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La manta corta

Por Juan Sasturain


Se sabe: el fútbol da para todo. Y ni hablar del discurso futbolero, usina de metáforas de progresivo
uso común en cualquier ámbito, porque si hoy se permiten definiciones ideológicas del tipo “se
juega como se vive” –Valdano dixit–, bien vale su versión reversible: “Se vive como se juega”. Y sin
duda que hay formas de concebir el juego –de nombrarlo, de describirlo– que tienen su
correspondencia en maneras de encarar cualquier aspecto de la vida, privada o pública. Y sin
necesidad de recurrir a fáciles ejemplos maradonianos.
A lo largo de los años ‘60, por ejemplo, San Lorenzo tuvo dos equipos bárbaros, no exactamente
sucesivos ni muy parecidos entre sí, pero asociados –en la memoria de hinchas felices y
espectadores de buen paladar– por el fútbol bien jugado y la continuidad de algunos de sus
emblemáticos jugadores. Esos equipos hicieron goles de todo tipo, ganaron muchos partidos,
algún campeonato y, además, fueron definidos con la chapa identificatoria de dos apodos
memorables que mentaban sus virtudes de frescura y contundencia: Los Carasucias y Los
Matadores. El tucumano Albrecht en el fondo y el tácito Oveja Telch jugaron y crecieron en los dos
planteles, pero uno recuerda siempre del medio para arriba cuando piensa en los apodos: y ahí sí,
el Bambino Veira y el Loco Doval fueron auténticos carasucias y matadores.
Más allá de los mitos, las exageraciones y las distorsiones que provocan el paso del tiempo, esos
dos planteles del Ciclón dejaron huella, pero la marca es diferente ya que los ricos apodos hablan
de distintas cosas: en un caso, carasucias era una condición; en el otro, matadores remitía a una
aptitud. Mientras unos se definían por lo que eran, los otros, por lo que te hacían. Y realmente
Pedrito González y el Lobo Fischer te mataban... Esos Matadores eran más sólidos y maduros,
ganaron más e hicieron historia al salir campeones en 1968. Los previos Carasucias que arrancan
saltando a primera en el ‘64 eran más atorrantes; duraron poco y celebraron menos. “Tú no has
ganado nada” diría un pensador paraguayo que no es Roa Bastos. Pero fueron (son) leyenda.
El rótulo de carasucias tenía el antecedente del explosivo terceto central Campeón Sudamericano
en Lima ‘57 –Maschio, Angelillo y Sívori– y connotaba juventud y desfachatez. Aunque no sé
cuántas veces habrán jugado juntos, la delantera que vi y en el recuerdo asocio con la
denominación es la de Doval, Toscano Rendo, el Nano Areán, Veira y el otro loco –después el
Manco– Victorio Casa, un genuino buscapié. No es casual el apelativo alienado que define a
ambos talentosos e imprevisibles wines; no es casual tampoco que al menos tres de estos
carasucias no se hayan caracterizado precisamente por su disciplina fuera de la cancha. Pero
estos atorrantes fueron un lujo, una gracia concedida al que los vio jugar.
Además, que Narciso Doval, además de tocarle (o no) el culo a una azafata en episodio
emblemático y representativo en todo sentido, haya sido después durante largos años ídolo en el
Flamengo de Río habla de una condición excepcional: para un criollo –o para cualquiera– jugar de
wingen Brasil es como llegar a ser profesor de Metafísica en una universidad alemana.
Los Matadores mantuvieron el estilo jodón, pero fueron más eficaces. En el equipo campeón del
Metro 68 seguía Rendo, estaba todavía el Bambino (con Doval suspendido por la historia de la
azafata...), maniobraba el Toti Veglio y aparecía el Japonés Tojo junto a los contundentes Fischer y
Pedrito, con Cocco y el Oveja detrás. Pero hay algo más: Los Matadores fueron, para la historia “el
equipo de Tim”, y es sintomático que uno asocie ese grupo de jugadores y ese período del Ciclón
con un brasileño dirigiendo al borde de la cancha: Elba de Padua Lima, más conocido por Tim, un
hombre sabio.
Como en su momento Oswaldo Brandao en Independiente o el glorioso Didí en River –propulsor
programático del “jogo bonito”– Tim es uno de esos entrenadores brasileños que le hicieron mucho
bien a un fútbol argentino a menudo intoxicado por las modas del rigor táctico a la europea. Y
aquel Tim –fue también gran jugador de selección en su juventud– no sólo dejó el recuerdo de su
equipo audaz y vistoso sino algo más; dejó una gráfica definición respecto del juego al que dedicó
su vida: “Jugar al fútbol es como tratar de taparse con una manta corta: si uno se cubre la cabeza
es inevitable que se descubran los pies; y si se tapan los pies, queda afuera la cabeza”. La
comparación se convirtió en un clásico.
Lo que más me gusta de la simple idea de Tim es que no pretende dar una definición científica y
superadora o describir la panacea de un sistema que garantice el equilibrio de ganar sin
exponerse, sino que acepta como un dato de la realidad, que el desequilibrio es inherente a las
circunstancias del juego. Y que lo que está en juego es una elección que es personal, que incluso
es estética e ideológica. Está el que arriesga y juega a hacer un gol más que el rival y se expone (a
perder); está el que prioriza el cuidado –“primero el cero en el arco propio”– y se expone también
(a no ganar).
La cuestión –siguiendo con la comparación de Tim– es dónde están los pies y la cabeza en un
equipo de fútbol. Y sobre todo dónde pone el conductor su corazón. Con toda su capacidad, Héctor
Cúper –por ejemplo– nunca tuvo ni podría tener un equipo llamado Los Carasucias ni Los
Matadores. No nos atreveríamos a ponerle apodo a sus formaciones, aunque el título de alguna
famosa novela de Victor Hugo no le caería mal.
Volviendo al principio, cabe extrapolar la metáfora de la manta a otros ámbitos. La economía no es
un juego precisamente, pero es bien sabido que también su realidad opera como una problemática
manta habitualmente corta: lo que hay no cubre a todos. Y hay que elegir a quién cubrir, a quién
dejar expuesto; a quién cobrarle para poder pagar, a quién no pagarle para que te quede algo...
Porque siempre, alguien paga: algún culo sangrará, dice la dura ley popular. Que no sea el de
siempre.

SAN LORENZO CAMPEON 2001 Y UN EMOTIVO ENCUENTRO DEL “MONO ” RUIZ Y CARRILLO.

La Banda. Un bastión económico, cultural y deportivo de Santiago del Estero. La tierra de los
folclorísimos Carabajal . Del célebre compositor Julio Argentino Jeréz. La de la vieja estación de
trenes del Ferrocarril Mitre desde donde partieron muchos santiagueños portando ilusiones de
triunfar en las grandes ciudades argentinas. Territorio que se separa de la capital santiagueña por
el portentoso Puente Carretero, para cruzar el Río Dulce. Uno de los más largos de Sudamérica,
(parece un mecano) aunque una flamante autopista, flanqueada por modernas construcciones
ahora acorta las distancias. Y a pesar de parecer socialmente ya unidas, La Banda conserva
orgullosa su personalidad traducida en un aferrado y sentimental localismo, que se expresa en el
deporte y la música. La Banda de Olímpico y de Tiro Federal; de Sarmiento y de Central Argentino.
El Central de la camiseta blanca que legó al futbol nacional figuras de renombre.

¿Quién no recuerda acaso al “loco” Artemio Gramajo haciendo goles en Rosario Central?

Y el Sarmiento, que catapultó a José “Pepe” Casares también luciéndose en la zaga de los
“Canallas”.

Y unas décadas mas atrás, al “Mono” Miguel Angel Ruiz a la par de Facundo, Herrera o Rossi,
Sanfilippo, Boggio o Cigna, aquella delantera campeona de San Lorenzo de Almagro del 59.
Y en el arco, otro bandeño: el apolíneo José Carrillo, proveniente de Sarmiento, quien con Ruiz
fueron casi juntos al “Ciclón “ para jugar en Primera – hecho inédito en la historia del fútbol
santiagueño- y llegar a ser campeones.

Aquella mañana de mediados de 2001 tuve suerte cuando decidí producir la nota televisiva para el
canal santiagueño. Buscar a los dos, juntarlos sorpresivamente, y evocar aquellos tiempos en
homenaje al flamante título. “El Mono” atendió el llamado telefónico. Afortunadamente no había
viajado a Chile donde desde hace varios años dirige equipos de fútbol y no obstante haber
establecido virtualmente su radicación en el país vecino, siempre vuelve al pago chico. -
Miguel…qué lindo seria que se encuentre con Carrillo hoy que San Lorenzo festeja el titulo- le
sugerí. Y con la caballerosidad y hombría de bien que le caracteriza, aceptó la convocatoria.
Coordinamos el encuentro y marchamos hacia el lugar donde encontrar a Carrillo con la consigna
de sorprenderlo. La operación televisiva estaba en camino. El remis nos dejó a metros de un
galpón en plena ciudad de La Banda, donde José atiende un taller de tornería. Mientras Miguel
quedó de incógnito en la vereda, ingresamos. Esgrimimos una excusa avisados del perfil bajo de
aquel inolvidable guardametas bandeño campeón sanlorencista retirado y olvidado por el futbol,
pero que había vuelto a su primitiva profesión que retomó en su suelo natal cuando dejó la
actividad deportiva. Y allí estaba. Enfundado en un overol con sus manos callosas. Sencillo,
humilde, afable. Era el mismo Carrillo con los años reflejados en su rostro, pero conservando su
estilo físico, alto, espigado y el mechón rubio sobre la frente ahora tamizado por el gris del tiempo.
¡Era el Carrillo de las fotos de “ El Grafico”, “Goles”… el de las infaltables figuritas que coleccionaba
cuando era un chiquilín!. Me parecía como que tocaba el cielo al ver y conversar con quien fue
también un ídolo. “Usted fue arquero de San Lorenzo campeón de 1959”, inquirimos de arranque.
Sus ojos claros parecieron cobrar un brillo especial… -¿Y qué le parece? ¡son campeones de nuevo!
¿Se acuerda?, replicamos a sus tímidas respuestas tamizadas por un dejo de emoción. -¿Qué
equipo aquel, verdad Carrillo? ¿Quienes lo integraban? Habían pasado 5 minutos cuando ingresa
Ruiz, sorprendiéndolo. El momento no pudo ser más que mejor. Se confundieron en un abrazo en
medio de mutuas expresiones de alegría. Aquel reencuentro, que se convirtió en un repaso
memorioso del San Lorenzo de 1959 me pareció sencillamente impagable. Lo habíamos logrado
pensando mas allá de los títulos, y del impacto de la nota periodística, en que las viejas glorias del
fútbol nunca deben ser olvidadas. [u][b]Los santiagueños del Ciclón [/b][/u] José Carrillo debutó en
la Primera de San Lorenzo en un partido oficial en abril de 1956 (0 a 0 con Chacarita Juniors)
reemplazando a Galeli. En San Lorenzo comenzó su declinación como jugador, a partir de 1961,
cuando apareció Tarnawsky y en 1962 jugó el último torneo. Miguel Angel Ruiz, apareció
oficialmente en junio de 1957. Actuó como centro delantero y también jugo de 8. En ese período,
ya estaba Sanfilippo, Omar Higinio García, Lallana, Herrera, Boggio, para conformar el plantel
campeón de 1959. Su partido debut fue contra estudiantes de la plata (0 a 0) pero en el siguiente
San Lorenzo le ganó a boca 3-2 y el marcó los tres tantos. En 1962 pasó a Estudiantes de La Plata.
Otro santiagueño que pasó por la Primera de San Lorenzo fue Luis Díaz, un número 10 . Después
anduvo por Colón de Santa Fé y finalmente recaló en España, donde reside actualmente y se
dedica al fútbol como maestro de divisiones infantiles en las Islas Canarias. [b]Nota:[/b] Gentileza
del colega Roberto Eduardo Vozza
Fútbol 1974, un modelo que se repite
Hace cuarenta años se jugaba en la Argentina el torneo con más participantes del
profesionalismo: 36 clubes. Aquí un repaso de lo que fue esa experiencia, el Nacional de
1974, en que salió campeón San Lorenzo.

Por Gustavo Veiga

Los campeonatos del fútbol argentino son un sainete. Con o sin descensos, con o sin promociones,
con o sin definiciones por penales, con formatos cortos o largos. Hace 40 años, entre julio y
noviembre de 1974, se jugó el torneo más largo del profesionalismo. Fue el Nacional de ese año,
con 36 equipos y cuando la AFA era manejada a control remoto por José López Rega desde el
Ministerio de Bienestar Social. Los dos últimos interventores, Baldomero Gigán y Fernando Mitjans,
habían sido nombrados por el fundador de la Triple A. Hoy, cuatro décadas después, acaba de ser
reconfirmado un certamen de Primera División con 30 participantes para 2015. Lo aseguró una y
otra vez Luis Segura, presidente de Argentinos Juniors en uso de licencia, con mandato al frente
de la AFA y el mismo que compartió con Carlos Suárez Mason la conducción del club entre 1979 y
1981: él era vice y el genocida, responsable de la comisión patrimonial.

La analogía entre los campeonatos no es azarosa. Tampoco la de ciertos personajes: López Rega
y Suárez Mason pertenecían a la Logia Propaganda 2 y cometieron crímenes de lesa humanidad.
El ministro de Isabelita en democracia y el militar en dictadura. En los ’70, Gigán, Mitjans y Segura
–como otros dirigentes del fútbol– habían sido marionetas de ese poder en la AFA y los clubes. El
Nacional de 1974 en que salió campeón San Lorenzo marcó hasta ese momento un record de
equipos. Al torneo lo bautizaron Presidente de la Nación Teniente General Juan Domingo Perón.
No podía ser de otra manera. El líder político que marcó a la historia argentina como nadie había
fallecido el 1º de julio. Veinte días después comenzó el campeonato con su nombre.

Los dieciocho clubes que participaron en el torneo Metropolitano del ’74, ocho que provenían de
las plazas fijas del interior y otros diez que se clasificaron desde los regionales se distribuyeron en
cuatro zonas de nueve equipos. Los dos primeros de cada una disputaron el octogonal final. La
cantidad impar permitió jugar partidos interzonales. Al San Lorenzo campeón lo dirigía Osvaldo
Zubeldía, ganador de todos los títulos posibles con Estudiantes de La Plata en la década del 60.
Con esta formación logró el título el 22 de diciembre ante Ferro: Anhielo; Glaría, Piris, Olguín y
Villar; Enrique Chazarreta, Telch y Cocco; Héctor Scotta, Beltrán y Ortiz.

El campeonato sólo pasó a la historia por tres estadísticas: la mayor cantidad de equipos, la
goleada más grande del profesionalismo y el jugador que marcó más goles en un partido. Banfield
le ganó 13 a 1 en su estadio a Puerto Comercial de Bahía Blanca por la 12ª fecha. Esa tarde Juan
Alberto Taverna convirtió siete veces. Los bahienses jugaron en la zona A. Marcaron 14 goles y les
hicieron 75. Además del 13 a 1, perdieron 9 a 0 con Boca en la Bombonera y 7 a 2 con
Desamparados de San Juan.

En 1975, la cantidad de clubes que disputó el torneo Nacional siguiente se redujo a 32. El título fue
para River. Para ver otro campeonato con la misma cantidad de participantes habría que esperar
hasta el Nacional de 1984, que ganó Ferro. La superpoblación de equipos no es un hecho
frecuente en la historia del fútbol argentino. Al de 1974 sólo lo emparda el último certamen del
amateurismo, en 1930. También lo jugaron 36 clubes y como fue tan largo, terminó en 1931,
después de un receso durante el verano.

Hoy se vuelve a anunciar un torneo kilométrico. Segura ratificó a principios de septiembre que
deberá “jugarse de febrero a diciembre de 2015 con treinta equipos”. Se sabe: los veinte que están
disputando el campeonato de Primera y diez que subirán desde las dos zonas de la B Nacional.
Hasta este domingo, en que comienza la primavera, están en zona de ascenso ocho clubes del
interior y dos de Buenos Aires. San Martín de San Juan, Boca Unidos, Gimnasia de Jujuy, Colón,
Atlético Tucumán, Crucero del Norte, Independiente Rivadavia y Unión entre los primeros y
completan la lista Argentinos Juniors y Temperley. Todavía falta mucho, pero ya se insinúa una
tendencia.

Segura también interpretó que con la aplicación del programa AFA Plus –el Sistema de
Administración para el Ingreso Biométrico a los Estadios– “volverán los hinchas visitantes”. Desde
agosto de 2013 que se juega sin ellos en Primera División y desde julio de 2007 en el Ascenso.
Aunque hecha la ley, hecha la trampa. Hinchas de River e Independiente, por citar los dos casos
más notorios, siguieron a sus equipos en canchas ajenas durante el año que jugaron en la B.
Demasiadas muertes en el fútbol argentino son una mera estadística en la que no repara ni el
gobierno nacional, ni los funcionarios de seguridad, ni las distintas policías, ni los dirigentes
abroquelados detrás del presidente de la AFA.
El 23 de octubre se cumplirá un mero formalismo en la AFA. La asamblea ordinaria, como se
descuenta, elegirá a Segura para que complete el período de gobierno que debía cubrir Julio
Grondona hasta octubre de 2015. Su muerte no alteró los planes de concretar el formato ampliado
de campeonato, más allá de algunos movimientos para alterarlo. Una vieja receta que hace
cuarenta años tuvo su pico de crecida con 36 clubes en Primera, en tiempos de López Rega. De
1974, cuando él controlaba la AFA, son los estatutos que todavía la gobiernan. Ya lo decía Marx en
El 18 Brumario de Luis Bonaparte: la historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la
segunda como farsa.

Viejas postales de fútbol del ’64


Hace cincuenta años, Argentina superaba a Brasil a nivel de clubes y selecciones.
Independiente goleaba al Santos de Pelé y la Copa de las Naciones incluía un 3 a 0 a favor en
San Pablo ante los bicampeones mundiales. La tentación de repetir la historia.

Por Gustavo Veiga

Pasaron cincuenta años, otro país y otro fútbol. Argentina heredó de 1964 crónicas deportivas que
describen sus éxitos y más de una goleada aplastante a la Selección de Brasil o a su equipo
fetiche: el Santos. Ayer se cumplió el 50o aniversario del 5 a 1 con que Independiente despachó a
Pelé, Coutinho y compañía en un amistoso jugado en Avellaneda. Pero habría más. En junio, el
seleccionado se quedaría con la Copa de las Naciones, una especie de mini Mundial disputado en
Río de Janeiro y San Pablo. Les ganó en fila a los portugueses de Eusebio, los brasileños de O Rei
y los ingleses de Bobby Charlton y terminó sin un gol en contra. En agosto, la primera Copa
Libertadores del Rojo sería posible después de sacarse de encima otra vez al mismo rival
ganándole las dos semifinales de ese torneo.

El recuerdo de tantas victorias en el ’64 puede hacernos caer en la tentación simplista de


extrapolar las épocas y pensar que en Brasil, Messi nos guiará al título mundial. Un sueño
transversal que cruza el país sin distinción de clase social. A cincuenta años de aquellas crónicas,
ese sueño espera guardadito en el corazón futbolero de cada argentino.

El irrepetible Osvaldo Ardizzone escribió en El Gráfico después del 3 a 0 a Brasil en el estadio


Pacaembú: “Pelé salió cabizbajo. Quizás avergonzado de su cabezazo sangriento en la cara del
pibe Mesiano, que había tenido sólo el atrevimiento de marcarlo, de borrarle su genio. Y al Rey no
le gusta que lo dominen sus súbditos”. La cara vendada del jugador de Rosario Central es una de
las postales históricas de aquella formidable victoria. La Selección dirigida por José María Minella
había ido de punto a la Copa de las Naciones. Portugal era un equipazo donde brillaba Eusebio.
Brasil el bicampeón mundial vigente (1958-1962). Inglaterra sería el mejor del mundo dos años
más tarde, en el ’66. Argentina les ganó sucesivamente 2-0, 3-0 y 1-0.

Después del partido definitorio con los británicos, Ardizzone explicó: “De aquel equipo que llegó a
Brasil para entrar cuarto quedaba un grupo humano que ahora se sentía con el derecho y la
revancha de salir campeón. Y frente a Inglaterra se trabajó para esa meta: salir campeón”. El
seleccionado formó con Carrizo; Ramos Delgado y Vidal; Simeone, Rattin y Vieytez; Ermindo
Onega, Rendo, Prospitti, Angel Rojas y Telch con el número once, como volante ventilador. Ese
era el término que se utilizaba para definir la posición que rompía con esquemas de juego en
franco declive: empezaba a imponerse el 4-3-3. El único gol lo hizo el Tanque Rojas a los 29
minutos del segundo tiempo.

Contra Portugal marcaron Rojas y Rendo el 2 a 0 y la noche del 3 a 0 a Brasil, Ermindo Onega y
dos veces Telch. La fotografía del talentoso volante de River con los brazos abiertos festejando su
gol, la cara de Mesiano irreconocible debajo de las vendas, el penal que Carrizo le atajó a Gerson
y el festejo argentino que congeló al público local son imágenes de una victoria que el 3 de junio
cumplirá 50 años.

El ’64 también marcaría el comienzo de una larga cosecha de Copas para Independiente. Como un
preanuncio de la cadena de logros que vendría, la noche del 1º de febrero le metió cinco goles al
Santos en Avellaneda en un amistoso. Manuel Giúdice dirigía al equipo. Bernao fue la figura. Al día
siguiente, los diarios informaron en tapa sobre un tremendo choque ferroviario entre el tren
Luciérnaga que volvía de Mar del Plata y un carguero. Hubo varios muertos. Uno de los títulos que
compartía esa noticia en las portadas era la goleada del Rojo contra Pelé y su célebre equipo.

Casi seis meses después, pero en las semifinales de la Libertadores, Independiente le ganaría dos
veces más al Santos. Dio vuelta un 2 a 0 en contra en el partido de ida en Brasil y se impuso 2 a 1
como local. Mori y Mario Rodríguez hicieron los goles en la revancha. Nacional de Montevideo
esperaba en la final. El capitán Jorge “Chiva” Maldonado levantaría la primera Copa de su historia.
Fue el mismo que entronizó el saludo con los brazos en alto desde la mitad de la cancha con que
Independiente celebró cada una de las Libertadores que consiguió en su historia (siete en total).

Aquel fútbol de 1964 era tan diferente al actual, que en Primera sólo había dieciséis equipos. Boca
saldría campeón y Héctor Veira, de San Lorenzo, sería el máximo goleador. Newell’s ascendía por
decreto a cambio de desistir de un juicio contra la AFA. En 1962 lo habían privado del título en la B
por incentivar a Excursionistas en contra de Quilmes, que finalmente subió. Estaban suspendidos
los descensos. La AFA era presidida por Raúl Colombo. Julio Grondona estaba dedicado a Arsenal
de Sarandí que jugaba en el Ascen-so. El fútbol argentino todavía se ilusionaba con organizar el
Mun-dial de 1970 que le arrebataría México en un congreso de la FIFA realizado en Tokio.

“Los esfuerzos realizados a efectos de materializar la justa aspiración de la AFA para ser
designada entidad organizadora del Campeonato del Mundo de 1970 no dieron el resultado que
fundamentalmente se aguardaba, porque en la decisión tuvieron injusta prevalencia
consideraciones extradeportivas por sobre la realidad indiscutible que el fútbol argentino ostenta
con justificado y legítimo orgullo”, se quejaba Miguel Pisano, el enviado de la AFA a la votación que
Argentina perdió por 56 a 32.

En 1964, el único equipo brasileño que consiguió derrotar a un rival argentino en un partido
decisivo fue un seleccionado del Ascenso. Ganó por penales el torneo sudamericano de la Primera
B. Santos, en una gira por la Argentina donde alternó buenas y malas, perdió con Colón de Santa
Fe, que jugaba en la Segunda División. De ahí surgió lo del Cementerio de los Elefantes para el
estadio del equipo santafesino. Dos rarezas de aquel año.

Así como el fútbol era otro, los países también. El continente empezaría a sufrir una oleada de
golpes de Estado que arrancarían en Brasil, en plena Guerra Fría (si no se cuentan los producidos
décadas anteriores). El 31 de marzo del ’64, los militares derrocaban al presidente João Goulart.
Las dictaduras se esparcirían por América latina con la fuerza de las usinas conspiradoras de
Estados Unidos.

La Argentina debería esperar por su primer título mundial catorce años más. Brasil ya había
conquistado dos. Y lograría el tercero en 1970 en el Mundial de México. La Selección Nacional ni
siquiera lo jugó. Perú la eliminó. Los mundiales también se organizaban con muchos menos
países: dieciséis.

No hay forma de extrapolar los hechos de 1964 a este presente tan diferente. A no ser por una
razón irreverente, descolgada, loca: esta nota debería olvidarse rápidamente para desempolvarla
al día siguiente de la final del Mundial. Entonces habría que arrojarla al tacho de basura o rescatar
las coincidencias futbolísticas con el ’64 si Argentina sale campeón mundial. La irresistible
sensación de comprobar que, hace 50 años, la Selección no contaba con los dos mejores
jugadores de su historia y del mundo, Maradona y Messi, refuerzan el sueño. Ahora tiene al
segundo. Y una vez más irá por un título que no consigue hace 28 años. Por el segundo
Maracanazo.
La Historia mezquina

Por Juan Sasturain

La Historia, entendida como memoria colectiva, construcción a veces arbitraria de lo que debe o no
ser recordado, suele ser generosa con algunos y mezquina u olvidadiza con otros. Está claro que
una cosa son los héroes, los consabidos próceres, los elegidos por la fama y la gloria, los
privilegiados destinados a ser famosos por su grandeza, valor, e incluso por su crueldad o
perversión. Son los que vienen con el bronce prefundido y la biografía con los casilleros listos para
ser rellenados con hazañas o despropósitos, los futuros pobladores de billetes y estampillas. No se
trata de especular sobre ellos, si son los verdaderos hacedores individuales y providenciales de la
Historia o sólo los emergentes ocasionales de una clase social, de una época, de un momento que
los elige para encarnarse. Plutarco, Carlyle, Lukács y muchos otros han escrito sobre eso. De una
u otra manera son los protagonistas, los primeros actores de la Historia y –digamos– son los que
siempre aparecen con los títulos de la película. Claro que en la Historia también hay actores
secundarios e incluso –o sobre todo– muchos extras que ni siquiera aparecen en la letra chica. Sin
embargo, a veces las circunstancias hacen que uno de esos actores menores se robe la atención,
por un momento quede en el centro de la escena y todos los focos se dirijan hacia él: está (le ha
tocado estar) en el momento y el lugar justos cuando la Historia pasaba por ahí.

Es en esas circunstancias en que la Historia puede ser ingrata o generosa, mezquina o dadivosa.
La mitología patria recuerda al sargento Juan Bautista Cabral no por su vida –minuciosamente
desconocida– sino por un gesto apenas, de pocos segundos, en el que ganó toda la fama y la
memoria mientras perdía la vida; otros oscuros personajes han entrado en la memoria colectiva
sólo por haber matado a Lincoln o a Lennon, o incendiado alevosamente un templo. Roberto De
Vicenzo es famoso por un error que le impidió ser más famoso aún...

En el fútbol, territorio fértil para cultivar una memoria más o menos arbitraria y apasionada, estas
cosas suceden todo el tiempo. Pero sobre todo pasaban antes, en la edad de oro, en que la
Historia se confundía con (o quería ser) leyenda y a la inversa. Pero sin ir a los tiempos de Cesáreo
Onzari y el gol olímpico o la tarde memorable del ocasional titular Rugilo en Wembley, hay muchos
casos de buenos jugadores sin brillo excesivo que fueron protagonistas ocasionales de hechos
clave, determinantes. Y si la memoria selectiva privilegió a veces el momento de mayor gloria,
otras veces fue injusta al congelar a un grande en su minuto fatal: Delem frente a Roma. Incluso, a
veces, lo memorable no es ni siquiera un jugador sino un gesto puntual, un movimiento repentino
que quedó fijado para siempre: la palomita (con gol) de Poy a Newell’s; la mano de Gallo que
impidió el gol de River ante Vélez; la nuca y la coronilla del Vasco Olarticoechea sobre la línea, en
el Mundial de México...

Pero acaso los ejemplos de mayor visibilidad sean los que se producen en partidos de
trascendencia, esos que, según el lugar común, todo el mundo desea jugar alguna vez. Ahí es
cuando el Destino se emplea a fondo y juega con las expectativas de muchos y le da su
oportunidad sólo a alguno. La lista de jugadores más o menos brillantes u oscuros que han
quedado marcados por su ocasional y providencial participación con goles clave en partidos clave
es extensa pero acotada. Los hinchas de cada club saben lo que significaron puntuales goles de
Claudio Benetti, del pibe Bruno, de aquel extremo izquierdo Catalán, de Lucas Pusineri o del
Gallego González. En la Selección, una vez Grillo les hizo “el gol” a los ingleses, el Oveja Telch
dos a Brasil, allá, y el Burru, el último de la final en México, a los alemanes.

Y puntualmente, hablando de finales de Copa Intercontinental o cualquier denominación que


tuviese, nadie es más justamente famoso por un solo gol increíble que el Chango Cárdenas con su
zapatazo contra el Celtic en Montevideo. Después hay otros destinos grandes por goles (más)
“chicos” pero justísimos, como el empate del insospechable Matías Donnet que le permitió a Boca
empatarle al Milan y después ganar en los penales o el toque del Mandiga Percudani que le dio
una de sus Copas al rey de Avellaneda. La Historia los fue a buscar y ahí estuvieron.

Todo viene al caso tras la final de Estudiantes ante el Barcelona del sábado.

La derrota y el gol determinante de la Pulga Messi –que definió el partido, hizo redundante justicia
futbolera y nos dejó con las ganas– no pueden hacernos olvidar que durante casi una hora –
¿cuánto faltaba? Casi nada– el Pincharrata estuvo ahí de llevarse todo y de lograrlo con un gol que
merecía el recuadro definitivo de la Gloria.

Porque desde los 36 del primer tiempo y hasta el borde mismo del podio o del abismo, el notable
cabezazo de Mauro Boselli –un goleador raro, eficaz y de perfil bajo, un delantero extraño e
inclasificable– fue nada menos que el glorioso, único gol de la victoria, el gol que hubiera puesto a
su autor en la galería de los elegidos y en el recuerdo emocionado de generaciones de pinchas y
futboleros en general.
Pero no quiso. La Historia fue mezquina con el bueno de Mauro, lo dejó ahí, al filo de llevarse todo.
Hubiera sido lindo, con tantos buenos primeros actores, que el premio se lo llevara uno de reparto.
Pero se sabe que las cosas no suelen estar bien repartidas, precisamente.

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