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2016
Introducción
La economía tiene una enorme influencia en nuestras vidas a través de las decisiones de políticas
públicas en que las consideraciones de economistas, muchas veces en campos alejados de su
conocimiento, han llegado a desempeñar un papel fundamental. Uno de los mecanismos centrales que
han permitido la expansión de esta influencia es el instrumental de evaluación de proyectos y los
mecanismos institucionales que han relevado su papel, por ejemplo, a través de la difusión profusa de
sistemas nacionales de inversión u obligaciones de evaluar con este instrumental, tanto ex ante como ex
post, distintas políticas y programas públicos.
Muchas veces, los supuestos en los cuales se basan estos enfoques e instrumentos son pasados por alto,
no obstante el importante sesgo metodológico e ideológico subyacente. Este artículo busca contribuir a
superar al menos la no explicitación de estos supuestos, advertir sobre sus problemas y resumir
enfoques alternativos que son más compatibles con un sistema democrático.
En la sección siguiente, este artículo resume los supuestos principales en que se basa la economía
moderna y el enfoque predominante en la evaluación de proyectos en América Latina. La sección 3
sintetiza las críticas que se han formulado tanto al sustento filosófico utilitarista simple en que se funda
la economía, como a los supuestos sobre el comportamiento humano en que basa su instrumental, sus
teorías y sus recomendaciones de política. Lo mismo se hace respecto al análisis costo-beneficio. La
sección 4 resume los aportes filosóficos principales que, a partir de críticas devastadoras del
utilitarismo, aportan propuestas alternativas para la medición del valor. Se discute el lugar de la
subjetividad en estos enfoques y se plantea una mirada más amplia de la subjetividad, la que se ha
enriquecido enormemente desde la psicología. Finalmente, se argumenta que estos aportes no pueden
ser integrados adecuadamente por el enfoque costo-beneficio, y que éste debe ser complementado con
otras herramientas, las que son brevemente descritas.
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Queriendo acercarse cada vez más a las ciencias exactas, con estos simples fundamentos, la economía
va incorporando gradualmente el instrumental matemático de la optimización. Esto puede percibirse
tempranamente en la obra de Edgeworth “Mathematical Physics” o en la alegada superioridad de la
economía sobre las otras ciencias sociales, declarada por Alfred Marshall en sus Principios de
economía política, libro 1, capítulo 2: “es esta definida y exacta medición en dinero de los motivos más
constantes en la vida empresarial, lo que ha permitido a la economía ir más lejos y avanzar más rápido
que todas las otras ramas del estudio del hombre” (Marshall, 1890: 14).
El propio concepto de utilidad pierde toda importancia empírica gracias al “axioma de las preferencias
reveladas” de Samuelson (1938), complementado por el principio de compensación, o criterio Kaldor-
Hicks (Ver Kaldor, 1939), que sugiere que un cambio social o una política es eficiente si los que se
benefician de éste pueden, en teoría, compensar a los que pierden, aun cuando esta compensación no se
produzca en la práctica. Para precios constantes, esto sería equivalente a un incremento del Producto
Interno Bruto. Esta es, hasta hoy, la principal justificación para la aplicación del enfoque costo-
beneficio, instrumental predominante en la evaluación de inversiones o de programas públicos, aunque
éstos abarquen esferas muy distintas de la vida humana de la “esfera de los negocios”, al que Alfred
Marshall sugirió circunscribir el análisis económico.
El enfoque costo beneficio sostiene que un proyecto o un cambio social es positivo si sus beneficios
exceden a sus costos. El espacio de evaluación propuesto es el valor monetario, que permite comparar
proyectos que impactan en áreas tan diversas como la educación, la salud, el transporte o las finanzas.
Las unidades de educación pueden compararse con unidades de transporte a través de la conversión de
las unidades físicas en unidades monetarias a través de su multiplicación por los precios a los cuales las
unidades físicas pueden ser vendidas. En mercados competitivos, los precios se igualan al valor
marginal de la última unidad consumida para todos los consumidores y, a su vez, se igualan a los costos
marginales de producción, y, finalmente, en el largo plazo, cuando hay libre entrada y salida de
empresas, a los costos medios mínimos de producción del bien. Estos costos son costos de oportunidad,
y por tanto, corresponden al valor de la segunda mejor alternativa de uso para esos recursos. Así, el
valor de los bienes es determinado por la valoración subjetiva de los consumidores de la última unidad
consumida, pero el valor subjetivo es objetivado y cuantificado a través del precio del bien, que es, a la
vez, igual al costo marginal y medio de producir esa cantidad. Cuando no existen mercados
competitivos, los “verdaderos” precios deben ser estimados, aunque, en realidad, problemas en un solo
mercado bastan, teóricamente, para poner en duda la eficiencia de todos ellos, lo que, por conveniencia,
suele no ser tomado en cuenta.
En este enfoque, el valor de un bien público es la suma de las valoraciones marginales que hace cada
uno de los ciudadanos-consumidores que lo utilizan, lo que podría ser extendido a la valoración que
cada uno hace respecto a la posibilidad que otros puedan acceder a él. Esto es, los bienes públicos son
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valorados, en el análisis costo-beneficio, por la disposición a pagar por cada unidad de éstos por parte
de los ciudadanos. Así como en el caso de los bienes privados, los consumidores consumen distintas
cantidades pero asignan un valor marginal igual a la última unidad consumida, en el caso de los bienes
públicos, los consumidores deben consumir la misma cantidad pero su valoración marginal de esta
cantidad es distinta.
Desde un punto de vista más conceptual, el origen, como acabamos de reseñar, de la comparación de
estados alternativos en función de los recursos, es que el objetivo único de cada ser humano es la
utilidad, es decir la idea de la felicidad como fin supremo, reducida a recursos para consumo por la
economía. Esto ha sido fuertemente cuestionado por la filosofía política moderna. La debilidad más
importante de los enfoques teleológicos es que no es posible reducir los fines de la vida humana a un
único fin, como lo hace el utilitarismo (la felicidad), o la economía neoclásica enraizada en el
utilitarismo (la producción de bienes y servicios, cuyo aumento provocaría más consumo y así más
felicidad). Por ejemplo, Rawls (1971) rechaza la posibilidad que tal fin exista y Nozik (1974) muestra
que la vida humana debe tener otras características para que pueda considerarse como tal, de lo
contrario nos conectaríamos a la “máquina de la felicidad” donde solo tendríamos experiencias
subjetivas agradables.
Nótese el problema moral adicional que se presenta cuando pasamos de la búsqueda de la felicidad por
cada persona, un asunto esencialmente privado, que se desenvuelve en espacios de intimidad con los
seres queridos o en la relación entre un terapeuta y un paciente que elige libremente (que es un asunto
donde no caben objeciones morales excepto los cuestionamientos usuales al determinismo de la
elección), a la búsqueda de la felicidad agregada, lo que puede significar exclusión de quienes la
reducen, como lo ejemplifica el propio Bentham con los mendigos. Al parecer, la felicidad que contaba
para Bentham era la felicidad de los hombres blancos con patrimonio, así como para Hitler
posteriormente fueron los arios heterosexuales que creían en su proyecto de supremacía racial: el resto
de los seres humanos debía ser instrumental o sacrificado a ese fin.
Este límite moral es lúcidamente formulado por Rawls (1971): si todas las personas son iguales,
debemos protegerlas en su posesión de ciertas libertadas y derechos, fijando límites a la posibilidad que
sean sacrificadas en beneficio de otros. Su primer principio de un contrato social justo es que todas las
personas tienen derecho a iguales libertades básicas (que tiene precedencia sobre sus otros dos
principios, el de igualdad de oportunidades y el de diferencia): libertad de pensamiento y de conciencia,
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libertades políticas y de asociación, libertad e integridad psicológica y física, y las libertades cubiertas
por el imperio de la ley. Sin el respeto de estas libertades, la maximización de la felicidad del mayor
número propuesto por Bentham y los utilitaristas no tiene sentido (y este es quizás el mayor avance de
la filosofía política durante el siglo pasado, formalizando nuestra intuición de repulsión que nos
generaba la propuesta de Bentham): es necesario limitar la posibilidad que los individuos sean
sacrificados por la felicidad agregada.
Esta crítica a la felicidad como base de las decisiones públicas es compartida también por utilitaristas
contemporáneos, como Popper (1947), tanto respecto al sesgo antidemocrático de la maximización de
la felicidad agregada como a la relevancia ética del objetivo individual. Respecto a esto último, Popper
hace ver que hay una obligación moral en la disminución del sufrimiento más no en el aumento de la
felicidad. Respecto al primer tema, Popper sugiere que la maximización de la felicidad sería propia de
lo que él llama una “dictadura benevolente”, y propone en su reemplazo el principio de la
minimización del sufrimiento evitable. Reconoce además la pluralidad de fines al proponerlo como uno
de los principios fundamentales, pero no único, como planteaba Bentham, de la política pública.
Tampoco estas consideraciones dentro del propio utilitarismo han sido integradas por la economía
moderna ni el análisis costo-beneficio, ni el neo-utilitarismo que describimos en la sección siguiente,
aunque se encuentran presentes en las contribuciones de Amartya Sen, en la forma de la “obligación
moral del poder”.
- Las debilidades del uso del mercado como espacio de evaluación. Detrás del análisis económico
subyace el modelo de mercado perfectamente competitivo, que asigna eficientemente, en un
sentido estático, los recursos. No obstante, los mercados no son perfectamente competitivos, lo
que debilita el supuesto de eficiencia de la totalidad de los mercados. Se supone, además,
implícitamente, que mecanismos políticos de asignación son ineficientes.
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Los cuestionamientos al análisis costo-beneficio tradicional incluyen (Sen, 1985 y 2000, Wegner y
Pascual, 2011, Chipman y Moore, 1978, y Gowdy, 2007):
- La evaluación explícita de costos y beneficios, que puede ser contraproducente para alcanzar
acuerdos en ciertas decisiones públicas, que serían más factibles o rápidos con una cierta no
completitud o ambigüedad.
- La evaluación basada sólo en consecuencias, aún cuando éstas consecuencias se amplíen más
allá de los efectos sobre las utilidades para abarcar consecuencias en violación de derechos
(aunque nunca han sido integrados en el análisis costo-beneficio), por ejemplo, seguiría dejando
fuera los procesos y acciones que pueden ser necesarias desde un punto de vista deontológico.
- Indiferencia al valor intrínseco de las libertades; a los motivos, naturaleza de las acciones y
transgresión de derechos reconocidos; y a los cambios de valores, que pueden resultar de
proyectos culturales o que involucren migraciones de población.
- Indiferencia a las cuestiones distributivas tanto respecto al peso que se asigna a las preferencias
de los distintos grupos como a la no consideración de cambios en la distribución de recursos.
Los precios vigentes ponderan las preferencias de las personas en función de su ingreso, y
recomendaciones basadas en el análisis costo-beneficio tenderán a perpetuar las desigualdades
distributivas. El propio Sen ha sugerido la introducción en el análisis costo-beneficio de pesos
distributivos distintos para los grupos de menores ingresos, pero su aplicación ha sido escasa
debido a la dificultad para determinar esos pesos.
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- La disposición a pagar no sólo es difícil, tampoco es apropiada para valorar proyectos que
afecten el medio ambiente, y, particularmente en eventos de gran escala, esa disposición
dependerá de lo que estén dispuestos a contribuir otros.
- En la misma línea, hay ciertos bienes para los cuales el individualismo metodológico no es el
método apropiado de valorización, porque asume que los individuos pueden formar sus
preferencias aisladamente, pero en realidad requieren procesos de comunicación deliberativa
para ser construidas socialmente (Habermas, 1984, Dryzek, 2000, Howard y Wilson, 2006).
Wegner y Pascual (2011) sintetizan los problemas de la aplicación del análisis costo beneficio a los
ecosistemas, que exhiben la totalidad de estos problemas, y proponen métodos alternativos de
evaluación que podrían superarlos.
Si bien la influyente definición de Lionel Robbins (1938) sobre el campo de estudio de la economía
abre claramente el campo para el análisis tanto de la eficiencia en la asignación (en términos de las
preguntas básicas de Samuelson: ¿qué producir?) y uso de recursos (¿cómo?) como de su distribución,
la equidad o la justicia (¿para quién?), lo cierto es que la economía moderna y el análisis costo-
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beneficio tienen poco que decir respecto a la última cuestión y se ha concentrado más bien en las dos
primeras. Asimismo, la eficiencia es vista en términos estáticos más que dinámicos, quedando abierta
la pregunta de si asignar eficientemente en el primer sentido es también eficiente en el segundo, esto es,
en términos de crecimiento o desarrollo económico y social. Joseph Schumpeter, por ejemplo, sostiene
que los monopolios pueden ser positivos en una perspectiva de eficiencia dinámica, en la medida que
su renta monopólica le permita invertir en I&D, que será la base para la acumulación del capital, el
desarrollo de nuevos productos y mercados, el aumento de la productividad, en un palabra, el
crecimiento económico.
La economía institucional parece ofrecer un terreno más fértil para contestar las preguntas más
relevantes sobre eficiencia, con conceptos como la “eficiencia adaptativa” desarrollada por autores
como Douglass North (capacidad de la sociedad de maximizar esfuerzos por explorar modos
alternativos de resolver problemas), o el criterio de remediabilidad (un modo existente de organización
para el cual ninguno modo superior factible puede ser descrito e implementado con ganancias netas se
presume que es eficiente), propuesto por Avinash Dixit. Sin embargo, estos desarrollos no han
permeado la evaluación económica de proyectos, aunque el criterio de remediabilidad se integra bien
con las teorías de elección social para la comparación de estados alternativos y con el enfoque costo
factibilidad.
Rawls rechaza que exista un problema de justicia cuando una persona es más “infeliz” que otra con los
mismos bienes primarios. Para Sen y Rawls es el goce igualitario de libertades lo que está moralmente
primero, no la evaluación subjetiva de este acceso.
Para estructurar instituciones y políticas, así como para evaluar el cambio social y los proyectos
públicos, se requiere una teoría que permita dar cuenta de la diversidad de fines valiosos, la pluralidad
humana y que sea respetuosa de las libertades y de la democracia. El utilitarismo y la economía
moderna no ofrecen esto. La respuesta puede ser encontrada en diversas corrientes de filosofía política
contemporáneas. A continuación se resumen las dos que probablemente han sido más influyentes, la
última de las cuáles ha tenido mayor aplicación práctica, aunque aún bastante limitada.
Habiendo descartado que la felicidad sea una métrica relevante, John Rawls propone que la justicia
debe ser evaluada en términos del acceso a bienes primarios, esto es, “medios de propósito general que
le permiten a la persona alcanzar sus objetivos”. Para Rawls los principios de una sociedad justa se
definen respecto a estos bienes. El primer principio, ya mencionado, garantiza el acceso pleno e
igualitario a los bienes primarios más importantes, que son las libertades básicas y la libertad de
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Así, interpretando estrictamente a Rawls, cualquier cambio que amplíe las libertades básicas (si están
limitadas) debiera ser favorecido por sobre otro que las deje constantes. En segundo lugar, tendría valor
un proyecto que mejorara la igualdad de oportunidades (si esta está limitada), por ejemplo, que obligara
a hacer concursos públicos para los cargos o permitiera una mayor transparencia y legitimidad de estos
concursos. Nótese que ninguno de estos proyectos tendría valor en el enfoque costo beneficio. En tercer
lugar, recién aparecen los recursos enfatizados en el análisis tradicional, particularmente ingresos y
riquezas, y las bases sociales del auto respeto.
Este tercer conjunto de bienes primarios es demasiado parecido al convencional de recursos, aunque su
justificación no proviene del utilitarismo. Es, de hecho, el punto más débil del edificio teórico montado
por Rawls (más allá de la falta de corroboración empírica levantada por otros autores como David
Miller, Norman Frohlich y Joe Oppenheimer). Sen (2009) formula lúcidamente esta crítica acusando a
Rawls de fetichista: los recursos son medios para lograr fines valiosos, no son valiosos en sí mismos. El
problema es que incluso para los mismos objetivos, las capacidades de las personas para convertir los
bienes privados en funcionamientos difieren, por lo que comparaciones interpersonales basadas en los
bienes primarios que cada persona posee no pueden reflejar, en general, el ranking de sus libertades
reales para perseguir cualquier fin.
La segunda crítica de Sen, contra el trascendentalismo institucional, es que Rawls considera el ideal (en
términos de instituciones y comportamientos), y este ideal puede ser irrelevante: (i) puede no ser
posible un acuerdo razonado sobre la naturaleza de una sociedad justa; (ii) la elección concreta requiere
un marco para comparar alternativas factibles, mientras el ideal puede no ser factible. Lo que se
requiere es un acuerdo basado en el razonamiento público que permita rankear alternativas. Para esto es
necesario analizar las realizaciones concretas que emergerían de los cambios, considerando el
comportamiento real de las personas dadas las instituciones.
A partir de esta crítica, Amartya Sen va desarrollando una propuesta alternativa (ver particularmente,
Sen, 2009, 2008, 1999, 1992, 1985), sin pretender formular una teoría completa de la justicia como la
de Rawls, buscando superar algunos defectos de ella y en abierta crítica al utilitarismo y a la economía
“moderna”. La teoría de las capacidades desarrollada por Sen – y en forma independiente por Martha
Nussbaum (ver Nussbaum, 2002, 2003) – propone evaluar el cambio social en términos de la riqueza
de la vida humana que resulta de ese cambio. La teoría descansa en dos conceptos fundamentales: las
"capacidades" y los "funcionamientos". Las capacidades de las personas para funcionar son “sus
posibilidades reales de emprender las acciones y actividades que quieren realizar, y para ser quienes
quieran ser” (Sen, 1992, p. 197). Los funcionamientos son los estados realmente alcanzados del ser y
hacer valorados por las personas. Al colocar el énfasis en las capacidades, es decir, en las libertades
para alcanzar ciertos “funcionamientos”, se toma en cuenta que los recursos o la riqueza pueden
generar funcionamientos muy distintos dependiendo de características personales y de la sociedad en
que vivimos.
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Además, Sen (1992) argumenta que el espacio evaluativo no solo debe considerar las libertades y
funcionamientos para alcanzar bienestar; sino también, las libertades y funcionamientos de ser agente
de la propia vida, esto es, perseguir los propios fines, sean o no valorados por un observador externo.
Un punto central de debate entre Sen y Nussbaum es respecto a la necesidad de especificar una lista
completa de capacidades. Mientras Sen considera deseable que cada sociedad especifique en cada
tiempo y lugar lo que considera valioso, Nussbaum (2002 y 2003) justifica la necesidad de formular
una lista universal de capacidades que provea mínimos éticos para la toma de decisiones públicas y los
acuerdos internacionales. Ella misma desarrolla una lista de diez capacidades básicas a través de
procesos deliberativos en los cinco continentes.
Alkire (2002) resume las razones que ha dado Sen, en distintos ensayos y conferencias, para rechazar la
formulación de una lista única de capacidades, prefiriendo, él mismo, mantenerse en el plano teórico
(más allá de su influyente contribución en los orígenes del informe de desarrollo del PNUD que
especificó las dimensiones de ingresos, salud y educación):
Sen identifica dos procedimientos para identificar conjuntos de capacidades sin utilizar juicios de valor,
sino más bien haciendo uso del máximo consenso: los ordenamientos de dominancia parcial (sin
necesidad de acuerdo pleno en los pesos relativos o valores, identificar las posiciones extremos y
aceptar que hay acuerdo al interior de esos límites) y los funcionamientos concretos generales
(aumentar el espacio de consenso mediante la formulación de capacidades y funcionamientos
concebidos a un nivel suficiente de generalidad).
Un punto central en la filosofía política moderna es que la polis adquiere un papel central en la
valoración, sustituyendo el papel que tiene el mercado en el análisis costo beneficio. Las distintas
teorías concuerdan en que se requiere un acuerdo social razonado en los componentes básicos del
bienestar y en la relativa “urgencia” de los “derechos” a los distintos bienes (Scanlon, 1975). En Rawls,
este acuerdo se produce en la situación originaria y gracias al velo de ignorancia. Dworkin sustituye el
este velo de ignorancia por un “velo suave”. En Sen, este papel lo asume un proceso deliberativo
razonado específico a cada cultura y tiempo, sobre cuyas características refiere a Habermas, pero que
ha sido tratado también por otros autores, como Fishkin y Callon. Asimismo, las convenciones de
derechos humanos proveen una lista de libertades valiosas sobre las cuales han deliberado colectivos
humanos en distintos momentos del tiempo y sobre las cuales ha existido un consenso normativo
amplio.
Las convenciones de derechos humanos, de derechos del niño, de la discapacidad, de la mujer, etc.,
constituyen otro espacio relevante para la formulación de urgencias morales y de justicia. El propio Sen
reconoce que los derechos humanos añaden información valiosa que no considera adecuadamente el
enfoque de capacidades: la dimensión de oportunidad de las libertades pertenece al mismo territorio
que las capacidades pero no la dimensión de proceso de las libertades (Sen, 2004 y 2005). Es decir
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reconoce que el enfoque de capacidades es limitado en relación a las libertades de proceso, y por tanto
el enfoque de derechos humanos (general) es un buen complemento, pues añade información moral
relevante.
La contribución del cambio social al logro de los “acuerdos sociales razonados” debiera tener una
importancia fundamental, y sin embargo, hasta el momento, queda fuera de la metodología de la
evaluación de proyectos tradicional.
Para cerrar, cabe destacar que Jonas (2005) ha planteado el problema de la valoración del bienestar de
los aún no nacidos, que, siendo un dilema imposible para el análisis costo-beneficio, es también difícil
de resolver para las metodologías más participativas. Los informes de desarrollo humano que han
abordado temáticas medio ambientales y los enfoques de desarrollo sustentable intentan dar respuesta a
esta pregunta. Solow ha sugerido que la sostenibilidad requiere que las generaciones futuras deberían al
menos vivir tan bien como las anteriores.
La subjetividad no se agota en el juicio sobre la propia vida. Todas las personas hacen, además,
evaluaciones respecto a la sociedad en que viven y las oportunidades que ésta ofrece para ser quien
ellos quieren ser (PNUD, 2012). Esta experiencia de lo social no ha sido recogida adecuadamente por
los economistas que se han abierto a recuperar las evaluaciones subjetivas en el análisis económico,
probablemente debido al sesgo individualista que caracteriza el utilitarismo y a la economía neoclásica
(ver por ejemplo las ediciones a la fecha del World Happiness Report ), pero es considerado hace
tiempo por la psicología.
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- Aceptación social. Estar y sentirse perteneciente a un grupo, a una comunidad; con confianza,
aceptación y actitudes positivas hacia los otros (atribución de honestidad, bondad, amabilidad,
capacidad) y aceptación de los aspectos positivos y negativos de nuestra propia vida.
Sobre esta base, estos autores, desconociendo todas las contribuciones que acabamos de reseñar,
incluso dentro del propio utilitarismo, plantean que el método adecuado para la valoración de proyectos
es el análisis costo utilidad, que sustituye los beneficios monetarios de los proyectos por su efecto en la
utilidad o felicidad. Este método supera sólo una de las objeciones formuladas anteriormente contra el
análisis costo-beneficio, que es la incapacidad de valorizar bienes para los que no existe mercado.
En una línea similar, algunos autores de la economía del comportamiento han propuesto lo que han
denominado libertarismo paternalista (Thaler y Sunstein, 2009), en los que sugieren utilizar los sesgos
de conducta que se han ido documentando para inducir mejores decisiones individuales en aras de un
mayor bienestar individual (mayor ingesta de comida saludable a través de hacerla más accesible) o del
resultado social deseado (aumento en el número de donantes).
Estas dos aproximaciones a la valorización social o a la toma de decisiones son inconsistentes con los
argumentos resumidos en las secciones anteriores.
El análisis multi-criterio complementado con un proceso deliberativo adecuado puede producir los
resultados deseados y resolver la mayor parte de las objeciones resumidas en este artículo. Los métodos
deliberativos intentan llegar a consenso (Howard y Wilson, 2006), mientras el análisis multi-criterio
permite la ponderación de valorizaciones diversas para llegar a un resultado agregado.
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En la actualidad ha habido un cierto número de estos procesos, el más conocido de los cuales es la
medición del progreso a través de la Felicidad Interna Bruta, elaborada en el reino de Bután, y que ha
llevado a ese país a no adherir a la OMC, no construir centrales hidroeléctricas y privilegiar un turismo
de elite. En este caso, la deliberación estuvo restringida a una elite política apoyada por un grupo de
expertos internacionales, y en ella se escogió un conjunto de nueve dimensiones compuestas por un
total de treinta cinco indicadores a los que no se les asigna ponderadores específicos.
Otras aplicaciones importantes incluyen a Clements (1995) que propone una extensión del análisis
costo beneficio incorporando una valoración de las capacidades y, sobre todo, Alkire (2002) reseña su
aplicación de la teoría de las capacidades a través del análisis multi-criterio, a partir de definiciones
políticas y participativas de las capacidades valiosas, mostrando como su aplicación concreta puede
arrojar conclusiones muy distintas, y complementarias, al análisis costo beneficio tradicional. Algunas
de las aplicaciones que se han realizado de este enfoque en América Latina serán presentadas por los
autores que me acompañan en este panel.
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Reseña biográfica
Pablo A. González. Ph.D. en Economía (1996), Universidad de Cambridge. Director académico del
Centro de Sistemas Públicos y profesor adjunto del departamento de ingeniería industrial, de la
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, de la Universidad de Chile. Investigador asociado del
Centro de Investigación Avanzada de la Educación, de la Universidad de Chile. Actualmente es asesor
de UNICEF y del Banco Mundial. Es autor de más de cincuenta artículos en revistas especializadas,
capítulos de libros y libros.
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