer testimonio transcurrieron cuatro siglos; además en las fuentes bio­
gráficas no se alude a un Testamento dictado por Clara y Waddingo no decía
226 CHS A R E V A FA N I, OEM

ni siquiera dónde lo había encontrado, sino que hablaba sólo de un «memo­


rial antiguo».

Después, sin embargo, fueron descubiertos otros cuatro códices fechados


entre el '300 y el '400 (particularmente importante y famoso es el códice de
Messina, del monasterio de las Clarisas de IVIontevergine, que perteneció a
santa Eustoquia, y que como los otros remite a un probable origen en el
scriptorium del monasterio de Monteluce en Perusa), que contenían, entre
otros, también el Testamento de santa Clara.
El descubrimiento de nuevos códices llevaba a los estudiosos a la dudosa
convicción de la autenticidad del Testamento, y a ella seguía la publicación de
nuevas ediciones críticas del texto en cuestión. Ya en torno al año 1920 existía
una, en el Seraphicae legislationis textus originales, que no obstante retomaba
sencillamente el texto de Waddingo y lo volvía a proponer. Para encontrar
otras importantes se debe llegar a 1970, con la edición de Omaechevarría, y a
finales de los años 1970, la de Ciccarelli. De 1976 es la edición crítica de
Giovanni Boccali, anexa a su volumen de las Concordantiae Verbales Oposculorum
S. Francvisci et Sta. Clarae Assisiemssium, a la que han seguido otras ediciones, a
medida que eran descubiertos los códices: en 1985, la de Godet, Matura y
Becker, publicada en la prestigiosa colección francesa Sources Chretiennes, y
traducida al italiano en 1986. Llegamos por fin a la edición más reciente y más
fidedigna del Testamento y de la Bendición, realizada también por Boccali sobre
la base de 5 códices (los de Madrid, Messina, Uppsala, Urbino, Bruselas, a la
que se añade el texto de Waddingo), publicada en 1989 en Archivum Fráncis-
canum Historicum 82.

Aludamos rápidamente a la más reciente manifestación de estas discusio­


nes, que todavía no han terminado: de hecho, en 1995, en un artículo publicado
en la revista Collectanea Franciscana, ha sido nuevamente negada la autenticidad
del Testamento por parte de Werner Maleczek. Este estudioso, experto en diplo­
macia pontificia, analizando el texto del Privilegio de la pobreza de Inocencio III
(tradicionalmente fechado en torno a 1215) demuestra que éste, tal como nos ha
sido transmitido, no puede pertenecer a la cancillería de aquel Pontífice, pues
está redactado en un estilo diferente. Estas observaciones son la parte convin­
cente de su trabajo, hay que advertir no obstante que él no puede demostrar que
no exista el Privilegio de la pobreza, sino solamente que aquel texto que nos ha
sido transmitido no puede ser original. Se podría pensar que el Privilegio fuera
concedido verbalmente (como la aprobación inicial de la Forma vitae de los
hermanos), o en una forma que no poseemos; hay que recordar, finalmente, que
se conserva una Bula original de 1228, con el Privilegio de la pobreza concedido
(o confirmado) por Giegorio IX; ¡y al menos sobre esto, de lo que existe cierta­
mente el original, no es posible plantear ninguna duda!
CLARA KN SUS ESCRITOS (il) 227

Maleczek se declara convencido de que el Privilegio no existió antes de


1228 y, en particular, que no existió ninguna concesión por parte de Inocencio
III; partiendo de estas observaciones, plantea la discusión también de la auten­
ticidad del Testamento, precisamente porque en este último se habla del Privile­
gio de la pobreza. Su razonamiento puede resumirse de esta forma: el Privile­
gio de Inocencio es falso; pero en el Testamento se habla de aquel Privilegio,
luego también el Testamento es falso.
Hemos indicado que, aunque algunas observaciones sobre aquel texto del
Privilegio son verdaderas, la consecuencia que Maleczek extrae no es cierta­
mente la única o la más convincente. A quien estuviese interesado en profun­
dizar en esta cuestión, le remito a la introducción de Emore Paoli en la sección
dedicada a santa Clara en las Fontes Franciscane, donde es discutida y rechaza­
da la tesis de Maleczek. He creído oportuno no obstante citar esta discusión
porque encontramos que alguno con facilidad afirma que el Testamento no es
auténtico y se debe al menos ser consciente de cuáles son los términos de este
debate, todavía abierto y nada terminado.1

A lgunas preguntas preliminares

¿Por qué escribió Clara el Testamento? ¿Para quién lo escribió? ¿Cómo,


cuándo y en qué circunstancias? Es necesario plantear estas preguntas, para
acercarse a nuestro texto, para saber entender y comprender el mensaje. Pron­
to observamos que las respuestas no son inmediatas: como hemos dicho, no
tenemos ninguna fuente externa (ni siquiera el Proceso de Canonización y la
Leyenda) que nos hable de Clara que escribe o que dicta un Testamento. Sin
embargo podemos proponer algunas consideraciones, en base al mismo texto
y a una serie de circunstancias históricas conocidas por nosotros.
En primer lugar, sugerimos una fecha de composición: el Testamento se
remonta al final de la vida de Clara (¡se trata de un testamento!). Y, más
concretamente, según la hipótesis más verosímil, se sitúa entre la aprobación
de la Regla por parte del Cardenal Rainaldo y la aprobación por parte del Papa.
Sabemos en efecto que la Regla tiene como un doble marco, formado por dos
aprobaciones sucesivas: el primer «marco» es la Bula del Cardenal Rainaldo
(de 1252), el segundo, la del Papa (de 1253), que incluye también la del
Cardenal.

1 En respuesta a la tesis de Maleczek, cf. la reciente intervención de N. K ustlr,


«Das Armutsprivileg Innozenz'IIl und Klaras Testament: echt oder raffinierte Fals-
chungen?», en Collectanea Franciscana 66,1996, 5-95.
228 CKSARF VAiANI, OFM

La circunstancia de la redacción del Testamento sería la siguiente: Clara ha


pedido la aprobación pontificia de la Regla, pero esta no llega; ha llegado la
aprobación del Cardenal, pero aún no la del Papa, que, como sabemos, se hizo
esperar mucho, hasta dos días antes de la muerte de la Santa. Durante esta
espera, Clara, con la fe cierta de que su llamada y la de las hermanas es obra de
Dios, interviene decididamente en primera persona dictando el Testamento,
como una «memoria» de esta obra de Dios en su historia y en la de las
hermanas, y por consiguiente como una confirmación importante y precisa de
su voluntad, del ideal que ha guiado toda su vida y que deberá guiar la vida de
todas las hermanas, si quieren ser fieles a la vocación divina. Aunque la
aprobación no llegase, ¡las hermanas habrían podido oír su voz!
También Francisco, en la parte final de su Testamento, había querido preci-
sai. «Y no digan los hermanos: Esta es otra Regla; porque éste es una recorda­
ción, amonestación y exhortación, y es mi testamento, que yo, el hermano
Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis benditos hermanos, por esto,
para que mejor guardemos católicamente la Regla que prometimos al Señor»
(Test 34). Está claro, en estas palabras de Francisco, que él pone el Testamento
junto a la Regla, para entenderla mejor; podemos pensar que las cosas fueran
igual para Clara: el Testamento está junto a la Regla, no como otra Regla, sino
como «una recordación, amonestación y exhortación y su testamento» que ella
deja a las hermanas.

Debemos tener cuidado, entonces, de no esperar encontrar en el Testamento


todo lo que Clara hubiera podido decir, como por ejemplo todo el relato de su
historia (¡no es una autobiografía!), o la descripción de la vida de San Damián
en todos sus aspectos (¡no es una Regla!), o cualquier otra cosa... No debemos
correr el riesgo de pensar que a santa Clara no le interesa aquello que no nos ha
escrito. Sería como decir que, así como san Francisco en el Testamento no hace
alusión a los estigmas, entonces se quisiera decir que nunca los recibió. Tratan­
do de no dejarnos condicionar demasiado por nuestras preguntas o expectati­
vas, el propósito que nos guiará en nuestra lectura será pues simplemente el de
comprender el mensaje que Clara ha querido comunicarnos y transmitirnos,
de captar aquellas realidades y valores que ella ha querido reafirmar y reco­
mendar por encima de todos los demás, en aquel preciso momento de su vida,
en aquel contexto concreto y, también, en previsión de su muerte.
Aquí nos planteamos otra pregunta: ¿para quién escribe Clara? Ciertamen­
te para sus hermanas de San Damián, pero no es difícil advertir que las
destrnatarias del Testamento no son ellas únicamente, sino también las herma­
nas que «vendrán»: todas ellas están ya presentes en el espíritu de Clara, del
mismo modo que todas ellas estaban presentes en el Espíritu del Señor que
profetizaba en Francisco respecto de ellas (TestCl 17.39.50), hasta el punto que
Cl ARA EN PUS ESCRITOS (ll) 229

el discurso se dirige directamente también a ellas, junto a las hermanas que ya


están presentes en San Damián (TestCl 56.79). Este hecho hay que tenerlo
presente: Clara se está dirigiendo también a vosotras.

S ección primera: nuestra vocación

La primera parte en que dividimos el texto comprende los primeros 23


versículos, que son como una gran introducción centrada en el tema de la
vocación.

«En el nombre del Señor. Amén.


«Entre otros beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro
Benefactor, el Padre de las misericordias, y por las cuales estamos más obligadas a
rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra
vocación» (TestCl 1-2).

Palabra clave en esta primera sección será la palabra vocación: entre otros
beneficios, nuestra vocación.

«Y cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos.


Por eso dice el Apóstol: Conoce tu vocación» (TestCl 3-4).

Es interesante subrayar inmediatamente cómo es definido Aquel que da


los beneficios: Dios es definido como Benefactor, Padre de las misericordias.
Esta expresión, Padre de las misericordias, es querida por Clara, que la utiliza
en otros momentos (TestCl 58). Es una expresión paulina (2 Cor 1, 3), como
también es paulina la cita «conoce tu vocación» (1 Cor 1, 26).
Dios, pues, es el «Padre de las misericordias». Observamos que Clara
comienza su discurso nombrando al Padre: evidentemente, todo lo hace salir
de El, desde el comienzo. Y después de haber nombrado al Padre, pasa a la
consideración del Hijo:

«El Hijo de Dios se hizo para nosotras camino...» (TestCl 5).

Clara apenas ha dicho: «conoce tu vocación». Parece como que quiera


decir: he aquí nuestra vocación, es Jesús. Nuestra vocación no es ante todo
nuestra vocación específica, religiosa; antes que nada mi vocación, nuestra
vocación es Jesús. Y esto es verdad para todo cristiano.

«El Hijo de Dios se hizo para nosotras camino, que, de palabra y con el
ejemplo, nos mostró nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e
imitados suyo» (TestCl 5).

Pronto aparece la referencia a Francisco: si el camino es Jesús, este camino


230 CESARE VAIANI, Q1:M

nos ha sido mostrado por Francisco. Teniendo en cuanta lo que dijimos a


propósito de las varias espiritualidades, vemos con claridad en estas palabras
cómo Clara comprendió exactamente cuál fue el papel de Francisco. Él viene
«después», y tiene la tarea de indicar el camino, aquel camino que es sólo el
Señor Jesús. Clara no sitúa a Francisco en el lugar de Jesús, pero se da cuenta
de que el camino (que es Jesús) le ha sido revelado por medio de Francisco. El
medio que le ha sido dado a Clara para ver a Jesús es Francisco, a quien ella
reconoce como «verdadero amante e imitador suyo».

«Es, pues, deber nuestro, hermanas queridas, tomar en consideración los


inmensos beneficios de Dios en nosotras; y, entre otros, los que por medio de su
servidor, nuestro amado padre el bienaventurado Francisco, se ha dignado reali­
zar en nosotras, no sólo después de nuestra conversión, sino incluso cuando
vivíamos en la miserable vanidad del siglo» (TestCl 6-8).

En los primeros compases del Testamento Clara ha mencionado varios


temas: los beneficios del Padre; entre estos beneficios, nuestra vocación; voca­
ción que es el Hijo de Dios; el Hijo de Dios que nos ha sido mostrado por medio
de Francisco. Y, en este momento, el pensamiento de Francisco le hace volver,
como una reanudación, al tema de los beneficios. Empezamos a observar
pronto que el modo de proceder de Clara no será el de un discurso que avanza
linealmente, desarrollando un argumento después de otro, con una sucesión
lógica y lineal. La conexión entre los conceptos es, por el contrario, de tipo
circular, por asociación de imágenes o de palabras, y esto es lo mismo que
sucede en el Testamento de Francisco; es necesario dejarse conducir por este
procedimiento, si queremos captar la lógica profunda que lo guía.
Al llegar a la consideración de los beneficios recibidos del Padre por medio
de Francisco, el pensamiento de Clara retrocede a los inicios, sellados por la
presencia de Francisco:

«En efecto, cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros...» (TestCl 9).

Notad bien. Francisco «no tenía aún hermanos ni compañeros». ¿Qué


quiere decir? Quiere decir que, según Clara, antes incluso de la Orden de los
Hermanos Menores, en la mente de Francisco había nacido la Orden de las
Hermanas Pobres. Aquí Clara está reafirmando una primogenitura, un naci­
miento de las hermanas antes del nacimiento de los hermanos; su llamada no
es «además», como unida a la de los hermanos, sino que hunde sus raíces en
los comienzos mismos del camino y del proyecto de Francisco, cuando él «no
tenía aún hermanos ni compañeros».

Podemos distinguir aquí, en estos primeros compases del Testamento, uno


de los fines por los que Clara lo ha escrito: quiere unir con doble hilo la propia
CLARA EN SUS ESCRITOS (]l) 231

vocación y la propia identidad a la de Francisco y los suyos, reivindicando


además como una primogenitura. Cuando Clara escribe estas palabras, existe
un contexto histórico que hace urgente esta referencia a Francisco, referencia
que hallaremos constante y decidida a lo largo de todo el Testamento: en el
momento en que Clara escribe, de hecho, es debatido de muchas formas y
puesto en discusión que sea «un solo y mismo espíritu» (2 Cel 204) el que haya
animado a hermanos y hermanas. Clara, entonces, siente el deber de reafirmar
con fuerza esta convicción, para confirmar, en el Espíritu del Señor, la verdad y
la autenticidad de la propia vocación: se remonta a los comienzos y se apela ni
más ni menos que a la indiscutible autoridad de Francisco que, en 1252,
cuando Clara escribe, es ya san Francisco. Puede ser útil recordar estas cosas,
para comprender cómo es posible que, en el Testamento, Francisco sea nombra­
do muchas veces, mientras que, por ejemplo, en las Cartas es menos evidente:
probablemente uno de los motivos es precisamente el contexto particular y
diverso en el que Clara está escribiendo ahora.

«...casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la


iglesia de San Damián, en la que había experimentado plenamente el consuelo
divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo» (TestCl 9-10).

Este inciso sobre lo que sucede en San Damián es de gran importancia


incluso para el comienzo de Francisco, por cuanto es un testimonio autorizado
sobre el hecho que en San Damián ocurre en él algo tan grande que cambia el
curso de su vida. En el ámbito de los estudios franciscanos, en efecto, el
episodio del Crucifijo de San Damián ha sido puesto en discusión, y hay quien
duda de que haya sido tan importante como nos dicen los biógrafos. Esta duda
se basa en el convencimiento de que para hablar de la experiencia de Francisco
nos debemos ceñir a lo que él mismo cuenta en el Testamento, y dado que allí no
es narrado este episodio, se extraen las evidentes consecuencias. Como dijimos
antes, este criterio es muy discutible; a pesar de todo, sobre esta base hay quien
pone en discusión no sólo la importancia, sino incluso la historicidad del
episodio de San Damián. Por otra parte, el hecho de que Celano no hable de
ello en la Vita I, sino sólo en la Vita II, escrita después, parecería confirmar la
opinión de quien lo pone en discusión.
Ahora bien, en estas palabras del Testamento tenemos por el contrario un
testimonio absolutamente de primera mano: aquí no se trata de una persona
cualquiera que habla de Francisco, ¡sino de Clara misma! Y ella une a San
Damián con la visita del Señor «en la que había experimentado plenamente el
consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo»: ¡en
verdad, no es poco! La autoridad de este texto es decisiva para confirmar e
incluso recalcar la importancia que tuvo en la vida de Francisco este episodio,
relatado por sus biógrafos.
232 CESARE VAIAN1, OFM

En la Leyenda de los Tres Compañeros (que, centrando la atención sobre todo


en los años de la conversión de Francisco y en los orígenes de la primera
fraternidad, es entre las biografías la más detallada sobre estos acontecimien­
tos) encontramos el episodio de San Damián relatado casi idénticamente a
como lo relata Clara, con el mismo espíritu, e incluso con las mismas palabras:

«Continuando con otros trabajadores la obra a que nos hemos referido lleno de
gozo espiritual y con voz bien puesta, clamaba dirigiéndose a los que vivían y
pasaban cerca de la iglesia, y les decía en francés: “Venid y prestadme ayuda en la
obra de la iglesia de San Damián, que ha de ser monasterio de señoras", con cuya
fama y vida será glorificado en la Iglesia universal nuestro Padre que está en el
cielo." ¡Es de admirar cómo, lleno de espíritu profético, predijo verdaderamente el
futuro! Porque éste es el lugar sagrado donde la gloriosa Religión y preclarísima
Orden de las señoras pobres y vírgenes santas tuvo su feliz comienzo por mediación
del bienaventurado Francisco, a los seis años apenas de su conversión» (TC 24).

Aunque de forma más concisa, también Celano relata el mismo hecho,


como ya hemos dicho, en la Vita 11 (13). ¿Qué relación guardan entre sí estos
textos? Con otras palabras: ¿es Clara la que depende de Ceiano, de la Leyenda
de los Tres Compañeros, o de otras fuentes comunes, o son ellos los que depen­
den de Claia? La discusión está todavía abierta. Una hipótesis interesante, que
me parece convincente, es la que sostiene que el grupo de los Compañeros (y
las fuentes cercanas) es «deudor» de Ciara y de su comunidad. Según esta
hipótesis, San Damián, después de la muerte de san Francisco, se habría
convertido en un punto de referencia importante para sus compañeros, y más
concretamente para aquel grupo tal vez más crítico con la dirección que estaba
tomando la Orden.

Revalida esta hipótesis el testimonio de Ubertino da Casale que, aunque


cerca de 70 años después, habla de algunos «rótulos» de fray León —sus
testimonios escritos— conservados en San Damián, por tanto confiados a
Claia y a sus hermanas. Para no añadir más, a la muerte de Clara, junto a su
cabecera se encuentran fray León y fray Ángel, además de fray Junípero que ya
estaba presente (Leyenda 45): son signos e indicios de una comunicación y de
un contacto frecuente con Clara por parte de los primeros compañeros de
Francisco, que son aquellos a los que se referirán, en el conjunto de las Fuentes,
la tradición llamada de «los espirituales» y las biografías de Francisco conside­
radas «no oficiales» (es decir: la Leyenda de Perusa, el Espejo de Perfección, el
Anónimo de Perusa, la Leyenda de los Tres Compañeros).
Este grupo, que constituye la «rama» más crítica dentro de la Orden en las
confrontaciones con la evolución institucional en curso, habría pues encontra­
do su apoyo nada menos que en Clara, la cual, encerrada en la «fortaleza de la
pobreza» de San Damián, custodiaba con fidelidad y coraje —aunque de
CY.Í'SA YU sus useuuos (vi) 'm

— ^ aiscreta y consciente de no sobrepasar los propios límites el carisma


francisco. En este contexto, también la lucha de Clara por la pobreza asume
significado que no es sólo «suyo», para ella y para San Damián, sino que
resurge con todo su valor dentro de toda la familia franciscana.
«Inundado de gran gozo e iluminado por el Espíritu Santo, profetizó acerca de
nosotras lo que luego cumplió el Señor» (TestCl 11).

«Iluminado por el Espíritu Santo»: nuestro texto comenzaba hablando del


Padre, a continuación centraba la atención en el Hijo hecho camino para
nosotros, y ahora —al final de esta ascensión trinitaria— evoca la iluminación
del Espíritu.
Francisco, además de ser aquel que indica y enseña el Camino, es también
el profeta que lleva y anuncia las palabras del Espíritu Santo.
«Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, decía en francés y en alta voz
a algunos pobres que vivían en las proximidades...» (TestCl 12).

¡Francisco cuando está lleno de alegría —de aquella alegría que es fruto del
Espíritu— habla en francés! Es un rasgo simpatiquísimo, típico y original de
Francisco, que conocemos también por otras fuentes (cf. 1 Cel 16; TC 10, EP 93)
y que aquí es referido por la misma Clara. Pequeñas alusiones como esta a
menudo vienen a confirmar la verdad de un testimonio, porque sería imposi­
ble inventarlos.
«Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el
tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa sera
glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa iglesia» (TestCl 13-14).

«Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras
buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos», dice el
Evangelio (Mt 5,16). Aquí el dar gloria al Padre celestial es dicho de esta
«buena obra» que será la vida de Clara y de las hermanas.
Recordando este episodio, he aquí que Clara vuelve a contemplar la gran­
deza de la bondad del Padre:
«Podemos ver aquí la copiosa benignidad de Dios en nosotras: por su abun­
dante misericordia y caridad tuvo a bien decir estas cosas por medio de su Santo
sobre nuestra vocación y elección. Y nuestro beatísimo padre Francisco profetizó
de este modo no sólo acerca de nosotras, sino también de aquellas otras que
habrían de seguir la santa vocación, a la que nos llamó el Señor» (TestCl 15-17).

Usando el verbo «inspirar», Clara expresa la convicción de que las pala­


bras con las que Francisco profetizaba su vocación y la de las hermanas eran en
234 CESARE VAIAN1, OEM

verdad palabras del Espíritu Santo. Vuelve aquí el tema de la vocación, en


torno al cual, como hemos visto, gira todo el discurso de la primera parte del
Testamento.

Advirtamos una vez más la apertura del pensamiento de Clara a los


«otras» hermanas, es decir a aquellas que «habrían de seguir la santa voca­
ción»: según Clara, las palabras proféticas de Francisco incluían ya a todas
aquellas que el Señor iría llamando a lo largo de los siglos. También vuestra
llamada hoy ahonda sus raíces, no después sino junto a la de Clara, en las
palabras inspiradas de Francisco.

«¡Con cuánta solicitud y con cuánto empeño del alma y del cuerpo no debe­
mos cumplir los mandamientos de Dios y de nuestro Padre, para devolver multi­
plicado, con la ayuda del Señor, el talento recibido!» (TestCl 18).

«Devolver el talento» es la respuesta que nace, siguiendo el discurso de


Clara, de haber considerado nuestra vocación. Clara, refiriéndose a la parábola
del Evangelio (Mt 25,14-30), se expresa con la imagen de los talentos recibidos
que hay que devolver, una imagen que había impresionado también a Francis­
co: «Dichoso el siervo que restituye todos los bienes al Señor Dios, porque
quien se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios,
y lo que creía tener se le quitará» (Adm 18, 2). Restituir, para Francisco,
presupone ante todo el darse cuenta de que cuanto poseemos lo hemos recibi­
do: es la alegría de este descubrimiento lo que le empuja a devolver, a restituir
cuanto se recibe.

La parábola de los talentos expresa bien esta necesidad de restitución, tan


viva en el alma de Francisco. Él la cita también en la Carta a todos los Fieles, en la
pequeña escena del moribundo impenitente, diciendo; «Y todos los talentos, y
el poder, y la ciencia, que creía tener, le serán arrebatados» (2CtaF 83). Aquí los
talentos recibidos son arrebatados violentamente a aquel que ha rechazado
restituirlos, y él acaba siendo maldecido también por sus familiares, que le
reprochan no haber acumulado todo lo que hubiera podido en favor de ellos.
Además del daño, se da también la mofa para quien ha retenido para sí los
talentos recibidos.

Precisamente en este contexto de restitución a Dios de los talentos recibi­


dos se sitúa la exhortación de Clara que concluye la primera parte del Testa­
mento:

«Pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo para ejemplo y espejo
no sólo ante los extraños, sino también ante nuestras hermanas [de otros monaste­
rios], las que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que
ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo.
CI.ARA EN SLS ESCRITOS (ti) 235

Así, pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras
se puedan mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás; estamos muy
obligadas a bendecirle y alabarle y a confortarnos más en Él para obrar el bien. Por
lo cual, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble
ejemplo, y con poquísimo trabajo nos granjearemos el premio de la eterna bien­
aventuranza» (TestCl 19-23).

Aquí es evocado un luminoso juego de espejo y de reflejos: unas reflejan la


luz a las otras, para iluminar a aquellos que viven en el mundo. Esta es la
forma con que Clara invita a las hermanas a restituir a Dios los talentos
recibidos; ser ejemplo para los otros. Que el ejemplo sea restitución es verdad
también para Francisco, que habla de un pacto de restitución entre el mundo y
sus hermanos (cf. 2 Cel 70): el mundo mantiene a sus hermanos con la limosna
y los hermanos deben dar a cambio buen ejemplo (y si el ejemplo viniese a
menos, Francisco advertía a sus hermanos que disminuirá también la limosna
por parte del mundo). La restitución de los talentos por medio de la ejemplari-
dad parece emerger sin embargo en el Testamento precisamente como tarea
específica de Clara y de sus hermanas, unas en relación a las otras, y posterior­
mente todas juntas en relación al mundo.
En el v. 19 Clara usa la palabra latina forma, que es traducida como
«modelo», pero que tiene un significado más rico, difícil de traducir a nuestra
lengua. Clara habla de forma sólo en referencia a sí, no en referencia a todas las
demás hermanas, para las que usa solo la expresión «espejo y ejemplo». Es una
diferencia interesante y muy significativa: todas las hermanas serán ejemplo y
espejo, pero forma es sólo Clara, de modo que la «forma de vida» es encarnada,
es identificada en la persona de Clara. El carisma es suyo propio: ella es, como
dice la antífona, forma sororum.
El tema del espejo aparece más veces en los escritos de santa Clara. En el
Testamento Clara aplica esta imagen a sí misma y a las hermanas; en las Cartas,
por el contrario, el espejo es Cristo. En la IV Carta Clara describe un espejo que
hay que contemplar en tres niveles; en lo alto está la pobreza del pesebre, en el
centro está la vida pública de Jesús, hecha humildad, pobreza, innumerables
trabajos y penalidades, y bajo se contempla la infinita caridad de la pasión;
pero es un espejo al que hay que escuchar, porque «el mismo espejo, colocado
en el árbol de la cruz, se dirigía a los transeúntes para que se pararan a meditar:
¡Oh vosotros todos, que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor
semejante a mi dolor!» (4 CtaCl 24-25).
El espejo era una imagen bastante habitual en el lenguaje espiritual de la
época: piénsese sólo en el título de una de las biografías de Francisco, el Espejo
de Perfección, o en toda la literatura llamada de los specula, es decir de los
espejos, que presentaba los modelos de perfección. En las aplicaciones diver­
236 CFSARL VAIAN1, OFM

sas que Clara hace de esta imagen (unas veces es Jesús, otras ella misma y las
hermanas) se pueden notar algunas características interesantes. El espejo del
que ella habla no es simplemente una superficie reflectante, donde puedo
mirar mi imagen; el espejo de Clara refleja al Señor en los misterios de su vida,
y si yo «me espejo» no es la imagen del espejo la que se conforma a mí, como
sucede normalmente, sino que es mi imagen la que se conforma con la del
Señor. ¡Es, sin duda, un espejo singular! Allí veo no mi rostro, sino el de Cristo,
pero no es un cuadro o un icono: es un espejo y, por tanto, me refleja también a
mí; dentro está Él, pero también yo. Este espejo expresa, pues, la referencia a
Cristo, pero también cierta referencia a nosotros; y está claro que ser espejo
para los demás significará reflejar el rostro del Señor. Se entiende entonces que
también Clara con sus hermanas pueda ser espejo, pero siempre espejo de
Cristo, porque es esta la imagen que ellas reflejan a quien sabe entender su
ejemplo de vida.

S ección segunda: la memoria de los comienzos

Del v. 25 al v. 36 podemos identificar una segunda sección: el discurso de


Clara, en cierto sentido, regresa al principio y vuelve aún a los «orígenes»,
pero relatando ahora la propia vocación personal.

«Una vez que el Altísimo Padre celestial,... se dignó, por su misericordia y


gracia, iluminar mi corazón para que, a ejemplo y según la doctrina, hiciese vo
penitencia» (TestCl 24).

Espontáneamente hacemos un paralelo con el comienzo del Testamento de


Francisco: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el
comenzar a hacer penitencia...» Advirtamos, en los dos textos, su comienzo en
tercera persona: ¿quién es el sujeto? Si yo escribiera mi testamento, supongo
que el comienzo sería: «Yo he comenzado así», y la primera palabra sería «yo».
La primera palabra de Francisco y de Clara, por contra, es «el Señor» o «el
Altísimo Padre celestial». Este comienzo es suficiente para cambiarlo todo,
para verlo todo en una perspectiva nueva: relato mi historia, pero mi historia
es historia de Dios: ¡el sujeto es Él! Y lo que Él obra en nuestra vida es gracia y
misericordia. 3

Incluso la expresión «hacer penitencia» usada por Clara, nos remite al


Testamento de Francisco. Esta es una expresión sintética, que Francisco —y
también Clara— usa para resumir toda la vida de conversión. No tiene el
sentido de hacer «penitencias» o ayunos (¡que sin duda se darán!), sino que
indica una realidad más importante y global, que abraza toda la existencia.
«Hacer penitencia» es la vida cristiana convertida, que significa —como afirma
CLARA KN SUS ESCRITOS (l[) 237

acertadamente K. Esser— «la conversión del hombre de la vida referida a su


propio yo a una vida completamente sometida a la voluntad y al reinado de
Dios».2 El mismo significado se encuentra también en la Carta a todos los Fieles,
que contiene dos pequeños capítulos, que tratan respectivamente de la vida
cristiana y de la vida no cristiana, y que llevan este título: «Los que hacen
penitencia» y «Los que no hacen penitencia».

«...después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco, ...para


que, a ejemplo y según su doctrina» (TestCl 24).

Ya en el v. 18 apareció por primera vez el acercamiento «Dios-Francisco», a


propósito de «los mandamientos de Dios y de nuestro padre»; aquí se atreve,
por añadidura, a usar la misma palabra «padre» para Uno y para el otro: «el
altísimo Padre celestial» y «nuestro beatísimo padre Francisco». ¿Quién es
padre? Clara, en este continuo acercamiento, muestra una desenvoltura que
sorprende: Padre es el Uno y padre es también el otro. Se puede suponer que a
Francisco no le hubiese gustado mucho sentirse llamado padre de esta forma:
él mismo, citando el Evangelio, había afirmado (1 R 22, 34) que entre sus
hermanos ninguno debía hacerse llamar padre. Me parece que Clara era de
otra opinión. Para ella, la paternidad divina se había manifestado a través de la
mediación humana de Francisco, y por esto lo podía llamar «padre», recono­
ciéndolo como signo concreto («sacramento», casi podríamos decir) del único
Padre celestial.

«Poco después de la conversión de nuestro beatísimo padre Francisco... vo­


luntariamente le prometí obediencia, juntamente con las pocas hermanas que el
Señor me había dado a raíz de mi conversión, según la luz de la gracia que el Señor
nos había dado por medio de su vida maravillosa y de su doctrina» (TestCl 25-26).

Francisco, en la Regla no bulada, que es la más cercana a la primera fraterni­


dad, dice: «Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún
hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia don­
de quiera» (1 R 12, 4). La norma es clara y no abre puertas a ninguna duda:
«ninguna mujer en absoluto». Si se entiende que «ser recibido a la obediencia»
significaba entrar a formar parte de la fraternidad a todos los efectos, com­
prendemos que esta prohibición de Francisco fue dictada, bien calculado todo,
por el sentido común.
Pero aquí Clara afirma: «voluntariamente le prometí obediencia». Existe
un contraste innegable entre la norma de la Regla y lo que sucedió. Ningún
hermano podía recibir una promesa de este género, pero Francisco hizo una

K. E sser, La Orden Franciscana. Orígenes e ideales, Aránzazu 1976, 272.


238 CESARE VAIAN1, OFM

evidente excepción con Clara. Ciertamente, desde el principio y más aún


después de la muerte de Francisco, es evidente que las hermanas tenían una
autonomía completa; a pesar de esto, nada niega la afirmación fuerte y precisa
de Clara, según la cual ella fue acogida dentro de la Orden, y no ella sola, sino
que junto con ella también las primeras hermanas que el Señor le había dado.
Notemos también la belleza de la expresión: «libremente le prometí obe­
diencia», donde se dan juntas la libertad y la obediencia, expresando bien un
rasgo típico del voto de obediencia.

«Y el bienaventurado Francisco gozó mucho en el Señor al ver que, aun siendo


nosotras débiles y frágiles corporalmente, no rehusamos indigencia alguna, ni
pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que
más bien considerábamos todas estas cosas como grandes delicias, según lo había
comprobado frecuentemente examinándonos a la luz de los ejemplos de los Santos
y de sus propios hermanos» (TestCl 27-28).

Es un fragmento interesante: Francisco parece no fiarse rápidamente de


estas jóvenes «principiantes», y siente la exigencia de imponerles una especie
de período de verificación, concluido el cual no puede menos que «constatar»
su solidez, como recuerda Clara, con un rasgo de santo orgullo.
Estamos en los comienzos de la aventura de Clara, en el tiempo inmediata­
mente después de la fuga de la casa; en esta situación Clara recuerda una
intervención de Francisco:

«Y movido a piedad para con nosotras, se comprometió a tener, por sí mismo


y por su religión, un cuidado diligente y una solicitud especial en favor nuestro,
como si de sus hermanos se tratara» (TestCl 29).

Aquí el texto retoma casi literalmente lo que llamamos la Forma vitae, dada
por Francisco a Clara y copiada en el capítulo 6.° de la Regla: «Ya que, por
divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre
celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la
perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí
mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y
una especial solicitud» (RC1 6, 3-4). A estas palabras Clara misma da el título
de «forma de vida», ¡pero es preciso admitir que se trata de un texto muy
singular! De hecho, a continuación de la primera parte, muy importante,
estructurada de forma trinitaria (ser hijas y siervas del Padre, esposas del
Espíritu Santo, seguir el santo Evangelio, que es Jesús), el sentido de la «forma
de vida» se resumiría sencillamente en decir de parte de Francisco: «me
ocuparé de vosotras». Para explicar esta aparente extrañeza, creo que es plau­
sible plantear la hipótesis de que la forma de vida entera sería un texto más
amplio, del que Clara, en la Regla y aquí en el Testamento, recuerda sólo una
CLARA KN SUS KSCRITOS (ll) 239

parte, porque en aquel momento deseaba vivamente en su corazón reafirmar,


en particular, el vínculo con la Orden de los hermanos.

«Y así, por voluntad del Señor y de nuestro beatísimo padre Francisco, fuimos
a morar junto a la iglesia de San Damián; y en este lugar, el Señor, por su
misericordia y gracia, nos hizo crecer en número en breve espacio de tiempo, para
que así se cumpliera lo que el Señor había predicho por su Santo» (TestCl 30-31).

Evidentemente es la profecía en función de la realidad; pero es tan hermo­


so observar cómo Clara hable de su llamada y de las hermanas casi como si
estuviera en función de la profecía de Francisco; ¡para dar cumplimiento a la
profecía de Francisco, Dios multiplica las hermanas! En Clara, emerge con
fuerza la conciencia de que toda esta historia es obra de Dios.

«Pues antes habíamos permanecido en otro lugar, aunque por poco tiempo»
(TestCl 32).

Realzamos esta noticia importante sobre la permanencia «en otro lugar»,


que nosotros sabemos que fue primero San Pablo de las Abadesas y después
Santo Ángel de Panzo. Evidentemente, aunque desde los comienzos se diera la
indicación profética de San Damián («aquí vendrán a habitar mujeres...»), no
todo fue tan rápido y antes cié llegar a establecerse en aquel lugar, hubo un
camino que recorrer. ¿Qué significado hay que dar a estos «pasos»?
La primera motivación pudo ser la de la seguridad inmediata, disfru­
tando de la protección y del derecho de asilo garantizados por el monaste­
rio: recordemos, en efecto, el episodio de los caballeros parientes de Clara
que se llegaron pronto a San Pablo de las Abadesas intentando llevársela, y
que fueron disuadidos por la firme resolución de ella, pero probablemente
también porque se encontraban en un lugar sagrado y en un fuerte monas­
terio.
Sin embargo, se puede observar otro significado, más profundo esta vez:
estos «pasos» constituyen, para Clara, una especie de confrontación con las
formas tradicionales de vida monástica y con las nuevas formas de vida religiosa
femenina de la época: no por casualidad las etapas en cuestión son, primero, un
monasterio benedictino (San Pablo) y, después, un «reclusorio» —o algo simi­
lar— de mujeres penitentes (Santo Ángel), es decir respectivamente el plantea­
miento más tradicional y el más reciente de la vida religiosa femenina. Clara,
pues, antes de comenzar una experiencia nueva completamente en el seno de la
Iglesia, se confronta con la realidad eclesial contemporánea a ella y con las
propuestas de vida religiosa en acto.
Finalmente, este momento tiene también el sentido de «período de verifi­
cación» por parte de Francisco y los suyos, como ya habíamos intuido en las
240 CESARE VAIA.MI, OFV1

palabras de Clara: se trata de una verificación que confirma la vocación de


Clara y las hermanas, las cuales fueron por fin recibidas a la obediencia.
Es necesario advertir en este momento la reciprocidad de esta promesa: la
promesa de obediencia de Clara con relación a Francisco encuentra su respues­
ta en el compromiso de Francisco de tener por las hermanas «cuidado y
especial solicitud». Clara nos lo dice: ¡yo prometí libremente obediencia, pero
también Francisco nos hizo una promesa! Es hermoso pensar que esta recipro­
cidad caracteriza toda Profesión: en el momento en que una joven hace voto de
obediencia en manos de la madre abadesa, y se une a una comunidad, también
la madre y la comunidad asumen el compromiso de cuidarse de ella.

«Luego nos escribió la forma de vida, [insistiendo] sobre todo en que perseve­
rásemos siempre en la santa pobreza. Y no se contentó con exhortamos durante su
vida por medio de muchas pláticas y ejemplos al amor y a la observancia de la
santísima pobreza, sino que nos consignó algunos escritos, para que de ninguna
manera nos apartáramos de ella después de su muerte, como nunca quiso el Hijo
de Dios separarse de la misma santa pobreza mientras vivió en este mundo»
(TestCl 33-35).

Clara habla de «algunos escritos»: nosotros sentimos una cierta pena pues
no nos han llegado estos escritos de Francisco; muchos alimentan aún la
esperanza de que puedan ser hallados algún día. ¿Quién sabe dónde han
podido ir a parar? A este respecto, existe una hipótesis muy interesante: estas
enseñanzas de Francisco las poseemos ya, sin que lo sepamos, pues han sido
«escondidas» en la Regla de Clara. Según esta hipótesis, Clara no perdió
ninguna de las «muchas enseñanzas escritas»: de otra forma ¿cómo hubiese
podido decir el Papa, en la Bula de aprobación de la Regla: «la forma de vida
que os legó el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis de buen
grado», y el cardenal Rainaldo concretó con estas palabras: «la forma de
vida... que tanto de palabra como por escrito os enseñó a observar el bienaven­
turado padre san Francisco» (RC1 prol. 5.16)?
Pongamos un ejemplo de dónde pueden estar escondidos estos textos:
cuando Clara habla de cómo debe ser la madre abadesa (cf. RC14,9-13; 10,4-5),
nos parece oír la voz de Francisco cuando describe la figura del ministro
general (cf. 2 Cel 184-186). Se puede suponer entonces que Francisco trasmitió
su pensamiento a Clara, bajo la forma de «enseñanza escrita». Y como éste,
muchos otros, que sería interesante sacar a la luz...
Clara indica con mucha precisión el fin de las enseñanzas escritas de
Francisco, actuar de tal forma que, después de su muerte, ella y las hermanas
no se alejen nunca de la santa pobreza. Para Clara, observar la Regla significa
peimanecer en el amor y el observancia de la pobreza: la «forma de vida» es la
CLARA EN SUS ESCRITOS (ll) 241

pobreza, la pobreza del Hijo de Dios, puesto que «nunca quiso el Hijo de Dios
separarse de la misma santa pobreza mientras vivió en este mundo».
En sintonía con estas palabras de Clara y casi como síntesis de las enseñan­
zas de Francisco es su Ultima voluntad, inserta también en el capítulo 6° de la
Regla: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobre­
za de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar
en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en
esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera
os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea». Estas
palabras y el ejemplo de Francisco están esculpidas en la memoria de Clara,
que puede decir con seguridad:

«Y tampoco nuestro beatísimo padre Francisco, imitando sus huellas, su santa


pobreza, la que escogió para sí y sus hermanos, se desvió de ella en modo alguno
ni con el ejemplo ni en la doctrina, durante su vida terrena» (TestCl 36).

Con estas palabras termina la segunda sección del Testamento, que pode­
mos titular «la memoria de los comienzos». Cuando hablamos de «hacer
memoria», en el sentido que nos enseña la Biblia, entendemos algo más que el
simple recordar: es volver a las cosas del pasado para encontrar una fuerza y
una presencia que sea para hoy. Se trata de una actitud importante, que
manifiesta la fe característica del cristiano: si Dios se ha hecho hombre y ha
mezclado su historia con la del hombre, cuando quiero buscar a Dios y recono­
cer sus signos, no debo mirar al cielo, sino a la tierra, a mi historia, y allí
reconocer la acción del Señor. Este es el significado de «hacer memoria», y esto
es lo que hace Clara: relata sus comienzos, su historia, para reconocer en ella
los inmensos beneficios de Dios.

S ección tercera: la santa pobreza

Distingamos una tercera sección (vv. 37-55), en la que se describe con


claridad la que parece ser la intención de fondo del Testamento y su argumento
principal. Los últimos fragmentos de la sección precedente, con el reclamo a la
«forma de vida», ya habían centrado la atención sobre la pobreza, pero ahora
entra decididamente en escena Clara, en primera persona:

«Así pues, yo, Clara, servidora, aunque indigna, de Cristo y de las hermanas
pobres del monasterio de San Damián, verdadera plantita de san Francisco, consi­
derando con mis hermanas, nuestra altísima profesión y el mandato de tan gran
padre, como también la fragilidad de otras, como la que temimos en nosotras
mismas después de la muerte de nuestro santo padre Francisco, columna nuestra,
nuestro único consuelo después de Dios, y nuestra firmeza» (TestCl 37-38).
242 CESARE VAIANI, OI:M

Lo primero que queremos advertir es cómo Clara se define a sí misma: no


apoyada en sí, sino con relación a otros. Ella es sierva de Cristo, sierva de ias
hermanas, plantita del padre santo. Cristo, las hermanas y Francisco son los tres
téiminos con relación a los cuales Clara se define, los horizontes dentro de los
que ella se comprende. Cristo se encuentra ciertamente en el primer lugar y
después vienen las hermanas. Es interesante, sobre este particular, seguir una
vez más la mirada de Clara que nos empuja hacia delante, porque sabe que
vendrán otras después de ellas (es muy fuerte su conciencia de «fundadora»,
como sobresale en el Testamento) y, sintiéndose ahora próxima a la muerte,
piensa en todas, con urgencia materna, pues se siente sierva de todas: teme la
fragilidad de ellas (cuyas primeras señales no faltaban en la comunidad de San
Damián), y se preocupa de cómo apoyarlas, para que a ninguna le falte la
fuerza de perseverar en el camino de la pobreza.
La tercera referencia es Francisco, de quien Clara se define como «planti­
ta», imagen de profunda eficacia y poesía. Francisco es para ella el jardinero,
que la ayuda a crecer en la vida del Espíritu. Es preciso advertir, sin embargo,
que el papel de Francisco no es definido sólo con relación a Clara, sino en
función de toda la pequeña comunidad de San Damián: para todas ellas es el
«padre santo», es «columna nuestra, nuestro único consuelo después de Dios,
y nuestra firmeza». San Pablo, en la primera carta a Timoteo, define la Iglesia
como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15): aplicando estas
palabras a Francisco, Clara nos ofrece el sentido de esta presencia singular­
mente importante junto a Dios (ya hemos destacado el acercamiento entre
Dios Padre y el padre Francisco), remite a un Francisco que es, en cierto modo,
para Clara y las hermanas, aquel que hace presente y concreta la paternidad de
Dios en sus vidas.

«Voluntariamente nos comprometimos una y otra vez con nuestra señora la


santísima pobreza, a fin de que ni las hermanas actuales ni las futuras puedan en
manera alguna separarse de ella después de mi muerte» (TestCl 39).

«Voluntariamente nos comprometimos...»: ¿Libres u obligadas? Retorna,


con más fuerza aún, el mismo aparente contraste del v. 25: «voluntariamente le
prometí obediencia». El compromiso que Clara toma es sentido como algo
profundamente libre y, a la vez, como una obligación: estos dos aspectos son
inseparables. En efecto, el compromiso del voto de obediencia es tal que, si por
una parte expresa el vincularse de mi libertad, y por tanto se configura como
una obligación, al mismo tiempo es el fruto mayor de esta libertad mía, que
elige empeñarse total y definitivamente.
«Con nuestra señora la santísima pobreza»: he aquí la pobreza de la que
habla Clara: es la domina riostra, «nuestra señora», y a ella se obliga. La idea que
está en la base de esta definición pertenece profundamente a la cultura medie­
CLARA FN SUS ESCRITOS (ll) 243

val: es la de la relación del vasallo con el señor, relación que se caracteriza por
estar basada en una relación de estrecha confianza. De hecho, toda la trama de
la sociedad feudal del Medioevo, a diferencia de la nuestra, se construye sobre
relaciones personales de este tipo: no conoce un «derecho», sino el «privile­
gio». Es decir, el particular no posee ningún derecho por sí mismo; sino que en
el momento en que se confía a un señor, éste le concede privilegios. Mientras
que a nosotros la palabra «privilegio» no nos gusta mucho, porque nos parece
que define una injusticia, es importante tener presente que en el mundo en el
que vivieron Clara y Francisco el privilegio es expresión de la relación perso­
nal entre el vasallo y el señor, al que se confía y «se obliga», y que se convierte
en «su» señor; el acto del vasallaje era normalmente sellado con un juramento.
El actual gesto de profesión, en la forma llamado profcssio in manibus, que
consiste en arrodillarse delante del superior o de la abadesa, y colocar las
propias manos juntas en sus manos, tiene aquí su origen: era el gesto del
vasallo delante de su señor, gesto que expresa una libre entrega de sí en manos
de otro. Este rito de origen feudal fue utilizado por las órdenes mendicantes en
lugar de los ritos de profesión que habían estado y todavía estaban en uso
entre los monjes: se adaptaba bien a expresar el confiarse la persona a una
comunidad, «obligándose» con este tipo de relación personal.
Las palabras de Clara evocan, pues, este tipo de lazo: la señora hacia la que
ella siente haber tomado un compromiso, y un compromiso de este género, es
la santísima pobreza. Y Clara desea que, como ella, también las hermanas que
le sucederán tengan siempre delante de los ojos la imagen de esta señora a la
que se han «obligado», para permanecer fieles a ella siempre, hasta el final.

«Y así como yo fui siempre diligente y solícita en observar la santa pobreza


que prometimos al Señor y a nuestro padre Francisco, y en hacer que las demás la
observaran, del mismo modo las que me han de suceder en el oficio quedan
obligadas a observarla y a hacerla observar a las otras» (TestCl 40-41).

Y prosigue:
«Más aún: para mayor cautela me preocupé de que el Señor papa Inocencio,
en cuyo pontificado comenzó nuestro género de vida, y otros sucesores suyos
reforzaran con sus privilegios nuestra profesión de santísima pobreza, que prome­
timos al Señor y a nuestro bienaventurado padre, para que nunca y en modo
alguno nos apartáramos de ella» (TestCl 42-43).

Clara se refiere aquí al Privilegio de la pobreza, que para ella, durante toda su
vida, fue algo realmente importante, como única garantía de la aprobación por
parte de la Iglesia romana de su «forma de vida». Para comprender su impor­
tancia, debemos recordar que desde 1218 se observaban en San Damián las
Constituciones de Hugolino: éstas insisten sobre todo en la reglamentación de
244 CESARi: VA1ANI, ÜFM

la vida de clausura, y son mucho más neutras en cuanto al tema de la pobreza.


Clara había aceptado estas Constituciones porque poseía ya, junto a ellas, para
su comunidad, el Privilegio de la pobreza, que le permitía vivir su «forma de
vida». Con razón, pues, Clara conserva este documento tan importante: en él
no sólo es expresada, sino también defendida y garantizada la «forma de
vida».

El texto del Privilegio (reproducido en Fonti Francescane 3279) es el de


Gregorio IX, que se conserva como una reliquia en el Protomonasterio de Asís,
con la bula original del 17 de septiembre de 1228. En el Testamento, por el
contrario, se hace referencia al Privilegio concedido por el Papa Inocencio III,
que podemos situar en 1215 o, como más tarde, en 1216, año de su muerte. No
conservamos el original del Privilegio de Inocencio, y a propósito del texto que
nos ha sido transmitido se han planteado sensatas objeciones (de las que ya
hemos hablado). Nuestras observaciones, pues, deben limitarse al texto del
Privilegio de 1228, que es incontestable porque se posee el mismo original.
Una hermana clarisa ha observado agudamente que el Papa concedía los
privilegios basándose en las solicitudes que le eran hechas, por lo que el
documento pontificio que declaraba un privilegio generalmente era el mismo
texto de la solicitud, con el añadido de una introducción y de una conclusión.
En tal caso, pues, la bula del Privilegio de la pobreza, en su parte central,
contendría ni más ni menos que las palabras de la solicitud que Clara, con sus
hermanas, dirigió al Papa. Este texto es muy bello y rico, digno de ser tenido en
gran consideración cuando se intenta profundizar en la espiritualidad de
Clara:

«Es cosa va patente que, anhelando vivir consagradas para sólo el Señor,
abdicasteis de todo deseo de bienes temporales; por esta razón, habiéndolo vendi­
do todo y distribuido a los pobres, os aprestáis a no tener posesión alguna en
absoluto, siguiendo en todo las huellas de aquel que por nosotros se hizo pobre,
camino, verdad y vida.»

¡Cuántas veces debió Clara leer y releer estas palabras, y cuánto debían
estar grabadas en su interior!

«De esta resolución no os arredráis ni ante la penuria, y es que el Esposo celestial


ha reclinado vuestra cabeza en su brazo izquierdo para esforzar vuestro cuerpo
desfallecido, que, con reglada caridad, habéis sometido a la ley del espíritu. En fin,
en cuanto al sustento y lo mismo en cuanto al vestido, aquel que da de comer a las
aves del cielo y viste los lirios del campo no os ha da faltar, hasta el día que, en la
eternidad, él mismo se os dé, pasando de una a otra, esto es, cuando para mavor
fruición os ceñirá estrechándoos con su brazo derecho en la visión plena de él».

Según una común interpretación alegórica del Cantar de los Cantares (2, 6),
CLARA EN SUS ESCRITOS (ll) 245

la izquierda del esposo bajo la cabeza de la esposa significa la providencia del


Señor que nutre en este mundo, mientras que su derecha que abraza es el
abrazo final en la eternidad. Es interesante encontrar esta imagen, que Clara
tenía bien esculpida en su alma (4 CtaCl 32), en el Privilegio de la pobreza, junto
a otras referencias bíblicas muy queridas por ella (por ejemplo: Mt 19,21; 1 Pe
2, 21; 2 Cor 8, 9; cf. RC1 2, 8; 8, 3; 2 CtaCl 19-20).
De esta forma se llega al núcleo central del Privilegio:

«En consecuencia, y tal como lo habéis solicitado, corroboramos con nuestra


protección apostólica vuestra decisión de altísima pobreza, y con la autoridad de
las presentes condescendemos a que ninguno pueda constreñiros a admitir pose­
siones.»

¡Singularísimo privilegio, que ha plasmado toda la vida de Clara! ¡Privile­


gio que le concede el permiso de vivir, en el seno de la Iglesia, la altísima
pobreza del Hijo de Dios! Todo lo demás, para Clara, es relativo. Aceptará
también la Regla de Benito, o las Constituciones de Hugolino, ¡con tal que
junto a ellas se salve el Privilegio!
Sin embargo, cuando en 1247 Inocencio IV quiere unificar los diversos
monasterios de damas pobres bajo una única regla, y esta regla preveía explíci­
tamente la posesión de bienes, ¿cómo se hubiera podido observar en San
Damián, manteniendo válido el Privilegio? Fue entonces cuando la Santa deci­
dió escribir una Regla, con la esperanza de verla al fin definitivamente aproba­
da por el sumo Pontífice.
Es verdad que la Regla de Inocencio IV tuvo el mérito de reconocer y
sancionar el lazo de unión de la Orden de las Hermanas pobres con la primera
Orden (¡y sabemos cuánto lo deseaba Clara!); pero ni siquiera esto convenció a
Clara a aceptarla, pues le era negado lo más importante: vivir la altísima
pobreza del Hijo de Dios. Para Clara, de hecho, la unión con la Orden, y
también con la Iglesia, tiene por finalidad la observancia de la pobreza: no
puede ser — aquí se toca un punto importante— un lazo que desvíe de la
observancia de la pobreza. Y, puesto que el riesgo existía, sea con la Orden de
los hermanos sea con la Iglesia, Clara prosigue diciendo:

«Por lo cual, de rodillas, postrada interior y exteriormente, confío todas mis


hermanas, actuales y venideras, a la santa Madre Iglesia romana, al sumo pontífice
y especialmente al señor cardenal que fuere designado para la religión de los
hermanos menores y para nosotras; [y le pido] que, por amor de aquel Señor que
fue pobre recostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo y desnudo permaneció
en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey, que el Señor Padre
engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro
bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en
246 CFSARF VAIVNJI, OFM

seguimiento de la del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre,


observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre
Francisco y tenga a bien animarlas siempre y hacer que perseveren en ella» (TestCl
44-47).

Cada santo, y diría que cada uno de los cristianos, tiene «su» Jesús, en el
sentido de que cada uno capta, ama y hace suyo un aspecto particular del
infinito misterio de Cristo. He aquí ahora el rostro de Jesús de Clara: es «aquel
Señor que fue pobre recostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo y
desnudo permaneció en el patíbulo». Las Hermanas Pobres proponen de
nuevo en la Iglesia, viviéndolo en sí mismas, el rostro pobre y humilde del Hijo
de Dios. Del Hijo de Dios y, al mismo tiempo, «de la gloriosa Virgen María su
Madre». También en los escritos de Francisco dirigidos a Clara encontramos
siempre la referencia, explícita o implícita, a María, como modelo específico
para ellas. Y que Clara tuviese muy presente este modelo lo demuestra tam­
bién el hecho de que en los capítulos de la Regla que citan textualmente la Regla
bulada de Francisco, ella añade para sí y para las hermanas el reclamo de María
(RC1 8, 6; 12, 12). Hoy más que nunca es precioso e insustituible este rasgo
típicamente femenino y mariano que las Hermanas están llamadas a vivir en el
seno de la Iglesia y de la Orden.
A partir de las palabras de Clara podemos entender que la pobreza de la
que ella habla siempre no se identifica sólo con una virtud —por más que sea
la más noble— o con el empeño ascético por conseguirla: debe ser algo más.
Esta pobreza tan amada por Clara es Jesús mismo. Vivirla permite encontrarle,
vivir en comunión profunda con Él, entrar en su misterio, que es misterio de
abajamiento, de kenosis, o sea, de «vaciamiento» de sí, como dice el apóstol
Pablo en la Carta a los Filipenses: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo» (Flp 2,
6-7). Donde nuestras versiones dicen «despojó», «humilló», se debería traducir
más exactamente como «vació de sí mismo». Este aspecto del misterio de Jesús
es el que Clara capta especialmente como la propia «forma de vida». Clara lo
expresa en el Testamento: no quiere que nadie se equivoque sobre lo que es su
intención.

En este momento, después de haber confiado las Hermanas a la Iglesia,


Clara prosigue confiándolas a la Orden:

«\ ya que el Señor nos dio a nuestro beatísimo padre Francisco por fundador,
plantador y ayuda en el servicio de Cristo, y en [el cumplimiento de] cuanto
prometimos a Dios y a nuestro padre y él fue en vida solícito en cultivarnos y
alentarnos siempre, como a plantación suya, de palabra y obra, por lo cual,
encomiendo y confío mis hermanas, presentes y futuras, al sucesor del bienaven­
turado padre Francisco y a toda la religión, [y les ruego] que nos ayuden a
CLARA EN SUS ESCRITOS (ll) 247

progresar de continuo en el servicio de Dios, y especialmente en una mejor


observancia de la santísima pobreza» (TestCl 48-51).

Así como la confianza en la Iglesia es para que «vele siempre para que esta
pequeña grey... observe la santa pobreza», de igual forma la confianza en los
sucesores de Francisco y a la Orden de los hermanos es para que «nos ayuden
a progresar de continuo en el servicio de Dios, y especialmente en una mejor
observancia de la santísima pobreza». Este vínculo tan fuerte con la Orden de
los hermanos está —lo queremos destacar una vez más— muy elaborado y
precisado, en la perspectiva de Clara. Su razón de ser no es «porque es bello».
Es importante, entonces, preguntarse si siempre la unión con la Orden y con la
Iglesia es para las Hermanas Pobres una ayuda para observar la pobreza: este
debe ser un motivo de reflexión, para vosotras clarisas, pero también para
nosotros hermanos. De hecho, cada vez que la relación entre la Orden de los
hermanos y las Hermanas Pobres, o entre la Iglesia y las Hermanas pobres, se
formula (o expresa) de forma diversa a éste, se tiene el peligro de caminar por
otros caminos, que pueden ser también interesantes, serios, buenos, útiles,
pero que no nos enfocan hacia lo que para Clara es el elemento fundamental.
Este tema complejo y delicado, que emerge a menudo en toda la historia de la
Orden, merecería nuestro estudio y atención: se trata de la integridad del
mismo carisma, tanto para los hermanos como para las hermanas, hoy como
entonces. ¡Clara ha confiado a la Orden también las hermanas «que vendrán».

«Pero si algún día ocurriere que las dichas hermanas abandonan el menciona­
do lugar y se trasladan a otro, estén obligadas, también después de mi muerte y
dondequiera que se encuentren, a observar la antedicha forma de pobreza que
prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco. Y sean muy solícitas y
cuidadosas, tanto la que me sucediere en el oficio como las otras hermanas, en no
adquirir o recibir en torno al dicho lugar más terreno del estrictamente necesario
para un huerto en que se cultiven las hortalizas. Y si alguna vez se precisara más
terreno fuera del cerco de la huerta, para el decoro del monasterio y su aislamien­
to, no se permita adquirir sino lo que una extrema necesidad exigiere. Y en modo
algún labren ni siembren esta tierra, sino déjenla siempre virgen y sin cultivar»
(TestCl 52-55).

Por medio de estas exhortaciones podemos intuir cómo, tal vez, también la
comunidad de San Damián no siempre estuvo en sintonía con la respectiva de
Clara, pues ella, sabiamente, ya prevé que después de su muerte las cosas
cambiarán. Por esto, sin hacerse falsas ilusiones, continúa apuntando hacia lo
esencial, que, como hemos visto extensamente, es la santa pobreza.
Es interesante advertir también el hecho de que Clara, que ha gastado toda
su vida en la defensa de su ideal de pobreza, admite tranquilamente la pose­
sión del monasterio: indicio, éste, de una concepción de la pobreza más realis­
248 CESARE VAIANI, OEM

ta, tal vez por ser más femenina, respecto a la de Francisco. Ciertamente, ella
está muy vigilante para que de la propiedad del monasterio donde viven no se
pase a las propiedades inmobiliarias o a otras posesiones; y si Clara pone en
guardia explícitamente a las hermanas es porque este riesgo era real.
Acaba aquí esta sección dedicada a la ratificación de la pobreza, caracteri­
zada como lo especifico de la «forma de vida» de la «pequeña grey» de las
Hermanas Pobres.

S ección cuarta: el amor entre las hermanas

En la última sección (vv. 56-79) subsiste otro elemento que, junto con la
pobreza, parece ser lo que Clara siente más profundamente: se trata del amor
fraterno, con todo lo que hace referencia a las relaciones dentro de la comuni­
dad. Pobreza y vida fraterna son los dos puntos clave que Clara quiere reafir­
mar, puntualizar, transmitir sin ambigüedad a las hermanas, para que «conoz­
can bien su vocación».

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, presentes


como futuras, que se esfuercen siempre en imitar el camino de la santa sencillez,
humildad y pobreza, como también el decoro de su santa vida religiosa, según
fuimos instruidas, desde el inicio de nuestra conversión, por Cristo y por nuestro
bienaventurado padre Francisco» (TestCl 56-57).

Al inicio de la continuación del discurso, Clara hace referencia aún al tema


de la pobreza, definida de forma genérica como «camino de la santa sencillez,
humildad y pobreza»: tres aspectos íntimamente unidos en el misterio del
abajamiento de Cristo. A estos Clara añade «el decoro de su santa vida religio­
sa» enseñada por Francisco desde los comienzos: expresión sintética para
indicar lo específico de la «forma de vida» de las hermanas.
Esta especificidad es protegida con mucha atención, para no caer en el
riesgo de una vida religiosa genérica ( la «hermana medio-standard»... ). El
Derecho Canónico, cuya misión es organizar la vida consagrada en su conjun­
to, tiende inevitablemente a trazar una dirección válida para todos; por tanto,
si por una parte es necesario que nos adecuemos a lo que la Iglesia nos pide por
medio del Derecho Canónico (en el que, por otro lugar, existen continuos
envíos al derecho propio de cada congregación u orden religiosa), por otra
parte, sin embargo, no debemos pensar que basta con eso para vivir y realizar
nuestra vocación. El Derecho Canónico nos ofrece coordenadas válidas, comu­
nes a todas las formas de vida consagrada; moviéndonos dentro de ellas,
tenemos todo lo que constituye lo específico de nuestro vivir, y también dé
defender, si fuera necesario. No por el prurito de ser originales, ni mucho
CI.ARA EN SUS ESCRITOS (ll) 249

menos para despreciar a los demás, sino porque nuestro carisma es, usando la
expresión de Clara, un talento que nos ha sido dado por el Señor para el servicio
de toda la Iglesia. Empeñarse en conocer y vivir nuestra vocación con toda su
especificidad es, pues, una cuestión de fidelidad a Aquel que nos ha llamado.
En comparación con las grandes tradiciones monásticas contemplativas,
podéis reconocer en vosotras mismas lo que es común a todas y, al mismo
tiempo, redescubrir vuestra especificidad, vuestro «corte», que será distinto
del benedictino, carmelitano, etc. Es importante entonces recuperar este «ca­
mino de la santa sencillez, humildad y pobreza» como la característica especí­
fica vuestra: conscientes de que éste es el don que se os ha dado, es necesario
que lo hagáis vuestro «hábito», en la vida concreta, porque sólo si es verdade­
ramente vivido este don será enriquecimiento para toda la Iglesia.

«Y de este modo, no por méritos nuestros, sino por sólo la misericordia y


gracia de su generosidad, el Padre de las misericordias difundió la fragancia de la
buena fama tanto para las que están lejos como para las que moran cerca» (TestCl
58).

El comportamiento al que son exhortadas las hermanas tiene, para Clara,


una función ejemplar: ella usa la expresión «buena fama». En la vida y en la
mentalidad de una ciudad pequeña medieval, como Asís —bastante pequeña
como para que se supiese todo de todos—, la «pública fama» era un elemento
bastante importante. Partiendo de la mentalidad común, esta «fama» se con­
vierte, para Clara, en perfume que se difunde. Clara señala lo que hoy conside­
ramos una de las tareas eclesiales de la vida consagrada: en el capítulo VI de la
Lumen Gentium, de hecho, se habla de la vida consagrada como de un «signo»
para la Iglesia y para el mundo. Clara se halla en sintonía profunda con este
sentir moderno de la Iglesia, cuando exhorta a las hermanas a ser signo, a
difundir el perfume de su buena fama a todos, alejados y cercanos.
Y esto sucede «no por méritos nuestros, sino por sólo la misericordia y
gracia de su generosidad, el Padre de las misericordias». En estas palabras hay
como un vuelco de perspectiva: en la mentalidad común la «buena fama» se
deriva de lo que uno es capaz de hacer, mientras que Clara es muy precisa al
afirmar que ella se difunde no por nuestros méritos, sino sólo por la gracia y la
misericordia de Dios. Es la actitud típicamente cristiana de aquellos que se
comprometen hasta el fondo sin medida, y al final dicen: «somos siervos
inútiles», muy conscientes de que todo viene de Él.
Este es el equilibrio, nunca logrado para siempre, entre gracia y libertad,
entre la acción de Dios en nosotros y nuestro empeño libre: dos elementos que
la tradición católica considera siempre como igualmente fundamentales. No es
verdad que sólo basta la gracia de Dios, porque somos libres, y no es verdad
250 CESAR): VA1ANI, OEM

que cuente sólo nuestra libertad, porque todo procede de la grada de Dios. Se
toca aquí uno de los puntos de más difícil definición y comprensión de nuestra
misma fe: el equilibrio entre grada y libertad, en último término, es el equili­
brio de la relación entre humanidad y divinidad, que con la Encarnación del
Señor han sido para siempre indisolublemente unidas, pero nunca confundi­
das.

«Y amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente


por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las
hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor de Dios y en la caridad
recíproca» (TestCl 59-60).

El amor recíproco: he aquí lo que es la «buena fama», el perfume que hay


que difundir. Es el amor fraterno y el amor a Dios, que crecen juntos: si Jesús,
cuando se le preguntó cuál es el mandamiento más importante, respondió que
son dos, es ¡porque los dos son, en verdad, uno solo! Esto brota también de
nuestra experiencia; en la medida en que profundizamos nuestra relación con
Dios, crece también nuestro amor por el hermano; y cuando intentamos hacer
más auténtico el encuentro con los otros, encontramos una relación más verda­
dera, antes que nada, con Dios. Las palabras de Clara evocan precisamente
esta circularidad del amor a Dios y el amor a los hermanos. No en vano ella
habla de un amor que se tiene en el corazón y que se demuestra fuera con las
obras: en la base existe siempre una dimensión interior, ya sea en la dirección
del amor a Dios, ya sea en la del amor fraterno.
Precisamente en el contexto de este coloquio sobre el amor que debe reinar
en las relaciones fraternas, Clara introduce el tema de la relación particular
entre la abadesa y las demás hermanas. Es importante destacar este paso,
porque nos presenta de forma correcta el servicio de la abadesa hacia las
hermanas: es un servicio de la caridad, una de las formas que mejor traduce el
amor a Cristo que se tiene en el corazón, o, mejor aún, uno de los instrumentos
para hacer crecer en todas este amor. La relación de obediencia entre la
abadesa y las hermanas está al servicio de la unión fraterna, del amor mutuo.
Clara se dirige en primer lugar a la abadesa y después a las hermanas:
también esto hay que advertirlo. Cuando Clara y Francisco hablan de obedien­
cia, encontramos siempre esta duplicidad de dirección: hacia aquella o aquel que
tiene la autoridad, y hacia aquellos que deben obedecer. Esto es muy hermoso e
importante: el modo de obedecer y, por otra parte, el modo de ejercer el servicio
de la autoridad son dos aspectos complementarios e indisolubles de una rela­
ción que implica deberes tanto de una parte como de otra.

«Ruego también a la que me sucediere en el gobierno de las hermanas, que se


esmere en ser la primera más por las virtudes y santas costumbres que por el
CLARA EN SUS ESCRITOS (ll) 251

oficio; de modo que las hermanas, movidas por su ejemplo, la obedezcan, no sólo
en razón del oficio, sino más bien por amor» (TestCl 61-62).

Una primera llamada fuerte, pues, a aquella que gobierna a las hermanas:
la llamada a suscitar con el propio comportamiento la respuesta de la obedien­
cia, para que sea una respuesta de amor. Una respuesta tal de amor nacerá
únicamente ante una propuesta de amor.

«Y sea también próvida y discreta para con sus hermanas como una madre con
sus hijas» (TestCl 63).

Esta imagen materna se halla también en los escritos de Francisco para


indicar las relaciones entre los hermanos: el modelo al que él se refiere es en
realidad el materno más que el paterno: «Si la madre nutre y quiere a su hijo
carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su herma­
no espiritual?» (2 R 6, 8). No dice «el padre», sino «la madre».
Este modelo materno ha sido investigado y estudiado de muchas formas.
En el caso de Clara se presenta de forma más sencilla e inmediata, evidente­
mente, porque Clara es una mujer; en Francisco, al contrario, impacta más,
porque no parece ser un modelo muy masculino: sin embargo es el modelo que
Francisco adopta para su fraternidad. Alguno ha hablado del rechazo del
«código de la paternidad» por parte de Francisco, rechazo unido a su experien­
cia: pensemos en la difícil relación que había tenido con el padre, y en aquel,
por el contrario, más delicado y profundo que lo unía a la madre. Pero pienso
que es sobre todo su opción de minoridad el que le hace tomar un código
materno más que un código paterno; sin caer en estereotipos, podemos decir
que en una familia aquella que tiene el oficio de la minoridad es la madre, más
que el padre.
Volviendo a Clara, ella habla de la abadesa como aquella que con sus
hermanas debe ser como una madre con sus hijas: llamada a tener un corazón
de madre, continúa siendo hermana entre las hermanas.

«... y sobre todo procure atenderlas con las limosnas que Dios les diere según
la necesidad de cada una» (TestCl 64).

Se siente aquí el eco de la exhortación de Francisco Audite poverelle: «que


administréis con discreción las limosnas que os dé el Señor» (ExhCl 4). El
cuidado materno se traduce, inmediata y concretamente, en la atención a las
necesidades de las hermanas, usando para ellas los bienes que nos han sido
dados como limosna; esto es lo que Clara recomienda a cada abadesa, y parece
además sugerir que no se contente con decir sí a las hermanas que van a
pedirle algo, sino que advierta ella la primera las necesidades de cada una.
252 CESARE VAIANI, OFM

«Sea además tan benigna y tan de todas, que tranquilamente puedan éstas
manifestarle sus necesidades y recurrir a ella en todo momento, con confianza,
como les pareciere conveniente, tanto en favor suyo como de sus hermanas»
(TestCla 65-66).

Sobresale un clima de atención recíproca muy fuerte, y no por azar aquí, en


la alocución dirigida a aquella que preside: la atención a las necesidades de las
demás, la apertura en sus encuentros, la disponibilidad a recibirlas en todo
momento, son tres elementos que parecen fundamentales para una abadesa
con el fin de crear en la comunidad un clima verdaderamente fraterno y
facilitar la atención recíproca entre las hermanas.

«Y, por su parte, las hermanas súbditas recuerden que por Dios renunciaron a
sus propios quereres» (TesCl 67).

Queremos destacar esta definición tan precisa que Clara da de la obedien­


cia: es la renuncia a la propia voluntad por amor al Señor. La obediencia no es
sólo una cuestión de organización de la vida comunitaria, sino algo más
grande, que se refiere directamente al Señor. Escuchemos la enseñanza de
Francisco sobre la obediencia:

«Dice el Señor en el Evangelio: "Quien no renuncie a todo lo que posee, no


puede ser discípulo mío"; y: "Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá",
Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo
totalmente a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3,1-3).

Para Francisco, pues, la obediencia realiza dos palabras concretas del


Evangelio: renunciar a cuanto se posee (cf. Le 14,33) y perder la propia vida (cf
Le 9,24).

«Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado
y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia. Y si alguna vez
el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le
manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios...» (Adm 3, 4-5).

La hipótesis no es teórica, sino real. No siempre todo lo que te dicen los


superiores es lo mejor absolutamente: tú puedes también ver cosas mejores.
Pero precisamente aquí emerge el pensamiento de Francisco: ¡la obediencia es
un sacrificio ofrecido a Dios!

«... y procure, en cambio, poner por obra lo que manda el prelado» (Adm 3, 5).

Esto significa que puedes continuar pensando con tu cabeza, hasta incluso
ver cosas mejores; lo que se te pide es renunciar a tu voluntad, no a tu
inteligencia, y a cumplir con los hechos lo que se te pide.
CLARA EN SUS ESCRITOS (ll) 253

«Pues ésta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el


prójimo. Pero, si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le
obedezca, no por eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por
parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecu­
ción antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la
obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos» (Adm 3, 6-9).

¿Y si se le piden cosas contra el alma? Entonces no debe obedecer; no


obstante no debe abandonar al superior (y a la comunidad). La obediencia
perfecta —aunque pueda parecer extraño— es precisamente la de quien, aun
no pudiendo obedecer, no se separa de sus hermanos; y en este caso la
persecución es algo a tener muy en cuenta. Precisamente aquí Francisco cita el
Evangelio de Juan (15,13), pues de hecho quien obedece de este modo actúa
como Jesús: da su vida por sus amigos. Es el amor más grande.
Esta perspectiva de Francisco respecto a la obediencia es la que se encuen­
tra en la base de la breve frase de Clara: «recuerden que por Dios renunciaron
a sus propios quereres». Todo esto nos ayuda a entender profundamente el
significado del voto de obediencia: cada vez que obedecemos hacemos la
voluntad de Dios, porque la voluntad de Dios es que, obedeciendo, renuncie­
mos a nuestra voluntad, y nos hagamos semejantes a Cristo, que fue el primero
en expropiarse de su voluntad, haciéndose obediente hasta la muerte. Los
contenidos concretos de la obediencia que nos es pedida no serán siempre
identificables ipso fa d o con la voluntad de Dios (¡ningún superior de buen
juicio podría afirmarlo!), pero esto no tiene importancia. Y es también un dato
de hecho que frecuentemente, cumpliendo la obediencia, se termina descu­
briendo la obra de Dios también al nivel del contenido concreto de dicha
obediencia, mucho más de cuanto se pudiese pensar al principio.
Por tanto, no sólo frente a las grandes obediencias, sino también y sobre
todo en las pequeñas cosas que se nos piden cada día, podemos vivir, y
estamos llamados a hacerlo, el contenido profundo de la obediencia, aquel que
me hace ser como Cristo, obediente; y es el que nos recuerda Clara.

«Por eso quiero que obedezcan a su madre, según espontáneamente y volun­


tariamente prometieron al Señor, a fin de que la madre, viendo la caridad, humil­
dad y unidad que mutuamente se profesan, más fácilmente soporte la carga que
por su oficio lleva, y por la santa vida religiosa de ellas lo molesto y amargo se le
convierta en dulzura» (TestCl 68-70).

Es bellísimo este trazo final: mandar es molesto y amargo para Clara, pero
puede convertirse en dulzura, como Francisco relataba que le sucedió al besar
al leproso. Ejercer la autoridad, lo más «repugnante» para Clara, se convierte
en dulzura si existe una determinada respuesta por parte de las hermanas: la
respuesta de la caridad, humildad y unión que reina entre ellas.
254 CESARE VAIANI, OEM

L a perseverancia

Como conclusión, Clara expresa la conciencia de las dificultades del segui­


miento:

«Y puesto que es estrecho el camino y estrecha la senda y angosta la puerta por


la que se va y se entra en la vida y son pocos los que recorren tal camino y entran
por tal puerta y , si hay algunos que durante cierto tiempo van por ese camino, son
poquísimos los que perseveran en él. Serán bienaventurados aquellos a los que les
ha sido dado caminar por él y perseverar hasta el fin» (TestCl 71-73).

Si Clara destaca tan fuertemente la dificultad del camino emprendido, en


parte es por realismo, pero por otra parte es para hacer constar la bienaventu­
ranza del resultado, pues cuando una cosa te es en verdad costosa, el resultado
es más apreciado. La imagen de Clara es dinámica: es la de ser, caminar,
itinerantes y peregrinos. Dificultad del camino no es únicamente el cansancio
(que es cierto), sino también el riesgo de fallar: por mediocridad, por ejemplo,
por no estar a la altura de la elección realizada. Clara parece considerar ambas
perspectivas: no debo tener presentes sólo mis exigencias, mi cansancio, sino
quizá también las exigencias de esta forma de vida, es decir, del Señor, y tener
en cuenta el peligro de no llegar a lo que soy llamado.
De la consideración de las dificultades nace la exhortación a la perseve­
rancia:

«Así, pues, si hemos entrado por el camino del Señor, cuidémonos de no


apartarnos jamás de él en modo alguno por nuestra culpa, negligencia e ignoran­
cia» (TestCl 74).

«Culpa, negligencia e ignorancia»: los tres términos están muy bien pensa­
dos. La «culpa» indica que consciente y voluntariamente se comete algo equi­
vocado: la «negligencia» entra por el contrario en el orden de la pereza, de la
superficialidad, del descuido; la «ignorancia» remite a otro discurso, pues si es
verdad que cuando hay ignorancia no hay culpa (este es un principio de la
moral católica), es también verdad que cierta ignorancia, como la ignorancia
de lo que es necesario en mi opción de vida, no es aceptable, y ésa es una culpa
mucho más grave. Culpa, negligencia e ignorancia son las formas en que,
según Clara, se puede abandonar este camino.

«No sea que hagamos injuria a tan gran Señor y a su Madre la Virgen, y a
nuestro bienaventurado padre Francisco, y a la Iglesia triunfante y militante»
(TestCl 75).

La falta de perseverancia, es decir el abandono del camino del Señor, es


concebida como una injuria que ofende a Dios y también a la Iglesia: note­
CI ARA KN SUS INSCRITOS (ll) 255

mos cómo se afirma la conciencia de la dimensión eclesial del pecado. Esta es


una de las verdades más bellas de la fe cristiana, como consecuencia del
dogma de la comunión de los santos, según el cual entre los creyentes existe
una real, aunque invisible, comunicación, en el bien y en el mal: por esto, mi
pecado — dice Clara— es una injuria a todo el Cuerpo de la Iglesia; y por ello,
desde el lado positivo, mi oración y mi perseverancia es eficaz para la
salvación de todo el Cuerpo de Cristo.
La realidad de la comunión de los santos está fundada sobre la afirmación
fundamental de nuestra fe, que Cristo ha muerto y ha resucitado «por nosotros
los hombres y por nuestra salvación»; lo que significa que se instaura una
comunión fundamental entre cada uno de los creyentes con Cristo y que, en
consecuencia, existe una comunión entre todos los hermanos, por medio de Él.
Esta realidad, que fundamenta entre otras cosas uno de los significados de la
vida de clausura, es decir el ser el corazón orante de la Iglesia, está muy
presente en la conciencia de Clara: tanto en positivo («con el fin de que ellas a
su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo»: TestCl 20; «te
considero cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vaci­
lantes de su Cuerpo inefable»; 3 CtaCl 8), como en negativo («no sea que
hagamos injuria a tan gran Señor... y a la Iglesia triunfante y militante»: TestCl
75). Esta fuerte conciencia eclesial nos hace conscientes de la responsabilidad
de cada uno con relación a todos, y de todos frente a cada uno. El cristiano no
puede repetir la frase de Caín cuando Dios le pide cuentas de Abel: «¿Soy
acaso el guardián de mi hermano?» (Cf. Gen 4, 9).

«Pues escrito está: Malditos los que se apartan de tus mandamientos» (TestCl
76).

En línea con buena parte de la tradición cristiana, Clara no tiene miedo de


situarse de frente ante estas palabras duras de la Biblia. Es la Palabra de Dios, y
por tanto verdadera, y Clara no quiere ignorarla.
La invitación a la perseverancia cristiana recuerda la Última Voluntad de
Francisco, que escribió para Clara y las hermanas:

«Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de


nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella
hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta
santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os
apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea» (RC1 6, 7-9).

También Francisco preveía, pues, que el consejo de alguno (hasta del Papa
mismo) pudiera de alguna forma alejar a las hermanas de esta vida y pobreza;
de ahí la invitación a vivir y a perseverar en ella. Cuando los ardores de los
256 CESARE VA1ANI, OEM

comienzos se debiliten, y lo extraordinario sea llamado a convertirse en lo


ordinario de nuestra vida, entonces la perseverancia entra como un elemento
en verdad importante.
Cuenta Celano que Francisco, sintiéndose cercano a la muerte,

«Habló largo sobre la paciencia y la guarda de la pobreza, recomendando el


santo Evangelio por encima de las demás disposiciones. Luego extendió la mano
derecha... y, comenzando por su vicario, la puso en la cabeza de cada uno, y dijo:
"Conservaos, hijos todos, en el temor de Señor y permaneced siempre en Él. Y
pues se acercan la prueba y la tribulación, dichosos los que perseveran en la obra
emprendida"... Y bendijo —en los hermanos presentes— también a todos los que
vivían en cualquier parte del mundo y a los que habían de venir después de ellos
hasta el fin de los siglos» (2 Cel 216).

Igualmente, Clara, próxima ya a la muerte, siente el deber de exhortar a sus


hermanas a la perseverancia; y no sólo exhortarles, sino también encomendar­
las a Dios y bendecirlas. Por una parte, pues, está la exhortación, dirigida a
todas; por otra, la oración y la bendición, para confiarlas a la protección de
Dios. Esta es, de hecho, la conclusión del Testamento, y no por casualidad a
menudo los códices, después del Testamento, reproducen también el texto de la
Bendición de Clara.

«Por eso, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo y me
acojo a los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su Madre, y de nuestro
beatísimo padre Francisco y de todos los santos, para que el mismo Señor que nos
concedió un buen comienzo, conceda asimismo el incremento y también la perse­
verancia final. Amén» (TestCl 77-78).

Al final del Testamento, como queriendo dar una última síntesis, la mirada
de Clara nos lleva una vez más a los comienzos, cuya memoria acaba de
entregar a las hermanas («el mismo Señor que nos concedió un buen comien-
zo»), para proyectarse confiadamente hacia el futuro (nos «conceda así mismo
el incremento y también la perseverancia final»).
«Comenzar bien, crecer, perseverar». La oración de Clara revela su con­
ciencia de que no sólo la vocación, sino también el camino de crecimiento y la
perseverancia final son una gracia. Podemos dar todas las exhortaciones a
nuestra buena voluntad, y es necesario hacerlo, pero hemos de saber que todo
es gracia, algo que no se puede «comprar», y menos aún con nuestros méritos,
porque es don gratuito de Dios, y como tal es pedido.

«Para que mejor pueda ser observado este escrito, os lo confío, mis carísimas y
amadísimas hermanas, presentes y futuras, en prenda de la bendición del Señor y
de la de nuestro beatísimo padre Francisco y de mi propia bendición, vuestra
madre y servidora» (TestCl 79).
CLARA EN SUS ESCRITOS (il) 257

E n la I glesia, en pobreza y unidad fraterna

A modo de conclusión, puede ser útil comparar nuestro texto con el


Pequeño Testamento que Francisco, sintiéndose cercano a la muerte después de
una hemorragia, dictó en Siena, en 1226, algún mes antes de su muerte:

«Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, a los que están en la Religión y
a los que han de venir hasta la consumación del siglo. Como, a causa de la
debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar,
declaro brevemente a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras: Que, en
señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutua­
mente, que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la guarden, y que
vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa
madre Iglesia» (TestS 1-5).

¡Qué sintonía entre la voluntad de Francisco y la de Clara! En la Iglesia,


seguir al Señor en pobreza y en unidad fraterna. En el Testamento de Clara, la
pertenencia a la Iglesia surge como una atmósfera casi natural; la afirmación
fuerte se hace respeto de la pobreza y la unidad entre las hermanas. Estas dos
cosas son las que, cerca del final de su camino, ella siente como las más
importantes, y al mismo tiempo más amenazadas. Y en efecto no son aspectos
marginales de una vida, de una «forma de vida», los más expuestos y puestos
en peligro, sino los fundamentales. Precisamente en estos dos elementos que
definen la identidad misma de las hermanas pobres —la santa unidad y la
altísima pobreza (cf. RC1, Bula del Papa Inocencio IV, 16)— Clara intuye que se
corre el peligro de desmayar, y por eso les exhorta con decisión y fuerza. Quizá
no erramos si afirmamos que por esto mismo quiso dejarnos su Testamento.

Traducción: Juan Oliver, OFM

Вам также может понравиться