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El Arte del Sabotaje y otros textos

Recopilación de textos publicados en Lápiz. Revista Internacional de Arte y en la


Revista Zut

2012. Anna Adell

Edita Pluma eléctrica


www.plumaelectrica.net
Twitter: @plumaelectrica

Junio 2012
Presentación
En esta miscelánea de artículos se analiza el arte contemporáneo en sus múltiples facetas: desde
aquél más crítico con el sistema (hackers, activistas y guerrilleros urbanos) hasta el que sigue el
juego a las relaciones de conveniencia que sostienen el mundo del arte (eso sí, minándolo desde
dentro); desde el que exacerba la noción de objeto como fetiche capitalista hasta aquél que subvierte
el valor de cambio apostando por el arte como regalo.

Otros artistas recuperan el poder alquímico de la transmutación de la materia; también los hay que
reactualizan antiguas fábulas para desmontar nuevos mitos. Asimismo, cabe no olvidar a aquellos que
redescubren la legitimidad del autollamado “arte malo”.
La autora
Anna Adell
Es licenciada en Historia del Arte (1996) y en Documentación (2005) en la Universidad de
Barcelona. Desde 1999 ha publicado artículos de forma periódica en revistas de arte contemporáneo
y de actualidad.

Para citar algunas: Lápiz: revista internacional de arte (abril 2007-2010), Arte10.com (2005-2007),
Zut (nº 7, otoño 2007; nº 10, otoño 2009), o las revistas mexicanas Poliéster (1999) y Replicante
(2007). Ha sido la encargada de compilar y redactar textos para catálogos de exposiciones (Drap Art
Barcelona, 2007; La Panadería, México, 1998). Ha trabajado como coordinadora de exposiciones en
galerías de arte (La Panadería, 1998-1999; BAI, Barcelona, 2000-2001) y centros culturales (entre
otros, La Santa, Barcelona, 1999-2000), y como documentalista para casas de subastas (Setdart,
Arenys de Mar, 2006-2009, SubastamosArte, 2010-11) y museos (Museo Etnológico de Barcelona,
2008). Posgrado de Análisis de arte contemporáneo (IL3, Universidad de Barcelona, 2011-2012).
Hacia una recuperación del arte como regalo
Lápiz: revista internacional de arte, nº 259/260, febrero/marzo 2010.

En algunas cuevas paleolíticas se han encontrado, junto a otras muestras de pintura rupestre, manos
impresas sobre los muros con las cuales se cree que los asistentes a las ceremonias dejaban
testimonio de su participación. Así, mientras el chamán supuestamente trasponía sobre la pared sus
visiones místicas y oficiaba un ritual propiciatorio para la caza o la fertilidad, los miembros del
grupo sellaban el carácter mágico del evento grabando sus huellas digitales. En época prehistórica el
arte irrumpía de lleno en la vida cotidiana y se entendía como una experiencia colectiva liberadora.
Desde entonces no ha habido arte tan participativo y democrático. Después, al tiempo que se
privatiza (en manos de faraones, cardenales, emperadores y burgueses) y se aleja de la sociedad, va
relativizándose su valor cultural a favor del monetario. A mediados del siglo XX el arte hace amagos
de volverse a acercar a la vida, aunque sea de manera efímera mediante eventos espontáneos como el
happening u otras manifestaciones de arte participativo que actualizan de algún modo el carácter
vivencial de esas prácticas ancestrales. Es el caso de aquellas propuestas artísticas cuyo significado
depende de la aceptación de un regalo: en ellas convergen actitudes nostálgicas hacia un arte
precomercial y preglobalizado, apuestan por la proximidad física y la vivencia colectiva, por
recuperar su esencia ritual y festiva. En el regalo, sea material o inmaterial, individualizado o
colectivo, tome forma de objeto o de servicio gratuito, vuelve a aflorar el valor de uso, real o
simbólico.

Félix González-Torres. Sin título (para un hombre en uniforme), 1991. Montaña de chupetines. Exposición en MALBA, Algún lugar/
Ningún lugar, 2008.

1. Las obras de Félix González Torres se pueden morder, tragar, arrugar y tirar a la basura. Sus pilas
menguantes de caramelos y galletas, sus rimeros de láminas o montones de velas tienen algo de
vanitas, dejan constancia de la fugacidad de la vida, de lo efímero de lo material al tiempo que algo
inmaterial permanece, migra hacia otros cuerpos, los de los espectadores. Pueden ser montañas de
golosinas cuyo peso corresponde al de dos cuerpos, el del artista y el de su amante; hojas que evocan
la insignia de la aberrante Sociedad Americana del Rifle, o chupetines que tiñen nuestra lengua con
los colores de la bandera norteamericana… González-Torres nos invita a llevarnos a casa algo de su
amigo enfermo, de esas muertes anónimas por armas de fuego, o símbolos de la violencia que genera
el nacionalismo y el miedo. Lo personal y lo social son indisociables en la obra como lo eran en la
vida de un inmigrante homosexual en EUA cuya libertad sentía coartada por políticas conservadoras,
intolerantes con las minorías.

Pero allí donde el mensaje de las vanitas barrocas era moral y condenatorio, el de González-Torres
es de celebración de la vida y de su prolongación metafórica a través de una especie de
trasmigración. El acto de renovación del significado acontece al tomar una galleta, comérnosla y
guardarnos en el bolsillo la nota que llevaba inserida; al elegir entre dos pilas de hojas con leyendas
aparentemente contradictorias (“somewhere better than this place”, “nowhere better than this place”)
y llevarnos una de esas láminas enrollada bajo el brazo. Que acabe en la basura es lo de menos, pues
el proceso de migración de sentidos ya ha empezado y es infinito porque esos regalos son de
“provisión interminable”. Esta especificación (endless supply) aparece en la ficha técnica de todas
las instalaciones del artista, concediéndoles el poder regenerativo de un ave fénix.

González-Torres llevó la producción en serie más allá de las expectativas de Walter Benjamin. Éste
intuía que la desaparición del aura propiciada por la reproducción técnica abriría la posibilidad de
nuevas formas de percepción de la obra, menos contemplativas y más comprometidas. Al perder su
estatus de reliquia ceremonial, decía Benjamin, permitiría un mayor acercamiento. Paradójicamente,
a través del regalo González-Torres recupera en el propio acercamiento llevado al extremo la
esencia ritual del arte.
Michel Journiac. Messe pour un corps. 1969. Fotografía de performance. Galerie D. Templon, París.

La visión de la muerte como germen de vida también impregnó algunas acciones de Michel Journiac,
como su versión apócrifa del rito de la Eucaristía (Messe pour un corps, 1969), que consistió en el
reparto de morcillas cocinadas con su propia sangre entre los “comulgantes”. Su intención no era
profanar la religión sino retomar la liturgia eclesiástica para subsanarla de dogmas y prejuicios que
niegan el cuerpo y la vida, que reducen el amor a una entidad abstracta e inasible. A través del bello
ritual de la transubstanciación transformó la unión simbólica con el cuerpo de Cristo en una
comunión fraternal e inscrita en la realidad.
J. Morrison. Let’s eat our arms. 2006-2010. Impresión sobre papel toalla.

Al visitar una muestra colectiva es recomendable entrar en los lavabos porque nos podemos
encontrar que el papel higiénico o las toallitas en rollo son piezas de arte desechables. La obra de J.
Morrison podía verse en los servicios de la vasta exposición In to me/Out of me (2006), cuyo tema
era el cuerpo como lugar de confluencia de conflictos. En las serigrafías de Morrison asoman
cuestiones relacionadas con el onanismo, la sodomía, la náusea existencial, la identidad y la
antropofagia como metáfora de relaciones de poder. Sus dibujos esquemáticos, con inscripciones del
tipo “los flacos no son atractivos”, deudores del lenguaje de cómic, podrían figurar en las puertas de
los mingitorios, pues tienen el mismo carácter confesional y el trazo urgente de los graffitis que
usualmente encontramos en los baños públicos. Pero el artista opta por un soporte efímero,
desechable, cuya finalidad es limpiar nuestras partes más íntimas. Aunque los usos siguen aquí tan
abiertos como en González-Torres. También en Morrison el regalo convierte el arte seriado en algo
íntimo, personalizado.

2. Cuando el término “placebo” aparece en una obra de González-Torres, como en su instalación de


caramelos de 1991, probablemente nos remita a aquellos medicamentos que se toman porque la
esperanza es lo último que muere. Pero ante una obra de Carsten Höller ese mismo término adquiere
connotaciones muy diferentes. En Placebo (2003) nos tentaba a tomar una píldora de una máquina
dispensadora. Conociendo el interés del autor en inducir en el espectador estados alterados de
conciencia, en hacerle perder sus referencias espaciotemporales, imaginamos esas píldoras como
sustancias psicotrópicas. El artista a menudo ha hecho del espacio expositivo un parque de
atracciones psicoactivo, con toboganes, carruseles, amanitas muscaria gigantes, piscinas cuyo baño
salino emula la experiencia uterina o plantas que supuestamente predisponen al enamoramiento al
desprender ciertas feromonas. Con estas instalaciones interactivas Höller persigue cuestionar la
realidad objetiva, estimular la autoexploración y comportamientos improductivos como modos de
resistencia ante un mundo que mide al hombre según su rendimiento y competitividad. Placebo
suscita cierto estado de euforia sólo con pensar en los efectos de esa píldora que se nos ofrece. Todo
efecto placebo es una constatación del alto grado de sugestión que puede alcanzar nuestro cerebro, y
ese es un tema central en la obra de Höller.

Yves Klein ya había tratado de expandir los parámetros sensoriales de los espectadores. En la
inauguración de la emblemática exposición Le vide (1958) Klein sirvió un cóctel azul ultramar para
sumergir al visitante en un estado cercano al nirvana, adecuado para gozar de un arte puramente
inmaterial, pues las paredes sólo exhibían su impoluto blanco. Con tal astucia expresaba el artista su
concepto de “vacío” influido por la filosofía zen. El azul del elixir simbolizaba el infinito cósmico y
al beberlo el espectador trascendía la mera percepción visual para experimentar la obra de arte con
todos los sentidos, así que, por lógica aplastante, no necesitaba verla físicamente.

Rirkrit Tiravanija. Acción de la serie Untitled, empezada en 1989, performances en los que el artista cocina para los asistentes.

3. El crítico Nicolas Bourriaud etiquetó como “estética relacional” un tipo de arte que basa su
discurso en la relación interpersonal, en el encuentro, en “utopías de proximidad” [1]. A finales de
los años noventa empezó a perfilarse como un fenómeno generalizado, quizás propiciado por el
progresivo distanciamiento físico que conllevan unas relaciones cada vez más virtuales. Un ejemplo
paradigmático es Rirkrit Tiravanija, que organiza comidas, reparte sopas thai, instala un frigorífico
lleno de cervezas en la galería o la transforma en una sala de cine alternativo con palomitas gratis. El
artista dijo en una ocasión que pretendía bajar del pedestal el urinario de Duchamp, encajarlo de
nuevo en la pared y orinar en él. Similar pensamiento le rondaba cuando veía su propia cultura
convertida en ready-made, cuando entraba en un museo etnológico y veía antiguas vasijas chinas o
pots tailandeses exhibidos en vitrinas. Lo que hace Tiravanija es romper simbólicamente el cristal de
la vitrina, tomar los cuencos que necesita para hacer una buena sopa tailandesa y cocinar para los
visitantes de sus exposiciones. Pero la meta no es comer o beber gratis, sino que ese banquete
incentive el diálogo, el conocimiento del otro. Cuanta más explotación turística sufre un país más se
desfigura la apreciación de su cultura. Tailandia cumple esa regla: su nombre nos remite a sexo,
playas paradisíacas y masajes. Tiravanija quiere compartir una visión de su cultura liberada del
sesgo del exotismo y hacernos partícipes de un tipo de resistencia pasiva de filiación budista contra
el proceder individualista que fomenta el capitalismo. Genera comunidades efímeras alrededor de
una barbacoa, derriba las paredes de las oficinas y demás espacios privados de una galería para
democratizarlos o instala una réplica de su propio apartamento para que el espectador lo use para
organizar fiestas o lo que le venga en gana.

Creer que convocar gente y hacerla conversar tiene el potencial para cambiar algo del status quo
puede resultar ingenuo a los ojos de un occidental. Y a los ojos de cualquiera no deja de ser
contradictorio: hablar de formas altruistas de intercambio desde las galerías de arte más solventes;
proponer canales de comunicación alternativos siendo uno de los artistas más ubicuos en las bienales
de arte; estar saturado de los ready-made y convertir situaciones enteras de la vida real en ready-
made, en puros simulacros; o denunciar el elitismo del arte cuando a sus guateques sólo acuden los
habituales de las inauguraciones.

Jens Haaning. Weapon production. 1995. Acción. Cortesía Galleri Nicolai Wallner, Copenhague.

En lugar de fomentar el diálogo Jens Haaning contrasta realidades irreconciliables. Ha ideado una
serie de “servicios” para inmigrantes que serían poco gratos a las ONGs. Ponen de relieve la
imposibilidad de la integración: montó un taller de fabricación de armas para que bandas callejeras
se construyeran sus propios explosivos caseros (Weapon production, 1995); abrió una oficina de
intercambio de ciudadanías incluyendo a un asesor legal (1998); repartió invitaciones entre
extranjeros (turistas o exiliados) para usar gratuitamente un complejo deportivo o visitar un centro de
arte (Foreigners free, 1997-2001); colocó un altavoz en un poste de una plaza de Oslo que
amplificaba chistes en turco (Turkish jokes, 1994), convirtiendo el espacio público en broma
privada de los marginados. Con estas prestaciones a las minorías les ayuda a definir su autonomía
invirtiendo de forma eventual el estado de las cosas a costa de alimentar el conflicto y el recelo de
las “mayorías”.

En otro grupo de obras ha utilizado la práctica del trueque para contrastar otro tipo de realidades:
por ejemplo, intercambiando fluorescentes entre una fábrica vietnamita de Copenhague y una galería
de la misma ciudad, o agua que trasladó personalmente con un camión cisterna entre la Corea
comunista y una ciudad surcoreana en la que se estaba organizando una bienal de arte (Gwanju,
2002). Haaning explota el estatus del arte como zona franca para poner en contacto sociedades
incompatibles o que viven en estado de guerra no declarada. Esa confrontación genera tensión y
escarba en heridas supurantes.
Así como Haaning responde críticamente al aumento de la xenofobia en su país, Dinamarca, Thomas
Hirschhorn ha asestado golpes directos el auge derechista habido en Suiza. En toda la producción de
Hirschhorn persiste la voluntad de llegar a los estratos sociales que más sufren los efectos de esa
“democracia” perversa. Con muebles y materiales encontrados en la calle ha montado “centros de
documentación” en barrios obreros, de inmigrantes y prostitutas, como en el distrito rojo de
Ámsterdam, donde ofrecía gratuitamente libros sobre Spinoza en un evento amenizado con
conciertos, o en un barrio humilde de Kassel, donde invitaba a los inmigrantes locales a leer a
Bataille y a grabar programas en un improvisado estudio de televisión. Hirschhorn ofrece “servicios
de biblioteca” a quienes posiblemente nunca hayan pisado una, y los hace partícipes de esos
“monumentos” dedicados a personalidades que considera ejemplares por atreverse a subvertir el
orden de las cosas desde el arte y el pensamiento.

Félix Pérez-Hita. La cabaña de Unabomber. 2009. Técnica mixta.

El aspecto caótico de las instalaciones de Hirschhorn obliga al espectador a hacer de arqueólogo, a


fisgonear entre cachivaches, revistas porno, fragmentos de maniquís y todo tipo de documentación
gráfica o textual. Es un desorden deliberado para burlar el énfasis taxonómico de los museos, el
didactismo que nos conduce al consumo pasivo de la información. Similar estrategia adoptó Félix
Pérez-Hita en la muestra Low Cost (2009), donde expuso una cabaña cuyo interior recreaba el
abigarramiento y la capacidad sorpresiva de los antiguos gabinetes de curiosidades. En su caso los
“hallazgos” no procedían de viajes exóticos sino de visitas a los Encantes (mercado de pulgas
barcelonés) o a bazares chinos. Cada pieza abría a reflexiones sobre las paradojas del concepto de
“valor”, como una falsificación de un Picabia hecha por el mítico Elmyr De Hory (cuyas cotizaciones
casi hacen sombra a algunos de los artistas imitados), o unas casitas dibujadas por un indigente
sudanés que pone precios relativos al número de habitaciones no al tamaño del cuadro.
Respondiendo al tema de la exposición, Pérez-Hita emulaba la técnica Ikea de “móntalo tu mismo”
con kits de madera de diferentes juegos convertidos por los sobrinos del artista en esculturas
abstractas y maquetas de papel para recortar y componer la cabaña de Unabomber. Casi todo (a
excepción del auténtico De Hory) estaba a disposición del visitante, para completar o llevarse
consigo. En la barraca confluían reminiscencias de la cabaña que Thoureau se construyó para
practicar pacíficamente su “desobediencia civil” y de la choza desde donde Unabomber enviaba sus
no tan pacíficas misivas, dos visionarios que por distintos caminos trataron de llamar la atención
sobre nuestra progresiva pérdida de libertad.

Desde su cabañita también Pérez-Hita conspiraba a favor de la desobediencia, en este caso, contra el
gran Arte. En un monitor podían verse algunos vídeos relativos a su concepto de “arte sin artistas”.
Así, en pseudo-Christo (2007) reivindicaba la artisticidad de “envoltorios casuales” de fachadas a
restaurar, cuya belleza efímera poco tiene que envidiar a los costosos embalajes de Christo [2]. Si
para Duchamp la mirada del espectador rubricaba una pieza como obra de arte y para Barthes el
artista muere en el palimpsesto de lecturas que se hacen de su obra, Pérez-Hita considera
prescindible su mera existencia.

4. Que ciertas tribus amerindias sustentaran sus relaciones sobre la base del despilfarro no fue fácil
de digerir para la mentalidad capitalista. Hizo falta que varias generaciones de antropólogos
ilustraran con ejemplos y metáforas el fenómeno del potlatch o intercambio de dones para que se
levantara la prohibición de su práctica entre los indígenas. Paradójicamente, cuando ya no representó
ningún peligro para la hegemonía consumista, más allá de ser reducido a la categoría de vestigio
exótico empezó a perfilarse el poder subversivo de esta costumbre ancestral desde el punto de vista
simbólico.

El potlatch llevado al extremo conduce a la destrucción de la propiedad, por lo que, desde los años
cincuenta, ha respaldado movimientos contraculturales opuestos al mercantilismo del arte. El
primero en reivindicarlo fue la Internacional Letrista (germen del Situacionismo), cuyo boletín
divulgativo, Potlatch, “tomó el nombre de esta forma precomercial de circulación de bienes fundada
en la reciprocidad de regalos suntuosos” [3] porque promovía el libre intercambio de deseos, de
experiencias psicogeográficas e insultos, Debord dixit.

El potlatch primitivo también podía ser insultante, según lo cuenta Bataille, si el que recibía un
regalo no lo devolvía con usura. Las donaciones eran un desafío para el obsequiado porque se veía
obligado a ofrecer una dádiva aún más preciada, lo que llevaba a la ruina a muchos jefes que
terminaban incendiando sus propias aldeas, eso sí, su rango se salvaba de la quema. Esta forma
veleidosa de ganar y perder prestigio, de redefinir continuamente los vínculos sociales, junto con el
valor mágico y mítico del don, ha interesado también a movimientos internacionales como el mail
art.
Ray Johnson. Ray Road, 2002. Foto-collage perteneciente al proyecto “add-to-and-send” Philip Guston's Bat Tub. Creado para la
exposición El Camino en Brasil.

Con razón Robert Filliou llamó Eternal Network al arte postal: sus miembros pueden ir cambiando
pero la estructura nunca muere, siendo el regalo su argamasa. El envío de obras artísticas como
regalo fue reescribiendo las relaciones interpersonales y ramificándolas hasta alcanzar un nivel
planetario. La propia naturaleza descentralizada y transversal del mail art ha auspiciado actitudes
utópicas y militantes contra el sistema de jerarquías del arte institucional. Aunque lo cierto es que no
nació con la intención de democratizar el arte sino por el narcisismo de un artista, Ray Johnson, que
en los años cincuenta empezó a mandar sus collages a coleccionistas y a la élite intelectual
neoyorquina. Especialmente ocurrente fue su idea de mandar obras para ser completadas por el
destinatario tal como rezaba en el envío, “Add & Pass”, que a su vez debía remitirlas a un tercero.
Gracias a este método y a la popularidad de Johnson entre lo miembros de Fluxus la cadena de este
singular potlatch empezó a crecer de forma exponencial.

Instigador de un particular anarquismo ontológico, Hakim Bey imagina en un reino ajeno al Capital
un arte inmediatista [4] basado en una “economía del regalo […] de persona a persona” que no
requiera de un “paramedio espectacular”. Lo ejemplifica con el arte postal de los años setenta,
cuando aún se mantenía fiel a su esencia clandestina y no vendible. Su error, dice el autor, fue primar
la comunicación virtual. El inmediatismo no sólo se manifiesta en esquivar el dinero y los media
sino que se concretiza en el encuentro real, efímero y secreto. El intercambio de regalos, materiales o
inmateriales (música, comida, bebida, sexo) sería un componente básico de esta desviación temporal
del ciclo “trabaja-consume-muere” [5].

Estas evasiones temporales, obviamente, no reclaman la vuelta a una sociedad pre-tecnológica. De


hecho, a Hakim Bey se le considera gurú del activismo en la red, pues fue de los primeros en
descubrir su potencial para usos de sabotaje informativo. Uno de los fenómenos emblemáticos del
arte activista en la era cibernética sería la creación de identidades múltiples como Luther Blissett o
Karen Eliot, en nombre de los cuales se construyeron mitos sobre lumbreras literarias o genios
artísticos que colaron sin esfuerzo en la prensa y en el mundo del arte [6]. Además de mofarse de la
mitomanía alimentada por la mercadotecnia se desarrollaron “derivas psicogeográficas” desde
Radio Blissett que incluían intercambios de regalos relacionados con el tema de cada programa [7].
Todos los participantes respondían al nombre de Blissett, tanto el locutor como los miembros de las
“patrullas” que deambulaban por la Bolonia nocturna buscando enclaves necesitados de “ataques
psíquicos”. Se encendieron hogueras ante proyectos urbanísticos megalómanos, se organizaron
“orgías psicosexuales” ante estatuas devocionales y se ocuparon autobuses de línea para montar
fiestas itinerantes. La entrega de regalos reforzaba la imagen de Blissett como un Robin Hood
urbano, pues el locutor además de coordinar los movimientos de “guerrilla” de sus incondicionales
los enviaba a atender las dolencias o caprichos de los oyentes que llamaban para pedir una aspirina
o una pizza. El programa se emitió desde una emisora alternativa de izquierdas durante dos años,
inaugurándose significativamente tras la primera victoria electoral de Berlusconi (1994).

Gordon Matta-Clark y Juan Downey. Fresh air cart. 1979. Fotografía de acción.

5. Pero el traje de Robin Hood se ajustaría mejor al talle de Gordon Matta-Clark, que ocupó el
espacio público con acciones menos intimidatorias y más poéticas, especialmente cuando estaban
destinadas a mejorar la “calidad de vida” de los indigentes de Nueva York: durante toda la noche
confeccionaba “jardines relámpago” para que despertaran en entornos embellecidos; construyó
muros con botellas de vino desechadas para los que dormían bajo el puente de Brooklyn y les hizo
una barbacoa para inaugurarlo; bajó al subsuelo de la ciudad en una búsqueda metafórica de formas
de vida sepultadas bajo la progresiva privatización del suelo y la consiguiente estratificación social.
En 1973 recorrió el distrito financiero de Nueva York montado en un carrito con un tanque de
oxígeno ofreciendo “aire fresco” a los transeúntes para socorrerlos de la polución capitalista y
medioambiental (Fresh air cart).

En la década siguiente Krzysztof Wodiczko tomaría el relevo en las calles de Nueva York al repartir
casas nómadas entre los vagabundos. El armazón era un carro de supermercado que daba cobijo y
permitía el almacenaje. Su actitud era menos transgresora que la de Matta-Clark, contó con el
beneplácito del ayuntamiento y, aunque supuestamente había realizado con conciencia encuestas y
estudios de campo antes de empezar el diseño, no contó con que esta especie de minibar ambulante
transformable en catre, en lugar de preservar su intimidad los expondría más a la curiosidad ajena.
Quizás formaba parte de su proyecto poner en evidencia el alarmante número de homeless, problema
endémico de la ciudad, pero el caso es que al cabo de unos meses los vehículos fueron confiscados
por el gobierno por “atraer demasiado la atención”. Desde entonces (1988), el artista ha seguido
diseñando artilugios para el pobre pero ha olvidado la fase del “regalo” colocándolos directamente
en el museo, como reliquias de lo que no pudo ser.

Colectivo Cambalache. Billete del Niño Jesús, 2001.

En los años noventa empezaron a cuajar en asociaciones vecinales los llamados Bancos de Tiempo,
un sistema informal de intercambio de servicios. El tiempo invertido en cada actividad se convierte
en moneda de cambio, con lo que se obvian los efectos alienantes del dinero. Así, desde centros
urbanos del primer mundo se adoptan métodos de comercio alternativo que subsisten desde época
prehispánica en comunidades andinas y otras zonas rurales latinoamericanas. El Colectivo
Cambalache ha viajado por el extrarradio de las urbes colombianas y por las comunidades rurales
del país donde los motivos del trueque de bienes y saberes suelen ser de primera necesidad. En ellos
se inspiran sus actividades al tiempo que evocan la carga simbólica del trueque en las culturas
precolombinas. Se dieron a conocer con A toda mecha (1998), un servicio de peluquería nómada en
las calles de Bogotá. Después, con el Museo de la Calle han recorrido Medellín y otras ciudades con
su colección eternamente renovable mediante el trueque. Con una carretilla traqueteante incursionan
en barrios variopintos ofreciendo al viandante transporte y bienes intercambiables. La idea es trazar
un nuevo mapa que refleje la complejidad real de la trama urbana, de modo que el trueque ponga en
contacto realidades disociadas, confronte deseos y necesidades. Asimismo, desde 2002 organizan
trueques musicales en varias ciudades europeas (Torino, Kassel…) invitando al transeúnte a pinchar
o cantar sobre una plataforma ambulante. Los artistas espontáneos, sean cantautores enamorados o
hiphoperos inconformistas, encuentran un canal fresco para expresar demandas y vivencias que nunca
hubieran coincidido en ese ágora provisional.

La coletilla “sin miembros” del Colectivo Cambalache enfatiza su idea de continuidad más allá del
relevo de sus integrantes, de forma similar al mail art, a la identidad múltiple de Luther Blisset o al
“arte sin artistas” propuesto por Félix Pérez-Hita. La percepción del arte como regalo lleva implícita
la desintegración simbólica del autor. Si por un lado el don y el trueque vinculan al arte con
costumbres ancestrales y tratan de sacudirle el polvo acumulado tras décadas de espectáculo, por
otro, ambos conceptos son reivindicados por los más férreos defensores del software libre. Rick
Prelinger, creador de un ingente archivo digital de material fílmico reutilizable gracias a licencias
libres, afirma: "Debemos situar la cultura más allá de la propiedad intelectual, no enfocarla a la
noción de dinero sino a la de regalo, respeto e intercambio” [8]. Opina que la ubicuidad de una obra,
su libre circulación, también a través de la copia, aumenta su valor cultural, “aunque el dinero no
cambie de manos”. De acuerdo con su idea de intercambio, “trabajar en el ámbito de la cultura puede
ser subversivo y tener mucho sentido”.

1 Epígrafe usado por Nicolas Bourriad en Estética relacional, Ed. Adriana Hidalgo, pág. 15

2 Pseudo-Christo (Barcelona), 2007 en http://felixph.blogspot.com/2007/07/man-man-en-tv-lata.html

3 The Role of Potlatch, Then and Now Guy Debord, Potlatch n.30 (1959), traducido por Reuben
Keehan en http://www.cddc.vt.edu/SIOnline/si/potlatch.html

4 Hakim Bey, Inmediatismo: radio sermonettes, en http://caosmosis.acracia.net/?p=13

5 Un Potlatch inmediatista, Ibid. en http://caosmosis.acracia.net/?p=13

6 El inexistente Darko Mave llegó a exponer en la Bienal de Venecia

7 www.lutherblissett.net/archive/283_en.html

8 http://www.mediateletipos.net/archives/6547
Algunas aproximaciones del arte al género del terror
Lápiz: revista internacional de arte, nº 258, diciembre 2009.

La novela gótica puso las simientes de lo que hoy seguimos vinculando al género de terror:
cementerios, castillos ruinosos, criptas, espíritus demoníacos… Las ambientaciones melancólicas y
lúgubres que caracterizaron esta literatura dieciochesca respondían al gusto medievalista del
Romanticismo. La novela de terror, sin embargo, fue desarrollándose de acuerdo con las obsesiones
de cada época: en el siglo XIX, Frankenstein de Mary Shelley digería los temores derivados del
vertiginoso desarrollo científico que conllevó la revolución industrial; en el XX, Sigmund Freud nos
enfrentaba con nuestros miedos reprimidos al tiempo que, con su definición de lo siniestro, el terror
se adhería a la cotidianidad, lo familiar se tornaba amenazador. El arte contemporáneo interesado
por el género del terror bebe de fuentes literarias y cinematográficas en las que persisten tanto el
cliché gótico como las dos líneas citadas: los límites morales a la experimentación científica (ahora
concretizada en el alcance de la biotecnología y la clonación) y el análisis post-freudiano de
identidades perturbadas, atrapadas en el laberinto de conciencias lastimadas.

Anthony Goicolea. Undertow. 2003. Fotograma de video.

Junto al miedo entendido como sentimiento innato de cualquier especie animal que pone en alerta
ante situaciones de peligro real, nuestras sociedades elaboran formas cada vez más sofisticadas de
miedo inducido. El terror prefabricado no sólo siembra el odio entre los pueblos sino también
conflictos a nivel anímico, pues al manipular nuestras emociones resquebraja la forma connatural de
percibir y sentir. Vislumbrar, aunque sea por un instante, la demencia que corroe el alma de uno
mismo es quizás la imagen del terror por antonomasia, pues no hay forma de huir de la propia psique.
La película El otro, de Robert Mulligan, lo ilustra en una escena turbadora: cuando el niño
protagonista entreve el fatal desdoblamiento de su personalidad al ser arrastrado hasta la tumba de su
hermano gemelo, a quien hasta entonces su mente enferma había culpado de sus propios actos
diabólicos. Existen paralelismos estéticos y conceptuales entre este film de los años setenta y la obra
fotográfica de Anthony Goicolea: adolescentes de rostros cándidos con tendencias sádicas, que se
escudan de sus propios traumas refugiándose en un mundo imaginario del que ya no regresarán,
donde paisajes de ensueño se tornan escenarios de delirante pesadilla. En los videos y las fotografías
de Goicolea, pandillas de seres clónicos se entregan a rituales secretos y juegos prohibidos que
denotan comportamientos esquizofrénicos. El propio artista, vestido de colegial, cede su rostro a los
depravados estudiantes que celebran orgías sangrientas, comiéndose unos a otros, intercambiando
fluidos corporales, o poseídos por una risa incontrolable que los hace caer por las escaleras hasta
terminar retorciéndose de dolor. Hábitos anodinos se convierten en conductas que escapan al control
del sujeto sumiéndolo en una psicosis irresoluble, como aquél niño “comedor de uñas” (Nail biter,
2002) que se las arranca de forma compulsiva en un ademán repetitivo, como si fuera un autómata
programado para anegarse bajo una montaña de sus propias uñas. Grabado con una cámara infrarroja
de visión nocturna (nightshot), sus ojos refulgen demoníacos en la oscuridad.

Las entrañas de un espeso bosque o el fondo del mar se asocian frecuentemente con lo misterioso,
con fenómenos que desafían nuestro entendimiento. Precisamente son estos los enclaves elegidos por
los engendros de Goicolea: en su huída perpetua, los encontramos flotando bajo el agua, cobijándose
en cabañas o graneros de frondosas florestas. Pero la libertad les está vedada: aunque han
abandonado la rigidez y las convenciones de la sociedad adulta, su crueldad los impide sobrevivir
con sus propias reglas. Terminan envenenándose unos a otros (Tea party, 2004), planeando
secuestros y violaciones (Kidnap), anclados como boyas en el fondo marino (Undertow). La
educación represiva ya hizo mella en sus cerebros, homologados, producidos en serie. Los miedos
impuestos (el temor a ser diferente, el sentido de culpa, los tabúes sexuales) refrenan sus instintos
más básicos, alienándolos, convirtiéndolos en monstruos.

El video Amphibians (2002) resume, con la metáfora de los batracios, la condición equívoca de
estos duendes traviesos: se multiplican en un ritmo creciente al tiempo que corren por caminos
trazados en la espesura, como perseguidos por algún animal salvaje, y se arrojan al mar uno detrás
de otro, desprendiéndose de sus capas rojas. En la ambigüedad de estos seres se aúnan
remembranzas dispares: la vulnerabilidad de la caperucita roja y el terror ancestral que encarnan los
encapuchados que habitan el bosque infranqueable de The village, film de Night Shyamalan.

Atmósferas surreales de cuento de hadas, referencias a la biotecnología, identidades fluctuantes


(ahora encarnadas por niñas prepubescentes), reaparecen en las fotografías de Anna Gaskell. En las
series Wonder y Override (1997), jovencitas vestidas con delantales de estilo victoriano, inspiradas
en la Alicia de Lewis Carroll, retozan como ninfas por prados esmeralda, pero su atravesar el espejo
acaba siendo traumático. En ese universo de reglas invertidas donde todo es posible, se desatan las
fuerzas destructoras que anidan en las almas gemelas de estas niñas de rasgos finos y cabellos
sedosos. Alicia termina por perder la noción de su propio cuerpo: como en un cristal hecho añicos,
imágenes fragmentarias de piernas y brazos se reflejan hasta el infinito.

Anna Gaskell. Untitled n. 60 (by proxy, 1999. Impresión cromogenética, montado en acrílico. Solomon R. Guggenheim Museum, New
York.
Sobre praderas sembradas de algodón, enfermeras vestidas de impoluto blanco comparten
complicidades que no logramos entender. Encuadres sesgados, cofias recortándose sobre un cielo de
nubes negras, primeros planos de piernas enfundadas en medias blancas tapándonos la visión,
predicen algo sombrío. El título de la serie, By Proxy (1999), nos remite al llamado “Münchausen
syndrome by proxy”, una patología consistente en infligir lesiones a aquellos que dependen de uno
para después poderlos curar. Estas fotos evocan lejanamente el caso de una enfermera (Genene
Jones) que inyectó dosis no prescritas de medicamentos a niños del hospital en el que trabajaba,
causando involuntariamente su muerte cuando lo que patéticamente pretendía era sentirse necesitada.
El contraste entre los límpidos celajes de unas imágenes y la atmósfera ominosa de otras reflejan el
desequilibrio emocional, la pérdida del sentido de realidad, la ambigüedad de sentimientos que rigen
una consciencia trastornada.

Similar secretismo guardan celosamente las jóvenes científicas de Resemblance (2001); despiertan
nuestra inquietud esos planos picados sobre batas blancas haciendo coro alrededor de un insólito
experimento, a saber, dar nacimiento a una progenitora artificial. Los papeles se invierten, las hijas
modelan a su madre ideal revelándose así contra su propio pasado. Recordamos a Hadaly, una
androide que responde a los preceptos masculinos de mujer ideal en La Eva Futura. En esta novela
premonitoria de Villiers de l’Isle-Adam (escrita en 1886), un científico rescata la belleza
sobrehumana de una mujer de cerebro estéril para hacer una réplica inteligente que libere el alma
cautiva de su amigo, atrapado entre la obsesión por un ideal y la realidad de una mente mediocre que
repudia. Gaskell concede a la infancia femenina el poder de jugar a ser dioses, terreno hasta ahora
acotado al mundo adulto y, generalmente, masculino.

Otra fuente literaria, la novela gótica Rebecca (Daphne du Maurier), sirvió a Gaskell para recrear la
atmósfera inquietante de Half life (2002), donde la figura de una mujer a la que jamás vemos el
rostro se insinúa a través de sombras deslizándose por majestuosos aposentos, o bien recortándose
su silueta en un ángulo de la imagen, siempre de espaldas, a menudo desde una visión cenital.
Ángulos oblicuos, desenfoques, juegos de luces, picados y contrapicados, sugieren la presencia
espectral de un intruso que en la novela (y en la versión cinematográfica de Hitchcock) se
concretizaba en la difunta Rebecca, cuyo magnetismo perduraba más allá de la muerte, cuyo glamour
sublimado por aquéllos que la conocieron martirizaban a la que vino a ocupar su lugar al casarse con
su marido. Pero no es el argumento lo que interesa a Gaskell sino el poder de sugestión capaz de
desquiciar la mente y convertir un palacio en una prisión.
Jane & Louise Wilson. Stasi City. 1997. Detalle. Proyección de laserdisc en círculo. MIT List Visual Arts Center.

Los fantasmas del pasado también merodean por las lúgubres arquitecturas elegidas por Jane y
Louise Wilson para construir video-instalaciones envolventes, que obligan al espectador a
experimentar el espacio de forma subjetiva. El uso de múltiples pantallas revistiendo completamente
las salas, la reconstrucción tridimensional de objetos que aparecen en las grabaciones, sonidos que
intensifican el suspense y la colocación de espejos que favorecen la diversificación de perspectivas
son recursos que simulan una prolongación del espacio fílmico en el físico. Las Wilson emulan la
capacidad hipnótica del cine para adentrarnos en lugares psicológicamente cargados y hacernos
lidiar con nuestros propios miedos.

En Crawl Space (1995), vídeo protagonizado por las dos hermanas Wilson, las citas
cinematográficas son literales: la cámara las persigue por interminables pasillos de puertas batientes,
con largos travellings que recuerdan El resplandor (S. Kubrick); el papel agrietándose en una de las
paredes remeda una escena de Repulsión (R. Polanski), mientras que el plagio de la posesión
demoníaca en El Exorcista se manifiesta en fenómenos de telequinesia y, sobretodo, en la inscripción
de unas misteriosas palabras en el vientre de una de las chicas. Si Crawl Space fue un compendio
paródico de elementos característicos del género del terror, en los trabajos posteriores la sensación
de miedo emana de la propia arquitectura, pues generalmente se trata de edificios institucionales
abandonados que nos confrontan con los posos que la historia reciente ha dejado en nuestras psiques.
En el caso de Stasi City (1997), las Wilson filmaron el interior del antiguo cuartel de la policía
secreta de la Alemania Oriental. La cámara se desplaza lentamente por corredores que conectan
oficinas desangeladas, archivos vacíos, celdas de puertas acolchonadas destinadas a interrogatorios;
zooms esporádicos descubren cámaras de vigilancia estratégicamente camufladas; salas de hospital
con las paredes descascarilladas traen a la memoria macabros experimentos médicos; sonidos
mecánicos o de puertas desplazándose sobre sus goznes contribuyen a mantener el suspense. Las
Wilson aprovechan su condición de gemelas para desestabilizar nuestras percepciones e intensificar
el poder alienante de la arquitectura: figuras anónimas uniformadas se entreven a modo de piernas
perdiéndose sobre un montacargas o flotando ingrávidas por el espacio. La cámara revela la
complejidad laberíntica y los recovecos de la estructura panóptica de este mastodonte burocrático.
La austera geometría de la distribución espacial es enfatizada por los encuadres, el movimiento de
cámara, el solapamiento de puntos de vista en las diversas pantallas de gran formato y la
reproducción a tamaño real de puertas entornadas dispuestas en hilera en la sala de exposición. De
nuevo recordamos El Resplandor, la idea de laberinto y las simetrías perfectas de los largos pasillos
habitados, curiosamente, por gemelas espectrales. Aunque es a Andréi Tarkovski a quien las Wilson
reivindican como su mentor por su maestría en generar, casi sin palabras, espacios psíquicos que,
como en Stalker o Solaris, nos precipitan a niveles de conciencia de uno mismo que lindan con la
enajenación.

No es necesario escarbar en los escombros de sistemas totalitarios extintos para encontrar escenarios
dignos de películas de terror. Edward Kienholz nos paseó por los márgenes más lúgubres de una
sociedad americana en plena gestación del sueño democrático y consumista. Evocó, mediante
sobrecogedoras instalaciones, la soledad y el miedo de los que esperan la muerte, víctimas del
racismo, de prácticas abortistas clandestinas, o de ese lento fenecer que acontece en prostíbulos y
manicomios. The State Hospital (1966) escenificaba una celda de hospital psiquiátrico
herméticamente cerrada, con una pequeña ventana entre cuyo enrejado podía asomarse el espectador.
El interior mostraba una litera ocupada por una figura atada a los barrotes. Una especie de casco de
escafandra cubría su cabeza, en cuyo interior nadaba un pez negro. El cuerpo, esquelético y
apergaminado, yacía exánime. Al pie de la cama, un orinal. En el colchón superior yacía una réplica
exacta de esa figura, rodeada de un tubo de neón en forma de globo saliendo de la cabeza del de la
cama inferior. Kienholz tomaba prestado ese signo propio de los tebeos, denominado bocadillo, para
visualizar lo que el personaje pensaba sobre su propia condición, imaginando ser un pez atrapado en
una pecera, mantenido en vida con los mínimos elementos que garantizaran su triste subsistencia.

Janet Cardiff & George Bures Miller. The killing machine. 2007. Instalación con audio. Fotografía: Seber Ugarte.

En La colonia penitenciaria, Kafka describe un instrumento de tortura que mata al reo cincelando en
carne viva el motivo de su condena. En él se inspiraron Janet Cardiff y George Bures Miller para
diseñar The Killing machine (2007), una especie de silla de dentista provista de brazos mecánicos
rematados con agujas. Al entrar en una sala oscura, el visitante debe apretar un botón para hacer
funcionar la maquinaria: los brazos articulados se ponen en movimiento danzando al son de tambores
fúnebres que activan unas poleas eléctricas. Se encienden focos y monitores de televisión que dan
espectacularidad al evento mientras sombras de escalpelos gigantes se proyectan sobre las paredes.
Imaginamos a la pobre cobaya atada en el asiento y recordamos al preso de la Inquisición descrito
por Edgar Allan Poe en El pozo y el péndulo, que ve avanzar sobre su pecho inmovilizado, en un
lapso interminable, la cuchilla de un enorme péndulo. Pero no hace falta recurrir a personajes de
ficción, cuando la pena capital sigue aplicándose impunemente y el récord de condenas recae en el
país que más alardea de democracia. Aunque huyendo del melodrama, la felpa rosa que tapiza el
asiento y una bola de espejos de discoteca aportan el contrapunto cómico. La tragedia y la ironía que
tan brillantemente confluyen en el universo kafkiano son retomadas por estos artistas para constatar
que el mundo se ha vuelto tan absurdamente cruel como vaticinó el escritor checo.

La amenaza de castigo, individual o colectivo, sigue siendo la herramienta con la que los gobiernos
ejercen su autoridad. Al sembrar el pánico con lo que es dado en llamar “cultura del miedo” (virus
pandémicos, ataques terroristas, calentamiento global…) confían en generar entre la población un
vago sentimiento de culpa. Pues, a pesar del ateísmo general, el legado religioso sigue afectando
nuestros parámetros morales. El filósofo Sören Kierkegaard, en su ensayo Temor y temblor (1843)
reflexiona sobre las contradicciones entre la fe cristiana y el entendimiento, poniendo como ejemplo
el episodio bíblico del sacrificio de Isaac: Abraham se vio en la encrucijada de elegir entre
obedecer a Dios (matar a su propio hijo) o al sentido común. Su acatamiento de la orden divina sólo
puede leerse como una fe en el absurdo, concluye Kierkegaard, esto es, confiar en una intervención
celestial que nos salvará. La instalación homónima del artista Grzegorz Klaman, Fear and trembling
(2007) retoma la idea del sacrificio a la que nos ha familiarizado la religión, en este caso, al
sufrimiento infligido a uno mismo en nombre de la fe. Figuras arrodilladas se mecen mecánicamente
dándose golpes contra una pared, como presas del histerismo o en estado de trance. Bajo sus largas
capas negras asoma ropa occidental indicativa de distintos estratos sociales, pues la suspensión
absurda del raciocinio en forma de fe ciega y fundamentalismo no es exclusiva de ningún dogma.

Jeff Wall. Dead troops talk. Fotografía. Transparencia en caja de luz.

Otro tipo de fanatismo, el patriótico, es también indicativo de la naturaleza autodestructiva del


hombre. Jeff Wall, comentarista satírico de la realidad contemporánea, en Dead troops talk (1992) y
Vampire’s picnic (1991) toma prestada la estética hollywoodense de clásicos del terror para
caricaturizar las veleidades de la historia reciente y de las relaciones sociales. En la primera de las
fotografías, soldados soviéticos que, según reza el subtítulo, han sufrido una emboscada en
Afganistán, yacen muertos en un barranco. La nota macabra es que son muertos vivientes con sesos y
tripas desparramados parloteando sobre su propia situación: mientras unos juguetean estúpidamente
con sus propias vísceras, otros dialogan, meditan o simplemente observan. La escena final responde
a un minucioso montaje digital de fotografías aisladas de cada grupo. Como en las pinturas épicas de
género bélico, observamos diferentes actitudes en el campo de batalla, salvo que en Dead troops talk
no hay héroes, sólo vencidos, peleles de la superpotencia de turno. Wall, sirviéndose de un
despliegue técnico más cercano al cine que a la fotografía (a nivel de interpretación, maquillaje,
iluminación, edición…), parodia el proceder de la pintura de historia y la fotografía documental, que
cuelan ficciones que se asumen como hechos, que con fines propagandísticos enaltecen las miserias
humanas. Los zombis de Wall, como los de George A. Romero (La noche de los muertos vivientes,
1961) no encarnan al mal que destruye a la humanidad sino que destapan la propia tendencia de los
hombres al mutuo aniquilamiento.

En Vampire’s picnic hombres y mujeres, blancos y negros, viejos y jóvenes, se devoran unos a otros.
La escena se ambienta en un claro de bosque donde tuberías de agua rotas y una cabaña a medio
construir anuncian el colapso de la civilización. Las relaciones tiránicas, el vampirismo como
metáfora de codicia extrema que se contagia como un virus, parecen ser la causa.

Cindy Sherman, como Wall, fue pionera en el uso de la fotografía escenificada, construida como si de
un fotograma cinematográfico se tratara. En los años setenta inició la serie Untitled Film Stills, en
las que se autorretrataba representando diferentes patrones femeninos prefabricados por los media.
Buena parte de estas fotografías recreaban una atmósfera de suspense típica del cine negro, en la que
mujeres de aspecto vulnerable parecían asustadas por una presencia que no llegamos a ver. El
supuesto intruso ocuparía el ojo de la cámara, lo mismo que el espectador. En una serie posterior,
Horror Pictures, ese voyeurismo masculino se deja de sutilezas para pasar a un acoso letal: rostros
desencajados, descompuestos en rictus extraños, son la pura imagen del pánico a la propia muerte,
que se sabe inminente. Primeros planos claustrofóbicos subrayan el aspecto grotesco de esos
semblantes, hechos de prótesis y máscaras sin resquicio de humanidad. Sherman parece querer
penetrar en el interior de esas criaturas devoradas metafóricamente por la cámara, por la avidez de
una mirada que las obliga a verse vulnerables. Imaginamos detrás del objetivo al serial killer de
Peeping Tom, la película de Michael Powell que relata la perversa patología de Tom, quien sólo es
capaz de obtener placer filmando el terror impreso en los rostros de sus víctimas cuando descubren
la cuchilla escondida en el trípode. La cámara se convierte en apéndice fálico. Los ojos desorbitados
y los gestos encrespados de las mujeres podrían haber inspirado Horror Pictures, donde de nuevo la
perspectiva del criminal, de la cámara y del espectador coinciden, haciendo a este último cómplice
del deleite depravado del primero.
Lucy Stevens. Cripta de Santa Maria della Concezione, 2008. Pieza sonora.

Desde pequeños somos asaetados por nuestros mayores con dardos envenenados de miedo para
manejar nuestras emociones e inculcarnos su propia moral. El poso terrorífico de los cuentos
infantiles, que había sido tratado por Sherman en Fairy tales para dar rienda suelta a deseos
reprimidos y exorcizar nuestros demonios interiores, reaparece en la obra de Lucy Stevens, quien con
instalaciones sonoras como What was that? (2005) nos prepara un reencuentro con temores y
supersticiones que creíamos superadas. Para ello se sirve de tecnología binaural, consistente en la
grabación de sonido usando micrófonos inseridos en los oídos, que permite reproducir una
experiencia auditiva tridimensional, muy similar a cómo funciona la escucha humana. En la citada
instalación, conduce al visitante por cuartos oscuros sólo habitados por voces susurrantes, gemidos,
chirridos, golpes y largos silencios, que nos introducen en una trama que entretejemos
individualmente con nuestro acervo de películas de terror y tópicas pesadillas infantiles. Luces
refulgentes nos obligan a mirar debajo de una cama y dentro de un armario, haciéndonos sentir de
nuevo el miedo al Coco que venía a perturbar nuestros sueños si no éramos buenos.

Stevens logra dislocar nuestros sentidos, pues la técnica binaural permite combinar infinidad de
registros, hacernos escuchar palabras que parecen apenas musitadas a nuestro oído al tiempo que
voces distantes y envolventes; confunde nuestras percepciones al imposibilitar la distinción entre
sonidos reales y grabados. Unheard sounds es una obra puramente sonora, que el espectador (o más
bien, oyente), recorre con auriculares. Sin apoyo de ningún recurso visual nos colamos en la piel del
narrador, con quien compartimos su manía persecutoria. Nos hace imaginar sombras por el rabillo
del ojo, oír pasos, nos hace sentir la humedad asfixiante de un supuesto sótano, hasta que un
elocuente silencio revela su muerte violenta, hecho que convierte su paranoia en realidad.

Otras piezas sonoras nos trasladan mentalmente a lugares de por sí sobrecogedores como la cripta de
Santa Maria Della Concezione, en Roma (decorada con frailes momificados y miles de huesos), o
cargados de historia como el Castillo de Nottingham. Convertido en museo, éste ofrece visitas
guiadas que dan cuenta de un turbulento pasado (incendios, motines…) Stevens compuso lo que
podemos llamar una audioguía alternativa en la que salpimentó los datos históricos contados por los
guías locales con rumores sobre espíritus condenados a vagar entre las vetustas paredes (a menudo
comentados por los propios visitantes), súplicas susurradas a nuestro oído, ruidos de cadenas
arrastrándose, campanas repicando... Viajamos en el tiempo y en el espacio sin necesidad de abrir
los ojos, como si recuperáramos el poder sugestivo de las emisiones radiofónicas de antaño.
Chismes tétricos se mezclan con la historia oficial desautorizándola, al tiempo que excitan nuestra
fascinación morbosa por los cuentos de terror.

Corinne May Botz. Fotografía de la serie The Nutshell studies of unexplained. Reunidas en forma de
libro publicado por The Monacelli Press, 2010.

Se ha definido a Stevens como psicogeógrafa, categoría que también podría aplicarse al trabajo de
Corinne May Botz, pues en varias series fotográficas estudia los efectos de la arquitectura sobre los
estados emocionales. En Haunted House, como Stevens, recogió narraciones orales, en este caso,
historias contadas sobre casas embrujadas. Recorrió Estados Unidos en su búsqueda, dejando
constancia visual de ello con más de un centenar de fotografías. En ellas huía de los trucos y el
efectismo de la fotografía de espíritus: no vemos siluetas blancas deslizándose por las escaleras ni
rastro de fenómeno paranormal en ninguna de las imágenes. Sin embargo, Botz nos predispone a
poblar con nuestros propios fantasmas esos vacíos melancólicos que conservan muebles vetustos y
polvorientos, cortinas de encaje deshilachado que no sabemos qué esconden, escaleras empinadas,
boardillas con suelos de tablas que imaginamos crepitar a nuestro paso. Un tiempo largo de
exposición es el único recurso fotográfico del que se sirve la artista, que descompone la luz natural
en un vaho refulgente filtrándose por las ventanas y que tiñe la atmósfera de una pátina atemporal.

Fiel a su espíritu indagador por el lado oscuro de la vida doméstica, Botz rescató la figura de
Frances Glessner Lee en The Nutshell studies of unexplained death (2004). Glessner compaginó su
habilidad en la confección de casas de muñecas con su pasión por la ciencia forense, llegando a
realizar una increíble colección de dioramas en miniatura que reproducían a escala exacta escenas de
crímenes reales. Los cuerpos de las víctimas, realizados con cáscaras de nuez, estaban emplazados
en el lugar preciso donde se hallaron, rodeados de cada uno de los objetos que había en la
habitación. Los interruptores de luz funcionan, los bolígrafos escriben, las puertas abren y cierran, e
incluso aparecen representadas eventuales madrigueras de ratones. El detallismo obsesivo convirtió
a esta ama de casa en una autoridad en el campo de la criminología, y a sus mórbidas casas de
muñecas en herramientas imprescindibles para los detectives americanos de los años cuarenta. En
caso de haber existido, y perdurado en tiempos de Glessner, sin duda hubiera sido nombrada
miembro honorario de la sociedad de diletantes y amantes del asesinato sobre la que ironiza Thomas
De Quincey en Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Botz fotografió en gran
formato esos diminutos interiores domésticos. El encuadre, el enfoque y la iluminación no dejan
huella por reseñar, y la profundidad de campo introduce al espectador en la escena, invitándolo a
asumir el papel de científico forense y haciéndolo perder la noción de la escala. Los cadáveres
conservan en las fotografías su calidad de trapo, lo que intensifica la sensación siniestra que
despiertan esas muñecas ahora gigantes.

En Parameters incursionó en la intimidad de personas que sufrían agorafobia. El miedo a habitar


lugares públicos hace del espacio privado el único refugio. Una especie de horror vacui se advierte
en los interiores fotografiados por Botz: cuartos atiborrados de objetos que a modo de talismanes
puedan templar los posibles ataques de ansiedad. Botz achaca al urbanismo contemporáneo el
incremento de agorafóbicos, pues la arquitectura moderna con sus líneas depuradas se ha encargado
de suprimir todo ornamento de la vida urbana y privarla de calidez; con sus grandes superficies y
transparencias ha violado todo resquicio de intimidad.

Chris Cunningham. Rubber Johnny. 2005. Fotograma de video. Dirección: Chris Cunningham. Música: Aphex Twin.

Cuando el encierro no es voluntario y uno es secuestrado en su propia casa por sus progenitores otro
tipo de conflicto psíquico estalla. Chris Cunningham lo resume en un cortometraje de seis minutos,
Rubber Johnny (2005), cuyo ritmo trepidante nos sumerge en la mente de un niño atado a una silla de
ruedas en un sótano oscuro, que sólo recibe visitas recriminatorias de su padre y de su médico. Éste
le inyecta sedantes que no parecen surtir efecto alguno, pues su única fuente de distracción es un
baile frenético y desesperado en el que su cuerpo deforme muta en múltiples variaciones. Flexible
como un chicle, esta criatura hiperactiva hace piruetas en la oscuridad atemorizando a un perro
chihuahua, su única compañía. Filmado con nightshot, las pupilas dilatadas del animal parecen
salírsele de las órbitas al observar las convulsiones de la carne mutante al ritmo de un tema de
Aphex Twin, remezclado por el propio Cunningham. Entre destellos lumínicos, Johnny aplasta sus
sesos contra la pantalla para volverlos a recoger en el tiempo de un parpadeo. El único grito que
profiere es para llamar la atención de su madre, que nunca aparece. Recordamos el abandono al que
sentencia la madre al engendro monstruoso de Eraserhead, único fruto que puede dar una sociedad
estéril e hiperindustrializada como la que nos muestra David Lynch en esta película. Ese esperpento
corre la misma suerte que Gregor Samsa convertido en cucaracha gigante (de nuevo Kafka). Sus
anatomías protésicas despiertan repulsión y vergüenza entre los suyos, ganándose el encierro, la
soledad y, finalmente, la muerte.

Nos hemos aventurado en el sendero del miedo de la mano de malvados niños clónicos con físicos
perfectos y terminamos con un ser maltrecho aunque inofensivo. Pero en ambos casos lo que aterra es
la diferencia, la alteridad: en una industria que no admite taras de fabricación, Johnny es el envase
desechado que nunca verá la luz; el filtraje genético como práctica médica socialmente aceptada que
prevé disfunciones fisiológicas en edad fetal trata de arrasar con todo indicio de diferencia. Sin
embargo, esa desnaturalización de la especie en aras de la “normalidad” y la “perfección” produce
otro tipo de monstruos: los bellos adolescentes de Goicolea y Gaskell son identidades disgregadas
en múltiples imágenes contradictorias de un mismo ser. El desligamiento de la personalidad responde
a una quiebra de la imagen consensuada, homologada y aséptica de la identidad, garante del orden
social y de las apariencias. La estandarización de los deseos que palpitan en el interior de todos
nosotros produce un mundo esquizoide, poblado de desdoblamientos especulares de un único ser, en
el que cada uno transfigura al otro según sus expectativas, proyecta en él sus anhelos, de modo que
todo se convierte en un juego de espejos que acaban rompiéndose. Y entre sus fisuras asoma el ser
esperpéntico que escondíamos en los sótanos de nuestra conciencia.
Metáforas zoomorfas de la condición humana
Lápiz. revista internacional de arte, nº 256, octubre 2009.

Escritores y filósofos de la Antigua Grecia nos legaron su visión antropomorfa de los animales: las
fábulas de Esopo y sus enseñanzas morales se han ido adaptando para transponer en ellos defectos y
virtudes de cada sociedad; las cualidades morales que Aristóteles les atribuyó en su “Historia de los
animales” siguen afectando nuestra comprensión, como si al mirarlos contempláramos nuestra propia
imagen deformada por un espejo de feria.

En un ensayo titulado “¿Por qué miramos a los animales?”, John Berger habla de la progresiva
pérdida del sentimiento dual que determinaba nuestra relación con ellos: eran adorados por su
componente mágico-ritual al tiempo que sacrificados; despertaban ternura pero eran explotados como
fuerza de tracción. En las sociedades modernas son procesados en forma de bienes de consumo como
cualquier materia prima y las máquinas han suplido sus servicios, lo que ha conllevado su reclusión
en parques nacionales y reservas de caza. Sin embargo, permanecen íntimamente ligados al
imaginario colectivo: la factoría Disney moldea nuestras fantasías desde la más tierna infancia;
cuando crecemos la familia nos lleva al zoo; visitamos con la escuela el museo de historia natural y,
ya en la jubilación, nos enrolamos en alguna aventura de safari.

Inmersos en una sociedad en la que, aparte de las mascotas domésticas, el único contacto con los
animales es visual (a través del objetivo de una cámara, de los barrotes del zoológico o en una
vitrina de museo), artistas contemporáneos exploran distintas facetas de esta relación ficticia, que
suele tomar forma de metáfora antropomorfa.
Maurizio Cattelan, Love lasts forever, 1997. Esqueletos de animales.

Frente a la línea melosa de la literatura para niños representada por los hermanos Grimm y Beatrix
Potter, el caricaturista Grandville inició hace casi dos siglos una sátira de costumbres mediante
avatares zoomorfos que culmina hoy con la mordacidad de Maurizio Cattelan, quien destapa el
engaño de la inocencia infantil que nos venden los cuentos de hadas. “Love lasts forever” (1997)
altera de forma macabra el final feliz de “Los músicos de Bremen”. Los cuatro animales que en la
fábula malogran un robo aunando cuerpos y voces para asustar a los ladrones quedan aquí reducidos
a esqueletos. Si en el cuento su miseria se ve resarcida por la amistad que da sentido a sus vidas,
Cattelan señala la utopía de la redención a través del esfuerzo colectivo.

La mirada desencantada hacia el mundo de la infancia aflora de nuevo en una instalación que
reproduce una guarida de ratón, con la entrada tapada por una puerta en miniatura. Del interior
proceden gritos y afrentas propios de una pelea conyugal. Los personajes de dibujos animados dejan
de entretenernos con sus travesuras, envueltos ahora en la desidia de las penurias cotidianas.

La esperanza de ascender en la escala social naufraga en un mar de violencia en “Bidibibodibiboo”


(1996), simulación del suicidio de una ardilla. La escena se enmarca en una cocina de juguete con la
pila repleta de cacharros sucios. El título repite la fórmula mágica con la que la hada madrina de
Cenicienta convertía a la desdichada en princesa.
Marcel Dzama, Untitled, 2004. Tinta, acuarela y raíz de cerveza sobre papel.

Marcel Dzama comparte la visión tragicómica de Cattelan, pero sus creaciones escenifican una
mascarada infinita: osos disfrazados de cazadores, vaqueros con caretas de caimanes, híbridos entre
niños y murciélagos, árboles asesinos bajo los que asoman pies homínidos… En sus dibujos,
animales, plantas y humanos participan en una orgía macabra de vampirismo, humillación y zoofilia.
Los referentes con los que construye esos mundos oníricos remiten a su Winnipeg natal: al abrigo de
las gélidas temperaturas que alcanzan las praderas canadienses, en el cuarto infantil de Dzama
empezaron a cuajar historias cargadas de fantasía en las que compartían cartel su osito de peluche y
personajes de El mago de Oz. En ese aislamiento fecundó una imaginación no mermada por la
literalidad de las noticias televisadas, pues sólo de la radio le llegaban retazos de las masacres que
asolaban recónditos rincones del planeta. Historias de terrorismo internacional se impregnan de
sabor local al ser protagonizadas por muñecos de nieve, arces, osos polares armados y murciélagos
burlones. El empleo de un pigmento derivado de la root beer, una bebida enraizada a sus recuerdos
adolescentes, concede una pátina añeja a dibujos protagonizados por gangsters y femmes fatales del
cine negro, enfermeras y animalillos del bosque cuyo aspecto tierno queda pronto desmentido.

Los cerdos antropomórficos y bichos alados con los que El Bosco encarnó a las almas condenadas
reaparecen en las composiciones de Dzama, pero ya no queda resquicio de moralidad en estas
sangrías infernales. El artista apuntó que le fascinaba el Hombre de Hojalata por no tener
remordimientos, dado que carece de corazón. Así son los que pueblan su cosmovisión particular:
indolentes ante su propia crueldad, despreocupados frente a la suerte ajena y ante su propio fenecer.
El estilo pueril del trazo acentúa el sentimiento de impotencia ante un mundo perverso que no se deja
juzgar, pues se rige por las leyes veleidosas del sueño.

Maurizio Cattelan, La balada de Trotsky. 1996. Caballo disecado.

Así como en “La balada de Trotsky” de Cattelan el caballo colgado del techo actuaba como alter ego
del artista que fracasa por mantenerse fiel a sus ideales, los coleópteros en la obra de Jan Fabre
simbolizan la resistencia estética, la integridad del pensamiento individual. Miríadas de escarabajos-
joya dan forma a esculturas iridiscentes bautizadas como “mensajeros de la metamorfosis” con las
que el artista belga explora las mutaciones que hacen posible el ciclo imperturbable entre la vida y la
muerte. Mediante bellas metáforas del espíritu beligerante y del instinto de supervivencia de los
insectos incursiona en los instantes huidizos que marcan el transitar entre la conciencia y la
inconciencia, el día y la noche, el cuerpo y el alma.

Su visión antropológica de los insectos es heredera de las apasionadas descripciones que el


entomólogo decimonónico Jean-Henri Fabre hacía de los escarabajos como si de tribus exóticas se
trataran: definía sus corazas como escudos dorados, sus élitros como mantos refulgentes, sus hábitos
como sacrificios ritualistas… De ahí deriva el simbolismo militar que el artista flamenco concede a
los coleópteros, cuyo duro caparazón los convierte, a sus ojos, en guerreros blindados, heraldos de
la insumisión.

Jan Fabre. Skull. 2002. Cráneo recubierto de élitros de escarabajos y piel de hurón sintética.

Fabre versionó un ejemplar de “La vie des insectes”, transformando la mentalidad colonialista de su
homólogo francés en una cruzada particular contra el encorsetamiento de las ideas. Repintó esas
páginas con un bolígrafo azul, color que para Fabre representa la magia que envuelve esa hora
crepuscular en la que los animales nocturnos se han ido a dormir y los diurnos aún no se han
levantado. En el ocaso el pensamiento fluye con libertad, las formas se diluyen, nada permanece. En
el silencio de esa calma, nos parece escuchar el roce de las bolas de estiércol que los escarabajos
arrastran hasta depositarlas en lugar seguro, dejando germinar en ellas las larvas. El escarabajo
pelotero deviene teoría artística o filosófica que va creciendo en su avance, enriqueciéndose con la
experiencia y el intercambio: en “The Problem” Fabre y Peter Sloterdijk arrastraban sus propias
bolas mientras cambiaban impresiones. Fabre torna el improductivo esfuerzo de Sísifo en empeño
inalienable por defender los propios ideales.
En pleno periodo de transición post-soviético, Oleg Kulik asumió la personalidad de un perro: se
paseaba desnudo a cuatro patas abalanzándose contra los coches; ladridos y aullidos eran lo único
que salía de su garganta. Su actitud denunciaba la imposibilidad de la comunicación a través del
lenguaje articulado en el seno de una sociedad cuyos valores caducos no nos dejan otra salida que
volver a un “estado natural”. En la instalación “Family of the future” (1997) apostaba por la
convivencia conyugal entre un hombre y un perro: el mobiliario tenía las proporciones adecuadas
para el desplazamiento a gatas y las paredes estaban empapeladas con ilustraciones de un Kama-
sutra zoofílico.

Una de las primeras acciones que llevó a cabo fue “Deep into Russia” (1993): introdujo su cabeza en
la vagina de una vaca en un gesto simbólico de renacimiento y redescubrimiento de su esencia
animal. En 1996 ejerció de perro policía, olisqueando drogas y requisando armas en night clubs
frecuentados por la mafia moscovita. Ese mismo año se presentó como candidato en las elecciones
presidenciales rusas al frente de un “Partido de Animales”. Disfrazado de toro, llevó a cabo mítines
en los que exaltaba las aptitudes de cada especie: la posibilidad de volar, la organización social de
las abejas o la capacidad de los peces para presagiar terremotos.

Si sus primeras actuaciones fueron motivadas por el caos al que la quiebra de un modelo
sociopolítico sumió a su país, pronto dirigió sus alegatos contra la prepotencia occidental frente a los
países del Este. Como can indomable viajó a Europa y EUA, encarnando al hombre ruso incivilizado
que los estados capitalistas pretenden educar. En la acción “I bite America and America bites me”
transformó el guiño conciliador de Joseph Beuys en puro hastío de la civilización. Si Beuys cohabitó
con un coyote en una galería neoyorquina en un acto simbólico de protesta por el daño infligido a la
cultura india, en Kulik el diálogo civilizador es ya inviable. Llevado en un camión para ganado hasta
la galería, allí fue atado en una caseta canina, disponiendo para su alimentación de un bol lleno de
copos de avena y de otro recipiente para defecar. Los visitantes no tenían otra opción que guardar las
distancias si no querían terminar como aquél crítico de arte incauto que en la acción “Dog house” de
Estocolmo había recibido un buen mordisco.

Para Huang Yong Ping la cultura europea también es caldo de cultivo de la xenofobia. Algunos
animales adoptan un poder terapéutico en sus obras. Un armadillo, utilizado en la medicina china por
sus propiedades curativas, fue dispuesto sobre platos de porcelana de la casa Sèvres en una mesa
Napoleón III del Louvre (2005) para neutralizar la megalomanía y la política imperialista de la saga
napoleónica. En “Kearney street” (1994), cuadrillas de tortugas campaban a sus anchas por una calle
salpicada de semáforos y buzones que recreaba el corazón del Chinatown de San Francisco. Esta
arteria fue bautizada con el nombre del irlandés que capitaneó revueltas contra inmigrantes chinos.
La benevolencia y la longevidad son atributos que la mitología china asocia a este reptil; en su lento
avance por el barrio chino parece purificar el aire antaño viciado por el odio.

Durante el siglo XIX, en la mentalidad blanca fueron mistificándose estereotipos que demonizaban a
los asiáticos, acusados de usurpar el trabajo a los estadounidenses en los inicios de la inmigración
masiva, mientras que en Europa encarnaban el papel de villanos mongoles en dibujos caricaturescos.
Guillermo II acuñó el epígrafe “peligro amarillo” para referirse a la inexistente amenaza de una
conquista asiática de Occidente. El parentesco fonético que en chino presentan las palabras
“langosta” y “amarillo” llevó a Ping a elegir este insecto como metáfora de raza oriental, chivo
expiatorio de la cultura occidental: “Yellow peril” (1993) fue un combate cuerpo a cuerpo entre
centenares de langostas y unos pocos escorpiones, que no tardaron en eliminar al adversario a pesar
de la desigualdad numérica. Ponía en evidencia la falta de fundamento de ese miedo hacia el “otro”,
causa de las mayores masacres de la historia.

Huang Yong Ping, Nightmare of George V, 2002. Instalación.

El tema de la discriminación también impera en “Passage”, donde el león simboliza el poder


burocrático. Jaulas vacías presididas por los rótulos característicos de los controles de inmigración
de los aeropuertos evocan al temible felino mediante la presencia de animales destripados y un
intenso hedor.

El bestiario de Ping compendia una visión sincrética entre la filosofía oriental y la cultura occidental,
cribando los aspectos positivos de la segunda y subsanando sus deficiencias con dosis de mitología
china. En “Theater of the world” (1995) escenifica en directo la crueldad de la naturaleza: insectos y
reptiles de hábitats dispares son obligados a convivir en una jaula anular dividida en celdas. Es una
versión del panóptico, modelo de prisión en la que los convictos permanecían bajo vigilancia
constante sin percibirlo. También toma forma de tortuga sobre cuyo caparazón cruza un puente que
simula una serpiente. En el panteón taoísta, el dios Xuan Wu personifica la unión de las propiedades
antagónicas de ambos animales: la calma de tortuga con la vitalidad de la serpiente. Al ilustrar de
manera visceral el enfrentamiento entre especies como metáfora del exterminio de las culturas
minoritarias, Ping rebate la dialéctica hegeliana sobre la lucha entre contrarios y apuesta por la
creencia china en la interacción entre polos opuestos como principio dinamizador de la Historia. El
régimen inquisitorial del panóptico se extiende, como advirtió Foucault, a todos los ámbitos
institucionales, haciendo de los ciudadanos presidiarios y de la sociedad un hervidero de violencia.

La arquitectura también ejerce una función tiránica en los “monumentos a la incomprensión” de


Carsten Höller y Rosemarie Trockel. En esta serie, la disposición espacial subraya las relaciones
jerárquicas entre espectadores y animales. En “Eyeball: a house for pigeons, people and rats”
(2000), un pabellón en forma de globo ocular remata con un balcón circular desde el que deleitarse
con el ballet mecánico coreografiado por regimientos de ratas y bandadas de palomas. En su
condición de autómatas resuena el legado de Descartes, quien consideraba que los animales,
movidos por impulsos mecánicos, carecían de alma. Nuestra forma de mirar estas especies se ve
influida por la poca estima que se les tiene, usualmente consideradas plagas insalubres. En esta
instalación devienen puro espectáculo, en consonancia con el contradictorio tratamiento que reciben
las palomas en ciudades como Venecia, atracción turística de la Plaza de San Marco y, al mismo
tiempo, amenazas para el patrimonio arquitectónico.

Se ha comparado esta estructura poliédrica de acero con las cúpulas geodésicas de Richard
Buckminster Fuller. De hecho, así como el célebre diseño arquitectónico de este ingeniero visionario
acabó sirviendo de instalación militar, el aspecto utópico de los “monumentos a la incomprensión” es
subvertido cuando son habitados.

En la Documenta de Kassel de 1997, el dúo de artistas presentó “Casa para cerdos y personas”, una
pocilga donde los cerdos retozaban ajenos a las visitas que iban llegando al cuarto adyacente. Un
amplio cristal, sólo transparente por el lado de los visitantes, permitía a éstos observar sin ser
vistos. Arrellanados en mullidos asientos, adoptaban el incómodo papel de verdugos contemplando
el ganado cebándose para el matadero. La relación vejatoria se hace extensible, de modo alegórico, a
situaciones propensas al abuso de autoridad: el recelo que suscitan los automóviles con cristales de
espejo o el destino de un reo que no puede ver a los testigos que lo inculpan son imágenes que cruzan
por nuestra mente cuando observamos esta piara desde nuestra atalaya.

Los zoológicos imponen otro tipo de vasallaje en nuestra relación con el reino animal. En la serie
“Zoo”, Richard Billingham reúne fotografías e imágenes de vídeo tomadas con cámara fija que se
limitan a mostrar a los animales recluidos en recintos pintados con paisajes selváticos o
encaramados en árboles que hunden sus raíces bajo el embaldosado. El encuadre nos introduce en
esos ambientes artificiales, nos sitúa del lado de los visitantes del zoo, a los que vemos apiñados
ante los barrotes. Aunque deploramos la curiosidad malsana de estos domingueros, también en
nosotros se despierta una paradójica confluencia de empatía y morbo. Los vídeos patentizan los
movimientos repetitivos y estériles de esos seres enclaustrados, que en ocasiones se tornan irritables.
Primeros planos de primates y osos revelan ojos vidriosos y tristes que nos miran sin vernos.
Identificamos esas conductas reflejas con el estrés, el tedio y la frustración del individuo
contemporáneo.

El símil de estas nostálgicas visiones del confinamiento con nuestro malestar vital cobra fuerza al
compararlas con la obra anterior de Billingham, el diario fotográfico que registraba el día a día de la
convivencia entre sus padres. El ambiente enrarecido de ese piso cochambroso anclado en un barrio
proletario inglés podría inspirar una película de Ken Loach, pero la militancia política del cineasta
estaba ausente. El desempleo y la miseria obligan al destierro social y a una inactividad causante de
trastornos de comportamiento comparables a la de otros animales en cautividad.

Viendo las fotografías de Billingham renacen sentimientos encontrados que arrastramos desde la
infancia: la contradicción entre la promesa de exotismo que traslada nuestras mentes a junglas
habitadas por fieras que sólo conocíamos en el celuloide, y el encuentro real con unos animales
abúlicos que no cumplen las expectativas.

Mark Dion, Cabinet of curiosities. 2001. Instalación.

Junto al zoo, el afán enciclopédico del pensamiento ilustrado traería el nacimiento del museo de
historia natural, que sustituyó a los Gabinetes de Curiosidades. Mark Dion reivindica el componente
sorpresivo de esas colecciones variopintas que nacían del capricho de un duque o emperador y
garantizaban la fascinación del visitante. Dion asume el papel de explorador de antaño, honrando a
naturalistas de espíritu autodidacta como Jean Henri Fabre o Alexander von Humboldt, quienes
aportaron una visión personal y apasionada sobre la zoología. El primero le inspiró “Les
Necrophores Enterrement” (1997), un topo gigante colgado de una soga sobre cuyo lomo campaban
escarabajos. Fabre describía los hábitos de los necróforos como ceremoniales humanos plenos de
sentido regenerativo, pues se trata de un tipo de escarabajo que entierra los cadáveres de pequeños
cuadrúpedos para depositar en ellos sus huevos. A Humboldt dedicó “Amazon Memorial”, un tanque
lleno de pirañas vivas, un pez desconocido en Europa antes de que Humboldt incursionara en la
selva amazónica. Dion parece añorar la relación espontánea con la naturaleza que representaban
estas almas aventureras.

En el 2003, metió en una vitrina de cristal una réplica de un ictiosaurio, un reptil acuático
prehistórico cuyo descubrimiento trastocó los presupuestos científicos sobre la evolución de las
especies desde el medio marino, pues este ser parecía derivar de ciertos lagartos terrestres. El
voluminoso cuerpo descansaba sobre libros de paleontología y equipo de laboratorio de época
victoriana. Dion se muestra escéptico ante el esfuerzo de taxonómico de los eruditos y, en general,
ante el tesón de la cultura por absorber el mundo natural y convertirlo en conocimiento.
El espíritu burlón respecto a los métodos museográficos reaparece en “Roundup: an entomological
endeavour for the Smart Museum of Art” (2000), donde expuso el resultado de la recopilación de
más de 100 variedades de insectos, habitantes indeseados del museo. Junto al registro fotográfico de
los artrópodos, un maniquí representaba al propio artista ataviado de entomólogo, con cazamariposas
incluido.

Los híbridos zoomórficos que Thomas Grünfeld compone a partir de surreales combinaciones de
animales disecados podrían forman parte de Gabinetes de Curiosidades del futuro. Sus retoños se
inspiran en las descripciones que los naturalistas decimonónicos llevaban a cabo para clasificar
nuevas especies: así como los armadillos fueron descritos por sus descubridores como cerdos con
caparazón de tortuga y los perezosos como osos simiescos, Grünfeld nos confronta con especies
cruzadas de origen acuático, mamífero y aviar para celebrar las mutaciones que genera la propia
naturaleza.

Sus ensamblajes de injertos dispares beben también de fábulas regionales: una de sus musas
inspiradoras es una ardilla cornuda, el wolpertinger, mundialmente conocida como emblema
cervecero. Este popular personaje figura en museos locales como un espécimen característico de
Baviera. Los límites entre lo natural y lo artificial, lo real y lo inventado, se desdibujan. Más que
alertarnos de los peligros de la manipulación genética, el calificativo de “inadaptados” (misfits) con
el que Grünfeld agrupa este bestiario parece reprocharnos nuestros prejuicios morales, nuestro
recelo hacia lo desconocido.

Olivier Richon y Karen Knorr acumulan en sus obras citas enristradas a modo de mise en abyme en
las que los animales hacen de mediadores entre formas heredadas de entender el mundo. En la serie
“The Hunt”, Richon vincula naturalezas muertas con textos extraídos de “El sofista” de Platón. En
este diálogo, el filósofo arremete contra la defensa sofista del arte de la persuasión, con el que cada
orador impone su propia idea de verdad, negando así la posibilidad de llegar a la verdad absoluta.
Richon se sitúa en el bando sofista, trasladando sus ideas sobre la oratoria a la comprensión de la
fotografía como realidad construida, como discurso cuyo poder de persuasión está en manos de cada
autor. En “The Hunt”, un galgo husmea unos libros amontonados o exhibe su esbelta figura entre
racimos de uvas y prendas de terciopelo. El título ironiza sobre la calificación platónica de los
sofistas como cazadores de hombres, siendo el retratado en cada caso la versión zoomorfa de un
orgulloso sofista rodeado de objetos que en los bodegones barrocos aluden a los bienes materiales e
intelectuales. En otra foto, un gallo muerto alude a la frase que Sócrates pronunció en pleno delirio
de cicuta: “debemos sacrificar un gallo a Escolapio”. Esta ofrenda última al dios de la medicina
sigue siendo blanco de disertaciones. El abanico de interpretaciones que se abre con cada imagen,
con cada frase, celebra la habilidad sofista para explotar las trampas del lenguaje.
Karen Knorr. Serie Fables (Musée Carnavalet, Paris), 2004-2007. Fotografía.

Karen Knorr fotografía interiores de mansiones victorianas, palacetes franceses o museos en su


función de reductos de nuestra memoria histórica. Con la presencia de animales deambulando entre
muebles de fina ebanistería, escaleras de mármol y paneles decorados con boiseries, irrumpe lo
instintivo y oculto, trastocando la apariencia impoluta de estos lugares. Escurridizos habitantes
silvestres son retratados junto a vulgares ratas de cloaca, y todos ellos establecen un diálogo
perturbador con el legado cultural de nuestros antepasados, con la vanidad que delatan esos
aposentos aristocráticos. Una observación minuciosa desmiente la primera impresión de animales
correteando por largos pasillos, pues su rigidez deja adivinar que se trata de especimenes disecados.

El Musée Carnavalet condensa la historia de París mediante decorados que recrean las tendencias
estéticas de cada época. Knorr escogió para la serie “Fables” las habitaciones dedicadas a Luis XVI.
Los valores del Antiguo Régimen se concretizan en un gusto clasicista que rescata motivos
grecorromanos, como se aprecia en el biombo de “The Blue Salon Louis XVI”, tapizado con figuras
mitológicas, festones y trofeos inspirados en la pintura de grutescos. Una zorra con sus dos cachorros
reposan sobre la alfombra persa; cada uno fija la atención hacia un punto, trazando un cruce de
miradas en el que implican al espectador, alertado por esos ojos sesgados y astutos que desafían a la
cámara. Es difícil no asociar el carácter taimado que las fábulas tradicionalmente atribuyen a este
mamífero con las artimañas perpetradas por los cortesanos para desprestigiar a María Antonieta,
cuyo fantasma mora en este salón. Una iluminación efectista proyecta la sombra de las aves que
sobrevuelan la cama con dosel en “The Green Bedroom Louis XVI”. Parecen presagiar el sangriento
final de este último matrimonio monárquico antes de la Revolución Francesa.

El espíritu refinado del arte Rococó se despliega por las paredes del “Demarteau's Study”,
adornadas con pinturas pastoriles de François Boucher: gallinas, cisnes y gatos comparten un paraje
de exuberante vegetación. Tres ratas y una ardilla las contemplan; parecen intercambiar impresiones
sobre el estilo de Boucher, o quizás, engañados por el ilusionismo, envidian a esas aves de corral el
lujurioso paisaje del que disfrutan. La fotografía está tomada desde una perspectiva baja,
transmitiendo el punto de vista de las ratas. Roedores de vida subterránea ascienden hasta los
ambientes más elitistas de la sociedad para reabrir antiguos debates sobre la dicotomía entre
naturaleza y artificio, mimetismo e imaginación, alegoría y representación, que Knorr extrapola del
estilo Rococó al arte fotográfico.

En “Visitors”, distintas especies de monos son fotografiados en la sala de esculturas del Musée
d’Orsay. Por los títulos socarrones, deducimos el papel que interpretan: diletantes y críticos
examinando cuerpos perfectos envueltos en suaves paños, funcionarios con portafolios bajo el brazo,
artistas tomando apuntes… Knorr retoma el espíritu burlón de la pintura de singeries, un género que
eclosionó en la Francia decimonónica en el que los primates adoptaban costumbres humanas.

William Wegman. Blue period with banjo. 1980. Polaroid.

La historia del arte también ha sufrido las embestidas del perfecto congeniar entre el fino humor de
William Wegman y el porte aristocrático de los Weimaraner. Wegman lleva décadas explotando los
encantos fotogénicos de esta raza canina. El primero de la estirpe, Man Ray, imita en “Blu Period”
(1981) el aspecto mustio del “Guitarrista anciano” de la época azul de Picasso: recortado sobre un
fondo añil, se esconde cabizbajo detrás de una guitarra flanqueada por un hueso roído. Al perro le
quedaban por entonces pocos meses de vida, por lo que, más allá de la parodia, con esta pose
melancólica se despedía sin saberlo del mundo del espectáculo. Había debutado en vídeos caseros
como “Spelling lesson”, donde escucha pacientemente a su profesor de idiomas, el propio Wegman,
deletrearle palabras en inglés; o “Dog duet”, donde sigue cómicamente con la vista un largo
lanzamiento de pelota.

Las viñetas audiovisuales en blanco y negro fueron suplantadas por elaboradas construcciones
fotográficas realizadas con polaroid de gran formato. Las vedettes serían entonces Fay Ray y toda su
descendencia. El estilo directo del vídeo cede ante la ficción de una imagen que interpreta con ironía
las convenciones del género del retrato en un amplio abanico de estratos sociales: los perros adoptan
papeles de personajes históricos, aspirantes a estrellas (en “Lolita” una coqueta Weimaraner se
pavonea de sus formas cimbreantes), amas de casa o solemnes canónigos.

En las polaroid, determinada iluminación o encuadre permite a Wegman extraer de sus modelos la
expresión que se adecua a cada caso: la mirada turbia asomando tras la imponente sotana eclesiástica
en “Easter”; el contraste entre la sumisión perruna y la arrogancia del amo en “Dog walker”; el ojo
avizor del detective enfundado en gabardina (“Private”). Sólo con un dominio extremo de los
recursos fotográficos parece posible comunicar tal repertorio de estados psicológicos, a lo que
contribuye la complicidad entre el director de escena y los actores, producto de un largo idilio que se
perpetúa de camada a camada.

Como los weimaraner, los sabuesos que aparecen en “The Venery” de Karen Knorr habían sido una
raza destinada a la cacería. Su permanencia en el Castillo de Cheverny constituye un museo en vivo
de lo que fue este lugar de pasado aristocrático. El caserón se ha convertido en parque temático,
siendo el ritual de la alimentación canina uno de los espectáculos más aclamados. Knorr grabó tal
evento, en el que se escenifica la culminación exitosa de una salida de caza, cuando la jauría era
premiada con parte del botín. En el video se escuchan las ovaciones del público, a modo de vestigios
del circo romano, mientras la cámara se centra en la furia desatada en el “plató” por arrebatarse la
carnada. Los propios cánidos devienen caracteres bufonescos, pues sus servicios quedan hoy
restringidos a la parodia de los éxitos de sus antepasados.

Los artistas reseñados ilustran cómo los depredadores acaban siendo presas de otra jauría, la
humana, que los ha convertido en piezas de museo, figuras circenses, autómatas o en imagen de los
vicios, más que virtudes, de la sociedad.
Demasiado malo para ser ignorado: MOBA
Zut, nº10, verano otoño 2009, pp.53-60

Corría el año 1890, en plena efervescencia del magnetismo artístico de París, cuando un humilde
agente de aduanas llamado Henri Rousseau dejó su puesto de funcionario para entregarse a su
verdadera pasión: la pintura. Su conocimiento del arte era prácticamente nulo; carecía de nociones
sobre perspectiva, composición y claroscuro, pero poca falta le hacía todo ello para materializar sus
fantasías en forma de selvas exuberantes y encantadoras de serpientes. La bohemia parisina, ávida de
excentricidades, le abrió las puertas: su descubridor fue Guillaume Apollinaire, Alfred Jarry su
mentor, la carga simbólica de sus cuadros hicieron las delicias de los nabis, el trazo naïff y la
libertad cromática fue reivindicado por los fauves… En definitiva, su obra, por su carácter
desinhibido y su estilo inconscientemente antiacadémico, fue abanderada por los movimientos de
vanguardia como revulsivo contra el arte tradicional.

Es de suponer que siempre ha existido un arte marginal que se desarrolla de forma autodidacta, ajeno
a las instituciones culturales y a las escuelas de Bellas Artes. Pero Rousseau “El Aduanero” sentó un
precedente al ser enarbolado como seña de irreverencia contra el encorsetamiento del arte. Desde
entonces, artistas disidentes de las corrientes dominantes buscarán inspiración en expresiones
genuinas, no contaminadas por la cultura, como la que emana de los niños (el grupo Cobra), de
enfermos mentales (Paul Klee, Jean Dubuffet, Arnulf Raïner) o de artistas callejeros (el graffiti fue
absorbido por el mundo del arte por medio de espacios alternativos neoyorquinos de finales de los
setenta).

En los años veinte, el psiquiatra Hans Prinzhorn publicó un estudio en el que consideraba el acto
creativo como neutralizador del desmoronamiento de la personalidad. Apuntaba que cuando se
manifiesta la pulsión creadora el esquizofrénico conserva intacta su identidad. Dubuffet, en parte
influenciado por las ideas de Prinzhorn, recorrió hospitales psiquiátricos en busca de expresiones
auténticas de lo que bautizó como art brut, que responde meramente a los impulsos del creador,
quien inventa para sí mismo su propio sistema de representación. Fue alimentando su colección no
sólo con exponentes de arte sicótico (como era el caso de la de Prinzhorn), sino también con obras
ejecutadas por desertores sociales en general: convictos, vagabundos, etc.

Dubuffet, que realiza gran parte de su obra tras la Segunda Guerra Mundial, pertenece a una
generación de artistas hastiados de las promesas de un progreso que sólo ha sembrado destrucción.
Quieren hacer tabula rasa con la historia, y mientras unos se inspiran en el arte rupestre (como
Fautrier), otros se nutren de las ópticas insólitas que ofrecen los enfermos mentales. Como en
tiempos de Rousseau, lo marginal sigue sirviendo para justificar el discurso propio. Incluso, a pesar
de la voluntad inicial de desacralizar el “arte elevado” y de arrasar con el oportunismo mercantilista
que lo secunda, algunos de estos artistas que apenas tenían la noción de serlo devienen figuras de
culto, como Henri Darger y Adolf Wölfli, con lo que de algún modo renace el caduco mito del genio
loco.
Aparte de los que de tan marginales no hayan visto la luz, en 1993 empieza un nuevo capítulo en la
historia del arte marginal, o al menos se añade una nota al pie de página: un anticuario llamado Scott
Wilson rescata de la basura un cuadro con la intención de desechar el lienzo para aprovechar el
marco. Quizás fue la expresión severa de la anciana retratada, quizás el amarillo rabioso del cielo o
el aspecto turbulento de las flores sacudidas por el viento, o posiblemente, una mezcla de todo ello,
lo que decidió a Wilson a buscar una segunda opinión. Mostró el cuadro a su amigo Jerry Reilly,
quien estuvo de acuerdo en que era “demasiado malo para ser ignorado”. Y con este lema fueron
recolectando piezas de “arte malo” en mercadillos, pisos desahuciados o directamente de los
basureros. Reilly sería el director y Wilson el comisario del Museum of Bad Art, fundado en el
sótano de un antiguo teatro de Dedham (Massachussets). Fieles a los principios de la museografía, el
MOBA “colecciona, preserva, exhibe y celebra arte malo en todas sus formas”. Organizaron
exposiciones, editaron un catálogo de sus “obras maestras” y un CD-ROM con visitas virtuales a la
colección. A través de su página web (http://www.museumofbadart.org) se accede a un boletín de
noticias y pueden verse algunas de las obras acompañadas de reseñas preñadas de ironía que, sin
embargo, no pretenden burlarse de los autores; más bien se intuye una parodia a la pedantería de los
críticos de arte. De hecho, las obras son tratadas con respeto y tienen un público auténticamente
devoto a este tipo de creaciones intuitivas, nacidas de la pura necesidad de expresarse. Su
popularidad les ha llevado a abrir, en el 2008, una nueva sede de exposiciones en los sótanos de otro
teatro, esta vez en Boston.

De forma similar al arte que cobijan, el museo funciona al margen de las instituciones oficiales de la
cultura: no caen en diatribas antiestéticas ni critican explícitamente el elitismo del arte
contemporáneo. Su mera existencia y su quehacer diario son suficientes para dejar en ridículo la
retórica discursiva y el fraude especulativo que sustentan museos y galerías. Les mueve un espíritu
lúdico que se traduce en exposiciones celebradas en sitios poco convencionales: túneles de lavado
donde los espectadores pueden observar las obras a través de las ventanas chorreantes de su coche;
balnearios en los que se disfruta del arte tomando baños de vapor; bodegas de vino, pues éste puede
ser un maravilloso acompañante para degustar arte malo; o en una bolera, jugando contra miembros
del staff del museo para ganar un cuadro de la sección “No suficientemente malo”. Mostrar las obras
en lugares particularmente húmedos les ha llevado, tras invertir horas en el laboratorio, a
experimentar con métodos de conservación “a prueba de agua”, siendo uno de los más atinados
revestir las pinturas de una pátina de cera caliente para coche.

Como estrategia de subsistencia a menudo subastan piezas de dicha sección de obras rechazadas. Y
es que los criterios de selección son estrictos: la más mínima intuición de impostura como puede ser
un estilo deliberadamente naïff o kitsch es razón suficiente para ser rehusado. La primera cláusula de
su política de adquisiciones deja claro que apuestan por creadores sinceros que aún pretendiendo
hacer una “declaración artística” han fallado en el intento. Privilegian artistas autodidactas que
desbordan pasión, aunque no tengan ni puñetera idea de cómo comunicarla. Los resultados pueden
ser crípticos o chapuceros, pero siempre originales. Dicho lo cuál es obvio que resulten sospechosos
aquellos que mandan su propia obra, pues el arte auténticamente malo nunca es voluntario.

En su web engloban las obras en tres géneros pictóricos: paisaje, retrato y “fuerzas ocultas”. En el
primer grupo, una nota aclaratoria enfatiza el carácter alucinatorio y particular de esas “tierras de
evasión”, al separar el vocablo inglés en los dos términos que lo componen, land-scape. Incluye
paisajes que el comentarista, como parodiando el método paranoico-crítico daliniano, no sabe si
interpretar como montañas alpinas o cremosos helados italianos (May in the mountains). Una cabeza
de perro de apariencia espectral atrapada en la cuña de un pico nevado “obliga a reexaminar viejos
conceptos de paisaje” (Dog), mientras que en un paraje “post-apocalíptico” un abedul saluda con sus
ramas desnudas a miembros de su familia. En la expresión “fuerzas ocultas” resuena cierta sorna
hacia el espíritu atormentado que sacralizó la pintura romántica y retomó el expresionismo. Algunos
ejemplos: una vaca suicidándose (Suicide); un personaje abrasándose en el infierno mientras tortura
su alma con la visión erótica de un “Adonis empalmado” (Head from hell); la furia desatada en el
seno de una familia disfuncional (Tables have turned); un gato gigante que apresa entre sus fauces a
toda la humanidad (In the cat’s mouth). El género del retrato incluye algunas de las obras más
emblemáticas del museo: Lucy in the field with flowers, la anciana que nos observa taciturna desde
su silla roja emplazada en un campo de margaritas, fue el resorte para empezar la colección; Eileen,
la muchacha de ojos verdes más cortejada de Dedham, fue robada dejando a sus admiradores en vilo
durante diez años. La cuchillada que presenta el lienzo nos recuerda su tortuosa historia de final feliz.
Muchos de los retratos, nos dice el curtido crítico, pertenecen a autores “visitados por una musa
única, posiblemente alienígena”. Cabe resaltar: el lanzador de disco con toga corta de color rosa,
calcetines blancos y zapatos de charol (The athlete); la mujer del presidente Abraham Lincoln
caracterizada como polinesia, ataviada con guirnaldas florales de encaje de plástico bañado en oro
(Mary Todd Lincoln); un hombre de negocios reflexionando sobre sus “responsabilidades
corporativas” tras salir del baño, óleo realizado en un estilo puntillista de nuevo concepto (Sunday
on the pot with George). La ampliación de un “detalle cautivador” de cada obra permite apreciar la
soltura de la pincelada, el cromatismo exacerbado o el misterio de una sonrisa. Algunas obras, a
pesar de no casar en ninguno de los tres bloques temáticos, merecen ser citadas, como Invasion of
the Office Zombies (de las pocas que se conoce el autor: Jenna Cathyla): con una estética inquietante
a lo De Chirico, unos relojes gigantes descansan sobre una alfombra en forma de billete
estadounidense, mientras unos oficinistas decapitados parecen esperar en vano que les sean devueltas
sus cabezas de maniquís, dispuestas delante de unos gráficos proyectados en la pared.

Un deje sardónico también se aprecia en títulos de exposiciones como “I just can’t stop” o “Know
what you like, paint what you feel”, con las que celebran la “creatividad compulsiva” que anida en el
interior de cada alma y parafrasean la jerga mística asociada al arte como terapia. Es precisamente la
ambigüedad de su postura lo que hace del MOBA una apuesta corrosiva: tanto el elitismo del arte
como los intentos democratizadores quedan de algún modo tocados. El espíritu contradictorio del
MOBA sólo es aparente: no pretenden gastar ninguna broma al mundo del arte; se toman su cometido
muy en serio pero se divierten con ello; representan “arte malo” pero “interesante”, que a menudo
hace gala de una “imaginería excesiva”, como gusta destacar el comisario Michael Frank. El arte
malo no tiene por qué ser mediocre; ya lo dejó claro Susan Sontag en Notes on camp (1964). En este
perspicaz ensayo, a partir de apuntes aparentemente deshilvanados, Sontag esboza una visión
poliédrica de lo que define como gusto camp: el “camp puro es involuntario”, “no pretende ser
divertido ni ingenioso” pero lo es, porque “es la seriedad que fracasa”; “brota de una sensibilidad
irreprimible, [...] sin pasión sería algo decorativo”, “mantiene la mezcla adecuada de lo exagerado,
lo fantástico, lo apasionado y lo ingenuo”; “el sello de lo camp es el espíritu de la extravagancia”,
“no puede ser tomado en serio porque es demasiado”, rompe “la relación entre intención y
ejecución”, “malo hasta el punto de deleitarnos, porque no es pretencioso”. Los descubridores de lo
camp saben “apreciar sin enjuiciar”, “saborear las horribles intensidades del personaje”,
“neutralizar la moralidad, fomentar el sentido lúdico”, descubrir “un buen gusto en el mal gusto”,
“nutrirse del amor puesto en determinados objetos y estilos personales, [...] sin ese amor serían
simple kitsch”. El término tiene para Sontag otras acepciones, paradójicamente opuestas (snobismo,
teatralidad, frivolidad, artificio…) pero ya no responden al “camp puro” sino al “pretender ser
campy”. Es probable que los directivos del MOBA nunca hayan leído a Sontag (actualmente Louise
Sacco y Michael Frank ocupan los puestos de Reilly y Wilson), pero en su hedonismo y desenfado
instigan y popularizan el espíritu camp: saben que “el hombre que insiste en los placeres elevados y
serios se priva a sí mismo de placer al reducir continuamente el ámbito de su goce”; saben que “la
alta cultura no tiene el monopolio del refinamiento”, que puede emanar de un “gesto extravagante”,
de una “fantasía extrema”.

El propio epígrafe “arte malo” es una provocación, pero no por la búsqueda de sensacionalismo
como el que anima a los Premios Razzies, que año tras año galardonan lo peor del cine
hollywoodense. Para éstos, estar en el ranking de los más malos es una injuria; los ganadores
raramente se presentar a recoger la estatuilla (una mora de plástico rociada con purpurina). No es
para menos, porque lo que se premia es la vulgaridad más obscena. Por otra parte, aunque nacieron
para desmitificar los Oscar, los mueve el mismo afán efectista. El arte que representa el MOBA sería
más comparable con el cine de serie B, realizado con bajo presupuesto pero cuyos planteamientos
singulares a menudo hace difícil juzgarlos con criterios estéticos corrientes. Es un auténtico reto
situarse más allá del juicio de valores que rige el mundo del arte, y bautizar un museo con el
sacrílego nombre de “arte malo” sin ni siquiera velar esas connotaciones con apelativos románticos
como “outsider art” o bucólicos como “folk art”. Todo lo dicho hace de esta institución una rareza
digna de ser preservada.
Cubierta del libro The Museum of Bad Art: Masterworks. Escrito por Michael Frank y Louise Reilly
Sacco. Ten Speed Press, 2008.
Desvíos perceptivos y metáforas de represión en la obra de Cildo
Meireles
Lápiz: revista internacional de arte, nº 253, mayo 2009.
En uno de los cuentos de juventud de Ian McEwan “Geometría de sólidos”, el protagonista nos narra
su obsesión por poner en práctica una antigua teoría de un matemático excéntrico. Éste, ante un
congreso incrédulo, hizo desaparecer una lámina de papel al conformar determinada figura
geométrica doblando sus lados sobre sí mismos. Tachado de prestidigitador, aplicó el mismo
principio sobre su propio cuerpo, y a través de estudiadas contorsiones, pareció plegarse sobre sus
extremidades fundiéndose lentamente ante los ojos incrédulos de los científicos. El narrador, que lee
esta historia en el diario de su bisabuelo, convence a su mujer para adoptar esas complejas posturas,
con lo que logra deshacerse de una tediosa relación conyugal. Las elucubraciones que llevan al
matemático a socavar las leyes físicas del espacio, dando como resultado la fuga de una persona a
otro nivel de realidad, coinciden de algún modo con “Espacios virtuales: rincones” (1967-1968),
uno de los primeros proyectos del artista brasileño Cildo Meireles (Río de Janeiro, 1948). Esta obra
consiste en una serie de dibujos y maquetas que se cuestionan creativamente el espacio euclidiano,
sometiendo su rigidez lineal a libres distorsiones sensitivas y conceptuales. Las esquinas
entreabiertas en habitaciones de paredes desnudas son para Meireles “lugares de refugio”. Por esos
resquicios entran y salen seres que no son más que proyecciones de la propia conciencia. Ya desde
estas primeras incursiones en la práctica artística, los espacios de Meireles se van impregnando de
connotaciones físicas y psíquicas, de sensaciones y pensamientos confrontados, de percepciones
engañosas. Podría ser suya esa frase, de resonancias cósmicas, que McEwan pone en boca del
inventor del “plano sin superficie”: “la dimensionalidad está en función de la conciencia”.

Una exposición itinerante organizada por la Tate Modern sobre la obra de Meireles aterriza en el
Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Con carácter de retrospectiva, reúne
creaciones de distintos periodos y de las más dispares dimensiones: desde piezas de pocos
centímetros a instalaciones de casi 300m2.
Cildo Meireles. A través (detalle). 1983-2008. Instalación.

En “Mallas de libertad” (1976-1977), Meireles convierte otro modelo espacial ordenado, la


cuadrícula, en metáfora de las bifurcaciones imprevisibles del razonar. Las mallas conformadas por
trazos perpendiculares se transforman, gracias a un crecimiento aleatorio e infinito de esquemas
modulares, en símil de las complejas ramificaciones neuronales. Meireles da salida poética a
principios científicos, en este caso la teoría del caos, ayudándonos a redefinir de forma lúdica y
aparentemente ingenua nuestro lugar en el mundo, nuestros parámetros perceptivos. Los ensayos
bidimensionales de “Mallas de libertad” tomaron forma de instalación en “A través” (1983-1989), un
ambiente laberíntico realizado con barreras de todo tipo, desde redes de pesca hasta alambres de
espinos, entre las que el espectador se ve impelido a deambular, sobre un suelo de cristales rotos,
hasta llegar a una enorme bola de celofán. La confrontación paradójica entre el término “libertad” y
un elemento restrictivo (mallas) toma aquí un nuevo cariz que nos involucra de modo multisensorial,
al enfrentarnos con un espacio que invita a ser recorrido con la mirada pero que nos pone trabas para
avanzar físicamente. El amplio muestrario de barreras nos recuerda los impedimentos con los que
tenemos que lidiar a diario, desde las cuerdas que obligan a respetar determinada distancia de las
obras de arte en un museo hasta las rejas que vedan tanto pasos fronterizos como la salida de las
prisiones. Los calados y las transparencias de esos objetos nos permiten ver toda una antología de
símbolos represivos que nos suelen pasar desapercibidos, dada su ubicuidad. La dificultad de
deslizarnos sobre un terreno movedizo de vidrios cortantes es un desafío para superar esas
limitaciones, si no con el cuerpo, sí con la mente. El celofán sobredimensionado podría interpretarse
como la posibilidad de “domesticar” el cristal, de arrugarlo como si fuera una bola de papel
transparente.

La obra de Meireles se fraguó en plena dictadura militar brasileña, y la voluntad por burlar y
denunciar ese ambiente opresivo empapa toda su producción. Sin embargo, su arte, lejos de ser
panfletario, adquiere desde el principio una entidad autónoma que trasciende toda problemática local
a favor de una comprensión universal del ser humano como ente vulnerable a entornos coercitivos.
Espolear nuestras respuestas emotivas e intelectuales, sacudir nuestra pasividad innata, es quizás una
de las motivaciones que fluye a lo largo de su producción. En las instalaciones inmersivas ello se
aprecia particularmente: “Volátil” (1980-1994) consiste en una habitación oscura de enrarecida
atmósfera por lo que pronto identificamos como un alarmante olor a gas. Nuestros pies desnudos se
hunden sobre un suelo nevado de talco mientras intentamos averiguar qué hay detrás del muro: al
toparnos con una vela encendida nuestro instinto reacciona ante un peligro inminente de incendio. La
intención de Meireles era “surcar la región del miedo”, lo que hace efectivo al acontecer una
desviación de nuestra percepción, al hacernos desconfiar de nuestros sentidos: la asociación mental
del gas y el fuego no se materializa ante nuestros ojos en una explosión, lo que por un instante nos
descoloca, nos perturba. No sólo los sentidos colisionan, también las sensaciones, pues la tersura de
los polvos talco acariciando nuestra piel choca con el malestar que provoca la sensación de
catástrofe. Es una estrategia frecuente en las instalaciones de Meireles: los vaivenes entre seducción
y repulsión, el encuentro irresoluble entre sentidos y emociones que no encajan.

Cildo Meireles. Desviación al rojo. 1967-1984. Instalación.

Lo aciago también nos embriaga al cruzar el umbral de “Desvío al rojo” (1967-1984). Entramos en
un interior doméstico en el que todo es rojo, desde una barra de labios hasta el sofá, desde el álbum
de fotos familiar hasta los pigmentos de las pinturas abstractas que penden de las paredes, desde los
adornos kitsch de los estantes hasta el televisor. De modo casi subliminal, un borbotear constante va
calando en nuestros oídos. Banales souvenirs pueden adquirir connotaciones ominosas, como las
figuras que representan Los Tres Monos Sabios, que en este contexto nos hacen pensar en la
discreción (negarse a ver, a escuchar, a hablar) no como virtud, sino autoimpuesta para mantenernos
a salvo en determinada situación de riesgo, como puede serlo un régimen de terror. Al final de la
estancia, un pequeño frasco derrama sobre el suelo un charco desmesurado de un rojo intenso. Al
seguirlo llegamos a un cuarto sumido en la completa oscuridad, sólo interrumpida por un foco de luz
que baña un lavamanos inclinado; del grifo gotea un líquido carmesí que salpica con violencia sobre
la porcelana blanca. Queremos acercarnos al lavabo pero nos da la impresión de que se aleja bajo un
manto de intenso azabache, pues hemos perdido toda referencia espacial y el sentirnos desubicados
nos entumece. El título hace referencia a una medida cósmica: se denomina “desvío al rojo” al patrón
de desplazamiento de los cuerpos estelares, a su alejamiento de la Tierra, así como a la dilatación
del tiempo en la teoría de la relatividad. Una interpretación metafísica de ambos fenómenos se
concreta en este lugar en un impacto psíquico difícil de describir.

Las experimentaciones monocromas de Meireles (el blanco de “volátil” y el rojo de “Desvío al


rojo”) son de algún modo deudoras de los ambientes sensoriales que Helio Oiticica recreara a
principios de los años sesenta basándose en los efectos psicológicos de los colores. Pero Oiticica
pertenece a una generación brasileña llena de optimismo ante la viabilidad de cambiar la sociedad
con propuestas de arte participativo y terapéutico. La euforia del movimiento neoconcreto se
deshinchó súbitamente con el golpe de estado que en 1964 instauró un régimen dictatorial. Meireles
entronca con el espíritu interactivo y sensorial del arte neoconcreto, pero la utopía se torna distópica
en cuestión de meses. Durante el periodo en que más se extremó el totalitarismo en su país, los
proyectos de Meireles fueron especialmente combativos. Ideó la manera de aprovechar los propios
canales institucionales para soslayar la censura. El título genérico “Inserciones en circuitos
ideológicos” (1970) incluye diferentes propuestas para colar mensajes subversivos en el sistema,
siendo uno de los más conocidos la inscripción “Yankees go home” en envases retornables de Coca-
Cola. Si éste era un ataque frontal al poder expansionista estadounidense, el “Proyecto Cédula” fue
una clara imprecación al fascismo de estado que llevó a cabo un exterminio sistemático de
opositores políticos. Consistió en la estampación, en billetes de curso legal, de preguntas incómodas
sobre el paradero de personas supuestamente detenidas o desaparecidas. El dinero y las botellas eran
puestos de nuevo en circulación, favoreciendo una honda expansiva en el proceso de divulgación e
interpretación del mensaje.
Cildo Meireles. Cruzeiro/cero cents. 1974-1978. Falsificaciones de billetes.

“Cero cruzeiro” y “Cero centavo” (1974-1978) siguieron la misma tónica de crítica institucional,
pero lo que circulaba eran billetes falsos en los que un indio y un demente sustituían a las figuras
históricas y políticas tradicionalmente grabadas en el papel moneda. Dos personajes marginados por
la sociedad eran reivindicados como dignos representantes nacionales. En este juego de inversiones,
la ironía también subyace en la imagen de un falsificador de billetes sin valor económico. Con ello,
ponía en evidencia la paradójica relación entre el valor simbólico y el real del dinero.

Meireles cita como inspirador de sus incursiones liminales en la realidad a Orson Welles y su
sonado fraude radiofónico que hizo zozobrar de pánico a un buen número de norteamericanos. El
director de cine adaptó la trama de la “Guerra de los Mundos” de H.G. Wells para conspirar sobre
una inminente invasión marciana a EUA. Así como Welles se benefició del poder mediático del canal
de comunicación masivo entonces imperante, Meireles hizo otro tanto con el mecanismo capitalista
de transmisión monetaria y de bienes de consumo. En ambos casos, el propio sistema deviene
cómplice involuntario del complot.

Otro maestro en fabular sobre la coexistencia de distintos planos de realidad, sobre la incursión de
lo fantástico en la cotidianidad, es José Luís Borges. Meireles conceptualizó “Eureka/Blindhotland”
(1970-1975) tomando como referente un cuento del escritor argentino, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”:
una reflexión sobre el poder de la percepción para concretizar un mundo imaginario hasta el punto de
suplantar el real. El efecto perturbador que tiene sobre el narrador la incapacidad de levantar un
pequeño cono procedente de esa realidad paralela es retomado en esta instalación donde esferas de
igual tamaño y apariencia presentan leves variaciones de peso. Se nos invita a sopesar algunas de las
doscientas bolas negras derramadas por el suelo. La torpeza de nuestros movimientos, al querer
juguetear con ellas, se debe a la engañosa información retiniana, que nos ofrece una apariencia
homogénea del conjunto. La banda sonora reproduce el impacto de caída de las esferas a distintas
alturas y distancias del micrófono. La red que circunda el espacio está dispuesta a modo de carpa,
sugiriendo la magia circense, otro espacio que desde la infancia asociamos con un universo de otra
dimensión, con sus propias leyes.

Cuenta la leyenda que el matemático griego Arquímedes, obnubilado por la emoción, salió desnudo
de su casa exclamando “Eureka!” cuando dio con la fórmula para determinar la densidad de un
objeto. La confrontación entre lo cerebral y lo sensorial, a través de la poetización de preceptos
científicos, recorre gran parte de la obra de Meireles. El artista juega a alterar la percepción habitual
de la realidad para impulsarnos a trascender las apariencias, a desconfiar de nuestros sentidos
(especialmente de la vista), pero también de nuestras ideas preconcebidas.

En la misma instalación, dos palos puestos en cruz y otros dos en paralelo, que aparentemente
debieran pesar lo mismo, desequilibran una balanza. La trampa está en que uno de los platillos
esconde una pieza de plomo. El desafío a nuestra lógica perceptiva parece enlazar aquí con la puesta
en duda de la idea de justicia, siempre saboteada por intereses poco altruistas.

Cildo Meireles. Globetrotter. 1991. Instalación. Malla metálica y esferas.

El manejo de formas elementales generadoras de complejas asociaciones conceptuales reaparece en


la pieza “Globetrotter” (1991): un rico repertorio de esferas, desde canicas a pelotas de baloncesto,
es recubierto por una malla metálica. La accidentada orografía resultante evoca un decorado de
ciencia-ficción que colisiona con el sentido histórico que Meireles confiere a la obra. Con su gusto
habitual por las paradojas, el artista rememora metafóricamente, a través de un paisaje futurista, a los
navegantes españoles y portugueses que conquistaron el Nuevo Mundo. La malla de acero, que
reitera su presencia en la obra de Meireles, adquiere aquí implicaciones defensivas (recuerda una
armadura medieval), sentido de protección (actualmente se utiliza para fabricar guantes de carnicero)
y, sobretodo, remite a la imagen de una red que retiene y modula su presa.

En ocasiones los criterios museográficos de la exposición del MACBA no han logrado vencer la
inercia contemplativa del público. Es el caso de “Glovetrotter”, que se presenta como un escenario,
cuando en realidad estuvo pensada para ser recorrida. La idea es que el visitante, sin apenas
percibirlo, aplaste o rompa las bolas más frágiles (madreperla, plástico…), que en su
desplazamiento contribuya a marcar los campos de fuerza que la propia malla determina cobijando y
haciendo desaparecer las formas más minúsculas bajo las más voluminosas. El símil de las esferas
con cuerpos celestes y ese fluir energético entre unas y otras nos sumergen en imágenes cósmicas.
Como en “Desvío al rojo”, se establecen metáforas de fuerzas gravitatorias que determinan el
proceder y el sentir humano.

Las propuestas artísticas de Cildo Meireles están impregnadas de una sensibilidad que hunde sus
raíces en intensas vivencias infantiles. Frecuentemente acompañaba a su padre, miembro del
Servicio de Protección de los Indios, en incursiones por la selva amazónica. En esas expediciones
fue empapándose de la riqueza cosmogónica que daba sentido mítico a formas de vida ajenas a la
civilización. El resentimiento hacia la implacable asimilación de las culturas indígenas por
progresivos asentamientos católicos debió empañar su mente adolescente, y ello se traduce a nivel
artístico en obras que funden de modo arrebatador poesía y denuncia. La primera fue “Cruz del Sur”
(1969-1970): un cubo diminuto realizado con dos maderas distintas, roble y pino, árboles sagrados
para los indios tupíes. Considerándose hijos del fuego, éstos invocaban a la divinidad con la fricción
de estas dos maderas, acto mágico del que germinaba todo un sistema de creencias. Ante la
simplificación extrema de la cosmogonía tupí llevada a cabo por las misiones jesuitas, Meireles
recupera simbólicamente su alcance mitológico, espiritual, antropológico e histórico. El artista
quería rememorar esa riqueza cultural y al mismo tiempo salvaguardarla por medio de la
condensación metafórica. La miniaturización física del objeto es proporcionalmente inversa a la
energía que desprende. Ello se materializa a nivel museográfico en la exhibición de la pieza en una
sala en penumbra desproporcionadamente grande a fin de cobijar su aura mítica.

Cildo Meireles. Misión/Misiones (detalle). 1987. Instalación.


Las misiones europeas que en el siglo XVII se instalaron en recónditos parajes brasileños con el
pretexto evangelizador, no sólo acabaron exterminando culturas enteras sino también sus modos de
subsistencia al explotar de forma indiscriminada las riquezas naturales de las colonias.
“Misión/Misiones: cómo construir catedrales” (1987) reproduce en clave alegórica ese genocidio: el
afán de lucro representado por miles de monedas alfombrando el suelo, sobre el que se erige una
columna de hostias sacramentales; éstas, a su vez, sostienen un techo repleto de huesos humanos que
penden como estalactitas.

En una pieza sonora, “Sal sin carne” (1975), Meireles reincide en la idea de imposición de la cultura
blanca sobre la nativa. En los auriculares pueden escucharse el registro de ocho pistas sobre vinilo
en las que se solapan la algarabía de una procesión religiosa, locutores de habla portuguesa y una
entrevista a un indio xerente, entre otras grabaciones. El pesimismo del artista ante la posibilidad del
diálogo intercultural, pues siempre deriva en algún tipo de colonialismo, impregna también “Babel”
(2001), una torre que acumula centenares de aparatos radiofónicos. Una cacofonía de voces y música
nos atrae hacia unas señales luminosas, los diales de un muestrario de transistores digno de un
museo, desde los de válvulas hasta los electrónicos. Los más antiguos cimientan el edificio, que toma
forma cónica al culminar con los aparatos más pequeños y modernos. Ello acentúa la impresión de
elevación infinita de la torre, ilustrando la prepotencia humana de querer construir un monumento que
llegara al cielo, según cuenta el relato bíblico sobre la “Torre de Babel”. El castigo divino ante
tamaña afrenta fue condenar a los pueblos a hablar lenguas distintas y jamás entenderse. La
interpretación actualizada del mito entraña, por un lado, la idea de la creciente desinformación en un
mundo cada vez más mediatizado, y por otro, la preeminencia de unos canales (naciones, culturas,
grupos sociales) sobre otros, representados por el abanico de tecnologías aquí reunidas, desde las
más obsoletas a las de última generación.

La condensación de todo un universo de simbolismos en algo diminuto, que caracteriza “Cruz del
Sur”, es retomada en una serie de obras relacionadas con la idea de territorio y trasgresión de
fronteras: un anillo con un grano de arena engastado en un frontis piramidal como emblema de la
infinitud del desierto; una sortija que combina ónice, zafiro y amatista para aludir, con la fusión
cromática, a la unión cultural de dos estados brasileños. “Bombanel” (1970-1996) es quizás la pieza
más significativa del grupo: de nuevo un anillo, ahora en forma de barril de petróleo con pólvora
comprimida en la base. El cristal abombado que lo cubre no responde a caprichos de diseño, sino a
capciosas intenciones: se trata de una lente que, al hacer converger rayos solares sobre la superficie
inflamable, convierte la joya en algo potencialmente letal para el que se atreva a lucirla.

Una elegante sortija de oro blanco convertida en una bomba, una mecha prendida en medio de un
sofocante olor a gas (“Volátil”) o un bloque hecho con incontables cajas de cerillas “protegidas” por
“agentes de seguridad” (“Fiat Lux”), son trascripciones literales del interés de Meireles en “no
trabajar más con la metáfora de la pólvora sino con la pólvora misma". Se trata de trascender “el
espacio sagrado” del museo, abrir resquicios entre la ilusión y la realidad que despierten nuestro
recelo, que nos hagan romper con el lugar común garante de nuestra supuesta seguridad.
El fetichismo del objeto artístico
Lápiz: revista internacional de arte, nº250-251, febrero/marzo 2009

La teoría freudiana del inconsciente, convenientemente tergiversada por publicistas y políticos, ha


sido el principal acicate para persuadir a las masas de la necesidad de liberar las pulsiones y los
deseos que nos esclavizan. Ya en los años veinte del siglo pasado se descubrió la efectividad de la
aplicación de las técnicas del psicoanálisis como arma demagógica para manipular conciencias, con
campañas comerciales como la que perpetró Edward Bernays (1) para despertar en las mujeres el
deseo de fumar, al asociar en su subconsciente los cigarrillos con su emancipación social.

Sigmund Freud quiso hacernos más libres, al permitirnos descubrir y dominar nuestro lado oscuro,
pero cuando la capacidad de gobernar no sólo nuestra voluntad sino también nuestra parte irracional
pasó del autocontrol a un control social al servicio del capitalismo ya fue imposible discernir entre
las aspiraciones individuales y las introducidas en nuestra psique. Fue entonces imposible salir de un
engranaje consumista que no ha parado de sofisticar su maquinaria.

Allen Jones. Chair, Table and Hat Stand. 1969, muebles-esculturas.

El pensamiento de Freud, y el psicoanálisis en general, ha tenido una enorme influencia en el arte


contemporáneo, terreno en el que también se aprecian las polaridades que ha generado. En los años
sesenta el accionismo vienés propugnaba desatar de forma visceral los impulsos reprimidos por los
valores burgueses de la sociedad austriaca, a la que consideraban hipócrita y ultraconservadora. En
la misma época, el Arte Pop mostraba con desfachatez el triunfo de la imagen como mercancía,
inaugurando con ello una reflexión sobre la fetichización del objeto en el sistema del arte que
recorrerá un largo camino, respondiendo a las distintas fases del desarrollo capitalista.
Phillip Toledano. Abu Ghraib Bobble-head 2008, resina moldeada.

El Arte Pop introdujo un discurso equívoco, entre sancionador y de celebración, de la sociedad de


consumo. Esta ambigüedad es la que aportó un carácter provocador a propuestas como la serie de
mujeres-mobiliario de Allen Jones, que en su época despertó fuertes ataques de grupos feministas
por entenderlas como meras escenificaciones de fantasías eróticas masculinas. Sin embargo, aunque
la intención del autor no fuera explícita, la cosificación femenina extrema que simbolizan estas chicas
de plástico semidesnudas, haciendo de percheros, mesas o sillas, pueden verse como una crítica
corrosiva al sexismo que los media radicalizan. De acuerdo con esta interpretación, el fetichismo de
los tacones de aguja y de las botas de cuero, que remite de algún modo al psicoanálisis freudiano, se
mezcla aquí con ácidos comentarios sobre las relaciones de poder tiránicas derivadas del
consumismo, que van más allá de las cuestiones de género.

El mobiliario humano de Jones ha servido de inspiración a una de las piezas de la Tienda de Regalos
de América (2) (2008) ideada por Phillip Toledano. El surtido de souvenirs en recuerdo de lo
ocurrido en Abu Ghraib y Guantánamo toma forma de postales, camisetas, muñecos y muebles que
satirizan, con vena lacerante, la sarta de humillaciones y torturas habidas en esas prisiones. Cuando
la ecuación amo-esclavo se extiende a una relación vejatoria entre países, ejemplificado en los
remanentes más abyectos de la política exterior de EUA durante el mandato de George Bush, el
artista ya no puede mantenerse en el cómodo terreno de la ambigüedad.

En cada contexto histórico y ámbito del pensamiento el concepto de fetiche cambia de rostro: para
Karl Marx lo era el dinero; para Freud, el sustituto del objeto sexual; para Guy Debord, los medios
de comunicación; para Jean Baudrillard, el “valor simbólico” de las mercancías.

Cildo Meireles. Inserçoes em circuitos ideológicos. Projecto Coca-cola. 1970.

Marx creía en la posibilidad de anular el valor mercantil de los objetos para preservar la integridad
de su valor de uso. Su idealismo deviene pura quimera en la época del consumo de masas. En el
ensayo “Crítica de la economía política del signo” (1972), Baudrillard introducía el concepto de
“valor simbólico” del objeto en la disyuntiva marxista entre “valor de uso” y “valor de cambio”,
para referirse a la mercancía como símbolo de clase social, de riqueza, independientemente de su
función como bien material. Cuando el artista brasileño Cildo Meireles, en esos mismos años,
introduce en los circuitos monetarios cruzeiros y dólares falsos e interviene monedas reales con
mensajes subversivos, está transgrediendo el valor simbólico del dinero y anulando su valor de
cambio. En estas réplicas de monedas brasileñas y estadounidenses, Meireles sustituyó las figuras
políticas y los héroes nacionales por indios y pacientes de hospitales psiquiátricos, al tiempo que
intervenía billetes ya existentes, reduciendo a “cero” su cuantía e insertando leyendas que
denunciaban la dependencia económica con la que EUA sumía a su país en la pobreza. Su
compromiso con la realidad social de Brasil en los tiempos de la dictadura y la denuncia del
imperialismo americano también se hizo evidente en el proyecto “Inserçoes em circuitos
ideologicos”, donde grababa eslóganes como “Yankees go home” en las botellas de Coca-Cola.

La confianza de Meireles en el poder del arte para cambiar la vida, para inmiscuirse en las cadenas
simbólicas del poder económico, responde a una actitud en vías de extinción, especialmente a partir
de los años ochenta. En esta década, entran en escena artistas como Haim Steinbach o Jeff Koons,
particularmente influidos por el principal teórico del simulacro, Jean Baudrillard. Son los artífices
de la “commodity sculpture” (término acuñado por Hal Foster), “esculturas de bienes de consumo”
que presentan en expositores emulando, de forma hiperbólica, la estética seductora de tiendas y
supermercados. Cuando la deriva espectacular del mundo que preconizaba Debord ya es una
realidad, y ésta deja de experimentarse directamente, sustituida por su simulación, el carácter neutro
y frívolo del arte pop vira hacia una ovación rotunda a la trivialidad que nos rodea.

Haim Steinbach, OneStar Assisted. 2007.

Steinbach disponía en estantes de líneas minimalistas productos seriados, de superficies lustrosas,


desde escobillas del váter hasta lámparas de diseño. En su caso, el artista se convierte en
comerciante, al comprar él mismo los productos que expone sin manipular, transformando sólo el
contexto de exhibición, constatando, mediante el análisis de las técnicas de marketing y envasado, el
triunfo del valor de cambio en la sociedad de consumo y, como parte de ella, en el arte. La función de
los objetos es secundaria, así como cualquier significado trascendental de la obra de arte; lo que
prima es su cotización en el mercado. La presentación aséptica, con la iluminación adecuada,
realzando la pura apariencia, otorga al objeto un carácter hiperreal. Los simulacros, al sustituir al
objeto real, suscitan el deseo por algo que ha dejado de existir. En ello se basan las estrategias del
mercado: en estimular deseos nunca satisfechos, por lo que siempre permanecen latentes.

Las primeras obras de Jeff Koons avanzaban por el mismo sendero: aspiradoras recién compradas
expuestas en vitrinas de plexiglás o balones de basketball suspendidos en tanques transparentes
llenos de agua parecían convertirse en reliquias de nuestra era. En esta última obra se hace explícita
la sublimación del valor de la mercancía como signo tal como lo describe Baudrillard, pues
representa metafóricamente el lanzamiento perfecto del gran mito del deporte Michael Jordan. Siendo
la imagen más explotada por marcas como Nike, el adquirir un balón o unos zapatos deportivos de
una casa que él hubiera publicitado, era como poseer simbólicamente al ídolo.

El hastío existencial que acompaña esta década dorada para los corredores de Bolsa y los yuppies
da frutos literarios como American psycho de Bret Easton Ellis, novela en la que un ejecutivo,
sumido en una vacuidad en la que sólo tiene cabida la obsesión por las marcas y por el cine porno,
encuentra en el asesinato la única forma de sentirse vivo. El esnobismo es la razón de ser del
protagonista, cuyas carnicerías se impregnan de igual modo de su particular gusto refinado. El libro
se hace eco de una estetización de la vida que corre paralela a su banalización exacerbada.

Koons y Steinbach, al celebrar lo banal en el arte también se hacen eco de este malestar al que aboca
una sociedad del bienestar obsesionada por la etiqueta, en la que el glamour sustituye a la belleza, la
pornografía al erotismo y el mercado al arte.

Sylvie Fleury. Gold Fountain PKW, 2003. Escultura de oro.

El legado de estos y otros artistas norteamericanos de los años ochenta agrupados bajo el epígrafe
simulacionistas deja su estela en artistas como Sylvie Fleury, que perpetúa el discurso sobre la
mercadotecnia contemporánea, parangonándola con los mecanismos de un mundo del arte cada vez
más esnob. Expone bolsas de boutiques de lujo para hacer hincapié en el empeño puesto en la
presentación del producto con el fin de hacerlo seductor, llegándose a convertir el propio envoltorio
en un objeto de arte en sí mismo. En otro grupo de obras, traslada la broma duchampiana de la Mona
Lisa, ya mustia de tanto manoseo, a chaquetas de piel con diseños cuadriculados inspirados en
Mondrian, y a pantalones tejanos de estética grunge rajados al estilo de Fontana. Recurre al kitsch
en carrocerías de coche color rosa chicle, en instalaciones de cohetes tapizados de felpa y
parafernalia afín de estética pop-futurista que recuerda vagamente el atrezzo de la nave espacial de
Barbarella pero sin la desbordante creatividad del film. En cada caso, afirma la artista, ironiza sobre
la obsesión del hombre por conquistar otros territorios, sea sobre el asfalto o en el espacio sideral.
Esa superficialidad del arte y la vida que Fleury pretende denunciar cobra tal fuerza en su propia
obra que ni barnizándola con tintes esotéricos logra disuadirnos de la redundancia y la pobreza de
sus mensajes.
Daniel & Geo Fuchs. Edward Scissorhands kills the popstar. 2007. Fotografía.

La mercadotecnia aplicada a la industria del juguete es el terreno abonado por el dúo de fotógrafos
alemanes Daniel & Geo Fuchs. En el año 2004 iniciaron la serie “Toys”, basada en retratos en gran
formato de personajes de plástico que reproducían a superhéroes clásicos (Superman, Spiderman…),
actores y directores hollywoodenses, artistas famosos y figuras políticas. Primeros planos
sobredimensionados permiten apreciar el fervor detallista de los fabricantes, pero el recurso de una
iluminación directa y nítida desmiente ese aparente verismo, al enfatizar el material sintético del que
están hechos. Los iconos basados en personajes de carne y hueso presentan el mismo grado de
irrealidad que los procedentes del cómic o del celuloide: George Bush ataviado con todo un equipo
de complementos militares se sitúa en el mismo nivel de ficción que Rambo. En otras obras de la
misma serie, al componer retablos con figuras mediáticas que corresponden a ámbitos
irreconciliables (Andy Warhol esperando un corte de pelo de Eduardo Manostijeras; Hellboy
arrodillado ante el Papa), las descarga de las connotaciones ideológicas impresas de antemano en
cada una.

Los Fuchs desmontan las estrategias autopromocionales que las figuras públicas ingenian incluso a
través del aparentemente inocuo mercado de los juguetes. Por otra parte, su ingente archivo de
imágenes de ídolos permite estudiar las transformaciones habidas en idearios y en técnicas de
marketing desde la época en que era posible creer en la integridad de unos héroes (imaginarios o
reales) que combatían a los malhechores y a la injusticia social (desde Batman hasta el Che
Guevara), hasta una contemporaneidad en que los esfuerzos propagandísticos por perpetuar la
dicotomía entre el bien y el mal arden en los fuegos de artificio del espectáculo gratuito.

La “muerte del autor” anunciada por Roland Barthes influyó a un buen número de artistas que
desarrollaron prácticas apropiacionistas en los años ochenta, y Allan McCollum no fue una
excepción. Muchos de sus proyectos niegan la noción de autoría y minan el mínimo atisbo de
exclusividad, reduciendo las obras casi al estatus de arquetipos. Es el caso de los surrogates,
colecciones de “sucedáneos”, objetos que parecen recién salidos de recintos industriales: insulsas
pinturas abstractas que sólo se diferencian por el marco o las medidas; dibujos vectoriales que
permiten infinitas versiones, o esculturas casi idénticas realizadas en yeso y pintadas a mano una por
una.

Mientras Koons, Steinbach y Fleury tratan el objeto seriado como si fuera un objeto único y valioso,
McCollum otorga al objeto único la apariencia de réplica insustancial. Las obras de todos ellos
traducen la ausencia de originales en un mundo saturado de simulacros y arremeten contra el elitismo
del arte, pero McCollum no se conforma con la simple constatación sino que deconstruye y socava el
proceso a través del cual los bienes (culturales o de consumo) adquieren valor (económico,
emocional o social).

Allan McCollum. The Shapes Project. 2005. Impresiones digitales impresas, únicas, sellas y numeradas.

En proyectos como “The Dog from Pompei” o “Imperial Valley” ha llevado al terreno de la
museología sus ediciones ilimitadas de objetos vaciados de cualquier significado prestablecido o
utilidad. Ambos reflexionan sobre los efectos de la obsesión por museizar incluso las peculiaridades
geológicas o los rasgos culturales de una región. Las múltiples esculturas que se hicieron a partir de
la cavidad que el cuerpo del perro pompeyano dejó tras la erupción del Vesubio en época romana
llevaron a la pérdida del molde original; de modo similar, el excesivo acopio de las llamadas
“puntas de arena” en el cerro del Valle Imperial condujeron a su desaparición. McCollum realizó
centenares de réplicas exactas de estas curiosas formaciones arqueológicas, exponiéndolas en un
museo junto a infinitas reproducciones a escala del cerro. La puesta en escena de un sinfín de
remedos caricaturizaba la conversión de la cultura en souvenir, el afán de coleccionismo que
conduce al fetichismo exacerbado y al sinsentido de la acumulación. Los discursos oficiales de
preservación del patrimonio a menudo desembocan en exterminio cultural.
Katharina Fritsch. Rat King, 1993. Escultura. Poliéster y pintura.

También Katharina Fritsch practica el paradójico juego de trabajar con esculturas que adquieren una
apariencia seriada cuando en realidad son fruto de un laborioso proceso artesanal. Los grupos de
ratas clónicas dispuestas en círculos (“Rat king”) o de comensales idénticos reunidos alrededor de
una mesa (“Company on the table”) presentan una perfección formal y compositiva que resulta
inquietante. La trasgresión de las escalas y la pátina monocroma que baña cada obra acentúan esa
sensación de extrañamiento. En 1983 realizó una estatuilla mariana en amarillo limón que reprodujo
en infinitos múltiples, con los que reinterpretaba la estética kitsch de la imaginería devocional
dedicada a la Virgen. Se inspiró en la iconografía de la Virgen de Lourdes popularizada por las
tiendas de souvenirs próximas al santuario. Como McCollum, reduce los objetos al estatus de iconos
economizando sus formas y colores al máximo. Con ello logra que proyectemos nuestros propios
conocimientos y creencias, pues suele introducir en sus grupos escultóricos sesgadas alusiones a
mitos populares o, como en el caso de las Madonnas, referencias directas a la fe religiosa.

El mexicano Benjamín Torres despoja al producto consumible de todo simbolismo, fiel a la línea
iniciada por McCollum. Si Steinbach enfatizaba la apariencia cautivadora del envase para poner en
evidencia que lo que vende es la etiqueta, el continente por encima del contenido, Benjamín Torres
neutraliza esa estética atractiva realizando moldes de yeso blanco de envases escogidos del
supermercado. Desuella con ello el fetichismo de la imagen, pero lo turbador de estas despensas de
productos genéricos es que en muchos de ellos subyace la huella del fabricante, la forma
característica que los hace reconocibles y apetitosos.

En “Angry white”, el francés Philippe Mayaux también se sirve de un blanco aséptico para esterilizar
el mensaje, en este caso para anular la violencia que emana de la maquinaria bélica reproducida a
pequeña escala en forma de cañones, búnkeres, tanques y radares dispuestos en anaqueles. Como
contrapunto, en “Savoreaux de toi”, reúne en aparadores repostería plastificada de vivos colores,
con vulvas, pechos y penes a modo de guindillas. Ambas facetas componen un crudo retablo de la
sociedad de la sobreabundancia: por un lado, la violencia letal disfrazada de discursos humanitarios;
por el otro, el fetichismo erótico que se mezcla con la antropofagia consumista. El matrimonio del
amor y la muerte, Eros y Tánatos, eternos compañeros de viaje desde la mitología griega hasta las
teorías psicoanalíticas, revulsivo social para los surrealistas, queda banalizado hasta lo grotesco.
Nicola Costantino. Zapatos, botas y bolsos con tetillas. Peletería humana. 2000.

Como Mayaux, Nicola Costantino maneja ácidas asociaciones metafóricas entre el fetichismo de la
carne y el consumismo bulímico que arrecia sin freno en la sociedad contemporánea. Ha
confeccionado toda una línea de ropa, calzado y bolsos de silicona que imitan a la perfección la piel
humana. Conforman colecciones de peletería de alta costura, con bordados de cabello natural a modo
de flecos, pezones, ombligos y anos como aditamentos decorativos. En ocasiones recrea verdaderas
boutiques, como en una muestra celebrada en la galería Deitch Projects de Nueva York (2000), en la
que expuso todos sus diseños en vitrinas que daban a la calle; incluso colocó probadores en la sala.

Junto a esta línea de trabajos, ha llevado a cabo una serie de relieves con réplicas de animales
nonatos que se asemejan a frisos de antiguos templos grecorromanos. Estos monumentos carnales
parecen querer inmortalizar un bestiario que sólo conoció el estado fetal. Sin embargo, la idea de la
muerte antes del nacimiento toma en otras obras un cariz más lóbrego, como en la serie de aparatos
ortopédicos destinados a vivificar esos fetos de forma artificial y empecinadamente absurda. Cínicos
juegos necrófilos están igualmente presentes en los llamados “chancho-bolas”, cerdos de silicona
hechos un ovillo, que remiten a la manipulación morbosa que la ciencia y la moda hacen del cuerpo.

Costantino calibra nuestras reacciones contradictorias, de atracción y repulsa, ante una obra de
estética pulcra y contenido visceral, quizás para llamar la atención sobre la perversidad que esconde
el engañoso mundo de las apariencias. Otro ejemplo es “Savon de corps” (2003), una línea de
jabones en forma de torso femenino que lanzó mediante un glamouroso montaje publicitario, con la
propia artista como modelo. El acariciante aroma de leche con caramelo y las sinuosidades del
diseño no dejaban adivinar que el producto estaba hecho con grasa de su propio cuerpo, extraída por
liposucción. El eslogan, “báñate conmigo”, cobraba sentido literal.

Patricia Piccinini. Nest. 2006. Escultura.

El mundo fabulado por Patricia Piccinini participa de un mecanismo similar al generar a un tiempo
extrañamiento y ternura. Sus criaturas biotecnológicas repelen por su aspecto porcino, pero los ojos
chispeantes y la piel apergaminada les otorgan una inquietante apariencia humanoide. Al presentar
seres transgénicos amamantando sus crías y compartiendo el mismo espacio vital de las personas,
apunta hacia la posibilidad de un compromiso ético de la humanidad hacia su prole, no sólo la
biológica. Imagina un futuro en que estas criaturas de laboratorio no serán puros repositorios para
cultivos de órganos y tejidos que sirvan a ricos en espera de un trasplante. Del mismo modo, el
inventario que ha creado de camiones neonatos, Vespas zoomórficas cuidando de sus retoños y
embriones de motocicletas despiertan una empatía parecida a la que suscitarían potrillos o gatitos
abandonados.

Los avances tecnológicos trazan continuas transformaciones en los límites entre lo que consideramos
natural y artificial, cada vez más difusos. Piccinini juega con esa ambigüedad en los animales
sintéticos, pero también en los automóviles biomórficos en forma de camiones recién nacidos (“truck
babies”), de tersa carcasa pintada de rosa o azul pastel, o los “coches-nuggets”, inspirados en los
“nuggets” de pollo. Aparte del símil entre la comida rápida y la industria automovilística, las formas
embrionarias que adoptan estos cochecitos apuntan a un crecimiento biológico. Lo mismo ocurre con
los “cyclepups”, una especie de renacuajos metálicos a modo de larvas de motocicletas. Cada pieza
parece adoptar una personalidad propia, que se aprecia en los títulos (ángel, rompecorazones, flor
de la pasión…), en la variedad de acabados aerodinámicos y en los diseños de las superficies
lustrosas. En ello se advierte un comentario irónico sobre los esfuerzos de la industria por
customizar los productos y la obsesión de los propios usuarios por tunearlos. Pero sobretodo habla
de una paulatina fusión, en nuestros parámetros conceptuales, entre lo construido por el hombre y lo
creado por la naturaleza. El propio lenguaje señala esa voluntad por mimetizar mecánica y biología:
así como nuestros antepasados llamaban al ferrocarril “caballo de hierro” para familiarizarse con
esa máquina intimidante, hoy se mide la potencia de un vehículo por la cantidad de “caballos de
fuerza”.

En alusión a la esencia cambiante de nuestras creaciones tecnoculturales, el estado larvario es


frecuente en los repertorios mecánicos de Piccinini. Es el caso de la furgoneta en forma de capullo
de “Sandman”. En esta video-instalación, la artista se inspira en un modelo de furgoneta
característica de los suburbios de Sydney, que asocia a su propia adolescencia y a la cultura del surf.
El vehículo, en su diseño original, tenía unas incisiones que podían recordar branquias de tiburón. En
el vídeo, una joven mutante comparte con la máquina esta peculiaridad, la respiración branquial, que
la vincula genéticamente con los peces. El furgón setentón como símbolo nostálgico de la libertad, el
inconformismo y los peligros de la juventud, aparece aquí emotivamente entrelazado con la fábula de
una chica que no logra adaptarse ni entre los seres marinos ni entre sus amigos surferos. La
organicidad de la furgoneta y el origen acuático de la muchacha los convierte en seres vulnerables,
dado su carácter diferencial.

Piccinini especula continuamente con especies mutantes, engendros proteicos cada vez más
frecuentes en un mundo biotecnológico. Para ellos, diseña productos de consumo adecuados a sus
peculiaridades. Es el caso de los cascos de moto alargados, que parecen anunciar una especie futura
con deformaciones craneales ocurridas tras generaciones de adaptación morfológica a la velocidad
del viaje por autopista.

La galería y el museo se convierten en concesionarios de automóviles, tiendas de juguetes, boutiques


de ropa exclusiva o supermercados. Estando el valor artístico supeditado a las veleidades
financieras, como si de un valor bursátil se tratara, el artista adopta el papel de empresario,
publicista, coleccionista e inversor. Conocedor de los ardides de la autopromoción, no sólo acepta
las estructuras propagandísticas que refuerzan la cotización de sus obras (ferias, muestras, campañas
comerciales, ediciones de catálogos…) sino que las explota hasta extremos caricaturescos, poniendo
en evidencia la farándula del mercado del arte. Inserto en las arcas del capitalismo, el arte ya no
puede ser ni heroico ni revolucionario; a los artistas, inmersos en el espectáculo, sólo les es dado
desarrollar el papel de corifeos (“comentadores” de la acción en el teatro griego), alertándonos del
progresivo poder alienante de un sector sujeto a las riendas especulativas de una élite.

1 Considerado pionero en el campo de las Relaciones Públicas, aplicó las teorías de su tío S. Freud
a la comunicación de masas.
2 www.americathegiftshop.com
Engaños visuales, verdades simuladas y otras patrañas de Joan
Fontcuberta
Lápiz: revista internacional de arte, nº249, enero 2009.
El nacimiento de la fotografía, más allá de su vinculación a determinados avances técnicos, fue fruto
del afán de la mentalidad positivista decimonónica por encontrar métodos empíricos de inventariar el
mundo. Con un lenguaje comprensible para todas las clases sociales y todas las culturas, la fotografía
se erigió desde sus inicios como estandarte democratizador del conocimiento. A pesar del
cientificismo de la época, no podían dejar de ver esta herramienta como un prodigio que creaba
réplicas exactas del mundo, desde su aspecto más anodino hasta los monumentos de antiguas
civilizaciones. Su poder de persuasión y la presunta objetividad de su lenguaje la convirtieron en el
más eficaz instrumento ideológico para conmover, concienciar o convencer a las masas.

Casi dos siglos después del invento, y a pesar de que la ilusión de veracidad de la fotografía se ha
visto mermada por una serie de factores (la facilidad que ofrece la técnica digital para manipular la
imagen; la creciente desconfianza hacia los medios de comunicación; la conciencia crítica que se ha
ido incubando tras sucesivos fiascos propagandísticos y panfletarios de los gobiernos), seguimos
permeables a cotidianas mixtificaciones mediáticas apoyadas en el poder de convicción de la
fotografía.

Joan Fontcuberta. Sputnik. 1997.

Joan Fontcuberta viene burlándose de nuestra ingenuidad desde los años ochenta, como se constata
en la retrospectiva que le dedica el Palau de La Virreina (Barcelona). El artista es un fabulador nato:
compone al detalle microhistorias apoyadas en toda una parafernalia expositiva que refuerza su
supuesta seriedad. La documentación fotográfica a menudo aparece acompañada de información
técnica, material audiovisual y ejemplares “originales” dispuestos en vitrinas. Uno de los primeros
proyectos emblemáticos en este sentido fue Sputnik (1997), un montaje organizado por la Fundación
rusa Sputnik para recuperar la memoria de un piloto desaparecido en un intento fallido de
acoplamiento con otra nave. El régimen soviético, para no reconocer ese fracaso ocurrido en plena
Guerra Fría, inventó que el cohete perdido no estaba tripulado, y eliminó todo rastro de la existencia
del astronauta (borrando su imagen de las fotografías, deportando a su familia a Siberia, etc.)

En la muestra, todo ello se ilustra con fotografías y enseres personales del piloto que aportan
“evidencia” de su existencia. La imagen retocada, en la que ha desaparecido el molesto personaje, se
exhibe junto a la foto original. En una época en que Fontcuberta podía aún parapetarse tras su
anonimato, no despertó sospechas que prestara su rostro y su nombre (Ivan Istochnikov responde a su
traducción al ruso) al mítico astronauta.

La credibilidad de una historia (son factibles tanto la censura y la desinformación auspiciadas bajo
regímenes dictatoriales, como la iniciativa de desempolvar un episodio oscuro de la era espacial),
fortalecida por la aparente solvencia de una fuente fidedigna (la inexistente Fundación Sputnik),
sirvieron a Fontcuberta para demostrar que las imágenes, cuando están difundidas desde plataformas
institucionales, siguen engañando a los incautos.

Una de las constantes en las ficciones perpetradas por Fontcuberta es la inclusión de guiños al
espectador para despertar su sentido crítico, para hacerlo dudar de la veracidad de lo contado. El
público es invitado a atisbar entre las grietas de la solemne puesta en escena para acceder al
andamiaje. En el caso de Sputnik, la fotografía de una “sospechosa botella de vodka vagando por el
cosmos, con un mensaje de socorro en su interior”, como reza el rótulo, desprende un tono sardónico
que nos pone en alerta.

Una cualidad de este tipo de travesuras artísticas es su imprevisible reverberación en el espacio-


tiempo. Así como los políticos exhuman viejas proclamas para dar cuerpo a nuevas ideologías,
también los periodistas excavan en el acervo de narraciones sensacionalistas para impresionar a su
audiencia. Los ecos mediáticos de Sputnik siguen resonando tras el colosal patinazo del programa
televisivo Cuarto milenio, que tomó por cierta la historia del astronauta veinte años después de
haber sido públicamente desmentida.

Con la misma facilidad se coló en los medios la noticia sobre el descubrimiento de unos fósiles en la
Provenza curiosamente parecidos a la anatomía de las sirenas. El burdo ensamblaje entre columna
vertebral y aletas acuáticas pasaba desapercibido una vez emplazados los restos en un parque natural
de esta región de Francia, mimetizándose con otros fósiles reales. Al apropiarse de la retórica
cientificista de los museos de historia natural, los rótulos que acompañaban estos falsos restos
atestiguaban su veracidad. El paleontólogo jesuita Jean Fontana fue el divulgador del hallazgo. Lo
vemos en una fotografía en blanco y negro paseando por los jardines del seminario, que acompaña a
las imágenes y a la documentación gráfica sobre los fósiles. A pesar de la sotana, sentimos un
repentino deja vu ante esos ojos picarones.

En la elección de sus temas, Fontcuberta calibra la vulnerabilidad de las versiones “oficiales” sobre
la Historia, la Religión o la Ciencia. En Sirenas (2000), el “eslabón perdido” que ubicaría el origen
de la especie humana en el agua habría de incomodar a unos y a otros, al apuntar a un
replanteamiento de la teoría de la evolución que causaba un doble revuelo, eclesiástico y científico,
y de paso involucraba mitologías profundamente arraigadas en el subconsciente colectivo.
Joan Fontcuberta. "Guillumeta polymorpha", serie Herbarium, 1982.

Otro tipo de híbridos nos propone Herbarium (1982-1985). Lo que aparenta ser un inventario
científico de las caprichosas mutaciones del reino vegetal es resultado del ensamblaje de chatarra
dispar y desechos orgánicos. Son esculturas efímeras cuyo tiempo de vida corresponde al invertido
en apretar el disparador de la cámara. Acompañadas de una cartela con nomenclatura dudosamente
científica (“benedictus popus I”, “fallera carnosa”, “dentrita victoriosa”, “frustrata”…), las
fotografías en primer plano de cada especie parafrasean la estética purista del herbario de Karl
Blossfeldt. Este escultor se sirvió de la fotografía para ilustrar sus ideas acerca de la riqueza
ornamental de la naturaleza, principal fuente de inspiración de la forja y el arte modernista. El
lenguaje de Blossfeldt fue erigido por los adalides de la “Nueva Objetividad” como precursor de la
neutralidad fotográfica que ellos propugnaban.

Demasiado grotescas para ser naturales, las especies mutadas de Fontcuberta nos remiten a la
biotecnología. El artista, más allá del engaño museístico, confronta con humor crítico el optimismo
de antaño con el desencanto contemporáneo: por una parte, la colisión entre el idealismo naturalista
de Blossfeldt y la actual imposibilidad de pensar en una naturaleza que no sea artificial; por otra
parte, el halo utópico que rodea la vieja creencia en la objetividad fotográfica, compartida, en los
años treinta, por la “Nueva Objetividad” alemana y el grupo f/64 estadounidense.
Joan Fontcuberta. Milagro del dolphinsurfing, 2002.

El deseo de creer es algo intrínseco a la condición humana. Necesitamos aferrarnos a verdades,


aunque sean relativas, pues las universales y absolutas forman parte de un acervo cultural que ya ha
entrado en el terreno irrecuperable de la nostalgia. En el ámbito de la fe, la desconfianza en las
religiones ortodoxas no ha abolido la voluntad de alimentar nuestro espíritu. Las sectas o “religiones
a la carta” están haciendo su agosto, engrosando sus filas día a día. Proliferan en todos los puntos del
orbe, así que ¿porqué no en el pantanoso enclave finlandés de Valhamönde?. Allí se erige un
monasterio cuyas actividades fraudulentas despertaron el morbo periodístico de otro alter ego de
Fontcuberta. Haciéndose pasar por aprendiz de pope, se inscribió en el postgrado sobre técnicas
milagrosas que llevaban a cabo los monjes. Su reportaje gráfico, Milagros & Co. (2002), reseña
cada uno de los milagros, donde lo vemos haciendo de conejillo de indias: convertido en un ser
andrógino (milagro de la feminidad), dentro de un bloque de hielo (milagro de la criogenización),
conmemorando la pesca milagrosa bíblica (multiplicación de los peces) o en un viaje alucinógeno
entre amapolas (milagro de la ubicuidad). Leyendas que mezclan mitos cristianos y paganos, sagas
finlandesas y alusiones futuristas acompañan estas imágenes que alertan, con ironía, sobre la fatídica
atracción que nuestro irreprimible afán de creer despierta en estafadores y oportunistas.

Susan Sontag define la fotografía como el único arte intrínsecamente surreal. La obsesión del
surrealismo histórico por componer imágenes que poetizaran sobre los delirios del subconsciente (a
base de sobreimpresiones, solarizaciones…) era redundante, nos dice la autora, pues la fotografía
convencional, aún sin buscarlo, es la que mejor ha sabido explotar el encanto de lo grotesco y del
object trouvé (1). Las fábulas de Fontcuberta, su verosimilitud, dan fe del componente surreal de
nuestra cotidianidad. Al analizar críticamente los recursos de la fotografía documental evidencia su
capacidad, como técnica mimética por excelencia, para inmortalizar, coleccionar y convertir en arte
esos encuentros fortuitos, esos cadáveres exquisitos, que la propia realidad nos depara.

Joan Fontcuberta. Deconstruyendo a Osama. 2003.

Favorecer el desarrollo de “anticuerpos” en nuestro “sistema inmunológico” es lo que motiva las


fabulaciones de Fontcuberta, que nos cuela “virus” benévolos para que sepamos reconocer los
malintencionados. Es difícil calibrar la efectividad de su tratamiento terapéutico sobre nuestro
sentido crítico, sobre nuestra capacidad para masticar antes de digerir todo aquello que nos echen.
Pues la ubicuidad de esa expresión taimada que no puede esconder tras el disfraz de turno
(astronauta, paleontólogo, monje…) delata la fuente dudosa de la patraña. Así las cosas, los que nos
hemos dejado embaucar por alguno de los bulos que el artista viene tejiendo desde 1982, cuando
vemos que su nombre está detrás de un reportaje periodístico sobre terroristas islámicos lo primero
que buscamos es el sujeto en el que se ha encarnado. En Deconstruyendo a Osama (2003) no cuesta
reconocerlo: en un doble juego de identidades, lo vemos haciendo de un falso dirigente de Al Qaeda
que resulta no ser más que un actor de poca monta. Los discursos apocalípticos de George Bush
rodeando a los atentados del 11/9 y el espectáculo mediático que les dio coba alimentaron teorías
conspiracionistas sobre la supuesta orquestación por el propio gobierno estadounidense de los actos
terroristas, con el fin de justificar la cruzada contra el mundo árabe. Al sugerir que los “malvados”
fueran actores contratados por el propio servicio secreto norteamericano, Fontcuberta reavivaba el
debate y fomentaba la desconfianza de una opinión pública anestesiada.

Hábiles montajes digitales muestran al actor desenmascarado (a nuestro amigo disfrazado de


mujahidín afgano) junto a Bin Laden, oculto en las montañas o participando en manifestaciones
fundamentalistas. Como rezan los rótulos con guasa, lo vemos en el interior de una cueva “estudiando
el plano del metro”, reposando en palacio “mientras espera la alfombra voladora que lo llevará a la
escena de los combates”, haciendo acrobacias (“la estrella del cielo”) en pleno desierto o “aclamado
por los niños por su generosidad repartiendo golosinas”. Como en Milagros & Co., Fontcuberta,
prescinde ya de una puesta en escena creíble, optando por el sarcasmo directo. Sin embargo, sigue
socavando la interpretación reduccionista de la realidad que propaga la cultura visual imperante,
haciéndonos conscientes del carácter poliédrico de la realidad.

Si en estas últimas obras, el desequilibrio entre texto e imagen inclinaba la balanza hacia la
sospecha, en Constelaciones (1994) las anotaciones técnicas que acompañan las fotografías
astronómicas refuerzan la impresión verídica de lo que estamos viendo. Los aparentes cuerpos
estelares que refulgen en el espacio sideral no son más que insectos aplastados contra el parabrisas
de su coche, ampliadas sus colisiones hasta perder toda referencia de su aspecto original.
Fontcuberta desvela la ambigüedad de las imágenes, incapaces por sí solas de evidenciar nada, más
allá de su propio carácter especulativo.

El artista subvierte el atávico simbolismo de las estrellas como guías para el hombre extraviado,
pero sobretodo, al indagar en la propia epistemología del término “especular” (que originalmente
obedecía a la observación del movimiento de los astros con la ayuda de un espejo), nos aboca a la
paradoja de que entender la imagen fotográfica como “espejo de la realidad” equivale a aceptarla
como puro juego de conjeturas y fantasías.

Junto a la serie de obras en las que reflexiona sobre la persistente confianza en la fotografía
documental como portadora de realidad, Fontcuberta ha desarrollado otro cuerpo de trabajo en el
que se ha centrado en la esencia del lenguaje fotográfico, en su condición de huella, esto es, en el
puro rastro del objeto sobre el papel fotosensible. El fotograma (fotografía sin cámara) ha sido una
técnica explotada creativamente por las vanguardias históricas, y tradicionalmente se ha asociado
con la libre experimentación abstracta, opuesta al verismo de la fotografía documental.

Fontcuberta se interroga por la incongruencia de ese postulado, pues no hay nada más fidedigno al
objeto que su propia impronta sobre un soporte por efecto de la luz. En Doble cuerpo (1992),
Palimpsestos (1989-1992) y Frottogramas (1987), a partir del concepto de huella fotográfica, hace
florecer complejas superposiciones de signos, invitándonos a mirar capa por capa del rico
palimpsesto de lenguajes y simbolismos. Las dos primeras series consisten, respectivamente, en
fotogramas de plantas y fragmentos corporales realizados sobre papeles fotosensibilizados pintados
con elementos del mundo natural (Palimpsestos) y de revistas médicas o pornográficas (Doble
cuerpo). Se establece una dialéctica entre la impronta de la realidad y su representación, entre
naturaleza y cultura, entre índice objetual y símbolo, significante y significado. En las imágenes
resultantes, la falta de acoplamiento entre ambos estratos simboliza para Fontcuberta la distancia
irresoluble entre la realidad y su construcción.

En Frottogramas, se apropia de la técnica del frottage de Max Ernst embarrando el negativo


fotográfico con el propio objeto fotografiado. Lo que vemos es la imagen del modelo (animal o
cactus) sobre una superficie rayada por los colmillos o púas, según el caso, del mismo. A pesar de su
apariencia abstracta, estas imágenes son más realistas que cualquier imagen reproducida de forma
convencional, pues más allá de la percepción visual, deja constancia de las cualidades táctiles a
través de la fricción.
Joan Fontcuberta. Hemograma, 1998.

El valor conceptual que Fontcuberta concede a la huella fotográfica también queda patente en las
series intimistas Lactogramas y Hemogramas (1998), que son a un tiempo bellas elegías ante una
pérdida y celebraciones de la solidaridad. La leche y la sangre como emblemas bipolares de vida y
muerte, metáforas de supervivencia que para el artista evocan situaciones extremas (desnutrición,
sida), se transforman en manchas poéticas de gran fuerza plástica sobre las que cada uno puede
proyectar su propia experiencia.

Esta apuesta por lo simbólico en detrimento de lo literal, por sugerir más que por mostrar, es también
la base de Paisajes de la seguridad (2001). Si la imagen de una gota de leche ampliada abre un
abanico infinito de lecturas como no lo haría la fotografía de un niño desnutrido, también el proyecto
de convertir simbólicamente las llaves privadas de los jefes de Estado y de la Seguridad Nacional en
cordilleras con torreones estimula nuestra capacidad asociativa como nunca lo haría una fotografía
del Palacio de la Moncloa o de la sede del Tesoro Público. En esta obra, Fontcuberta proyecta sobre
el muro el perfil dentado de las llaves cedidas por los responsables de turno de la seguridad del
Estado español, que encadena con la de magnates de periódicos y banqueros. Llave (huella) y
montaña (representación) remiten a la idea de protección y refugio. Fluctuando en la corriente
osmótica que oscila entre una y otra descubrimos las contradicciones entre el concepto y su
materialización; por ejemplo, entre la idea de seguridad y la invasión de la intimidad que comporta.

El entrecruzamiento de signos que Fontcuberta traza una y una vez se complica cuando entra en juego
la realidad virtual. Ese alejamiento del referente a favor del artificio de la representación que el
artista delata en toda su obra, en Orogénesis (2005) ya entra plenamente en el terreno del simulacro.
En esta obra, tergiversó el uso de un software destinado originalmente a la interpretación de mapas
con fines militares y científicos. Obligándolo a traducir reproducciones de célebres pinturas de
vistas rurales de Derain y Cézanne, entre otros, como si fueran datos cartográficos, el programa se
pierde en abismos interpretativos creando simulacros de paisajes, naturalezas oníricas y delirantes.
Como vislumbró Baudrillard, “el territorio ya no precede al mapa” sino que es éste el que traza una
nueva topografía a partir, no ya del mundo físico, sino de otras imágenes.
Joan Fontcuberta. Googlegrama. 2007.

Otra pieza que nos sumerge en el frágil terreno de la virtualidad es Googlegramas (2007), una serie
crítica sobre la espuria democratización informativa que promete Internet. Un potente programa de
fotomosaico conectado en línea con google traduce visualmente una serie de palabras inseridas en el
motor de búsqueda, dando lugar a una imagen formada con pequeñas teselas (miles de imágenes) que
establecen con ella algún tipo de relación semántica. Como nos podemos figurar, Fontcuberta
también aquí elige temas afilados: la fotografía de un payaso se obtiene escribiendo ciertos nombres
de políticos españoles; el provocativo cuadro de Courbet El origen del mundo, con los términos
“big bang”, “materia oscura” y “agujeros negros” como criterios de búsqueda; la imagen del mosaico
griego de la medusa creada escribiendo alguno de los valores míticos atribuidos a la terrible gorgona
(“mirada mortífera”, “sabiduría femenina”, “renacimiento cíclico”…) Como dato curioso,
acercándonos a las teselas sorprende la proliferación de fotos pornográficas en la red.

La consideración de la fotografía como herramienta que habría de archivar de forma universal y


exhaustiva la realidad está siendo sustituida por la visión de Internet como enciclopedia capaz de
almacenar y difundir la totalidad del conocimiento. Fontcuberta desmitifica el supuesto valor
oracular del buscador de google, al tiempo que nos impele a deconstruir el sentido, siempre
equívoco, de las imágenes. Podemos entender los fotomosaicos como metáforas de la constelación de
intenciones y signos que anida en cada fotografía: es necesario leer la letra pequeña, decapar cada
nivel informativo, radiografiar la superficie para ver lo que hay debajo, para desactivar las trampas
que esconden.

Existe en el arte contemporáneo una tendencia sintomática a la escenificación fotográfica. Son


prácticas que dejan constancia de la incompetencia del documentalismo tradicional para infiltrarse
en las fisuras de la realidad, pues sólo la ficción permite ahondar sin veladuras en nuestra propia
existencia. Hablamos de fotografías que tratan de deconstruir los modelos estereotipados, las ideas
preconcebidas, los prejuicios y las máscaras que imponen las imágenes. Éstas favorecen el
alejamiento de la realidad al sustituirla por patrones de comportamiento y pensamiento que ellas
mismas construyen y cimentan. Desvelan el plató cinematográfico en que se han convertido nuestras
vidas, poniéndolas en escena, sea para hablar de traumas pubescentes (Anne Gaskell, Deborah Mesa-
Pelly), de la hipocresía que se oculta tras comportamientos convencionales (Nic Nicosia), de la
alienación que sufre el individuo en conglomerados urbanos (Philip Lorca Di-Corcia), del
componente siniestro que aflora de la inercia vital en barrios residenciales (Gregory Crewdson) o de
los simulacros de la era del ocio (Alexander Timtschenko).

Todos ellos nos incitan a la sospecha y al descrédito hacia la literalidad de las imágenes, al tiempo
que se hacen eco de una época en que los límites entre lo figurado y lo real se desvanecen. Sin
embargo, lo que diferencia a Fontcuberta, quizás porque se formó en Ciencias de la Información, no
en Bellas Artes, y quizás también porque su pasión por la fotografía eclosionó en un contexto
politizado (la transición postfranquista), es que prescinde de las cuidadísimas puestas en escena
cinematográficas que caracteriza la obra de los artistas citados, y que su interés se centra en la
sociología y la semiología, no tanto en la psicología y el comportamiento individual. Su carrera,
como artista y como teórico, ha estado siempre abocada al análisis de las estrategias del poder para
desinformarnos, tanto en tiempos en que aún resollaba la censura franquista como en los actuales, en
que la sobrecarga informativa es igual de nociva. Ante la indigestión que provoca nutrirse
diariamente de imágenes cargadas de intención, Fontcuberta certifica con su obra que, aunque cada
vez seamos más conscientes de que las fotografías son “simulacros de conocimiento”, las seguimos
ingiriendo como “cápsulas de información” (2).

1 Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Barcelona: Edhasa, 1981, pp. 62-65

2 Ambas expresiones son confrontadas por Sontag para hablar de la dualidad de la naturaleza
fotográfica en el capítulo Objetos melancólicos de Sobre la fotografía.
Matices de la sombra en el arte contemporáneo
Lápiz: revista internacional de arte, nº 247, noviembre 2008.

En su Historia Natural, Plinio El Viejo narra la fábula de una mujer corintia que perfila la silueta de
su amante a la luz de una vela para mantener vivo su recuerdo. El padre de la muchacha, el alfarero
Butades, trasladará ese trazo a la tercera dimensión. Victor I. Stoichita [1] compara este mito
fundador del arte con el de la caverna, concluyendo que a pesar del cariz mágico que recibe la
sombra como elemento de sustitución e invocación del ser amado, se enfatiza su carácter de copia al
servir de modelo para una escultura. Por lo tanto, sigue formando parte del engañoso mundo de las
apariencias descrito por Platón. Éste, situando la sombra en el nivel más bajo del conocimiento, no
sólo la cargó de negatividad para los tiempos venideros sino que también inauguró la excesiva
confianza en el sentido de la vista como herramienta cognitiva. Dada la repercusión que estos dos
mitos han tenido en el desarrollo del arte occidental, sorprende la escasez de estudios que, como el
de Stoichita, aporten un nuevo enfoque a la historia del arte involucrando a las sombras en su
desarrollo.

El vínculo simbólico de la sombra con el alma y la alteridad, que se perfila en el mito de los
orígenes, se mantendrá con altibajos en el transcurrir de los siglos, pero sus implicaciones psíquicas
no se manifestarán con toda su fuerza hasta la llegada del psicoanálisis y su influencia en el arte,
especialmente en el cine expresionista [2]. Los artistas contemporáneos, por su parte, tienden a
reconciliarse con su “sombra”, y optan por la humedad cavernosa que denigraran los platónicos, tras
constatar el derrumbe del “mundo de las ideas”.

Los nuevos fisionomistas

Tim Noble & Sue Webster. Wasted Youth. 2000. Instalación. Deitch Projects.

Si el Junk Art inauguró la entrada masiva de los desperdicios urbanos en el mundo del arte, Tim
Noble y Sue Webster han dado de nuevo la bienvenida a la basura de la sociedad. En sus
instalaciones, parecen emular el empeño por camuflar el detritus: envases de comestibles y otros
desechos, estratégicamente amontonados e iluminados sesgadamente, proyectan sombras figurativas
que representan a la pareja de artistas con impresionante fidelidad.

Jung identificó la sombra con aquellos aspectos que inconscientemente rechazamos de nosotros
mismos y eliminamos de nuestra imagen. En algunas obras, las inmundicias proyectan el lado más
macabro de la especie humana: naturalezas muertas con animales disecados esbozan en negativo
cabezas clavadas en estacas, picoteadas por cuervos (“Kiss of death”, 2003) o agonizantes (“British
wildlife” [3]). En otras, en cambio, emerge el “yo” más sensiblero: en obras como “Dirty white
trash” (1998), “The undesirables” (2000) o “Real life is rubbish" (2002), el dúo protagoniza escenas
románticas, recostándose de espaldas uno sobre el otro, degustando una copa de vino, fumando o en
actitud reflexiva.

Noble y Webster se sirven de la facultad especulativa de las sombras, pues su trabajo se define por
la ambigüedad interpretativa. Tras el carácter estereotipado de los autorretratos (como intelectuales,
glamourosos o sensibles), a menudo se adivina un comentario cínico sobre el papel del artista como
estrella del espectáculo, que en Inglaterra alcanzó niveles esperpénticos con los “YBA”. Sin
pretender abandonar el circuito mercantil que los llevó a la fama, desvelan la tramoya de la
autopromoción, que también ellos aprendieron de su marchante Charles Saatchi.

Estos autorretratos recuerdan la preocupación de los “fisionomistas” dieciochescos por captar la


psicología de los individuos estudiando los rasgos de sus rostros silueteados en negro [4]. Sin
embargo, el optimismo del Siglo de las Luces sobre la posibilidad de descifrar el temperamento del
ser humano mediante métodos pretendidamente científicos, es sustituido, en el XXI, por la
celebración del carácter huidizo de la sombra.

También los personajes de Kara Walker proyectan sombras poliédricas, compuestas por visiones
superpuestas del “otro” demonizado para respaldar, en el caso de los blancos, la perpetuación del
esclavismo y el nacimiento del Ku Klux Klan [5]; y en el caso de los negros, para justificar la
automarginación.

La artista reescribe la historia afroamericana desde las plantaciones sureñas, centrándose en el


periodo de amparo legal a la esclavitud, en los albores de la Guerra de Secesión. La simplificación
formal de las siluetas las hace susceptibles al cliché: el africano humillado, el amo tirano, la negra
erotizada por la mente del blanco, etc. Las sombras se recortan sobre el muro o adquieren
movimiento a modo de marionetas. Con suma inteligencia, Walker echa mano tanto de la historia
oficial sobre los orígenes de la nación estadounidense como del teatro callejero que en la época
satirizaba sobre las vicisitudes de la esclavitud. Formalmente, recupera un divertimento de la
aristocracia inglesa del siglo XVIII, los “perfiles” o siluetas recortadas, junto a una estética
victoriana. Con todo ello no deja títere con cabeza en la orgía de violencia, muerte, abusos sexuales
y traiciones, donde la atrocidad de los blancos es devuelta con creces y ni siquiera el “tío Tom” es
víctima inocente.

A pesar del humor, el extremismo de las narraciones nos recuerda acontecimientos espeluznantes
sobre las consecuencias del ejercicio continuado de la subyugación, como el hecho real que narra
Jean Paulhan en “Una revuelta en Barbados” [6]: el asesinato perpetrado por un grupo de nativos a su
antiguo amo por negarse a volver a someterlos, tras abolirse la esclavitud.

Filtraciones de literatura gótica en las grietas de la realidad

Carlos Amorales. Manimal. 2005. Video. Cortesía galería Yvon Lambert, Londres/Nueva York/París.

El refinamiento estético que transmiten las cruentas narraciones de Walker es comparable a la


elegancia con que Carlos Amorales cuenta historias escabrosas. La literatura gótica ilumina su
iconografía: telarañas, calaveras, animales mitológicos, monstruos y cuervos son algunos de los
motivos que pueblan sus visiones apocalípticas. Actualiza los emblemas del terror medieval para
hablar de una época igualmente anegada en el oscurantismo: ciudades desiertas, sangre, aves
rapaces, personajes enmascarados o con tentáculos por cabeza, simios y hombres-lobo. Amorales
dispone de un inmenso archivo de dibujos vectoriales, hechos a partir de fotografías, del que
selecciona para cada ocasión las imágenes más idóneas, recombinándolas en sugerentes variaciones.
Con aspecto de siluetas recortadas y reducidas a su esencia icónica, conjugan la simplificación
formal con una riqueza interminable de asociaciones semánticas, efecto que logra al inyectar lo
inquietante en elementos inocuos: árboles de los que cuelgan cráneos, aviones estrellándose o
cabezas que explotan reduciéndose a manchas.

El componente autobiográfico está presente a través de alusiones sesgadas a la cultura mexicana.


“Manimal” (2005) enturbia recuerdos del barrio de su infancia, donde perros callejeros custodiaban
las azoteas y altas verjas eran coronadas con pedazos cortantes de botellas. Del mismo modo,
descontextualiza las estrías que los terremotos producen en las aceras, utilizando esas formas
aristadas a modo de relámpagos. El subconsciente exorciza los fantasmas, convirtiendo los perros en
lobos y los zanates mexicanos en cuervos de siniestra belleza. El escenario de la niñez se vuelve
mítico y le sirve para ubicar una historia de hombres-lobo, inspirada a su vez en un cuento fantástico.
Este teatro de sombras animadas narra la paulatina invasión lobuna de una ciudad, bajo la luna llena.
No hay rastro del hombre, o quizás el alba devolverá a estas almas salvajes su apariencia humana.
Jung considera especialmente peligrosos aquellos momentos en que la “sombra” impulsa al ser
humano al “contagio colectivo”, a las “actuaciones del hombre-masa” [7], lo que recuerda el
comportamiento de los animales humanizados en “La isla del doctor Moreau” (H.G. Wells). Éstos,
como los hombres animalizados de Amorales, sucumben a la irracionalidad de las masas.

“¿Porqué temer al futuro?” fue el título de una exposición donde el artista ofrecía posibles lecturas
del porvenir, una vez más, a través de imágenes seleccionadas de su archivo. Éstas aparecían en
forma de baraja de naipes, en dibujos recortados y en animaciones de video. Echadores de cartas
hacían sus predicciones, al tiempo que se invitaba al público a hacer las suyas y a analizar
animaciones de tests de Roschard. Encargó asimismo a un diseñador gráfico y a un compositor
realizar un video a partir del mismo material (“Dark mirror”). El arte, parece decirnos Amorales,
suma la fe de la psicología en alcanzar los recovecos del alma a través de manchas de tinta y la
obsesión de la nigromancia por visualizar el futuro, por muy aciago que éste sea.

Si Lewis Carroll se aferró a la fantasía para incursionar en la realidad de la era victoriana, la danesa
Julie Nord retoma la estética de “Alice in wonderland” para escarbar en los miedos del individuo
contemporáneo. Pero en sus dibujos, Alicia ha perdido la capacidad de sorprenderse; su mirada
narcotizada vaga entre híbridos portadores de vida y de muerte por igual: flores de las que germinan
calaveras, árboles cuyas ramas devienen garras amenazantes, mariposas que se metamorfosean en
murciélagos… Los conejos blancos, lejos de simbolizar ideales a seguir, frustran toda ilusión de
aventura al quedar atrapados en madrigueras fangosas. Las sombras, que a menudo no se
corresponden con los cuerpos que las crean, marcan la transición de lo decorativo a lo grotesco, del
cuento de hadas a la novela gótica, emergiendo por doquier torreones oscuros, ojos que pueblan los
bosques, animales nocturnos. La incompatibilidad entre el terror gótico y la ternura victoriana se
resuelve con la presencia de elementos contemporáneos como helicópteros succionados por
excrementos en espiral y televisores mostrando, por ejemplo, el controvertido implante de una oreja
sobre el lomo de un ratón. Al introducir temas de ingeniería genética y aparatos tecnológicos, los
híbridos de Nord dejan de parecernos meros productos de la imaginación, al tiempo que entendemos
la superposición de un “mundo feliz” con el subconsciente avistamiento de su falsedad.

En “The hands” (2006), Nord traslada su inquietante universo a la pared, donde unas manos
silueteadas simulan un juego infantil de sombras, pero éstas dejan de responder a los movimientos de
los dedos, adquiriendo formas demoníacas. En la mente impresionable de un niño se gestan los
primeros fantasmas.

Sombras en las que reposan nuestras incertidumbres perceptuales


Jim Campbell. Library. 2004. Fotograbado sobre papel de arroz montado en plexiglás delante de una superficie LED.

Los derroteros que toma la ciencia en relación a la teoría del caos o la mecánica cuántica nos van
distanciando de una visión cartesiana del mundo. Formado como ingeniero electrónico, Jim
Campbell ha confeccionado sus propios artilugios artísticos, en los que investiga los efectos de la
tecnología sobre la percepción y la memoria. A menudo reduce la información visual al máximo para
explorar la tendencia de la mente a completarla. En “Library” (2004), una pantalla LED suspendida
frente a un fotograbado de la Biblioteca Pública de Nueva York solapa fotografías de alta resolución
con imágenes de baja calidad emitidas en loop. Campbell grabó en video el ajetreo diario que
animaba la escalinata, condensando después la información en sistema digital. Sombras pululantes
evocan espectros que en otras épocas habitaron esta arquitectura, zarandeando la racionalidad sobre
la que se cimentó el edificio neoclásico.

En “Shadow, for Heisenberg” (1994), ilustra el principio de indeterminación, según el cuál el


conocimiento de la naturaleza se basa sólo en probabilidades y el estudio objetivo de cualquier
objeto siempre se ve alterado por el propio proceso de observación. Una figura budista, en una
vitrina transparente, se desvanece a medida que el espectador se acerca, siendo sustituida por su
sombra. Frustra nuestro deseo de admirar ese objeto de culto, preservando su misterio, y nos hace
conscientes de que cuanto más tratamos de aprehender una realidad, más se nos escapa. Al tratarse
de una escultura religiosa, se acentúa lo absurdo de llegar a su esencia a través de la imagen.

Los espacios paradójicos de la brasileña Regina Silveira se hacen eco de lo irrisorio de los
principios renacentistas de la perspectiva lineal y su concepción euclidiana del mundo. Mediante
distorsiones y efectos ilusionistas que provocan las sombras de objetos reales o imaginarios, retoma
el interés manierista y barroco por la anamorfosis y demás perversiones de la geometría descriptiva,
pero actualizándolo, pues si en el siglo XVII se seguía privilegiando un punto de vista único, ahora
los puntos de fuga se multiplican, los límites físicos del espacio son sustituidos por umbrales que
llevan a otros lugares de tránsito, las sombras de varios objetos se superponen llegándose a perder la
relación con el referente. Las sombras, a pesar de su capacidad para proyectar realidades engañosas,
o precisamente por ello, permiten acceder al entendimiento de lo que la razón no alcanza
comprender. Bombillas que desprenden sombra en lugar de luz (“Quimera”, 2003) hacen pensar en el
creciente abuso de la luz artificial en las metrópolis contemporáneas, que nos obnubila la vista y la
mente, negándonos incluso el placer de ver las estrellas.

En la serie “Simulacros” y en “In absentia M.D.” conjuga la tesis de Baudrillard sobre la pérdida de
referente con la crítica al arte retiniano de Duchamp. Si éste hablaba de la obsolescencia de la
representación pictórica, Silveira anula la posibilidad de cualquier representación, al proyectar
sobre el suelo las sombras deformadas que producen ready-mades ausentes.

En el ámbito urbano, ha intervenido con siluetas negras fachadas de edificios, representando


superhéroes genéricos sobre los que proyectar mitos colectivos y megalomanías particulares (“Super
hero”, 1997), o imprimiendo huellas de neumáticos en hileras interminables que transmiten la idea de
velocidad, frenazo, accidente y muerte (“Derrapajes”).

Fred Eerdekens. Neo Deo. 2002. Material sintético, proyector de luz.

Nubes de algodón, alambres retorcidos y árboles artificiales son los elementos más susceptibles a
ser deconstruidos por Fred Eerdekens. Una estudiada disposición de los haces de luz genera sombras
de palabras cuyos mensajes no guardan relación aparente con esos objetos. El artista belga considera
los componentes psicológicos y culturales que determinan el pasaje del original a su proyección, del
significante al significado, conformando múltiples estratos semánticos. Sus obras recuerdan al René
Magritte de “Ce n'est pas une pipe” filtrado por el postestructuralismo. La sombra absorbe las
contradicciones y ambigüedad del lenguaje. Las implicaciones autobiográficas están siempre de
algún modo presentes: en “Migraine” (2002) quiso trasladar gráficamente el trastorno visual que le
produce esta enfermedad, componiendo una nebulosa de cables y plástico cuyas sombras proyectaban
la palabra “migraña”.

Las triquiñuelas de la memoria

El psicoanálisis identifica la aparición de animales hostiles en los sueños con la “sombra”, con esa
parte del “yo” que amenaza con manifestarse a pesar de reprimirla. En los años ochenta, Paloma
Navares dio rienda suelta a sus pesadillas a través de instalaciones opresivas en las que felinos y
reptiles compartían el espacio del público. En “Sombras de un sueño profundo” el espectador era
conducido entre cortinas translúcidas sobre las que se proyectaba siluetas de panteras errando de un
lado a otro. Rugidos distorsionados acrecentaban la ilusión de esas presencias adversas. “Paisajes
de memoria” parecía escenificar una pintura de De Chirico: arquitecturas y estatuas grecorromanas
proyectaban largas sombras, dramatizadas por el movimiento de luces giratorias; serpientes cruzaba
de modo intermitente ese espacio metafísico.

Paloma Navares. Sombras del sueño profundo. 1986. Videoproyección sobre cortinas translúcidas de plástico.

Navares, que sufre una degeneración ocular, se aferró al arte para preservar, de algún modo, la
percepción visual del mundo exterior. Pero su universo sensorial germina desde la penumbra, desde
unos ojos forzosamente cerrados durante largas convalecencias. Este handicap físico le ha permitido
incursionar en terrenos que a menudo sólo la enfermedad permite sondear.

Para Eulalia Valldosera también la enfermedad es caldo de cultivo de lo que llama “sombras
psíquicas”. La artista ha dedicado su obra a evidenciar los tabúes que se asocian al cuerpo,
ejemplificados en la obsesión por la salud y la limpieza. La artista define los elementos de sus
instalaciones por su carácter residual, sean objetos, cerillas, cajas de aspirinas, espejos o sombras.
Proyectores vacíos de diapositivas generan sombras que juegan con cambios de escala y distorsiones
formales. El propio espectador, al incursionar en habitáculos repletos de muebles, medicinas, vasos
de vino, reflejos y oscuridad, recompone esas narraciones fragmentadas, sustituyendo las sombras
construidas por Valldosera por sus propias proyecciones, recuerdos, vivencias.

La psicología dio cuerpo teórico a la tradicional identificación del espejo con el “yo” y la sombra
con “el otro”: el espejo nos devuelve la visión de cómo queremos que nos vean, mientras que en la
sombra proyectamos en la alteridad lo que no nos gusta de nosotros. Valldosera parece querer
recuperar, desde la sombra, ese “yo” que hemos desechado. En “Vendajes” conducía una cama de
hospital por unos rieles. Sobre ésta, un monitor proyectaba imágenes de ella misma representando las
distintas experiencias vividas en una cama: dormir, soñar, hacer el amor, enfermar, morir. Al final del
performance su propia sombra interactuaba con su imagen audiovisual, en lo que parecía un intento
por reconciliarse con su sombra.
En “Envases: el culto a la madre” (1996), recipientes de productos de limpieza proyectaban sus
voluptuosas siluetas sugiriendo diversidad de arquetipos femeninos, tomando como referencia el
estudio de Erich Neumann sobre el “complejo de la Gran Madre”. Valldosera despierta nuestra
conciencia sobre las manipulaciones del subconsciente para reforzar estereotipos en el imaginario
colectivo, terreno especialmente explotado por los publicistas. El énfasis en la estructura matriarcal
ya había aparecido en “El comedor: la figura de la madre” (1995), donde pequeños objetos
proyectan sobre una cortina las sombras de una mesa, sillas y una mujer. El origen de esta pieza,
explicó la artista, tiene que ver con un sueño reiterado de la infancia donde aparecía una sombra
imponente, que siempre había atribuido a la autoridad paterna. Descubrir, en edad adulta, que la
causante de ese miedo era en realidad su madre, le llevó a poner en escena esas proyecciones
traumáticas, donde la madre sumisa que su imaginación había forjado viró hacia una identidad
ambigua y compleja, con la que llegó a identificarse.

Se atribuye al filósofo griego Simónides el descubrimiento de la relación entre la memoria y el


espacio, pues postuló la conveniencia de vincular imágenes mentales con habitaciones de una casa.
Oradores romanos se acogieron a su técnica, que llamaron “palacio de la memoria”, para preparar
sus discursos. En la serie de instalaciones “Memory palace” (2004), la coreana Won Ju Lim evoca
paisajes, enclaves urbanos e interiores sugiriendo este sistema mnemotécnico, pero complicándolo,
dada la proliferación mediática de realidades intrincadas. La amalgama de experiencias reales y
artificiales, de memorias individuales y asimilaciones culturales es cada vez más compacta. Lim
configura ambientes inmersivos, de apariencia onírica y escenográfica. Cubos de plexiglás
coloreados componen simulaciones arquitectónicas, sobredimensionadas por proyecciones de
sombras y refracciones lumínicas. Imágenes y orografías dan pistas sobre el lugar que inspira cada
pieza. “Terrace 49” evoca visiones nocturnas de Highland Park, un pintoresco distrito de Los
Ángeles formado por valles moteados de casitas, cuya violencia latente ha sido mitificada por
películas como “Reservoir Dogs”. Lim ilumina dramáticamente colinas y habitáculos, trazando
sombras deformantes sobre las paredes. El cine determina nuestra percepción y transfigura nuestra
memoria, como también lo hace la industria turística: “In many things to come” (2006) escenifica una
estampa tridimensional de Hawai, una imagen tipificada que el turista llega a asimilar como sus
propias vivencias. Reproducciones de arrecifes coralinos, estructuras arquitectónicas que siguen el
modelo estándar de las casas vendidas por catálogo, maquetas de volcanes introducidas en vitrinas
de plexiglás naranja. El color ambarino filtra la luz y, al igual que las videoproyecciones de
imágenes ralentizadas, refuerza la atmósfera atemporal de la escena. Las sombras expresivas que
proyectan los objetos reinciden en el carácter elusivo de la memoria. Al deambular, el espectador
proyecta su propia silueta, sumando al palimpsesto de recuerdos mixtificados los suyos propios.

La sombra como avatar en el entorno digital


Daniel Canogar. Contrabalanza. 1996. Cubo de madera, fotolito, cable eléctrico y luz halógena.

Desde los años noventa, Daniel Canogar ha indagado en las dislocaciones psicológicas que conlleva
el paso de la era analógica a la digital. En sus primeras obras, sombras luminosas escapaban de las
“cajas negras” que las producían y palpaban el espacio para acomodarse a los nuevos parámetros del
mundo virtual (“Pasaje”, “Dimensión perdida”, “Distorsiones”). Asustadas por su pérdida de
materialidad, intentaban filtrarse por los recovecos de la arquitectura para liberarse de la oscuridad,
cuando paradójicamente su existencia dependía de esa penumbra. Como las sombras humanas, las
siluetas digitales son inasibles, inmateriales y bidimensionales, pero representan un nivel más
avanzado de fantasmagoría, pues no tienen su origen en un cuerpo tangible. En instalaciones
posteriores, Canogar sumerge al espectador en simulaciones de experiencias cibernéticas; en
“Gravedad Cero” (2002) embrollos de cables de fibra óptica proyectan imágenes de cuerpos
flotantes, parangonando la sensación de ingravidez del astronauta con el ciberespacio. En las
instalaciones inmersivas, el cuerpo del visitante actúa como soporte de las imágenes al tiempo que
proyecta su sombra al interceptar los focos de luz, imbricando así varios niveles de realidad.
El nombre “Mine Control” cobija a una serie de artistas y programadores que crean instalaciones
lúdicas e interactivas como “Shadow garden” (2001). Se trata de una serie de obras donde una
cámara detecta las sombras de los espectadores cuando se proyectan sobre una pantalla; en ésta,
empiezan a aparecer imágenes virtuales que dialogan con ellas. Así, llamaradas de fuego persiguen
nuestras siluetas; mariposas se posan sobre hombros y manos; bancos de peces buscan refugio en la
espesura que esbozan nuestros cuerpos proyectados; podemos bañarnos bajo cascadas, resbalando el
agua por el perfil de nuestra sombra como si ésta fuera corpórea, etc. La ilusión que se genera es una
especie de reintegración del hombre en el hábitat natural.

Zack Booth Simpson, pionero de Mine Control, antes de incursionar en el arte se dedicó a la
programación de videojuegos. En las instalaciones artísticas, pervierte el componente de acción de
los juegos de ordenador, pues sólo cuando los seres digitales perciben en el espectador una actitud
reposada empiezan a interactuar con su sombra; cualquier movimiento brusco los aleja. Ello se hace
también evidente en “Shadow” (2003), realizada en colaboración con Adam Frank [8]. En esta pieza,
una sombra humana se mueve por el espacio en penumbra; al detectar la del espectador, se asusta.
Pero la paulatina convivencia activa la confianza de la sombra autónoma, hasta que llega a fundirse
con la del visitante. La obra podría interpretarse como un reencuentro con la propia sombra, se
entienda ésta en la forma psicoanalítica, como prolongación del cuerpo en el mundo digital, como
símbolo del alma [9], o bien, como mezcla de todos estos conceptos.

Golan Levin y Zachary Lieberman hacen confluir sus facetas de artistas, ingenieros y compositores
para idear instalaciones que reflexionan sobre efectos sinestésicos acontecidos en la realidad virtual.
“Re: mark” (2002), por ejemplo, trata la visualización del habla. De las sombras de dos
participantes emergen animaciones de la traducción gráfica de sus palabras. Un sistema de análisis
de voz reconoce los fonemas y, dependiendo de las cualidades de los timbres, los interpreta. El
participante, a través de su sombra, gracias a unos sensores de movimiento, puede juguetear con esas
representaciones visuales de su discurso. Esta pieza, aunque con otros medios que Eerdekens,
discurre como éste sobre el carácter consensual y aleatorio del lenguaje.

Interesados también en analizar el desarrollo de formas de comunicación no verbal en el entorno


digital, en “Manual Input Sessions” (2004) se centran en el lenguaje gestual a través de sombras
chinescas y caligrafías. Las siluetas que proyectan los movimientos de las manos y trazos
garabateados sobre transparencias son analizados por un software que, a su vez, genera gráficos y
sonidos en aparente consonancia con los gestos. La video-proyección digital y la analógica se
solapan, siendo las sombras su engranaje.

La sombra como ventana a una realidad virtual, como implementación de nuestras limitaciones
físicas, como pantalla sobre la que visualizar nuestros miedos o sobre la que releer episodios
olvidados de la historia, son algunas de las connotaciones que adquiere para Rafael Lozano-Hemmer.
En “Re: posición del miedo” (1997), la sombra de los transeúntes, proyectándose en los muros del
arsenal militar de Graz, hacía visible un simposio por chat sobre los miedos contemporáneos,
comparándolos con los terrores medievales que se representaban en pinturas del interior del edificio
(la peste, la plaga de langostas…) Se solapaban las implicaciones simbólicas de la sombra como
espectro amenazante y como canal de conocimiento. “Body Mobies” (2001) traslada al espacio real
el recurso de la iluminación a ras de suelo que el artista barroco Samuel von Hoogstraten [10]
utilizara en su célebre grabado “La danza de las sombras”, donde las figuras adquirían una dimensión
angelical o demoníaca dependiendo del tamaño de sus sombras. Hemmer proyectó sobre muros de
edificios públicos retratos fotográficos, que sólo se veían con la intersección de la sombra de los
paseantes. El componente lúdico de interactuar con la propia silueta (que podía adquirir más de 20
metros), la telepresencia y la recuperación momentánea del espacio urbano para los ciudadanos,
reaparecen en “Under scan” (2006), donde las sombras de las personas desvelaban video-retratos
proyectados sobre el suelo de plazas y calles que potentes focos lumínicos mantenían escondidos. La
sombra activaba el movimiento del retratado, quien se daba la vuelta simulando un diálogo con el
visitante. En estas obras, se invierten los papeles entre la luz, que esconde, y la sombra, que revela.

En “Frecuencia y volumen” (2003), Hemmer llevó el fuego prometeico al ámbito de las emisiones de
radiofrecuencia, propiedad exclusiva del gobierno y el capital privado. Para democratizar su acceso,
convirtió la sombra de los visitantes en antena capaz de interceptar las ondas de sintonías de FM,
AM, celular, tráfico aéreo, satélite… El movimiento del espectador y el tamaño de su proyección
determinaban la intensidad de la señal.

En los templos y casas tradicionales japoneses, nos cuenta Junichiro Tanizaki [11], las sombras han
ido forjando, con el transcurrir de los siglos, un universo estético de profundos efectos anímicos.
Mientras la acristalada y luminosa arquitectura occidental parece temer la penumbra, los japoneses
han aprovechado las limitaciones materiales y climáticas que les obligaron a cobijar las casas bajo
amplios aleros, condenándolas a la semioscuridad. En el interior de éstas, cada rincón y galería se
define por una combinación armónica de luces tamizadas y sombras que preservan la pátina de los
objetos. Estos recintos, sumidos en un “espeso silencio”, en una “calma inquietante”, en el “enigma
de la sombra”, no andan lejos de lo que buscan los artistas contemporáneos para resguardarse del
exceso de luz mediática homogeneizadora.

1 STOICHITA, Victor I., Breve historia de la sombra, Madrid: Ediciones Siruela, 2006

2 Con precedentes excepcionales en grabados de artistas nórdicos del siglo XVII y en la literatura
romántica, op. cit. pp. 134-148

3 Pieza que se ha interpretado como comentario corrosivo sobre la arraigada pasión inglesa por la
caza deportiva

4 Stoichita describe la “máquina de dibujar siluetas” ideada por el fisionomista Johann Caspar de
Lavater, y los prejuicios morales que intervenían en sus diagnósticos sobre la personalidad al
analizar las sombras, op.cit. p. 162

5 La mayor demonización mediática de los esclavos africanos fue la llevada a cabo por D.W. Griffith
en el film “El nacimiento de una nación” (1915)

6 Publicado en el prólogo de Historia de O, donde Pauline Réage novela los peligros de


abandonarse a la voluntad ajena, vinculando, como Walker, sexo y poder.

7 JUNG, C.G., Recuerdos, sueños y pensamientos, Editorial Seix Barral: Barcelona, 1981, pag. 419
8 Decorador de singulares interiores con sombras chinescas saliendo de lámparas de aceite y
proyectores

9 Cuyos orígenes Stoichita sitúa en la cultura egipcia, op.cit. p.23

10 Uno de los primeros artistas en explotar el valor expresivo de las sombras

11 TANIZAKI, Junichiro, El elogio de la sombra. Ed. Siruela, 2005. Escrito en 1933


Los umbrales de la percepción: una mirada a la obra de Juan
Muñoz
Lápiz: revista internacional de arte, nº 246, octubre 2008.
Las zonas de tránsito son espacios donde todo es posible; su carácter liminal incide en la
indefinición y potencialidad de aquello que está en el intersticio entre dos realidades. El antropólogo
Victor Turner estudió la función de los rituales como espacios liminales donde la creatividad
individual se libera de todo tabú. Es una fase que engrana dos estructuras sociales, necesaria para la
regeneración. También desde la psicología se ha teorizado sobre estos lugares, considerándolos
umbrales entre niveles de conciencia. Se ejemplifican con espacios arquitectónicos como pasillos,
puertas o escaleras, pero también con la percepción cambiante de la realidad que proporciona viajar
en automóvil. Desde la ventanilla de un tren, debemos readaptar continuamente nuestro punto de
vista. Éste no puede fijarse, lo material pierde sus límites, todo deviene inestable, también nuestra
identidad.

Juan Muñoz (Madrid, 1953-Ibiza, 2001) construyó todo tipo de espacios liminales, dramatizándolos,
forzando perspectivas, propiciando nuestra desconexión de una realidad preconcebida. Sus figuras
encarnan asimismo identidades cambiantes, elusivas, entre la cordura y la locura, la sociabilidad y el
aislamiento, la espera y la actividad.

Juan Muñoz. One figure, 2000. Resina, pigmentos y espejo. Museo de Grenoble.

En alguna ocasión, Muñoz expresó el paradójico embelesamiento que provoca observar el océano,
pues no ocurre nada en él más allá del oscilar de las olas. El mar, la nada inconmensurable,
simboliza el poder de la memoria en la novela “Solaris” (Stanislaw Lem, 1961), causante de
desdoblamientos de la personalidad ante la aparición de fantasmas de un pasado no resuelto. En
“mirando fijamente al mar” (1997) y “una figura” (2001) las imágenes especulares no pueden revelar
nada de los personajes que buscan su reflejo, pues las primeras llevan el rostro enmascarado y la
segunda se acerca tanto al vidrio que no puede verse. Pero su empecinamiento hace pensar que están
viendo algo que se encuentra más allá de sí mismos, relacionado con los juegos engañosos de la
memoria.

Los seres de Muñoz parecen haber perdido su capacidad de autopercibirse, hasta el punto que el
encuentro con la propia sombra (“Hacia la sombra”, 1998) lleva a la enajenación. Si el
autoreconocimiento se dificulta en las identidades camufladas, más intensa es la dislocación del
sujeto cuando se lo confronta con un ser esperpéntico que él mismo engendra. En la novela citada,
Lem da vida a un enano como alter ego de un tripulante de la nave Solaris. La renuncia de éste a
aceptar ese espejismo grotesco como proyección de su conciencia lo precipita en una pesadilla sin
retorno. La preferencia de Muñoz por los enanos y lo deforme, más allá de las referencias castizas
que se le han atribuido (de Velázquez al esperpento valleinclanesco), responde a esa capacidad de lo
caricaturesco para poner en entredicho nuestros parámetros habituales y hacernos cuestionar la
esencia de lo humano.

Muñoz se sentía atraído por la búsqueda infructuosa de la identidad que recorre los guiones de
Pirandello. En la obra del dramaturgo “Trovarsi”, una actriz abandona el escenario para deshacerse
de las máscaras que han ido desvaneciendo su personalidad. Al final se da cuenta que sólo
interpretando consigue ser auténtica, pues en la absurda existencia cotidiana “sofocamos el florecer
de quién sabe cuántos gérmenes de vida, posibilidades que están dentro de nosotros, obligados como
estamos a continuas renuncias, mentiras, hipocresías.” Lo único que nos salva de la inercia y el
horror de la normalidad, concluye la actriz, es “¡evadirnos, transfigurarnos, convertirnos en otros!”.

Ponerse en la piel de otro permite incursionar en terrenos inexplorados, practicar el engaño,


componente esencial en la obra de Muñoz. La colisión entre el sentimiento de otredad y el impacto
emocional que despiertan sus figuras es uno de sus mayores logros.

Explota nuestra idea de “el otro”, sea por considerarlo exótico (chinos, árabes) o físicamente
anómalo (enanos, muñecos disfuncionales). Al disminuir su escala o situarlos en perspectivas
oblicuas y elevadas, nos vemos obligados a respetar su espacio; a través de este distanciamiento,
sentimos que saben algo más que nosotros mismos de nuestra identidad.

Juan Muñoz. The Prompter. 1998. Hierro, papier-maché, bronce, madera, linóleo. Colección Tate.

Como espectadores sufrimos el sentimiento alienante que conlleva experimentar lo propio como algo
ajeno. Ello viene incrementado por su ubicación en un espacio teatralizado. En “The prompter”
(1988) un apuntador permanece bajo la concha de un escenario a pesar de estar el proscenio vacío,
salvo por un tambor igualmente condenado al silencio. La obra escenifica una “casa de la memoria”
que absorbe, como es usual en el proceso creativo de Muñoz, referencias dispares, desde el “arte de
la memoria” de Giordano Bruno a la concepción del olvido en Borges. Al personaje borgiano de
Funes le está vedada la entrada al paraíso perdido de Proust por ser incapaz de olvidar. No puede
gozar de los placeres de esa memoria involuntaria que el escritor francés ilustró con la anécdota de
la magdalena, pues al recordarlo todo con la misma nitidez no hay filtro que permita sublimar el
pasado. Las digresiones mentales que procura la memoria, siempre selectiva, permite evadirnos de la
opacidad de la existencia.

Muñoz no cita a Proust pero la geometría ilusionista del escenario, sobre el que no hay actor alguno a
quien el apuntador pueda susurrar el guión, nos remite a una arquitectura mental proyectada por los
recuerdos distorsionados que produce una memoria involuntaria. La diferencia con Proust es que los
recuerdos ya no son un refugio, pero no podemos dejar de sondearlos.

El muñeco de ventrílocuo de “The Waste Land” (1987), abandonado sobre una repisa, niega también
la transmisión de la palabra. El efecto cinético del suelo, deudor de los juegos ópticos del barroco,
impide al espectador ocupar el lugar del ventrílocuo y dar voz al pelele. El poema homónimo de T.S.
Eliot transmite la angustia existencial del hombre de entreguerras, consciente de la esterilidad de
cualquier empresa humana. Contagia esa infertilidad a su entorno, un páramo desolado donde no
brota vida ni en primavera. Múltiples alusiones culturales desembocan en un pesimismo que
trasciende el contexto histórico. De modo similar, Muñoz universaliza estados del ser con personajes
y ambientes genéricos que evitan concretizarse en temas reconocibles.

La contradicción beckettiana entre la necesidad que tienen sus personajes de expresarse y la


evidencia de que la comunicación les está vedada recorre toda la obra de Muñoz. La memoria,
aunque sea en su forma ruinosa, sigue taladrando a sus engendros, que no cesan en sus monólogos
interiores una vez se ha roto toda conexión con el mundo exterior. En “Boca y sombra” (1996), dos
personajes comparten una escena dramatizada por sus propias sombras proyectadas. Uno susurra
palabras incomprensibles a una pared mientras el otro, por el gesto amenazante y el escritorio que
ocupa, se diría que ejerce un poder subyugante sobre el primero. La distancia entre ambos es
insalvable. Pudieran ser un psiquiatra y su paciente autista, un maestro y su alumno;
independientemente de tales atribuciones, desconocemos en cuál de los dos la demencia es más
acusada.
Juan Muñoz. Two Seated on the Wall, 2000. Poliéster y resina. Fragmento.

De hecho, la locura aflora en los ambientes de Muñoz, haciéndose especialmente patente en los
personajes que, sentados en sillas suspendidas de la pared, agrupados por parejas o tríos, se
carcajean insaciables. Sus mandíbulas parecen desencajarse y de sus bocas salen dados de juego o
figuras liliputienses en lugar de palabras, lo que nos hace sospechar que de ellas depende nuestra
suerte. Permanecen ajenas a nuestra presencia pero su situación elevada nos recuerda un púlpito o un
balcón desde donde las personalidades públicas pregonan sus insustanciales discursos. La risa
parece contagiarse a las graderías, donde se encaraman “Trece riéndose los unos de los otros”
(2001), que no pueden dejar de desternillarse del espectáculo humano.

Las criaturas de Muñoz, como las de Beckett, tienden al automatismo, a la repetición absurda de sus
actos. Freud introdujo en el reino de lo siniestro la reiteración involuntaria de ciertas acciones
cotidianas, un impulso que tiende a borrar las fronteras entre lo animado y lo viviente. En esa fisura
existencial entre el ser y el autómata, en la duda ontológica que nos plantean los muñecos mecánicos
o las figuras de cera, es donde Freud, retomando las conclusiones del psiquiatra Ernst Jensch, sitúa
la enajenación de un sujeto que se adentra en lo siniestro. Freud lo ejemplifica con el cuento “El
hombre de arena” de E.T.A. Hoffman, donde Nataniel se enamora de una muñeca. Lo mismo ocurre
en “La sonrisa” de J.G. Ballard, donde el narrador es seducido por una sonrisa de plástico que acaba
tornándose en mueca macabra. Algunos personajes de Muñoz también quieren engatusarnos con sus
sonrisas. Y es que, a pesar de su esencia perversa, no dejan de remitirnos a la infancia: bailarinas-
peonzas con cascabeles, tentetiesos, figuras circenses, etc.

Juan Muñoz. Escena de conversación, 1994. Resina, arena, tela.


La soledad más desgarradora es la que se experimenta entre la multitud. De ello se hacen eco las
distintas versiones de “Escenas de conversación” (1994) y “Many times” (1999). En la primera,
humanoides en forma de saco se interrelacionan con gestos y miradas. La segunda la conforman
asiáticos de rostros clónicos sonrientes que parecen intercambiar fútiles observaciones. Unos y
otros, tentetiesos empecinados en permanecer en precario equilibrio y anodinos personajes sin pies y
con expresión idiotizada, están sentenciados a la inmovilidad y a la repetición eterna de sus actos. La
mímica del lenguaje convencional, la retórica de las apariencias, parece ser su única razón de ser.
Algunas discusiones acaloradas despiertan el interés de los curiosos. Pero siempre hay los que se
evaden incluso de esos simulacros de comunicación, manteniéndose al margen.

Juan Muñoz. Figura que escucha, 1991. Resina, arena, tela.

En la actitud de “Figura que escucha” (1991), que mantiene un oído pegado en la pared, como en la
de aquél que susurra incongruencias a su sombra (“Boca y sombra”) o permanece en la oscuridad
claustrofóbica de una caja (“Gracias”, 1988), recordamos a Murphy reclamando la quietud solipsista
que sólo consigue atándose a su mecedora. En esta novela de Beckett, el protagonista reivindica que
sólo “el cuerpo así apaciguado”, balanceándose, le permitía “dejar libre el espíritu” para sumirse en
la “no-voluntad”.

En “Pieza tartamudeante” (1993), la nimiedad humana, encarnada en dos diminutas figuras sentadas
en la penumbra, se acentúa por la cantinela hipnótica de su diálogo: “_¿Qué has dicho? _Nada.
_Nunca dices nada, pero siempre vuelves a ello”. El tartamudeo lleva al extremo la escenificación
del absurdo beckettiano.

Poco acostumbrados a forzar nuestro ángulo visual, las invitaciones constantes de Muñoz a mirar
hacia lo alto contribuyen a expandir nuestros hábitos de percepción. Si los balcones antiguos de un
hotel hablan del transitar entre calles desconocidas, y las figuras enlatadas en una atalaya transmiten
opresión y encierro, la “figura colgada” (2001) convierte la belleza de la acrobacia de “Miss Lala”
(Degas) en obscenidad circense. Este cuerpo convulsionado de dolor, colgado del techo por una
sustancia rugosa que parecen sus vísceras, expresa la espectacularidad mediática del horror. Lo
sacuden espasmos similares a los sufridos por los oficinistas de Robert Longo, que agonizan entre
gestos esquizoides, víctimas de la anulación del individuo en las sociedades corporativas.

Muñoz dramatizó eternos lugares de tránsito, espacios sin retorno. En los años ochenta preparó el
atrezzo donde sus figuras antropomórficas irían cobrando vida en la década siguiente: balcones sin
acceso, pasamanos con navajas escondidas, contraventanas cerradas, escaleras de caracol…
“Minarete para Otto Kurz” (1985) es un monumento al guerrero literario que día tras día subía a su
puesto de observación para avistar la llegada del enemigo tártaro. Mientras que el alminar simboliza
la espera sin esperanza, los pasamanos que nos niegan el apoyo y las escaleras truncadas o invertidas
poetizan el encierro en un limbo eterno. No hay camino para ascender, pero tampoco para hundirse,
pues la ambición y el deseo no tienen cabida entre esta estirpe de homúnculos: unos recorren los
mismos raíles en una y otra dirección dentro de una caja de zapatos, otros permanecen asomados
eternamente en balcones sin vistas, o sentados en salas de espera sabiendo que no va a llegar su
turno. De nuevo Beckett.

Más allá de la inactividad, el gran reto para Muñoz fue representar al mismo tiempo la quietud y el
movimiento incesante. Se interesó por lugares de tránsito en los que el movimiento que se genera
tiene algo de asfixiante y los caminos que abren invitan a avanzar en círculos. Impresionado por la
tendencia centrífuga de la arquitectura barroca, ya en las escaleras de caracol experimentaba el fluir
helicoidal que sugieren el ascenso y descenso simultáneo. Pero el ejemplo paradigmático fue
“Double bind” (2001, Sala de Turbinas de la Tate Modern): dos ascensores vacíos subían y bajaban
sin cesar entre un espacio subterráneo y una superficie horadada con engañosos diseños geométricos.
En un nivel intermedio habitaba una progenie de hombres grises asomados vertiginosamente en los
vanos del techo. El dinamismo que transmitían las figuras y los elevadores chocaba con la inquietante
vacuidad de los espacios. Inspirándose en el carácter impersonal pero “emocionalmente cargado” de
los aparcamientos subterráneos, Muñoz transmite la atmósfera tensa e intemporal de estos enclaves
urbanos, en los que no ocurre nada pero generan expectativas.

En la sala de espera, otro espacio de tránsito, ocurre esa misma compresión del tiempo: figuras
sentadas en una habitación presidida por un espejo (1996) se remueven incómodas en mullidos sofás
mientras esperan su turno; una de ellas parece increpar a su reflejo girándose bruscamente. En otra
versión (1999), son cinco músicos percusionistas los que esperan sentados, sin poder distraerse con
los instrumentos, pues parecen haber olvidado cómo tocarlos: uno examina su tambor como si fuera
una pieza arqueológica, el otro lo usa a modo de escabel…

La serie de dibujos de interiores domésticos (“Raincoat drawings”) muestran pasillos que conducen
de una habitación a otra. Da la impresión que el espacio entre los muebles se expande, que las
perspectivas se deforman, que algo sombrío se cierne sobre esos escenarios cotidianos. Las
composiciones son abiertas y sitúan al espectador en el umbral de esos corredores, pero un muñeco
de ventrílocuo ocupa nuestro lugar. Entarimado hasta la altura del dibujo, lo observa fijamente. Su
voz inaudible parece resonar como un oráculo entre esas paredes ennegrecidas. En una de las
habitaciones dibujadas cuelga una pintura que representa a derviches bailando. El éxtasis místico que
alcanzan con sus movimientos circulares encuentra el marco ideal en estos cuartos deshabitados,
donde la ilusión permanece suspendida en un tiempo metafísico. Como para Kurz, el suspense se
mantiene entre el miedo por lo que pueda ocurrir y el deseo de que ocurra.

Juan Muñoz. Double bind, 2001. Tate Modern, Londres. Instalación y escultura.

En “Double bind” la única actividad se desarrolla en un nivel liminal, entre el tétrico subsuelo y una
superficie ilusoria. Es un espacio inaccesible para el espectador, pero puede vislumbrar a sus
habitantes aprisionados en un tiempo y un espacio eternos. Petrificados sus gestos en vagos
quehaceres, sospechamos que en su caso habitar un espacio liminal no comporta la transitoriedad
regeneradora de la que habla Turner, pues nunca saldrán de ese “no lugar”.

Gregory Bateson acuñó el término “doble vínculo” para referirse al conflicto psicológico que
provoca el enfrentarse con dos mensajes aparentemente contradictorios. Según este antropólogo, ello
podría ser el resorte que activara síntomas esquizofrénicos. Lo que podría ser una paradoja lúdica en
el proceso de comunicación, se convierte en una disfunción cerebral irresoluble. La instalación de
Muñoz transmite esta sensación de quedarse atrapado, pudiendo representar las dos frases
irreconciliables con los ascensores vacíos.

En “Descarrilamiento” (2001) el escenario de un accidente nos acerca también al colapso de un


espacio liminal. En el interior del tren, a través de las ventanillas de los vagones descarrilados,
vemos una ciudad deshabitada: altos edificios sin ventanas o con persianas bajadas, entre plazas con
bancos vacíos. Las esquinas aristadas de los bloques de acero dramatizan las sombras. Imaginamos
una metrópolis viajando a gran velocidad en el espacio-tiempo, pero ¿en qué dirección?, pues en
cada extremo del tren encontramos idénticas locomotoras. Nos preguntamos si la colisión no fue fruto
de dos fuerzas de propulsión opuestas. Sea como fuere, el accidente frustra la potencialidad
simbólica de otro escenario liminal, aborta el principio de renovación constante de perspectivas
inherente al viaje en automóvil.

Como el artista explicó a menudo, sus esculturas expresan la imposibilidad de materializar la


presencia a través del arte. La única opción es poner en escena la ausencia del “estar ahí”. Decía que
nunca podemos vivir el presente, pues nuestra mente divaga entre el pasado y el futuro, entre
recuerdos y anhelos. Por esta razón, el espectador tiene ante sus obras la impresión de aparecer en un
momento inoportuno, justo cuando la función acaba de terminar o aún no ha empezado. Eso ocurre
antes de caer en la cuenta de que ningún drama puede desarrollarse en estos espacios impracticables,
ocupados por personajes incompletos, atascados en un tiempo cíclico.

Muñoz dijo en una entrevista, citando una célebre obra de Pirandello, que sus personajes iban “en
busca de un autor”. En el texto del escritor italiano, seis personajes que su mente ha imaginado,
empecinados en existir, en ser representados por un actor, no se percatan de que esa lucha vana por
formar parte de una obra de teatro es precisamente la puesta en escena de su vida. Del mismo modo,
en los universos de Muñoz, si algún drama acontece es el de la autoconciencia o reflexión sobre la
propia condición. Para los personajes de Pirandello pensar ya no garantiza el existir, como observó
Silvio d’Amico. Beckett y los existencialistas pusieron también en solfa la máxima cartesiana,
pesimismo que reaparece en los escenarios de Muñoz. Deambulando entre sus figuras, escuchamos
un susurro que nos recuerda los torrentes verbales de Molloy o El Innombrable. Los héroes de
Beckett no saben si están vivos o muertos, llegando a cuestionarse su propio nacimiento; son
parientes de esos seres filiformes con los que Giacometti evocaba espectros vivientes. El artista
suizo afirmaba que la realidad lo eludía, lo que, como en Muñoz, frustraba todo intento de reproducir
un retrato, pues entre él y sus modelos pululaban un sinfín de rostros y cuerpos inidentificables,
cosificados. Sus seres solitarios también daban una imagen genérica del hombre, reducido al nivel
más ínfimo de significación, caminante errante cuyas largas extremidades apenas lo sostienen,
descomponiéndose en la nada.

Juan Muñoz. Figuras sentadas con cinco tambores. 1999. Poliéster y resina.

El sonido, como las personas, está presente en ausencia: el silencio se palpa en los intersticios de la
mímica locuaz, así como en los instrumentos musicales agredidos o abandonados. Para Muñoz, el
tambor simbolizaba el oído, por lo que su desamparo en un escenario vacío, la incomprensión de los
músicos (“Figuras sentadas con cinco tambores”) y, sobretodo, las tijeras clavadas en la membrana
de piel de este instrumento, anulan cualquier intento de escucha. Los tímpanos estallan, las palabras
ya no se entienden porque ni siquiera se oyen, pero tras la obstinación por escuchar intuimos un
lenguaje liminal, exclusivo para ese espacio indeterminado del que hemos hablado, umbral de todos
los sentidos.

Muñoz decía que era un contador de cuentos, aunque en su obra la trama se desarrolla fuera del
escenario. El poder turbador de su obra visual se complementa con la capacidad de sus piezas
radiofónicas para condensar diferentes narraciones en un tiempo suspendido, en espacios
traicionados por la memoria. En “Building for music” ficción y realidad, el tiempo histórico y el
subjetivo, se solapan. Juan habla de la destrucción de una sala de conciertos durante la Segunda
Guerra Mundial, mientras supuestamente conduce hacia el solar vacío que había albergado el
edificio. Su voz e identidad se desdoblan, pues él mismo hace de cronista y de arquitecto. La música
sigue sonando, como último testimonio de un pasado que la industria turística se ocupa de hacer
olvidar, según comenta con un deje cínico el narrador.

En otra pieza para la radio, “Will it be a likeness” (1996), el narrador es John Berger pero en su
soliloquio asoma el pensamiento de Muñoz, cuando afirma que “un sonido se percibe mejor como
silencio, de la misma forma que a veces una presencia resulta más elocuente, mejor transmitida, por
la desaparición”, o que la “presencia” es furtiva y lo único que el capitalismo no ha logrado
convertir en mercancía. La radio es el medio privilegiado para disfrutar de una obra de arte, dice
Berger, pues permite “escuchar el silencio” que emerge de ella.

Con anterioridad había ideado una emisión radiofónica, “A man in a room, gambling” (1992), donde
desvelaba trucos de naipes. Además de hacer patente su admiración por los juegos de
prestidigitación, le interesaba que el destinatario de estos mensajes fuera un oyente casual; lo
imaginaba conduciendo solo, metido en sus pensamientos, dislocado momentáneamente por la
intrusión de misteriosos partes en mitad de la noche. En toda su obra, independientemente del medio,
hay esa voluntad de introducir al receptor en otra realidad, haciéndolo dudar por un momento de su
presente.

La retrospectiva itinerante de Juan Muñoz, que se inauguró en la Tate Modern, ha aterrizado en el


Museo Guggenheim de Bilbao, para seguir su recorrido por el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid
y el Museo Serralves de Oporto.

La obra “Trece riéndose”, repetida en sutiles variaciones, flanquea la escalinata de entrada al museo.
Su ubicación no podría ser más efectiva, con esos hombres que se ríen de nuestra cerrazón de miras,
precipitándonos sin preámbulos hacia el ambiguo y enigmático mundo de Muñoz.

También es idóneo el emplazamiento del centenar de chinos de “Many times”, que ocupan la diáfana
sala del primer piso, bañada por una luz cenital. Paseando entre ellos percibimos las tensas
relaciones que urden con sus ademanes, entre histriónicos y comedidos. Desde el segundo piso
obtenemos una visión conjunta de esa misma pieza, lo que nos permite estudiar los subgrupos que se
forman, sus estáticas coreografías, sin sentirnos tan tremendamente intrusos.

La museografía no es tan afortunada en otras salas, especialmente en aquellas donde se embuten


varias obras generando confusiones. Todos los tentetiesos comparten un mismo espacio, perdiéndose
la carga psicológica que se genera en cada “escena de conversación” y el silencio que exige la
“figura que escucha”. Las interferencias también estorban en la sala donde confluyen obras que por
su teatralidad deberían ocupar compartimentos aislados (“Boca y sombra” o “Hacia la sombra”). El
proceso de autopercepción a través de la sombra o el espejo reclama el respetar la reclusión de esas
conciencias ensimismadas.

Muñoz dijo que se dirigía a un observador solitario, que intentaba “individualizar el acto de mirar y
percibir”. Su obra, de carácter intimista, transforma el espacio, física o mentalmente. Las
alteraciones de la percepción que sugieren los cambios de escala, los trampantojos del suelo, los
espacios asfixiantes, se ven mermados en estas salas de techos altos y luz natural. Un artista que ha
llevado al límite la maleabilidad de los espacios bien se merecía una mayor adecuación de esta
espléndida arquitectura a sus fábulas humanas.

La recuperación de la figura humana en la escultura de los años ochenta toma diversidad de matices,
pero suele inscribirse en temáticas de género (Kiki Smith), de represión familiar (Robert Gober), de
un cuerpo fragmentado por los mecanismos de opresión social. La vulnerabilidad y la abyección del
cuerpo sigue siendo tema central en los noventa, desde el obsceno extrañamiento de lo hiperreal
(Ron Mueck), como cobaya de experimentos genéticos (hermanos Chapman), alienado por los media
y los tabúes sexuales (Paul McCarthy). Estos artistas satirizan la realidad hasta el punto de subvertir
la propia sensación de lo real, incursionando en el terreno del simulacro. Parecen competir con las
dosis de espectacularidad que nos inyectan los medios de comunicación.

Frente a esta tendencia, artistas como Katharina Fritsch, Anthony Gormley o Juan Muñoz tienden a
reducir sus esculturas a los mínimos elementos reconocibles como humanos; reproducen seres
despersonalizados, arquetípicos. Al manipular las proporciones, la escala, el color y el espacio,
introducen un componente inquietante que repele la empatía del espectador hacia sus figuras. La
perfección formal que Fritsch imprime a sus esculturas seriadas aumenta la sensación de irrealidad.
Gormley explora lugares posibles para cuerpos ausentes, pero a diferencia de Muñoz, su visión es
optimista: las figuras, como si fueran de plastilina, se amoldan al espacio, que también sufre una
dislocación por la acción de la conciencia. Gormley encuentra nuevos emplazamientos, aunque
provisionales, para seres desorientados en el entorno urbano.

Muñoz presenta asimismo afinidades conceptuales con Mona Hatoum. Los pasamanos con navajas
escondidas recuerdan las muletas chorreantes y los utensilios de cocina electrificados de Hatoum;
ambos escarban en el sentirse anímicamente exiliado, en las fisuras siniestras de lo doméstico.

Con Bruce Nauman, Muñoz comparte el legado beckettiano que se manifiesta en la repetición hasta la
náusea de acciones triviales, en el uso de un lenguaje vacío de significado. La violencia late en
juegos infantiles como el “ahorcado” (Nauman) o en peonzas en forma de bailarinas de manos
cortantes (Muñoz). La mímica, muñecos y máscaras sirven a ambos para indagar en el conocimiento
de uno mismo. Muñoz decía querer llevar sus figuras al “grado cero de significado”. También los
payasos de Nauman, reducidos a sus instintos más básicos, humillados, acosados por la cámara, se
vuelven asignificantes. Sólo en el silencio podrán liberarse de la tortura psíquica del lenguaje.

Paul McCarthy y Ugo Rondinone han retomado la búsqueda imposible de una identidad perturbada
por un entorno alienante. Ambos trasladan al espacio estados psicológicos desequilibrados: el
Pinocho de McCarthy no puede abandonar su casa, extensión de su cuerpo traumatizado; pasillos,
puertas y ventanas son conductos colapsados por basura mediática que adquiere la viscosidad de los
fluidos corporales. El hogar es una trampa, guarida de traumas desde la tierna infancia.

La incomunicación y la banalidad flotan en los ambientes de Rondinone, poblados de payasos


remolones, arbustos enraizados en prados de caucho, risas estentóreas, diálogos absurdos y prólogos
de encuentros amorosos. En la frustración constante de las expectativas de que algo acontezca, nos
sume en un tiempo eterno o cíclico.

Lo intemporal es también estrategia desestabilizadora en Muñoz, pero más que ningún otro logra
hacernos ingresar en el “no-lugar” arquitectónico, existencial e histórico. Mientras muchos se acogen
a elementos de la cultura popular para subvertirlos, la obra de Muñoz permanece al margen de las
estrategias o los medios del mundo del espectáculo. No utiliza alta tecnología pero paseando entre
sus personajes sentimos la alienación que supone vivir en una sociedad tecnocrática; no caricaturiza
a representantes de la autoridad pero se palpan relaciones de poder vejatorias. La desnudez de toda
referencia temporal se advierte también en la indumentaria de sus personajes, en la herrumbre de los
objetos y en la ambigüedad de los espacios. Las referencias literarias sí son abundantes, pero no
hacen más que universalizar estados del alma. Lejos de cualquier alarde de erudición, de esas
alusiones cultas no depende el impacto inmediato de su obra, el trastorno perceptivo y anímico que
genera el encuentro con esos seres tan distintos y tan iguales a nosotros.
Fluctuaciones de la materia
Lápiz: revista internacional de arte, nº244, junio 2008.

Los dos movimientos principales son el rotativo y el sexual, cuya combinación se expresa
mediante una locomotora compuesta de ruedas y pistones. (…) la tierra al girar hace copular a
hombres y animales, y [éstos] hacen girar la tierra copulando. La combinación o transformación
mecánica de estos movimientos es lo que los alquimistas buscaban bajo el nombre de piedra
filosofal. Como consecuencia de esta combinación de valor mágico, la situación actual del hombre
está determinada en medio de los elementos. Georges Bataille, “El ano solar”

La condición irreductible de la materia, su capacidad para someterse a un estado transitorio continuo,


a energía pura, ha interesado a los artistas desde los tiempos de Leonardo. A medida que la ciencia
se ha ido desprendiendo de los resquicios esotéricos de la alquimia, considerándolos sedimentos del
oscurantismo medieval, los artistas han asumido una vocación protocientífica para reanudar el
antiguo maridaje entre la física y la metafísica, la astrología y la mitología.

El fuego, símbolo de regeneración en todas las culturas, ha sido usado por los artistas como
expresión ejemplar del ciclo místico al que se somete la materia cuando se manifiesta como energía
infinita. Yves Klein fue un pionero en el aprovechamiento de los efectos de la naturaleza sobre la
obra, primero en sus “Cosmogonías” (donde interviene la acción de la lluvia o el viento en la
terminación del lienzo), y después, a principios de los sesenta, trazando con lanzallamas la impronta
del fuego sobre cartones. Actuando la llama con menor intensidad en las siluetas marcadas por
cuerpos humanos previamente humedecidos, daba la impresión de sumergirlos en lo inmaterial.
También ideó esculturas de fuego, que como géiseres candentes salían de estanques de agua,
configurando así una imagen espléndida del ritmo eterno de la creación.
Jannis Kounellis. Margherita di fuoco. 1967. Escultura de metal y bombona de gas.

Jannis Kounellis también sensibilizó el espacio expositivo con luz y calor ígneo. Buscando una
tensión entre los materiales, opuso lo evanescente y lo plúmbeo, el elemento primario al
manufacturado, al hacer brotar fogonazos de planchas metálicas horadadas; o al crear una “margarita
de fuego” (1967), cuyos pétalos de metal vibraban por las emisiones de una bombona de gas
colocada en su centro. Como Klein, hizo aflorar el simbolismo espiritual del pan de oro, su
capacidad de concentrar energía, pero vinculándolo a la tradición de la pintura bizantina.

Los artistas Povera contribuyeron, de acuerdo con sus mitologías particulares, a dar visibilidad a la
energía física y espiritual inmanente en cualquier proceso. Para Mario Merz el neón cargaba de
energía los objetos, alterando su función. Los fluorescentes, relacionados con las connotaciones
culturales del iglú, transmitían una energía en continua expansión, tanto a nivel espiritual como
sensorial.

Por su parte, Gilberto Zorio creó un universo particular cuya afinidad con la alquimia se hace patente
por el empleo de artilugios como crisoles y alambiques para verter ácidos corrosivos sobre metales,
sugiriendo la transitoriedad de toda forma. Reflexionó sobre la energía cósmica con un repertorio
simbólico de estrellas y jabalinas realizadas con terracota, lanzas de acero y rayos láser. El uso de
elementos geológicos y electrónicos para establecer metáforas cósmicas acerca sus tanteos a la
concepción del hombre de Paracelso como “cuerpo astral”, a su creencia en la interrelación del
mundo sideral y el alma humana.

Jugando a provocar la naturaleza

Los experimentos lúdicos de Roman Signer recuerdan ejercicios de física escolar. Sus acciones
ensayan formas de canalizar energía y hacerla visible. A menudo utiliza explosivos, aunque no le
interesa la destrucción, sino la transición de una forma escultórica a otra. Ejemplo de ello es una de
sus primeras series (“Kiste”, 1975), filmada en Super 8, donde hace volar una caja por los aires y
señala los fragmentos expandidos por el campo. Después recompone hipotéticamente la explosión
suspendiendo los trozos en el espacio. En una tercera fase vemos la caja reconstruida con cada pieza
del puzzle.
Cornelia Parker. Cold Dark Matter: An Exploded View. 1991. Instalación.

La mutabilidad de la materia a resultas de una acción drástica es la actividad medular de Cornelia


Parker. En “Cold dark matter: an exploted view” (1991), convenció al ejército británico para que
hiciera explotar un cobertizo. Luego suspendió los fragmentos del techo a modo de instantánea del
proceso de detonación. En la misma galería, antes había reconstruido la cabaña que iba a ser
derribada, llenándola de objetos que sus amigos conservaban en sus propios trasteros. Como Signer,
condensa en tres fases la transformación en el espacio-tiempo, aunque las implicaciones culturales de
esta pieza los distingue. Parker hace estallar metafóricamente dos instituciones británicas que la
sociedad vincula con la idea de protección: el cobertizo rural típicamente inglés, guarida de secretos
en el imaginario colectivo; y el ejército, cuyo cometido es protegernos. Al volar en pedazos, el
cobertizo revela su interior, su montón de trastos olvidados, su incapacidad para preservar la fantasía
y resguardarnos de la intemperie vital; por su parte, el ejército bombardea su propio territorio. En la
instalación, como corazón de la onda expansiva, colgaba una bombilla que marcaba el centro
irradiador de energía al tiempo que creaba sombras expresionistas sobre las paredes. Lo sólido se
pulveriza, las sombras devienen materia, la memoria no se petrifica en monumento sino que toma la
apariencia metamórfica de los sueños.

Como arqueóloga, Parker rescata la cultura material que de otro modo quedaría soterrada. En “Mass:
colder darker matter” (1997) reconstruyó una iglesia de madera destruida por un relámpago. De
nuevo, como fotograma congelado, los fragmentos carbonizados recomponen un instante, pero por su
aspecto no sabemos si es la caída o el renacimiento, ambos relacionados con la religión cristiana.
El uso reiterado de la expresión “materia oscura fría”, que en astrofísica se relaciona a la
explicación del Big Bang, enlaza las obras con una visión cósmica, y en términos figurados, con
aquello no observable pero cuya existencia ayuda a comprender el proceder de lo visible.

Al indagar en el potencial regenerador de toda sustancia, incluso la más calcinada resucita


simbólicamente en su obra. “Heart of darkness” (2004) rescata los vestigios de un incendio forestal
provocado. La apropiación del título de la novela de Joseph Conrad apunta a la naturaleza
devastadora del hombre.

Signer se ahorra reflexiones medioambientales, pues lo que le fascina es la mera expresión de la


naturaleza. Una parte importante de la su obra está destinada a emular desastres naturales, como
erupciones volcánicas (en “Kamor”, de 1986, hizo explotar pólvora en la cima de una montaña
provocando una apariencia humeante de volcán activo) o meteoritos colisionando con la Tierra
(“Aktenkoffer”, de 1989, consistió en dejar caer una maleta llena de hormigón desde un helicóptero,
que formó un cráter considerable). Menos apocalípticas son las simulaciones de géiseres: en
“Wassersäule” recreó una versión fugaz del surtidor de agua caliente de Génova, que logró haciendo
detonar dinamita en un río.

La energía solar es otra de sus obsesiones: en “Sonnenkoffer” la electricidad que produce una placa
solar ilumina una bombilla; en “Schwarzes foss” hacía “respirar” a un barril con un globo atado a un
tubo. El globo se hinchaba al amanecer cuando la superficie negra del barril iba absorbiendo el calor
y el aire del interior se expandía. Al anochecer, el proceso era inverso.

La energía también se comparte con filantropía en “Zwei ventilatoren”, donde un ventilador


enchufado al suministro eléctrico transfiere su “hálito vital” a otro desconectado. En “Kajak” (1988)
vivifica asimismo un objeto inanimado. El artista quiso homenajear a un amigo fallecido en la
práctica de este deporte. Como él mismo explica [1], el kayak está encajado verticalmente en un
barril con el nivel justo de agua: si ésta se evapora por el calor la canoa hace volcar el soporte; la
lluvia, por su parte, levantaría al kayak propiciando su caída. Este frágil monumento se mantiene así
en un equilibrio precario: al más mínimo cambio de temperatura el “organismo” muere.

Roman Signer. Hocker Kurhaus Weissbad. 1992. Video.

La melancolía en estado puro, sin embargo, es poco frecuente en la obra de Signer, donde gags
cómicos protagonizados por él mismo suelen ser la tónica: cohetes despojándole del gorro que
ocultaba su rostro (“Mütze mit rakete”, 1983) o adelantándolo como correcaminos en una carrera
desventajosa (“Race with rocket”). Más espectaculares pero con similar apariencia de historieta:
siete taburetes saliendo al unísono por siete ventanas mediante un sistema de catapultas que hacen
restallar los postigos (“Hocker Kurhaus Weissbad”, 1992); agua saliendo como fuegos de artificio de
una botas de goma dando la impresión de una persona evaporándose (“Wasserstiefel”, 1986), o una
lluvia de bolas de plomo sobre bloques de arcilla húmeda (“Gleichzeitig”, 1999).

El impacto estético de estas últimas contrasta con la simplicidad de los experimentos, basados en
detonaciones muy precisas, mientras fotografías tomadas en el momento justo congelan un instante del
proceso de transformación matérica, o bien grabaciones en video (sustituyendo al Super8 de sus
primeros proyectos) reseñan la atomización de las formas.

Fischli & Weiss. Der Lauf der Dinge. 1987. Video.

Este tipo de obras planificadas de acuerdo a una relación causal entre pequeños acontecimientos
entronca con el celebrado vídeo de Fischli & Weiss “Der Lauf der Dinge” (1987): una virtuosa
retahíla de interacciones físicas y reacciones químicas, que demuestran llanamente, como dice título,
“el funcionamiento de las cosas”. En el mismo tono tragicómico que Signer, recrean un mundo en
perpetua inestabilidad, un microcosmos de accidentes que destruyen y rehacen la materia en infinidad
de variantes. Quizás el haber nacido al amparo de las sempiternas nevadas montañas suizas ha
influido en la obra de estos tres artistas, cuya expresión caótica y ruidosa adquiere un halo fatalista y
discordante al enfrentarse, física o conceptualmente, con la silente belleza de esos parajes.

Signer privilegia la idea de dejar que sea la naturaleza la que dirija el desarrollo de cada proyecto.
Un caso paradigmático es “Don’t cross the line” (2002), donde un largo cordón de policía para
prohibir el paso es elevado por globos de helio hasta que se desprende por el peso, trazando una
frontera absurda y azarosa en el desierto de Mojave: la frontera es concebida por el hombre, pero
determinada por fuerzas del entorno.
Walter de Maria. Lighting Field. 1974. 400 postes de metal capturando rayos en Nuevo México.

El carácter efímero y anti-monumental de las intervenciones de Signer en espacios naturales contrasta


con la esencia grandilocuente del “land art” de los años setenta. A este grupo perteneció Walter de
Maria, quien es recordado por sembrar de postes de acero una extensa superficie del desierto
mexicano, favoreciendo que la descarga eléctrica de las tormentas creara sublimes orquestaciones de
truenos y relámpagos. En “Lighting Field” la voluntad imperecedera es evidente, y el espectáculo
sigue atrayendo visitas, pero la obra sólo se manifiesta cuando la magia de las fuerzas naturales
fusiona cielo y tierra.

Si De Maria y Signer aprovechan fuentes de energía natural, la instalación “Field” (2002) del
británico Robert Box debe su existencia a las emisiones electromagnéticas de los cables de alta
tensión. Más de mil tubos de neón plantados en un campo cercano a Bristol se iluminan por la
proximidad de las torres de tendido eléctrico. También aquí el tiempo atmosférico afecta al
resultado, pues cuando el aire es seco los fluorescentes recogen con mayor efectividad la energía del
ambiente. La presencia de personas, en cambio, disminuye la intensidad de la luz, pues nuestros
cuerpos son mejores conductores que los tubos. El artista niega cualquier intención de alertar sobre
los peligros potenciales de las radiaciones, pero a pesar de su belleza, la ilustración gráfica del
voltaje que se extiende por la zona no deja de plantear interrogantes.

En su empeño por hacer visible lo inapreciable por la retina humana, en “From fulgurites”, Box
exploró el fenómeno del “rayo en bola”, enigmáticas esferas luminosas resultado de la vitrificación
del suelo bajo el efecto de un rayo. En el proceso intervienen minerales como sílex o fulguritas. Éstas
adoptan una forma tubular que Box recreó con fluorescentes anulares que debían encenderse
mediante la electricidad emitida por antenas parabólicas convertidas en dinamos. La experiencia nos
remite, junto a la de Walter de Maria, a mitos sobre fusiones celestes y telúricas, presentes en toda
cosmogonía.

También en el apego de Signer por fenómenos naturales resuenan poéticas metáforas. Sus versiones
de erupciones causadas por volcanes y meteoritos nos remontan a enraizadas creencias sobre los
poderes chamánicos impresos a estas piedras celestes por los aborígenes australianos, y nos
recuerdan la asimilación olmeca de las “montañas de fuego” a dioses temibles.

Chispazos dadaístas

En el “Grand Verre” (1915-1923), Marcel Duchamp ideó un engranaje puesto en funcionamiento por
la energía emanada del deseo erótico. El enrevesado sistema basa su efectividad en el onanismo de
los “solteros”. Al “moler su propio chocolate”, con el calor que producen, desnudan a la “novia”,
cuyo cuerpo chispea reanudando así el fluir eléctrico.

Con su habitual distanciamiento irónico, Duchamp ofrece una visión fría de las relaciones humanas.
Las eyaculaciones ejemplifican “energía perdida”, expresión usual en su vocabulario junto al término
“infraleve”, con el que hacía referencia a acontecimientos cotidianos apenas perceptibles, como el
“vaho sobre una superficie pulida” o el paso de un estado líquido a gaseoso. Con estos conceptos, se
amplía la noción de “ready-made”, que más allá de la recuperación de objetos cotidianos, convierte
en arte estados energéticos y etéreos.

Wim Delvoy. Cloaca. 2000. Instalación.

En la estela duchampiana se sitúa el periplo creativo de Wim Delvoye, cuya obra “Cloaca” (2000)
también es una réplica mecánica del proceder humano, aunque limitándose a su metabolismo
digestivo. Una serie de recipientes con enzimas están conectados mediante tubos y bombas que hacen
posible la conversión de ingesta de comida en un sucedáneo de excremento. Éste se vende en Internet
[2] sellado con un logotipo cuya tipografía se asemeja descaradamente a la de Coca-Cola. El artista
contó con la colaboración de científicos para hacer funcionar este sofisticado y absurdo artilugio de
laboratorio, que elimina la comida con una regularidad envidiable.

Los alquimistas asociaban la transmutación de metales ordinarios en oro con trasiegos místicos que
habrían de derivar hacia la perfección y la vida eterna. Piero Manzoni (en “Merda d’Artista”) e Yves
Klein (en sus intercambios de espacio vacío por oro) se han ganado esa “eternidad” al convertir,
respectivamente, heces y “zonas de sensibilidad inmaterial” en preciados valores económico-
espirituales. En Delvoye, no es sólo simbólica la transmutación, sino que escenifica
escatológicamente el proceso de convertir la digestión biotecnológica en arte, siguiendo la línea
habitual de sus creaciones, que cortocircuitan con ingenio los límites entre lo abyecto y lo elitista, lo
ordinario y la alta cultura.

En “Dynamo Secesión”, Mauricio Cattelan también somete la transformación de energía mecánica en


eléctrica a un espíritu burlón de índole dadaísta. Invitado por la Secesión Vienesa en 1997, expuso en
los sótanos del pabellón dos bicicletas estáticas que eran pedaleadas por operarios cada vez que
entraba un visitante, intimidándolo. Con su esfuerzo ponían en funcionamiento un generador que
encendía una bombilla, cuya exigua luz daba al espacio un aspecto desangelado. La obra satiriza
sobre las relaciones jerárquicas, de sumisión y dependencia que sostienen al elitista mundo del arte.

De la energía física a la digital

Otra obra que sólo cobra sentido al encenderse la luz con la presencia del público es “Almacén de
Corazonadas” [3] (2006) de Rafael Lozano-Hemmer. La instalación consiste en unos manillares que
al ser agarrados activan sensores del pulso cardíaco conectados a una interfaz informática, que
permite visualizar la frecuencia y amplitud de los latidos individuales en los centelleos de una
bombilla. Cien focos registran simultáneamente los ritmos del corazón de los últimos cien visitantes,
confiriendo al espacio un lirismo excepcional. En cada propuesta, busca despertar una actitud activa
y crítica frente a tecnologías que, de otro modo, son opresivas. En este caso, llama la atención sobre
el uso creciente de métodos biométricos para controlar los comportamientos.

David Rokeby. Very Nervous System. 1986. Video.

A través de sensores electrónicos y tecnologías informáticas Hemmer ha analizado las continuas


agresiones de éstas sobre la intimidad. Lo mismo ha hecho David Rokeby en videoinstalaciones con
cámaras de vigilancia (“Taken”, 2002). Su gran aportación, sin embargo, fue el proyecto sonoro
interactivo “Very Nervous System” (1986), donde el movimiento de un bailarín era grabado por una
cámara de video y transformado en sonidos a tiempo real por un programa de ordenador. Rokeby
transformaba así el lenguaje físico en digital, avanzando en camino inverso a Stelarc, quien ha
indagado en el procesamiento digital de sus desplazamientos físicos. Este último, en “Fractal Flesh”,
conectado a sensores de estimulación muscular, sus movimientos eran coreografiados por
cibernautas, con lo que exploraba la posibilidad del control remoto para potenciar capacidades
extra-sensoriales.

El cuerpo humano, acoplado a interfaces como sensores y cámaras, expande e intercambia su energía
con la energía electrónica. Stelarc acuñó el concepto de identidad distribuida para referirse a
inteligencias ramificadas en redes globalmente conectadas, a modo de múltiples “agentes remotos”
unidos a un mismo “cuerpo fractal”.

Resonancias budistas

En la misma línea, “Wave UFO” (1999-2002) de Mariko Mori hace realidad la ilusión de un mundo
virtual generado por mentes interconectadas. Tres “tripulantes” se relajan dentro de una cápsula
biomórfica. Sus ondas cerebrales son recogidas por un programa de ordenador que las interpreta
gráficamente, fusionándolas en un viaje espiritual compartido. Mori aprovecha el lenguaje fluido del
ciberespacio para fabular en torno a la concepción budista de un universo saturado de seres ligados a
una misma fuente de energía vital. La forma de la nave sugiere una ballena, quizás por su conexión
con mitologías que comparan el vientre del cetáceo con un sedimento arqueológico de ingestas
envueltas en fábulas fantásticas, abriendo con ello una puerta a la imaginación.

Una mezcla similar de sofisticación tecnológica y formas primordiales acontece en “Transcircle”


(2005), reactivación de la experiencia cosmológica de las culturas neolíticas. Menhires high-tech
dispuestos en círculo oscilan en intensidad lumínica según la velocidad de rotación de los planetas.
Estas construcciones de culto solar, condensaban una concepción cíclica del tiempo al determinar las
alternancias de siembra y recolección. El empeño de Mori puede leerse como una voluntad de
reactivar la asimilación de las fuerzas astronómicas a la vida diaria.

También el pensamiento de Yves Klein giraba alrededor del concepto budista de vacuidad, entendida
como esencia de la realidad. Lo vacuo es dinámico, es flujo, desestabilización permanente de toda
forma estable. Es energía inconmensurable, un estado latente en que la materia es un magma libre de
toda dimensión, como el “azul ultramar” o el fuego (símbolos de lo más abstracto de la naturaleza).
La filosofía oriental se tiñe de fina ironía en la obra de Klein, pero su afinidad al zen era profunda.

Wu Gaozhong lleva siete años convirtiendo los procesos de putrefacción en metáfora de


transformación cultural. Una pátina mohosa va descomponiendo las reproducciones en pan de
paisajes y monumentos chinos, que adquieren una calidad onírica bajo las texturas vaporosas e
irisadas de las fermentaciones. La vertiginosa modernización del país ha reducido el pasado a
etéreas estampas de ensueño, presagiando la desaparición de todo un sistema de creencias.

Más allá de la muerte


Sun Yuan y Peng Yu. Siamese Twins. 2000. Performance.

El dúo formado por Sun Yuan (1972) y Peng Yu (1973) lleva a cabo actos osmóticos, transfusiones
de sustancias orgánicas que aluden a la irreversibilidad de la muerte, pero también a la perpetuidad
de la materia corporal. En varias performances tratan absurdamente de resucitar cadáveres, a
menudo niños, inyectándoles un aceite que el cuerpo exuda en la morgue (“Oil of human being”), o
mediante transfusiones de sangre (a siameses nonatos en “Siamese Twins”). Reductos biológicos
también se metamorfosean en “Pillar of civilization” (2001), una columna de grasa humana
procedente de liposucciones. Fotografías documentaban con todo detalle la extracción durante la
intervención quirúrgica y la construcción del frágil monolito que sostiene la “civilización”. La
connotación negativa, la crítica a la rápida asimilación de los patrones de belleza occidentales en
China, se acompaña de una visión poética sobre el fluir de la materia corporal. En un acercamiento
similar, realizaron una columna de cenizas humanas (“Nature of goods”, 2007), procedente de
identidades anónimas, cuerpos jamás reclamados que, sin embargo, permanecen, aunque sea en una
quebradiza estructura totémica. También se reintegraron al ciclo vital los litros de aceite corporal
que escanciaron sobre un río contaminado en “Exile: want to simulate the process of life” (2000).
Las vetas doradas que adquiría esa sustancia sobre el agua le conferían un carácter sacro, cierto
poder curativo debido a su esencia transformadora, capaz de subvertir simbólicamente la polución
industrial.

La grasa corporal también ha sido utilizada por Teresa Margolles: en “Secreciones” embadurnó una
pared con esta sustancia recogida de clínicas de belleza, mientras que “Grasa humana sobre el muro”
(2003) fue un performance en el que dos mujeres embutidas en monos de trabajo refregaban sobre un
muro grasa de cadáveres, de personas fenecidas al tratar de cruzar la frontera de EUA. La carga
simbólica de esas muertes estampadas contra brutales coacciones a la libertad se acrecienta
significativamente al emular al arte gestual del expresionismo abstracto, movimiento que abanderó
precisamente los ideales estadounidenses de libertad individual frente al realismo soviético.

La afinidad conceptual entre Margolles y Yuan-Yu puede entenderse desde su propia realidad
geográfica. México y China son países enraizados en culturas que además de concebir cíclicamente
el tiempo, ven la muerte como parte integrante de la vida. El culto a los muertos en las tradiciones
dinásticas y precolombinas choca con la situación contemporánea en las megalópolis asiáticas y
latinoamericanas, donde la vida vale poco y las morgues se llenan de cuerpos huérfanos. También
comparten asimilaciones traumáticas de culturas occidentales.

Metáforas de la energía mística

Como ha apuntado Miguel Cereceda [4], frente al deseo narcisista que mueve la “máquina soltera”
de Duchamp, Joseph Beuys opone un engranaje que opera en el cambio social. “Honigpumpe am
arbeitsplatz” (“Bomba de miel en el lugar de trabajo”, 1977) consistió en una bomba eléctrica de
tubos transparentes que distribuían miel entre las salas donde se organizaban las discusiones de la
“Free International University”. La circulación de la miel y el calor de los motores lubricados con
margarina estimulaban simbólicamente el intercambio de ideas, alimentaban debates diarios que
giraban en torno al arte entendido como “escultura social”, donde la expresión verbal se consideraba
un pilar determinante de su poder revolucionario.

La elección de materiales para sus acciones e instalaciones se regía por su poder metamórfico en
relación con la temperatura (grasa, cera) o por el equilibrio entre fuerzas conductoras (metal) y
aislantes (fieltro). Consideraba la grasa o la miel, por su maleabilidad, metáforas del pensamiento,
susceptible también a los más sutiles cambios de “temperatura”. La miel alude asimismo a la idea de
colmena como sociedad ideal. Beuys heredó los símiles apícolas de Rudolf Steiner, así como su
percepción de una realidad suprasensible detrás del mundo visible.

Joseph Beuys. Capri battery. 1985. Escultura. Bombilla y limón.

La electricidad simbólica que recorre toda sustancia fue especialmente expresada en la serie “Fond”,
en la que usaba baterías como fuentes de dispersión y almacenaje energético, combinadas con
láminas de cobre (transmisor) y fieltro (preservador del calor). Efectos curativos producía también
la “carga” eléctrica de una bombilla amarilla “enchufada” a un limón (“Capri battery”, 1985) con la
que exorcizaba la enfermedad social y su propia dolencia física mientras se recuperaba en un
hospital de Capri. Otras emisiones negativas fueron neutralizadas cubriendo con fieltro espadas
(“Samurai sword”) o televisores (“Felt TV”).

En la acción “Manresa”, que ilustraba la capacidad de mutación mental con la regeneración


espiritual de Ignacio de Loyola, conectó un crucifijo a un generador eléctrico, pues para Beuys Cristo
es un potente motor que moviliza el mundo. Confiaba en que el arte podría extrapolar el poder
catártico de la religión a la cotidianidad.

Fernando Prats. Del Cardener a la Antártida. 2004. Video.

El chileno Fernando Prats recupera la perspectiva antropológica de Beuys, llevando a esferas


seculares retos y ritos del cristianismo, al tiempo que vincula estados de mutabilidad físico-química
a procesos de transformación de la conciencia. “Del Cardener a la Antártida” (2004) consistió en
una serie de acciones que llevó a cabo en un viaje iniciado con una excavación geológica en el río
Cardener, que rocía las inmediaciones de Manresa (donde Loyola tuvo su revelación), y terminó con
el enterramiento de los remanentes de su itinerancia bajo las nieves del continente antártico. El
desplazamiento de los objetos y su propia migración confluyen en un despojamiento simbólico,
relacionado con el desarraigo del sentirse emigrante. Sustancias como el humo y el vapor actuaban,
en su condición metamórfica, como dinamizadores del ser. La representación gráfica de su
trashumancia respondía a lo que Prats llama “geografía medular”, que irradia en miríadas de
ramificaciones. El concepto de médula, sustancia blanda y amorfa, equivale al de energía potencial
que Beuys atribuye a la grasa.

Otro leitmotiv de su obra es el humo, al que somete a un proceso ceremonial al tiznar el papel con
hollín, haciendo aflorar sutiles apariencias. Después fija las partículas sumergiendo el papel en un
líquido. Prats asocia la quema y el baño, respectivamente, a ritos de purificación e iniciación, que
enlazan con sistemas universales de comprensión metafísica.

Inspirándose en la noción “noche oscura” de San Juan de la Cruz relaciona ese rito de transición con
un proceso de iluminación que sólo es posible experimentar entre tinieblas. A esa penumbra alude el
papel carbonizado, del que a menudo emergen asuntos relacionados con la Resurrección. Son temas
que representa también con conglomerados de hostias sin consagrar: “Retablo para la elevación”
(1999) consiste en 36000 panes eucarísticos que glosan la tabla de la Crucifixión de Isenheim de
Matthias Grünewald. Prats enfatiza la esencia transubstancial del pan sagrado, al asociarlo con una
representación del Sacrificio. El título hace hincapié en el ascenso espiritual de Jesús y la
transmisión del conocimiento cósmico al hombre, en lo que Steiner llamó el “Misterio del Gólgota”,
pensamiento que ronda varias propuestas de Prats.

El rito eucarístico de la transubstanciación del cuerpo de Cristo también había sido reinterpretado
por Michel Journiac, ex seminarista cuyas acciones artísticas se encaminaron a predicar la necesidad
de liberar los sentimientos más allá de los tabúes sociales. En “Messe per un corps” (1969), los
“fieles” comulgaron con morcillas cocinadas con su sangre, anteponiendo con ello la comunión
fraternal a la unión divina.

Ecos del Romanticismo resuenan en la obra de estos artistas, por la conciliación entre espíritu y
materia, y por la voluntad de trascender los límites racionalistas de la ciencia, aunando filosofía,
química y misticismo para explicar la experiencia en toda su complejidad. Descubrimientos
decimonónicos en el campo de la electricidad como el galvanismo y el magnetismo dieron lugar a
analogías entre el organismo y el cosmos, entre los estados psicológicos y los fenómenos materiales.
Artistas como William Blake reavivaron los fuegos alquímicos, reanudando las correspondencias
entre fenómenos terrenales y celestiales, la asimilación de los contrarios. Blake identifica el
concepto de energía con la parte impetuosa e irracional del hombre, tan necesaria como su
raciocinio. “Energía, delicia eterna” [5].

1 Entrevistado por Rachel Withers en “Roman Signer”, Berlin, ed. Friedrich Christian Flick,
cop.2007, p.147

2 www.cloaca.be

3 Presentada en la Bienal de Venecia de 2007 con el nombre de “Pulse Room”

4 CERECEDA, Miguel “Problemas del arte contemporáneo”, Cendeac, Murcia, 2006. p.155

5 “El matrimonio del cielo y el infierno”


Un paseo por la China de Uli Sigg
Lápiz: revista internacional de arte, nº 243, mayo 2008.

Las simientes del arte contemporáneo chino, cosechadas en la clandestinidad, se expusieron por
primera vez en la muestra colectiva organizada por la Galería Nacional de Pekín en 1989.
Transcurridos doce años desde la muerte de Mao Zedong, la permisividad gubernamental fue un mero
espejismo disuelto el mismo día de la inauguración, cuando las fuerzas del orden clausuraron el
evento sin preocuparse por entender el significado del disparo perpetrado por Xiao Lu sobre su obra
“Diálogo”. El cierre fue un ominoso presagio de la represión que se avecinaba: la masacre de
estudiantes e intelectuales, unos meses más tarde, en la plaza de Tiananmen, demostró que la apertura
social no se desarrollaría con la misma agilidad que la económica.

El arte de acción, lejos de amedrentarse, siguió dando quebraderos de cabeza al gobierno aun
llevándose a cabo en el extrarradio de las ciudades. El mitificado “Beijing East Village” fue uno de
sus hervideros. Artistas disidentes explotaron las posibilidades subversivas del performance y, en la
misma época, a principios de los noventa, germinaron movimientos representativos del escepticismo
reinante. Tras frustrarse las esperanzas democráticas, la ironía sustituyó en el arte al idealismo de los
años ochenta: el “Pop Político” y el “Realismo Cínico” son muestra de ello.

El astuto diplomático suizo Uli Sigg, instalado en el país, al tiempo que abría camino a las empresas
europeas para invertir en China, capitaneó el coleccionismo de arte contemporáneo local. Siendo un
terreno aún inexplorado, se propuso ir cubriendo de forma sistemática todo el espectro creativo, en
temas y lenguajes. Privilegió aquellas obras que, de algún modo, se hicieran eco de las
contradicciones inherentes a la etapa de de transición entre la Revolución Cultural y un capitalismo
feroz. Su labor recopiladora se sitúa en las antípodas de la practicada por los diplomáticos
decimonónicos que expoliaban tesoros de antiguas civilizaciones. Si éstos llenaban las arcas de su
patria con piezas de gran valor artístico, dejando fatalmente indocumentada una parte de la historia,
Sigg ha actuado como antropólogo, rescatando obras por su valor documental, que no siempre va a la
par del nivel artístico.

Para la muestra “Rojo aparte” organizada por la Fundación Miró de Barcelona, se han seleccionado
unas 80 obras representativas de su ingente colección. Los seis bloques temáticos que dividen la
exposición podrían resumirse en uno sólo: la dialéctica entre tradición y modernidad, o lo que viene
a ser lo mismo en el caso que nos ocupa, entre lo autóctono y lo occidental. Rótulos como “Mao de
trasfondo”, “La nueva China”, “Nuevas visiones de antiguas tradiciones” y “El arte occidental visto
desde China” hablan por sí solos. La voluntad de ceñir cada obra dentro de un discurso unilateral
tiende a ofuscar las particularidades, a ofrecer una visión simplificada de cada artista. Este criterio
curatorial no difiere del adoptado de forma casi clónica en otras colectivas sobre el arte actual del
país asiático [1].

La plaza de Tiananmen, antes de ser testigo del brutal sometimiento de los manifestantes, había sido
escenario de grandilocuentes actos propagandísticos. Es el símbolo por excelencia del legado de
Mao. “Respiración” (1996) de Song Dong (Pekín, 1966) es el registro fotográfico de una acción en la
que trató de fundir con su aliento la escarcha que alfombraba la mastodóntica plaza. La necedad de la
empresa parece llamar la atención sobre la dificultad de derribar, con iniciativas individuales, un
sistema que ha calado hasta los cimientos en un gobierno que sigue sacando tajada de su acervo
ideológico cuando le conviene.

Song Dong. Breathing, 1996. Fotografía.

Pero las grietas de la reliquia maoísta no pueden esconderse, parecen decirnos los Gao Brothers en
“Una instalación en la plaza de Tiananmen” (1998): las fotos muestran el emblemático retrato de
Mao Tse-tung que preside la plaza desde una perspectiva exageradamente oblicua, de manera que
acaba viéndose sólo el lado inferior del marco. El visible desgaste de la madera apunta a la imagen
mellada del líder comunista y a la incongruencia de querer preservarla.

“La nueva China”, por lo que se deduce de los artistas incluidos en este apartado, subraya el choque
cultural producto de la modernización del país. Al estampar el logotipo de Coca-Cola en urnas
dinásticas o “blanquear” vasos neolíticos, Ai Weiwei (Pekín, 1957) adapta a la realidad local el
gesto dadaísta de ponerle bigotes a la Mona Lisa. El acto de profanar una vasija Han desvirtúa la
idea de prestigio cultural, considerando que el valor de estas piezas milenarias fluctúa hoy según los
caprichos del mercado como lo hacía ayer según intereses políticos y de perpetuación en el poder.
Luo Brothers. Welcome to the world famous brands. 2000. Técnica mixta sobre tabla.

En las relucientes pinturas lacadas de los Luo Brothers, la técnica artesanal y la estética publicitaria
se alían para transmitir la dislocación existencial de una sociedad que ha vivido la transición del
comunismo al desenfreno consumista. Un Sol naciente asoma tras la Ciudad Prohibida, frente a
desfiles militares semejantes a bailes de disfraces, locomotoras convertidas en latas de Coca-Cola,
niños que enarbolan indistintamente el Libro Rojo y chapas de Fanta, o retozan sobre mullidas
hamburguesas.

En una línea similar, pero incorporando referencias explícitas al trío mítico de la Revolución
Cultural (el campesino, el obrero y el soldado), Wang Guangyi (Harbin, 1957) reubica tales héroes
en ambientes Pop, saturados de marcas del mercado global. Asimismo, lleva estos prototipos
modélicos a la tercera dimensión, donde subvierte su estatus anónimo e ideal personalizando sus
atributos. Este artista fue uno de los fundadores del citado “Pop Político”, así llamado por equiparar
las estrategias capitalistas de marketing con las propagandísticas.

Desde la sala dedicada a “los nuevos chinos” nos sonríen unos personajes de dientes disparejos y
mejillas rubicundas que delatan su procedencia rural. Exhiben orgullosos sus perros caniches
mientras son entrevistados por televisiones locales. Así ve Chang Xugong (Tangshan, 1957) a los
pujantes nuevos ricos, engalanados con joyas, estridentes americanas y corbatas de lunares. Se trata
de grandes tapices confeccionados en hilo de seda, cuyo efecto satinado acrecienta el deliberado
aspecto kitsch del conjunto. El artificio de esas identidades queda reforzado por la ardua labor
artesanal, encargada a un equipo de tejedores.

Sin embargo, las migraciones masivas a centros urbanos suelen deparar más miseria que fortuna. Luo
Han (Pekín, 1969) narra en “Un grano de arena” (2003) las desventuras de un campesino que emigra
a la ciudad. La nota biográfica, escrita con impecable caligrafía en tan breve espacio, sugiere la
insignificancia a la que se sumen estas historias individuales en el fluir imparable de una economía
que hace obsoletas formas tradicionales de subsistencia.

La columna erosionada de Sun Yuan (Pekín, 1972) y Peng Yu (Heilongjiang, 1973) no procede de
ningún edificio ruinoso sino que es en sí mismo un monumento reducido a cenizas de cuerpos
humanos incinerados, como muestra el vídeo que se proyecta al lado. Pertenecen a identidades
desconocidas, pues jamás fueron reclamados. En una sociedad donde el culto a los muertos ha sido
tradicionalmente símbolo de unidad familiar, estas muertes anónimas señalan la violencia de los
entornos urbanos y, sobretodo, la desacralización de la vida.

Zhang Xiaogang. Serie Bloodline. 1997.

Hay algo turbador en la serie “Lazos de sangre” de Zhang Xiaogang (Kunming, 1958), donde traslada
el lenguaje fotográfico de los retratos de familia a una pintura plana, nítida y prácticamente
monocroma. La nota de color la ponen filamentos rojos a modo de vínculos de sangre y enigmáticos
manchones sobre la piel que parecen insinuar lacras sociales. El propio concepto de familia fue
denostado durante el régimen comunista, pues todos los individuos, unidos por una misma causa, eran
considerados hermanos. Xiaogang recupera una iconografía prerrevolucionaria que, sin embargo, tras
el devenir de los acontecimientos, no puede ya simbolizar valores inquebrantables relacionados con
la lealtad al clan y el respeto filial. Tras la estandarización de los rostros, los ojos humedecidos
parecen llorar el requebrajo de esos enraizados sentimientos sobre los que se construía la identidad.
En algunas obras se intuye la política del hijo único, que sólo salva del parricidio a los varones,
como deja adivinar el retrato presidido por un niño que enseña sus órganos sexuales, o aquél bebé
que nos evoca un feto bañado en sangre.
Yue Minjun, Big swans. Óleo sobre lienzo. 2003.

Xiaogang fue uno de los componentes del Realismo Cínico, que dio cuenta del escepticismo
generalizado tras los sucesos de 1989. Un realismo deformado por el prisma de la ironía desplaza el
arte idealista y comprometido con el cambio social que había eclosionado en los albores de la
expresión contemporánea. El tono cáustico y socarrón de este nuevo movimiento de los años noventa
alcanza su máxima efervescencia en la obra de Yue Minjun (Daqing, 1962). En pinturas y esculturas
se autorepresenta en serie con una carcajada grotesca que deforma su rostro. Sus clones componen
escenas a menudo inspiradas en obras de arte occidental (en “La libertad guiando al pueblo”, de
1995, las figuras adoptan las mismas posturas que en el óleo homónimo de Delacroix) o en el
patrimonio milenario chino (“2000 A.D.” es un guiño a los Guerreros de Xian). Los temas elegidos
son significativos, pues mientras el levantamiento revolucionario tuvo en la Francia monárquica
consecuencias inmediatas, aunque moderadas, en China el “pueblo”, casi dos siglos más tarde, fue
silenciado con despotismo homicida. Sumidos en el hedonismo de un “mundo feliz”, los calcos
caricaturescos remiten a la homogeneidad social, a la que derivan tanto los patrones de estatus
promovidos por el capitalismo como los estereotipos heroicos a los que aspiraban los comunistas. El
artista denuncia la idolatría que corrompe cualquier cultura, basada en la repetición delirante de un
icono; como contrapartida, Yue aporta un ídolo hueco, un pelele de risa demente e idiotizada que
transmite el vacío y la ansiedad contemporáneos.

Arraigadas costumbres y técnicas milenarias fueron abolidas durante la Revolución Cultural, lo que
en parte explica la inscripción de un extenso grupo de obras bajo el epígrafe “Nuevas visiones de
antiguas tradiciones”. Las montañas biomórficas de Liu Wei (Pekín, 1965), redondeces de nalgas,
hombros y rodillas, se solapan digitalmente en una atmósfera neblinosa. Los cuerpos así mutilados,
burlan el tabú que sigue cerniéndose en China sobre el desnudo. Al mismo tiempo, Wei dialoga en
esta obra con un género condenado durante la época dictatorial, el paisaje, simulando las escarpadas
colinas que representaban en el arte milenario la integración del cuerpo en el cosmos.
También Wu Gaozhong (Changzhou, 1962) reproduce montañas que emulan los vaporosos
acantilados de la pintura clásica china, pero aquí la bruma que las circunda no es otra cosa que moho
de pan fermentado, que el artista ha modelado previamente en forma de cimas orográficas y, después,
fotografiado en un avanzado proceso de putrefacción. Los paisajes ya no exteriorizan la armonía
anímica sino una naturaleza precaria. El pasado cultural, ante la revulsiva entrada del capitalismo, se
ha convertido en una bella y escurridiza estampa, en una inaprensible visión onírica.

Zhang Huan. Family tree (in 9 parts). 2000. Fotografías.

La caligrafía es otra de las artes deconstruídas con mayor o menor acierto. Destaca la serie
fotográfica de Zhang Huan (Anyang, 1965), “Árbol genealógico”, donde caracteres caligráficos
hilvanan historias familiares sobre su rostro, extraídas de su propia vida, de cuentos tradicionales y
de proverbios sobre la idiosincrasia de su pueblo. Tras la identidad paulatinamente velada se
adivina una actitud ambivalente entre la necesidad de preservar el peso genealógico y comunitario,
tan importante en la mentalidad china, y el peligro de que este lastre socave la individualidad.

Leyendas dinásticas son revisitadas por Liu Zheng (Wuqiang Hsien, 1969) y Geng Xue (Baishan,
1983). El primero escenifica en formato fotográfico el mito de las “Cuatro bellezas” sobre el
comportamiento ejemplar de cuatro concubinas al servicio del emperador Yue. Se trataba de una
alegoría que realzaba como virtudes femeninas el sacrificio y la fidelidad al monarca, fusionando
bajo el concepto de “belleza ideal” lo físico y lo espiritual. En esta serie, féminas poco pudorosas
contradicen el ideal de pureza y sumisión que, a lo largo de los siglos, se había ido adaptando en
sucesivas actualizaciones de la historia.

“El banquete de Han Xizai” de Geng Xue (Baishan, 1983) es un sucedáneo chabacano de la exquisita
pintura homónima de la dinastía Tang, en la que se muestra la vida de despilfarro que llevaba Xizai
antes de abandonarla para convertirse en un músico ambulante. Xue hace una traslación literal en
porcelana policromada sin aportar a la historia más que exotismo kitsch al gusto europeo.

Hu Xiaoyuan. A keepsake I cannot give away, 2005. Bastidor, tejido de sarga de seda, pelo de la artista.

La obra de Hu Xiaoyuan (Haerbin, 1977) ahonda en las emociones en una obra afín al arte feminista
occidental de los años setenta, cuando Miriam Schapiro y Judy Chicago reivindicaban su lugar en la
historia del arte revalorando técnicas artesanales. Aunque en China no hay un arte contemporáneo de
índole patriarcal al que retar, el carácter confesional de sus zurcidos, realizados con sus propios
cabellos, remiten a las artistas citadas. Veinte bastidores circulares exhiben una laboriosa ejecución
de bordados de tradición cortesana (flores y pájaros) combinados con vulvas y otras partes del
cuerpo femenino. Dialoga así con distintas generaciones de mujeres, marcando el punto de inflexión
que supone el poder expresar la subjetividad. El uso del cabello como hilo rememora la antigua
costumbre de entregar un mechón al marido en muestra de fidelidad.
Shi Xinning, Duchamp Retrospective Exhibition, 2000–2001. Óleo sobre lienzo.

Dejando de lado que la categoría “El arte occidental visto desde China” incluiría prácticamente a
todos los artistas de la muestra, llama la atención la obra de Shi Xinning (Liaoning, 1969), cuyas
pinturas inspiradas en fotografías periodísticas recuerdan las “grisallas” de Gerhard Richter [2]. Si
los surrealistas se regocijaban en su búsqueda de “encuentros fortuitos” siguiendo la brecha abierta
por Lautréamont con la imagen del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de quirófano, más
delirantes son, por imposibles, las coincidencias que propone Xinning: Mao intercambiando
impresiones con McCarthy o Churchill; divirtiéndose con Marilyn Monroe o disfrutando con una
“Exposición retrospectiva de Duchamp en China”. En esta última, Mao observa absorto el urinario
(“La fuente”, 1917), símbolo de la concepción del arte como actividad puramente mental y anti-
retiniana, nada más lejos de la visión utilitarista propugnada por el realismo socialista. Xinning
traslada al óleo una fotografía en la que Mao visitaba una feria industrial, sustituyendo simplemente
el objeto de su atención. La estrategia recuerda las manipulaciones fotográficas habidas en los
regímenes totalitarios [3] para “suprimir” identidades molestas y, en general, para reescribir la
historia. La versión “utópica” de los acontecimientos propuesta por Xinning, con sus sustituciones u
ocultaciones de objetos o personas, contradice el aislamiento al que el dictador había condenado al
país. Simulando antiguas fotografías en color sepia, delata la falsedad del fotoperiodismo e introduce
distintos niveles de significación.

En una línea similar, el videoartista Zhou Xiaohu (Changzhou, 1960) reinventa eventos históricos y
actos públicos sirviéndose de personajes animados de arcilla. En “Celebración obsesiva del siglo”
(2003) satiriza sobre la parafernalia que rodean los desfiles militares y el recurso del ceremonial
para dar crédito a las mixtificaciones mediáticas.

El género del documental es el que en mayor grado recala en la propuesta videográfica. “San Yuan
Li” (2003), dirigido por Ou Ning (Zhangjian, 1978) y Cao Fei (Guangzhou, 1969), reseña el proceso
de absorción de un pueblo por la ciudad de Cantón. Convertido en barrio marginal que subsiste con
sus granjas y talleres de artesanía, el día a día transcurre lento y ajeno al ajetreo que, dos calles más
abajo, protagonizan los yuppies entrando y saliendo de rascacielos y torres de oficinas. La actitud
comprometida respecto a una realidad cambiante, también presente en “Otro lugar para vivir” (1999)
de Wang Jianwei (Shuining, 1958), tropieza con un lenguaje rudimentario y cansino, basado
meramente en el contraste entre planos larguísimos y montajes picados, de manera que nos someten a
la contemplación del desagüe goteante de una chabola hasta agotar nuestra paciencia, y acto seguido,
nos acribilla un número excesivo de contracampos de edificios acristalados.

Si en los documentales se echa en falta el ahondamiento narrativo, en “Vuela, vuela” (1997) de Jiang
Zhi (Yuanjiang, 1971) la fuerza reside, en cambio, en la simplicidad y el carácter evocador de unas
manos que emulan el vuelo de un ave en un habitáculo claustrofóbico. El hacinamiento insalubre de
los apartamentos en las megalópolis contemporáneas redunda metafóricamente en la frustración de
los deseos en el seno de una sociedad que estigmatiza o convierte en tabú orientaciones sexuales
heterodoxas.

El resto de artistas de “Rojo aparte” reinciden con menor ingenio, según el parecer de esta cronista,
en los mismos temas: éxodo rural, urbanización, recuperación de técnicas ancestrales… En la
muestra se observa una pretensión historiográfica que, además de ser prematura, es parcial y
eurocéntrica. El sesgo se aprecia, por una parte, en la ausencia de obras que ilustren la aportación
del “arte extremo” [4] (a pesar de ser practicado por algunos de los artistas de la muestra), que
desde los años ochenta, a pesar del tono amarillista que le han dado los canales de difusión [5], es el
único lenguaje que se ha atrevido a evidenciar sin tapujos la hipocresía social: ante los abortos
masivos a consecuencia de la política del hijo único (Zhu Yu, Zhang Huan); ante la explotación, la
miseria y la prostitución que han traído consigo las reformas económicas (Chen Guang); ante las
secuelas de los crímenes políticos en la consciencia colectiva; en temas de género e identidad (Ma
Liuming), o en relación al empobrecimiento espiritual que conlleva el contagio de los valores
occidentales (Wu Gaozhong, Xiao Yu, Sun Yuan y Peng Yu). Por otra parte, las obras reunidas
denotan el gusto occidental por la “chinoiseries” [6], aunque en lugar de importarse cargamentos de
porcelana y seda para hacer arte “a la chinesca”, como ocurría en el siglo XVIII, se va a buscar
directamente el producto manufacturado: Mao convertido en icono pop, paisajes tradicionales en
tinta tatuados sobre torsos desnudos, soporíferos trabajos caligráficos, carteles publicitarios lacados
en colores chillones, etc. El tópico del virtuosismo y la meticulosidad artesanal también abunda en la
exposición. Muchos de los artistas expuestos gozan ya de reconocimiento internacional, y sus obras
alcanzan elevadas cotizaciones. Algunos parecen sentirse a gusto con el encasillamiento de sus
propuestas, repitiendo ad infinitum la misma imagen: sea una niña observando el crecimiento urbano
[7], estampados florales tradicionales (8) o la miscelánea de productos de consumo y emblemas
maoístas. El arte chino, quizás por carecer del peso teórico de los ismos europeos, no se recrea en lo
autorreferencial; al contrario, nos atrae precisamente por su carácter intuitivo. Pero aquellos artistas
que, mimados por el mercado y los media, convierten una buena intuición en su sello, traicionan esa
inmediatez que propició su éxito.

Cuando aún no se ha curado la resaca de la represión de Tiananmen, la imagen fascista de las


autoridades chinas se renueva con las intervenciones violentas para sofocar las últimas
manifestaciones en Lhasa, que se iniciaron pacíficamente en recuerdo de la revuelta fallida contra la
ocupación del Tíbet por las tropas de Mao. Sea en forma de “crítica social o refiriéndose al ámbito
de las sensibilidades humanas”, dice Sigg [9], el arte chino se hace eco de lo que acontece en el país.
Pero las obras seleccionadas de su colección tratan temas de actualidad de manera desapasionada,
como si se evadieran de una realidad incómoda. Los artistas son los más hábiles para sortear la
censura y denunciar la tiranía que subyace tras el panfleto aperturista, sin necesidad de hacer arte
político. No está de más aprovechar la oportunidad que nos brindan.

1 Por ejemplo, “Made in China: arte contemporáneo de la Colección Estella”, en el Museo de


Jerusalén, septiembre 2007

2 Así llamadas por su reducción cromática a la gama de grises, se basaban también en fotografías
mediáticas en blanco y negro.

3 Aunque también abundan los ejemplos en los sistemas supuestamente democráticos

4 Así llamado al accionismo de carácter más radical

5 A raíz del documental emitido por la BBC “Beijing Zwings” en enero 2003

6 Artesanía realizada en Europa imitando modelos chinos, una moda generalizada en el siglo XVIII

7 Weng Fen

8 Liang Yuanwei

9 “Vermell apart: art xinès contemporani de la col·lecció Sigg”, Fundació Joan Miró de Barcelona,
2008, pag. 182
Gregory Crewdson: la muerte entre las flores
Lápiz: revista internacional de arte, nº 242, abril 2008.

Las megalópolis de cristal y hormigón como caldos de cultivo en los que fermenta la creciente
deshumanización, la alienación y la decadencia moral del individuo están siendo sustituidas, en el
cine contemporáneo, por zonas residenciales de idílica apariencia [1]. Los suburbios toman el relevo
a la gran ciudad para escarbar en las entrañas de psiques resquebrajadas, obnubiladas por la
vacuidad de la vida en provincias, por el devenir anodino en barrios donde las casas, con sus
jardines recortados, son idénticas unas a otras, donde la imaginación tiene vetada su entrada.

Gregory Crewdson (Nueva York, 1962), haciéndose eco de este desplazamiento psicogeográfico,
ambienta sus fabulaciones fotográficas en hogares de clase media norteamericana, situados en
parajes suburbanos de edénica apariencia. La primera gran retrospectiva europea del artista termina
su recorrido en la Galerie Rudolfinum de Praga, tras pasar, entre otras ciudades, por Hannover,
Salamanca, Linz y Roma. Un mismo “leitmotiv” hilvana las seis series que conforman su trayectoria:
dar forma al concepto freudiano de “lo siniestro” a través del acervo visual colectivo construido a
partir de la mitología cinematográfica. Freud definía “lo extraño inquietante” como el brote de lo
aterrador y enigmático en el seno de la cotidianeidad; aquello que debiera permanecer oculto (en el
subconsciente) se manifiesta, con lo que lo real pierde su condición material y racional, dando
cabida a los miedos y anhelos más turbadores. En la obra de Crewdson aflora lo amenazante, lo
reprimido, en cada resquicio de intimidad; juega con la tensión creada entre lo familiar y la incursión
de lo extraño. Pero lo que aporta singularidad a su trabajo es el análisis que subyace de la
sensibilidad estadounidense sobre temas como la belleza, el desarraigo, la alienación, la ausencia, la
soledad y el deseo; considerándola desde el filtro mitificador de la realidad fílmica.

Gregory Crewdson. De la serie Dream House. 2002. Fotografía.

Cuando observamos sus fotografías nos da la sensación de estar frente un fotograma de una película
ya vista, pero que no acertamos a reconocer, pues lo que vemos es una magnífica abstracción, un
compendio de imágenes cinematográficas que subyacen en nuestro imaginario compartido. En la serie
“Dream House” (2002) este fenómeno queda acentuado por el hecho que los propios actores son
estrellas de cine, a quienes, además, asociamos con un tipo de películas protagonizadas por familias
disfuncionales: Julianne Moore (“Short cuts”, “Magnolia”), Philip Seymour Hoffman (“Magnolia”,
“Happiness”), Dylan Baker (“Happiness”), etc. Precisamente en “Happiness”, Todd Solondz retrata
con frío distanciamiento el hastío existencial al que llega una familia de un suburbio de New Jersey,
donde la incomunicación, las apariencias y la represión-frustración de los deseos son la causa de
todos los traumas. Pensamos en la cobardía del padre pedófilo (Baker) cuando observamos esa
fotografía de la familia reunida alrededor de la mesa que se rehúyen la mirada; y esa otra de Moore
en camisón nos recuerda la escena de una insomne Linda (“Magnolia”) sentada al borde de la cama
junto a su marido moribundo.

Gregory Crewdson. De la serie Twilight. 1998-2002. Fotografía.

Ya en “Twilight” (1998-2002) Crewdson asumió el papel de director de cine, rodeándose de un


completo equipo técnico. La voluntad de crear un “mundo perfecto”, explica el artista en varias
entrevistas, entra en conflicto con la imposibilidad de hacerlo. Es precisamente esa “tensión
psicológica” [2] lo que le interesa. En el proceso de producción (el absoluto control sobre cada
detalle de la puesta en escena) y de posproducción (montaje digital), ese detallismo da como
resultado imágenes que parecen ir más allá de la realidad, supliéndola por el simulacro, por la
“hiperrealidad”, como diría Jean Baudrillard. Crewdson va más allá de las posturas de fotógrafos
posmodernos como Cindy Sherman o Jeff Wall, con quienes se le ha comparado, puesto que parte de
la premisa de que nuestro conocimiento de la realidad es mediatizado, de que entendemos nuestras
angustias existenciales sólo cuando las vemos simuladas en una pantalla. Con ellos comparte el
interés por la puesta en escena teatral, cinematográfica, pero si Sherman criticaba la falsedad de los
mitos de Hollywood a través de sus fotos, Crewdson acepta y utiliza la capacidad de la máquina
cinemática para reducir nuestra vida, nuestros sentimientos, en estereotipos, en abstracciones a través
de las cuales nos reconocemos. Al definir sus fotografías “películas de un solo fotograma”, alude a
su intención de comprimir el potencial narrativo de un film en una sola imagen. Sus escenografías
evocan lugares genéricos, abstractos, que encajan con el concepto de simulacro de Baudrillard. Son
escenarios icónicos, que se deleitan en su condición fantasmagórica y mediatizada.

La atmósfera surreal de “Twilight” entronca con el género de ciencia ficción, pero también con
cineastas que se sirven del “atrezzo” para aludir a estados mentales alterados. Aparecen en la serie
personas que, como zombis, se concentran en actividades compulsivas y aparentemente absurdas: un
hombre construyendo un cono de césped en el garaje; una mujer inutilizando el salón con montículos
de flores, un niño, en el baño, introduciendo su brazo en el desagüe, escarbando, quizás, en las
entrañas de los oculto, en los recovecos mohosos de la mente. También vemos gente que parece
presta a ser abducida por fuerzas extrasensoriales, sometida a rayos de luz en mitad de la noche. Se
han comparado estas imágenes con escenas de “Close Encounters of the Third Kind” de Steven
Spielberg, donde el personaje de Richard Dreyfuss reconstruye de manera obsesiva una figura con la
forma de la montaña donde habrán de aparecer los alienígenas. Las visiones cósmicas que
deslumbran a los “elegidos” y la variedad de reacciones de éstos ante la esperada llegada también
puede parangonarse con las diferentes actitudes de los retratados por Crewdson. Para Roy
(Dreyfuss), huir con los extraterrestres es lo único que puede salvarle de su asfixiante y anodina
existencia. También podemos entrever algo parecido a la esperanza en esta serie, una confianza en
que más allá de la mediocridad de nuestra vida, nuestro espíritu inconformista, nuestra fantasía,
permanece a flote.

Gregory Crewdson. De la serie Twilight. 1998-2002. Fotografía.

La casa, en el cine, es a menudo metáfora de la psique. Así sucede en “Repulsión” de Roman


Polanski, cuando las paredes del apartamento de Carole se agrietan como su propia mente enferma; o
cuando la progresiva putrefacción del conejo abandonado en el plato alude a la paulatina
incapacidad de raciocinio, al lento pero imparable proceso de incursión de lo reprimido. Lo
irracional, la naturaleza indomable, también entra en los hogares en las fotografías de Crewdson: las
habitaciones anegan a trágicas Ofelias, los árboles atraviesan los tabiques… Pero en el triunfo de lo
reprimido se abren las puertas de la ilusión, de la libertad individual. Ello se expresa en forma de
fábula infantil en “Edward Scissorhands”, donde en una urbanización de casitas homogéneas color
pastel, el “sueño americano” que quieren representar se viene abajo con la llegada de un engendro
que poco a poco irá desvelando lo monstruoso que se esconde tras capas de aparente normalidad. La
mansión gótica de Eduardo simboliza el contrapunto a la mediocridad de ese barrio reticular y
aséptico, la imaginación frente a la vulgar.

A la misma conclusión que Tim Burton llegó Diane Arbus con anterioridad, fotógrafa que despierta
en Crewdson gran admiración. Arbus retrató con lirismo la enajenación, la población marginal
norteamericana. Se sirvió de la ambigüedad visual para descifrar, a través de un rico elenco de
“freaks”, la monstruosidad que aflora en la sociedad.

“Twilight” asocia simbólicamente el crepúsculo con el momento en que las fuerzas indómitas de lo
desconocido empañan la realidad. El cielo adquiere una tonalidad azul oscuro que precede a la negra
noche, las farolas se encienden, la luz artificial convive con los últimos destellos de luz natural.
Crewdson se sirve de la iluminación para conjugar ambientes metafísicos, exteriores sumidos en
nebulosas cósmicas, interiores que parecen acogedores a través de las ventanas, haces de luz
sesgando las escenas, nimbando a los personajes, etc. En “Hover” (1996-1997), la única serie en
blanco y negro, no contaba aún con la expresividad lumínica que tan importante papel juega en el
resto de su obra.

Gregory Crewdson. De la serie Hover. 1996. Fotografía.

La imposibilidad de comunicarse, la sensación de que los personajes están movidos por fuerzas
ajenas a sí mismos, son temas que afloran en todas las series, pero en “Hover” se produce una
dislocación más evidente de la realidad al utilizar un lenguaje de apariencia documental y objetiva.
Otra diferencia con el resto de su obra es el punto de vista elevado; la cámara planea sobre el mismo
tipo de urbanizaciones horizontales, de casas con setos delimitándolas. Pero en lugar de estar
habitadas por vecinos curiosos, atentos a cualquier anomalía en las vidas ajenas para poder cotorrear
en el supermercado, nos encontramos con personajes sumidos en una especie de trance. Observan
impertérritos a enormes osos hurgando en el cubo de basura, a un hombre recubriendo de césped la
carretera delante de su casa, o una mujer haciendo otro tanto con parterres. Un jardinero corta el
césped trazando círculos concéntricos, mientras otro círculo misterioso aparece en un jardín vallado.
Es obligada la alusión a las señales circulares que aparecen en los maizales de “Signs”, así como a
otros fotogramas de la película, especialmente la incidencia en los columpios solitarios mecidos por
el viento. Night Shyamalan utiliza en sus films lo sobrenatural para indagar en miedos endémicos al
ser humano, sometiéndolo a situaciones límites que le harán replantear sus valores. En “Signs”,
inspirándose en un caso real acaecido en Inglaterra, dijo sentirse atrapado por la belleza mística que
destilaban esas formas perfectas, que a través de los media removieron espíritus y crearon leyendas.

Precisamente, en su perfección, el círculo puede verse como metáfora de ese mundo armonioso cuya
imposibilidad desvela Crewdson. Pero también como la presencia de algo que escapa a la razón.
Aparece asimismo en una fotografía de “Natural Wonder” (1992-1997), donde un círculo de huevos
es custodiado por aves que reproducen la misma forma perfecta. En esta serie, pájaros de vistosos
colores llevan a cabo rituales que escapan a la comprensión humana. La naturaleza se manifiesta en
todo su cruel salvajismo, llegando a absorber cuerpos humanos dando lugar a híbridos perturbadores.
Los colores saturados y el artificio deliberado en la representación (pájaros disecados, escenarios
construidos en el estudio) nos recuerda la estética de un perverso cuento de hadas. Si en “Twilight”
lo reprimido podía ser percibido como algo parcialmente liberador, aquí la visión es ominosa, sin
apenas margen para la esperanza. La naturaleza amenaza con terminar con la civilización, empezando
por derribar la salvaguarda de nuestra intimidad, el hogar, idea claramente expresada en la fotografía
de la ventana infestada de insectos de una idílica casita de madera.

Stephan Berg [3], comisario de la exposición, ha citado la similitud de los fragmentos corporales
devorados por los arbustos con el recurso iconográfico de la oreja cortada, rodeada de insectos,
utilizado en “Blue Velvet”. Más allá del detalle visual, para el que David Lynch dijo inspirarse en la
mano cercenada por hormigas de “Un chien andalou”, “Blue Velvet” ejemplifica esa otra realidad
que asoma tras el más idílico de los mundos. Tras mostrarnos en imágenes arquetípicas la vida diaria
de un apacible pueblo norteamericano, la oreja cortada que el protagonista encuentra en un
descampado es la puerta que se abre a lo sórdido e inquietante.

Buñuel y Dalí establecen un paralelismo entre las hormigas y la pulsión sexual. El “amour fou” es un
elemento subversivo que permite al hombre escapar al orden. Crewdson utiliza en “Natural Wonder”
la metáfora de los insectos y la naturaleza para hablar también de una liberación drástica del
raciocinio, sin posibilidad de la vuelta atrás.

“Beneath the roses” (2003-2005), a diferencia de “Natural Wonder”, rehúye el artificio. Las
localizaciones son reales, los protagonistas son habitantes del pueblo. Los exteriores muestran una
comunidad moribunda: letreros que ofrecen “vida independiente” parecen satirizar sobre el estado
hipnótico de los habitantes, que vagan en estado de trance; los coches, como sus amos, son incapaces
de dirigirse a ningún lugar: los vemos parados en mitad de la calle, con las portezuelas abiertas.
Incendios y desastres naturales se manifiestan de nuevo, para demostrar la impotencia de los
hombres. En el bosque, un hombre trata de esconder unas maletas bajo tierra, quizás intentando
preservar lo más preciado ante el dantesco peligro que se avecina. Pues todos parecen paralizados
por el miedo, como si intuyeran una catástrofe definitiva. La melancolía y el fatalismo también
enturbian los interiores: mujeres en el tocador mirándose en el espejo sin reconocerse; sangre
deslizándose por las ingles de una joven que, enclavada en el suelo, se mantiene al margen de su
suerte; la misma actitud ausente asume un hombre que permanece sentado en el sillón mientras su
casa se viene literalmente abajo.

Gregory Crewdson. De la serie Beneath the roses. 2003-2005. Fotografía.

Sin embargo, la esencia equívoca de la obra de Crewdson nos enseña que incluso en la más nefasta
visión de la realidad existe un resquicio para la esperanza. En este caso, esa nota de color la ponen
el ave posada en el mueble y la alfombra de flores sobre la cama. El título “Debajo de las rosas”
parece hacer referencia a aquello que se encuentra tras la belleza aparente de lo mundano. Las flores,
que aparecen de manera reiterada en la obra de Crewdson, sugieren la naturaleza domesticada,
cultivada. Simboliza todo aquello que se desmorona cuando lo siniestro entra en la escena doméstica.
Es difícil no pensar en las implicaciones simbólicas de la rosa en “American Beauty” (Sam Mendes).
El propio título de la película hace referencia a una variedad de rosa cultivada artificialmente para
adquirir una belleza perfecta. Para salvaguardar ese universo de ilusorio esplendor, los protagonistas
sacrifican su identidad construyendo otra que encaje con una imagen exitosa de su vida. A lo largo
del film, las excentricidades de cada uno irán aflorando, desmintiendo el mito de familia modélica.
Existen claros paralelismos con la obra de Crewdson, quien también retrata, en emplazamientos
periféricos similares, la desconexión de la realidad a la que conduce el creerse el cuento del sueño
americano.

Crewdson aprovecha las limitaciones narrativas de la fotografía, pues en la imagen congelada, a


diferencia del cine, el espectador puede incorporar su propia experiencia, urdir su propia trama a
partir de ese instante ambiguo, lleno de incógnitas. El poder sugestivo de la imagen fija abre las
compuertas del subconsciente, propiciando la mistificación de los recuerdos personales y nuestro
imaginario mediatizado.

El repertorio visual y conceptual de Crewdson es básicamente cinematográfico, pero no podemos


dejar de citar la recuperación y actualización de la tradición pictórica y fotográfica estadounidense.
El propio artista ha expresado su afinidad con la obra de Edward Hopper: la carga sicológica de sus
paisajes estadounidenses, los personajes femeninos ensimismados en habitaciones desangeladas, el
sentimiento de desarraigo que se desprende de su visión de la sociedad americana. El choque entre la
naturaleza y la civilización se manifiesta también en Andrew Weyth, heredero del realismo psíquico
de Hopper: como en Crewdson, Weyth utiliza el recurso de la ventana para enfrentar un interior
ordenado, demasiado impoluto para ser habitable, y un exterior amenazante. Lo inquietante también
empaña las frívolas escenas de Eric Fischl, que nos hablan, a través de la vida íntima de la clase
media americana, de una sociedad neurótica y decadente.

En cuanto a la fotografía, el propio Crewdson se considera heredero del fotoperiodismo


norteamericano, como cronista gráfico de la vida cotidiana en su país. Con el sentido de la precisión
de Walker Evans, pero a través del prisma deformante de sus propios temores y anhelos, el artista,
como Robert Frank en “The Americans”, muestra, más allá de los paisajes estadounidenses, sus
“paisajes interiores”, su propia interpretación de la distopía contemporánea.

1 Sánchez-Navarro, Jordi Arquitectures del temor: la ciutat atemporal, en "La ciutat dels cineastes",
Barcelona Art Report 2001, pag. 116-120

2 Entrevistado por Bradford Morrow en “Gregory Crewdson: dream of life”. Universidad de


Salamanca, 1999. ISBN: 847800097

3 Stephan Berg El lado oscuro del sueño americano, en "Gregory Crewdson: 1985-2005". Hatje
Cantz Verlag, cop. 2007
Los fósiles del futuro, según Hyungkoo Lee
Lápiz: revista internacional de arte, nº 239, enero 2008.

En las postrimerías del siglo XX, un buen número de artistas alertaban sobre los peligros de
desmaterialización del cuerpo en el ciberespacio, de la pérdida de su dimensión sensorial en un
mundo reducido a pautas informáticas. Al reflexionar sobre el alcance de la ingeniería genética,
algunos imaginaban una sociedad distópica en la que la individualidad se desvanece, una comunidad
virtual poblada de criaturas sin rasgos fisonómicos, sin identidad. Otros, como si fuesen
biotecnólogos, rediseñaron el cuerpo humano sometiéndolo a una experimentación constante,
“perfeccionándolo” mediante prótesis electrónicas y neuronales.

Hyungkoo Lee. Coyote Roadrunner. Cartoon Skeletons. 2007. Resina, aluminio, alambre, latón y pintura al óleo.

Hyungkoo Lee se mofa de todo ello al tiempo que recorre el camino inverso. En lugar de proyectar la
inmersión de la humanidad en un magma electrónico, rescata para el mundo analógico aquellos entes
que nunca existieron más allá del tubo de rayos catódicos: personajes de dibujos animados tales
como Bugs Bunny o el Correcaminos.

Este artista coreano recrea la estructura ósea de nuestros compañeros de la infancia partiendo de
estudios científicos. Rodeándose de paleontólogos, equipara los esqueletos de animales reales con su
adaptación a la fisonomía de estas criaturas antropomórficas de Disney y Warner Bros. Su proceso
de trabajo es meticuloso, y pasa por los dibujos de huesos y músculos con una precisión que
recuerda los fascinantes estudios anatómicos de Leonardo Da Vinci. En ellos analiza no sólo la
estructura, sino también su fuerza motriz y sus órganos internos. Posteriormente, realiza un modelo en
arcilla a partir del cual obtendrá la escultura definitiva en resina pintada, esto es, una radiografía en
tres dimensiones de Tom y Jerry (“Felis Catus” y “Mus Animatus”), Willie Coyote y el Correcaminos
(“Canis Latrans” y “Geococcyx Animatus”), el pato Donald y sus enervantes sobrinos (“Anas
Animatus” y “Animatus H, D y L”). Los nombres en latín, como si anunciaran el registro de una nueva
especie, participan de una ambigua irreverencia hacia la ciencia que recorre toda la obra del artista,
quien hace guasa de las pretensiones de la medicina al tiempo que emula el rigor de sus métodos.

Hyungkoo Lee. Bugs Bunny Cartoon Skeletons. 2007. Resina, aluminio, alambre, latón y pintura al óleo.

La osteología pop, aplicada a los personajes que pueblan nuestro imaginario infantil, también se ha
ganado el interés del artista griego Michael Paulus, quien en la serie de bocetos “Skeletal system”
(2002-2007) dedicada a caricaturas como Pedro Picapiedra, Betty Boop, que ni reducida a puros
huesos pierde su coquetería, Bubbles, cuyas grandes órbitas oculares le dan un sospechoso aspecto
alienígena, y tantos otros. El procedimiento es sencillo e intuitivo (sobre un papel transparente traza
la estructura ósea partiendo del contorno del personaje dibujado debajo), y la nostalgia que transita
bajo su pátina irónica no está presente en Lee.
Hyungkoo Lee. Altering Facial Features with Device-H5. 2003. Fotografía.

De hecho, en la exposición “The Homo Species” presentada en la 52ª edición de la Bienal de


Venecia, Lee incursiona en los “orígenes de la vida”, tratando de diseccionar las causas del
sentimiento de inferioridad física y cultural de los asiáticos frente a los occidentales. A pesar del
“boom” reciente que las películas de animación coreana han experimentado en el mercado europeo,
sobre varias generaciones de coreanos pesa el “background” hollywoodense. Si con los “Animatus”
Lee escarba en los cimientos de una cultura hegemónica, con sus “Objectuals” intenta hacer frente a
las “carencias” fisiológicas de su pueblo, siempre a través de un prisma cáustico. Así, idea cascos
transparentes con lentes de aumento para agrandar sus sesgados ojos orientales o mejorar el aspecto
de su dentadura; guantes que maximizan sus raquíticas manos o cuencos que multiplican sus glándulas
mamarias. La sencillez técnica (botellas rellenas de agua, plásticos reciclados, lentes deformantes)
remplaza la cirugía plástica a la que llegan a someterse algunos artistas, o la manipulación digital de
la que se sirven tantos otros para aludir a la maleabilidad de la naturaleza humana, a los cánones
dominantes de belleza o a la diferencia racial (en “The human race machine” Nancy Burson invitaba
al público a escanear su rostro transformando sus rasgos en variaciones étnicas a la carta). Con ello,
el insolente coreano parece reducir todo el debate sobre la posthumanidad al más oscuro absurdo.

En el Pabellón coreano de la Bienal el artista ha reproducido el interior de un museo de historia


natural, en cuyas vitrinas los huesos reales de aves se confunden con imaginativos diseños
tridimensionales. La pieza estrella la conforma la pareja indisociable Tom y Jerry, el gato que
persigue eterna e infructuosamente al escurridizo ratón. En una sala sumida en la oscuridad, la silueta
huesuda del enfurruñado felino, congelado en un instante de pleno dinamismo, nos atrapa como si de
una magnífica pieza de ingeniería se tratara. A un metro de distancia, el pequeño Jerry parece
mofarse de sus ínfulas predadoras. Dibujos de otras criaturas de la serie “Animatus” muestran un
grado de precisión sorprendente. Por ejemplo, reconstruye convincentemente la desviación de la
columna vertebral de un cuadrúpedo tal como hubiera sido si caminara sobre las patas traseras.

Cuando nuestra retina ya se había adaptado a la oscuridad del “yacimiento de fósiles”, en la


habitación contigua nos deslumbra el aséptico “laboratorio”, con utensilios de un blanco impoluto,
camillas de quirófano, y todo tipo de artefactos caseros para transformar el físico e, incluso,
estimular zonas erógenas. Los aparatos con lentes deformantes tienen la peculiaridad de actuar en una
doble dirección: no sólo proyectan una imagen distinta del “yo” sino que también permiten percibir
una visión del mundo que incremente la autoestima. El artista pone sobre la mesa la ingenuidad de la
psicología humana con los recursos aparentemente más inocentes.

En sus video-performances Lee deambula por ambiente urbanos enfundado en su traje de


paleontólogo posnuclear, con el que trata de llevar una vida ordinaria, camuflándose entre los
turistas. Ello se ve a menudo frustrado, pues el aspecto alienígena no suele pasar desapercibido. Sin
embargo, en la pieza realizada para la bienal el artista recorre los laberínticos callejones de la
ciudad “flotante” y se toma un café en la terraza de una concurrida placita, sin llamar especialmente
la atención entre los turistas, quienes quizás sólo lo consideren un fanático del célebre carnaval. Pero
en lugar de visitar la Galería de la Academia nuestro mórbido científico prefiere examinar con lupa
las fétidas cloacas y tomar un “vaporetto” hasta el cementerio. De esa excursión deducimos que
sacará nuevos hallazgos de los que podremos gozar en exhibiciones venideras. Como Leonardo, Lee
disecciona cadáveres para reproducir anatomías fidedignas, pero al coreano no le interesa encontrar
el hombre vitrubiano de perfectas proporciones, pues a medida que la civilización avanza queda más
claro que la naturaleza humana no tiende precisamente hacia el ideal de belleza “divina”.

Examinando la relación equívoca entre el arte y la ciencia que establece Lee, su interés por trazar
árboles genealógicos alternativos, por la medicina forense, y sobretodo, su apuesta por diversificar
los estándares de lo humano, me viene a la mente la obra de Christine Borland. “From life” (1997)
consiste en la reconstrucción del físico de una persona a partir de su esqueleto. Documentándose,
como Lee, con osteólogos y otros especialistas médicos, Borland devuelve la identidad a un muerto
anónimo. Aunque empieza por donde Lee acaba (la estructura ósea), se percibe una afinidad entre
ambos planteamientos: la voluntad de re-personalizar al individuo, despersonalizado por el frío
raciocinio de la ciencia.

En “Infantile parálisis” (1999), Borland anima un grabado decimonónico de un niño con distrofia
muscular, haciéndolo caminar cogiéndose los pies con las manos. Aparte de reflexionar sobre las
posibilidades motrices aplicadas a un cuerpo disfuncional, la artista poetiza la enfermedad. También
en “Treasury of human inheritance” (2000) hace frente, con una obra de belleza perturbadora, al
camino hacia la “perfección” humana por el que avanza la ciencia: un árbol de familia realizado con
piedras preciosas traza la transmisión hereditaria de una enfermedad muscular a través de varias
generaciones.
Hyungkoo Lee. Huey, Dewey and Louie. Cartoon Skeletons. 2007. Resina, aluminio, alambre, latón y pintura al óleo.

Este canto a la diversidad y a la disfunción (o a funciones menos evidentes), también está presente en
Lee. Los personajes animados, creados por imperios multinacionales, son caricaturas del
comportamiento humano. Adquieren personalidades que despiertan nuestra simpatía o nuestra
aversión; las relaciones que se establecen entre ellos reflejan de forma simplificada las tribulaciones
de nuestra sociedad. El antropólogo Claude Lévi-Strauss divisó en el conflicto irresoluble entre Tom
y Jerry el dualismo imperante en la política norteamericana entre demócratas y republicanos. La
bipolaridad, presente también en la trifulca Correcaminos–Coyote o Bugs Bunny–Elmer el cazador,
sería extensible al enfrentamiento entre comunismo y capitalismo, suplantado por la lucha entre
Occidente y los países árabes. Casi todos representan relaciones de vasallaje y dependencia en
distintos grados. Lee deconstruye los personajes (espejos deformantes de nosotros mismos) desde su
fisonomía, pero ésta también puede decir mucho de sus anhelos y voluntades. De acuerdo con la
denostada teoría lamarckiana, la evolución de las especies viene influida por la herencia de
costumbres y deseos de los ancestros. Darwin no consideró tales ideas incompatibles con su teoría
de la selección natural, auque sí rechazó la visión vitalista de Lamarck, quien consideraba que las
especies evolucionaban hacia la perfección. Para Darwin la variación hereditaria es aleatoria. El
crítico coreano Jae Chun Choe [1] observa en la interpretación fósil de Lee cierta aceptación de las
premisas de Lamarck, pues los grandes dientes del conejo sabelotodo, las piernas ultra-desarrolladas
del Correcaminos o las largas mandíbulas del Coyote parecen ser producto de anhelos frustrados en
los hábitos depredadores de sus antepasados. Siguiendo en esta línea, deberíamos interpretar la
desproporcionada cabeza del “Homo Animatus” como producto del creciente uso que de ella hace
nuestra especie generación tras generación. En este sentido, a diferencia de Choe, no percibo una
visión optimista en la obra de Lee; más bien observo una prefiguración macabra de especies
disfuncionales, que si bien la herencia de caracteres y deseos de sus progenitores les permiten
incrementar algunas funciones, eso no conlleva necesariamente una evolución positiva en el sentido
lamarckiano. Los hombrecillos del futuro emplearán su desmesurado cerebro en convertir la Tierra
en un yermo contaminado y sin recursos naturales; y los Toms y Jerries del planeta pasarán el resto
de su existencia en una carrera en círculo, pues un cuerpo más veloz no le servirá a Tom para atrapar
a un Jerry capaz de idear cada vez estrategias más complejas para escapar de las garras opresoras.

Los pies y manos del “Homo Animatus” adoptan curiosamente la forma de las extremidades en los
“cartoons” que Lee reinterpreta, enormes y con tres o cuatro dedos. Si los dibujos animados deben su
anatomía al narcisismo antropocéntrico, el homúnculo de Lee tiende al zoomorfismo, pero de forma
similar a como los animadores de “cartoons” simplifican, quizás con fines estéticos, a los animales
de la infancia. Tras la constatación de nuestra similitud genética con el resto de animales del planeta,
no sorprende que la nueva especie humanoide “descubierta” por Lee tenga un aspecto aún más
ridículo que el insignificante ratón “Mus Animatus”. Y es que el futuro es de las ratas, según las
previsiones de paleontólogos evolucionistas como Dougal Dixon, cuyo trabajo sobre el registro fósil
Lee ha tenido en cuenta para extraer sus propias lucubraciones. Dixon prevé que unos 50 millones de
años tras la extinción de la especie humana serán los roedores quienes se adueñarán del planeta, cuya
capacidad de adaptación les permitirá adquirir con el tiempo mayor tamaño, robustez y habilidades
para la caza.

Lee pertenece a una generación de artistas que ya no se plantean el destino de una sociedad en la que
una nueva política eugenésica determinará la diferencia de clases: entre aquellos que puedan
permitirse mejorar su descendencia desde el punto de vista biológico (hacer niños a medida, sin
defectos congénitos, incrementar su capacidad intelectual) y los que no. Pues para Lee, como para
Dixon, el hombre acabará sucumbiendo por su propio afán autodestructor, a pesar de todos sus
intentos por mejorar la raza y hacerla adaptable a cualquier entorno. Y es que “el futuro ya ha
pasado, ténganlo siempre presente”, afirma con plena razón el dibujante humorista Miguel Brieva en
una viñeta de la revista “Dinero”.

1 Jae Chun Choe, “Neo-cambrian imagination”, en Hyungkoo Lee: The Homo Species, 2007,
catálogo publicado por el Pabellón Coreano para la 52ª edición de la Bienal de Venecia
Tiempos difíciles para los profesionales del arte
Zut, nº6, otoño 2007, pp. 69-78

El último bastión por derribar: el galerista

La primera ruptura extrema con el arte oficial la protagonizaron los futuristas, quienes no vacilaban
en equiparar los museos con cementerios, aunque fueron los dadaístas, con su proclama anti-arte,
quienes disolvieron todos los límites impuestos al acto creativo. Con casi un siglo de distancia, la
guerrilla cultural ha encontrado en Internet una plataforma idónea para atacar impunemente desde el
anonimato: personalidades múltiples como Luther Bisset o activistas del net-art como 01.org siguen
colapsando los discursos hegemónicos desde barricadas cibernéticas. Hoy más que nunca, en que la
cultura institucional se hace engañosamente permisiva, el espíritu rebelde se ampara en identidades
camaleónicas o camufladas (véanse las subrepticias incursiones en museos de Banksy) para
postergar, que no evitar, su irremediable asimilación al mainstream. Este escrito se centra en
aquellos artistas que ni se plantean la emancipación, bien al contrario, entran por la puerta grande
que el mundo del arte abre a aquellos que intuye potencialmente incómodos. Se pretende aquí
analizar el alcance de la autocrítica del arte desde dentro del sistema, concretamente la que pone en
el centro de su diana la figura del “experto”, galerista o crítico, que se gana la vida a expensas de
esta disciplina tan ambigua. Como veremos, requiere no poco ingenio entrar en el juego y romper las
reglas sin ser expulsados.

Uno de estos artistas consentidos por el mundo del arte es Erwin Wurm, cuya excentricidad contagia
al público, sometiéndolo con someras “instrucciones” a las más extravagantes posturas para
enfundarlo en atuendos de disfuncional diseño. De modo similar persuade a sus galeristas: cuando
“engorda” con cojines a los curadores Raphaela Platow y Peter Weiber (serie Curator/Imperator,
2002), reafirma su posición de lideraje en el mundo del arte, pero también les concede un carácter
ambivalente, entre temible y cómico. El artista maneja el concepto cambiante de sobrepeso: lo que
antiguamente era signo de salud y opulencia hoy tiende a verse como mera gula, avidez en el más
amplio sentido del término.
Erwin Wurm, Kissing Gerald Matt(Be nice to your curator), 2006. Fotografía. Cortesía de Hatje Cantz Verlag, Ostfildern.

La serie Be nice to your curator (2004-2006) es un comentario irónico sobre los clichés que
enturbian la imagen del mundo artístico: las estratagemas arribistas en el trato con los galeristas, o la
proliferación de homosexuales en el ámbito curatorial. En estas fotografías, Wurm sostiene en brazos
a directores de museos, los sienta en sus rodillas o los besa en los labios. Los magnates del
competitivo entramado mercantil en que se ha convertido el arte contemporáneo urden tiranas
relaciones de dependencia que Wurm se limita a comentar con gags entrañables, cuyo mérito añadido
es lograr la abierta colaboración de los auspiciadores de tales sobornos emocionales.

A menudo las muestras de afecto se ven salpicadas de guiños históricos: es el caso de la fotografía
en que el artista introduce barras de chocolate en la boca del director del Ludwig Forum for
Internacional Art. El matrimonio Ludwig llevó a cabo gran parte de su patrocinio artístico gracias a
la industria del chocolate.

En otras obras, escenifica de forma literal las relaciones jerárquicas entre los próceres del arte,
como ocurre en el doble retrato fotográfico Don’t trust your curator (2007), donde una réplica de
Thomas Krens (director de la Fundación Guggenheim de Nueva York) sobre un pedestal se recorta
sobre la espectacular arquitectura del Guggenheim de Bilbao. En el nicho del basamento asoma
Ariane Grigoteit (directora del Deutsche Bank Collection, una de las colecciones de arte más grandes
del mundo), pilar de una corporación sin cuyo apoyo el Guggenheim no hubiera podido extender sus
ramas por distintas capitales de Europa.

Wurm desgrana el frágil equilibrio que sustenta nuestra personalidad y coherencia, basados en la
construcción de corazas frente a los demás, con las que creemos marcar cierto estatus. Al restar
credibilidad a esas segundas pieles, pervirtiendo su estética o función, o desmontando los
tejemanejes que esconde la escalada social, perdemos nuestra entidad. Y en ese estado, nos ponemos
a su disposición para seguir fielmente sus “instrucciones”, metáfora del comportamiento autómata del
hombre contemporáneo, que ha cedido, de forma seudo-consciente, el control de cuerpo y mente.

Maurizio Cattelan. A perfect day. 1999. Fotografía. Colección Castello di Rivoli.

También Maurizio Cattelan arroja dardos envenenados de sarcasmo hacia sus marchantes. A finales
de los noventa, decidió suplantar las obras por “tableau vivants” protagonizados por los propios
directores de las galerías. Convenció a Massimo De Carlo para dejarse precintar en la pared como si
de un molesto insecto se tratara (A perfect day); su galerista parisino Emmanuel Perrotin cedió a la
auto-parodia embutiéndose en un falo de peluche con orejas de conejo, en alusión a su donjuanismo
(Errotin Le Vrai Lapin).

El componente biográfico llega a ser en ocasiones tan intimidante para su víctima que ésta rehúsa
seguirle el juego. Uno de los proyectos no realizados fue Ileana I love you, en el que proponía a
Stefano Basilico disfrazarse con una muñeca representando a Ileana Sonnabend llevándole en
hombros, pues el galerista había sido durante años pupilo de esta mítica coleccionista.

Existen muchas conexiones entre Cattelan y Wurm, más punzante el primero, más de cómico de cine
mudo el segundo, pero ambos conscientes de que no van a subvertir un sistema del que forman parte,
de que sus impertinencias cuentan con el beneplácito de la institución que les deja “holgazanear” a
sus anchas. De hecho, en su actitud existe una voluntad manifiesta de no trabajar, de identificar el arte
con la indolencia: el escapismo de Cattelan (sábanas atadas para huir por la ventana, robar obra de
otro haciéndola pasar por suya, vender su stand a una agencia publicitaria para que expongan sus
perfumes) existe también en Wurm (quien, en una serie protagonizada por él mismo, sustituye los
arrebatos de inspiración usualmente asociados a la genialidad por profanas “instrucciones para la
holgazanería”).

Sirviéndose del humor, tratan de templar la rigidez del pensamiento en todos los ámbitos de la
existencia y, en el caso del arte, de ampliar sus miras. No quieren abandonar la institución,
simplemente ensanchar su permisividad. La apariencia superficial de estas propuestas les permite
infiltrarse sin trabas en el sistema, mostrando su corrupción de manera tan o más efectiva a como lo
hacían los movimientos anticapitalistas de los sesenta, cuya creencia utópica en la posibilidad de
existir fuera del mainstream o de acabar con él les hacía vulnerables. ¿Qué provo o situacionista
hubiera logrado que los directores de una galería asumieran el papel de salvajes leones en una pieza
titulada Tarzán y Jane?

BANK, en las postrimerías del siglo XX, fue un ejemplo residual de la lucha, loable pero
infructuosa, por la autogestión. El grupo no sólo se mantuvo al margen de los canales comerciales del
arte británico, sino que muchos de sus actos estuvieron destinados a desvirtuar el devenir
hollywoodense del arte contemporáneo. Y es que nació durante el boom de los YBA, generación de
Young British Artists que el publicista Charles Saatchi había llevado a la cumbre de una ola que aún
colea. Mediante escritos paródicos de la escena londinense e instalaciones caóticas de autoría
colectiva, BANK se enfrentaba al creciente individualismo asociado a esa maquinaria promocional,
encaminada a endiosar a unos pocos artistas sensacionalistas y silenciar al resto. Con acciones
disparatadas emulaban la psicosis del arte contemporáneo: en la performance Gallery Winner, el
artista Wayne Lloyd asumió el papel de galerista tiránico y neurótico, obligando a los visitantes a
barrer o a sostener pinturas contra la pared. Sin dejar de fumar compulsivamente, arrojaba el
ordenador al suelo mientras chillaba histérico a un teléfono que no cesaba de sonar. Apostaban por
un arte democrático, a todos accesible: llenaron su mítico BankSpace de zombis hambrientos de
mentes (Zombie Golf ironizaba sobre las ínfulas intelectualoides del arte); lo transformaron con
esculturas y objetos nevados de cocaína en cuya cima luchaban estrellas pop y filósofos (“Cocaine
orgasm”). De entre sus impertinencias cabe citar la campaña destinada a mejorar los comunicados de
prensa de las galerías (Press Release), que devolvían con correcciones gramaticales y consejos para
mejorar.
Dionís Escorsa. Non si sa dove. 2006. Registro de acción.

Algo de desidia a lo Cattelan hubo también en la acción del videoartista Dionís Escorsa, Non si sa
dove, que consistió en el secuestro simulado de Andrea Sassi, director de la galería Dispari &
Dispari (Regio Emilia, Italia), con el fin de ahorrarse una exposición programada para mayo de
2006. El gesto frustraba las ansias pecuniarias del galerista (simbólicamente, claro) al tiempo que
cuestionaba la necesidad de un espacio físico para crear o exponer. Desde la página www.slow-
light.net se puede acceder a una crónica visual de los acontecimientos, salpicada de reflexiones
sobre la revalorización de una obra como resultas de su desaparición, sobre la violencia (que incluye
una entrevista a una testigo del secuestro real del galerista y artista Yoshua Okon en La Panadería,
extinta galería alternativa de México D.F.), o sobre el vacío como creación.

Hacia una estética de la ausencia

Este último punto, el silencio elocuente como única manera de decir algo, nos retrotrae a tempranas
propuestas conceptuales, de los años sesenta, que abortaron programas expositivos impidiendo la
entrada a la galería (Daniel Buren selló el umbral de la Gallerie Apollinaire con sus características
telas a rayas), con un simple letrero en la puerta (During the exhibition the gallery will be closed,
Robert Barry), emitiendo certificados médicos (Marcel Broodthaers acreditó así que su “buena salud
mental” le impedía crear obra por una temporada) o encerrando en cajas herméticas supuestas obras
que nunca podrán ser vistas (de nuevo Broodthaers).
Marcel Broodthaers. Musée d'Art Moderne, Département des Aigles, Section Financière. 1970-71. Cortesía: Galerie Beaumont,
Luxembourg.

Esas actitudes trataban de purificar el arte, devolverle su función primigenia (espiritual, profética),
involucrándose con su momento histórico, dejando de servir ideologías e intereses mercantiles.
Broodthaers consideraba que el arte sólo recuperaría su función cultural cuando fuera consciente de
su propio grado de alienación; sólo parodiando el proceso de cosificación impuesto por el museo,
podía el artista evitar que su obra acabara asimilándose a una industria cultural homologada. Así, en
Décors convierte las obras en objetos decorativos; y en el imaginario Museo de arte moderno,
departamento de las águilas, establece un cáustico paralelismo entre el arte y la publicidad.

Con más de treinta años de distancia, artistas como Artemio siguen frustrando la tendencia fetichista
del objeto artístico: El traje del rey, que consistió en un simple gancho clavado en la pared, fue un
sardónico comentario sobre la ciega avaricia de marchantes y directores de museos. La célebre
fábula del iluso soberano que perdió parte de su fortuna por un traje cuya belleza sólo sería visible
para las almas más elevadas, también apuntaba a los intereses materiales del visitante, poniendo en
cuestión el carácter desinteresado del goce espiritual ante una obra de arte.
Gustav Metzger pintando con ácido hidroclórico sobre nylon. South Bank, Londres, 1961-1966.

También Santiago Sierra explota la noción de improductividad para hacer evidenciar la


imposibilidad del diálogo con la institución: en 2004, despojó un museo belga de toda obra y
accesorio, sacando incluso los cristales de puertas y ventanas. Como protesta por la política de
inmigración del Partido Popular, en la Bienal de Venecia de 2003 tapió la entrada principal del
pabellón español, obligando a entrar por una puerta secundaria a la que sólo se accedía mostrando el
DNI. En el interior, no había más que ruinas de un muro, en alusión al abandono de las zonas
fronterizas.

La destrucción como creación también puede estar asociada a la voluntad de llegar al público
directamente, sin intermediarios oportunistas: con esa idea Jim Avignon, en la Documenta de Kassel
de 1992, invitaba a los visitantes a destrozar sus obras, que se reproducían día a día entre sus manos
como a un Prometeo el hígado, aunque sintiendo más placer que dolor al ver devorada una y otra vez
su creación. Poner de los nervios a los galeristas con la realización de pinturas media hora antes de
la inauguración es otra de sus estrategias para causar confusión en el roñoso sistema de divulgación
artística. Gustav Metzger, autor del manifiesto Arte Auto-Destructivo (1959), es el padre de este tipo
de gestos anticomerciales, con pinturas corroídas al ácido y otras propuestas que no trascendieron el
plano teórico.

La cultura y el lenguaje tradicional también han caducado para Oleg Kulik, quien en los años noventa
llevó a cabo una serie de performances en los que asumía la personalidad de un perro. En Dog
House recibía a los visitantes a cuatro patas, llevando, como único complemento de su cuerpo
desnudo, una cadena atada al cuello que sólo se quitaba cuando alguien osaba franquear su
“territorio”, abalanzándose sobre su víctima y contradiciendo el dicho “perro ladrador, poco
mordedor”. El escándalo estalló cuando un crítico fue mordido por desatender las claras
indicaciones de mantenerse a distancia. La policía irrumpió en la galería llevándose al hombre
perruno, quien tuvo que claudicar finalmente al lenguaje articulado, presionado por su marchante, y
escribir la carta Why I have bitten a man. Esta obra fue un preámbulo de su visita a los yanquis, I
bite America and America bites me, en la que se paseaba por las calles neoyorquinas como
indomable ser canino y dormía en una casa de perro construida, con sistemas de alta seguridad, en la
galería.

Oleg Kulik. Dog House, performance. Farkfabriken, Stockholm, 1996

De origen ucraniano, Kulik desarrolló sus primeras obras en plena etapa de transición post-soviética.
El sentimiento de vasallaje respecto Occidente está muy presente en toda su producción: el perro
simboliza al hombre ruso incivilizado que los países capitalistas pretenden educar. En un sentido más
general, el artista vislumbra el eclipse del antropocentrismo, flirtea con el concepto de buen salvaje
rousseauniano, proponiendo un nuevo entendimiento con la naturaleza y los animales: en
instalaciones posteriores (como en esa casa en la que cohabitan hombres y perros, de paredes
empapeladas con ilustraciones de un Kamasutra zoofílico), concibe el matrimonio con perros como
una apuesta por la recuperación de nuestra esencia “animal”. En la misma línea, fundó un “partido
animal” para hacer frente a la desintegración política de su país.

Los más odiados: los críticos

En Dog house, la dentellada a un crítico no fue, supuestamente, un acto premeditado. Pero los
críticos de arte, sumidos en el mismo engranaje oxidado que galeristas y marchantes, han despertado
el mayor recelo entre los artistas. El altercado más sonado lo protagonizaron los miembros de la
Internacional Situacionista irrumpiendo en una reunión de la Asamblea de Críticos de Arte en
Bruselas (1958). Se lanzaron octavillas entre los asistentes, con proclamas como “No tenéis ya nada
que decir” y “Os reduciremos al hambre”. En un manifiesto, leído previamente por teléfono a algunos
de esos críticos convocados, los situacionistas les culpaban de obstaculizar el pleno desarrollo de un
arte subversivo y revolucionario.

Y es que, como decía Oscar Wilde, “en los mejores días del arte, no existían los críticos de arte”.
Para el escritor irlandés, el cometido del crítico no es analizar el contenido “moral o inmoral” de una
obra, sino apreciarla estéticamente y “traducir de un modo distinto” ese deleite visual: “los que
encuentran intenciones feas en cosas bellas están corrompidos”. Eso mismo debía pensar Kitaj
cuando concibió, en 1997, una mordaz serie de escritos y pinturas contra los críticos de arte como
respuesta a los corrosivos abucheos de la prensa inglesa hacia sus últimas exposiciones. En una de
las obras, un soldado con los rasgos del artista fusilaba a un monstruo agónico cuya larga lengua
viperina estaba salpicada por las palabras “yellow press”. La composición se inspiraba en
Ejecución de Maximiliano de Manet, artista que también había sido víctima de la incomprensión de
la crítica.

Intimidar al público

Chris Burden. Samson. 1985. Instalación. Henry Art Gallery, Washington.

Otra forma de poner la zancadilla al galerista es amedrentando a sus clientes potenciales. Uno de los
ejemplos históricos más ilustrativos fue la exposición Samson de Chris Burden (Henry Art Gallery,
Washington). Dos largas vigas de madera quedaban aprisionadas contra las paredes de la sala
mediante unos gatos hidráulicos sujetos a un torniquete por donde entraban los visitantes. Con cada
entrada a la galería, un engranaje hacía ensanchar los gatos, de manera que la presión contra los
muros aumentaba, quedando en suspense la posibilidad de venirse abajo si se superaba cierto
número de visitas. El aparatoso artilugio, metáfora del Sansón bíblico, convertía a la galería en un
“templo de filisteos” condenado a la demolición, proceso en el que el propio público devenía
cómplice. Burden realizó esta obra en los años ochenta, como culminación de toda una carrera
cuestionando la necesidad de producir obras de arte, la utilidad de los museos y la función de los
espectadores.
Sin el componente siniestro de Burden, pero culpabilizando del mismo modo al espectador de la
devastación involuntaria de un espacio expositivo, la instalación Terremoto de Tere Recarens
consistió en el paulatino destrozo de objetos frágiles con el simple deambular del público sobre unos
tablones inestables. Frente a las exageradas normativas de los museos a permanecer a dos metros de
distancia de las preciadas obras para no dañarlas ni con el aliento, propuestas como las de Recarens
generan al instante una mezcla de desconcierto y embarazo, haciéndonos reír acto seguido de nuestro
propio bochorno. La artista, en obras como Terremoto o Beige (donde el público queda atrapado
dentro del recinto expositivo), examina nuestras reacciones cuando los patrones de conducta
habituales son transgredidos.

Joey Skaggs, uno de los más veteranos y ocurrentes culture jammers, propuso para el Espacio de
Arte Contemporáneo de Castellón una pieza destinada a frustrar las ansias cleptómanas de aquellos
que se acercaran al museo. Art Attack (2002) consistió en un videojuego en el que el espectador era
invitado a manejar un joystick en forma de pistola. La pantalla mostraba, a través de una cámara de
vigilancia instalada en la fachada del edificio, a transeúntes que rondaban por las cercanías,
objetivos del francotirador eventual. Unos altavoces llenaban el ambiente de resonancias bélicas,
emitiendo sonidos de disparos y repitiendo con voz neutra “Atención. Te encuentras en zona de
ataque al Arte”. Skaggs concibió esta obra en respuesta a reiterados saqueos de bloques de mármol
del frontispicio del museo. La propuesta, que generó fuerte controversia entre los organizadores,
planteaba paradójicas colisiones entre sentimientos connaturales del hombre, como su esencia
samaritana y un irrefrenable voyeurismo; se interrogaba sobre la frontera entre el entretenimiento y la
violencia, entre el deleite artístico y la realidad emocional.

Usurpar el lugar del curador

Marcel Broodthaers fue uno de los primeros artistas, a finales de los sesenta, en asumir el rol de
“director de museo”, ingeniando sus propias curadurías, inauguraciones, conferencias…, todo ello
cargado de un ácido sentido del humor. El citado Museo ficticio de Arte Moderno constaba de
múltiples secciones, cada una de las cuales le servía para parodiar tanto la supuesta originalidad de
una obra de arte (las secciones históricas incluían postales con reproducciones de obras de arte
emblemáticas de cada época) como el criterio de clasificación establecido por los museos (la
sección de figuras reunía un sinfín de objetos heterogéneos que tan sólo compartían la imagen de un
águila), evidenciando su carácter aleatorio.

Con pocos años de diferencia, Daniel Spoerri ideó varias versiones de un Museo Sentimental, en el
que, obviando todo afán taxonómico, compartían un mismo estatus piezas artísticas realizadas por
amigos suyos, objetos triviales y figuras devocionales. En su apología a la banalidad, el artista
subvertía las rígidas relaciones jerárquicas impuestas por la museografía.
Mark Dion. Locker. Tate Thames Dig. 2000. Instalación. Cortesía: Colección Tate.

Broodthaers iba más allá de la ortodoxia del arte conceptual, pues reconocía que incluso el mensaje
era digerido como mercancía por los profesionales del arte, por lo que su objetivo era marear la
perdiz con lecturas múltiples y ambiguos significados. Prendió una mecha sobre la crisis de la
representación que hoy sigue echando chispas: artistas como Mark Dion perpetúan la desconfianza
hacia la validez de la metodología institucional para construir discursos sobre la “verdad” científica
o histórica. Incita al público a desvelar los mecanismos empleados por los especialistas para
imponer su propia ideología. Proyectos como New England Digs o Tate Thames Digs son fruto de un
estudio de campo en el que el artista asume, sucesivamente, el papel de arqueólogo, taxonomista y
comisario de exposiciones. Se rodea de un equipo de “exploradores” que le ayudan a componer su
propio “gabinete de curiosidades”: reproducciones de especimenes con los que reescribe su
“historia natural”; “descubrimientos” en el fondo del Támesis, en los lugares que soportan
instituciones culturales (Tate Museum y Globe Theatre), vinculando los fósiles, objetos de cerámica
y detritus urbanos encontrados con el origen simbólico de estos edificios. Una vez expuestos en
vitrinas, eludiendo deliberadamente cualquier criterio cronológico o discursivo, Dion insta al
público a deshacerse de ideas preconcebidas y adoptar su propia interpretación.

Otra forma de luchar contra la progresiva estandarización cultural la propone Vladimir Arkhipov,
quien va rastreando pueblos olvidados de su Rusia natal para meter en su mochila cestas de madera,
escabeles con florituras, ratoneras, espantapájaros… A medida que va engrosando con nuevas
adquisiciones su Museo de Objetos Artesanales, el espectador más voluntarioso va cayendo en un
sopor parecido al que hace mella al escuchar la labor de una de esas onegés creadas para la
preservación de lenguas autóctonas.

Maurizio Cattelan. The Wrong Gallery. 2005. Cortesía de Marian Goodman Gallery, New York & Kunsthaus Bregenz.

Maurizio Cattelan ocupa también el puesto privilegiado del marchante para infiltrarse en la
oficialidad artística. En 2002, junto a dos editores italianos abrió, en el corazón de Manhattan, una
galería de metro cuadrado, The Wrong Gallery, cuyas exposiciones sólo podían apreciarse a través
del cristal de una puerta infranqueable. El espacio se ofrecía a curadores espontáneos para cobijar
desinteresados programas expositivos. Con presupuesto mínimo, pero llegando a implicar a artistas
tan cotizados como Martin Creed, Paul McCarthy y Jason Rhoades, la galería ponía en jaque la
megalomanía que carcome el mercado del arte. En Art Basel de Miami presentaron una reproducción
a escala de la galería, a modo de hornacina con puerta de cristal y luz eléctrica independiente, dando
una vuelta de tuerca más a la transgresión de los recursos implicados en el sistema cultural. El lema
Now everyone can be a dealer garantizaba la accesibilidad de una profesión sobrevalorada. Al
tiempo, el hecho de exponer indiscriminadamente originales y réplicas elevaba el valor del objeto
múltiple. Apropiándose de las estrategias de marketing de prestigiosas galerías, The Wrong Gallery
editó una publicación propia (The Wrong Times) e inauguró para la Bienal de Berlín (2006) una
“franquicia de guerrilla” de la galería Gagosian, pirateando el logo de las establecidas en Londres y
EUA.

Pero, ¿quién dijo que el galerista heroico ha muerto?

Guillaume Apollinaire encarnó a un tipo de crítica visionaria que hoy se encuentra en franco receso.
Intuyó la relevancia histórica de movimientos como el cubismo o el fauvismo; presagió la llegada del
surrealismo teorizando sobre una tendencia artística siete años antes de que André Bretón redactara
el primer manifiesto.

En los tiempos que corren, parece que el marchante ya no puede ser un iluminado como Apollinaire o
Paul Durand-Ruel (el descubridor de los impresionistas); triunfa aquél que entiende y acepta los
parámetros del éxito en la época que le ha tocado vivir; aquél que promueve un arte que ofrece la
proporción justa de repulsa y seducción para generar debate. El modelo es Charles Saatchi. Debutó
en el mundo artístico con muestras cuyos títulos (Sensation, Apocalypse) son indicativos de la
estética de choque buscada. Se sirvió de sus dotes publicitarias para que los artistas por él
encumbrados llegaran a las primeras listas del mercado internacional en cuestión de meses. Tras un
incendio que devastó parte importante de su colección, retomó el liderazgo con un nuevo espacio
expositivo en Londres y ramificando su presencia en la Red. En la era de You Tube no podía ser otro
que Saatchi el artífice de Your gallery, donde artistas de todo el globo pueden presentar sus trabajos.

Pero el marchante heroico no ha muerto: el galerista Marat Guelman, en cuya sala de exposiciones
moscovita se ha gestado el arte más contestatario e impertinente de la Rusia contemporánea, apoyó a
artistas como Oleg Kulik y AES Group cuando eran unos completos desconocidos. Estos últimos
presagiaron, con más de un lustro de antelación, la ola de miedo que se avecinaba en Occidente
respecto el Islam (Islamic Project, 1996). Punzantes comentarios sobre la actualidad internacional y
sobre la historia local actúan como revulsivo en una sociedad en la que perduran fósiles soviéticos
como la “Unión de Artistas de Rusia”, entidad que ha erigido fuertes querellas contra Guelman. Su
galería ha sido asaltada por neo-nazis y chovinistas antigeorgianos; en la Bienal de Moscú de 2005
fue denunciado por diputados de la Duma Estatal por exponer arte “antipatriótico”. El dúo Blue
Noses son quizás los artistas que más dolores de cabeza ha reportado al estoico galerista. En la diana
de sus fotografías de sátira política, los distintos estrategas que mueven las fichas de las relaciones
internacionales se disputan el centro. Los movimientos emblemáticos de la vanguardia rusa tampoco
escapan de la burla: en la serie de abstracciones kitchen suprematism pringaban con restos de
comida la impoluta asepsia defendida por Malevich. El galerista británico Matthew Bawn, otro
atrincherado contra la banalización del arte, compró a Guelman algunas obras de Blue Noses, pero
no logró traspasar la frontera rusa por llevar bajo el brazo una caricatura de Vladimir Putin y de una
terrorista islámica con zapatos de tacón y ropa interior de lo más sexy bajo el austero chador.
Guy Colwell. The Abuse. 2004.Acrílico sobre tela.

No es necesario que un país esté sufriendo las consecuencias de una difícil transición sociopolítica o
que cargue con un pasado de legendaria represión cultural, para que la censura más flagrante siga
manifestándose impunemente. De hecho, si en Rusia Guelman siempre ha salido victorioso de las
querellas, en EUA galeristas como Lori Haigh han acabado claudicando ante las amenazas fascistas
de aquellos que no soportan ver dañada la imagen gubernamental. En 2004, la exposición de la obra
The Abuse de Guy Colwell en su galería de San Francisco propició una escalada de insultos y
agresiones físicas tal que la llevaron a cerrar el espacio. En la pintura, soldados norteamericanos
torturan con descargas eléctricas y humillaciones a iraquíes desnudos, recreando las vejaciones
ocurridas en la prisión de Abu Ghraib. Colwell fue un audaz artista de cómic inmerso en la
contracultura californiana de finales de los sesenta. En libros ilustrados como Inner City Romance,
la ciudad devenía una jungla apocalíptica con barrios dominados por guetos que intentaban levantar
barricadas ante una violencia estatal recalcitrante. Colwell emigró a la pintura sin pena ni gloria,
hasta que el escándalo suscitado por Abuse rubricó su fama.

Si en los albores del siglo XX se consideró degenerado aquél arte que rompía con los cánones del
lenguaje figurativo, a principios del XXI se considera escandaloso aquél que, con o sin humor,
reseña la época de tinieblas en la que se sume una sociedad que no duda en condenar el mínimo gesto
anti-nacionalista. Pero es justamente la creencia en el poder del arte para intervenir en la opinión
pública (una facultad que parecía perdida) lo que siembra la esperanza en que se recupere su papel
de “revelador de las condiciones históricas” del que habla Benjamin Buchloh al referirse a la obra
de Broodthaers. Los artistas que quieran hacerse oír seguirán necesitando mecenas que se hagan eco,
mediante potentes amplificadores, de sus creaciones.
El arte del sabotaje: guerrilleros, bromistas y hackeadores
Replicante, nº 11, primavera 2007.

El Centro de Patafísica de Chicago celebró con una memorable “boutade” la desocultación, prevista
para el 2000, de esta ciencia jarryniana de las excepciones y de las “soluciones imaginarias”. El
colegio patafísico parisino, que nació en 1948 para conmemorar los cincuenta años del Dr. Faustroll,
engendro de Alfred Jarry, anunció en 1975 un cese temporal de su actividad. Y qué más acertado
para alumbrar el renacimiento de esta ilustre “sociedad de investigaciones eruditas e inútiles” que
poner en jaque a los más prestigiosos museos e instituciones arqueológicas de Europa. Desde las
trincheras estadounidenses se hizo llegar a una veintena de museos (entre ellos, el Británico, el de
Antropología de Madrid, el Louvre y el de Arte e Historia de Bruselas) la fotografía de un “hallazgo
prehistórico” pidiendo información del arqueólogo Helix Ferbert. Sólo el Museo de Antigüedades
Nacionales de París se dio cuenta del intercambio de iniciales con Felix Herbert, profesor de Jarry
que le inspiró el personaje de Ubu Rey, y de la sospechosa similitud del “hallazgo” con esta
personificación única y mil veces remedada de la desmesura y la mezquindad, reconocible por el
cráneo cónico y el emblemático ombligo en espiral.

Jarry, los patafísicos y, entre ambos, los dadaístas, pueden considerarse los primeros hackeadores de
la cultura oficial. Liberaron la creación artística de los límites temporales, pues sus gestos y anarquía
lúdica no han perdido un ápice de su frescura y modernidad, logro de permanencia al que aspiraba
sin conseguirlo todo el arte serio y acartonado del que hacían mofa.

En la era digital las posibilidades desinformativas y contraculturales con las que cuentan los artistas
crecen exponencialmente: el camuflaje y el intercambio de identidades, las personalidades proteicas
y múltiples, la construcción de mitos imaginarios y mediáticos, prácticas orientadas al “copyleft” o
libre acceso de la información (dentro y fuera de la Red), incursiones en el terreno del “ad jamming”
(la distorsión conceptual de imágenes publicitarias) y del “culture jamming” (el uso de los medios de
comunicación y sus estrategias sembrando confusión en sus estructuras de poder), encuentran su lugar
idóneo de expansión en Internet, no sólo como plataforma desde la que lanzar sus diatribas
antisistema sino como campo de tiro desde el que incomodar y cuestionar impunemente el orden
imperante.
Banksy. The Peckham rock painting. 2005.

Las subrepticias incursiones de Banksy en museos londinenses y neoyorquinos prolongan, en el


mismo tono desinhibido de los patafísicos, el discurso antisacramental del arte. El artista, disfrazado
con gabardina y barba postiza [1], colgó sus obras en el Museo Británico (un cavernícola empujando
un carrito de supermercado, grabado en una piedra de aspecto rupestre) y en los de Historia Natural
de Nueva York (un escarabajo equipado con alas de avión, misiles y antena de satélite) y de Londres
(una rata graffitera con gafas de sol y pote de spray). Mimetizando sus creaciones con el entorno (una
lata de sopa warholiana en el MOMA, un retrato de militar con atavío colonial en el Museo de
Brooklyn) y satinándolas con un “sutil” toque subversivo (una máscara antigas, pintadas pacifistas)
denuncia temas candentes como el miedo prefabricado al terrorismo, a la par que desacraliza y pone
en situación embarazosa estos templos del arte, pues ante la inoperancia de los museos, los fraudes
han tenido que ser revelados por el propio artista en Internet. Menos desapercibida pasó la réplica
de goma de un preso de Guantánamo que plantó en Disneylandia.

Aparte de su lugar de nacimiento, Bristol, nada se sabe del personaje que se esconde tras el
seudónimo de Banksy. Convertido en artista de culto, son referentes de la contracultura sus stencils
representando a policías besándose, guardias de Buckingham orinando, ratas anarquistas cortando
cadenas, pájaros vandálicos destrozando cámaras de seguridad, códigos de barras como verjas de
prisiones y las “oportunidades de fotos” (de esos lugares pintorescos _ y sin pintadas callejeras_
elegidos por los turistas).

Obras como “Trust no one”, una amalgama mundana de la Estatua de la Libertad y la de la Justicia de
Old Bailey (Londres), dan fe de la horda de prosélitos que este hackeador urbano se ha ido forjando
con los años: una multitud de graffiteros se congregaron en Clerlenwell de Londres para ver cómo la
destapaban. En la ceremonia, un cómplice de Banksy puso voz a sus palabras: “Este es un nuevo
monumento para Londres, dedicado a los corruptos, ladrones, embusteros, arrogantes y estúpidos ...”,
apostillando: “En definitiva, está dedicado a todo el sistema legal británico”.
Space Hijackers. Police Victory Party. 2006, Peter Marshall.

Varios colectivos de activistas han reprochado a Banksy el doble juego acomodaticio que practica,
pues sus manifestaciones anticapitalistas a menudo cuentan con el beneplácito del propio sistema.
Los también ingleses Space Hijackers han boicoteado alguna de sus exposiciones. El grupo se define
como “secuestradores de espacios”, anarquitectos que luchan contra la hegemonía espacial,
económica y social de las corporaciones. Entienden la anarquitectura como medio del que dispone
cualquier persona para “adaptar y ampliar el significado y la esencia de cualquier espacio”, para
enriquecer con sentidos fluidos y cambiantes cada entorno arquitectónico [2]. Ello enlaza con la
noción de “deriva” del Situacionismo: la experimentación psíquica de la ciudad, entendida ésta como
lugar recreativo y placentero, no productivo. El componente lúdico, insurreccional y anarquista
propugnado por Debord y Lefebvre está presente en cada una de las acciones de los Hijachers. Una
de las más recientes fue la invasión de “megastores” londinenses haciéndose pasar por asistentes y
anunciando en sus camisetas rebajas a mitad de precio, despertando a un tiempo la avidez de los
compradores y el desconcierto de los vendedores. También en el 2006, celebraron el “Mayday
Police Victory Party” como alternativa a las tradicionales marchas sindicales en el Día de los
Trabajadores, fecha idónea para ridiculizar la autoridad. Delante del Banco de Inglaterra se
improvisó una fiesta de falsos policías, cuyos disfraces los camuflaron entre la pasma real que llegó
a aguar la fiesta. En el mismo año, Space Hijackers intervino los semáforos de toda la ciudad
poniendo, sobre el botón que permite el paso a los peatones, letreros como “Anti terror print finger
scanner” o “Is the UK gobernment doing a good job?”, obligándolos a elegir una única opción por
respuesta. Denunciaban con ello las estrategias coercitivas de índole orwelliana que impregnan los
discursos Blair – Bush para ganarse el soporte popular en su cruzada contra el terrorismo.
Yomango. Portada de El Libro Rojo. 2005.

Acciones antiglobalización de los Hijackers, como la invitación a artistas locales a exponer su obra
en los lavabos de cadenas de tiendas y restaurantes, para dar un tinte más personal a cada barrio,
tienen un parangón más cáustico en los españoles Yomango [3]. Este colectivo practica la
iconoclastia corporativa mezclando iconografía maoísta con conocidos eslóganes publicitarios,
erigiendo como emblemas paródicos al líder de la revolución comunista china y a la cleptómana de
alto standing Winona Ryder. En el hilarante “Libro Rojo”, un manual de técnicas de robo, explican
algunos de sus allanamientos subversivos, como el “Yopito”, que consistió en hacer saltar, mediante
tarjetas manipuladas, las alarmas antirrobo de un supermercado madrileño provocando tal
desbarajuste y detenciones fraudulentas que los propios confabuladores aprovecharon para
aprovisionarse de un buen jamón y una botella de sidra, tomando buena nota, desde una distancia
prudencial, de la evolución de los acontecimientos. Paralelamente, han diseñado una línea de ropa
con bolsillos ocultos para facilitar el escondite de los objetos mangados (Artmani, Pret a Revolter) y
bolsos provistos de forros que anulan la radiofrecuencia que activa las alarmas de las tiendas. Se
trata de moverse en el mismo campo del enemigo _la moda y la publicidad_ tergiversando su
intención.

Consciente de que las protestas cívicas de nada sirven, Yomango optó por la desobediencia civil
directa, difundiendo la proclama “dinero gratis”, campaña asociada a un “estilo de vida” (como hace
la publicidad), en este caso, robar impunemente. Divertirse es para ellos un elemento clave del
programa, como indica el nombre corporativo que cobija sus actividades: “Sabotaje Contra el
Capital Pasándoselo Pipa” (SCCPP).
Los miembros de Yomango aparecen vinculados a La Fiambrera Obrera [4], proyecto cuyos límites
de actuación quedan desdibujados por el gran número de colaboraciones que van llevando a cabo. Su
actividad, que a menudo se enmarca en la iconoclasia patrimonial, busca la vinculación real con
agentes sociales que permitan ir más allá del puro simulacro artístico. Así, por ejemplo, la eventual
“Área de investigación y censo pétreo” de la Fiambrera llevó a cabo un censo de los “parados de
piedra” que ocupan las ciudades de Valencia, Sevilla y Madrid. Ante los interrogantes suscitados por
tanto personaje ilustre sin oficio ni beneficio, se hizo un estudio antropológico sobre la comunidad
pétrea con el fin de reinsertar laboralmente a santos (¿quizás montarían una ONG?), soldados
desconocidos y demás vidas ejemplares. No faltaron irónicas alusiones al patriarcado pétreo, pues
mientras los varones eran santos o generales, las mujeres no pasaban de alegorías. Les colgaron
cartas de presentación, las cuales no cayeron en gracia entre los urbanos, pues les valió una citación
judicial por “colocar material publicitario en monumento público” y “desacato a la autoridad”. La
Fiambrera puso sus “parados pétreos” a disposición de la “Asamblea de Lucha contra el Paro de
Sevilla” para apoyar las movilizaciones que exigían transporte público gratuito a los desempleados.
Diseñaron para la ocasión pegatinas indicadoras de los asientos reservados a los parados en las
“paradas” de autobús, inspiradas en las que señalan la preferencia para sentarse de embarazadas y
ancianos en los buses.

Adbusters Media Foundation. Joe Chemo, 1996. Concepto: Scott Plous. Ilustración: Ron Turner.

Las campañas contraculturales y anticonsumistas del colectivo artístico-activista Adbusters Media


Foundation [5], con sede en Canadá, también utilizan el lenguaje publicitario para socavar con
punzantes parodias los discursos de las multinacionales, destapando sus estrategias mercantiles,
manipuladoras de mentes y capitales. Se han convertido en la peor pesadilla de algunas compañías,
como Camel, mediante la creación de la mascota alternativa Joe Chemo (=Quimio), un camello con
cáncer de pulmón haciendo curas de quimioterapia; Calvin Klein, con modelos bulímicos
patrocinando el perfume “Obsession”; Absolut, mostrando una botella de vodka arrugada (“Absolut
impotence”) y un cuerpo en la morgue (“Absolut on ice”); o el boicot a Benetton, con un empresario
encorbatado atragantándose con un fajo de billetes (“The true colors of Benetton”).
Otro tipo de relecturas o tergiversaciones, igualmente destinadas a cuestionar la autoridad, son los
plagios descarados de sitios webs de máximas autoridades eclesiásticas o políticas. En este sentido,
no tienen desperdicio las versiones sarcásticas de La Casa Blanca [6] y del Vaticano [7], que aunque
respetan el diseño de las páginas oficiales los contenidos pronto dan cuenta del engaño. La web
sucedánea de la Santa Sede, minada de mensajes anticlericales, es obra de los art.hacktivistas
0100101110101101.org, cuya actitud beligerante a menudo arremete contra la comercialización del
arte en la red. Con tal fin duplicaron los sitios Art.Teleportacia y Hell.com, pervirtiendo el carácter
elitista y los fines lucrativos de estas galerías mercantiles de net.art, dando libre acceso a las obras.
El grupo denigra del puro ornamentalismo gráfico del llamado “periodo heroico” del arte digital que
cobija estas páginas. De hecho, 01 corresponde a una segunda generación de net.artistas más
preocupada por los contenidos combativos que por el valor estético de sus proyectos. Sus
intervenciones en la Bienal de Venecia y en el Korea Web Art Festival de 2001 bautizaron una nueva
tendencia artística, el Virus Art, consistente en un virus informático que hackeaba el programa de las
exposiciones, sumiendo en el caos, por ejemplo, los nombres y obras de los participantes que
aparecían azarosamente intercambiados.

Uno de los proyectos de 01 que mantuvo más en vilo a la prensa y a los círculos artísticos fue la
construcción mediática de Darko Maver. Se trató de la invención de un artista serbio, autor de una
obra escultórica macabra e hiperrealista y poeta retorcido, encarcelado por practicar un discurso
antipatriótico y violento. Maver dejaba en determinados enclaves urbanos maniquís que simulaban
personas asesinadas. El boom noticiero tuvo lugar tras la muerte del artista, pues ocurrió en
nebulosas circunstancias: su obra fue inmediatamente catalogada como crítica heroica contra la
explotación gratuita llevada a cabo por el periodismo fotográfico durante la guerra de los Balcanes.
Tres años se mantuvo el engaño; aún en el 2000 se le rindieron homenajes (en una Bienal de Artistas
Jóvenes en Roma, se hicieron en su honor cruentos performances con muñecos ensangrentados) y le
dedicaron retrospectivas (como la de la Bienal de Venecia). La evolución de la artimaña perpetrada
viene detallada en el sitio web de 01 ([8], que también incluye una galería fotográfica de las
supuestas esculturas de cera [9]. Éstas y los ininteligibles poemas parecen parodiar cierto arte
contemporáneo buscadamente enfermizo cuya radicalidad no es más que una pose, y cuyo morbo gore
atrae a los media como la sangre a los vampiros.

Darko Maver supuso el debut de los 01 y una vuelta más de tuerca de la múltiple personalidad
cibernética de Luther Blisset. Entre 1994 y 2000, numerosos proyectos que aunaban esfuerzos de
artistas y activistas de toda Europa, especialmente de Italia, contribuyeron a generar una potente
leyenda urbana alrededor de Blisset. En su nombre se edificaron las mayores trolas: artistas
imaginarios, grupos satánicos cuyos conjuros llegaron a atemorizar a los habitantes del Lacio, o
autorías literarias. El “Manifiesto de la net-generation” fue un logrado timo editorial contra los
mayores carcamales del fascismo italiano de la época: el ex primer ministro Silvio Berrusconi y el
seudo-poeta de derechas Giuseppe Genna. Blisset mandó por correo electrónico a Genna un texto
titulado “net-generation”, un compendio de retórica posmodernista y tópicos trasnochados mezclados
con mensajes publicitarios apropiados de la Red. Genna adobó el absurdo escrito con frases
antisemitas. El resultado fue entregado a Mondadori (propiedad de Berlusconi), que lo publicó como
suculenta primicia del famoso “terrorista cultural múltiple” [10]. Las labores contrainformativas
llevadas a cabo por Luther Bisset ponen el dedo en las llagas de los sistemas periodísticos por los
que se cuelan todas sus travesuras. Hacen reflexionar sobre el fetichismo y la mitomanía inherente al
mundo de la cultura, que se traga sin masticar todo lo que proceda de referentes institucionalizados o
de artistas de turno (como demostró la publicación del “manifiesto de la net-generation” y de un
compendio de ensayos que hizo pasar por obra de Hakim Bey).

En la misma época, sirviéndose de plataformas y medios mucho más modestos, el desaparecido


grupo de guerrilleros culturales H. Comité de Reivindicación Humana (HCRH), formado por los
mexicanos Artemio, Rodrigo Azaola y Octavio Serra, llevó a cabo performances, conferencias,
programas de radio y carteles publicitarios cuyo lema era la filantropía como única conducta
posible. Con tales “fines humanitarios” emprendieron la “Campaña de Destitución Universal” [11],
mandando una carta de despido [12] a los “ciudadanos no gratos” de la burocracia mexicana, sin
cortarse un pelo en hacerla llegar a petimetres como Cuauhtemoc Cárdenas o Vicente Fox. El tono
lúdico e irreverente se mantuvo en las conferencias universitarias a las que fueron invitados como
competentes autoridades en la materia. En definitiva, se trataba de ridiculizar la hueca rimbombancia
de la cultura institucional. El mérito añadido fue ponerlo en práctica contando tan sólo “con un
teléfono y papel membreteado” [13].

Un artífice precoz de la “guerra psíquica” contra los medios fue el norteamericano Joey Skaggs, pues
lleva más de cuarenta años colando noticias falsas en los medios de comunicación, a cual más
escandalosa. Ingenioso exponente del “culture jamming”, se apropia de las estrategias publicitarias y
periodísticas de los “mass media” para hacer llegar sus historias fraudulentas a la máxima audiencia.
El éxito de sus acciones pone en evidencia la carencia de ética de los medios, que no verifican la
información, especialmente si es de carácter sensacionalista. Al mismo tiempo constata la credulidad
del público, alentándolo a adoptar una actitud crítica, y el componente enfermizo de la sociedad.

La cobertura mediática de sus simulacros es esencial para engañar a las principales cadenas de
televisión y periódicos norteamericanos. En los años setenta, fueron sonados sus performances
“Cathouse for dogs” y “The Celebrity Sperm Bank”. Tras anunciar en el “Village Voice” la existencia
de un prostíbulo de perras estimuladas químicamente, Skaggs y su trouppe de incondicionales
hicieron una rueda de prensa sobre las técnicas de copulación canina. Abundaron visitas, no sólo de
dueños que querían obsequiar a sus perros sino también de zoófilos declarados. Con la difusión de la
crónica en los medios diluviaron denuncias de asociaciones de amigos de los animales, hasta que
Skaggs la desmintió. Canales como la WABC TV jamás quisieron retractarse del documental emitido
sobre el burdel perruno, pues había sido nominado para un Premio Emmy [14].

Entre los actores (grouppies, feministas con piquetes, curas y siquiatras) reunidos por Skaggs ante un
letrero anunciando el “Banco de Esperma de Famosos”, no faltaron los espontáneos reales: policías,
médicos, fans de Bob Dylan o John Lennon esperando obtener el semen de sus ídolos, etc. La obra,
que aparte de satirizar a los media, auguraba ominosas posibilidades a los avances biotecnológicos,
se adelantó unos años a la noticia de la inseminación artificial con esperma de eminentes científicos
a mujeres que deseaban parir genios.

En los ochenta, Skaggs perpetró “Metamorphosis: the miracle roach hormone cure”, adoptando el
papel del entomólogo Gregor, quien abrió las puertas de su laboratorio a la prensa para hacer
pública la germinación de una especie gigante de cucarachas de las que había extraído una hormona
que, además de curar males habituales como el acné, inmunizaba ante la radiación nuclear. Invitado
por medios de comunicación internacionales, nadie comprobó sus credenciales académicas ni notó
sus referencias a la novela de Kafka. El performance ironizaba sobre la falta de cuestionamiento ante
las promesas de panaceas y curas milagrosas.

Joey Skaggs como Dr. Josef Gregor en “Metamorphosis: the miracle roach hormone cure.

“The final curtain” (2000), el sitio web de una supuesta empresa constructora de cementerios
concebidos como parques temáticos, fue un comentario punzante sobre el exitoso negocio que genera
la muerte. Incluía, además de patios de recreo, teatros y lagos, una “pared de graffiti” para que los
allegados expresaran su tristeza o indignación. Invitaba a artistas a diseñar sus propias tumbas [15].
A pesar de los estrafalario del tema, la compañía no dejaba de ser plausible, por lo que fue
ampliamente cubierto por los media.

Desde 1986, Skaggs organiza un desfile anual, “April Fool’s Day Parade”, donde los participantes
son invitados a disfrazarse de su tonto favorito. Al final de la ruta, que empieza en la Quinta Avenida
y termina en Washington Square Park de Nueva York, el “tonto del año” es elegido por los
espectadores. “Conmemorar la perenne estupidez de la humanidad” y “dar a la gente una oportunidad
para conectar con su tontería innata” [16] son los principales cometidos del evento. Las
nominaciones y premios de cada año dan cuenta de los protagonistas del vodevil mediático de la
temporada, normalmente figurines de Hollywood o intrigas de Casa Blanca. Esta fiesta carnavalesca
parece retomar la “fiesta de los bobos” medieval de la que habla Mijail Bajtin [17]. El filósofo ruso
ejemplifica con la “fiesta de los bobos” y la “risa pascual” ritos populares que parodiaban las
ceremonias serias, donde los bufones, como en éstas, proclamaban los nombres de los vencedores,
elegían a los “reyes y las reinas de la risa”. Estos espectáculos permitían invertir las relaciones
humanas y la concepción del mundo, aunque el libre albedrío estuviera supeditado a fechas
determinadas. Afloraba así la expresión de las culturas populares, ajenas a la rigidez de los moldes
impuestos por el Estado y la Iglesia. La esencia del carnaval, como lo era de las saturnales romanas,
es el sentimiento de renovación universal, en el que todo individuo participa, pues no hay distinción
entre actores y espectadores, fundidos por el regocijo de una fiesta regida por las “leyes de la
libertad”.

Algunas reflexiones de Bajkin sobre el arte cómico en la Edad Media pueden extrapolarse a tiempos
contemporáneos. Así como los bufones de la Corte no eran actores, pues la comicidad era algo
intrínseco a su persona y seguían encarnando en la vida cotidiana los ideales de un “mundo al revés”,
liberado de tabúes y jerarquías, también los artistas guerrilleros modernos se sirven del humor para
habitar un terreno ideal y utópico desde el que parodiar la banalidad y el conformismo que rigen el
orden real. Bajkin distingue entre la “risa festiva”, “patrimonio del pueblo”, y el “humor satírico
negativo”, que “destruye la integridad del aspecto cómico del mundo”. En otras palabras, la burla
debe expresar el sentimiento de una comunidad y despertar la empatía popular para actuar como
auténtico revulsivo.

1 Véanse vídeos de sus fechorías en http://www.banksy.co.uk/films/index.html

2 Una amplia descripción de su concepto de la anarquitectura en: http://www.spacehijackers.co.uk

3 http://www.yomango.net/

4 http://sindominio.net/fiambrera/

5 Promovidas desde la web http://www.adbusters.org/home/, y desde la revista “Adbusters”

6 http://www.whitehouse.org/

7 Aunque las entidades que gestionan los dominios sacaron el site de circulación, sigue siendo
accesible desde: http://0100101110101101.org/home/vaticano.org/spoof/index.html

8 http://0100101110101101.org/home/darko_maver/index.html

9 En realidad, fotografías de cadáveres reales encontrados en rotten.com

10 http://www.lutherblissett.net/index_sp.html

11 Véase el archivo de la entrevista de Mario García Torres a Artemio en


http://www.nettime.org/Lists-Archives/nettime-lat-0103/msg00101.html

12 La carta, junto a la lista de “destituidos”, se puede leer en la versión caché de:


http://www.hcrh.net/destitution.html

13 Como dice Artemio en la entrevista citada

14 Reseñas de todos sus performances en: http://www.joeyskaggs.com/html/retsub.html

15 Entre los ejemplos “artísticos” Skaggs expuso su propio “monumento”: una animación de su
cuerpo derivando en cadáver, con un gusano colándose por un ojo. En http://www.finalcurtain.com/

16 Como declara el artista en la crónica de “April 1st Parade to honor Fool of the Year”:
http://www.joeyskaggs.com/html/retsub.html

17 En “La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais”


(1941)
www.plumaelectrica.net

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