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IMER MATERIAL QUINTO Argumentación y lógica formal

TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN

¿Qué es argumentar?

Lo que podemos decir en una primera instancia es que la argumentación es la acción de dar
argumentos. Pero ¿qué es un argumento? En un sentido amplio, un argumento es una afirmación
asentada en una razón o motivo. Es decir, dar un argumento es justificar, fundamentar, por qué
sostenemos lo que sostenemos, apoyar nuestras opiniones en razones. Es necesario distinguir aquí
entre argumento y razonamiento. Entendemos que un argumento es un razonamiento pero en
una contexto determinado. Esto es, el razonamiento hace abstracción del contenido, de lo que se
dice, y atiende simplemente a la estructura de ese contenido y quien se encarga de analizarlos es
la lógica. (Irving M. Copi Introducción a la lógica)

…….........................................................................................................................................................

Argumentar es un juego, es decir, una práctica lingüística sometida a reglas (Wittgenstein), que se
produce en un contexto comunicativo y mediante la cual pretendemos dar razón ante los demás o
ante nosotros mismos de alguna de nuestras creencias, opiniones o acciones. (…)

No hay que confundir las causas o motivos de una acción con razones que podrían justificarla: sólo
éstas son susceptibles de crítica interpersonal. Cuando Harry le pregunta a su padre por qué fuma,
éste le contesta que porque le gusta. ¿Es ésta una buena razón? ¿Es una razón? Harry se siente
molesto porque ve que su padre no quiere dar buenas razones a su conducta, razones que, a su
vez, Harry pudiera discutir racionalmente >

Cuando argumentamos, proferimos un conjunto de expresiones lingüísticas conectadas de tal


modo que de ellas se sigue otra expresión. Un argumento es, pues, un conjunto de oraciones
utilizadas en un proceso de comunicación, llamadas premisas, que justifican o apoyan otra,
llamada conclusión, que se deduce de algún modo de aquellas.(Tomás Miranda. El juego de la
Argumentación)

………………………………………………………………………………………………………………………………………………………

Algunas personas piensan que argumentar es, simplemente, exponer sus prejuicios bajo una
nueva forma. Por ello, muchas personas también piensan que los argumentos son desagradables e
inútiles. Una definición de «argumento» tomada de un diccionario es «disputa». En este sentido, a
veces decimos que dos personas «tienen un argumento»: una discusión verbal. Esto es algo muy
común. Pero no representa lo que realmente son los argumentos.
En este libro, «dar un argumento» significa ofrecer un conjunto de razones o de pruebas en apoyo
de una conclusión. Aquí, un argumento no es simplemente la afirmación de ciertas opiniones, ni se
trata simplemente de una disputa. Los argumentos son intentos deapoyar ciertas opiniones con
razones. En este sentido, los argumentos no son inútiles, son, en efecto, esenciales. (Westón. Las
claves de la argumentación)

COMPOSICIÓN DE UN ARGUMENTO.

Distinga entre premisas y conclusión. La “conclusión” es la afirmación a favor de la cual usted está
dando razones; las afirmaciones mediante las cuales usted ofrece sus razones son llamadas
“premisas”. Los argumentos se pueden utilizar como un medio de indagación, y se puede
comenzar tan sólo como la conclusión que quiere defender, expóngala con claridad,
explícitamente, y pregúntese a sí mismo qué razones tiene para extraer esa conclusión. El primer
paso al construir un argumento es preguntarse ¿Qué estoy tratando de probar?¿Cuál es mi
conclusión?

Presente sus ideas en un orden natural, ponga primero la conclusión seguida de sus propias
razones, o exponga primero sus premisas y extraiga la conclusión final. En cualquier caso exprese
sus ideas en un orden tal que su línea de pensamiento se muestre de la forma más natural a sus
lectores.

Parta de premisas fiables, si usted no está seguro acerca de la fiabilidad de una premisa, puede
que tenga que realizar una investigación, y/o dar algún argumento corto a favor de la premisa
misma. Si no puede argüir adecuadamente a favor de su(s) premisa(s), entonces, tiene que darse
completamente por vencido y comenzar de otra manera.

Use un lenguaje concreto, específico, definitivo, escriba concretamente, evite los términos
generales, vagos y abstractos. Evite un lenguaje emotivo, no haga que su argumento parezca
bueno caricaturizando a su oponente. Generalmente las personas defienden una posición con
razones serias y sinceras. Trate de entender sus opiniones aun cuando piense que están
totalmente equivocadas, y si usted no puede imaginar cómo podría alguien sostener el punto de
vista que usted está atacando, es porque todavía no lo ha entendido bien. Evite el lenguaje cuya
única función sea la de influir en las emociones de su lector u oyente, ya sea a favor o en contra de
las opiniones que está discutiendo. El lenguaje emotivo predica sólo para el converso, pero una
presentación cuidadosa de los hechos puede, por sí misma, convencer a una persona.

Use términos consistentes. Use un solo conjunto de términos para cada idea: los términos
consistentes son especialmente importantes cuando su propio argumento depende de las
conexiones entre las premisas. Es importante que use un único significado para cada término. La
tentación opuesta es usar una sola palabra en más de un sentido: ésta es la falacia clásica de la
“ambigüedad”. Una buena manera de evitar la ambigüedad es definir cuidadosamente cualquier
término clave que usted introduzca: luego, tenga cuidado de utilizarlo sólo como usted lo ha
definido. También puede necesitar definir términos especiales o palabras técnicas.

¿Para qué sirve la argumentación en Filosofía?

“El efecto principal de la filosofía es suscitar el espíritu filosófico, la crítica, la sinceridad de la


posición mental: la completa sinceridad, que sepan discernir entre lo que es cierto o simplemente
probable y la sensación de que hay problemas insolubles…

La discusión para triunfar debe ser proscripta de esta aula más que de ninguna, ha de enseñarse a
cambiar ideas para comprender, mejor, para ver más aspectos de las cuestiones: si se quiere
conservar el termino discutir, ninguna clase se presenta como ésta para enseñar a hacerlo bien,
conservando el espíritu siempre dispuesto y sensible para la comprensión, para el cambio, para la
duda” Vaz Ferreira. “Sobre la enseñanza de la filosofía”

Tomado de:http://cursosdefilosofia.wordpress.com/2011/07/04/ficha-6-teoria-de-la-
argumentacion/

LA LÓGICA Y LOS RAZONAMIENTOS

¿Qué es la Lógica?

La lógica es la disciplina filosófica que se ocupa de establecer qué es un razonamiento, cómo se lo


puede clasificar, y de qué manera es posible determinar si un razonamiento es válido o no, es
decir, si garantiza la verdad del enunciado que hemos partido se conserva en la conclusión a la que
llegamos.

Los razonamientos

En este apartado dejaremos de lado los contenidos y contextos de los argumentos para
analizarlos desde el punto de vista de la lógica. No evaluaremos si las premisas son fiables,
imparciales o verdaderas sino que nos centraremos en los razonamientos. Llamaremos
Razonamiento a una estructura formada por proposiciones, tales que una de ellas, a la que
llamaremos conclusión, se deriva de otra u otras, llamadas premisas.

PUBLICADO POR ESTELA Y JORGE EN 23:30 NO HAY COMENTARIOS:


PRIMER MATERIAL CUARTO ¿Por qué filosofía aquí y ahora?

¿Por qué filosofía aquí y ahora?

Las preguntas de la filosofía son preguntas que no todos quieren preguntar, porque sus preguntas
involucran toda la existencia. Por ello, todo está organizado para que la gente no se haga esas
preguntas. Por ejemplo, ¿por qué a veces las cosas son injustas? ¿Por qué hay hambre? ¿Por qué
hay gente que tiene tanto y gente que tiene tan poco? Esas son preguntas filosóficas. Pero además
la filosofía tiene preguntas fundamentales, como ¿Por qué hay lo que hay? No hay nada más
revolucionario que pararse frente a la realidad, la teología o los gobiernos y dudar de ellas,
cuestionarlas. Por ello el pensamiento requiere de la libertad para ejercerse. Dudar de todo, no
creer en aquello que nos han dicho sin reflexionarlo. La filosofía nos hace no dejar que nos metan
vértigos consumistas en nuestra conciencia, exige que siempre tengamos un pensamiento libre y
sólo una conciencia crítica es libre.

José Pablo Feinmann

URGENCIA Y PRESENCIA DE LA FILOSOFÍA

Pero, ¿para qué sirve hacerse unas preguntas a las que nadie por lo visto logra dar respuesta
definitiva? A esta pregunta que por cierto también es filosófica, se le pueden dar como réplica
nuevas preguntas: ¿por qué todo debe servir para algo? ¿Tenemos que servir para algo cada uno
de nosotros, es decir, es obligatorio que seamos siervos o criados de algo o de alguien? ¿Acaso
somos empleados de nosotros mismos? A lo mejor hacerse las grandes preguntas sirve
precisamente para eso: para demostrar que no siempre estamos de servicio, que también alguna
vez podemos pensar como si fuésemos amos y señores.

Supongo que algo así es lo que quería señalar Sócrates cuando dijo que “una vida sin indagación
no merece la pena de ser vivida”. Al repetir las grandes preguntas intentamos hacernos dueños de
nuestra vida, tan incierta y fugitiva: preguntarse es dejar de trajinar como animales,
automáticamente programados por los instintos, y erguirse, secándose el sudor, para decir: “Aquí
estamos nosotros, los humanos. ¿Qué hay de lo nuestro?”

Aunque lo verdaderamente irrenunciable sean las preguntas tampoco las respuestas que
proponen los filósofos (o cualquiera de nosotros, cuando hacemos de filósofos) resultan
desdeñables. Esas contestaciones filosóficas se distinguen porque nunca tapan del todo la
pregunta que las suscita y siempre dejan algún hueco por el que se cuelan los nuevos
interrogantes, para que el juego – el humano juego de la vida- siga abierto.
Las respuestas filosóficas suelen ser un cóctel racional con dos ingredientes básicos: escepticismo
e imaginación. Lo primero, escepticismo, porque quien se lo cree todo nunca piensa nada.

Para empezar a pensar hay que perder la fe: la fe en las apariencias, en las rutinas, en los dogmas,
en los hábitos de la tribu, en la “normalidad” indiscutible de lo que nos rodea. Pensar no es verlo
todo clarísimo, sino comenzar a no ver nada claro lo que antes teníamos por evidente. El
escepticismo acompaña siempre a la filosofía, la flexibiliza, le da sensatez, sólo los tontos no
dudan nunca de lo que oyen y sólo los chalados no dudan nunca de lo que creen. Pero además la
filosofía está también hecha de imaginación. ¡no de fantasías o delirios! No hay nadie menos
imaginativo que los que ven fantasmas, brujerías, adivinanzas, extraterrestres y milagros por todas
partes.

Quien carece de imaginación siempre está dispuesto a dar crédito a realidades nuevas y
desconocidas, mientras que quien tiene imaginación busca lo nuevo a partir de la realidad tal
como la conocemos.

Fernando Savater

Subjetividad e historicidad de los problemas

Los problemas no se presentan en abstracto. Para analizarlos hay que tener en cuenta la situación
real en que este problema se constituye.

Esta situación incluye:

- un sujeto, que es quien piensa y para quien existe un problema

- las circunstancias en que se enuncia el problema

- la cuestión a que se refiere el problema

La palabra problema viene del griego y etimológicamente significa “lanzar o arrojar hacia delante”.
En este sentido un problema es algo que está frente a mi, algo con que me encuentro y me
enfrento. En otras palabras, un problema es un obstáculo. Pero para que algo sea vivido como un
obstáculo no es suficiente que esté presente ante mí. Es indispensable que yo me proponga, que
sienta la necesidad de sortearlo, de pasar al otro lado, de salir de esa situación. Es decir, no toda
interrogante es vivida como problema para el hombre. No alcanza con tener conciencia de que
ignoramos algo, no alcanza con constatar la aparente incompatibilidad entre los datos con que
cuento. El hombre contemporáneo percibe con claridad que desconoce muchas cosas pero puede
habituarse a vivir con su ignorancia sin intranquilizarse por ello. El problema en cambio se
caracteriza por su dimensión de problematicidad para alguien. La situación se hace problemática
cuando el sujeto siente la necesidad de superarla como una exigencia. La situación adquiere
entonces dramatismo. En cuanto a su contenido, tanto el problema como su solución se
caracterizan por su historicidad. La solución siempre tiene una zona de validez limitada, fuera de la
cual será sustituida por otra. Pero los problemas mismos son históricos y esto en dos sentidos: un
mismo problema es una realidad variada a lo largo de la historia. Pero además, permanentemente
aparecen problemas nuevos y otros dejan de serlo.

M. Berttolilni. M Langón M. Quintela

¿Qué es un problema filosófico?

Un problema es siempre un interrogante, una pregunta para la que no tenemos aún una respuesta
satisfactoria. Para que sea filosófico: Debe ser un problema significativo para los seres humanos
como tales. Es decir, un problema que no sea privado ni trivial.Puede coincidir total o
parcialmente con interrogantes que se plantean en el ámbito religioso, artístico, político o
científico; en este último caso no tiene que coincidir con los interrogantes específicos de cada una
de las ciencias.

• Puede tener que ver con situaciones límite — aquellas que no podemos cambiar y nos enfrentan
con fronteras que no podemos traspasar —, con elecciones de vida, con lo que sabemos e
ignoramos, con las relaciones entre individuo y sociedad, etc.

PUBLICADO POR ESTELA Y JORGE EN 20:30 NO HAY COMENTARIOS:

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Hoy la moral es un artículo de primera necesidad, precisa¬mente porque nuestras «sociedades


avanzadas», con todo su avance, están profundamente desmoralizadas: cualquier reto nos
desborda. No sabemos qué hacer con los inmigrantes, los emigrantes, con los ancianos y los
discapacitados; la corrupción acaba pareciéndonos bien con tal de ser nosotros quienes la
practiquemos y, por supuesto, que no se nos descubra; no sabemos dónde situar a los enfermos
de SIDA ni cómo valorar la ingeniería genética.

MORAL; NO «MORALINA».
En realidad «moralina», si miramos el diccionario, viene de «moral», y significa «moralidad
inoportuna, superficial o falsa». A la gente le suena en realidad a prédica empalagosa y ñoña, con
la que se pretende perfumar una realidad bastante maloliente por putrefacta, a sermón cursi con
el que se maquilla una situación impresentable. Y es verdad que la moral se puede
instrumentalizar, convirtiéndola en «moralina.

LA MORAL:

• UN SABER RACIONAL

Por ir precisando términos, diremos que la moral es un tipo de saber que pretende orientar la
acción humana en un sen¬tido racional. Es decir, pretende ayudarnos a obrar racional¬mente,
siempre que por «razón» entendamos esa capacidad de comprensión humana que arranca de una
inteligencia. La razón es capaz de diseñar esbozos, propues¬tas, que funcionan como brújulas para
guiar nuestro hacer vital, pero hunde sus raíces en ese humus fecundo de nuestra inteli¬gencia
sentiente, del que en último término se nutre.

• UN SABER QUE ORIENTA LA ACCIÓN

Ahora bien, a diferencia de los saberes también racionales pero preferentemente teóricos
(contemplativos), a los que no im¬porta en principio orientar la acción, la moral es esencialmente
un saber práctico: un saber para actuar.

Pero no sólo para actuar en un momento puntual, como ocu¬rre cuando queremos fabricar un
objeto o conseguir un efecto determinado, que echamos mano del saber técnico o del artís¬tico.
El saber moral, por el contrario, es el que nos orienta para actuar racionalmente en el conjunto de
nuestra vida, con¬siguiendo sacar de ella lo más posible; para lo cual necesitamos saber ordenar
inteligentemente las metas que perseguimos.

Por eso, desde los orígenes de la ética occidental en Grecia, hacia el siglo IV a.C., suelen realizarse
dos distinciones en el con¬junto de los saberes humanos:

1. Una primera entre los saberes teóricos, preocupados por averi¬guar ante todo qué son las
cosas, sin un interés explícito por la acción, y los saberes prácticos, a los que importa discernir qué
debemos hacer, cómo debemos orientar nuestra conducta.

2. Una segunda distinción, dentro de los saberes prácticos, entre aquellos que dirigen la acción
para obtener un objeto o un producto concreto (como es el caso de la técnica o el arte) y los que,
siendo más ambiciosos, quieren enseñarnos a obrar bien, racionalmente, en el conjunto de
nuestra vida entera, como es el caso de la moral .
BÚSQUEDA PRUDENCIAL DE LA FELICIDAD

Según una tradición que arranca de ARISTÓTELES, concretamente de la Ética a Nicómaco, obra
moralmente quien elige los medios más adecuados para alcanzar la felicidad, entendi¬da como
autorrealización.

En definitiva —piensa esta tradición—, las personas tendemos necesariamente a la felicidad, de


forma que la felicidad es el fin natural de nuestra vida. Pero no sólo el fin natural, sino también el
fin moral, porque alcanzarlo o no depende de que sepamos elegir los medios más adecuados para
llegar a ella y de que actuemos según lo elegido.

Obrar moralmente es entonces lo mismo que obrar racionalmente, siempre que entendamos aquí
por «razón» la razón prudencial, que nos aconseja elegir los medios oportunos para ser feliz. ¿Y
quién es prudente?

Aquel que, al elegir, no tiene en cuenta sólo un momento concreto de su vida, sino lo que le
conviene en el conjunto de su existencia. Por eso sopesa los bienes que puede conseguir y
establece entre ellos una jerarquía para obtener en su vida el mayor bien posible. Quien elige
pensando sólo en el presente y no en el futuro es imprudente y, lo que es idéntico, inmoral.

Una propuesta semejante aconseja, sin duda, cuidar el presente —aceptar la invitación al carpe
diem—, pero sobre todo tener conciencia de que la elección de cada día tiene repercusiones para
el futuro, percatarse de que el pan de hoy puede ser hambre para mañana. El prudente no es
entonces «presentista», sino que sopesa y pondera los bienes que elige en el momento concreto,
de modo que en la «cuenta de resultados» de la vida toda surja el mayor bien posible.

A la tradición que entiende así la vida moral se le conoce co¬mo «eudemonismo» (de eudaimonía,
que significa «felicidad»), y permanece hasta nuestros días, con especial vigencia en la Edad
Media.

LA ÉTICA ARISTOTÉLICA

Aristóteles era hijo de Nicómaco, médico del rey de Macedonia, y había nacido en Estagira en el
384 a.C. En un principio, deslumbrado por Platón, su maestro, adhirió a su postura filosófica pero,
más tarde, fue separándose de ésta y elaborando su propio sistema. A la muerte de Platón dejó
Atenas y viajó a Macedonia donde e! rey Filipo II le propuso que fuera el educador de su hijo
Alejandro. Cuando éste llegó al trono Aristóteles volvió a Atenas y fundó su propia escuela llamada
peripatética o del Liceo, dedicándose exclusivamente a escribir y enseñar. Acusado de impiedad
en e! 323 a.C. por miembros del partido nacionalista ateniense, Aristóteles no quiso que se
cometiera un nuevo crimen contra la filosofía y, a diferencia de Sócrates, aceptó e! exilio,
abandonando Atenas e instalándose en Calcidia donde falleció al año siguiente.

Analizaremos ahora la respuesta de Aristóteles a la pregunta ¿Qué es el bien?

El filósofo comienza reflexionando que toda actividad, dentro de cualquier campo, ha de tener
necesaria, imprescindiblemente, un fin; para aquél que realiza una acción, ésta se le presenta
además, como capaz de reportarle un bien. Así se llega en el primer párrafo de la Ética a Nicómaco
—libro que, según parece, Aristóteles dedicó a su hijo Nicómaco— a la identificación de ambos
conceptos: toda actividad tiende a un fin que es a la vez un bien-.

"Todo arte y toda investigación científica, lo mismo que toda acción y elección parecen tendera un
bien y por ello definieron con toda pulcritud el bien los que dijeron ser aquello a que todas las
cosas aspiran.”

Siendo como son muy numerosas las actividades humanas también lo son los fines que nos
podemos proponer. Aristóteles da algunos ejemplos relacionados con las artes y las ciencias: "el
fin de la medicina es la salud, el de la construcción naval, el navio, etc.". Además no todos los fines
son jerárquicamente iguales; algunos son rnás importantes que los demás y así, los primeros
subordinan a los segundos. Advertimos entonces que se presentan ante el hombre verdaderas
cadenas de fines, cuyos eslabones no constituyen, en última instancia, sino medios.

Sin embargo no es suficiente hablar de fines "finales", en el sentido de fines que se persiguen por
sí mismos. Para que nuestro desear tenga un sentido es imprescindible que todos nuestros fines
converjan hacia un fin último que valorice a los demás: a ese fin último lo denomina Aristóteles,
Bien Supremo o Sumo Bien— y lo compara con el blanco al que deben apuntar los arqueros.

Pero ¿cuál es y dónde está el Sumo Bien? Aristóteles señala que tanto el vulgo como la gente culta
lo identifican con la felicidad —en griego, "eudaimonía"—, noción que incluye tanto la de
comportarse bien como la de vivir bien— pero no todos coinciden respecto de aquello en lo que
reside.

¿Cómo se puede reconocer al Sumo Bien? ¿Qué requisitos debe reunir para ser tal? El primero:
"ser siempre apetecible por sí mismo y no por otra cosa", esto es, ser absolutamente final; y el
segundo "tornar la vida amable por sí solo" es decir, ser autosuficientes. Esta última noción se
relaciona con las de perfección y autarquía: el Bien Supremo tendrá que ser el más elevado y como
tal permitir al hombre gobernarse a sí mismo. A continuación, Aristóteles analiza los distintos
géneros de vida en los que los seres humanos han creído encontrar h felicidad: 1) el placer, 2) los
honores, que corresponden a la vida política y 3) la riqueza. Con respecto al primero, si bien es
final ya que no se busca con miras a otra cosa: no vuelve al hombre autárquico ya que lo lleva a
depender del objeto de placer, como ocurre en el caso del alcohol, el tabaco o las drogas por
ejemplo. Con respecto al segundo, tampoco es admisible, ya que: “los honores están más en quien
los da que en quien los recibe"; como tales, podríamos añadir, pueden ser entregados y/o
quitados arbitrariamente, mientras que "el verdadero bien debe ser algo propio y difícil de
arrancar del sujeto", y "los que los persiguen lo hacen para persuadirse a sí mismos de su propia
virtud, con todo lo cual dejan ver claro que aun en su propia estimativa la virtud es superior a la
honra". Finalmente tampoco es aceptable la riqueza porque: "la vida de lucro es antinatural (los
negocios, o sea los procedimientos usados para adquirir riquezas destruyen el ocio que es el
tiempo libre dedicado a la reflexión) y es claramente medio y no fin en sí mismo."

En este punto nos preguntamos nuevamente: Entonces, ¿en qué consiste la felicidad? Para
establecerlo mejor Aristóteles comienza preguntándose cuál es la actividad específicamente
humana. Da por supuesto que la hay ya que:

1) cada parte del cuerpo tiene para él una función determinada —así por ejemplo: el ojo, la mano,
el pie— y

2) cada miembro de la sociedad tiene dentro de ésta, la suya —así por ejemplo, el escultor, el
albañil, el zapatero—.

Hay que dejar de lado las funciones vegetativas —nutrición y reproducción— pues ésta las
comparte el hombre con todos los seres vivos. Tampoco podrá ser puramente humana la vida
sensitiva, compuesta de sensaciones y sentimientos, porque también los animales poseen ese
conocimiento aportado por la sensación y esas conmociones afectivas que producen placer o
dolor. Lo único que falta considerar, dice Aristóteles, es la parte racional, y como ésta es privativa
del ser humano, ha de ser por lo tanto su función propia. Él hombre, según la concepción
aristotélica, es razón; toda su excelencia reside en su capacidad de pensar. Pero hay dentro de la
actividad racional dos partes: una, puramente teórica, especulativa, cognoscitiva, inmortal, "que
posee la razón" y otra práctica, que no sobrevive a la corrupción del cuerpo y "que obedece a la
razón". Esta última dirige la vida apetitiva, la que a su vez escucha sus consejos y se torna
mesurada, equilibrada.

Para que esa función propia del hombre que, a su vez, engendra una actividad constituya el sumo
Bien, basta agregarle una cualidad: la excelencia.

De donde resulta que el Sumo Bien es el ejercicio perfecto de la función propia del hombre. Y al
hablar de "excelencia" nos estamos refiriendo a la noción de "virtud" ("arete" en griego es el
equivalente de "virtus" en latín y ambos términos connotan un modo viril de excelencia). Aclara
todavía Aristóteles respecto del Sumo Bien que es la actividad racional según la más alta virtud y a
través de toda la vida. Según la más alta virtud: pues hay muchas virtudes, unas superiores a otras.
Durante toda la vida porque "así como una golondrina no hace verano un breve tiempo de
felicidad no hace al hombre bienaventurado". Esa excelencia es, entonces, un tipo de hábito que
tiene que ver con la repetición de acciones virtuosas.

Siendo dos las actividades racionales del hombre, las virtudes han de clasificarse a su vez en dos
grupos: a) virtudes morales, éticas o de carácter y b) virtudes dianoéticas o intelectuales.

Las del primer grupo son las que resultan de la obediencia impuesta por la razón a los instintos;
provienen, por lo tanto de la parte práctica de la misma y constituyen el término medio entre dos
vicios, uno por exceso y otro por defecto. Aristóteles señala además que son "hábitos de elección".
La mayor dificultad estriba en evitar caer en un extremo (que es, según el filósofo lo que sucede
generalmente en la juventud, que es la "edad dé los excesos"), pues una vez en éste es casi
inevitable caer en el opuesto. Así, por ejemplo, se pasa con relativa facilidad de la humildad a la
presunción.

Hay tres virtudes morales que Aristóteles destaca:

1) el valor, equilibrio entre la cobardía —exagerada sensación de miedo-temeridad —inconciencia


ante el peligro.

2) la templanza, que media entre el libertinaje —entrega total del hombre al placer-y la
insensibilidad —carencia absoluta de inclinación hacia él.

3) la dulzura o mansedumbre que está entre un exceso —la cólera, la irritabilidad-y un defecto —
la flema, la impasibilidad. También se refiere a otras virtudes éticas: la generosidad, equidistante
del despilfarro y la avaricia; la veracidad, que media entre la disimulación y la fanfarronería ;. la
amabilidad, entre la adulación y la aspereza. Podemos acotar finalmente que la virtud-ética más
elevada es la justicia, que se relaciona directamente con la noción de término medio ya que la idea
de justicia implica la de equilibrio.

Las del segundo grupo provienen de la parte teórica de la razón y tienden a lograr un
conocimiento. Son por orden creciente de importancia:

1) el arte, que nos per¬mite crear obras bellas aplicando habilidades y con \a ayuda de reglas;

2) la ciencia, que nos permite conocer las leyes naturales;

3) la sabiduría práctica o prudencia. que nos permite discriminar adecuadamente el justo medio y
conducirnos rectamen¬te en la vida;

4) la razón intuitiva, por la que captamos los axiomas matemáticos y los principios lógicos y,
finalmente,

5) lo más elevado, la sabiduría teórica o sofía, que nos permite descubrir las primeras causas y los
primeros principios.

Estamos ya en condiciones de decir cuál es la más alta virtud y en qué consiste la vida feliz para
Aristóteles: es la vida dedicada a la búsqueda de la sabiduría.

El filósofo justifica lo anterior-de la siguiente manera:

"El sólo afán de saber, la filosofía, encierra según se admite, deleites maravillo¬sos por su pureza y
su firmeza; y siendo así, es razonable admitir que el goce del saber adquirido sea mayor aún que el
de su nueva indagación. A más de es¬to la autosuficiencia o independencia de que hemos hablado
puede decirse que se encuentra sobre todo en la vida contemplativa. Sin duda que tanto el
filósofo como el justo, no menos que los demás hombres, han menester de las cosas necesarias
para la vida; pero supuesto que estén ya suficientemente provistos de ellas, el justo necesita
además de otros hombres para ejercitar en ellos y con ellos la justicia y lo mismo el temperante y
el valiente y cada uno de los representantes de las demás virtudes morales, mientras que el
filósofo, aun a solas consigo mismo es capaz de contemplar y tanto más cuanto más sabio sea {...).
Asimismo puede sostenerse que la vida contemplativa es la única que se ama por sí misma porque
de ella no resulta nada fuera de la contemplación, al paso que en la acción práctica nos afanamos
más o menos por algún resultado extraño a la acción. La felicidad además parece consistir en el
reposo, pues trabajamos para reposar y guerreamos para vivir en paz. Ahora bien, los actos de las
virtudes prácticas tienen lugar en la política o en la guerra y las acciones en esos campos parecen
ser sin descanso (...). Si por ende, la independencia, el reposo y la ausencia de fatiga y todas las
demás cosas que acostumbran atribuirse al hombre dichoso se encuentran con evidencia en esta
actividad resulta que es ella en conclusión la que puede constituir la felicidad perfecta del hombre
con tal que abarque la completa extensión de la vida, porque nada de lo que atañe a la felicidad
puede ser incompleto. Una vida semejante sin embargo podría estar quizá por encima de la
condición humana, porque en ella no vivirá el hombre en cuanto hombre, sino en cuanto que hay
en él algo divino (la inteligencia) (...) Mas no por ello hay que dar oídos a quienes nos aconsejan,
con pretexto de que somos hombres y mortales, que pensemos en las cosas humanas y mortales
sino que en cuanto nos sea posible hemos de inmortalizarnos y hacer todo lo que en nosotros esté
para vivir según lo mejor que hay en nosotros, y que por pequeño que sea el espacio que ocupe,
sobrepasa con mucho a todo el resto en poder y dignidad."

HEDONISMO: CÁLCULO INTELIGENTE DEL PLACER

También en el mundo griego nace otro modo de entender el saber moral y de funcionar en él la
racionalidad, que es el propio. hedonismo (de hedoné, que significa «placer»).

Según los hedonistas, puesto que, como muestra la más elemental de las psicologías, todos los
seres vivos buscan el placer y huyen del dolor, tenemos que reconocer que el móvil del
comportamiento animal y del humano es el placer. Pero, a la vez, que el placer es también el fin al
que se dirigen todas nues¬tras acciones y el fin por el que realizamos todas nuestras elecciones.
De donde se sigue —concluyen— que el placer es el fin natural y moral de los seres humanos.
¿Quién obra moral¬mente entonces?

Obra moralmente el que sabe calcular de forma inteligente, a la hora de tomar decisiones, qué
opciones proporcionarán consecuencias más placenteras y menos dolorosas, y elige en su vida las
que producen mayor placer y menor dolor.

Desde esta perspectiva, la moral es el tipo de saber que nos ayuda a calcular de forma inteligente
las consecuencias de nuestras acciones para lograr el máximo de placer y el mínimo de do¬lor.
Pero el máximo y el mínimo, ¿para quién?. En la tradición hedonista se produce un cambio
trascenden¬tal desde el mundo griego al moderno al intentar contestar a esta pregunta, porque el
primero entiende que cada individuo tiene que procurar maximizar su placer y minimizar su dolor,
mientras que el hedonismo moderno (utilitarismo) propone como meta moral lograr la mayor
felicidad (el mayor placer) del mayor nú¬mero posible de seres vivos. Es esencial, pues, aprender a
calcular las consecuencias de nuestras decisiones. El hedonismo nace en el siglo IV a.C. de la mano
de EPICURO DE SAMOS y sigue también vigente en nuestros días.

EPICURO: “CARTA A MENECEO”

“Ni el joven postergue el filosofar ni e! anciano se aburra de hacerlo, pues para nadie está fuera de
lugar, ni por muy joven ni por muy anciano, el buscar la tranquilidad de! alma. Y quien dice: o que
no ha llegado el tiempo de filosofar o que ya se ha pasado, es semejante a quien dice que no ha
llegado el tiempo de buscar la felicidad o que ya ha pasado. [...]

Busca pues, y practica las cosas que te he aconsejado teniendo por cierto que los principios para
vivir en forma honesta son éstos: primero, creer que Dios es un, ser viviente, inmortal y
bienaventurado, sin darle ningún otro atributo. Existen pues, dioses y su conocimiento es evidente
pero no son como los juzga la plebe que de ellos no tiene sino juicios falsos. Por ello es más impío
el que cree en los dioses del vulgo que el que los niega. [...]

En segundo lugar, acostúmbrate a considerar que la muerte nada es contra nosotros, porque todo
bien y todo mal residen en la sensibilidad, y la muerte no es otra cosa que la pérdida de la
sensibilidad misma. Así, el perfecto conocimiento de que la muerte no es contra nosotros hace
que disfrutemos de la vida mortal [...] quitándonos el amor a la inmortalidad. Nada hay de
molesto, pues, en la vida para quien está persuadido de que no hay daño alguno en dejar de vivir.
Así, es un tonto quien dice que teme a la muerte, no porque le entristezca su presencia sino
porque sabe que ha de venir, pues lo que no nos perturba en el presente, tampoco podrá
perturbarnos o dolernos en tanto perspectiva futura. La muerte pues, el más horrendo de los
males, en nada nos pertenece, pues mientras nosotros vivimos no ha llegado y cuando llegó ya no
vivimos. [...]

Por otra parte, muchos huyen de la muerte como del mayor de los males pero la consideran un
descanso de los trabajos de esta vida. Por lo cual e! sabio ni rechaza vivir ni teme no vivir, pues no
está atado a la vida, ni tampoco la considera algo malo. [...}

Se ha de tener en cuenta en tercer lugar, que el futuro ni depende enteramente de nosotros ni


tampoco nos es totalmente ajeno, de modo que no debemos esperarlo como si hubiera de venir
infaliblemente ni tampoco desesperarnos como si no hubiera de venir nunca. Hemos de recordar
que de nuestros deseos, unos son naturales y otros son vanos. De los naturales, unos son
necesarios y otros naturales solamente. De los necesarios algunos lo son para la felicidad, otros
para la tranquilidad del cuerpo y otros para la vida misma. Entre todos ellos, es la reflexión acerca
de las consecuencias posibles de nuestros actos la que hace que conozcamos sin error lo que
debemos elegir y lo que debemos evitar.

Busquemos pues los que sirven para la salud del cuerpo y la tranquilidad del alma, pues el fin no es
otro que vivir felizmente. Por la felicidad hacemos todo, a fin de que nada pueda dolernos ni
perturbarnos {...] y no hay otra cosa, excepto ella, que complete el bien del alma y el cuerpo. En
cuarto lugar necesitamos el placer cuando nos es doloroso no tenerlo pero cuando no nos resulta
doloroso su ausencia ya no lo necesitamos. Por eso decimos que e! placer es el principio y el fin
del vivir felizmente éste es el bien primero y principal: de él provienen toda elección y rechazo y
consideramos bienes, por regla general, a los que no producen perturbaciones. También por ser el
placer el bien primero y principal no elegimos todos los goces, antes bien, dejamos de lado
muchos cuando de ellos se han de seguir dolores y llegamos a preferir ciertos dolores cuando de
ellos se ha de seguir un placer mayor.

Todo deleite es un bien en la medida en que tiene por compañera a la naturaleza, pero no se ha de
elegir cualquier goce. También todo dolor es un mal pero no siempre se ha de huir de todos los
dolores. Debemos pues, discernir tales cosas, y juzgarlas con respecto a su conveniencia o
inconveniencia. [...]

Tenemos por un gran bien el contentarnos con lo suficiente, no porque siempre debamos tener
poco sino para vivir con poco cuando no tenemos mucho, estimando por muy cierto que disfrutan
equilibrada¬mente de la abundancia y la magnificencia los que menos la necesitan y que todo lo
que es natural es fácil de conseguir mientras que lo vano es muy difícil de obtener. /.../No son las
relaciones sexuales ni el sabor de los manjares de una mesa magnífica los que producen una vida
feliz sino un sobrio raciocinio que indaga perfectamente las causas de la elección y rechazo de las
cosas, y elimina las opiniones que puedan acarrear perturbaciones.

(...¡ Nadie puede vivir felizmente sin ser prudente, honesto y justo; y por el contrario, siendo
prudente, honesto y justo, no podrá dejar de vivir felizmente pues la felicidad es inseparable de las
virtudes. Porque, ¿quién crees que pueda superar a aquel que opina santamente acerca de los
dioses, no teme a la muerte y reflexiona adecuadamente acerca del fin de la naturaleza, que se
propone como bienes cosas fáciles de obtener y que considera a los males de poca duración y
molestia, que niega el destino, al que muchos conciben como dueño absoluto de todo, y sólo
acepta que tenemos algunas cosas por la fortuna mientras que las otras provienen de nosotros
mismos? [...] Estas cosas deberás meditar continuamente, con lo cual nunca padecerás
perturbación alguna, sino que vivirás como un dios entre los hombres”.

(EPICURO, Carta a Mencceo, en LUCRECIO, De la naturaleza de las cosas).


En primer lugar, Epicuro ponía especial empeño en diferenciar tres tipos de deseos: los naturales y
necesarios (por ejemplo satisfacer nuestro apetito a través de simple y saludable pan de todos los
días), los naturales y no necesarios (disfrutar de una comida sabrosa, así como disfrutar de los
placeres espirituales), y los ni naturales ni necesarios (asistir a un opíparo banquete), a los que
también llama vanos o superfluos. Los pla¬ceres naturales no sólo son permisibles sino que son
buenos; por el contrario, el deseo de placeres superfluos debe ser evitado. Podemos afirmar por
esto que la ética hedonista es una ética naturalista, en tanto identifica lo natural con lo bueno. En
palabras del autor, "todo placer es un bien en la medida en que tiene por compañera a la
natu¬raleza". Los placeres vanos no son buenos, a la larga, nos acarrearán dolor; no sólo son solo
difíciles de conseguir, sino además más fáciles de perder.

"Tenemos por un gran bien el contentarnos con lo suficiente, no porque siempre debamos tener
poco sino para vivir con poco cuando no tenemos mucho, estiman¬do por muy cierto que
disfrutan equilibradamente de la abundancia y la magni¬ficencia los que menos la necesitan, y que
todo lo natural es fácil de conseguir mientras que lo vano es muy difícil de obtener. Asimismo, los
alimentos fáciles y sencillos son tan sabrosos como los complicados y costosos cuando se elimina
todo lo que puede causarnos el dolor de carecer de éstos. El pan ordinario y el agua producen el
mayor de los placeres cuando llega a obtenerlos un necesitado.

El acostumbrarse pues, a comidas simples y nada magníficas es útil para la salud, lleva al hombre a
preocuparse por las cosas necesarias para la vida, lo pone en mejor disposición para concurrir de
vez en cuando a los banquetes suntuosos y lo prepara ante los vaivenes de la fortuna. Así, cuando
decimos que el placer es el fin no queremos entender los placeres de los lujuriosos y los que
consisten en el goce material como se figuran algunos ignorantes de nuestra doctrina o contrarios
a ella o que la entienden erróneamente, sino que unimos el no padecer dolor en el cuerpo con el
tener el alma tranquila

Juntamente con esta triple diferenciación de los deseos, Epicuro nos habla de la importancia de
poseer una virtud sin la cual es imposible elegir y ordenar los placeres. Esta virtud es la prudencia,
y gracias a ella podemos desechar un placer si éste nos ocasionará un mal futuro, acepta el mal
cuando su consecuencia sea un placer superior o no caer en la aceptación ciega de un placer si
esto nos impide la adquisición posterior de un placer mayor o más elevado.

"Todo placer es un bien (...) pero no se ha de elegir cualquier goce. También todo dolor es un mal
pero no siempre se ha de huir de todos los dolores. Debemos pues, discernir tales cosas por
comparación y juzgarlas con respecto a su conveniencia o inconveniencia pues en algunos
momentos huimos del bien como si fuese un mal y al contrario buscamos el mal como si fuese un
bien." ' ,

Pero, ¿qué era la felicidad: para Epicuro? La felicidad estaba dada por la conjunción de dos
factores: la ausencia de preocupaciones o, en el término griego, ataraxia, y por el placer, aponía.
RESPETO A LO QUE ES EN SÍ VALIOSO

A fines del siglo XVIII, IMMANUEL KANT cambia lo que se refiere al modo de entender el saber
moral. Es evidente —afirma— que por naturaleza todos los seres vivos tienden al placer y que
todos los seres humanos queremos ser felices. Pero precisamente los fines que querernos por
naturaleza no pueden ser morales, porque no podemos elegirlos. La naturaleza es el rei¬no de la
necesidad, no el de la libertad, por mucho que podamos elegir entre los medios. Por eso, serán
fines morales los que podemos proponermos libremente, y no los que ya nos vienen impuestos
por naturaleza. ¿Cuáles son esos fines?

Para responder a esta pregunta, KANT cree tener una buena ayuda: las personas tenemos
conciencia de que hay determinados mandatos que debemos seguir, nos haga o no felices
obedecerlos.

Cuando decimos que «no se debe matar» o que «no hay que ser hipócrita», no estamos pensando
en si seguir esos mandatos hace feliz, sino en que es inhumano actuar de otro modo. El asesino, el
hipócrita no están actuando como auténticas personas. ¿De dón¬de surgen estos mandatos, si no
es de nuestro deseo de felicidad?

La respuesta que da KANT abre un nuevo mundo para la mo¬ralidad: esos mandatos surgen de
nuestra propia razón que nos da leyes para comportarnos como auténticas personas. Y un ser
capaz de darse leyes a sí mismo es, como su nombre indica, un ser autónomo.

Por eso, esas leyes mandan sin condiciones y no prometen la felicidad a cambio; sólo prometen
realizar la propia humani¬dad. De ahí que se expresen como mandatos (imperativos) categóricos,
incondicionados. Ser persona es por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer
serlo por encima de cual¬quier otra meta: en querer tener la buena voluntad de cumplir nuestras
propias leyes.

La razón que da esas leyes morales no es la prudencial ni la calculadora, sino la razón práctica, que
orienta la acción de for¬ma incondicionada.

KANT defendió esta posición por primera vez en su obra Fundamentación de la metafísica de las
costumbres y, aparte del gran número de kantianos que ha habido y sigue habiendo, actualmente
no existe ni una sola ética que se atreva a prescindir de la afirmación kantiana de que las personas
son absolutamente valiosas, fines en sí, dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio.

El mundo moral es el de la autonomía humana, es decir, el de aquellas leyes que los seres
humanos nos damos a nosotros mismos. Precisamente porque nos las damos, podemos
promulgarlas o rechazarlas, aceptarlas o abolirías.

La razón moral no es una razón práctica monológica, sino una razón práctica dialógica: una
racionali¬dad comunicativa. Las personas no debemos llegar a la conclusión de que una norma es
ley moral o es correcta individualmente, sino a través de un diálogo. Pero no a través de cualquier
diálogo, sino a través de un diálogo que se celebre entre todos los afectados por las normas y que
llegue a la convicción por parte de todos de que las normas son correctas, porque satisfacen los
intereses de todos.

Evidentemente no es así como se decide normalmente si una norma es o no correcta, pero así es
como debería decidirse.

Saber comportarse moralmente significa, desde esta pers¬pectiva, dialogar en serio a la hora de
decidir normas, teniendo en cuenta que cualquier afectado por ellas es un interlocutor válido y
como tal hay que tratarle.

LA ÉTICA KANTIANA.

Immanuel Kant nació en el año 1724 en la ciudad de Konigsberg, ubicada al oriente de la antigua
Prusia. Allí vivió y murió a la avanzada edad de 80 años.

Nacido de familia humilde (su padre era un talabartero), recibió desde niño una estricta formación
pietista. Era un hombre de amplísimos conocimientos: además de dedicarse de llenó a la reflexión-
filosófica era versado en Matemática, Geografía, Física, Teología y Antropología entre otras
disciplinas. Era asimismo pacifista y antimilitarista.

Su vida fue prolongada a pesar de la dolencia pulmonar que sufría, y esto seguramente a causa del
estricto régimen de vida que llevaba. Era tenaz y perseverante en lo que emprendía y de
costumbres muy regulares. Pero la característica principal de Kant fue sin duda, su integridad
moral, y fue, precisamente, según algunos estudiosos, el tema ético el central en el pensamiento
de este filósofo.

Su obra principal, Crítica de la Razón Pura, apareció cuando Kant contaba ya 60 años. Escribió
también la Crítica de la Razón Práctica y la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, en
las que expone su doctrina ética.
Veamos cómo iniciaba Kant su “Fundamentación de la Metafísica de las cos¬tumbres”:

"Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda
considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento,
el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la
perseverancia en los propósitos como cualidades del temperamento son, sin duda, en muchos
aspectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y
dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar
constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna.
El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio
estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor y tras él a veces arrogancia, si no existe una buena
voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio
todo de la acción."

Así, una cualidad cualquiera puede ser buena o mala, conforme a la intención con que se la use.
Vale para ejemplificar esto el caso de Benito Mussolini, cuya inteligencia era por todos conocida, y,
sin embargo, también es sabido el uso que hizo de ella.

Más adelante continuaba Kant:

"La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para
alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto, es buena sólo por el querer, es decir, es buena en
sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que
por medio de ella pudiéra¬mos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere,
de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la
mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de
sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y
sólo quedase la buena voluntad-no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de
todos los medios que están en nuestro poder— sería esa buena voluntad como una joya brillante
por sí misma, .como algo que en sí mismo posee pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden
ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener
más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los pocos versados; que los peritos no
necesitan de tales reclamos para determinar su valor."

De este modo, no puede decirse que una persona no obró bien, si tuvo la intención de realizar una
buena acción, pero por motivos que le eran ajenos no logró llevarla a cabo. Tampoco puede
decirse que sí obró bien alguien que, por casualidad, realizó una buena acción.

Sin embargo, no siempre obramos bien. Muchas veces "sabemos" que deberíamos hacer tal o cual
cosa, y sin embargo nos dejamos llevar por nuestras apetencias personales, nuestros afectos,
nuestras preferencias o nuestras conveniencias. Y es que, según Kant, nosotros, los seres
humanos, no estamos constituidos sólo por la razón (que es la que tiene conciencia de lo que está
bien y lo que está mal), sino también por lo que él llama inclinaciones. Cuando sabemos lo que
está bien pero nuestras inclinaciones quieren arrastrarnos en sentido contrario, la buena voluntad
de la que antes hablábamos se convierte en deber, noción central de la ética kantiana. Así,
solemos escuchar a ciertas personas decir frases como: "Me quedaría descansando en la cama en
lugar de ir al trabajo, pero el deber me llama".

El deber, entonces, siempre tiene un carácter coercitivo, en tanto surge para oponerse y reprimir a
la inclinación.

Esto no significa que sólo obramos bien si lo hacemos oponiéndonos a nuestras inclinaciones. Si.
yo. salvo a mi hermano que acaba de sufrir un accidente automovi¬lístico y quedó encerrado en su
auto, debo analizar mi acción y pensar-. ''¿Lo habría hecho de todos modos si el accidentado
hubiese sido un desconocido?". Si la respuesta es afirmativa, entonces mi acción fue buena, pero
si la respuesta es: "Sólo lo hice porque sabía que era mi hermano el que pedía socorro", entonces
mi acción, si bien no habrá sido mala, tampoco habrá sido buena, pues no lo hice por deber sino
por inclinación.

Precisemos mejor esto analizando la clasificación que propone Kant de los actos en relación al
deber: A- contrario al deber.

B- de acuerdo con el deber: por inclinación mediata , por inclinación inmediata

C- por deber

Suponte que un compañero te pide que lo ayudes a estudiar para una evaluación de física ya que
no entiende algunos puntos. Dispones de tiempo para hacerlo y tienes muy claros los temas a ser
evaluados; sin embargo prefieres quedarte miran¬do tu programa favorito de televisión. Allí
habrás obrado en forma contraria al deber y tu acto, entonces, habrá sido malo.

Imagina, en cambio, que ese compañero que solicita tu ayuda conoce al dedillo los contenidos de
la próxima evaluación de Literatura, de modo que tú le dices-. "Acepto ayudarte, pero a cambio de
que me ayudes luego con Literatura". En este caso habrás obrado en función de una conveniencia
tuya. Tu acto coincidió con lo que el deber te indicaba, pero lo hiciste por inclinación, puesto que
no lo habrías ayudado si él no hubiese sabido Literatura. Tu acto habrá sido de acuerdo con el
deber y por inclinación mediata, puesto que tu compañero es sólo un medio para lograr lo que tú
deseas.

Imagina ahora que quien te pide ayuda es tu mejor amigo, y sólo lo ayudas porque se trata de él y
lo aprecias mucho. Tu acto será también de acuerdo con el deber, como en el caso anterior, pero
por inclinación inmediata, puesto que es tu amigo mismo el objeto de tu inclinación.

Estos dos últimos casos merecen ser calificados como moralmente neutros.

Obviamente, sólo en el cuarto caso tu acción podrá ser calificada de buena.


Kant, a su vez, propone los siguientes ejemplos:

"Es desde luego, de acuerdo con el deber que el mercader no cobre más caro a un comprador
inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo
hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño
puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente.
Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado por deber, por
principios de honradez; su provecho lo exigía, mas no es posible admitir además que el
comerciante tenga una inclinación inmediata 'nada ¡os compradores, de suerte que haya actuado
por amor a ellos; por decirlo así, ¡a acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación
inmediata, sino simplemente por uno Intención egoísta.

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata
inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los
hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un
contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí, pero no por deber. En -cambio
cuando ¡as adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por ¡a
vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y
aun deseando ¡a muerte conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo,
entonces su máxima sí tiene un con¬tenido moral.

Ser benéfico en cuanto se puede es un deber pero, además, hay muchas almas tan llenas de
conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en torno suyo, sin que a
ello les impulse ningún movimiento de vani¬dad o de provecho propio y que pueden regocijarse
del contento de los demás, en cuanto que es su obra.

Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por
muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas
con otras inclinaciones, por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere
a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas,
merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto
es, que tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber."

De manera que Kant nos dice que debemos cumplir con lo que el deber nos manda, más allá de
que ello nos proporcione o no un beneficio personal.

Sabemos que debemos obrar bien, pero no siempre es sencillo determinar qué acción es buena y
cuál no lo es. ¿Existe alguna forma que nos permita discernir entre ambas? Pues sí. Existe una
regla objetiva, aplicada la cual, sabremos si llevar a cabo una acción o no. Esta regla objetiva está
formulada en los imperativos categóricos que expondre¬mos enseguida. Antes es necesario
realizar algunas precisiones.
• ¿Qué es un imperativo? Es el lenguaje en el que se expresan los mandatos éticos. Así, por
ejemplo, los diez preceptos o mandamientos que legó Moisés al pueblo judío están expresados de
modo imperativo.

• ¿Y por qué son categóricos? Porque, corno dijimos más arriba, mandan en forma absoluta,
siempre más allá de las circunstancias particulares en las que se encuentre la persona o de los
beneficios que esa acción le pueda brindar. Distintos son los imperativos hipotéticos, que mandan
en forma condicional, como por ejemplo: "Si deseas ser ayudado por tus compañeros, debes
ayudarlos cuando ellos lo necesiten".

Este precepto manda que ayudemos a los demás, pero sólo para ser ayudados por ellos a cambio.

Es importante acotar aquí la objeción que formula Kant a todos los sistemas éticos que señalan al
hombre cómo debe obrar si quiere lograr un fin o un bien, como, por ejemplo, la felicidad. Quien
afirma: "Debo ser prudente si quiero ser feliz", "Debo aceptar mi destino si quiero lograr la
tranquilidad espiritual", etc. no apunta a la noción central que debe atender un correcto sistema
ético: el deber como única norma para obrar.

• Es necesario también explicar el significado de la palabra "máxima". Ésta designa el principio por
el cual yo obro, aquello por lo cual realizo una acción. Es, por lo tanto, un principio subjetivo, a
diferencia del imperativo categórico que es objetivo.

Ahora sí estamos en condiciones de presentar la primera formulación del imperativo categórico:

"Obra según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal."

En otros términos: "Nunca hagas algo que no aceptarías que pudiera ser hecho por todos".

Tomemos a modo de ejemplo un caso que el mismo Kant propone. Yo necesito dinero prestado
pero sé que no podré devolverlo. Sin embargo, me consta que sólo obtendré ese préstamo si
prometo devolverlo. De modo que hago la promesa sabiendo que no la cumpliré.

¿Cómo debo analizar esto?

En primer lugar, debo ver cuál es la máxima que guía mi acción y formularla así: "Faltaré a mis
promesas cada vez que me convenga". En segundo lugar, debo analizar qué ocurriría si mi máxima
fuera ley para todos. Y enseguida advierto que si nadie cumpliera sus promesas, entonces las
promesas mismas dejarían de existir, porque nadie creería en ellas y yo no puedo querer esa
consecuencia

Por otra parte, si analizamos las acciones que todos realizamos, advertimos que siem¬pre están
hechas por un fin. Como vimos antes, esos fines suelen basarse en nuestras inclinaciones, y son,
por lo tanto, subjetivos. Sin embargo, si existe un imperativo cate¬górico, eso significa que deben
existir fines absolutos y objetivos, y estos fines absolutos deben ser los seres humanos mismos.

De aquí entonces la segunda formulación del imperativo categórico:

" Obra de tal modo que no consideres a la humanidad (en ti mismo y en los otros) solamente como
un medio sino siempre como un fin en sí mismo."

Es decir que, si consideramos a otra persona, o aun a nosotros mismos, como medios o
instrumentos al servicio de una inclinación nuestra, entonces habremos obrado mal.

La presencia en el hombre de una conciencia moral y la existencia del deber y la ley moral, supone
que en el ser humano hay libertad.

No tiene sentido, por ejemplo, juzgar la moralidad de una piedra que cae, puesto que la piedra no
es un ser libre: no puede elegir no caer, por ejemplo. El hombre, en cambio, puede elegir ayudar o
no a los otros, suicidarse o no hacerlo, etc.

Hay, es cierto, muchos aspectos en el hombre donde no reina la libertad. Todos sus procesos
físicos y aun los psíquicos —sus inclinaciones, por ejemplo — están regi¬dos por leyes de
causalidad, es decir, que cada uno de ellos tiene una causa que lo i determina en el orden natural.
Sin embargo, hay otro aspecto en el hombre, el ra¬cional, que corresponde a un orden que Kant
llama nouménico en el cual no rige el determinismo de la ley natural, sino la ley moral y la libertad.
Kant denomina a ese aspecto racional del hombre, razón práctica (praxis = acción) que no es sino
la voluntad regida por el deber y aplicada al actuar; moral. Por lo anterior, sólo cuan¬do el hombre
puede sustraerse a sus inclinaciones y actuar por deber, es decir, cuan¬do no depende de causas
biopsíquicas que lo determinan sino que actúa en función de la ley moral, sólo en ese caso, es
libre.
ANÁLISIS DE LA “FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES”

Ésta es una de las obras donde Kant expone su planteamiento ético La pregunta central de su ética
es qué debo hacer. Con lo cual podemos ir pensando, entonces, que la moral tiene directa relación
con el deber, con la pregunta por lo que debe ser hecho y lo que debe ser evitado.

Atendamos a dos rasgos centrales de la ética para este filósofo. La ética debe ser universal, sus
principios deben ser válidos para todos los seres racionales de un modo absoluto y necesario. La
moral que se basa en la experiencia particular de un sujeto, sólo tiene un valor contingente y
particular. La moralidad no puede deducirse de los casos particulares, más bien debe partir de un
principio universal con el cual confrontar las acciones. Este principio de moralidad reside en la
razón y no puede derivarse de las sensaciones, inclinaciones o deseos sino que debe determinar a
priori (independientemente de la experiencia y de todo objeto de la sensibilidad) a la voluntad. La
pregunta por lo que debo hacer no significa qué me gustaría hacer, ni qué deseo hacer, ni qué
necesito hacer. Es decir, no es una pregunta por la cual el sujeto pueda pensar en el placer, ni en
su propio interés individual. Ninguno de éstos pueden ser móviles de la acción moral. El único
móvil válido de ésta reside en la razón, única capaz de determinar a la voluntad a obrar
libremente. Esto significa entonces que la ética debe ser racional.

Kant argumenta que la naturaleza le dio, a nuestra voluntad, la razón como directora ya que “si un
ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su
bienandanza, en una palabra la felicidad, la naturaleza habría tomado mal sus disposiciones al
elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito, pues todas las acciones
que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las hubiera
prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y este hubiera podido conseguir aquel fin con
mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar…” es evidente, sontiene Kant, que por
naturaleza todos los seres vivos tienden al placery que todos los seres humanos queremos ser
felices. Pero los fines que queremos por naturaleza no pueden ser morales, porque no los
elegimos. Por eso, serán fines morales los que nos proponemos libremente. Las personas tenemos
conciencia de que hay determinados mandatos que debemos seguir, nos haga o no felices
obedecerlos. Esos mandatos surgen de nuestra propia razón que nos da leyes de cómo debemos
comportarnos, y un ser capaz de darse leyes a sí mismo es, un ser autónomo. La razón exige
muchas veces sacrificar los intereses de los impulsos y con ellos la propia felicidad. De aquí deduce
Kant que “debe de haber un propósito más digno que la felicidad al cual está destinada la razón y
al que deben subordinarse todos los fines particulares del hombre” y con ellos la felicidad. Ese
propósito más digno consiste en “producir una voluntad buena en sí misma, y para esto la razón es
absolutamente necesaria”.

La voluntad es la capacidad para determinarse a sí mismo a obrar según un principio universal de


la razón. Porque nada es en sí mismo bueno ni malo. “Ni en el mundo, ni en general, tampoco
fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no
ser tan solo una buena voluntad. El entendimiento, el juicio; el valor, la decisión, la perseverancia
en los propósitos, son sin duda en muchos respectos buenos y deseables; pero también pueden
llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos
dones de la naturaleza [...] no es buena”.

“Lo mismo sucede con el poder, la riqueza, la fama, el éxito, la felicidad dependen de una buena
voluntad que los acomode y ordene a un fin correcto”. Esto ocurre necesariamente así, ya que la
voluntad humana no siempre está conforme enteramente con la razón, sino que está sometida a
condiciones contingentes y subjetivas, esto es, a impulsos, deseos.

Cuando el motivo que determina a la voluntad a obrar es un objeto que se desea, este principio a
partir del cual se actúa es material o empírico. La decisión depende del sentimiento de agrado o
desagrado que cause ese objeto, es decir, del propio placer. Por ejemplo, una persona, por no
perderse una fiesta, podría abandonar un trabajo importante que tiene que presentar al otro día,
o bien, no devolver un dinero que pidió prestado pudiendo hacerlo, porque quiere irse de
vacaciones.

En cambio, cuando el principio que determina a la voluntad es una ley de la razón, este principio
es formal, y la voluntad se determina a priori, esto significa que el principio por el cual actúa no lo
saca de la experiencia, sino que lo encuentra si misma.

O sea que la voluntad no depende de ninguna sensación de agrado o desagrado, de ningún deseo,
ni de ninguna necesidad, sino sólo de sí misma, de lo que la razón determina.

“La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para
alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en
si misma. Considerada por si misma, es sin comparación, muchísimo mas valiosa que todo lo que
por medio de ella pudiéramos lograr en provecho o gracia de alguna inclinación, y si se quiere de
la suma de todas las inclinaciones…Aún cuando le faltase por completo a esa voluntad la facultad
de sacar adelante su propósito; si a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cado nada
y solo quedase la buena voluntad _no desde luego, como un mero deseo, sino como el acopio de
todos los medios que están en nuestro poder_ sería como una joya brillante por si misma, como
algo que en si mismo posee su pleno valor. La utilidad o esterilidad no pueden ni añadir ni quitar
nada a ese valor...
Actuar con voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el Bien Supremo”

Una voluntad buena en sí misma es aquella que actúa por deber y no conforme al deber ni
contrario al deber, y además es autónoma porque es libre para darse a si misma su propia
legalidad.

Con respecto a la primera afirmación, Kant establece diferencias entre actos. Una voluntad
moralmente buena actúa siempre por deber. Por ejemplo: cuando un comerciante, pensando en
mantener y aumentar su clientela, cobra lo justo por las mercaderías sin estafar a sus clientes
decimos que el comerciante es honesto, pero según Kant a este acto no se lo puede considerar
acto moral, porque si bien cumple con el deber, la acción realizada es un medio para conseguir
otro fin distinto al mero cumplimiento del deber, el fin de esta acción es el interés propio y el
cumplimiento del deber es solo un medio para sus satisfacción. Esta es una acción conforme al
deber pero no tiene valor moral.

En cambio, cuando un comerciante cobra lo justo porque es lo que debe hacer y no para sacar
beneficio de ello, es una acción hecha por deber y tiene valor moral; y el deber es la necesidad de
una acción por respeto a la ley.

¿Cuál es esa ley que toda acción humana debe respetar para ser considerada moralmente buena?

Pura responder esta pregunta. Kant plantea la diferencia entre máximas y leyes prácticas. Las
máximas son todas aquellas reglas que rigen la conducta de un individuo, pero que son válidas
sólo para sí misino. Las máximas son principios subjetivos de la acción.

Las leyes prácticas, en cambio, son principios objetivos de la acción, o imperativos, es decir, “un
deber ser que expresa la obligación objetiva de la acción”. Los imperativos mandan a obrar porque
indican lo que toda persona debe hacer. Porque si bien el hombre es un ser racional, no es la razón
el único motivo que determina a la voluntad. Ésta también puede dejarse determinar por las
inclinaciones, los deseos, las necesidades: “El hombre siente en si mismo una poderosa fuerza
contraria a los mandamientos del deber, consiste esa fuerza contraria en necesidades e
inclinaciones, cuya satisfacción total comprende (erróneamente) bajo el nombre de felicidad”.
Cuando una inclinación quiere arrastrarnos en sentido contrario al deber, la buena voluntad se
convierte en deber y reprime las inclinaciones Dicho de otra manera, como el hombre no quiere
siempre lo que debe, es necesario que se rija por imperativos que le dicta la razón.

Ahora, bien, éstos pueden ser imperativos hipotéticos o categóricos. Los hipotéticos determinan la
voluntad en función de cierto fin deseado. Decir, por ejemplo, que “se debe trabajar y ahorrar en
la juventud para no morir de hambre en la vejez”. Este precepto práctico de la voluntad surge de
la razón pero no se puede exigir por igual a todos los hombres. De lo cual se desprende que este
imperativo está condicionado a la capacidad y a las condiciones de cada sujeto. Estos imperativos
expresan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se
quiere o que es posible que se quiera, como por ejemplo “si no quieres ir preso, no mates”
En cambio, un imperativo es categórico cuando manda a obrar de un modo necesario a todos los
hombres por igual, independientemente de sus condiciones subjetivas, y siempre de esa manera,
independientemente de cualquier circunstancia. Por eso, sólo estos últimos son leyes prácticas,
dice por ejemplo “no matarás”, son leyes que mandan sin condiciones. Según Kant la ley moral es
“un imperativo que ordena categóricamente porque la ley es absoluta; la relación de la voluntad
con esta ley es de dependencia, con el nombre de obligatoriedad, que significa una imposición …
para una acción que se llama deber”,

Esa ley no indica que debe hacerse esto o lo otro, sino que conserva sólo la forma pura de la
legalidad. Esa ley dice así:

“Obra de tal manera que quieras que la máxima de tu voluntad se convierta en ley universal”.

Dicho de manera muy sencilla, lo que vale para una persona debe valer para todos en esa misma
situación. Éste es el imperativo categórico, única ley moral, principio absoluto y fundamento de la
moralidad, porque es principio objetivo universal. La acción realizada por respeto a la ley es el
deber, y cumplir con éste es la condición de una voluntad buena en si misma

Esto quiere decir que, ante la pregunta de qué debo hacer, la respuesta es: debo hacer que mi
máxima, el principio subjetivo que orienta mi acción, pueda valer como ley universal para todo ser
racional.

Veamos el siguiente ejemplo: “Un hombre se ve apremiado por la necesidad a pedir dinero en
préstamo. Bien sabe que no podrá pagar, pero sabe también que nadie le prestará nada como no
prometa formalmente devolverlo en determinado tiempo. Siente deseos de hacer tal promesa,
pero aún le queda conciencia bastante para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al
deber salir de apuros de esta manera? Supongamos que decida, sin embargo, hacerlo. Su máxima
de acción sería ésta: cuando me crea estar apurado de dinero, tomaré a préstamo y prometeré el
pago, aun cuando sé que no lo voy a verificar nunca. Este principio del egoísmo o de la propia
utilidad es quizá muy compatible con todo mi futuro bienestar. Pero la cuestión ahora es ésta: ¿es
ello lícito? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una ley universal y dispongo así la
pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se tornase ley universal? En seguida veo que nunca puede
valer como ley natural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha de ser
contradictoria, pues la universalidad de una ley que diga que quien crea estar apurado puede
prometer lo que se le ocurra proponiéndose no cumplirlo, haría imposible la promesa misma y el
fin que con ella pueda obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de
tales manifestaciones como de un vano engaño”.

Si voy por la calle y veo que a alguien se le cae la billetera y sigue su camino sin darse cuenta, y en
ese momento nadie está mirando lo que sucede, ¿qué debo hacer? Puedo quedármela porque
total nadie me está viendo y la persona interesada no se percató de lo sucedido, o bien puedo
devolvérsela. ¿Quién determina en este caso lo que está bien y lo que está mal? Kant contestaría:
la ley moral. ¿Cómo debo proceder? Debo confrontar el principio subjetivo de mi arción con la ley
moral: si cumple con lo que esta ley indica, la acción es buena y debe ser realizada, si no, es mala,
por lo cual debe evitarse.

Apliquemos esta indicación al ejemplo: supongamos que elijo la primera opción, entonces actúo
movido por mis impulsos. La máxima que me construyo en este caso diría: cada vez que alguien ve
un objeto que no le pertenece, y si nadie lo está viendo, puede apropiárselo. Vemos aquí que, al
confrontarlo con la ley moral, esta máxima no se puede sostener porque estaríamos admitiendo
como válido para todos el apropiarse de lo que es ajeno. En cambio, si elijo la segunda opción y la
confronto con la ley moral, la máxima que me formo sería la siguiente: cada vez que alguien ve un
objeto que no le pertenece, y aunque nadie lo esté mirando, debe devolverlo. Si esto es admisible
como ley válida para todo hombre, luego es lo que debe ser hecho.

Esto nos conduce a la segunda característica de una buena voluntad. Es autónoma porque se da a
sí misma sus leyes. La autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza racional del
hombre. Por eso afirmar que la voluntad es libre significa afirmar que es principio de su acción, no
depende de otro para actuar, es causa de sus propios actos, porque tiene en sí misma el principio
de determinación, el cual, como vimos, es el imperativo categórico.

Otro imperativo categórico propuesto por Kant, dice: “Obra de tal modo que no consideres a la
humanidad (en ti mismo y en los otros) solamente como un medio sino como un fin en si mismo”.
Es decir, que si consideras a otra persona, aúna nosotros mismos como medios o instrumentos al
servicio de una inclinación nuestra, entonces habremos obrado mal. La presencia en el hombre de
una conciencia moral y la existencia del deber y la ley moral, supone en el ser humano que hay
libertad. Solo cuando el hombre puede sustraerse de sus inclinaciones y actuar por deber, solo en
ese caso, es libre.

Carta a Meneceo...

(Que nadie, por joven, tarde en filosofar, ni, por viejo, de filosofar se canse. Pues para nadie es
demasiado pronto ni demasiado tarde en lo que atañe a la salud del alma. El que dice que aún no
ha llegado la hora de filosofar o que ya pasó es semejante al que dice que la hora de la felicidad no
viene o que ya no está presente. De modo que han de filosofar tanto el joven como el viejo; uno,
para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por la gratitud de los acontecidos, el otro, para
que, joven, sea al mismo tiempo anciano por la ausencia de temor ante lo venidero. Es preciso,
pues, meditar en las cosas que producen la felicidad, puesto que, presente ésta, lo tenemos todo,
y, ausente, todo lo hacemos para tenerla.)

Epicuro (en griego, Επίκουρος, Epikouros, «aliado» o «camarada») (Samos, aproximadamente 341
a. C. - Atenas, 270 a. C.), también conocido como Epicuro de Samos, fue un filósofo griego,
fundador de la escuela que lleva su nombre (epicureísmo).
Defendió una doctrina basada en la búsqueda del placer, la cual debería ser dirigida por la
prudencia. Se manifestó en contra del destino, de la necesidad y del recurrente sentido griego de
fatalidad. La naturaleza, según Epicuro, está regida por el azar, entendido como ausencia de
causalidad. Solo así es posible la libertad, sin la cual el hedonismo no tiene motivo de ser.
Manifestó que los mitos religiosos amargan la vida de los hombres. El fin de la vida humana es
procurar el placer y evadir el dolor, pero siempre de una manera racional, evitando los excesos,
pues estos provocan un sufrimiento posterior. Los placeres del espíritu son superiores a los del
cuerpo, y ambos deben satisfacerse con inteligencia, procurando llegar a un estado de bienestar
corporal y espiritual al que llamaba ataraxia. Criticaba tanto el desenfreno como la renuncia a los
placeres de la carne, y argüía que debería buscarse un término medio y que los goces carnales
deberían satisfacerse siempre y cuando no conllevaran un dolor en el futuro. La filosofía epicúrea
afirma que la filosofía debe ser un instrumento al servicio de la vida de los hombres y que el
conocimiento por sí mismo no tiene ninguna utilidad si no se emplea en la búsqueda de la
felicidad.

En el año 306 a. C., a los 35 años, regresó a Atenas, donde ya permanecería hasta su muerte, para
fundar su escuela de filosofía. Compró una casa y un pequeño terreno en sus cercanías, a las
afueras de Atenas, de camino al Pireo; allí fundó el Jardín, su escuela.7 8 El Jardín ofrecía un lugar
tranquilo, alejado del bullicio de la urbe, en el que podían tenían lugar desde charlas y
convivencias hasta comidas y celebraciones. Se trataba, pues, de un lugar más destinado al retiro
intelectual de un grupo de amigos que de un lugar para la investigación científica y a la
paideíasuperior, a diferencia de la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles.9

Eran admitidas al Jardín personas de toda condición y clase, por lo que llegó a ser causa de
escándalo. Incluía a personas respetables, pero igualmente a gentes de vida disoluta. También a
mujeres y a esclavos, lo que en aquella época constituía un hecho inusual para una escuela
filosófica.9

Fue maestro de la misma hasta su fallecimiento en el año 270 a.C., a la edad de 72 años. Dejó la
dirección de su escuela a Hermarco de Mitilene, quien afirmó que su maestro, después de verse
atormentado por crueles dolores durante catorce días, sucumbió víctima de una retención de
orina causada por el mal de la piedra. En su testamento, conservado por Diógenes Laercio, otorgó
la libertad a cuatro de sus esclavos.

Obras

A su muerte, dejó más de 300 manuscritos, incluyendo 37 tratados sobre física y numerosas obras
sobre el amor, la justicia, los dioses y otros temas, según refiere Diógenes Laercio en el siglo III.

De todo ello, sólo se han conservado tres cartas y cuarenta máximas (las llamadas Máximas
capitales), transcritas por Diógenes Laercio, y algunos fragmentos breves citados por otros
autores.
Las cartas son las siguientes:

• Carta a Heródoto (no el historiador): trata sobre gnoseología y física.

• Carta a Pitocles: se refiere a la cosmología, la astronomía y la meteorología.

• Carta a Meneceo: aborda la ética.

Ética[editar]

La ética, como ya se ha dicho, es la culminación del sistema filosófico de Epicuro: la filosofía tiene
como objetivo llevar a quien la estudia y practica a la felicidad, basada en la autonomía o
autarquía y la tranquilidad del ánimo o ataraxia. Puesto que la felicidad es el objetivo de todo ser
humano, la filosofía interesa a cualquier persona, independientemente de sus características
(edad, condición social, etc.).

La ética de Epicuro se basa en dos polos opuestos: el miedo, que debe ser evitado, y el placer, que
se persigue por considerarse bueno y valioso.

Los cuatro miedos[editar]

La lucha contra los miedos que atenazan al ser humano es parte fundamental de la filosofía de
Epicuro; no en vano, ésta ha sido designada como el "tetrafármaco" o medicina contra los cuatro
miedos más generales y significativos: el miedo a los dioses, el miedo a la muerte, el miedo al
dolor y el miedo al fracaso en la búsqueda del bien.

Si bien Epicuro no era ateo, entendía que los dioses eran seres demasiado alejados de nosotros,
los humanos, y no se preocupaban por nuestras vicisitudes, por lo que no tenía sentido temerles.
Por el contrario, los dioses deberían ser un modelo de virtud y de excelencia a imitar, pues según
el filósofo viven en armonía mutua, manteniendo entre ellos relaciones de amistad.

En cuanto al temor a la muerte, lo consideraba un sin sentido, puesto que “todo bien y todo mal
residen en la sensibilidad y la muerte no es otra cosa que la pérdida de sensibilidad”. La muerte en
nada nos pertenece pues mientras nosotros vivimos no ha llegado y cuando llegó ya no vivimos.

Por último, carece también de sentido temer al futuro, puesto que: “el futuro ni depende
enteramente de nosotros, ni tampoco nos es totalmente ajeno, de modo que no debemos
esperarlo como si hubiera de venir infaliblemente ni tampoco desesperarnos como si no hubiera
de venir nunca”.

El placer y la felicidad

Epicuro consideraba que la felicidad consiste en vivir en continuo placer. Este punto de su doctrina
ha sido a menudo objeto de malentendidos, pese a que Epicuro hace una cuidadosa
categorización de los placeres, indicando cuáles son recomendables y cuáles no.
En efecto, Epicuro señala que existen tres tipos de placeres:

• Los naturales y necesarios: las necesidades físicas básicas, alimentarse, calmar la sed, el
abrigo y el sentido de seguridad.

• Los naturales e innecesarios: la conversación amena, la gratificación sexual y las artes.

• Los innaturales e innecesarios, que considera superfluos: la fama, el poder político o el


prestigio.

Epicuro formuló algunas recomendaciones en torno a todas estas categorías de deseos:

• El hombre debe satisfacer los deseos naturales necesarios de la forma más económica
posible.

• Se pueden perseguir los deseos naturales innecesarios hasta la satisfacción del corazón,
pero no más allá.

• No se debe arriesgar la salud, la amistad, la economía en la búsqueda de satisfacer un


deseo innecesario, pues esto sólo conduce a un sufrimiento futuro.

• Hay que evitar por completo los deseos innaturales innecesarios, pues el placer o
satisfacción que producen es efímero.

También distinguía entre dos tipos de placeres, basados en la división del hombre en dos entes
diferentes pero unidos, el cuerpo y el alma:

• placeres del cuerpo: aunque considera que son los más importantes, en el fondo su
propuesta es la renuncia de estos placeres y la búsqueda de la carencia de apetito y dolor
corporal;

• placeres del alma: el placer del alma es superior al placer del cuerpo, pues el corporal
tiene vigencia en el momento presente, pero es efímero y temporal, mientras que los del alma son
más duraderos y además pueden eliminar o atenuar los dolores del cuerpo.

Epicuro dice que “todo placer es un bien en la medida en que tiene por compañera a la
naturaleza”. Los placeres vanos no son buenos, porque a la larga acarrearán dolor y no sólo son
más difíciles de conseguir, sino además más fáciles de perder.

También habla de la importancia de poseer una virtud para elegir y ordenar los placeres: la
prudencia.

El discernimiento de los diferentes placeres y la recta prudencia, permiten acercarse a una vida
feliz, lo cual constituye el objeto de la filosofía.

Epicuro valoraba como placer fundamental la tranquilidad del alma y la ausencia de dolor: “la
ausencia de turbación y de dolor son placeres estables; en cambio, el goce y la alegría resultan
placeres en movimiento por su vivacidad. Cuando decimos entonces, que el placer es un fin, no
nos referimos a los placeres de los inmoderados, sino en hallarnos libres de sufrimientos del
cuerpo y de turbación del alma”.

Una rica vida privada, rodeada de amistades y de placeres moderados con el mínimo de dolores
posibles y tranquilidad en el alma, brinda la felicidad.

Problema del mal, o Paradoja de Epicuro[editar]

Artículo principal: Problema del mal

Dentro de la filosofía de la religión, el problema del mal como el problema de reconciliar la


existencia del sufrimiento y una deidad omnisciente, omnipresente, omnipotente y
omnibenevolente, ha quedado planteado patentemente en una cita atribuida a Epicuro:

¿Es que Dios quiere prevenir la maldad, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz,
pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De donde surge
entonces la maldad? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?13 14

Parte importante de la carta a Meneceo.

Exhortación a filosofar

[122] Que nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo por filosofar se hastíe. Pues nadie
es joven o viejo para la salud del alma. El que dice que aún no es edad de filosofar o que la edad ya
pasó es como el que dice que aún no ha llegado o que ya pasó el momento oportuno para la
felicidad. De modo que debe filosofar tanto el joven como el viejo2 . Este para que, aunque viejo,
rejuvenezca en bienes por el recuerdo gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a un
tiempo mostrando su impavidez frente al porvenir3 . Necesario es, pues, meditar lo que procura la
felicidad, si cuando está presente todo lo tenemos y, cuando nos falta, todo lo hacemos por
poseerla4 .

Sobre la divinidad

[123] Tú medita y pon en práctica5 los principios6 que siempre te he aconsejado, teniendo
presente que son elementos indispensables de una vida feliz7 . Considera en primer lugar a la
divinidad como un ser viviente incorruptible y feliz, según lo ha grabado en nosotros la común
noción de lo divino, y nada le atribuyas ajeno a la inmortalidad o impropio de la felicidad. Respecto
a ella, por el contrario, opina todo lo que sea susceptible de preservar, con su incorruptibilidad, su
felicidad. Los dioses ciertamente existen, pues el conocimiento que de ellos tenemos es evidente.
No son, sin embargo, tal como los considera el vulgo porque no los mantiene tal como los percibe.
Y no es impío quien suprime los dioses del vulgo, sino quien atribuye [124] a los dioses las
opiniones del vulgo, pues no son prenociones sino falsas suposiciones los juicios del vulgo sobre
los dioses. De ahí que de los dioses provengan los más grandes males y ventajas; en efecto,
aquellos que en todo momento están familiarizados con sus propias virtudes, acogen a los que les
son semejantes, considerando como extraño lo que les es discorde8 .

Contra el temor a la muerte y los verdaderos males de la vida

Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen
en la sensación y la muerte es privación de los sentidos. Por lo cual el recto conocimiento de que la
muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada una
temporalidad infinita sino [125] porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible hay en
efecto, en el vivir para quien ha comprendido realmente que nada temible hay en el no vivir. De
suerte que es necio quien dice temer la muerte, no porque cuando se presente haga sufrir, porque
hace sufrir en su demora. En efecto, aquello que con su presencia no perturba, en vano aflige con
su espera. Así pues, el más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros, porque cuando
nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no
somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquellos no está
y éstos ya no son. Pero la mayoría unas veces huye de la muerte como del mayor mal y otras veces
la prefiere como descanso [126] de las miserias de la vida. El sabio, por el contrario, ni rehúsa la
vida ni teme a la muerte; pues ni el vivir es para él una carga ni considera que es un mal en no
vivir. Y del mismo modo que del alimento no elige cada vez el más abundante sino el más
agradable, así también del tiempo, no del más duradero sino del más agradable disfruta. Quien
recomienda al joven vivir bien y al viejo morir bien es necio no sólo por lo agradable de la vida,
sino también por ser el mismo el cuidado del vivir y del morir. Mucho peor aún quien dice: “Mejor
no haber nacido, pero una vez nacido, pasar cuanto antes las puertas del Hades”. [127] Porque si
esto dice convencido ¿por qué no deja la vida? En sus manos está hacerlo, si con certeza es lo que
piensa. Si se burla, necio es en algo que no lo admite9

Sobre el futuro

Se ha de recordar que el futuro no es ni del todo nuestro ni del todo no nuestro, para no tener la
absoluta esperanza de que lo sea ni desesperar de que del todo no lo sea10 .

Sobre el placer, los deseos y la vida feliz

Hay que considerar que de los deseos unos son naturales, otros vanos; y de los naturales unos son
necesarios, otros sólo naturales; y de los necesarios unos lo son para la felicidad, otros para el
bienestar del cuerpo, otros para la vida misma.11 [128] Un recto conocimiento de estos deseos
sabe, en efecto, supeditar toda elección o rechazo a la salud del cuerpo y a la serenidad del alma,
porque esto es la culminación de la vida feliz. En razón de esto todo lo hacemos, para no tener
dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Una vez lo hayamos conseguido, cualquier tempestad
del alma amainará, no teniendo el ser viviente que encaminar sus pasos hacia alguna cosa de la
que carece ni buscar ninguna otra cosa con la que colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues
entonces tenemos necesidad del placer, cuando sufrimos por su ausencia, pero cuando no
sufrimos ya no necesitamos del placer. Y por esto decimos que el placer es [129] principio y
culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien primero, a nosotros
connatural, de él partimos para toda elección o rechazo y a él llegamos juzgando todo bien con la
sensación como norma.12 Y como este es el bien primero y connatural, precisamente por ello no
elegimos todos lo placeres, sino que hay ocasiones en que soslayamos muchos, cuando de ellos se
sigue para nosotros una molestia mayor. También muchos dolores estimamos preferibles a los
placeres cuando, tras largo tiempo de sufrirlos, nos acompaña mayor placer. Ciertamente todo
placer es un bien por su conformidad con la naturaleza y, si embargo, no todo placer es elegible;
así como también todo dolor es un mal [130], pero no todo dolor siempre ha de evitarse. Conviene
juzgar todas estas cosas con el cálculo y la consideración de lo útil y de lo conveniente, porque en
algunas circunstancias nos servimos del bien como de un mal y, viceversa, del mal como de un
bien13 . También a la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que siempre nos
sirvamos de poco sino para que, si no tenemos mucho, nos contentemos con poco,
auténticamente convencidos de que más agradablemente gozan de la abundancia quienes menos
tienen necesidad de ella y de que todo lo natural es fácilmente procurable y lo vano difícil de
obtener. Además los alimentos sencillos proporcionan igual placer que una comida excelente, una
vez que se elimina del todo el dolor [131] de la necesidad, y pan y agua procuran el máximo placer
cuando los consume alguien que los necesita. Acostumbrarse a comidas sencillas y sobrias
proporciona salud, hace al hombre solícito en las ocupaciones necesarias de la vida, nos dispone
mejor cuando alguna que otra vez accedemos a los alimentos exquisitos y nos hace impávidos
ante el azar 14 . Cuando, por tanto, decimos que el placer es el fin no nos referimos a los placeres
de los disolutos o a los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen o no están de
acuerdo o malinterpretan nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en el
[132] alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos o de mujeres ni de
peces ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo
prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas opiniones de las
que nace la más grande turbación que se adueña del alma. De todas estas cosas el principio y el
mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia es incluso más apreciable que la filosofía, de ella
nacen todas las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata,
honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir feliz. Las virtudes, en efecto,
están unidas a la vida feliz y el vivir feliz es inseparable de ellas15 .

Sobre el Destino y la Fortuna

[133] Porque ¿a quién estimas mejor que aquel que sobre los dioses tiene opiniones piadosas y
ante la muerte es del todo impávido, que tiene en cuenta en fin de la naturaleza y ha captado que
el límite de los bienes es fácil de colmar y de obtener y Sobre el placer, los deseos y la vida feliz
Sobre el Destino y la Fortuna Comentarios de texto I.E.S. Valle de Aller - Moreda 5 que el límite de
los males tiene corta duración o produce ligero pesar; que se burla del destino por algunos
considerado como señor supremo de todo diciendo que algunas cosas suceden por necesidad,
otras por azar y que otras dependen de nosotros, porque la necesidad es irresponsable, porque se
ve que el azar es incierto y lo que está en nuestras manos no tiene dueño, por lo cual le acompaña
la censura o la alabanza? (Porque era mejor [134] prestar oídos a los mitos sobre los dioses que
ser esclavos del destino de los físicos. Aquellos, en efecto, esbozan una esperanza de aplacar a los
dioses por medio de la veneración, pero este entraña una inexorable necesidad.) Un hombre tal,
que no cree que el azar es un dios como considera el vulgo (pues nada desordenado hace la
divinidad) ni un principio causal indeterminado (pues sin creer que por él les es dado a los
hombres el bien y el mal en relación con la vida feliz, piensa, sin embargo, que proporciona los
principios de los grandes bienes [135] y males) estima mejor ser desafortunado con sensatez, que
afortunado con insensatez; pero a su vez es preferible que en nuestras acciones el buen juicio sea
coronado por la fortuna.16

Cierre

Así pues, estas cosas y a las que ellas son afines medítales día y noche contigo mismo y con alguien
semejante a ti y nunca, ni despierto ni en sueños, sufrirás turbación, sino que vivirás como un dios
entre los hombres. Pues en nada se asemeja a un ser mortal un hombre que vive entre bienes
inmortales.17

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