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Coordinación Nacional de la Renovación Carismática Católica del Perú

Proyecto: Escuela Nacional de Alabanza


Seminario de Alabanza y Adoración: “Mi Alma Glorifica al Señor”

EL CAMINO HACIA LA ADORACIÓN

(Parte 2)

TEMA 08

Queridos hermanos, a continuación presentamos la segunda parte del tema El Camino


Hacia la Adoración, en la cual nos internaremos en las actitudes necesarias al llegar junto
a los pies de nuestro Señor en base a la experiencia de la mujer pecadora que ungió los
pies de Jesús:

Cuarto: Humillarse ante Él: “Y poniéndose detrás, a los pies de Él…”

En el relato de la mujer pecadora (Lc 7,37-50)


llama la atención la actitud de los dueños de la
casa quienes habiendo invitado a Jesús a
sentarse a su mesa no le dieron agua para los
pies, no le saludaron con el ósculo, tampoco
derramaron aceite en su cabeza (Lc 7, 44-46), es
decir, no mostraron el mas mínimo gesto de
respeto y de humildad ante Jesús, por el
contrario, lo cuestionaban y desconocían su
naturaleza divina. Sin embargo, aparece en
medio de ellos esta mujer pecadora para darles
una lección de la forma como hay que acercarse
a Jesús: Se presenta completamente insignificante y pequeña, incapaz siquiera de mirarle
de frente a los ojos, se conforma con llegar hasta sus pies. Lejos de estar cómodamente
sentada en un sillón, se arrastra cual mendigo por el piso y no sólo recibe los pies del
Señor a besos, sino que los lava con sus lágrimas y seca con sus cabellos para luego
ungirlos con perfume, sin ser capaz siquiera de pronunciar palabra ante su Señor.

La humillación de esta mujer contrastaba tremendamente con el orgullo de los anfitriones.


Jesús lejos de ignorarla y menospreciarla dirigió toda su atención hacia ella poniéndola
como ejemplo ante los que la despreciaban por sus pecados. Todos en esa habitación,

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excepto Jesús, eran pecadores, pero solamente una abandonó ese lugar en paz con sus
pecados perdonados: La que supo humillarse.

El apóstol Santiago nos hace recordar este principio: “Dios resiste a los soberbios y da su
gracia a los humildes” (St 4,6). Es una regla constante e invariable en toda relación del
hombre con Dios. Ser humilde es reconocer nuestra miseria, las heridas de nuestra
memoria y de nuestra imaginación, nuestras distracciones, el recuerdo de nuestras faltas
y fracasos, nuestras inquietudes respecto al porvenir, nuestra incapacidad de hacer algo
por nuestras fuerzas, es reconocerse débil y pobre, y poner en Dios toda nuestra
esperanza y estar seguros de obtener de la misericordia divina todo lo que somos
incapaces de hacer o merecer por nosotros mismos.

La morada propia del hombre es la humildad; cuando se sale de ahí, se constituye en rival
de Dios, se levanta contra Dios e intenta de algún modo ocupar el sitio de Dios y
arrebatarle la gloria que sólo a Él le corresponde. El resultado inmediato es que Dios aleja
de su presencia al insurgente. Cuando el hombre no se presenta ante Dios en humildad
nada de lo que diga o haga será grato a Dios; si su presencia ante el Altísimo no es
humildad, ninguna forma de adoración, de postrarnos ante él, de entregarnos a él o de
confesarle le será grata, porque estamos impresentables y no tenemos acceso a su
presencia. Se cumple en definitiva lo que dijo el Señor: “El que se ensalce, será
humillado; y el que se humille será ensalzado” (Mt 23,12).

Quinto: Quebrantarse ante Él: “Allí se puso a llorar junto a sus pies…”

Qué pasó en el corazón de esta mujer que estalló en llanto? Qué tipo de dolor estaba
experimentando que hizo que expresara con lágrimas su quebranto delante de Aquel que
había anhelado tanto?

Para entenderla, es necesario comprender que en nuestro interior todos tenemos una
estructura como un caparazón que hemos ido construyendo y endureciendo a lo largo de
nuestra vida. Es como un escudo detrás del cual nos protegemos, como una armadura
detrás de la cual guardamos nuestro corazón, como una barrera que hemos fabricado en
base a vivencias de dolor y desamor. No es difícil imaginar el sufrimiento y la vida dura de
esta mujer. En el caso de ella su corazón había sido herido muchas veces.
Lamentablemente, esta coraza que había formado también escondía sus pecados, su
miseria, su soledad, difícil de ser escudriñada y entendida ante los ojos de los hombres
pero que no escapaba a la mirada de Dios: “La mirada de Dios no es como la mirada del
hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón” (1Sam 16,7)

Ella se sentía escudriñada y sondeada por la presencia de Jesús y se descubría a si


misma completamente indigna ante Él y el quebranto que estaba experimentando no era
otra cosa que el quiebre de esa coraza alrededor de su corazón. En ese preciso momento
ella estaba desmoronando aquellas murallas que había construido durante toda su vida,
toda su apariencia, todo su pasado, todo lo que representaba como mujer pecadora se

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estaba rompiendo en mil pedazos ante Aquel que decía: Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Y allí estaba ella diciéndole
no a su vida fácil, rompiendo sus seguridades, quebrándose y muriendo como grano de
trigo caído, exponiendo su corazón indefenso ante Jesús quien había prometido vida en
abundancia (Jn 12,24; 10,10). Ella anhelaba profundamente estar cerca de Jesús pero
tuvo que quebrantar su corazón para estar junto a Él: Salmo 34, 18: Yahvé está cerca de
los que tienen roto el corazón Él salva a los espíritus hundidos.

El quebrantamiento es esencial cuando adoramos a Dios. No debemos nunca ir ante su


presencia presumidamente pensando que ganamos el derecho de estar allí por nuestros
méritos. Fue Jesús quien ganó ese derecho para nosotros a través de su sangre
derramada: “Así, pues, hermanos, con toda seguridad podemos entrar en el Santuario
llevados por la sangre de Jesús” (Heb 10,19). Al adorar, nos descubrimos a nosotros
mismos que somos hombres y mujeres indignos, de “labios impuros”, que habitamos en
medio de un pueblo igualmente “impuro” (Is 6,5). Toda adoración que se precie de
verdadera debe conllevar una necesaria confesión de nuestra condición de pecadores. Y
al exponer nuestra miseria, nuestro pecado, experimentamos el dolor del quebranto en el
que nuestro corazón es literalmente triturado, es decir hecho pedazos por la revelación
del amor de Dios. Como David después de su pecado, o como Pedro después de haberlo
negado, el quebranto es una experiencia que va mas allá de la simple develación de
nuestro pecado, o el deseo ferviente de llegar junto a Cristo: Es la desgarradora
revelación del Amor infinito de Dios para con nosotros ante la crueldad sin nombre de
nuestra indiferencia para con Él.

Nuestro verdadero pecado es tener un corazón de piedra (Ez 36, 26) y no sufrir por ello.
Ser insensible a la ternura infinita de Dios a causa del caparazón construido en torno a
nuestro corazón. No podemos, por nuestro propio esfuerzo, prodigarnos a nosotros
mismos esta bienaventuranza de las lágrimas, sería un sentimiento forzado y artificial.
Para poder llegar a tener el corazón quebrantado por las lágrimas del arrepentimiento, es
preciso que el Espíritu Santo intervenga y nos despierte de nuestro profundo sueño. Para
que sea verdadero, hay que clamar al Espíritu Santo que arranque de nuestro corazón de
piedra las lágrimas del quebranto. La venida del Espíritu Santo rompe violentamente el
caparazón de nuestro corazón de piedra y libera su presencia en nuestro interior pudiendo
entonces clamar al Señor de la Misericordia con gemidos inefables.

Ante este amor incomprensible y desgarrador hay dos caminos: retroceder y alejarnos de
su presencia por considerarnos indignos o quebrantar nuestro corazón, con la ayuda del
Espíritu Santo, poniéndonos tal cual somos en sus amorosas manos, esperando que el
alfarero tome nuestros pedazos y nos haga de nuevo: Jeremías 18,4: El cántaro que
estaba haciendo se hizo pedazos como barro en manos del alfarero, y éste volvió a
empezar, transformándolo en otro cántaro diferente, como mejor le pareció al alfarero.

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Sexto: Entregarle todo a Él “…llevó un frasco de alabastro de perfume”

De todos los gestos de la mujer pecadora que se arrojó a los pies de Jesús el más
simbólico y extraordinario fue el ungir con todo un frasco de perfume sus pies. Con la
finalidad de comprender a profundidad el significado de este acto, vamos a hacer un viaje
hacia el tiempo de estos acontecimientos y conocer las costumbres de esta época en
relación a este gesto:

En primer lugar es necesario caer en la cuenta que los frascos de perfume en ese
tiempo no se compraban en cualquier tienda como ahora lo hacemos como parte
de nuestras costumbres de aseo y cuidado personal. En esa época el perfume era
un artículo muy valioso, muy codiciado tal como lo eran el oro o las piedras
preciosas. Y por lo tanto era muy costoso. Las personas de esa época solían
comprar estos artículos no para su uso personal sino mas bien como un medio de
ahorro, como un pequeño tesoro, un objeto valioso que podían vender a muy buen
precio en caso haya necesidad del dinero.
Otro dato importante a tener en cuenta es que los frascos de perfume en ese
tiempo no se parecían en nada a los que utilizamos ahora. El perfume se
guardaba en esa época en frascos de alabastro que era una piedra parecida al
mármol, traslúcido, generalmente de color blanquecino. El frasco de alabastro era
de gran precio por tres motivos: Primero, por el gran trabajo que se realizaba para
labrar y pulir aquella piedra de color blanquecina. Segundo porque aquel frasco
de alabastro, contenía una libra de perfume de nardo delicioso, 453 gramos de
finísimo perfume, cuyo valor en esa época era de 300 denarios (Jn 12,5). El
denario era el salario de un jornalero por día, en realidad el frasco de alabastro,
costaría el trabajo de diez meses cosa que pocas personas hubieran podido
comprar. Y tercero porque para vaciar el perfume había que romper el frasco. Por
estos motivos los frascos de alabastro conteniendo perfume de nardo se utilizaban
mas como un objeto de valor por si mismo que por el perfume que contenía.

Regresando al pasaje en el cual la mujer ungía los pies de Jesús, lo que realmente estaba
sucediendo en ese momento era que esa mujer estaba derramando en sus pies todo lo
que tenía. Al romper ese frasco de alabastro esa mujer esta poniendo a los pies del
maestro toda su seguridad económica, todo aquello que había ahorrado, tal vez fruto de
toda una vida de trabajo marcado por el pecado, pero al fin y al cabo así se ganaba la
vida, así se procuraba el pan. No sería la primera mujer que practicaba la prostitución,
como una manera de ganar dinero para sus hijos y poder darles alimento y casa,
muchísimas de ellas están cansadas de esta clase de vida a la cual se ven obligadas a
regresar noche a noche y realizar actos tal vez que no les agradan hacer, por lo cual son
ofendidas por los ofrecimientos y deseos de los hombres, así como la humillación que
hace de ellas la sociedad y las autoridades.

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Al romper ese frasco de perfume ya no había marcha atrás para esa mujer. Lo estaba
apostando todo por Jesús. Al romper el alabastro también estaba rompiendo con su
pasado y al mismo tiempo estaba entregando a su Salvador la seguridad de su futuro.
Estaba rindiendo sin reparos todo lo bueno y malo que había en su ser. No se estaba
guardando nada. El perfume que brotaba del frasco roto era el aroma de su alma que por
fin libre del alabastro de las apariencias y codicia de los hombres se derramaba a los pies
del Señor de la Vida para impregnarse a Él y nunca más volver a ser esclava del pecado y
del mundo.

Es en la adoración cuando llevamos nuestro frasco de alabastro como ofrenda de amor,


para romperlo a los pies del Señor de Señores y vaciarnos completamente, buscando que
el perfume de nuestra alma, libre de apegos, yugos y falsas seguridades, vaya libremente
al encuentro del Amor de los Amores.

Séptimo: Esperar en Él. “Tus pecados quedan perdonados…tu fe te ha salvado.


Vete en paz”

El último paso en este camino hacia la adoración está determinado por LA RESPUESTA
DE DIOS ante el corazón que ha terminado humillado, quebrado y completamente
entregado ante sus pies. Es el culmen de la adoración, es el momento en el que Jesús
extiende la mano como ante un leproso y nos toca (Mateo 8,3). Es el instante en que su
mano amorosa nos sana (Mateo 8,15) porque tiene un corazón misericordioso, abundante
en amor (Mc 1,41) es el momento en el que Dios pone carbones encendidos en nuestros
labios (Isaías 6,7), es cuando Dios nos infunde su Espíritu cambiando nuestro corazón de
piedra por un corazón de carne (Ezq 11,19), ahí es que Dios cumple su promesa de
volver nuestros pecados rojos como el carmesí en blancos como la lana y la nieve (Is
1,18), ahí, estando a sus pies, es cuando Jesús nos habla al corazón (Lc 10,39) con
palabras de vida eterna (Jn 6,68).

La mujer pecadora que había experimentado su auténtica nada, su absoluta miseria, la


que había caído a un abismo, reducida a la más mínima expresión, estaba ahí a los pies
de su Esperanza esperando una respuesta de Jesús. No buscaba solamente en Jesús a
alguien con quien desahogar sus penas, ella creía firmemente que Él podía hacer algo por
ella: grande era su fe. Y Jesús, pleno de misericordia, rescata ese corazón herido y
manchado por el pecado levantándola, devolviéndole la dignidad negada por los hombres,
perdonándola, regalándole la salvación y colmándola de esa paz que el mundo no da.
“Tus pecados quedan perdonados…tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7,48.50).

En la adoración no tocamos a Dios ÉL NOS TOCA A NOSOTROS: perdonándonos,


sanándonos, hablándonos, levantándonos, abrazándonos, haciéndonos de nuevo,
revistiéndonos, curando nuestras heridas, entregándonos su Espíritu. Lo único que nos

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toca hacer es esperar en Él, dejarlo ser Dios, escucharlo, abandonarnos en sus manos,
dejarnos amar por Él.

En la adoración hay que dejar que Dios tome el control: callar para que Él hable, dejar de
pedir para que Él actúe conforme a su voluntad, postrarnos para que Él nos levante,
hacernos barro para que Él nos moldee, rendirnos para que Él venza. Que nuestra alma
espere en el Señor, que espere y confíe en sus palabras “mucho mas que el centinela a la
aurora”(Sal 130,5-6). Es preciso esperar manteniendo nuestra alma en paz y silencio
“como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en
mí! ¡Espera, Israel, en Yahveh desde ahora y por siempre!”(Sal 131,2-3).

Nos enseña el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica en el numeral 2628: La adoración


es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la
grandeza del Señor que nos ha hecho (Cf. Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que
nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 14, 9-
10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal. 62,
16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de
humildad y da seguridad a nuestras súplicas.

La importancia de hacer silencio para escuchar a Dios, es la actitud de un apóstol del


Espíritu Santo, tener el corazón abierto al Padre que nos ama y está deseoso de
compartir sus bendiciones con cada uno de nosotros: Elí respondió: "No te he llamado;
vuelve a acostarte, hijo mío". Samuel no conocía todavía al Señor, pues la palabra del
Señor todavía no se le había revelado. Por tercera vez lo llamó el Señor: "¡Samuel!". Se
levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: "Aquí estoy, pues me has llamado". Comprendió
entonces Elí que era el Señor el que lo llamaba, y le dijo: "Vete a acostarte, y si te llaman,
dirás: Habla, Señor, que tu siervo escucha". Y Samuel fue a acostarse. El Señor se
presentó y lo llamó como otras veces: "¡Samuel, Samuel!". Samuel respondió: "Habla, que
tu siervo escucha". (1Sam 3, 8 – 10)

Es muy importante saber escuchar a Dios y esperar en sus palabras:


Porque el que sabe escuchar se dejará guiar por Aquel que es la luz del mundo y
por eso no caminará en tinieblas: “Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco.
Ellas me siguen” (Jn10, 27)
Porque el que escucha su voz será colmado de su presencia que trae paz y amor:
“Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en
su casa y comeré con él y él conmigo” (Ap 3,20)
Porque basta tener el deseo de escuchar a Dios para que él abra el corazón y nos
regale la gracia de comprender su palabra, y aquel que es capaz de comprender
su palabra podrá hacer su voluntad.

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Tenemos el mejor ejemplo en nuestra madre la Virgen María, aquella mujer que siempre
buscó escuchar la voz de Dios no para quedarse como una simple oyente, por el
contrario, para que valientemente tomara la decisión de vivir de acuerdo a la voluntad de
Dios: El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será Santo y será llamado Hijo de
Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el
sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios».
Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”(Lc 1,26)

Adorar a Dios, es tomar conciencia de nuestra dependencia de El y de la consecuencia


lógica de esa dependencia: entregarnos a El y a su Voluntad. No tener voluntad propia,
sino adherir nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. Como diría San Maximiliano Kolbe,
refiriendo a la fórmula de la Santidad:

v + V
= Santidad
( mi voluntad) (adherido a la voluntad de Dios)

Los dos pilares de nuestra Iglesia nos dirán:

San Pablo: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que
presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es
vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio
de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la
buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12,1).

San Pedro: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa
espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios
por medio de Jesucristo” (1Pedro 2,5).

Es así hermanos que el camino de la adoración que se inicia con el anhelo ferviente
de estar en su presencia se hace realidad a partir de la decisión firme de ir a su
encuentro, esforzándonos por llegar ante sus pies, para que humillados y
arrepentidos ayudados por el Espíritu Santo quebrantemos el corazón entregándole
todo nuestro ser y entregándonos a su voluntad, abandonándonos en la espera de
que El derrame su amor misericordioso y transformador.

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“La adoración es un acto de la mente y la voluntad que se expresa en oraciones,


posturas, actos de reverencia, sacrificios y con la entrega de la vida entera”

“Adorar es la oración de un hijo enamorado de su padre Dios.... es la rendición de


mi vida en sus manos”

La Adoración es volver al corazón de Dios.

Coordinación Nacional de la RCC del Perú


Eduardo Ocampo Ludeña
Carol Azabache de Ocampo
Eddy Pérez Sifuentes
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APLICACIÓN VIVENCIAL DEL TEMA

A continuación se propone una serie de actividades que complementarán el desarrollo del


tema. El equipo de servicio deberá estar atento a lo que el Espíritu Santo inspire para
enriquecer y complementar estas actividades propuestas.

Actividades a desarrollar

Actividad 1: A nivel personal:

a) Durante la semana se reflexionará con las siguientes frases, una para cada día y
luego la expresaremos en medio de nuestra oración personal:
“Tú eres el Creador y yo la creatura”
“Tú eres el Pastor y yo la oveja”
“Tú eres el Salvador y yo el salvado”
“Tú eres el Padre y yo el hijo”
“Tú eres el Grande y yo el pequeño”
“Tú eres el Fuerte y yo el débil”
“Tú eres el Santo y yo el pecador”
b) Se buscará expresiones y gestos corporales para acompañar nuestra oración
personal que ayuden a expresar las frases reflexionadas durante la semana para
acompañar nuestra oración de adoración.

Actividad 2: A nivel comunitario

a) Compartir las siguientes preguntas en parejas:


¿Con qué actitudes me acerco al Señor? ¿Qué actitudes debo cambiar y
cuáles debo conservar?
¿Qué me falta entregarle al Señor, para ser totalmente de Él?
b) En la oración comunitaria se motivará dentro de la oración de adoración los
siguientes momentos:
Se pedirá al Espíritu Santo que nos ayude a quebrantar el corazón y a
entregarnos totalmente a Dios.
Se propiciará un momento de entrega en el cual “romperemos nuestros frascos
de alabastro” a los pies del Señor.
Se motivará a un momento de silencio como signo de nuestra espera y
abandono total a la acción amorosa de nuestro Señor.

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