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Página/12 - Martes, 23 de noviembre de 2010 - EL PAIS › OPINION

La batalla de Obligado
Por Horacio González *

En 1846, la prensa rosista, sobre todo el Archivo americano, dirigido por el sagaz polígrafo napolitano Pedro
De Angelis, no dejaría pasar las importantes apreciaciones que el general San Martín enviaba precisamente
desde Nápoles, donde se hallaba por razones de salud. Lo que había despertado el fervor de San Martín
era la noticia de la batalla de Obligado, ocurrida unos meses antes, por lo que se ponía a disposición de
Rosas. A pesar de sus dolencias, escribe varias cartas en donde incluso considera la eventualidad de la
toma de Buenos Aires por parte de Francia e Inglaterra. En esa hipótesis, razonaría consejos militares de
gran sutileza para poder recuperar la ciudad aun con milicias de menos calidad y cantidad que las europeas.
Su escrito cumplía un papel de disuasión ante los poderes imperiales europeos.
Al final de sus días, el general dona su sable a Rosas a través de la cláusula tercera de su testamento.
Rondaba su pensamiento un solo tema, la posibilidad de comparar la dimensión de la emancipación del
dominio español con la lucha del gobierno de la Confederación Argentina contra las dos mayores potencias
europeas, la Francia de Luis Felipe de Orléans y la Inglaterra que ya comenzaba su “era victoriana”, con
sucesivos primeros ministros que el mundo recordaría, Melbourne, Peel, Palmerston, luego Gladstone y
Disraeli.
Son los años de la revolución industrial madura, de la expansión del imperialismo mercantil, de la guerra del
opio, de la hambruna irlandesa, de los cercos sobre el Río de la Plata en nombre de la “libre navegación de
los ríos”. Rosas había estudiado bien la política inglesa y alguna vez se jactará de su amistad con Lord
Palmerston, a quien al parecer pertenecía la propiedad que ocupará como exilado en las afueras de
Southamptom. El Foreign Office es sutil y Rosas no lo es menos. Se conocen, se han combatido,
secretamente se han admirado y comprendido.
En cuanto a Francia, gobierna Luis Felipe de Orléans, el régimen que Marx en Las luchas de clases en
Francia había llamado la “monarquía financiera”. Su ministro Guizot era gran conocedor de la historia
francesa e inglesa, rival de Palmerston pero no de Peel, admirador del gran historiador inglés Gibbon –del
mismo modo que, muchos años después, también lo admiraría un ciudadano nacido en el país al que
atacaría en dos oportunidades la marina de Francia: Jorge Luis Borges–. Rosas tampoco desconocía la
política francesa y según una paradoja que Sarmiento considera en el Facundo, se valía de la propia prensa
europea, que íntimamente despreciaba, para defender su gobierno. En efecto, el escritor francés Emile
Girardin mantiene un diario, La Presse, que al parecer era financiado en cierto momento desde Buenos
Aires para defender las posiciones del gobierno de la Confederación rosista en esos años de fuego, si es
que algunos no lo son.
Rosas no carecía de pensamientos políticos elaborados, aunque no solía expresarlos en público. La liturgia
barroca de su gobierno, tema de gran interés, hizo que se lo comparara con Felipe II. Había escrito un
diccionario de lenguas pampas porque el mundo del orden, que era el suyo, implicaba saber el idioma en
que se debía garantizar la sumisión de los vencidos. Fugazmente, despertaría el interés de Darwin, quien se
cruza con él en medio de la pampa. Rosas era lector de viejos textos ultramontanos y de ciertos clásicos.
Alguna vez ha citado a Burke y a De Maistre, se sabe que cuida una valiosa edición de la Etica a Nicómaco
y se guía por pasmosas encíclicas papales.
Además, tiene Rosas una concepción del absolutismo político que no es de floración espontánea, sino que
proviene de su familiaridad con textos sobre El Príncipe, escritos por consejeros finamente reaccionarios,
entre otros –como lo prueba Arturo Sampay– un teórico de las monarquías del siglo XVIII, Gaspard Réal de
Curban. Viviendo como exilado en el farm inglés, reprodujo las escenas de una granja pampeana, intentó
escribir sus memorias, se carteó con sus fieles, recibió a Alberdi y a los Quesada, llegó a interesarle a Ernst
Renan (que leyó manuscritos de Rosas que le fueron entregados por Adolfo Saldías) y condenó a la
Comuna de París en 1871, empleando la expresión “comunistas” con el mismo valor que le adjudicaron los
credos reaccionarios del todo el siglo XX.
He allí un tema. La batalla de Obligado hay que verla eminentemente “desde el sable de San Martín”, el
mismo que en la década del ’60 del siglo XX fue motivo de disputas y capturas simbólicas por parte del
peronismo. Pero no puede ser vista desde las propias opiniones de Rosas y su mundo cultural de
terrateniente exuberante, con su gauchocracia aúlica y ritualista. Rosas fue más astuto que lo que Marx
imaginaba cuando en sus escritos de 1850 sobre la India especulaba que la “astucia de la razón” debía
hacerse responsable de la crisis de la dominación británica en países de ultramar, donde el imperialismo
debía penetrar ampliamente para luego crear él mismo la contradicción que lo derrocaría.
Concreto, Rosas tiene la astucia del gran propietario de tierras, mimético con la lengua de sus
subordinados, que arma milicias propias y que, sin dejar de ser un empresario ganadero moderno, lo es
preservando más arcaísmos culturales que los que toleraban Marx y Sarmiento. Por eso libra batallas de
autonomía territorial pero sin concepción antiimperialista o libertaria, sino más bien autocrática. En nada se
desmerece con esto ninguna batalla, en la medida que no hay hecho que no sea paradójico.
El movedizo psicoanalista esloveno Slavoj Zizek se deslumbró con Rosas como lo había hecho antes Pedro
De Angelis, aunque un siglo y medio después. Dice precisamente que Rosas es el ser paradójico que
impulsó la unidad nacional sin ser demócrata, que era un republicano jacobino que sin embargo hablaba
como un conservador y que, en suma, fue una persona de derecha que cumplió objetivos de izquierda. No
son interesantes hoy estos pensamientos. Las paradojas existen, liberan las existencias aherrojadas,
componen lo político en su realidad última, pero si son mal planteadas, pueden dar una explicación “rosista”,
por lo tanto antediluviana, a hechos interesantes ocurridos durante el período de Rosas. Marx, como se
sabe, juzgó a Bolívar como un anacronismo político que impedía el reinado universal de las precondiciones
revolucionarias en el mundo. Las raíces de este error “europeísta” fueron muy bien explicadas por el
pensamiento de la “izquierda nacional” y del socialismo latinoamericanista de José Aricó, hace ya muchas
décadas. Pero la razón absolutista de Rosas no significa lo mismo que la imaginación libre del vasto Bolívar.
La tesis de un tiempo latinoamericano específico, capaz de darles singularidad a los procesos
emancipadores de estas tierras –tema de absoluta vigencia –, precisa de todas maneras una noción amplia
y sensible del tiempo universal y de los problemas complejos de la modernidad. ¿Hasta qué punto es
posible omitir, de la sensibilidad emancipatoria anticolonial, los elementos de una comprensión lúcida del
conflicto social moderno? San Martín ve en la Europa de 1848 síntomas de disgregación social, juzga la
convulsión de las barricadas revolucionarias como un hombre de orden, que lo es, pero a diferencia de
Rosas, no lanza rayos y centellas ni pide auxilio al Vaticano. En un libro que pensaba titular “La religión del
Hombre”, Rosas iba a proponer una Liga de Naciones de la Cristiandad regida por el Papa, a la manera de
la Santa Alianza. Victor Hugo y Mazzini le parecían solo contenibles por la mano fuerte de Napoleón III. La
Primera Internacional le preocupaba, y se mantiene informado puntillosamente sobre los movimientos de los
adeptos de Marx.
El revisionismo histórico rosista, en sus variantes republicana conservadora, ultramontana apostólica,
nacionalista católica, nacionalista popular y nacionalista de izquierda, y en sus estilos más o menos
documentalistas o legendarios, plebeyos o aristocráticos, es un movimiento publicístico ampliamente vigente
en la conciencia pública y en los medios de comunicación. De ser la segunda voz, nunca endeble, de las
interpretaciones historiográficas, ha pasado a ser ya la primera. Propone amplios modelos del pasado para
un juicio inmediatista sobre el presente. Admitamos que las extrapolaciones del pasado muchas veces son
hilos internos vibrantes de los grandes trabajos de investigación histórica. Pero en especial si se procede
con delicadeza en la traslación, tratando los textos sin reduccionismos ni forzamientos.
Son tiempos éstos en que son necesarios nuevos aglutinamientos sociales de emancipación, que conjuguen
temas nacionales, sociales, de sensibilidad cultural y con nuevos lenguajes públicos que no se cierren en
forma unidimensional sobre liturgias venerables. Estas gestas son hechos que pueden transferirse al
presente en la medida en que los grandes arquetipos se nutran también de la noción de que en la historia
nada es traducible de inmediato. Esta traducción será obra de un cuidado analítico, del respeto documental,
de la imaginación pública para que las leyendas nacionales sean relatos democráticos y que las sagas del
pasado no aprisionen litúrgicamente la rica heterogeneidad del presente.
La Vuelta de Obligado fue una epopeya nacional notable, que significa también una nueva obligación a la
vuelta de una larga discusión argentina. Demostró y demuestra que hubo y hay una “cuestión nacional”.
Demostró y demuestra que los proyectos de modernización cultural no deben estar hipotecados a los
poderes mundiales que se arrogan mensajes civilizatorios aunque se presentan con incontables coacciones.
Demostró y demuestra que es posible conmemorar una proeza nacional y popular sin aprobar el régimen
político bajo el cual ocurriera. Demostró y demuestra que la rica variedad de la historia argentina no puede
ser encapsulada en géneros fijos y simbologías señoriales. Demostró y demuestra que estamos obligados a
hacer de la historia transcurrida el alma libertaria de los poderes populares instituyentes que están en curso.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-157351-2010-11-23.html
Página/12 - Domingo, 21 de noviembre de 2010 - EL PAIS › OPINION

Para qué sirvió la batalla


Por Sergio Wischñevsky *

El 20 de noviembre de 1845 una flota enviada por Inglaterra y Francia avanzaba por el río Paraná hacia el
interior del continente. Eran 22 barcos de guerra y 92 buques mercantes, estos navíos poseían la tecnología
más avanzada en maquinaria militar de la época, impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una
parte de ellos estaban parcialmente blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería forjadas en
hierro y de rápida recarga, granadas de acción retardada y cohetes Congreve que causaban efectos
devastadores. Disponían de 418 cañones y 880 hombres armados. Argumentaron que su presencia era por
razones humanitarias y para garantizar el libre comercio. El gobierno de Rosas se dispuso a resistir las
presiones de estas dos potencias europeas y decidió dar batalla. Los criollos esperaron a la flota en Vuelta
de Obligado, un recodo donde el río se angosta a 700 m de orilla a orilla en la localidad de San Nicolás en
Santa Fe. La idea era perpetrar una emboscada, contaban con seis barcos mercantes y 60 cañones
construidos de apuro, con más fervor que pericia, con más voluntad que posibilidades de triunfo. Tres
gruesas cadenas se desplegaron a lo ancho del Paraná para cerrar el paso, sostenidas por lanchones.
Evidentemente no tenían chances, la desigualdad de fuerzas y de preparación era abismal. Sin embargo, es
justamente esta evidencia lo que le otorga una nobleza especial al enfrentamiento. Fue una batalla perdida,
la flota logró seguir avanzando y diezmó a las fuerzas de la Confederación, pero a partir de ese momento
empieza otra historia.
Los opositores a Rosas habían convencido a los ingleses de que si atacaban iban a encontrar el apoyo y
simpatía de los pueblos del litoral. De hecho, Florencio Varela dejó por escrito su entusiasmo con la llegada
de la flota anglo-francesa y propició la separación de Paraguay, Uruguay y la creación de una república
mesopotámica con la unión de Entre Ríos y Corrientes. En ese entonces el puerto de Montevideo era
manejado por un comerciante inglés que tenía la concesión hasta 1848. Evidentemente muy buenos
negocios, libres de impuestos, se presentaban como perspectiva al comercio europeo si lograban quebrar la
resistencia a la “libre navegación” de los ríos Paraná y Uruguay.
La flota siguió su avance y tanto desde la prensa unitaria como desde medios británicos se festejaba la
llegada de una nueva era comercial.
Pero los ecos de la batalla generaron una nueva resistencia, las poblaciones adyacentes a los ríos retiraron
el ganado y todo aquello que pudiera servir de vitualla. Al pasar por las costas de San Lorenzo recibieron
ataques de artillería como así también en otros puntos de la travesía. Al desembarcar en Corrientes y en
Paraguay descubrieron con amargura que el alto costo de hambre, enfermedades y muerte no se ajustaba a
los beneficios económicos que realmente esperaban obtener. Concluyeron que era mucho más racional
reconocer la soberanía de la Confederación en sendos pactos que Inglaterra, y un año más tarde Francia,
firmaron.
El gran triunfo fue dar la batalla. Quienes aseguran que el verdadero logro se dio en las negociaciones
diplomáticas olvidan que en esas mesas de discusión siempre están presentes y juegan un rol fundamental
la evaluación de las fuerzas y las voluntades en disputa.
Con la historia está sucediendo algo muy parecido a lo que se viene discutiendo en nuestro país con el
periodismo. El historiador Luis Alberto Romero ha dicho que este “revival” de la Vuelta de Obligado abreva
en un nacionalismo patológico que hace emerger al enano nacionalista que la sociedad argentina tiene muy
arraigado. Por ello recuerda que para los historiadores profesionales la nacionalidad es una construcción
social y no una esencia.
Eric Hobsbawm observó que la idea de nación reconoce tres etapas conceptuales muy diferentes: la
primera ligada a la Revolución Francesa homologa nación con pueblo y tiene un carácter profundamente
inclusivo. Todo el pueblo es la nación, el enemigo era la aristocracia. La segunda concepción es la que
asociamos con las corrientes de derecha. El nacionalismo en este caso es excluyente. Enfrenta a las
naciones, habla de superiores e inferiores, se desliza con facilidad al fascismo. El tercer nacionalismo
posible es el que enfrenta a las naciones sometidas con sus metrópolis, es lo que se ha dado en llamar
antiimperialismo y resalta los valores nacionales y la soberanía como impulso a la libertad a la
autodeterminación de los pueblos. Por eso reivindicar en la historia aquellos momentos en los que se
enfrentó a los imperios no es despertar al enano nacionalista sino muy por el contrario recordar que si bien
es cierto que la nación no es una esencia, sino que es algo que se construye, está muy claro que esa
construcción está jalonada de atrevimientos como el del 1845 y de derrotas que se convierten en victorias.
En los días que corren es bueno tenerlo presente.

* Historiador, UBA.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-157295-2010-11-21.html
LA NACION - Jueves 18 de noviembre de 2010
A dos días del aniversario del Combate de la Vuelta de Obligado / Polémica entre nacionalistas y liberales

Transformar la derrota en victoria


Luis Alberto Romero

El Gobierno anuncia la gran celebración de un aniversario de la Vuelta de Obligado, la batalla en la que, el


20 de noviembre de 1845, las tropas de Rosas intentaron inútilmente bloquear el acceso de la flota británica
por el río Paraná. Paralelamente, los escritores neorrevisionistas baten el parche y despiertan sentimientos
e imaginarios de un nacionalismo hondamente arraigado en nuestra sociedad. A la vez, por qué no, realizan
un buen negocio editorial.
Como de costumbre, anuncian la revelación de un episodio que la "historia oficial" ha mantenido oculto. En
realidad, el episodio de la Vuelta de Obligado puede ser leído en casi cualquier libro que se ocupe del
período. Por ejemplo, en dos autores clásicos y de ideas diferentes: José Luis Busaniche y Ernesto Palacio.
Dos probos historiadores británicos, H. S. Ferns y John Lynch, han dicho todo lo que necesitamos saber
acerca de las trapisondas del lobby de comerciantes e industriales de Liverpool y Manchester, que presionó
permanentemente sobre la política del Foreign Office en el largo conflicto de la Cuenca del Plata. Tulio
Halperin Donghi, hace 40 años, trazó un balance equilibrado del asunto, bastante favorable a Rosas: sin
cuestionar los sólidos lazos que ligaban con Gran Bretaña a los hacendados y comerciantes porteños e
ingleses -dice-, Rosas defendió encarnizada y a la larga eficazmente la independencia política de la región,
en la época de la "política de las cañoneras", cuando nadie podía asegurar cuáles serían los límites del
colonialismo europeo. Rosas puso esos límites.
Coincido con esos balances, que destacan no tanto las heroicas acciones militares en el Paraná como la
tozuda y cazurra práctica diplomática de Rosas en los cuatro años siguientes. Me parece más difícil de
aceptar, en cambio, que la batalla del 20 de noviembre de 1845 haya sido una gran "epopeya nacional",
como se dice.
En primer lugar, fue una derrota. Honrosa y heroica, sin duda; victoria moral, como nos gusta a los
argentinos; pero derrota al fin. La de los ingleses fue quizás una victoria a lo Pirro. Pero vencieron. Cortaron
las cadenas, rompieron el bloqueo y llegaron con sus barcos a Corrientes, donde la sociedad local admiró
los nuevos barcos de vapor y las damas alternaron y coquetearon con los oficiales británicos.
Sin embargo, sus logros fueron escasos. Los mercados de las provincias litorales eran menos atractivos que
lo supuesto. Ninguno de los jefes políticos antirrosistas, en armas en las provincias litorales, quiso
comprometerse con los ingleses. Los comerciantes británicos en Buenos Aires continuaron acumulando
pérdidas con el bloqueo y reclamando una solución pacífica. Dicho esto, sopesemos el argumento de los
neorrevisionistas: las fuerzas militares de Rosas, luego de la derrota del 20 de noviembre, practicaron una
tenaz y meritoria guerrilla de retaguardia, que ocasionó pérdidas a la flota y a los buques mercantes
ingleses. Un problema más. Por entonces, otros problemas en su vasto imperio informal reclamaron la
atención del gobierno británico . En 1846 Aberdeen, cultor de la "política de las cañoneras", fue
reemplazado en el Foreign Office por Palmerston, partidario del camino negociado. Hubo una nueva
evaluación de la situación del Plata, y aunque el bloqueo se mantuvo hasta 1849, finalmente se llegó a un
acuerdo muy honroso para el gobierno de la Confederación, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr
en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra. La
negociación y no la epopeya.
¿Fue "nacional" esta acción? También me parece dudoso. Los revisionistas y neorrevisionistas comparten
una idea, de origen alemán, acerca de la existencia de una nación eterna, existente desde siempre y
animada por el "alma del pueblo", el volgeist. Una idea importada, pensada para otras realidades, que
nuestro nacionalismo aceptó con entusiasmo y aplicó a nuestro caso. Los historiadores profesionales
sabemos que las naciones no existen desde siempre, sino que se construyen, en circunstancias
determinadas. Casi siempre son impulsadas por Estados, que encuentran en el imaginario nacional su
mejor legitimación.
En rigor, en 1845 el Estado nacional argentino todavía estaba en construcción; toda la Cuenca del Plata era
un hervidero, y ni siquiera estaba claro qué parte de ella -¿el Uruguay o el Paraguay?- correspondería a la
Argentina. Muchos conflictos estaban pendientes de resolución y era difícil saber cómo terminaría la historia,
y en consecuencia, cuál de los intereses en pugna sería el "nacional". Nuestros neorrevisionistas dan por
sentado que Rosas defendía el interés nacional. Quizá. Pero en la época había opiniones diferentes sobre
cómo organizar el país, especialmente entre correntinos, entrerrianos y santafecinos, por no mencionar a
uruguayos y paraguayos, cuya independencia Rosas cuestionaba.
En cambio es seguro que Rosas, bloqueando el Paraná e impidiendo la libre navegación de los ríos,
sostuvo los intereses de Buenos Aires, una provincia que, bueno es recordarlo, hasta 1862 vaciló entre
integrar el nuevo Estado o conformar un Estado autónomo. Rosas defendió con energía el monopolio
portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían
que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas
elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida Albión"-, el Pacto de San
Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los
neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra
Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden
institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición.
Transformar una derrota en victoria. Hacer de una batalla donde primaron los intereses particulares de
Buenos Aires un jalón en la construcción de la Nación. Todo eso es algo más que una opinión, poco rigurosa
pero aceptable en un terreno por definición opinable, como lo es el pasado. Tal manera de ver las cosas
constituye una parte central del "sentido común" nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto
de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión. En su tiempo, el revisionismo ayudó
mucho a construirlo. Los escritores neorrevisionistas -confieso que me cuesta llamarlos historiadores-
pulsan esa sensibilidad, la refuerzan, y adicionalmente la convierten en un buen negocio: bien publicitado, el
nacionalismo patológico vende bien.
Digo nacionalismo patológico porque hay, en mi opinión, otro nacionalismo, al que prefiero llamar
patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación. Pero en el sentido común de los
argentinos predomina aquel otro: una suerte de "enano nacionalista" que combina la soberbia con la
paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está
naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los
enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. Gran Bretaña y Brasil
siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos
el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del "enano nacionalista" ocurrió con la
reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con
Rosas, la subversión era "apátrida" y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su
apoteosis con la Guerra de Malvinas.
Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así,
nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos -tarea en la que ayudan
estos escritores neorrevisionistas- e incluir en su campaña general contra diversos enemigos -la lista es
conocida- este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio
propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos
logrado desterrar al "enano nacionalista". Hoy, yo al menos lo dudo.

© La Nacion
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1325771

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