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Los Pecados del Padre

Andy Smillie
Gracias a Adeptvs Translates
En mis horas más oscuras, no amo a mis hijos.

Sanguinius permanecía inmóvil mientras las espadas


chocaban a su alrededor. Sus pensamientos pesaban sobre
él como la presa del tiempo. Lo mantenían clavado en el
suelo, inmóvil en el centro del círculo de duelo mientras
los dos combatientes intercambiaban golpes.

En estos momentos, me aflige pensar en lo que vendrá.

Vestido con una sencilla túnica, la perfección de su forma


eclipsaba la de las estatuas y esculturas que los rodeaban
en aquella cámara, en el interior de la Fortaleza de Hera.
Un ser numinoso, angélico, todo él era una oda a la
belleza y el poder de las creaciones del Emperador.
Y para cualquiera salvo para su padre, la sombra de
preocupación de su frente habría pasado desapercibida.

Mis hijos nunca alcanzarán mi virtud. Serán por siempre


espejos empañados, brillando como pobres reflejos de la
grandeza que mi muerte les robará. No poseen la fuerza
para alzarse en contra de la maldición de su sangre.
Excepto… excepto quizá estos dos.

La Tempestad de los Ángeles era un ritual peligroso.


Sanguinius permanecía en el ojo de aquella tormenta de
hojas, mientras las espadas del Desgarrador y el Salvador
silbaban a su alrededor. El Ángel seguía el fluir del duelo,
apreciando la fuerza y la habilidad de aquel par, mientras
ellos se gruñían y atacaban uno al otro.

Mi Padre me creó a imagen de un ángel; si de un protector


divino o de un destructor iracundo, eso nunca me lo dijo.
Es algo propio de Su naturaleza crear lo que puede
sorprenderlo. Me dio la potestad de decidir cómo deberá
la historia recordar mis logros.

Sanguinius cerró los ojos, dejando que su mente vagara


hasta regresar al Triunfo de Ullanor. Siempre se había
sentido solo. Incluso entonces. Incluso en presencia de
tantos de sus hermanos. Vio cada una de sus caras,
percibiendo el brillo del destino desplegándose ante sus
ojos.

Mis hermanos no sufren esa indecisión. Magnus no es un


guerrero, y Angron no es un estratega. Sus caminos ya
estaban elegidos, los libraron de la carga de tales dudas.

Las chispan danzan sobre la cara de Sanguinius cada vez


que las hojas se encuentran, las dos lenguas de acero
baalita teñidas de un iracundo tono rojizo por la fricción.

Destructor. Protector. Estoy condenado a ver el final de


cada uno de esos senderos, y conozco el dolor de
apartarme de cualquiera de ellos. Y en mi debilidad,
intento caminar por la línea que los separa.

Abre los ojos. Los combatientes están tan cerca de él que


los furiosos cortes y estocadas le calientan la piel.
Pero estos dos, estos dos incompletos hijos míos, caminan
sólo por uno de los senderos.

Con una fuerza asesina, una espada asciende hacia la


garganta de Sanguinius. El primarca permanece inmóvil, y
sigue viviendo: el golpe del Desgarrador bloqueado por
la hoja del Salvador.

Azkaellon, capitán de mi Guardia Sanguinaria, mi mayor


protector. El oro y el bronce de su armadura son un eco de
la pureza que inunda sus corazones. Motivado por el
deber, por el orgullo, es un maestro de la espada, sus
golpes equilibrados, medidos, serenos.

Azkaellon resopla por el esfuerzo cuando hace retroceder


a su oponente lejos del primarca.

Amit, capitán de la 5.ª Compañía, un guerrero nato. Podría


luchar hasta que las estrellas se consumieran. Su armadura
luce las cicatrices que otros reservan para sus almas.
Templado en sangre, está manchado por el más profundo
carmesí. Es un destructor que lucha con la furia de un
berserker. Sus brutales golpes no le dejan espacio alguno
para la defensa.

Amit gruñe, recupera el equilibrio y ataca otra vez con


redoblada fuerza.

Su obsesión les permitirá sobrevivirme, les dará la fuerza


necesaria para hacer lo que otros no podrán.

Y aun así, he visto un futuro sin ángeles…

Oigo el rugido triunfal de Ka’Bandha en el momento en


que golpeo contra el suelo. Satisfecho con su venganza,
bate las alas y se precipita sobre la batalla distante.

Permanezco tirado, inmóvil.

—¡No! —el grito de Azkaellon es uno de rabia y angustia.

Corre hacia mí. Ignora la llamada de sus guerreros, los


abandona.
—Se-Señor… —tartamudea mientras cae de rodillas a mi
lado.

Me acerca a su pecho, rodeándome con los brazos. Mi


cabeza descansa sobre los altorrelieves de su coraza. Mis
rasgos son los mismos que ahora: virginales, intactos.

—¡Padre! —Azkaellon me sacude frenéticamente,


acosado por el dolor mientras busca la vida que ya no late
dentro de mí—. Está muerto… —alza la vista al cielo,
como si buscara alguna deidad que fuera a sancionar sus
palabras—. ¡Nuestro padre Sanguinius está muerto!

A su alrededor partes del Palacio arden en sus últimos


momentos. El fuego consume la tierra y escala por los
muros. La carne purulenta arde como aceite, arrancada
por dioses de la aniquilación de los cadáveres y de
algunos aún vivos.

—¿Cómo… cómo puede ser?


Tras desprenderse del casco, Azkaellon mira a su
alrededor, como si mirar el mundo con sus propios ojos
pudiera cambiar lo que está viendo. No, no puede.

Un infierno lo rodea. La ausencia de esperanza es tan


absoluta alrededor del postrado ángel sangriento que deja
caer su espada. Sus hermanos están muriendo, demonios
de piel roja los están eviscerando con sus garras afiladas,
cortándolos en pedazos con sus armas de obsidiana. Sus
enemigos son tan rápidos que parece que los Ángeles
Sangrientos lucharan a cámara lenta, el ruido de sus
bólteres ahogado por los rugidos de las bestias contra las
que están luchando. Es un mosaico de matanza y locura,
una pesadilla hecha realidad. Es el fin de todo.

—¡Lord! ¡Lord Azkaellon, tiene que luchar!

Azkaellon alza la vista hacia el ángel sangriento que


permanece en pie frente a él. La servoarmadura del
guerrero está ennegrecida, quemada por un fuego
antinatural.

—¡Mi señor, necesitamos su espada! —la ira mezclada


con la desesperación deforma su expresión.

—Se… se ha ido. Se acabó todo para nosotros —la voz


de Azkaellon suena hueca, como si el pesar le hubiera
arrancado toda emoción.

—¡Comandante Azkaellon, lo necesitamos! ¡No


podemos…!

La cabeza y el torso del ángel sangriento se desvanecen en


el interior de un rayo carmesí, vaporizado por alguna de
las armas arcanas del enemigo.

Azkaellon baja la mirada hasta los restos del guerrero,


perdiéndose a sí mismo en el charco de sangre que se
extiende sobre el suelo.

—Estamos perdidos…

Amit sigue avanzando, tambaleándose. Solo en aquel


vasto desierto, perdido entre las ondulantes dunas rojas
que se extienden en todas direcciones, sólo su rabia lo
mantiene en pie. Ha perseguido a su presa hasta allí,
haciendo sangrar por el camino a sus propios guerreros
hasta que han sido aniquilados. La arena bajo sus pies no
es piedra desmenuzada, sino un recordatorio de aquella
sangrienta batalla. Camina sobre el polvo en el que se han
convertido los muertos, sobre las colinas de la sangre
desecada y cocida por los ocho soles que brillan sobre él.

—Te encontraré.

La voz de Amit es un gruñido ronco, desgarrada por esas


dos palabras una y otra vez.

El demonio se ríe en respuesta. Es un rugido de burla, un


rumor de desprecio que resuena a su alrededor como el
eco de un trueno.

Amit alza su espada hacia el cielo.

—No puedes esconderte de mi hoja, demonio. No para


siempre. Te encontraré, y te mataré.
Los cielos carmesíes crepitan con fuego cuando un
latigazo de la voluntad del demonio los desgarra,
abriendo una herida en el firmamento. Sangre, rojiza y
oscura, comienza a caer como una lluvia vengativa.

—Eso no me detendrá —dice Amit entre dientes.

Se equivoca.

La lluvia de sangre cae en torrentes, derribando a Amit y


disolviendo las dunas bajo él en un denso fango.

—¡Muéstrate, demonio! —escupe Amit mientras lucha por


seguir avanzando, intentando en vano no hundirse en aquel
pantano—. Cobarde, ¡lucha conmigo!

La frustración le corta como una espada mientras la sangre


se traga el suelo y todo se convierte en un océano.
Impotente, el señor de los Desgarradores de Carne se
hunde en aquel abismo rojo.
—¡No!

Al grito de Amit es casi imperceptible, ahogado por el


estruendo de las olas sanguinolentas que caen sobre él.

Intenta nadar hacia la superficie, pero la sangre es


demasiado densa, su armadura demasiado pesada. Se
hunde más y más, hacia las profundidades de muerte que
forman aquel mundo.

—No…

El denso líquido arterial le llena los pulmones,


arrastrándolo hasta hacerle alcanzar el fondo, un
ondulante panorama de calaveras pulidas. Cientos de
miles de ellas, tapizando el lecho marino.

Pero siempre hay sitio para una más.

—Alto.
A la orden de Sanguinius, Amit y Azkaellon apartan sus
espadas.

—Intercambiad los lugares.

—¿Señor? —la confusión se marca en la frente de


Azkaellon.

—Azkaellon, tú me atacarás. Amit, tú me defenderás.

—Señor, yo no tengo el temperam…

—No, Amit, no lo tienes —la voz de Sanguinius es dura


pero sus ojos no muestran malicia alguna—. Luchas sin
ninguna preocupación por la supervivencia. Y tú,
Azkaellon —dice mientras dirige la mirada al otro ángel
sangriento—, luchas para proteger sin considerar lo que la
supervivencia pueda significar.

Azkaellon alza una mano en protesta.


—Lucho por la legión, por la memoria del Emperador y
por el Imperio que una vez fue.

—No, no lo haces —Sanguinius niega con la cabeza—.


Luchas por tu propio honor. Luchas por mí.

La mira de Azkaellon parece dolida, como si lo hubiera


alcanzado el filo de una espada.

—¿Y qué causa puede haber mayor?

—No es un pecado, y hasta ahora eso te ha servido bien.


Pero no es suficiente. Cuando este nuevo imperio caiga,
cuando todos nosotros hayamos sido derribados…
Cuando me haya ido, ¿por quién lucharás?

Los ojos de Azkaellon brillan de furia.

—Mi señor, eso no ocur…


—¿Tan seguro estás de un futuro desconocido incluso para
mi Padre?

—Señor… perdonadme —Azkaellon baja la cabeza.

—Y tú, Amit, luchas porque el estruendo de la batalla te


proporciona paz.

Amit gira la cabeza, incapaz de sostener la mirada de su


padre.

—Llegará un momento en que los gritos de los que has


guiado a la muerte ahogarán el rugido en tus venas.
Llegará un momento en el que tengas que defender lo poco
que nos quede.

Amit no dice nada, su mandíbula fuertemente apretada.

—Ahora… —Sanguinius vuelve a erguirse en el centro


del círculo de duelo—. Intercambiad los lugares.
Sin una palabra más, Amit y Azkaellon cambian sus
posiciones y alzan sus espadas.

—Mi vida está en vuestras manos, hijos míos. No la


malgastéis.
Marcas Rojas
Nick Kyme
Gracias a Adeptvs Translates
Guilliman miente.
Se ha engañado a sí mismo para negar una verdad
incómoda. Dice que Ultramar ha dejado de arder. Dice
que ganamos la guerra, que rechazamos la Cruzada
Sombría. Dice que debemos forjar un segundo imperio.
Guilliman se equivoca, nada de eso es cierto.
Desde Macragge, cree que el orden reina. En eso también
se equivoca, una nueva negación de otra verdad
incómoda. Porque fuera, en las fronteras, lejos de su luz,
sólo dos cosas son ciertas: que la anarquía reina, y que la
guerra por Ultramar no ha terminado.
La explosión ilumina la penumbra, revelando las formas
de servoarmaduras de los hombres de Thiel, la laca
cobalto estriada de gris. El ácido las ha quemado hasta la
ceramita. El humo de las cargas indendiarias satura el aire
del puesto de avanzada que es Protus, convirtiendo la
lluvia en una neblina sulfúrica. El hedor es más que acre:
arde en los pulmones.
Los fogonazos de los cañones de los bólteres apuñalan la
cortina de humo negro producida por la explosión.
Continúan descargando ráfagas al dejar atrás los dos
búnkeres que han caído. Entonces los disparos se
encuentran con los muros reforzados de la torre del
polvorín; se cierne sobre Thiel en medio del aire turbio.
Los proyectiles estallan contra sus paredes.
Están atrapados. Deben avanzar, si quieren sobrevivir,
deben avanzar.
El denso nido de silos grises, búnkeres y contenedores de
munición recuerdan a Thiel las cavernas de Calth.
Apilados unos con otros de manera tan estrecha forman
una laberíntica zona mortalis. Callejones sin salida y
cuellos de botella, un campo inmisericorde, ideal para una
matanza.
¿Pero no buscaba precisamente aquello? Dejar atrás
Calth, hacer algo que tuviera algún sentido…
Thiel alza sobre su cabeza su espada de energía, que
brilla como un faro.
—¡Adelante! —grita— ¡Todos conmigo! Dispersáos.
Seguid luchando, maldita se…
El disparo de uno de los francotiradores lo alcanza en la
guarda del hombro, aunque apenas le presta atención.
Entonces baja su espada y comienza a avanzar, liderando
la vanguardia. Los legionarios lo siguen, saliendo de
detrás de las cajas de munición de plastiacero, sus
bólteres rugiendo en la oscuridad.
Un icono del sistema de puntería parpadea en la pantalla
retinal de Thiel, marcando la parte superior de la torre.
Coronada con alambre de espino y reforzada con un
exterior blindado, rechaza la andanada de sus hombres.
—Inviglio, necesito esas armas pesadas, ¡ahora!
—¡Lo veo! —responde Inviglio.
Thiel cambia de canal de voz.
—¿Thaddeus?
Inviglio niega con la cabeza. Los disparos recorren todo
el depósito del fortín, pasando tan cerca de ellos que
podrían sentir el calor que arrastran consigo los
proyectiles. Los ultramarines siguen avanzando como
pueden, cubriéndose en cualquier resquicio que
encuentran.
Un grito lejano resuena por encima del ruido del combate.
Dos identificadores en el monitor táctico pasan de verde a
rojo. Haldus y Konos. Con los otros ya son seis. Thiel
logra ver una figura con un bólter de largo alcance que se
oculta en la parte superior de la torre.
—¡Necesitamos una respuesta! Hay una escuadra de
tiradores en esa torre. ¡Dile a Thaddeus que si no nos los
quita de encima, se acabó!
Los proyectiles trazan una línea de perforaciones sobre el
muro de uno de los búnkeres cercanos cuando Inviglio
intenta de nuevo establecer contacto.
—Thaddeus, ¿estás con nosotros?
Por unos segundos, sólo la estática responde a su llamada,
antes de que le lleguen las palabras como un ruido
entrecortado.
—Disculp… alzanzado… Aquí Petronius… Thaddeus
está muerto… desplazand… prestar apoyo…
Thiel aprieta la mandíbula, sintiendo que el puño se cierra
alrededor de sus hombres.
—¿Cuánto tiempo?
—…tres minutos…
—¿Podremos aguantar? —pregunta Inviglio—.
¿Retrocedemos? ¿Buscamos otro punto de acceso?
Thiel niega con la cabeza.
—Si retrocedemos los francotiradores acabarán con
nosotros. Nuestra única posibilidad es avanzar.
Más adelante, el humo se disipa, dejando ver los perfiles
de las servoarmaduras que avanzan hacia ellos con los
bólteres apoyados en los hombros.
Los disparos resuenan sobre sus cabezas, obligando a
Thiel a agacharse.
—¡Fuego de supresión!
El aire se convierte en un denso intercambio de disparos.
Incluso el polvo arde.
—¡Debemos romper su avance! ¡Preparados para
abandonar la posición! —grita el sargento a sus hombres
—. ¡A mi señal, granadas y asalto frontal!
Tres proyectiles atraviesan sobre ellos los restos de la
barricada que se desintegra velozmente. Finius espera a
una mínima pausa en medio del caos antes de arrojar su
granada. El explosivo detona en medio de las líneas
enemigas. Erontius sigue el ejemplo de su hermano
legionario y se incorpora para arrojar su propia granada;
entonces su garganta se abre, una fuente de sangre arterial,
al ser alcanzado por un disparo. Cae al suelo, sosteniendo
aún en la mano el explosivo al que ha quitado el seguro.
—¡A cubiert…!
El grito de Thiel desaparece, devorado por la detonación,
al igual que los dos legionarios más cercanos a Erontius.
Entonces es cuando lo envuelve el silencio.
Luz blanca. Dolor blanco. Sobrecarga del visor retinal.
Los pensamientos quedan reducidos a instintos e
impresiones, y durante unos segundos el mundo no es para
Thiel más que una llamarada agónica del blanco del
magnesio.
Los supresores del dolor inundan su organismo, y logra
recuperar el movimiento. El canal de audio de su casco
permanece mudo, pero las lentes artificiales le devuelven
la visión, mostrándole los cadáveres. Hay sangre sobre
sus servoarmaduras. El hedor de la cordita y del cobre
húmedo y caliente le llena las fosas nasales.
El sonido vuelve parcialmente, pero es distante, como
sumergido. Parece un lejano eco en el interior de su
cráneo.
Inviglio está gritando. Estaba lo bastante lejos del
epicentro de la explosión como para haber escapado casi
indemne. Sus palabras parecen llegar desde un punto
indefinido.
—¡En pie, hermano sargento! ¡Los tenemos encima!

Los guerreros que surgen de entre el humo y la oscuridad


corren hacia ellos. Thiel logra contar veinte. Herido y
apenas consciente, su visión se nubla, pero es capaz de
verlos lo suficiente como para reconocer los colores:
cobalto y oro, con la Ultima recien pintada sobre las
placas de los hombros. Ultramarines. El sargento quiere
reír ante aquella locura, pero la siguiente explosión lo
hace saltar por los aires. Su cuerpo se desplaza varios
metros por encima del suelo, ardiendo. Y cuando está a
punto de morir, recuerda lo que el capitán Likane le dijo
en Oran.

No hay guerra en Ultramar.

—Solicitud denegada —es la escueta respuesta de Likane


antes de volver a centrar su mirada en las tablas de datos
pendientes de revisión acumuladas en su escritorio.

La oficina está prácticamente a oscuras, pero aún así las


sombras no pueden ocultar a tensión en la mandíbula del
capitán. Tras unos instantes, vuelve a hablar.
—¿Hay algo más que quiera decir, hermano sargento?
Hace poco que ha regresado de Calth. ¿Está encontrando
dificultad para volver a funcionar a la luz y con orden?

Thiel mira directamente al frente. Mantiene los brazos tras


la espalda en posición de descanso y no lleva puesto el
casco como muestra de respeto.

—Quisiera saber algo, señor.

A diferencia de la mayoría de los oficiales destinados en


Oran, Likane es un veterano de guerra; sus cicatrices dan
prueba de ello, así como el implante biónico que forma
parte de su mandíbula. Su bilis, por otra parte, es
totalmente natural.

—¿Sí?

—Nuestro propósito, señor.


Likane no levanta la vista al contestar, aunque no está
prestando atención a los albaranes de provisión ni a los
informes de situación.

—¿En Oran? Somos una guarnición. Nuestro propósito es


vigilar y estar preparados. ¿No le informaron cuando
llegó aquí?

—¿Estar preparados para qué, señor?

—Para lo que sea que nuestro primarca considere


necesario. Eso es lo que significa ser un legionario de la
XIII, ser un ultramarine. Deber. Honor. Respeto.
Permanecerá aquí hasta que una nave lo traslade a
Macragge; a usted, y a esa desastrosa servoarmadura que
trajo consigo. Hasta entonces, es todo mío.

—Lo entiendo, señor —responde Thiel—. Pero cualquier


amenaza, por remota que sea, debería ser investigada.

Likane deja la pluma digital sobre la mesa y clava su


mirada en Thiel desde debajo de sus oscuras y densas
cejas. Sus ojos son del color del acero, e igual de
inflexibles.

—No hay guerra en Ultramar —contesta, apretando los


dientes—, más allá de la que estamos luchando por
liberar Calth, por supuesto. Ha permanecido en las
cavernas demasiado tiempo, eso deja una marca.

Thiel sostiene la mirada del capitán.

—No soy muy adecuado para labores de guardia, señor.

—¿Pretende indicarme cómo debo disponer de los


guerreros presentes en este campamento, Thiel?

—No, señor.

—Entonces cumplirá con la tarea encomendada hasta que


le indique lo contrario, o una maldita nave me libre de
usted —Likane suspira—. Su hoja de servicio le concede
cierto margen de libertad, Thiel, así como la
recomendación de capitán Vultius. Pero no piense ni por
un momento que voy a permitir la insubordinación. Oran
está bajo mis órdenes. Somos una guarnición, por decisión
de nuestro primarca. No voy a sancionar una misión que
contradiga esa directiva sólo porque usted se considere
por encima de ella: no lo está. Esto es Imperium
Secundus, sargento: acostúmbrese a ello.

Thiel asiente con la cabeza, saluda y se da la vuelta para


abandonar la sala. Likane vuelve a concentrarse en los
informes, cuando la voz de Thiel hace que se detenga.

—¿Qué es «Santuario nocturno»?

Es muy ténue, pero Thiel logra escuchar el silencio en la


respiración de Likane. La cara del capitán está rígida
cuando alza de nuevo la vista.

—¿Dónde ha escuchado esos términos?

—Casualmente en los canales de voz —Thiel hace un


gesto señalando los informes apilados—. ¿Cuántos de
esos informes se refieren a puestos de guardia o
estaciones de vigilancia bajo nuestra supervisión con los
que hemos perdido contacto en los últimos meses,
capitán? ¿Fue uno de ellos el que envió «Santuario
nocturno»?

—¿En serio espera que le consienta esto, sargento? —


contesta Likane con rabia—. Sé que usted y los demás
veteranos están esforzándose por reintegrarse con los
reclutas, pero no…

—Con gusto me someteré a una censura —lo interrumpe


Thiel— si me hace esta concesión, señor.

Likane aprieta los dientes, pero logra mantener la calma.

—Sospecho que la marca de censura ha dejado de ser


significativa para usted, sargento.

Thiel alza una ceja.


—Entonces… ¿los puestos de guardia?

—¿Quiere un propósito? ¿Un deber, Thiel? Creo que no


sabe lo que significa ninguno de ellos. Lo miro, sargento,
¿y sabe qué veo? Que hemos fallado como legión. Las
exigencias de la Gran Cruzada eran elevadas. Se
necesitaban hombres, muchos de ellos. Nuestros baremos,
por muy rigurosamente que quisimos aplicarlos, no
siempre hicieron la criba deseada. Imagino que fue
inevitable que aspirantes inferiores superaran el
adoctrinamiento.

—¿Está sugiriendo que no debería estar aquí, señor?

—Exacto.

—Entonces al menos estamos de acuerdo en un punto,


señor.

Likane sonríe, pero es una sonrisa teñida de disgusto, y su


desprecio se refleja en su voz.
—Más que eso, Thiel, mucho más. Es una deshonra para
la legión. No es un ultramarine: es un error.

Tras unos segundos en los que se mantienen la mirada


mutuamente, Thiel vuelve a hablar.

—¿Y los puestos de guardia, señor?

—Tiene suerte de que no sea partidario de aplicar las


medidas disciplinarias que querría, aunque ello me
supusiera una censura a mí también —el capitán deja
escapar el aliento, más resignado que enfurecido—. Le
concedo permiso para una única misión de
reconocimiento. Podrá disponer de los hombres que estén
libres, voluntarios en exclusiva: nadie que tenga asignada
una tarea activa.

—Eso me deja un margen muy estrecho, señor —murmura


Thiel.

—Sí, es cierto. Y ahora, fuera de aquí.


El humo le escuece en los ojos. Su garganta arde como si
se la hubieran despellejado y ha perdido su casco. A Thiel
le lleva varios segundos comprender que no ha muerto. Su
pistola está ardiendo, ennegrece la ceramita de su
guantelete cuando cierra los dedos alrededor de la
empuñadura.

La torre ha caído, reducida a una ruina tambaleante. Hay


cuerpos atrapados entre los escombros, los cadáveres de
sus enemigos. Algunos aún se mueven. Aturdidos, caminan
con pasos vacilantes entre la niebla de polvo y humo.
Desde el suelo, Thiel dispara hasta que dejan de moverse.

Inviglio aparece a su lado, junto a Venator y Bracheus.


Thiel oye cómo Venator grita coordenadas por el canal de
voz, y comprende lo que ha ocurrido. Un segundo misil
impacta contra los restos de la torre. La explosión sacude
el suelo e ilumina con su luz la neblina. Una serie de
disparos de bólter resuenan antes de que todo acabe.

Inviglio tiende la mano a Thiel mientras Bracheus se


asegura de que no hay más unidades hostiles alrededor.
—¿Puede andar, sargento?

—Ordena… la reagrupación…

Quebrada y ahogada, Thiel apenas reconoce su propia


voz. Venator comienza a revisar las ruinas a través de su
mira telescópica.

—Petronius dice que la zona es segura. Viene de camino.

Thiel intenta reir, y eso le produce un dolor lacerante. Aún


sigue vivo.

Inviglio ayuda a su sargento a ponerse en pie.

—Al menos todos los bastardos han muerto.

Thiel aprieta los dientes mientras se agacha para recoger


su espada, y dirige su mirada a Inviglio.
—Tenemos que asegurarnos. ¿Tienes un cuchillo?

—Por supuesto, sargento. ¿Va a apuñalarlos?

Thiel coge el cuchillo que su hombre le tiende y se


encamina hacia lo que queda de la torre.

—No. Pero quiero ver lo que se esconde bajo esos


cascos.

—¡Oficial presente! —grita un legionario cuando se abre


la puerta.

Al entrar en el barracón donde ha solicitado que se reuna


a los reclutas, Thiel comprende que Likane quiere que
fracase. De los dos mil legionarios destinados a Oran, el
capitán sólo le ha proporcionado veintidós. Y para ser
ultramarines, no parece que sean excepcionales.

Thiel reconoce a Inviglio y Bracheus, dos veteranos de


Calth. A los demás no los conoce, y todos ellos lucen la
marca de la censura. La mezquindad, en opinión de Thiel,
se ha convertido en la singular debilidad de la legión:
cualquier infracción, cualquier desviación, por ínfima que
sea, sirve para ser sancionado con el rojo. Ha dejado de
ser una herramienta para la rehabilitación, incluso ha
dejado de ser un castigo: se ha vuelto un nudo que está
asfixiando la vitalidad de la XIII.

Inviglio lo recibe en la puerta.

—Creo que Likane ha estado buscando en los


calabozos… —murmura.

—Veo guerreros —responde Thiel—. Al menos en ese


sentido ha cumplido su palabra, de alguna manera.

—¿En ocho horas estos son los únicos que ha podido


reunir?

Bracheus se acerca a ellos, saludando con la cabeza.


—Pareces preocupado, hermano. No hay vergüenza en la
adversidad —dice, esbozando una sonrisa.

—No siento ninguna —contesta Inviglio.

Thiel no les presta atención. Su mirada recorre el


barracón.

—No es exactamente lo que esperaba, pero tendremos que


arreglarnos con esto —murmura, antes de alzar la voz
para dirigirse al resto de legionarios—. Todos sabéis
quién soy, y lo que el hermano capitán Likane piensa de
vosotros. Necesito hombres aptos y firmes.

—¿Para qué, hermano sargento? —pregunta un legionario


con un oscuro pelo casi rapado, salpicado de canas en las
sienes.

El legionario muestra señales de quemaduras y cicatrices


de disparos, y Thiel intuye que un apotecario le ha
quemado el pelo soturando tras sacarle metralla.
—Drenius —se presenta el legionario, asintiendo
ligeramente con la cabeza pero sin un saludo marcial.

Thiel le devuelve el gesto cuando ve que Drenius también


tiene el rango de sargento. Tanto él como toda su escuadra
lucen la marca roja.

—Hemos perdido contacto con un remoto puesto de


guardia llamado Tritus —responde Thiel—. Quiero saber
por qué. No puedo quedarme apostado tranquilamente en
los muros de Oran luciendo una servoarmadura lustrosa. Y
creo que ninguno de vosotros tampoco, o no estaríais aquí
frente a mí, con la censura en vuestros cascos.

—De pie en las murallas o sentado en una celda, tanto da.

El que ha alzado su voz ha sido un enorme legionario que


permanece sentado al fondo de la sala. También tiene la
marca roja, aunque no parece que ello lo enorgullezca ni
que lo avergüence.

—¿De qué va todo esto? —pregunta, con cierto tono de


desdén.

—Va de tener un propósito.

Thiel camina hasta quedar en pie frente al legionario. La


cara que lo mira parece la de un boxeador machacado,
pero con ojos inteligentes. Se ha pintado la marca roja en
la cara, una equis que le cruza el rostro.

—¿Cuál es tu nombre, ultramarine?

—Petronius.

Inviglio no puede contenerse al ver que el legionario no se


dirige a Thiel como corresponde a su rango.

—¡Dirígete a sargento como «señor», legionario!

—Veo su marca —gruñe Petronius, y hace un gesto hacia


su propia cara—, y podéis ver la mía.
—¡Eso es insubordinación!

Thiel alza una mano dando a entender que la discusión ha


terminado, ante de dirigirse a Petronius.

—¿Quieres salir de Oran? Bien, eso te lo puedo dar.


Alguien me ha dicho hoy que no soy digno de ser un
ultramarine, e imagino que también te lo habrán dicho a ti,
hermano. Porque de eso no te quepa duda, es lo que
somos: hermanos —se girá y se dirige a los demás—.
Todos nosotros. Esta es nuestra oportunidad de acabar con
nuestra vergüenza, tanto si la negais como si os preocupa.
Creo que estamos bajo ataque, pero que aún no nos hemos
percatado de ello. Espero estar equivocado, pero no lo
creo. Y todo ha empezado en Tritus.

—¿Y si encontramos algo allí? —es el sargento Drenius


quien ha preguntado.

Thiel lo mira, y puede leer en su cara el deseo de


redimirse.
—Lo matamos, hermano. Pero no antes de asegurarnos de
que nos dice dónde se esconden sus aliados.

La escritura cuneiforme que recorre la cara del legionario


muerto es colchisio. Bracheus frunce el ceño con
desprecio.

—Grabado con su propio cuchillo.

—Así lo hacían en Calth… —añade Inviglio.

La cara de Thiel es una máscara de fría rabia. Da una


ligera patada a la figura del portador de la palabra.

—Lo tenían planeado. Nos esperaban.

—Ningún ultramarine dispararía a uno de los suyos… —


dice Bracheus—. Más falsos colores.
La herida de la traición aún se mantiene fresca en todos
ellos.

—Luchando en las sombras, detrás de máscaras —


Inviglio casi escupe las palabras, mientras tira a un lado
el casco del portador de la palabra—. Dudamos un
momento, y nueve de los nuestros han muerto por ello.

Bracheus lo mira.

—¿Y en caso de duda? ¿Si hay más distrazados de


ultramarines? ¿Disparamos primero y preguntamos
después?

—No —murmura Thiel—. Tenemos que adaptarnos.

—¿Un gesto clave? Algo que sólo nosotros sepamos…

Thiel niega con la cabeza.


—Demasiado ambiguo, y muy poco práctico si tenemos
que aprovechar el factor sorpresa. Tiene que ser algo
instantáneo. Reconocimiento visual inmediato.

Sus ojos vagan hasta que centra su mirada en el casco que


le proporcionaron en Oran: permanece en el suelo, partido
en dos, completamente pintado de rojo. Sonríe,
apreciando la ironía.

—No tiene por qué ser sólo una marca simbólica…

Una solitaria cañonera permanece silenciosa en el hangar,


rodeada de servidores. Thiel observa los preparativos,
perdido en sus pensamientos, cuando Inviglio se le acerca.

—Espíritu de Veridia.

—¿Señor?

Thiel hace un gesto hacia la Thunderhawk.


—Le pusieron ese nombre por la estrella de Calth. Aún
recuerdo cómo ardía.

—En unas horas estaremos a bordo —contesta Inviglio,


claramente entristecido por el recuerdo.

—Sí, y entonces veremos.

—¿Qué, sargento?

—Qué importa más, si una marca roja o una azul.

Se hace un silencio entre ellos, en medio del rumor de los


preparativos. Los sevidores acercan a la nave los
cargadores de misiles y munición.

—Fue Likane, ¿verdad? —pregunta Inviglio.

—¿Quién dijo que no soy un ultramarine? Por supuesto.


—Se equivoca.

—Lo sé. Pero algunos de ellos no —añade, señalando a


los legionarios que entrenan.

Bracheus los dirige, y es un entrenador rígido como


ninguno haya conocido Thiel, con la excepción, quizás, de
Marius Gage.

Petronius blande la espada sierra con una agresividad


desmedida, aferrándola con ambas manos, confiando más
en su fuerza que en su habilidad.

Drenius destaca también, aunque por un motivo diferente.


Su esgrima es ejemplar, y en la elegancia, la fuerza y la
precisión de sus golpes Thiel no puede encontrar error
alguno. Bracheus grita y corrige a los demás legionarios,
pero sólo asiente con la cabeza al apreciar el arte de
Drenius.

—¿Cómo puede nadie decir que no es un guerrero, que no


es un ultramarine?
Inviglio también lo observa.

—El sargento Drenius lucha para olvidar.

—Todos luchamos por algo, hermano.

—¿Y qué pasa si… si al final no es nada y no existe


amenaza alguna en nuestras fronteras?

Thiel se acerca a Inviglio, hablándole en voz baja.

—¿Has oído hablar de Santuario nocturno?

Inviglio niega con la cabeza.

—No, sargento. ¿Qué es?

—No tengo ni idea, hermano, pero nos llegó desde uno de


los puestos de guardia. Y no creo que el personal
destinado allí cortara contacto con nosotros por voluntad
propia. Creo que fueron silenciados.

En ese momento los servidores se retiran de la nave y se


ilumina la señal que indica que la Thunderhawk está lista
para la misión. Thiel hace un gesto a Bracheus para que
dé por terminado el entrenamiento.

Es la hora de la verdad. Es la hora de partir hacia Tritus.

—Esperemos que Likane esté en lo cierto y que haya otra


explicación para el silencio de los puestos de guardia —
suspira Inviglio.

—Vamos a averiguarlo, hermano.

La cañonera da fuertes bandazos. Una columna de humo


escapa de uno de los reactores y son visibles los
desgarrones del fuselaje en los que aparecen incrustados
restos de metralla. Thiel puede sentir el viento penetrando
por aquellos puntos en los que la integridad estructural de
la Thunderhawk ha quedado comprometida.

—¡Nada mal para haber dejado la guerra atrás! —grita


Inviglio tras una sonora carcajada.

—¡Todavía estamos en ella, hermano! —grita en respuesta


Thiel.

Apenas han abandonado Oran horas antes y ya se


encuentran bajo fuego: las defensas antiaéreas de Tritus
siguen funcionando de manera automática sobre sus
protocolos de activación frente a ciertos patrones de
naves y aproximaciones. No es un comienzo muy
prometedor.

—¡No hay forma de dejar la guerra atrás, hermanos! —


volvió a gritar Thiel—. ¡Ahora sólo hay guerra, o al
menos eso es lo que se dice!

El aire ahulla en el interior de la cabina a través de las


perforaciones, sacudiendo a los legionarios. Las botas de
Thiel están aseguradas magnéticamente a la cubierta, y
permanece en pié con las piernas separadas.

—Casi me alegro.

Aquello lo ha dicho Petronius, sentado con su espada


sierra firmememente apretada entre los dedos, beligerante.

Venator, un francotirador, permanece sentado a su lado.


Como Inviglio, es nativo de Konor, y llevaba su alto rango
de nacimiento como una distinción de honor.

—Ya te conocemos, hermano —dice sonriendo—. La


paciencia no es una de tus virtudes, ¿verdad?

—No. Pero la ira sí lo es.

Petronius hace amago de levantarse, pero la dura mirada


de Thiel lo detiene. Quizá Likane tenga parte de razón
acerca de que el nivel de los legionarios no es el
deseable. En muchos de los casos, es por ello por lo que
aquellos hombres habían recibido la marca de la censura.
Desobediencia, desafío, insubordinación. Vergüenza.

—Silencio —ordena Thiel—. Una vez que estemos


desplegados quiero que os concentréis en la misión, no el
uno en el otro. Es probable que esa torre no sea lo único
hostil en Tritus.

—Preparados para el aterrizaje —la voz del piloto


resuena en el canal de voz, cortando la conversación—.
Entrada en cinco, cuatro, tres…

El ruido del motor se agudiza hasta que lo sustituye el


sonido del metal sometido a una fuerte presión. El tren de
aterrizaje ha sido desplegado, y Thiel escucha cómo abre
surcos en la tierra bajo ellos. Un potente temblor sacude
la nave y a los hombres. La luz parpadeante sobre la
rampa de desembarco cambia de rojo a verde un segundo
antes de que comience a desplegarse.

—Armas preparadas —ordena Thiel—. Movéos a mi


señal.
Tiene consigo veintidós hombres: tres escuadras, con
soporte de armamento pesado. Pero porten lanzamisiles,
lanzallamas o bólteres, todos permanecerán juntos,
hombro con hombro, como legionarios.

Una telaraña de estructuras dañadas por el combate se


revela más allá de la compuerta de la nave. Para lo que
fuera que los esperara allí, Thiel espera que veintidós
hombres sean suficientes.

El pasillo está sembrado con los restos de las barricadas


improvisadas. Los charcos de luces que crean las
lámparas de las servoarmaduras de los legionarios
revelan agujeros de proyectiles en las paredes. Una débil
bombilla, medio arrancada de su soporte, parpadea sobre
sus cabezas.

El sargento Drenius aparta un pedazo de alambre de


espinos.

—Debio de ser aquí donde se prepararon para la defensa


final.
Thiel asiente. La desolada instalación de Tritus
permanece siniestramente silenciosa, y hablar demasiado
parece algo irrespetuoso para con los muertos. Algo cruje
bajo su pie, y cuando mira al suelo lo ve cubierto de
casquillos.

Su escuadra y la de Drenius avanzan por pasillos


paralelos en dirección al centro de mando. Toda la
estación ha sufrido un duro ataque, pero aquí es donde los
daños son mayores. Los proyectiles, las granadas y las
cargas térmicas han derribado la mayor parte de los
tabiques. Los hombres de Thiel y los de Drenius pueden
verse a través de los agujeros en las paredes.

El otro sargento del grupo, Thaddeus, se ha quedado en la


Thunderhawk. La función de su escuadra de armas
pesadas es prestar apoyo en combate, y aquí ya no hay
ninguno. La batalla ya ha pasado, y el personal de Tritus
ha perdido. Los cuerpos desgarrados yacen abandonados
como basura, parcialmente enterrados entre los
casquillos. Son personal humano, desde técnicos a
oficiales del cuerpo de seguridad.

—Heridas de espada sierra —comenta Drenius.


—Se enfrentaron a legionarios —Thiel descubre una runa
crudamente grabada en la cara de uno de los muertos—.
Portadores de la palabra.

Inviglio, a su lado, niega tristemente con la cabeza.

—Entonces tenía razón, sargento. La Cruzada Sombría de


Lorgar no ha terminado.

—No es eso lo que dije, hermano. Esto no es para nada la


Cruzada Sombría.

La puerta al centro de mando está frente a ellos,


parcialmente arrancada de sus goznes. Drenius apunta
hacia ella.

—Encontraremos las respuestas ahí.

—Hay algo que encontraremos seguro… —susurra Thiel.


—¿El qué, sargento?

—Muertos.

Thiel está en lo cierto. Cuando los ultramarines entran en


el centro de mando lo que hacen es acceder a un matadero.
Más del personal de Tritus yace allí donde intentaron una
defensa desesperada. Con las pesadas mesas de equipos
de comunicaciones prepararon sus barricadas, mesas y
sillas volcadas sobre ellas, hileras de cartuchos de datos
apilados como sacos de arena. Nada de todo eso fue
suficiente para detener a lo que los golpeó, y la mayor
parte de los dispositivos han sido destruidos.

Hay pedazos de plastek desparramados por el suelo.


Nudos de cables cuelgan del techo como bucles
intestinales, y las cataratas de chispas que de vez en
cuando derraman sugieren que los generadores de
emergencia aún funcionan. Las pantallas de hololitos, los
transmisores y los transpondedores de voz están hechos
pedazos, al igual que los ingenieros, oficiales de
comunicaciones y soldados entre ellos.
No hay otros cadáveres: sus asesinos se llevaron sus
muertos consigo o bien no sufrieron bajas durante el
asalto.

Inviglio maldice para sí antes de hablar.

—¿Habéis visto alguna vez una carnicería así?

—He sido parte de alguna mucho peor —contesta Drenius


mientras mira fijamente los cadáveres—. Ha sido la XII,
apuesto lo que me queda de reputación.

Inviglio lo mira, esperando que continúe hablando. El


sargento se quita el casco.

—Nuestras órdenes eran servir de apoyo en un despliegue


conjunto con los Devoradores de Mundos, al final de la
Cruzada. Ellos encabezaban el avance, superaron las
defensas enemigas y siguieron avanzando. Los seguimos.
Un pretor llamado Harrakon Skurn estaba al mando de sus
compañías —Drenius sonríe, pero es una sonrisa amarga
—. Harrakon Skurn… Con nombres como ese, ¿cómo no
nos dimos cuenta de lo que eran? Lo que eran realmente,
quiero decir.

—¿Qué ocurrió? —pregunta Inviglio.

La mirada en la cara marcada por la guerra de Drenius se


oscure al recordar.

—Siguieron avanzando, hasta llegar a los campamentos de


los civiles. Durante la campaña habíamos bombardeado
las ciudades, y parte de la población nativa se había
refugiado en las fortificaciones militares en busca de
protección. Los Devoradores de Mundos no vieron la
diferencia con los soldados, o no quisieron verla. Skurn
les dio via libre, alegando que tenían que agotar la rabia
que les recorría las venas o algo así.

Inviglio asiente en un gesto de comprensión.

—Desobedecísteis las órdenes e intervenisteis. Así es


como terminasteis con la marca de la censura.
Drenius niega con la cabeza, y cuando vuelve a hablar lo
hace con voz ahogada.

—No, hermano, no lo hicimos. Cumplimos las órdenes


recibidas y no hicimos nada. Así es como nos ganamos la
marca roja.

Tanto Inviglio como Drenius se quedan sin palabras. El


sargento entonces se aleja, volviendo a reunirse con sus
hombres.

La mirada de Inviglio se cruza con la de Thiel.

—El sargento Drenius arrastra una carga más pesada que


ninguno de nosotros.

—¿Lo sabía, sargento?

—Sí. El capitán Likane me proporcionó las fichas de


todos los legionarios de esta unidad.
—¿Es de esto de lo que se trata entonces?
¿Rehabilitación?

—No, hermano. Se trata de hacer algo que de verdad


tenga sentido. Puedo ver la vergüenza en los ojos de
Drenius cada vez que coge el bólter que debería haber
empleado para defender a esos civiles. Su marca roja es
una lacra que luce con pesar. Necesita tener un propósito
de nuevo. Y también Petronius, y Venator, y Finius y los
demás. Incluso Bracheus y tú. Incluso yo. ¿Puedes decirme
sinceramente que lo que estábamos haciendo en Calth
tenía algún sentido?

Inviglio se pone tenso.

—¡Calth es una joya de los Quinientos…!

—Calth es un agujero radiactivo infernal de cavernas


subterráneas y amarga oscuridad —lo interrumpe
abruptamente Thiel—. Allí sólo tienen sitio los fantasmas.
—Nunca pensé que fueras un cazagloria, Aeonid —
murmura Inviglio sacudiendo la cabeza con decepción.

—No lo soy, Vitus, pero quiero hacer algo que tenga algún
valor real y que no sea mera propaganda. No estoy hecho
para la política: soy un soldado.

Venator se acerca antes de que Inviglio pueda responder.

—Mis disculpas, hermano sargento, pero creo que ambos


deberían ver esto.

El legionario los lleva hasta una consola salpicada de


sangre.

—Aún funciona.

Señala a la pantalla rajada cruzada por la estática entre la


que una imagen parpadea. Thiel mira los datos que
aparecen en ella.
—¿Algún tipo de bitácora? —pregunta.

—Parece una recopilación de grabaciones e informes


acerca de otros puestos de avanzada vinculados a Tritus.

—¿Crees que lo estuvieron consultando?

—¿Nuestros enemigos? Sí, lo creo.

En la pantalla aprecen varios puntos en un mapa del


sudeste del sistema galáctico: Oran en el medio, y más
allá el arco que forman Quorus, Protus y Tritus. Tres
puestos de guardia antiguos, conocidos como «los viejos
vigías de Ultramar», centinelas anteriores en varias
décadas a la llegada de la XIII Legión.

—Sus siguientes objetivos —dice Inviglio con un tono


ominoso.

Los ojos de Thiel no se apartan de la pantalla.


—Avisa a Thaddeus. Nos vamos. Ya.

Huelen las piras entes de ver los cadáveres apilados.

Al menos esta vez los traidores han quemado a los


muertos despues de haberlos mutilado. Sin embargo,
Inviglio no puede ver eso más que como otro insulto hacia
esas pobres víctimas y hacia su propio orgullo. Aprieta el
puño con tanta fuerza alrededor de la empuñadura del
bólter que parece que va a hacerla saltar en pedazos.

—¡Otra vez demasiado tarde!

Bracheus le pone la mano en el hombro.

—Calma, hermano.

El viento cambia de dirección y hace que el humo de la


carne quemada rodée a los ultramarines. Inviglio niega
con la cabeza.
—Tenemos que poner fin a esta carnicería. Tenemos que
acabar con ellos.

—Lo haremos —asegura Thiel.

El sargento permanece en pie, inmóvil, sobre una ligera


elevación del terreno desde la que puede observar la
destrucción en toda su extensión. No queda nada de
Quorus, sólo una cáscara ardiente y vacía. Las paredes
exteriores han quedado reducidas a escombros, las vías
de acceso una colección de cráteres abiertos por el fuego
de artillería. El humo llena el aire, ocultando lo peor de la
masacre.

Los cadáveres están ahí. Cientos. Restos esqueléticos en


las hogueras, los huesos siendo reducidos lentamente a
pilas de cenizas. Sin ceremonia, sin ritual, sin la gloria de
una batalla en la que demostrar su firmeza. Allí sólo hay
muerte. La pequeña instalación contaba con su propia
atmósfera artificial. Los generadores aún funcionan, pero
no queda nadie que necesite respirar el aire que generan.

Venator se acuclilla sobre la tierra empapada de sangre y


mira el horizonte ennegrecido.

—Contaban con vehículos blindados, creo. Ha sido un


ataque desproporcionado, como emplear una espada
sierra para cortar un pergamino.

Thiel desciende de la loma y se reune con sus hombres.

—Están reuniendo material. Armas, explosivos,


municiones… tanques incluso.

—Sí… esto era un arsenal, sargento —dice Bracheus.

Thiel asiente, y se dirige a Venator.

—¿Y bien, hermano?

Venator coge algo de la ceniza de una de las piras y se la


lleva a la boca. Pasan unos segundos antes de que su
biología mejorada responda, unos segundos antes de que
adquiera los recuerdos que no son suyos. Cuando las
impresiones lo asaltan, quedan reflejadas en el ligero
temblor del párpado bajo su ojo izquierdo.

—Hace apenas unas horas… puedo saborear la agonía


fresca.

Thiel da la espalda aquel horror, quitándose el casco de


camino a la Thudenrhawk que los aguarda.

—Regresamos a la nave.

—¿Y qué hacemos si se están rearmando? —pregunta


Inviglio—. ¿Estamos listos para ello?

—Deberíamos informar al capitán Likane. Solicitar


refuerzos —añade Bracheus.

—Ya he enviado la solicitud —asegura Thiel—. Pero no


hay forma de saber cuánto tardará en llegarle, ni si
nuestros hermanos están de camino. Si hay suerte, llegarán
a Protus antes que nosotros…

—¿Y si no es así? —pregunta Drenius.

Thiel respira profundamente. Sin dejar de dar la espalda a


sus hombres, pregunta en voz alta:

—¿Qué me dices, Petronius? Si nos encontramos con la


espada sierra que ha barrido esta estación, ¿qué haremos?

Petronius lo escucha con la mandíbula apretada. Cuando


habla, hay un fervor en su voz que antes no existía, lo que
le dice a Thiel que su furia se está convirtiendo en algo
útil:

—Arrancarle los dientes.

Los ojos del sargento Thaddeus repasan los búnkeres y


los silos con cierto recelo. Protus no es como el resto de
puestos de guardia. No es como Tritus o Quorus, es más
un depósito de armas. Petronius apoya el lanzamisiles en
el hombro, revisando los puntos de despliegue frente a él.

—Este sitio es un laberinto —murmura.

Thaddeus ignora el comentario del beligerante legionario.

—Arriba. En el puesto de avanzada allí arriba.

En medio de los hangares y de las grúas, de las cajas


apiladas y los paquetes de municiones, se ve una amplia
rampa que lleva a una plataforma circular. En ella hay
todavía más cajas apiladas junto a barriles de combustible
y demás suministros. Se trata de una plataforma de
aterrizaje, una que es el punto ideal para desplegar una
escuadra de armas pesadas.

Encabezando a su equipo, Thaddeus abre un canal de


comunicación con Thiel. Como siempre, sus palabras son
apropiadas, pero su tono roza la insubordinación.

—Avanzando al punto superior. Enviaremos el mensaje de


voz cuando hayamos asegurado el paso inferior.

Corta la comunicación sin esperar siquiera una respuesta.


Ascienden por la rampa con los lanzamisiles descansando
en sus hombros.

En el momento en que alcanza las cajas de munición y los


depósitos de combustible, Thaddeus percibe el
movimiento en la zona inferior. Va a dar la señal de
alarma, pero entonces se detiene: las figuras que ve son
ultramarines. No son los hombres de Thiel ni los de
Drenius, pero son de la XIII Legión.

Duda apenas un segundo, pero eso lo distrae lo suficiente


como para que cuando llega a la zona superior de la
plataforma no se haya percatado del segundo grupo de
legionarios que ya han asegurado su posición en la misma.
Para cuando los ha visto casi se encuentra sobre ellos.

Thaddeus se relaja cuando ve el azul de sus


servoarmaduras, y levanta la mano para enviar una señal a
su escuadra.
—Bajad las armas; Likane ha enviado refuerzos.

Sólo cuando se encuentra un poco más cerca de las figuras


comprende su error, en el momento en que éstas lo apuntan
con sus bólteres y los proyectiles lo hacen saltar en
pedazos.

Como han decidido, toman el centro de mando de Protus


con los cascos pintados de rojo. Es a la vez una pintura de
guerra y un bautismo: la marca de su nueva hermandad y
la sangre de sus enemigos.

Thiel se acuclilla y mira a través del humo que han dejado


las cargas que han empleado para derribar la puerta.

—¿Cuántos?

Nota que su voz aún parece ahogada después de la


explosión en el almacén. Pero ese instante en el que ha
estado a punto de morir queda atrás. Ahora tiene un nuevo
objetivo: Protus, el tercer puesto centinela, el tercero
también en silenciarse. Al menos ahora los ultramarines
saben el porqué.

Inviglio permanece dos pasos tras él, vigilando el


corredor junto a Venator.

—Veintiocho —dice—. Todos muertos.

La mayoría de los cadáveres que han dejado atrás lucen el


cobalto de los Ultramarines, aunque sólo dos de ellos
pertenecen a la XIII Legión. Esta vez no han sido sólo
portadores de la palabra: algunos de los muertos estaban
marcados con los tatuajes de las bandas de Nostramo o
blandían falcatas de Barbarus. No es la Cruzada Sombría:
es algo más. Se trata de guerrilleros insurgentes, un cáncer
naciente en el interior del nuevo imperio. Y ahora que lo
ha descubierto, Thiel determina que debe erradicarlo.

—¡Contacto hostil! —se oye gritar a Petronius.

El fuego de bólter resuena en ambos extremos del centro


de mando. Los escasos renegados que quedan se han
parapetado tras una barricada, dispuestos a ofrecer una
resitencia final. Si no fueran escoria traidora, Thiel
respetaría aquel acto. Pero no es así, por lo que da una
orden a Bracheus.

—¡Que ardan, legionario!

Reequipada con armas pesadas, la escuadra es más


flexible. Bracheus dirige su lanzallamas sobre los
traidores con un efecto devastador, bañándolos en
prometio supercalentado. Sólo uno de los renegados cae,
se desploma sobre sus rodillas mientras se cuece vivo en
el interior de su servoarmadura. Pero el objetivo del
fuego no es acabar con ellos, sólo es una distracción. En
cuanto termina su descarga, Thiel grita:

—¡Movéos, movéos! Fuego rápido, ¡acabad con ellos!

Thiel se une a Inviglio, Petronius, Finius y Venator, que ya


están descargando una andanada sobre los enemigos. Los
proyectiles desmenuzan la barricada. Uno de los marines
parapetados intenta ponerse en pie, y recibe
simultáneamente un impacto en el cuello, el pecho y la
cabeza. Venator recarga con un movimiento fluido y
acierta a un segundo renegado en un ojo.

Los traidores responden con fuego de supresión. Sólo


quedan dos, y Petronius carga imprudentemente contra su
posición. Uno salta sobre la barricada con su espada
alzada, pero Finius le arroja un cuchillo que se clava en
su garganta.

El segundo legionario alcanza a Petronius, y descarga


sobre él su hacha sierra. El ultramarine bloquea el golpe
con su bólter, pero los dientes de adamantio se entierran
en el arma, y en pocos segundos amenazan con cortarla en
dos y clavarse en el pecho del astartes.

Thiel embiste con el hombro al atacante y consigue


hacerlo retroceder.

El traidor se arranca el casco y revela su rostro, recorrido


por las escarificaciones de los Devoradores de Mundos.

—¡Vamos, perros de Guilliman, acercáos! —ruge,


aferrando con ambas manos su hacha sierra.
Todos los ultramarines lo apuntan, pero Thiel alza una
mano y ninguno dispara. Inviglio se detiene a su lado, sin
dejar de apuntar.

—¿Qué va a hacer? ¡Está herido!

—No —responde Thiel—, lo que estoy es lleno de rabia.

Sin apartar los ojos de su oponente, Thiel enfunda su


pistola y desenvaina su espada.

La expresión de alarma de Petronius es claramente visible


en su rostro.

—¡Te va a matar, necio!

Thiel desentumece los hombros y traza un par de arcos


con la espada activada.
—Tenemos que enseñarles quién manda en Ultramar. Y a
veces hay que hacerlo de manera sangrienta.

Inviglio niega con la cabeza.

—¿Y quién va a saberlo, aparte de nosotros?

—Yo lo sabré —responde Thiel en un susurro que sólo


oye él mismo.

A escasos pasos del devorador de mundos, saluda con su


espada. En respuesta sólo recibe una sonrisa salvaje.

Su enemigo es agresivo y sorprendentemente rápido. Tras


los primeros embates, Thiel se ve obligado a ceder
terreno y concentrarse en su defensa. Los pesados golpes
caen sobre él una y otra vez, haciendo saltar chispas cada
vez que el hacha sierra impacta contra la espada de
energía. El zumbido de las hojas enmascara la pesada
respiración de Thiel. Aguanta los ataques de ese
carnicero, implacables y consecutivos como los tics de un
metrónomo. Cada ataque es diferente del anterior, cada
uno pensado para localizar un punto débil. Thiel no
descuida su defensa, pero está aguantando, sin
oportunidad de atacar. Es consciente de que el devorador
de mundos lo tiene acorralado, que incluso está jugando
con él. Petronius también se da cuenta, y avanza para
intervenir.

—¡Atrás! —ordena Thiel.

Apretando los dientes, Petronius obedece, igual que los


demás. Iracundo, insubordinado, pero sin lugar a duda
leal.

El marine de la XII babea las palabras, sometido a una


furia sangrienta.

—Pequeño animal… ¡bañaré mi hoja con tus entrañas!

Su mirada se difumina, sus pupilas no son más que


profundos pozos de odio.
—El animal eres tú.

Thiel retrocede, permitiendo que el guerrero enloquecido


se precipite sobre él, esquivando lo mejor que puede los
ataques, lo cual frustra a su oponente.

Los ataques del carnicero es feroz, pero ahora responden


sólo al instinto de matar, y Thiel logra preverlos. Ya no es
más que furia en su más pura expresión, dominado por un
ciego deseo de romper a su enemigo con mera fuerza
bruta. Thiel sonríe, a pesar del castigo al que está siendo
sometido.

—Ya te teng…

En ese momento pierde el equilibrio y tiene que clavar


una rodilla a tierra. A duras penas logra bloquear los
golpes que se desploman sobre él como martillazos. Sus
hermanos alzan los bólteres.

—¡Quietos!
Herido y sangrando, el último golpe del devorador de
mundos desvía su espada a un lado y casi se la arrebata de
la mano. Su torso queda expuesto. El carnicero alza su
hacha sierra por encima de la cabeza, como un sacerdote
presto a relizar un sacrificio, los dientes afilados de su
sonrisa a imagen de los del hacha sierra.

Más veloz de lo que ninguno esperaba, Thiel recupera la


guardia y lanza una potente estocada ascendente. Su
espada atraviesa el pectoral de su contrincante,
seccionando ambos corazones. El devorador de mundos
vomita sangre hirviente súbitamente, ruge con los dientes
teñidos de sangre. Sus dedos, adormecidos, dejan escapar
el hacha.

Cuatro disparos simultáneos de los ultramarines lo


alcanzan, antes incluso de que su arma toque el suelo.

Petronius se acerca y ayuda a Thiel a ponerse en pie.

—Bueno, eso ha sido imprudente… pero impresionante


—dice el legionario.
—Sabía que lo aprobarías —dice Thiel mientras golpea
al aire para arrancar la sangre de la hoja de su espada.

Inviglio se acerca a ellos.

—¿Estaba probándole algo a él o a usted mismo,


sargento? —pregunta, sin intentar enmascarar su
consternación.

—A ninguno. O a ambos… Él está muerto y yo vivo, eso


es lo que importa. ¿Me permites?

Inviglio se aparta para que Thiel pueda acuclillarse junto


al cadaver. En la cara luce un tatuaje con su rango.

—Es un oficial. Pero no sé muy bien q…

Se detiene, petrificado. El devorador de mundos no está


muerto. Sigue aferrándose a la vida, sustentado por pura
rabia. Murmura algo, y Thiel acerca la cara, oliendo el
hedor del legionario agonizante. Murmura una frase, una y
otra vez, y un escalofrío recorre el espinazo de Thiel.

—Santuario… nocturno… Santuario… nocturno…

Finalmente el astartes se sume en el silencio, cuando su


lengua queda descolgada de su boca, remarcando un
extraño gesto: una sonrisa.

—Nunca había visto a uno sonreir —dice Venator.

—Entonces es que no los has visto matar sin


restricciones… —contesta Thiel, antes de dirigirse a las
consolas del puesto de mando.

El flujo de datos cae en cascada sobre las pantallas,


confuso en la profusión de información.

—No son grupos aislados… todo esto está perfectamente


organizado.
Mientras Finius, Venator y Petronius aseguran la sala,
Inviglio se acerca a Thiel.

—«Santuario nocturno» otra vez… Pero ¿qué es?

Thiel niega con la cabeza.

—No lo sé. ¿Un lugar? ¿Su líder, quizá? Recibían órdenes


de alguna parte…

—Creo que sé desde dónde —tercia Bracheus.

El legionario está registrando uno de los cuerpos. Cuando


Thiel e Inviglio se acercan, continúa:

—En la servoarmadura: tiene el sello del manufactorum,


un templo-forja.

Thiel reconoce el símbolo.


—Phraetius.

Ha visto el nombre en el flujo de datos. Fue un depósito


del Departamento Munitorum durante la Gran Cruzada, en
la actualidad supuestamente desmantelado.

—Están creando una cadena de logística, y esa es su base


para la operación —concluye Thiel.

—¿Qué operación? —pregunta Bracheus.

—Santuario nocturno.

Catorce legionarios permanecen en silencio en el interior


de la cañonera. Sólo el fulgor de las lentes de sus cascos
rompen la oscuridad. El zumbido de sus servoarmaduras
apenas es audible bajo los chirridos del descenso en
picado.

Phraetius se precipita sobre ellos. Es un templo-forja


menor, pero cuenta con fortificaciones y su propia
guarnición. Las luces del exterior parpadean mientras el
Espíritu de Veridia cae, su piloto planeando con las
turbinas a mínima potencia y los motores detenidos.

Un resplandor blanquecino cruza la cara de Thiel en el


momento en el que se ajusta su casco. Aprieta la
mandíbula. Cuando habla, su voz es dura como el hierro.

—Acabaremos con esto ahora o moriremos intentándolo.

Nadie pronuncia una palabra.

La nave sigue precipitándose, atravesando densas nubes


de contaminación, hasta que una sirena se dispara. Con los
motores prácticamente fríos, la nave es invisible a los
sensores, pero el humo es el último velo de camuflaje que
les queda antes de poder ser vistos. Al atravesarlo, es
necesaria una acción rápida. El impulso súbido de los
propulsores golpea la cabina como un martillo, y habría
derribado a los ultramarines si no hubieran estado fijados
magnéticamente a sus asientos.
En ese momento aceleran, directamente hacia la garganta
de su enemigo. El fuego antiaéreo ya está mordiendo el
blindaje de la nave, pero los defensores han sido lentos y
apenas han cubierto todos los puestos de combate.

En este momento, la sorpresa es la única ventaja de Thiel.

—¡En pie, legionarios!

Los legionarios que quedan se han redistribuido en dos


escuadras de cinco marines y una tercera de cuatro, la de
Drenius; todas ellas cuentan con especialistas y armas
pesadas.

El temblor de la nave hace que las palabras de Thiel


suenen temblorosas, pero su voluntad es firme.

—Ahora lucharemos. Por el primarca y el Emperador. Por


los hijos perdidos de Calth, y por aquellos que están por
nacer en Macragge. Ésta es nuestra hora, hermanos. Dejad
a un lado la vergüenza. Dejad a un lado la duda. Dejad a
un lado la rabia. ¡Mostrad a esos traidores lo que significa
ser un ultramarine!

La rampa de desembarco se abre y el hedor de las armas


láser inunda la cabina. El cielo es negro, pero la cantidad
de armas de energía centradas en la nave hace que parezca
de día.

A tres metros del suelo Thiel salta seguido por Petronius y


otros nueve legionarios. Una tormenta de fuego los recibe,
impactando sobre sus hombreras y corazas. Los
proyectiles que rebotan sobre el blindaje los envuelven en
una lluvia de chispas.

Alcanzan una de las torres, y Petronius dirige su propia


escuadra hacia una posición en la que acabar con los
soldados que comienzan a salir de los barracones. El
objetivo de Thiel es el cañón automático que está
recargando y que en breve disparará contra la
Thunderhawk que cruza el espacio aéreo con la escuadra
de Drenius en su interior.

El rugido de sus motores cruza sobre su cabeza en el


momento en el que el sargento asalta el nido del arma. Un
grupo de soldados intenta detener su avance bajo las
órdenes de un oficial que grita presa del pánico a los
artilleros. Bracheus abre fuego con su lanzallamas. Los
soldados aún están ardiendo cuando Thiel los embiste,
arrojándolos fuera de la torre. El oficial no ha tenido
tiempo siquiera de activar su espada sierra cuando el
ultramarine los corta desde el hombro a la cadera,
convirtiéndolo en dos pedazos de carne desplomados. Los
artilleros —uno apuntando, otro sosteniendo la cinta de
munición— han logrado recargar el arma e intentan
dirigirla hacia los astartes. La cabeza del que apunta
estalla antes de que pueda apretar el gatillo, y un instante
después Venator derriba al otro artillero con un segundo
disparo. La escuadra abandona la posición arropados por
el sonido de las explosiones de las granadas con las que
Inviglio ha acabado con el arma.

En la plaza bajo la torre un vehículo blindado aparece


bajo una de las puertas. Un soldado abre fuego desde la
torreta del vehículo. Una de las barracas está envuelta en
llamas, los cadáveres derramados en el hueco que ha
abierto el impacto de un misil en uno de sus muros.
Petronius grita órdenes a su escuadra. Uno de su
legionarios ha caído, pero otro ayuda a su hermano a
ponerse en pie y todos siguen avanzando.
Thiel apunta con su espada al blindado que se aproxima a
Petronius y sus hombres.

—¡Finius! ¡Ahora!

Finius se arrodilla al borde de la torre y dispara con su


lanzamisiles. El cohete ilumina a su paso la plaza e
impacta en el flanco del vehículo, que se eleva por los
aires como una bola de fuego y se aplasta al caer a tierra.
Petronius le dirige un saludo antes de volver a gritar a su
escuadra.

Los muertos colman la plaza. Sus uniformes ocres se


vuelven negros. También cuelgan de los parapetos de las
torres. En total hay más de sesenta. Los ultramarines han
acabado con todos esos mortales en menos de un minuto.
Los pensamientos de Thiel fluyen de una decisión táctica a
la siguiente, pero por un momento se detiene a reflexionar:
sus enemigos no estaban preparados, no para lo que los ha
golpeado. Nada podía haberlos preparado para ello.

Frente al portón que da al interior de las instalaciones,


tras una barricada formada por trampas antitanque, un
segundo batallón se ha reagrupado. Lucen los mismos
uniformes andrajosos, pero están divididos en equipos de
armas pesadas, y entre ellos Thiel ve legionarios, sin
falsos colores esta vez: rojo profundo, blanco salpicado
de sangre, azul medianoche.

Los ultramarines cargan contra la andanada que descarga


sobre ellos el enemigo, sus servoarmaduras absorbiendo
los impactos de los proyectiles.

—¡Adelante! —ruge Thiel mientras carga—. ¡Adelante!

Se mueve casi por instinto en medio de los truenos de los


disparos. Responde abriendo fuego con su pistola bólter
en una mano y blandiendo su espada electromagnética en
la otra. Avanzan lo más rápidamente que pueden, pero
correr contra ese fuego sostenido es casi como hacerlo
contra la corriente de un río. Bracheus recibe un impacto
directo en un hombro y se tambalea, pero logra recuperar
el equilibrio y sigue cargando.

Thiel es el primero en alcanzar la barricada y embiste las


trampas antitanque, doblando las vigas de metal con su
masa y la inercia de la carrera. Inmediatamente descarga
su espada sobre un legionario de la VIII, cortándolo
prácticmanete en dos. Los soldados humanos no tardan
mucho en morir. Apenas ha acabado de sacudir la sangre
de su hoja cuando frente a él se sitúa un segundo amo de
la noche. Está solo, y su pálida piel de Nostramo parece
hielo. Lo apunta con un sable dentado.

—Muéstrame tu honor —sisea—. ¡Mide tu espada con la


mía, legionario!

Thiel le dirige una mirada cansada, un segundo antes de


alzar su pistola y volarle la cabeza.

—No hay sitio para el honor aquí. Sólo lo hay para la


venganza, para la justicia.

Petronius ha terminado de asegurar el patio y planta


explosivos en el portón. En el momento en que los hace
estallar, Thiel abre un canal de voz mientras sus hombres
corren hacia la puerta.
—Drenius, vamos a entrar.

—Dirígete al noreste, a través de una serie de silos —


grita unos segundos después el otro sargento, intentando
hacerse oír entre el rugido del viento en el interior de la
nave—. Sigue el camino hasta el manufactorum. Está
flanqueado por dos cañones antiaéreos y nos obliga a
mantener la distancia.

—Afirmativo. Nos reuniremos contigo allí, hermano.

Un icono parpadea en el mapa táctico del visor de Thiel.

—He marcado la posición —dice Drenius—. Está bien


fortificada, Thiel. Nos estarán esperando bien armados.

Thiel sonríe.

—Eso no importa. No pueden esconderse de la muerte.


—Una cosa más… —incluso a través del canal de voz,
Thiel puede escuchar el cambio en el tono de la voz de
Drenius—. Su oficial. Lo he visto. Y lo conozco.

—Harrakon Skurn… —dice Thiel, sabiendo lo que


Drenius le va a pedir.

—Es mío, Thiel.

Thiel asiente. Sabe lo que es la venganza. Recuerda a


Kurtha Sedd.

—Teñiré el camino hasta su cuello con sangre. Todos


arderán, hermano.

Las posiciones antiaéreas saltan en pedazos en una cadena


de explosiones gloriosas, y el Espíritu de Veridia hace una
pasada rasante en el cielo colmado de ceniza, dejando una
estela ardiente tras de sí. El rugido de su movimiento se
convierte en un grito cuando sus lanzamisiles arrojan una
salva sobre el muro del manufactorum. La serie de
impactos abren una brecha en el plastiacero y el
ferrocemento del bastión. La Thunderhawk desciende en
un arriesgado ángulo hacia la boca que ha abierto,
ignorando las líneas de fuego que lllueven sobre ella. La
voz de Drenius resuena en el canal de voz.

—Thiel, te veré en el otro lado.

Thiel ve cómo la cañonera desaparece en la oscuridad del


complejo del manufactorum.

—Buenas caza, hermano.

—Me siento renacido. Reforjado.

—Hablas como un salamandra de Nocturne—ríe Thiel.

—Soy un ultramarine. Acabemos con estos bastardos y


recuperemos el respeto de nuestra legión.

Thiel avanza con sus escuadras. Asumiendo que Drenius


tenga éxito en su misión de sabotaje, necesitará
aprovechar al máximo posible la confusión posterior.

Los ultramarines dividen su avance en dos flancos.


Petronius, con su agresividad y su deseo de liderar, es el
sucesor perfecto de Thaddeus. Sitúa su escuadra a la
vanguardia en el flanco derecho. Thiel asume la posición
a la izquierda.

Atraviesan las defensas del perímetro fácilmente y sin


detenerse. Los soldados del interior del manufactorum
están pobremente equipados y peor disciplinados. Muchos
de ellos huyen al ver a los vengativos legionarios marchar
sobre ellos.

Un estruendo resuena sobre ellos, y Thiel puede oler la


combustión y el calor del Espíritu de Veridia, que regresa
a la brecha. Su parte en el asalto ha concluido.

Las torres y los silos arden, y en el aire pesa la muerte de


los vehículos blindados alineados en la cadena de montaje
por la que los ultramarines avanzan. El ataque ha acabado
con la mayoría de los blindados que estaban siendo
reensamblados.

El centro de la zona lo domina una alta columna que sirve


como puesto de observación de los oficiales. Casi dos
terceras partes de la estructura la cubre una estructura de
anillos de plataformas que la rodean en toda su
circunferencia. Thiel apunta con su espada a las siluetas
que se pueden intuir tras los cristales blindados.

—Allí arriba.

Una rampa asciende hasta alcanzar las compuertas que


dan acceso a la torre.

—Ese es nuestro objetivo. Lo que sea Santuario nocturno,


nos espera dentro.

Thiel avanza entre los restos de tanques humeantes con


Inviglio y Bracheus falnqueándolo. Hay cuerpos
repartidos por el suelo o desplomados contra chásis de
Rhinos. Ninguno es un legionario.
—Avanzando por la derecha —informa Petronius por el
canal de voz.

Thiel se pone a cubierto cuando los disparos de bólter


resuenan a su alrededor.

—Recibido. Rodea la columna. Necesito cobertura para


abrir una brecha.

En el visor de su casco Thiel puede comprobar que


Drenius está detenido más adelante.

—Venator, ¿tienes contacto visual con Drenius?

—Negativo —dice el francotirador, que ha avanzado


hasta una posición elevada—. Ha avanzado demasiado
hacia el interior.

—Va en busca de sangre… —susurra Inviglio.


—Igual que nosotros —contesta Thiel antes de ordenar el
avance con un gesto de batalla.

Los defensores están avanzando entre las densas nubes de


humo. Sin embargo, no llegan a disparar; en lugar de eso,
lo que Thiel y su escuadra perciben es una vaharada de
combustión de prometio.

—Limpio —sonríe Bracheus.

Thiel asiente.

—¡Adelante! Nada puede detenernos. ¡Venceremos o


moriremos!

Dirige su mirada hacia Venator, que ha marcado ocho


objetivos más en el mapa táctico de la escuadra.

Inviglio se agazapa al lado de Thiel cuando se ven


obligados a ponerse de nuevo a cubierto.
—Los renegados están cerca. Al menos dos escuadras.

—Era lo que esperábamos —dice Thiel mientras observa


entre los disparos esporáicos: portadores de la palabra y
guardias de la muerte—. Petronius, ataca. Nosotros nos
dirigiremos al objetivo principal.

—Con gusto, señor —dice Petronius, con un humor feroz


en la voz.

Bracheus ríe.

—Al menos parece que lo hemos medio civilizado.

Thiel señala con la cabeza a las compuerta.

—Vamos. Necesito respuestas.

Tras la columna, Petronius ha abierto fuego sobre los


traidores. Los disparos están cerca, pero ha alejado lo
suficiente a las unidades enemigas como para que Thiel
tenga vía libre.

—¡Preparados para abrir brecha!

El plastiacero y el cristal blindado saltan en pedazos al


detonar las cargas. Thiel encabeza el avance de su
escuadra al interior y destripa a uno de los centinelas que
es demasiado lento para reaccionar. Inviglio y Venator
disparan a otros dos portadores de la palabra aún
conmocionados por la explosión.

Bracheus asegura la puerta de entrada mientras que Finius


mantiene su posición con el lanzamisiles en la parte
superior de la rampa.

En la sala circular en la que entran los ultramarines un


servidor conectado a una consola intenta un borrado de
datos agresivo, inundando el motor lógico de la
instalación con código basura. Thiel clava su espada en el
cráneo cibernético, y el parloteo de código máquina es
sustituido por una frase, repetida una y otra vez,
distorsionada por la rejilla bucal dañada.
—S-S-San-tuario no-no-noctur-no. S-S-San-tuario no-no-
noctur-no. S-S-San-tuario no-no-noctur-no.

Venator lo silencia definitivamente de un disparo.

Thiel se quita el casco y se acerca a la consola central,


recuperando cuanto puede acerca de Santuario nocturno.
Encuentra diagramas, planos parcialmente corrompidos,
listas de naves y despliegue de tropas. Hay muchos
nombres que no reconoce: Malig Laestygon, Abismo
furioso, Janus Hellespont…

—Esto es el preludio a una invasión. Los puestos de


vigilancia silenciados proporcionan un punto ciego
crucial que nuestros enemigos pretenden explotar.
Phraetius es el centro del escenario.

—¿Una invasión de qué? —pregunta Inviglio.

—Macragge. ¿Qué si no?


—Por la sangre de Guilliman…

Un grito de Venator interrumpe su conversación.

—¡Sargento!

Thiel se acerca a una de las ventanas destrozadas y sigue


la mirada del francotirador.

Abajo y a lo lejos, entre el humo, puede ver al sargento


Drenius, que se bate en duelo con Harrakon Skurn en
medio de un infierno. El devorador de mundos es tan
salvaje como el guerrero contra el que luchó Thiel e igual
de trastornado, pero Drenius es un oponente a su altura en
virtud de su maestría con la espada.

Observándolo, Thiel siente una profunda admiración por


el otro sargento, no por su habilidad sino por su dignidad.
Enfrentado a aquel que le arrebató su honor y lo hizo caer
en desgracia, Drenius sin embargo mantiene una calma
marmórea.
Venator apunta con su bólter, pero Thiel posa una mano
sobre el arma.

—Puedo ejecutar a ese maniaco desde aquí.

—Lo sé. Pero le hice una promesa a Drenius. La muerte


de Skurn le pertenece.

—¿Y si muere él en su lugar?

—Entonces habrá muerto con honor.

En silencio, ambos ven las espadas sierra cruzarse una y


otra vez en medio de la lluvia de chispas que salta a cada
golpe.

A través del canal de voz escuchan a Drenius contener un


grito cuando el devorador de mundos le rompe la guardia
y hunde su hoja en el hombro del ultramarine. La respuesta
de éste no se hace esperar. A pesar de la profunda herida
que le alcanza hasta el pecho, Drenius clava su espada
sierra en la rejilla bucal del casco del traidor. La sangre
mana a borbotones, derramándose profusamente entre
ambos. Pero la espada sierra del devorador de mundos no
se detiene, y aún muerto sus dedos siguen sosteniendo el
arma. Los dientes continúan serrando profundamente a
Drenius, cortando blindaje, carne y hueso.

Thiel grita, maldiciéndose a sí mismo.

—¡Dispara! Maldita sea, Venator, ¡dispara!

El proyectil alcanza al devorador de mundos y le abre un


profundo cráter en el torso. Pero es demasiado tarde.
Drenius se desploma sobre sus rodillas. Con un profundo
esfuerzo, se arranca del pecho la horrenda espada que lo
atraviesa mientras emplea a suya como cayado para
mantenerse erguido. Sangrando, más allá de toda ayuda,
rodeado de fuego, habla a Thiel a través del canal de voz.

—Se acabó… hermano…


Cada palabra brota con un profundo esfuerzo y suena
desgarrada, pero el tono es de paz.

—¡Vamos a por ti, Drenius! ¡Aguanta!

El otro sargento niega con la cabeza.

—No. Mi tiempo ha acabado… Gracias, Thiel. Por mi


honor… Por…

El canal queda en silencio.

Thiel cierra los ojos, y se dirige al canal de la escuadra.

—Misión cumplida. Hemos acabado con Phraetius.


Vámonos.

Dirige una última mirada a Drenius —de rodillas pero


desafiante incluso muerto— antes de que el humo lo haga
desaparecer.
Diez ataudes dispuestos en dos filas dominan la sala, a la
espera de un apotecario. El aliento de Thiel es visible en
el aire helado.

—No ha sido fácil traeros de vuelta, hermanos.

Siente la mano de Bracheus sobre su hombro.

—Su legado continuará vivo.

—Ave legiones —musita Thiel con un suspiro—. Han


sacrificado sus vidas, y ahora tengo que pedir a otros que
hagan lo mismo… —se permite un momento de silencio
antes de dirigirse a Inviglio—. ¿Listos?

—Nos están esperando, sargento.

Se escucha un murmullo tras las puertas del barracón. La


última vez que Thiel estuvo allí, veintidós legionarios
juraron lealtad a él y a su misión. Han detenido una
incursión, pero la podredumbre en el interior de Ultramar
dista mucho de haber sido arrancada. Va a exigir más,
mucho más.

Bracheus e Inviglio abren las pesadas puertas,


permitiendo el paso a Thiel.

—¡Oficial presente! —grita un legionario cuando se abre


la puerta.

Más de dos mil legionarios saludan, firmes y preparados


para el combate. Todos y cada uno de los guerreros en la
guarnición de Oran están presentes. Thiel ve a Petronius y
cruza un saludo con él. Localiza a los que lo siguieron
hasta Phraetius, Venator y Finius entre ellos.

El capitán Likane también está allí, con su casco de


oficial bajo el brazo y la espada al cinto.

—Le juzgué mal, Thiel —dice acercándose—. Me


arrepiento, y reconozco mi error.
—Señor, yo…

—Es un líder, Aeonid Thiel. Dos mil ultramarines esperan


vuestras órdenes, y yo soy uno de ellos. No
permaneceremos impasibles mientras Macragge y
Ultramar son amenazados —Likane hace un gesto que
abarca a los guerreros reunidos—. Todos seremos Marcas
Rojas. Es así como se hacen llamar, ¿verdad?

—Thiel sobríe y asiente.

—Así es. Pueden unirse a nosotros. Todos pueden ser


Marcas Rojas… si son dignos.
Señor de la Primera
Gav Thorpe
Las órdenes que los sargentos gritaban a los reclutas se
escuchaban más allá de la ventana abierta, duras y
potentes en contraste con la brisa bucólica y el zumbido
de los insectos que revoloteaban en el cálido aire de
verano. Las pisadas de las decenas de botas estaban casi
perfectamente sincronizadas; casi, pero no del todo, lo
que provocaba más gritos de los sargentos.
Si cerraba los ojos, a Astelan casi le parecía volver a
estar en las llanuras en las que había crecido. Tenía que
cerrar los ojos para apartar la imagen de la fortaleza de
Aldurukh que lo rodeaba y los paneles hololíticos y las
pantallas del puesto de mando.
La puerta se deslizó sobre los engranajes bien lubricados
casi sin hacer ruido alguno, dejando paso al capitán
Melian, comandante de una de las compañías bajo su
mando. El capitán inclinó la cabeza en una reverencia.
—Señor de capítulo, ¿queríais verme?
Astelan dejó escapar un quedo gruñido.
—Antiguo señor de capítulo, capitán —recalcó—. Mi
título aún sigue en suspenso. Os he convocado en
respuesta a la solicitud que cursasteis para que tuviéramos
una conversación en privado —Astelan trazó un arco con
la mano que recorrió las pantallas, consolas y el resto de
la sala—. No hay nadie aquí que pueda observarnos.
Melian tardó en encontrar las palabras.
—No estoy muy seguro de cómo exponer la cuestión que
quería discutir. Tengo ciertas… reservas.
—¿Dudas?
—Sí, dudas, señor de capítulo, relativas a los calibanitas.
—Ya no hay terranos ni calibanitas, Melian. Ahora todos
somos ángeles oscuros.
Antes de que Melian tuviera oportunidad de responder,
una alerta se activó en uno de los paneles de
comunicaciones, y Astelan se giró para aceptar el mensaje
entrante.
—Interesante… —dijo, después de leer el mensaje en
silencio.
—¿Ocurre algo, mi señor?
—Un salida. Lord Cypher y el hermano bibliotecario
Zahariel han partido en una nave sin salida prevista. Su
permiso lo ha firmado el propio lord Luther.
—¡Son este tipo de cosas exactamente de las que quiero
hablar! ¿Y por qué mantiene lord Luther el rango superfluo
de Lord Cypher? Es algo obsoleto.
Mientras el capitán hablaba, Astelan escaneaba los
detalles de la salida. El plan de vuelo de la nave tenía
registrado un rumbo oeste, pero su trayectoria indicaba
que se había desplazado al norte. No comentó nada de
aquello con Melian, pero lo perturbó que Zahariel y
Cypher estuvieran llevando a cabo una misión secreta
cerca de las abandonadas arcologías. El sonido de los
motores de la nave aún podía escucharse en la lejanía, lo
que despertó otro recuerdo en Astelan que lo dejó
pensativo.
Melian esperó un minuto, incómodo.
—Quizá os estoy molestando, mi señor. Perdonadme.
Astelan hizo un gesto negativo con la mano.
—No. Sólo estaba pensando en el día en que la cañoneras
del Emperador cayeron sobre mi pueblo. Recuerdo
perfectamente el repiqueteo de sus ametralladoras y los
gritos de los moribundos. Las baterías antiaéreas de
nuestros megazords respondieron y derribaron muchas de
ellas, desbaratando el ataque aéreo. Pero en seguida nos
atacaron las tropas de infantería. Guerreros del trueno,
Melian. ¿Los visteis alguna vez?
—No, mi señor.
—Burdos, en comparación con los guerreros de las
Legiones Astartes que luego reclutarían al joven Merir
Astelan, pero mucho más poderosos que cualquier
tecnobárbaro de los clanes nómadas —hizo una pausa,
rememorando—. Fue una masacre.

—¿Lamentasteis la muerte de vuestro rey?

—Sólo hasta que me aceptaron en la legión del


Emperador.

—La primera legión —apuntó Melian con admiración.

—La única legión —corrigió Astelan—. Fui uno de los


primeros cinco mil. No podéis ni imaginar el honor que
eso supone.

Melian asintió con la cabeza respetuosamente. Había


muchos terranos en las filas de los Ángeles Oscuros, pero
la mayoría habían sido reclutados después de que otras
legiones se hubieran fundado, y ya no eran parte de
aquella legendaria punta de lanza.

Astelan volvió a atender a su subordinado.

—Entonces, ¿qué queríais decirme acerca de los


calibanitas?

Durante varios minutos Melian expuso una extensa lista de


deficiencias y acusaciones específicas, lo que indicaba
que había dedicado casi un año a elaborarla.

—Y además, mi señor, no todos los calibanitas son


ángeles oscuros. Bueno, quiero decir que no son marines
espaciales.

—¿OS referís a lord Luther y a todos aquellos demasiado


mayores para convertirse en legionarios auténticos?
—Sí, mi señor. No deberían haber sido nunca parte de la
legión.

Astelan dejó escapar un suspiro de cansancio.

—¿Algo más, capitán?

—No… Os agradezco el tiempo que me habéis dedicado,


señor de capítulo. Siento que lo hayáis desperdiciado. No
tenía intención de molestaros, y compartí primero mis
preocupaciones con el hermano capitán Galedan. Me dijo
que dejara de preocuparme por lord Luther y que me
concentrara en mantener mi compañía preparada para la
batalla, pero después me sugirió que hablara con vos.

Astelan miró a los ojos de Melian, preguntándose si


habría alguna razón oculta por la que Galedan lo había
enviado a él. Quizá esperaba que el señor de capítulo
amonestara al capitán y lo disuadiera de compartir
aquellas dudas inapropiadas. Pero quizá había algo más.

—Galedan ha hecho bien al enviaros a verme. Me habéis


hablado de ciertos incidentes e infracciones pero, en un
sentido más general, ¿qué es lo que os preocupa?

—Los reclutas, mi señor. Se les está entrenando en las


tácticas de combate de los marines espaciales, pero
aprenden las tradiciones de Calibán. Es como si se los
estuviera convirtiendo en caballeros de la Orden…

—¿La Orden? ¿La sociedad de la que una vez el León fue


gran maestre? Está difunta, sólo quedan de ella algunas
ceremonias y títulos con los que honrar el pasado del
primarca.

La inquietud de Melian aumentó después de que se


acercaba a la ventana y observara el patio de abajo, lleno
de reclutas calibanitas.

—¡Es más que eso! No se menciona en absoluto la


obediencia al Emperador en los nuevos votos de servicio;
en lugar de eso, los reclutas juran defender Calibán de
todos sus enemigos.
—El León hizo regresar a Luther a Calibán como su
guardián. Ni siquiera tenemos asignadas naves de guerra:
somos unas fuerzas de defensa en todo salvo en el nombre.

—¿Y vos aprobáis esos cambios?

—No importa lo que yo apruebe, Melian. Seamos


honestos: nos hemos vuelto irrelevantes. El León nos
envió a pudrirnos aquí mientras Luther crea la legión del
mañana, una legión de Calibán.

Melian se apartó de la ventana, negando con la cabeza.

—¡Pero sabéis que la galaxia está cambiando! Las


noticias que trajeron las últimas naves de
aprovisionamiento…

—Nada de eso importa —lo interrumpió Astelan—. Esas


naves partieron hace años. Hemos sido olvidados. ¿Qué
queréis que haga? ¿Qué le insista a Luther para que se
recuperen los anteriores votos?
Apartando la mirada, Melian pareció vacilar de nuevo
antes de hablar. Astelan estuvo a punto de ordenarle que
se retirara por hacerle perder el tiempo, pero su instinto
lo conminó a esperar: allí había algo más que un simple
capitán frustrado por estar abandonado en un mundo
perdido como aquel.

—Hablasteis con Galedan… ¿Habéis compartido estos


pensamientos con alguien más? ¿Otros que pudieran
compartir… nuestras reticencias?

—¿«Nuestras»? ¿Estáis entonces de acuerdo conmigo, mi


señor?

—¿Con vuestras preocupaciones? Por supuesto. Sabéis


que no les tengo un aprecio especial a los calibanitas y
que mi lealtad ha sido siempre primero para con
Emperador. El hecho de que languidezcamos en este
planeta es prueba de ello. Me pregunto cuánto hay que no
sabemos de los motivos del regreso a Calibán de Luther…
pero de momento eso no es algo urgente. ¿Hay otros que
compartan nuestro punto de vista?
—Algunos, me alegra decir, la mayoría de la vieja legión,
de Terra, pero también unos pocos veteranos de Calibán.
Aún no hemos decidido el curso de nuestra acción…

—¿«Acción»? Cuidado, Melian, ese es un camino


peligroso. Luther es gran maestre por el momento,
segundo al mando por detrás sólo del León. Quizá no
tenga la autoridad moral, pero su autoridad legítima es
incuestionable.

Melian bajó la voz a un susurro conspirador, aunque nadie


podía oírlos.

—Luther no es el problema, mi señor; sabemos cómo


aislarlo y privarlo del mando. El problema son los
marines y reclutas que le son leales. Son demasiados, no
tenemos fuerzas suficientes para forzar un cambio de
mando.

Astelan quedó unos momentos en silencio, pensando.

—Entonces necesitamos un mandato para poder actuar. Y


la única forma en que podamos conseguirlo es de fuera, de
Terra o del propio primarca, una autorización que
justifique lo que debamos hacer. Si Luther pierde su
autoridad, sus seguidores dejarán de apoyarlo.

—¿Y creéis que podremos lograr algo así?

—Confieso que no sabía que habían un apoyo extendido a


nuestras opiniones. Creo que ayudaría a vuestra causa si
un antiguo señor de capítulo, uno cuyo rango le fue
otorgado por el propio Emperador y que gozaba de alta
estima en la antigua legión, fuera la cara visible del
movimiento.

Melian asintió.

—Vuestra experiencia y vuestra reputación serian un gran


respaldo para nuestros esfuerzos, señor de capítulo.

—Decidido entonces. Convocad una asamblea. Pero que


no asistan todos, sólo aquellos oficiales que puedan
contar con el apoyo incondicional de las tropas bajo su
mando.

—Así lo haré. Os agradezco profundamente vuestra


comprensión y participación, mi señor. Sé que afrontamos
tiempos difíciles, pero con vuestra guía devolveremos a la
legión a su verdadera senda.

—Estoy seguro de ello, capitán.

Cuando Melian hubo abandonado la sala, Astelan empleó


el panel de comunicaciones para abrir un canal seguro que
no quedara registrado en el sistema.

—¿Galedan?

—¿Mi señor?

—Presentaos inmediatamente en el puesto de mando.

En el momento en el que la compuerta del polvorín se


abrió, el murmullo de las conversaciones desapareció. La
habitación estaba vacía salvo por algunas cajas de
municiones apiladas contra las paredes. Astelan atravesó
el umbral de la puerta, y más de una docena de pares de
ojos lo recibieron, sus miradas inquisitivas bajo el halo
amarillento de las luces artificiales. Reconoció la mayor
parte de las caras, guerreros junto a los que había
combatido durante casi dos siglos, pero las caras de los
pocos calibanitas presentes le eran desconocidas; no
obstante, decidió confiar en el juicio de Melian. Dos de
los presentes eran también señores de capítulo cuyos
rango había sido, como el suyo, suspendido por motivos
sólo vagamente especificados.

Melian se situó frente al grupo y alzó las manos.

—Hermanos, el señor de capítulo Astelan es el motivo


por el que os he reunido. Nuestra causa le parece legítima,
y desea ser escuchado.

No hubo ninguna réplica, y Astelan interpretó aquello


como un asentimiento a su derecho a hablar.
—Estamos todos aquí porque compartimos cierta visión,
un ideal de lo que debe ser la legión de los Ángeles
Oscuros, y lo que significa ser un auténtico siervo del
Emperador. Estos años pasados han sido duros, pero
todos hemos sobrellevado la rebaja a la que hemos sido
sometidos con la estoica dignidad que se espera de
cualquiera de los guerreros de la I legión —los murmullos
de aprobación se extendieron entre los presentes—. No
obstante, se acerca el momento en que ese estoicismo no
será suficiente, un punto de inflexión, uno en el que todos
aquellos que crean en la obra levantada por el Emperador
deberán afrontar una decisión, o serán arrastrados por
eventos fuera de su control.

Temion, un legionario terrano con una extensa hoja de


servicio, un brazo izquierdo biónico y la cara marcada de
profundas cicatrices, dio un paso al frente para hablar, su
voz sintetizada a través de la rejilla bocal que le cubría la
mandíbula.

—¿Y sois vos quien nos va a liderar más allá de ese


«punto de inflexión», Merir?

—No tengo intención de forzar decisión alguna. He


venido aquí con la intención de sugerir una línea de
acción.

—Bien, ¿y qué es lo que proponéis?

Como respuesta, Astelan se llevó una mano a la sien y


activó el comunicador de su oído.

—Adelante.

La luz entró en la sala cuando la compuerta volvió a


abrirse, recortando la silueta de una mujer baja pero
esbelta, ataviada con el uniforme de las fuerzas auxiliares
del Ejército Imperial estacionadas en Calibán desde la
llegada del Imperio.

—Mis señores.

Astelan cerró la compuerta tras ella y se situó a su lado,


haciendo que pareciera aún más pequeña.
—La marquesa-coronel Bethany Tylaine, hermanos. Para
los que no la conozcáis, es la vicecomandante de la
guarnición del ejército, algo que, estaréis de acuerdo
conmigo, es redundante en un mundo que cuenta en estos
momentos con treinta mil legionarios preparados para el
combate. Y, como nosotros, comparte nuestra
preocupación relativa a la lealtad de Luther.

Temion la miró, en absoluto impresionado.

—La guarnición no es suficiente para decantar el


equilibrio de la potencia militar a nuestro favor. Su apoyo
no basta.

Astelan asintió hacia la marquesa-coronel, cediéndole la


respuesta.

—Los regimientos de las fuerzas de defensa de Calibán se


crearon para proporcionar seguridad interna y planetaria,
permitiendo así a los guerreros de la legión proseguir con
sus propias guerras, seguros de que su mundo natal
quedaba protegido. Tales tareas actualmente son, como ha
indicado el señor Astelan, redundantes debido a la
presencia de tal cantidad de legionarios. Desde la
pacificación de los asentamientos del norte mis fuerzas y
las de los Jaeger son prácticamente ceremoniales, y sus
deberes se reducen a la custodia de las instalaciones no
adscritas a la legión.

Los murmullos de impaciencia se acrecentaron hasta


interrumpir a la mujer. Astelan levantó entonces la mano.

—¡Silencio! —exclamó—. ¡Lady Tylaine es un alto


oficial del Ejército Imperial, y se merece vuestra atención
y vuestro respeto!

Algunos de los presentes le dirigieron unas miradas torvas


—Temion entre ellos—, pero las conversaciones cesaron.
Cuando el silencio se restableció, lady Tylaine continuó.

—Los Ángeles Oscuros mantienen sus canales de


comunicación con el Imperio en el interior de Aldurukh,
pero existe otra torre astropática situada no lejos de la
Roca, a disposición del resto del personal imperial.
Desde la eliminación del Administratum en el norte, la
torre de Redivac ha permanecido sin uso, prácticamente
olvidada. Y la supervisión de dicha torre recayó en una de
las secciones de las fuerzas bajo mi mando.

Astelan pudo entonces ver en las expresiones de cuantos


lo rodeaban que comenzaban a entender su propuesta, y
decidió concluir la explicación.

—El capitán Melian me ha informado de que el plan para


aislar y poner bajo custodia a Luther ya ha sido trazado.
Mientras se ejecuta, otro grupo de intervención,
compuesto por nuestras compañías leales, se desplegará
para asegurar el control de la torre de Redivac. Una vez
hecho eso, enviaremos mensajes a Terra y a nuestro
primarca. El objetivo el obtener la confirmación de que
los protocolos originales de la legión deben restablecerse
y de que, en ausencia del León, se debe reinstaurar la
antigua línea de mando hasta su regreso. Las tareas diarias
de defensa de Calibán y el proceso de reclutamiento y
formación de legionarios se mantendrán sin alteraciones,
pero habremos recuperado las comunicaciones con el
exterior… comunicaciones que ya llevan demasiado
tiempo monopolizadas por Luther y sus seguidores de la
Orden. ¿Quién sabe la información que nos habrán estado
ocultando hasta ahora?
Los comentarios de aprobación se extendieron entre los
presentes. Temion asintió, con una sonrisa en los ojos que
sus labios inexistentes no podían trazar.

—Aceptad mis disculpas, Merir, por mis dudas


anteriores. Está claro que el plan es más que factible, y
que nos permitirá evitar el conflicto directo con el grueso
de las fuerzas de Luther a la vez que reafirma nuestra
propia posición. Sólo hay un detalle que me gustaría
señalar…

—Por favor, hablad con total libertad.

—Según has dicho, nuestro objetivo es restablecer los


protocolos y la estructura de mando originales de la
legión hasta el regreso del León. Corregidme si me
equivoco, pero tras la destitución de Luther, ¿no seríais
vos el oficial más veterano y de mayor rango entre
nosotros? En caso de que tengamos éxito, os convertiríais
en señor de la Legión.

Se hizo un silencio, al que Astelan respondió con un


encogimiento de hombros.

—Para ser honesto, la idea se me pasó por la cabeza. En


su momento fui considerado para ese honor, antes de que
descubriéramos Calibán y la cúpula de la legión se
disolviera. Pero he estado recapacitando y creo que, en el
caso de que tengamos éxito y la reestructuración de la
legión sea efectiva, debería ser un consejo de señores del
capítulo los encargados de sancionar todos y cada uno de
los ascensos.

Temion miró a los demás, y aunque quedaban algunas


caras sumidas en la duda, la mayoría de los oficiales
asintieron.

—Bien, no tengo más objeciones —declaró por fin el


veterano—. Continuaremos sondeando a todos aquellos
bajo nuestro mando para confirmar con quiénes podremos
contar en un futuro… y para asignar tareas que mantengan
ocupados al resto cuando llegué el momento de ejecutar
nuestro movimiento.

Tras aquellas palabras, la reunión se dio por concluida, y


los marines espaciales comenzaron a abandonar el
polvorín solos o en parejas. Entonces lady Tylaine se
dirigió a Astelan.

—Parece que hemos logrado un consenso, mi señor. He de


confesar que no me esperaba que todo fluyera como lo ha
hecho…

—Tenga cuidado con lo que dice. Aún quedan muchas


ocasiones de que se presenten complicaciones. Recuerde
lo que le he dicho: Luther no debe albergar sospecha
alguna de lo que estamos haciendo ni por qué. El factor
sorpresa es esencial.

—Oh, gracias, señor de capítulo —respondió lady Tylaine


con fingida sorpresa—. Quizá ahora también deseéis
instruirme en cómo se debe recargar un fusil láser.

Astelan no pronunció disculpa alguna, de la misma manera


que la marquesa-coronel se retiró sin esperarla. Melian se
acercó a Astelan en cuanto la mujer salió del polvorín.
—Es una impertinente, señor de capítulo. No deberíais
tolerar su insolencia.

Astelan ladeó la cabeza, como planteándose lo que su


capitán le había dicho.

—Necesito su apoyo. Mejor que crea que estamos al


mismo nivel, por ahora.

Melian asintió, antes de volver a hablar, con un tono más


reservado.

—Disculpadme, mi señor, pero no he podido evitar


percatarme de la ausencia del capitán Galedan…

Astelan suspiró.

—Como el señor de capítulo Temion ha sugerido, hay


algunos que quizá no estén de acuerdo con las decisiones
que debamos tomar. Hablé con Galedan, y creo que será
prudente que en su momento reciba las órdenes oportunas
para que no sea un obstáculo.

—Lo lamento, aprecio mucho a Galedan.

—Bueno, confio en que llegará el momento en el que se


unirá a nosotros. De momento no volváis a hablar de esto
con él; mejor que crea que he silenciado vuestras dudas.

—Como ordenéis. ¿Y qué más queréis que haga?

—Nada, salvo mantener los ojos y los oídos abiertos.

—¿Y vos, señor de capítulo? ¿Qué vais a hacer?

—Reunir un contingente de nuestros legionarios en las


cercanías de Redivac sería muy beneficioso para nuestros
intereses. Creo que organizaré un ejercicio especial de
entrenamiento… —dijo despacio, sonriendo antes de
terminar la frase— con munición real, por supuesto.
Quizá era un signo de la creciente arrogancia de Luther el
hecho de que siendo comandante de decenas de miles de
legionarios, sólo cinco protegieran sus aposentos
privados en la ciudadela de Aldurukh.

—¡Alto!

A pesar de la orden del centinela, enfrentados a tres


señores de capítulo y otros tantos capitanes que avanzaban
con las espadas desenvainadas y los bólteres
desenfundados, no fue de extrañar que los guerreros
eligiesen no luchar.

Todos, excepto uno.

Astelan observó con una resignación desapegada cómo


uno de los legionarios desenvainó. Dejó paso a Temion.

—¡Apartaos, por orden de vuestros superiores! —gritó


con su voz artificial.
El legionario no se detuvo, sino que lanzó con su espada
un tajo al cuello de Temion a la vez que pronunciaba un
grito de guerra.

—¡Por Calibán y la Orden!

El señor de capítulo, quien había luchado en más de un


centenar de campañas, bloqueó el golpe con facilidad, y
con la misma fluidez alzó su propia hoja hasta amenazar la
garganta de su oponente.

—De rodillas —ordenó Temion.

El resto de guardias obedecieron, y los capitanes los


desarmaron. Pero la única respuesta del legionario que se
enfrentaba a Temion fue un gruñido, seguido de un potente
puñetazo en la coraza de éste que lo hizo retroceder.
Aprovechando el momento, el centinela alzó de nuevo su
arma. En un instante la hoja de Temion brotó en mitad de
su espalda después de que lo atravesara desde el pecho.
La cara del legionario quedó iluminada por el aura
azulada de la espada de energía, sus rasgos convertidos en
una máscara de dolorosa sorpresa. Temion extrajo la hoja
del cuerpo con una expresión de genuino arrepentimiento.

El cuerpo se desplomó. Los señores de capítulo Astelan y


Enredion lo vieron caer sin hacer gesto alguno, pero los
tres capitanes palidecieron ante la muerte del marine
espacial a manos de otro marine espacial. Sólo en ese
momento fueron conscientes de que su golpe de estado no
podía llevarse a cabo sin derramar sangre: aquel era el
punto de inflexión que había vaticinado Astelan, y
llegados a él no había vuelta atrás.

Siguieron avanzando hasta la consola de control mientras


los capitanes acababan de asegurar los electrogrilletes a
los guardias.

—No se ha disparado ninguna alarma ni se ha activado


ningún bloqueo —comprobó Astelan, antes de que sus
dedos recorrieran el teclado y los cerrojos de la puerta a
su espalda se abrieran.

Temion fue el primero en avanzar, abriendo las puertas


batientes con energía. Revisaron el salón de recepción y
las alcobas, encontrando todas las habitaciones vacías.
Sólo quedaba una sala por registrar: el sanctum del gran
maestre situado en el piso superior.

Astelan fue el último en comenzar a subir las escaleras,


con su espada de energía y su pistola bólter preparadas.
Temion volvía a encabezar el avance, y cuando alcanzó la
puerta del piso superior no se detuvo: embistió la madera
con el hombro, y el marco y la hoja saltaron en pedazos.

Luther se encontraba en pie junto a una de las altas


ventanas, mirando al sur, hacia los patios inferiores y las
demás torres de Aldurukh. Ya era un hombre grande,
grueso de hombros y cuello, antes de las mejoras físicas
que le habían proporcionado los apotecarios de la legión.
Su piel tenía una apariencia seca y quebradiza, y las venas
reforzadas artificialmente se abultaron en su cuello al
tensarlo. El gran maestre de la Orden sostenía en la mano
un voluminoso libro encuadernado en cuero de un rojo
profundo, del que sobresalía la empuñadura de la daga
que empleaba como marcapáginas; lo cerró con un golpe
seco, y se giró con calma hacia la puerta, su expresión
sólo alterada por las cejas que alzó al ver a los intrusos.

—¿Qué forma de entrar es ésta? Si había algún asunto que


tratar con tanta urgencia, sin duda os habría concedido una
audiencia.

Temion no prestó atención al sarcástico comentario de


Luther, y lo apuntó a la cabeza con su pistola bólter.

—Por la autoridad del Emperador de la Humanidad, os


acuso de pervertir el mando de la I Legión, de
insubordinación a las órdenes del primarca, y otra serie
de cargos que serán detallados posteriormente. Entregad
vuestras armas, y ceded el mando de Calibán y sus
fuerzas.

La mirada de Luther se cruzó con la de Astelan, quien


esperaba junto a la puerta.

—¿Vos también, Merir? Os creía más sabio. ¿Sabéis qué


calamidad vais a provocar? No podéis esperar que esta
farsa vaya a tener éxito.

—Sabía que tendríais dudas acerca de mis intenciones.


Permitidme disiparlas.
Astelan colocó un receptor hololítico portátil sobre la
mesa central y lo activó.

—Comenzad la transmisión —dijo por el canal de voz del


aparato.

Fue lady Tylaine quien contestó.

—Conexión establecida, señor de capítulo. Preparados


para avanzar a su señal.

El hololito proyectó entonces una imagen, la de una


estilizada torre que se elevaba sobre una colina situada en
medio de un bosque. Luther miró con atención a la
representación, ligeramente granulada.

—Redivac —dijo, reconociendo el lugar—, la instalación


astropática.

—Lo es.
Astelan manipuló los controles del dispositivo para
enfocar el valle principal que atravesaba el bosque en
dirección a la torre. Varios miles de legionarios
avanzaban por él, flanqueados por tanques y soldados de
las fuerzas de defensa. Incluso en la imagen borrosa podía
apreciarse que la mayoría de los marines espaciales
vestían las servoarmaduras lacadas en negro de los
capítulos terranos originales, pero entre ellos había
cientos con el color verde oscuro que indicaba que habían
sido creados en Calibán.

Luther se puso rígido, pero su expresión continuó


indescifrable.

—Ya veo…

—Esperad, seguid observando —le dijo Astelan antes de


volver a hablar por el canal de voz—. Marquesa-coronel,
por favor, ejecute sus órdenes. Las instrucciones recibidas
no pueden ser contravenidas.

—Afirmativo, señor de capítulo. Todas las unidades en


posición, iniciando la acción inmediatamente —lady
Tylaine hizo una breve pausa, consciente de la gravedad
del momento—. Esperemos que la historia nos recuerde
justamente, o que no lo haga en absoluto.

La vanguardia de las fuerzas rebeldes estaban casi en


posición, cuando una serie de fogonazos iluminaron la
oscuridad tras la línea de árboles. Instantes después, las
detonaciones florecieron en medio de las filas de marines
espaciales, y casi simultáneamente se pudo escuchar las
reverberación de los impactos de los obuses por el canal
de voz. Los vehículos que avanzaban junto a los
legionarios se detuvieron, y dirigieron sus torretas hacia
los ángeles oscuros. Las nubes se abrieron, los cazas
atravesaron el cielo, y más tanques abandonaron el bosque
junto a regimientos de las fuerzas del Ejército Imperial. A
su lado avanzaba una compañía completa de astartes, en
cuya escuadra de mando ondeaba el estandarte del capitán
Galedan.

Las primeras líneas desaparecieron bajo el fuego


combinado de soldados, marines espaciales y tanques.

—¡Maldita sea! —gritó Temion, perplejo—. ¿Qué hacen?


Como él, los otros comandantes en el sanctum estaban
paralizados por las imágenes que se desplegaban ante
ellos. Entonces Luther intercambió una mirada con
Astelan, y comprendió.

El blindaje y la carne del brazo de Temion se abrieron


cuando Astelan le cortó la mano con la que sostenía su
pistola bólter con un corte limpio.

Luther se precipitó sobre los astartes, empuñando la daga


del libro.

La espada de Astelan segó la garganta de Temion en


cuanto éste se giró, desconcertado por el ataque.
Aprovechando la inercia, atravesó el pecho del capitán
Asdropal.

Luther hundió su daga en el ojo de Enredion hasta la


empuñadura, y el señor de capítulo se desplomó,
arrastrando al gran maestre consigo.
Los disparos de las pistolas bólter eran ensordecedores
en el interior de la sala. Astelan se encogió
instintivamente cuando un proyectil impactó contra su
hombrera izquierda, giró sobre sí mismo y devolvió el
fuego, disparando a bocajarro al capitán Gosphen. En ese
momento vio cómo el capitán Ohm levantaba su espada,
presto a descargarla contra Luther, que seguía en el suelo.
Astelan no vaciló: de dos potentes golpes decapitó al
oficial. Tras unos instantes de calma, volvió a dirigir su
atención a la imagen hololítica. En ella los rebeldes se
retiraban, presionados por las tropas de Galedan y lady
Tylaine. Rodeados por las divisiones del Ejército
Imperial, sus hermanos legionarios y una abrumadora
fuerza aérea sobre ellos, Astelan no pudo culparlos.

—Espero que la mayoría se rinda…

Luther observó a los primeros en entregar las armas y


cómo la columna se fue desintegrando frente a las fuerzas
de Astelan. Por el canal de voz llegó la confirmación de
lo que estaban viendo, de parte de lady Tylaine.

—El capitán Galedan está aceptando formalmente la


rendición, señor de capítulo. Los rebeldes no parecen
tener intención de querer combatir contra otros marines
espaciales. Mis fuerzas mantendrán sus posiciones de
apoyo.

—Gracias, marquesa-coronel. Hoy nos ha prestado un


gran servicio. Escolte a los rebeldes a Aldurukh para que
se sometan al juicio de lord Luther.

Luther dejó escapar una seca carcajada de burla.

—Dos veces humillados: traidores y cobardes… De todas


maneras, aprecio vuestro buen juicio al no haber ordenado
que se les ejecute.

—Sería un desperdicio. Quizá se les pueda torturar para


que vean el error de sus acciones. Tengo entendido que la
Orden puede ser muy… persuasiva.

—Ciertamente —asintió Luther—. Lo que no sé es dónde


vamos a retener a tal cantidad de prisioneros.
—Hay mazmorras bajo la Roca. Sugiero que excavéis más
celdas.

Luther apartó la mirada del proyector y miró fríamente a


Astelan.

—¿Por qué no me avisasteis de este alzamiento antes? Se


podría haber evitado todo derramamiento de sangre.

—Quería sacar a la luz a todos aquellos realmente


implicados en vuestra caída. Además, la acción abierta
contra vos justifica esta respuesta de manera
incuestionable.

—¿Y en qué punto, exactamente, decidisteis traicionarlos?

—Desde el comienzo mismo, por supuesto.

—Eso me intriga… Sois terrano, y vuestro desprecio por


Calibán y su gente es de sobra conocido. Así que, ¿habéis
obrado por lealtad? ¿O quizá visteis que la rebelión
estaba condenada a fracasar y decidisteis aprovechar la
oportunidad para ganaros el favor del bando vencedor?

—Nada tan mezquino, mi señor. Mis motivos para


apoyaros son mucho más simples. No sé lo que ocurrió
entre vos y el León, pero estoy convencido de que sus
objetivos y los vuestros ya no coinciden —Astelan hizo
una pausa, ordenando sus pensamientos—. Cuando el
Emperador exterminó a mi pueblo, no lo lamenté;
comprendí que la ejecución del poder podía ser justa, por
mucha miseria que conllevara. Oponerse a Él habría sido
un sinsentido, un acto irracional de vanidad que sólo
podía desembocar en la muerte. Ahora, aquí, veo un poder
ascendente, y sería igualmente fútil censurarlo —envainó
su espada—. Prefiero la acción a las palabras, gran
maestre. El León ha sido una mácula: la legión se ha
hundido desde que descubrimos vuestro atrasado mundo y
se ha visto sometida a su negativa influencia. Para
oponerme a él, para rechazar el camino que ha trazado
para nosotros, sin duda prefiero someterme a un señor
más digno —hizo una nueva pausa, en la que clavó sus
ojos en Luther—. Decidme que me equivoco, decidme que
seguís siendo un siervo fiel del primarca, y me uniré a
esos prisioneros en este mismo momento.
Y entonces, el silencio de Luther fue mucho más elocuente
que cualquier palabra que pudiera haber pronunciado.

La procesión de marines espaciales rebeldes avanzaba.


Los legionarios estaban siendo confinados en barracas y
cuarteles, vigilados por las tropas de Luther, mientras que
los oficiales estaban siendo escoltados a las celdas bajo
Aldurukh.

Astelan se encontraba junto a la puerta de la fortaleza con


Galedan, mirando la procesión de guerreros humillados.

—Luther ha aprobado tu ascenso a señor de capítulo.

—¿Lo ha hecho? ¿Y eso qué es? ¿La primera graciosa


concesión que cae de la mano de un nuevo señor?

—No, la confirmación de que comparte mi fe en ti…

Astelan vio a Melian en la fila. El capitán apartó la vista


con un gesto de desprecio hacia su antiguo señor.
—Me alegro de que sobreviviera —dijo Astelan cuando
volvió a dirigirse a Galedan.

—¿Melian? Sí, es un buen capitán. Es una lástima que se


haya visto envuelto en todo esto —Galedan entrecerró los
ojos, pensativo, antes de continuar—. Quizá nos sea de
utilidad en un futuro.

—¿«En un futuro»? ¿Qué quieres decir?

—No puedes engañarme, hermano. Sé que de momento


Luther es nuestro aliado, pero no esperes que de verdad
crea ni por un momento que lo consideras tu superior.

—No me puedo creer lo que estás sugiriendo —respondió


Astelan con un tono de fingida ofensa—. Sólo puede haber
un señor de la Primera. No sufriremos más al León, lo
cual nos deja con Luther.

La expresión de Galedan indicaba que no lo había


convencido, y Astelan no pudo sostener su mirada sin que
una sonrisa aflorara a sus labios.

—Por ahora, al menos…


Serpiente
John French
Gracias a Adeptvs Translates

Y la serpiente llegó incluso allí, al Paraíso.


Extraído de La caída del Cielo, compilación de varias
fuentes antiguas; trabajo proscrito en 413.M30
La magus miraba fijamente a Thoros. Sus brazos estaban
manchados de rojo hasta los codos, y la seda blanca de su
túnica colgaba pesadamente con la sangre seca y el sudor
fresco. El hombre a sus pies aún estaba vivo,
encogiéndose presa de espasmos en lo poco que le
quedaba de piel. La sangre se escurría por el filo de la
daga de plata que la magus sostenía en la mano. Una
gruesa gota se formó en su punta, brillando en rojo y negro
a la luz del carbón ardiente. Alrededor de ellos la
multitud de seguidores de la magus esperaba, todos con
los ojos abiertos de par en par, sin saber muy bien qué
estaban viendo o cómo debían reaccionar. Habían hecho
aquello muchas veces antes, siempre confiados en su
secreto, pero Thoros y sus sacerdotes habían penetrado
hasta el centro de la sala del ritual como si los hubieran
estado esperando.
Mirando en el interior de los ojos de la magus, Thoros se
preguntó qué sería lo que ella vería al devolverle la
mirada. ¿Un mensajero de los dioses? ¿Un monstruo?
¿Una revelación? Había dejado a un lado la oscura capa
que había ocultado su forma durante el viaje hasta allí, y
ahora se mostraba como en Davin: una figura de largos
miembros cubierta por una áspera túnica. Anillos dorados
rodeaban su cuello y sus muñecas, cada uno labrado a
imagen de una serpiente, con joyas carmesíes por ojos.
Cinco de sus sacerdotes permanecían tras él, vestidos con
pálidas túnicas, y aferraban sus largas varas con dedos
cubiertos de escamas. Sus ojos rojos eran rendijas que
miraban el mundo sin parpadear.
La caverna a su alrededor era de hierro, un espacio hueco
bajo unos inmensos hornos. El calor entraba por las
rendijas de unos respiraderos que rielaban en el techo.
Los cultistas lo habían estado empleando durante años, y
la sangre derramada y las oraciones murmuradas todavía
vibraban al filo de los sentidos de Thoros. No le gustaba
aquel lugar. No le gustaba su olor a hierro, ni la peste de
las mentes que infestaban aquellas forjas. Había viajado
allí sólo porque era voluntad de los dioses que aquel
mundo fuera suyo, que cayera antes de que la guerra lo
alcanzase. Debía renacer: una gran bendición para un
planeta indigno. La multitud de seguidores de la magus
que llenaban la caverna serían los primeros. Pero aún
debían ver el auténtico rostro de aquellos a los que
servían.
Thoros inclinó la cabeza, dejando que la magus temblara
bajo su mirada. Estaba asustada, podía saborearlo, notaba
un aroma de miedo en medio de la peste a humanidad que
saturaba el aire de la caverna. ¿Y cómo no iba a estarlo?
Estaba acostumbrada al poder, a tener a otros dispuestos a
obedecer su órdenes. Y ahora un emisario de sus dioses
había venido a ella, pero entonces ya no le gustaba el
rostro de los poderes frente a los que se había
arrodillado. Sabía que esa era la verdad: podía verlo en
el espejo de sus ojos.
Se acerca, oh eminente.
La voz espectral del sacerdote susurró en la mente de
Thoros. Sonrió.
Sí, hermano, respondió. El momento está próximo. Los
dioses nos mostrarán el camino.
En el suelo el hombre despellejado se convulsionó,
vomitó sangre y después se quedó quieto. La magus no lo
miró, había olvidado ya su sacrificio. El resto de los
cultistas arrodillados no se movieron. El miedo que
exudaban era un perfume para los sentidos de Thoros.
Ganado. Ganado movido por el rencor y la envidia.
Ganado que acunaba sus mezquinos odios, que soñaba con
obtener el poder de aquellos que los gobernaban. Era de
esperar: tales deseos son los que vinculan a los mortales a
los dioses; pero aun así seguían siendo poco más que
bestias esperando el golpe de la vara de su pastor. Se
llamaban a si mismos la Puerta Óctuple. Eran débiles, y
estaban desesperados. Y en sus corazones nunca habían
creído realmente que sus oraciones fueran a tener
respuesta.
—Por la sangre —entonó la magus, su voz temblando a la
vez que alzaba la daga y apuntaba con ella a Thoros—.
Por las siete vías de plata y los cinco cálices de noche, te
ato y te someto…
Thoros negó despacio con la cabeza, sin apartar los ojos
de los de ella ni un instante.
—Pequeños seres —siseó, a la vez que dio un paso
adelante—. Insignificantes seres.
A su alrededor comenzaron a reunirse sombras y susurros
que comenzaron a amoratarle la piel y a llenar la caverna.
Los dioses lo habían bendecido… no, lo habían creado
para aquello. Desde el día en que su madre lo había
entregado a la Logia de la Serpiente, un niño retorcido
con los ojos rojos de los elegidos, hasta el momento en
que había visto más allá de las puertas del sueño y
atisbado los dioses al otro lado, todo había sido un
preparativo de su destino. Fuera de las paredes de aquella
caverna había un mundo, y del cielo de ese mundo
colgaban estrellas alrededor de las cuales otros mundos
giraban en su danza eterna. Todos dormidos, todos
esperando una nueva era que no sabían que se avecinaba.
Por ello los dioses le habían permitido atravesar indemne
el mar de almas, para poder estar allí en aquel momento:
para hacer que el Imperio despertase.
La magus en ese momento temblaba sin poder controlarse.
Thoros escuchó el germen de las palabras que iba a
pronunciar en su mente y habló antes que ella, su voz un
susurro con el eco de un crótalo.
—Silencio.
La magus no so se movió ni respondió. A su espalda
Thoros notó el movimiento de sus sacerdotes. Lentamente
sacó de entre los pliegues de su túnica un cuchillo.
—Has sido llamada por los altos sirvientes de los dioses
—dio otro paso adelante, notando las miradas de miles de
ojos sobre su piel—. Este mundo ahora les pertenece —
hizo una pausa, acariciándose con los labios sus afilados
dientes—. Pero tú… tú me perteneces a mí.
La quietud estalló en pedazos.
La magus se abalanzó sobre él aferrando su daga. Los
cultistas se pusieron en pie rugiendo. Thoros sintió sus
gritos atravesando su propia alma en un instante sin fin,
aquella furia como un horno al rojo vivo. A lo largo y
ancho de la caverna los cuchillos comenzaron a salir de
sus vainas. Podía sentir todo aquello: el filo de todas y
cada una de las hojas rituales, cada músculo en
movimiento, los corazones palpitando cada vez con más
fuerza alimentados de miedo y odio. Aquella ansia de
muerte lo ahogó, llenándolo, creándolo.
Se apartó del camino de la daga de la magus, y con su
propio cuchillo le abrió el estómago. La mujer cayó al
suelo, con la sangre empapando la seda blanca, su boca
moviéndose sin poder articular palabra, su mente
implorando clemencia, su alma escapando al encuentro de
sus dioses. Thoros sintió cómo las sombras se regocijaron
cuando la magus chilló.
La voz espectral de Thoros se alzó en la oscuridad que se
reunía a su alrededor.
¡Los dioses hablan!
¡Hablan!, corearon las mentes de los sacerdotes como una
sola.
Un pilar de luz dentada surgió entre ellos, desgarrando la
penumbra con un fuego verde. Los cinco sacerdotes se
alzaron en el aire con rayos a su alrededor como bucles
infinitos. La escarcha se extendió por el techo de la
caverna, estrangulando el calor que surgía de las rejillas
de ventilación. Donde el fuego tocaba el círculo de
cultistas lo reducía a cenizas.
Thoros le dio la espalda al cadáver de la magus que se
desplomaba, alzando una mano que estaba
transformándose en una serpiente de humo negro. La
serpiente se desenroscó por su brazo, rodeando su cuerpo
y quemando su piel con la gelidez del vacío. Algunos de
los cultistas se abalanzaron sobre él con los cuchillos
alzados, los ojos dilatados por el terror. Notó cómo la
serpiente se enroscaba alrededor de su cuello, y abrió la
boca para tragársela.
Un cultista surgió de entre la multitud. Era grande, con el
pecho al descubierto y brillaba de sudor; unos aros de
plata que atravesaban pliegues de piel tintinearon mientras
cargaba. Thoros sintió cómo el metal de la daga le
penetraba entre las costillas, cómo la punta le reventaba el
corazón, cómo la sangre le anegaba la caja torácica.
El fuego y el hielo pulsaron a través de él. Bajó la vista
hasta el gordo cultista, quien extrajo la daga de su cuerpo
para apuñalarlo de nuevo; unas gotas negras saltaron de la
hoja cuando la arrancó de su carne. Thoros abrió la boca,
notando cómo su mandíbula se dislocaba y se ensanchaba
más y más. Más sombras se derramaron de su garganta,
abrasando el aire, engullendo al cultista antes de que
pudiera asestarle otro golpe. La nube negra flotó,
retorciéndose entre la multitud. Los hombres cayeron, sus
ojos cegados de pesadillas, el sudor congelándose sobre
su piel.
Todas las almas en el interior de la caverna gritaron.
Ahora podían verla, a través de Thoros, mientras los
chillidos escapaban de miles de bocas: podían ver la
Verdad Primordial.
Tallarn Testigo
John French
Gracias a Adeptvs Translates
El olvido es la compasión de la historia hacia la verdad
del pasado.

General Elite Helicade, en su quincuagésimo primera


misiva al Consejo de Terra

El último titán que quedaba en Tallarn transportaba al


nuevo señor de ese mundo a través de las llanuras de
polvo. Era un dios solitario. Sus hermanos y hermanas
aguardaban en los cielos, recogidos en los vientres de las
naves de transporte, curándose y rearmándose para la
siguiente batalla. Cuando completara su última misión se
reuniría con ellos, pero hasta entonces caminaba con el
agotamiento de un soldado herido. El viento resonaba
sobre su piel castigada por la abrasión, y le arrojaba un
manto de polvo sobre los hombros. Cada unos pocos
cientos de metros se detenía, temblando, los engranajes
dañados y los pistones embotados resonando en su
interior.

Por encima de su cabeza, el cielo era de un azul claro.

Susada Syn, el recién nombrado gobernador militar de


Tallarn, mirada a través de los ojos del titán toda aquella
tierra baldía.

Mi tierra, pensó, y tosió. La herida en su costado


izquierdo liberó una llamarada de dolor. Parpadeó, pero
no permitió que ese dolor se le reflejara en el rostro. Al
menos, esperaba que no se hubiera reflejado en su rostro.

A un lado, la imponente figura de Kalikgol permanecía


inmóvil, los ojos del cicatriz blanca fijos en la escena más
allá de los visores del puente de mando del titán. Al otro
lado, el general Gorn se mantenía en pie, su cara
mortecina totalmente rígida sobresaliendo del collarín de
goma del traje sellado.

Susada se pasó la mano por los cierres del cuello de su


propio traje. Los agentes víricos que habían asesinado a
Tallarn aún permanecían suspendidos en el aire y
permeaban el suelo, y tendrían que pasar cientos de años
—¿miles, quizá?— antes de que un ser humano pudiera
respirar libremente en la superficie del planeta.

No había pensado que su vuelta a casa sería así, ¿pero


quién podría haberlo hecho? En todas las décadas de
guerra en las estrellas, siempre había tenido la certeza de
que no volvería a poner un pie en su mundo natal. En
Vessos y Tagia Prime durante la Gran Cruzada, y en
Caldrin después de la traición del Señor de la Guerra, y
en una docena más de frentes menores: en todos esos
escenarios de operaciones había estado seguro de que la
muerte lo arrastraría al olvido. Pero había sobrevivido, y
había regresado a Tallarn… sólo para descubrir que
Tallarn ya no existía.

La cubierta se tambaleó bajo sus pies, y el dios-máquina


se detuvo.

Susada dirigió su mirada a las formas inmóviles del


princeps y los dos moderati. Los tres estaban cableados a
sus respectivos tronos de mando. Unos visores negros les
cubrían las caras, aparentemente para ocultar sus ojos de
los de los demás. Susada no había visto aquello en las
tripulaciones de ninguna otra legión de titanes; no le gusta,
aunque no sabía por qué.

—¿Qué ocurre? —preguntó tras unos segundos—. ¿Por


qué nos hemos detenido?

Los pergaminos perforados con datos impresos


comenzaron a asomar de las ranuras de las consolas de
mando.

Fue Kalikgol quien respondió.

—Mire.

El cicatriz blanca miraba al exterior tras el cristal


blindado del ojo del titán, sus propias pupilas como
negros agujeros en medio de los iris grises. Susada siguió
la mirada del marine espacial, y lo vio.

El viento había despejado parte de la bruma frente a ellos,


como si hubiera despellejado un pedazo de tierra. Las
formas comenzaron a emerger de entre la oscuridad
amarillenta. Por un segundo, le recordaron los lomos de
criaturas marinas que estuvieran rompiendo la superficie
de un océano. Entonces reconoció lo que estaba viendo.

Espirales de corrosión cubrían el casco del tanque más


cercano, como serpientes enroscadas sobre el metal
moteado. Sus orugas estaban tiradas tras él, arrancadas en
el último momento antes de su destrucción. Un agujero
dentado deformaba la superficie del frontal blindado. La
escotilla de la torreta todavía estaba cerrada, pero el
cañón parecía una rama astillada de metal ennegrecido.
Pudo ver el polvo arremolinándose en su interior
destripado, abierto a los mortales elementos.

Otro tanque surgió de la nube que se retiraba, las líneas de


sus duras formas suavizadas por la descomposición ácida.
A su lado había otra máquina más pequeña, aparentemente
indemne, salvo por los dos agujeros limpios que había
dejado un proyectil al atravesar su torreta de lado a lado,
como si se tratara de la bala que hubiera atravesado el
cráneo de un condenado.
Muchos más restos aparecieron, apilados unos contra
otros o como escombros aislados. Reconoció una docena
de modelos con una mirada, aunque otros no los había
visto nunca. Vio los enormes cascos planos de los Storm
Hammer descansando junto a los cadáveres de los
Predator de las legiones y los Executioner. En medio de
las ruinas metálicas acumuladas aparecían las formas de
los autómatas de combate, como manojos de extremidades
mecánicas. Una de las máquinas caminantes más grandes
parecía intacta, su blindaje oscurecido por el fuego sin
marca alguna de impactos, su puño hundido hasta los
pistones en el metal rasgado del Sicaran al que había
golpeado, como si se hubiera congelado al instante de
haber acabado con el tanque.

La nube siguió disolviéndose, y la alfombra de metal se


extendió más y más a los pies del titán.

—Las llanuras de Khedive —susurró Kalikgol.

Susada oyó cómo el general Gorn dejó escapar una lenta


respiración, pero no dijo nada.
Khedive, pensó Susada. Quizá estuve justo en este mismo
punto…

Aquel día llovió, una lluvia cálida que el viento trajo del
sur, y la hierba ondeaba como las olas de un mar. Él
estaba en pie, firme junto a los hombres de su regimiento,
sus caras alzadas al cielo, viendo cómo los transportes de
tropas descendían hacia su posición. Aquella había sido
la última vez que había estado en la superficie de Tallarn,
la última vez que había respirado su aire. Ahora nunca
podría volver a hacerlo.

—¿Qué es esto? —preguntó al final, notando su propia


voz seca en la garganta.

Miró a Gorn, pero la cara cruzada de cicatrices del


general se había convertido en una máscara fija, sus ojos
distantes.

—¿Esto? —dijo Kalikgol, posando su mirada gris sobre


Susada por un largo momento.
Cuando el cicatriz blanca volvió a mirar la llanura de
máquinas cadáveres que se extendía hasta el horizonte,
sólo pronunció cuatro palabras:

—Esto es la victoria.
Templario
John French
Gracias a Adeptvs Translates
El agua caía y se escurría sobre aquella hoja curvada, y
Sigismund la vio gotear de aquel filo perfectamente
inmóvil. Sobre ellos el cielo era del gris del hierro y
derramaba una cortina de lluvia sobre el terreno
fracturado. Aún había algunos fuegos que seguían
ardiendo entre las ruinas, proyectando su tono sobre la
sombra del aguacero. Diez mil guerreros los observaban
desde las laderas del cráter que había abierto un
macrocañón, la sangre y la reciente batalla marcando sus
corazas, todos mirándolo, sus caras borrones mojados.
Apenas era consciente de la multitud silenciosa: el
legionario frente a él era lo único que era real en aquel
instante. Cada muesca en su pálida servoarmadura, cada
respiración entre sus dientes afilados, cada gota de lluvia
sobre la plateada sonrisa que era su guan dao. Aquello era
todo lo que podía percibir Sigismund.

Comenzó a rodear su muñeca con la cadena negra. El


cicatriz blanca ladeó la cabeza, y apuntó a los eslabones
con su arma.

—¿Por qué haces eso?

Sigismund no apartó la mirada de la hoja curvada y siguió


apretando la cadena. El otro legionario sonrió, sus ojos
brillantes en un rostro orgulloso. Hizo una serie de
molinetes, pasándose el arma de una mano a otra, trazando
veloces círculos, esparciendo el agua al cortar la lluvia.

—¿Temes perder tu espada? —preguntó, riendo—. Una


hoja es la libertad, hijo de Dorn. Es el viento, el fugaz
resplandor de una tormenta. Encadénala, y te estarás
encadenando a ti mismo.

Sigismund no lo escuchaba. El mundo se estaba


enfocando, reduciéndose al ámbito que ocupaban ambos
hasta no ser más que los reflejos que despedían las hojas.
Aquel era su dominio, tan parte de su vida como el aire
que llenaba sus pulmones, como la sangre que recorría sus
venas. La cadena repiqueteó al dar otra vuelta a su
muñeca, su pulso ralentizado por la presencia de los
eslabones. El flujo del tiempo se adensó como aceite
esparciéndose sobre el hielo.

No quería hacer aquello, pero los Cicatrices Blancas


habían insistido. No era suficiente que las dos legiones
hubieran combatido y sangrado juntas frente a un enemigo
común en el mismo campo de batalla. Los Cicatrices
Blancas no habían esperado la aparición de los Puños
Imperiales, no habían esperado compartir la victoria. Y
aquello había dejado algo sin resolver. De entre sus líneas
había surgido un campeón que había arrojado su arma a
los pies de Sigismund. Su mirada había pasado de la hoja
a la sonrisa del guerrero, y entonces había comprendido
que no había elección.

Nunca había elección.

Sigismund terminó de asegurar la cadena a su avambrazo,


antes de girar la muñeca con la que sostenía la espada,
consciente de su peso. En la década en la que lo había
acompañado a la guerra, nunca lo había fallado. La alzó
por encima de su cabeza sintiendo cómo los músculos de
sus hombros se tensaban, notando la sangre recorriéndole
las venas.
El cicatriz blanca dejó que su propia hoja trazara dos
círculos más antes de dejarla totalmente inmóvil. Sucios
regueros de agua recorrieron los surcos de su cara.

—¿No quieres saber mi nombre?

Sigismund se quedó mirando el gris de los ojos de su


oponente. Jubal Khan —Señor del Relámpago de Verano,
la Muerte que Viene Riendo— seguía sonriendo.

—Conozco tu nombre —contestó.

—Bien —respondió a su vez Jubal, asintiendo


ligeramente con la cabeza y manteniendo la mirada de
Sigismund.

El cicatriz blanca mantenía su arma baja, a un lado, con la


hoja hacia atrás. Sigismund lo observaba, sopesando el
ritmo de su quietud, escuchando cómo aquel instante se
prolongaba.
Una gota de agua se formó en la punta de la hoja.

Su pulso se detuvo en su pecho, sus corazones pausados


entre dos latidos.

La gota de agua cayó.

Jubal se precipitó hacia él con un grito de guerra.


Sigismund descargó un potente tajo, y su oponente giró
sobre sí mismo para esquivar el golpe, su propia arma un
torbellino difuso a su alrededor. Sigismund volvió a
golpear, una y otra vez, su espada una mancha de acero y
salpicaduras de lluvia. No dejaba de trazar afilados
cortes, altos y bajos, su hoja silbando. El cicatriz blanca
no dejaba de reír mientras esquivaba, hasta que se
impulsó en un potente salto. La punta del guan dao brilló
un instante antes de trazar un veloz arco descendente.

Sigismund se detuvo en seco. Lo ojos de Jubal brillaban


por encima de los dientes que asomaban entre su
carcajada mientra el golpe caía. El templario se apartó, y
la hoja curvada pasó susurrando junto a su cabeza. Alzó
su propia espada. Juabal se alejó, veloz como una
serpiente, dirigiendo el asta de su arma hacia arriba, y por
primera vez las dos hojas se encontraron y el sonido del
metal contra el metal resonó como una potente campanada.
Sigismund aprovechó su impulso para descargar una
secuencia de golpes, contundentes como martillazos,
sintiendo cómo la hoja vibraba en sus manos cada vez que
su oponente la paraba y cómo la lluvia le recorría la cara.
El rostro del cicatriz blanca era una feroz máscara que
apretaba los dientes, su sonrisa por fin ausente. Su pelo
empapado ondeaba cada vez que esquivaba o ejecutaba un
giro para apartarse de la trayectoria del arma del
templario. Su guan dao era una cuchilla desenfocada por
la velocidad, la danza de ambas armas una espiral de
cortes y bloqueos.

—Eres todo lo que dicen de ti… —dijo Jubal, en el


mismo instante en que Sigismund esquivó una veloz
estocada— y mucho más.

Sus palabras no alcanzaron la mente del templario, sumida


en su propia espada, convertida en la secuencia misma de
cortes, ángulos y puntos de apoyo que fluían en su interior
igual que la sangre y su aliento. Como su vida.
Jubal saltó de nuevo, dando vueltas como un huracán de
cuchillas. Era rápido, muy rápido.

—Pero hay algo que te falta, a pesar de toda tu habilidad.

Hizo un veloz quiebro con su hoja seguido de un corte.


Sigismund alzó su espada para apartar el guan dao. Lo que
sintió fue un potente golpe en su antebrazo, pero antes de
poder reaccionar Jubal ya se había apartado, empapado,
su larga coleta ondeando. Sigismund se permitió dirigir un
instante la mirada a su propio brazo. Los eslabones de la
cadena que lo ataban a su espada estaban cortados.
Inmediatamente después volvió a atacar.

Jubal se dobló como un árbol al viento, y la espada del


templario no cortó más que aire. Un empeine blindado
ascendió e impactó con la cara de Sigismund, seguido del
crujido de hueso roto y un chorro de sangre. Una serie de
pequeñas explosiones luminosas danzaron en sus ojos.

Los gritos de los cicatrices blancas que observaban el


combate se unieron al rugido de la lluvia.
Sigismund retrocedió, cegado por su propia sangre, las
sensaciones un segundo rugido en el interior de su cráneo:
rabia y dolor y duda y…

Entonces el tiempo se detuvo.

Dejó que el latido de sus corazones resonara en su


interior. Su mundo se redujo a ese tiempo infinitesimal, su
existencia se volvió la espada que sostenía. No había
nada más. No necesitaba nada más.

El siguiente movimiento de Jubal ya se estaba


desplegando. Sigismund no podía verlo, no podía ver
nada, pero podía sentirlo, como el silencio que precede a
un trueno.

Su espada detuvo el siguiente golpe. La fuerza del impacto


vibró hasta en sus dientes. Notó cómo su espada volvía a
moverse, deteniendo corte tras corte, cómo su cuerpo
retrocedía, su visión una mancha indiferenciada, sus pies
arrastrándose sobre el barro. Jubal no era más que una
espiral afilada, descargando golpe tras golpe, rápido, más
rápido que el viento, más rápido que el resplandor de los
distante relámpagos. Pero allí, súbitamente, como un rayo
de sol filtrándose entre un claro en medio de nubes de
tormenta, apareció una grieta.

Sigismund se irguió y cortó. Sintió el impacto, e


inmediatamente golpeó dos veces más, antes incluso de
que el eco del primer golpe se hubiera acallado. Entonces
Jubal volvió a distanciarse, girando sobre sí mismo.

El templario contuvo el impulso de seguir al cicatriz


blanca. Ambos se detuvieron, en medio del sonido de la
lluvia repiqueteando sobre la ceramita.

Jubal se mantenía al borde del círculo de combate. La


sangre manchaba su servoarmadura, diluyéndose con la
lluvia sobre las placas de blindaje blanco como el
mármol. El guan dao permanecía inmóvil, pero su brazo
izquierdo estaba doblado en un ángulo antinatural, el codo
empapado de rojo. Su gorguera estaba partida, y grietas
que formaban una telaraña se extendían sobre la placa que
le cubría el muslo derecho. El brillo había desaparecido
de sus ojos, y su mirada era ahora más vieja,
contemplativa, consciente.
—No voy a vencerte —dijo Jubal, con la voz cansada—.
Lo sé. Y tú lo sabes también —sus labios se distendieron
en una sonrisa que dejó ver sus blancos y afilados dientes
—. Pero la canción merecía ser cantada.

Sigismund abrió la boca y habló despacio, esforzándose


por que las palabras sonaran claras a pesar de su
mandíbula rota.

—Te he derrotado porque te ha faltado concentración.

—Y a ti te ha faltado gozo.

Sorprendido por la respuesta, el templario tardó un


segundo en responder.

—Existimos para servir.

—¿Nada más?
Sigismund negó con la cabeza.

—Nada más.

Jubal miró a su alrededor, parpadeando, como si viera por


primera vez las filas de legionarios que los observaban.
Entonces volvió a centrar su mirada en el templario, e
hizo girar una vez más su arma con el brazo indemne.

—Vamos —dijo—. Acabemos con esto.

—¿Habéis matado a algún marine espacial antes?

La voz de la anciana lo arrancó de su recuerdo. Abrió los


ojos lentamente. La cabina de la cañonera era una cueva
llena de sombras. La tenue luz ambarina teñía con su tono
las servoarmaduras de los guerreros sentados a sus lados
y frente a él. Había veinte, la mitad los que había elegido
de entre sus templarios, sus tabardos blancos de un tono
gris en la penumbra; la otra mitad eran los hombres del
senescal Rann, sus servoarmaduras con marcas de batalla,
sus escudos con la heráldica de las dos hachas cruzadas.

A su alrededor el armazón de la nave se desplazaba por el


vacío, reduciendo la distancia que los separa del cometa
que era su destino.

Habían llegado noticias de Isstvan acerca de la muerte de


un primarca y de la traición de cuatro legiones más. En el
interior del sistema solar aún quedaban fuerzas de los
nuevos traidores, quizá olvidados, quizá listos para
atacar. Debían ser cazados y destruidos. Rogal Dorn le
había encomendado aquella tarea, y Sigismund la
cumpliría personalmente.

Sus ojos se centraron en la emisaria. Permanecía sentada


entre las formas blindadas de sus guardaespaldas
cibernéticos. Su exoesqueleto tenía el brillo del cromo y
el carbono pulido. Tras el cristal del visor, su cara era un
campo de arrugas sobre la piel pálida bajo la que se
marcaban los huesos protuberantes y angulosos, y sus ojos
brillaban oscuramente sin apartar la mirada de él. Su
nombre era Harpocratia Morn, y Sigismund no había
elegido que estuviera allí. Esa decisión, como tantas otras
en los tiempos recientes, era una que simplemente había
tenido que aceptar.

La mujer sonrió, sus labios contrayéndose como divertida


por una broma que sólo hubiera oido ella.

—¿Y bien? —volvió a preguntar—. ¿Lo habéis hecho?

—Silencio, anciana —gruñó una voz seca.

Era la de Rann, por supuesto. El capitán del grupo de


asalto no llevaba puesto el casco todavía, y su pelo negro
remarcaba los ángulos de la cara afilada que apuntaba a
Morn.

—Sus palabras molestan como las moscas. Guárdeselas.

Sus dedos tamborileaban sobre los mangos de la hachas


gemelas aseguradas en el envés del escudo de asalto.
Morn lo miró como si acabara de reparar en su existencia.
El astartes le sostuvo la mirada mostrándole los dientes.
Las cejas de la mujer se alzaron, y luego volvió a mirar a
Sigismund.

—¿Cuál es la respuesta, primer capitán?

—Sil… —comenzó a repetir Rann, pero Morn lo


interrumpió con un tono cortante.

—¿La representante del Emperador y su regente? ¿La


emisaria del Consejo de Terra? ¿O meramente un general
que ha permanecido en pie en campos de sangre y victoria
mucho antes de que el Imperio surgiera? —la cara de
Morn había dejado de parecer decrépita, se había vuelto
dura y fría, como una espada antigua que aún mantuviera
su filo—. ¿Cuál de ellas debe mantenerse en silencio,
Faffnir Rann?

Rann se quedó inmóvil, sus dedos petrificados sobre los


mangos de las hachas. Entonces sus labios se retorcieron
en una mueca que se volvió una oscura sonrisa, pero
volvió a apoyarse en el respaldo de su asiento sin decir
nada.
—Ya veo por qué os gusta el silencio —añadió Morn,
cuyos ojos no habían dejado de clavarse en Rann—. Es
apropiado para vos.

La voz del piloto llegó a través del intercomunicador.

—Cien kilómetros para el objetivo.

La luz roja inundó la cabina. Como uno solo, los guerreros


agarraron sus armas. Sigismund bajó la vista a su propia
espada, su hoja una esquirla de noche pulida entre sus
piernas. Una cadena colgaba, vinculándola a su muñeca.
Recordó la sonrisa de Jubal y la lluvia danzando sobre
ella.

Se acercaba el momento. Aquel era el umbral del futuro


que la traición de Horus había abierto ante ellos. Se
esforzaba por aceptarlo, pero se preguntaba si aquello
cambiaba algo. Deseó que Morn no hubiera hecho aquella
pregunta.

Morn armó una pareja de pistolas serpenta. Rann se ajustó


el casco y se dirigió de nuevo a ella.

—¿Por qué pregunta si ha matado a alguno de los


nuestros?

—Porque estamos a punto de entrar en combate con ellos.


Porque a pesar de los ideales de unidad, los marines
espaciales han muerto a manos de sus propios hermanos.
Porque la respuesta puede poner de relieve alguna
debilidad de la que aún no sea consciente.

Rann dejó escapar una sonrisa, con un ligero tinte de


desprecio.

—¿Por eso está aquí?

—Estoy aquí por deseo del Sigilita.

—No dudará.
—¿Estáis seguro?

—Del todo —contestó Rann, su tono afilado como sus


hachas.

El ruido del motor cambió. Una señal de alerta comenzó a


sonar en el interior del casco de Sigismund.

—Cuarenta kilómetros para el objetivo —se escuchó de


nuevo la voz del piloto—. Lanzando misiles.

Sigismund cerró los ojos. En una esquina de su visor la


runa para liberar el arnés del asiento parpadeó. Inspiró
lentamente, sintiendo la calma extendiéndose por sus
músculos. Pudo ver las caras de amigos y enemigos que lo
miraban desde aquella oscuridad. Se preguntó con cuántos
de ellos volvería a encontrarse antes del fin.

—Dicen que siempre mata de un solo golpe —dijo Morn.

—Sólo cuando no está blandiendo la espada como un


granjero espantando moscas —contestó Rann riendo—.
No, ha mirado cara a cara a la derrota, ha olido su
aliento… pero nadie menciona eso.

—Vos sí.

—Yo puedo decir lo que quiera. He sangrado por ese


derecho, derecho que usted no tiene, no importa quien sea.

—¿Pero es cierto que nunca ha sido derrotado? ¿Qué


nunca ha perdido un duelo? ¿Que nunca ha fallado?

—Nunca —respondió inmediatamente Rann, con total


seguridad—. Es una de las cosas que hacen que sea difícil
que caiga bien.

—Esperemos entonces que no pierda la costumbre.

Comenzó a sonar una sirena.


—Iniciando cuenta atrás para entrada en la brecha —
comunicó el piloto.

—No —dijo Sigismund, abriendo los ojos, el arnés


magnético aún sujetándolo firmemente en su asiento,
mirando los ojos hundidos de Morn—. La respuesta es no.

Entonces dirigió la mirada a la rampa de la nave.

El ruido de los propulsores ahora resonaba más


intensamente sobre servorarmaduras y músculos. El
cuerpo de Sigismund se tensó, preparado para el combate.
Su espada era un peso muerto en sus manos.

—Cinco —la voz del piloto recorría el fuselaje en medio


del zumbido de las sirenas.

—¿La respuesta a qué? —gritó Morn.

—Cuatro.
Lo que estaba apunto de suceder lo cambiaría todo.
Estaba a punto de atravesar la puerta a una nueva era, a un
nuevo sentido de lo que significaría ser un guerrero del
Imperio.

—Tres.

Y más allá de eso, un futuro incierto lo aguardaba.

—Dos.

—Nunca he matado a uno de mis hermanos.

—Uno.

Sigismund no se movió al escuchar los pasos que se


aproximaban. Habían pasado veinte horas desde que se
apostara en la puerta del templo, y aún quedaban otras
cuatro antes de que se moviera. Su servoarmadura había
entrado en un ciclo de bajo consumo, y una serie de runas
parpadeaban suavemente en un color ámbar en un lado del
visor. Mantenía sus manos sobre la empuñadura de su
espada, cuya punta descansaba entre sus pies. Sobre su
cabeza, el techo abovedado colgaba sobre la penumbra
difusa de las velas. Los pilares se elevaban en las
sombras a ambos lados de las listas de nombres grabados
en el granito negro. Los estandartes colgaban sobre ellos,
el tejido rasgado y manchado de la sangre y el humo de
cientos de batallas.

El silencio siempre llenaba aquel espacio, sin que lo


perturbara el ruido entre las estrellas más allá de sus
muros. Incluso en tiempos de guerra, el Templo de los
Juramentos era un vacío entre el clamor. Rogal Dorn lo
había diseñado expresamente así, como un recordatorio
de lo que aquella cámara representaba y de cómo debía
mantenerse intacta fueran cuales fueran las circunstancias.

En sus paredes, sobre su superficie, estaban registrados


los nombres y juramentos de todos y cada uno de los
puños imperiales que servían o habían servido al Imperio.
Sobre su suelo todos, desde el más alto pretor hasta el
más humilde legionario, se habían arrodillado y jurado
lealtad. Ninguna puerta bloqueaba el acceso, pero nadie
entraría sin permiso. Ser un templario era ser el guardián
de aquella tradición, y con ello de los juramentos de toda
la legión.

Una figura solitaria surgió de la oscuridad del corredor.


La luz de las velas brilló sobre la servoarmadura lacada
de negro y sobre la tela de una larga túnica blanca. Una
capucha ocultaba los rasgos del guerrero, pero Sigismund
no necesitaba ver la cara para saber quién era.

La figura se detuvo a cinco pasos del umbral sin que


Sigismund se hubiera movido y, despacio, se retiró la
capucha. El pelo oscuro enmarcaba una cara de profundos
ojos verdes. Su nombre era Alajos, capitán de la Novena
Orden de los Ángeles Oscuros, y uno de los mejores
guerreros que jamás hubiera blandido una espada en
combate.

—No entrarás aquí, hermano —dijo Sigismund.

—No tengo intención —respondió Alajos.

—¿Entonces por qué has venido?


—Para hablar contigo.

Sigismund negó son la cabeza una vez, sin abandonar el


umbral. Hablar carecía de sentido en aquel momento,
cuando la ira de Dorn y el León llenaban la Falange como
una tormenta. La disputa entre aquellos dos parangones de
nobleza no debería haber sido posible, pero aun así había
ocurrido. No era una cuestión de orgullo ni de insulto. Era
simplemente una cuestión de dos seres —ambos de un
poder inconmensurable, tan parecidos y a la vez tan
diferentes— chocando uno contra otro como la tierra y el
mar.

Había habido incidentes parecidos en el pasado, otros


momentos en los que los ideales de la Gran Cruzada
parecían alimentar la discordia. Curze, Ferrus Manus,
Perturabo… La ira de todos ellos se había alzado contra
Dorn en alguna ocasión. Sigismund esperaba que aquella
disensión con el León pasara: le parecía un sinsentido,
una muesca en lo que debería ser la hoja perfecta de las
Legiones Astartes.

—No hay nada que decir, Alajos. Mi señor ha hablado.


—Sí. Y mi padre ha hablado también.

—Esta… disputa pasará.

—¿Y si no? ¿Cómo se resolverá entonces?

—No con sangre.

—¿No?

—No. Somos guerreros del Imperio, forjados para


combatir a sus enemigos, no entre nosotros. Rompe esa
hermandad, y no seremos nada.

Alajos sonrió tristemente.

—Dile eso a los devoradores de mundos. Díselo a los


lobos.
—Tales derramamientos de sangre no conducen a nada.
Eso no ocurrirá, no entre nuestras legiones. Ni ahora, ni
nunca.

Ambos permanecieron inmóviles unos momentos. Después


Alajos asintió y dirigió la mirada a la bóveda tras
Sigismund.

—Éste es el Templo de los Juramentos, ¿verdad? —


preguntó, dando un paso a la vez que hablaba.

Inmediatamente, la hoja de Sigismund se alzó frente a él.


El ángel oscuro levantó despacio una mano.

—Paz, hermano. No voy a cruzar el umbral. Ni siquiera un


puño imperial lo haría salvo para hacer o renovar un
juramento, y nadie que no pertenezca a la VII podría
hacerlo y seguir viviendo, ¿no es así?

—Mi primarca ha permitido a tres de sus hermanos entrar


a lo largo de los años.
—¿Y si ahora diera un paso más?

—Entonces no volverías a dar otro —contestó Sigismund


bruscamente.

—¿Y a qué fin serviría mi sangre derramada sobre estas


baldosas?

—Al deber.

El ángel oscuro sonrió de nuevo, pero la calidez del gesto


no alcanzó sus ojos.

—¿Qué somos? Ambos, ¿qué somos? —preguntó.

—Somos guerreros.

—Pero aquí y ahora somos más que eso. Somos


campeones. Si se necesita sangre para saldar la cuenta de
honor, no será la de nuestros hermanos ni la de nuestros
padres la que se derrame: será la nuestra. Somos nuestras
legiones, y somo nuestros juramentos. Blandimos nuestras
espadas, pero éstas no nos pertenecen. La mano que corta
y el ojo que guía el corte no son lo mismo —Alajos hizo
un gesto con la cabeza hacia la hoja del templario—. El
deber. Nos ata, nos guarda, nos guía. Es…

—Todo.

—Sí… No importa a dónde nos lleve ni a qué final —


sonrió por tercera vez, y Sigismund reconoció la emoción
en los ojos del ángel oscuro: era pesar—. Puede que esta
tormenta pase. Pero si no, quería estar seguro de que
nos… entendíamos el uno al otro.

Sigismund bajó corriendo la rampa de asalto en cuanto


ésta se abrió. La cámara exterior del santuario se extendía
frente a sus ojos. Nunca antes había puesto un pie en el
cometa, aunque había oído hablar de él muchas veces a su
padre. Muros de calaveras apiladas y huesos pulidos
creaban arcos sobre él. Había escritos palabras sobre
ellos, palabras que narraban quiénes habían sido en vida y
las hazañas que los habían llevado allí tras sus muertes.
Cada hueso, cada calavera, pertenecía a un héroe de las
largas Guerras de Unificación, y se había llevado allí para
que orbitaran alrededor de la luz del Sol como un
memorial del precio pagado por el sueño de la
humanidad, para siempre.

Sobre la XVII Legión había recaído el deber de ser los


guardianes de aquel santuario desde su creación. Un
centenar de guerreros de los Portadores de la Palabra
guardaban sus salones, siempre vigilantes, siempre
entregados. Pero ahora su deber se había convertido en
traición. Abandonados allí por sus hermanos, morirían
frente a los ojos vacíos de héroes muertos.

El fuego de bólter lo recibió en su carga. La metralla


resonó sobre su servoarmadura, pero no se detuvo. Se
había vuelto una mancha veloz, un resplandor de bordes
duros y cantos afilados. El primer portador de la palabra
apareció ante él, alzando su bólter, envestido de su
servoarmadura carmesí profanada que brillaba al reflejar
los fogonazos de los disparos. Sigismund pudo ver los
glifos impronunciables grabados sobre la laca roja del
blindaje.

Había más portadores de la palabra tras el primero, al


menos diez. El cañón del bólter era un ojo oscuro que
fijaba la mirada en él. El firme latido de sus dos
corazones se aceleró en cuando dio el último paso de su
embestida.

El portador de la palabra abrió fuego.

Sigismund trazó un corte.

La sangre, negra en contraste con la luz de las


detonaciones que lo rodeaban, salió despedida en un
potente chorro. Las manos del portador de la palabra
muerto aún seguían apretando el gatillo y disparando.
Sigismund sintió el repiqueteo de los disparos
recorriendo su casco. Ya estaba abalanzándose sobre otro
oponente antes de que el cuerpo del primero tocara el
suelo.

Cortó una y otra vez, cada paso una nueva muerte. Siguió
avanzando sin pausa, y su mundo no era más que la
sensación del combate como una ola ascendente. Un torso
tajado de clavícula a cadera. Una mano intentando
alcanzar una espada. El rugido de los disparos. Podía
oirlo y sentir todo aquello, pero no era parte de ello. Su
conciencia se había retirado a la tensa línea de
concentración en la que estaba inmersa, abriéndose
camino hacia adelante, fluyendo de golpe a golpe como un
río. Era consciente de que sus hermanos lo seguían,
formando una cuña de la que él era la punta. Seguían
avanzando, imparables, disparando a las torres vigías,
despedazando figuras blindadas de rojo. Las voces
resonaban a través del canal de voz mientras el resto de la
fuerza de asalto golpeaba directamente el santuario.

La resistencia que habían encontrado hasta el momento


había sido débil: pocos enemigos, mal organizados.
Sigismund lo supo sin pensarlo conscientemente, sin
alterar en absoluto el ritmo de los tajos de su espada.

Un portador de la palabra se precipitó sobre él,


adelantándose a los demás, con la cabeza al descubierto y
la cara cubierta de versículos. Sigismund pudo ver la
espada que se acercaba su cuello, ancha y de hoja
dentada. El golpe era potente, el producto del
entrenamiento y la experiencia, un corte limpio con el que
decapitarlo. Sigismund no se detuvo: esquivó el golpe,
giró sobre sí mismo y descargó su propia espada. Sólo
entonces vio la daga. Era pequeña, una esquirla de
obsidiana pobremente tallada y con una empuñadura de
hueso, que parecía existir y no existir, como si
constantemente se estuviera disolviendo en un intenso
calor. El portador de la palabra alzó la mano para
clavársela, sus ojos y su boca abiertos en un gesto de
triunfo.

Sigismund se echó a un lado, dejando caer su espada en un


intento por bloquear la puñalada. El cuchillo negro se
clavó profundamente en su coraza. El dolor lo sacudió
como un látigo y la piel comenzó a arderle. Su espada
golpeó el brazo izquierdo del portador de la palabra, pero
robada toda su fuerza: se tambaleó un paso hacia atrás,
pero se recuperó en seguida y volvió a acometerlo.

Un hacha se calvó profundamente en el cráneo del


portador de la palabra. El golpe liberó un relámpago que
provocó un estallido de carne machacada. Rann apartó el
cadáver de su camino.

—Merecerías haber muerto por eso, primer capitán. Te


estás volviendo descuidado.
Su servoarmadura y la superficie de su escudo eran unas
masas de cicatrices de metal y manchas de sangre. No se
giró cuando Sigismund se situó a su lado. Allí estaban,
hombro con hombro: el carnicero y el caballero. Más
puños imperiales los siguieron, formando una línea de
escudos y espadas, disparando mientras se reagrupaban.

Una maza claveteada golpeó el escudo de Rann y lo hizo


retroceder bajo su potencia. Otro portador de la palabra
se erguía frente a ellos, su servoarmadura ensangrentada,
sus pies anclados entre los cuerpos de los muertos.
Sigismund esperó un latido, hasta que el portador de la
palabra comenzó a alzar de nuevo la maza.

—¡Ahora! —gritó.

Rann cargó con su escudo hacia adelante. El portador de


la palabra trastabilló, se recuperó y descargó su golpe,
pero entonces la espada de Sigismund ya se había
enterrado profundamente en su vientre. El hacha de Rann
lo decapitó de un solo golpe.

—Aún no sabes nada de la guerra, hermano —dijo Rann


riendo—. Pero vas aprendiendo.

Rann golpeó con el envés de su hacha la hombrera de


Sigismund. Inmediatamente avanzaron sobre los cadáveres
caídos. Frente a ellos los portadores de la palabra se
retiraban, disparando a la vez que retrocedían. Tras ellos
las altas puertas de bronce y hueso se cerraban sobre la
boca de un amplio pasaje.

—¡Asegurad las puertas! —gritó Sigismund.

Sus hermanos se movieron para cumplir su orden en


cuanto la pronunció. Cinco guerreros, sus escudos
formando una prieta barrera, avanzaron rápidamente. Los
proyectiles de bólter cayeron sobre ellos, derribando a
dos, pero el resto continuó impasible. Abrieron fuego
cuando las puertas ya estaban casi cerradas y de los
portadores de la palabra tras ellas apenas se veía más que
la luz de las lentes oculares y de sus propios disparos.

Los cañones melta chirriaron con líneas ardientes sobre


las puertas. El plastiacero y el bronce se derritieron como
grasa bajo una llama. Los cañones de gravitones abrieron
fuego un segundo después, y las puertas saltaron de sus
quicios convertidas en desgarrones de metal al rojo
blanco. Sigismund corría de nuevo, con Rann a su lado, en
mitad del zumbido de las alertas por la temperatura
mientras los restos materia incandescente caían a su
alrededor. Cuando atravesaron el umbral y alcanzaron el
pasaje más allá, habían dejado un rastro de metal
derretido.

El ritmo de la muerte seguía inundando a Sigismund. El


mundo parecía algo desvinculado de él, un escenario de
una obra de teatro difuminada con un telón de velocidad y
sangre.

Se detuvo.

El pasaje ante él era una amplia oscuridad, silenciosa y


vacía. Un falso viento se arremolinaba a su alrededor, el
aire tragado desde la brecha en el muro de la cámara
exterior. Rann seguía avanzando, rodeado de sus hombres.

Por un segundo, en aquel silencio, Sigismund creyó


percibir una lejana voz, casi por debajo del límite
audible. Bajó la vista hacia su espada. La sangre ya se
había coagulado sobre los eslabones que la ataban a su
muñeca.

—Esto es sólo el principio —oyó que le decía Morn


desde la boca del pasaje.

Sigismund alzó la vista. La vio avanzar, las pistolas en sus


manos despedían vapor de los cañones. Sus dos
guardaespaldas la flanqueaban, los cañones automáticos
dejando lentamente de rotar.

—Os preguntáis por qué, a pesar de todo vuestro odio


hacia los traidores, no han sido unas muertes más.

Sigismund miró más allá de las puertas voladas, a las


formas cubiertas de sangre que sembraban el suelo. Entre
las figuras carmesíes había alguna amarilla. Sus ojos se
quedaron fijos en un brazo cercenado, que todavía
sostenía un gladio en sus dedos muertos.

—Estáis pensando que ahora sois un fratricida, el verdugo


de vuestros hermanos.

Sus miradas se cruzaron, y en la de la mujer ya no había


nada del humor que había brillado en la cañonera durante
el descenso. Morn asintió despacio con la cabeza.

—Eso es lo que sois, primer capitán. Eso es exactamente


lo que sois ahora.

Sigismund se dio la vuelta sin responder y siguió a Rann.


La espada le pesaba en la mano, y no podía apartar de su
mente el sonido de la cadena.

Habían pasado menos de dos minutos desde que había


matado al primer portador de la palabra.

Khârn enseñó los dientes al ver la espada que se acercaba


a sus costillas. Seguía con aquella mueca cuando lanzó un
tajo con su falcata a la garganta de Sigismund. El golpe
fue rápido, tanto que un ser humano no habría sido capaz
siquiera de verlo, pero Sigismund ya se había apartado de
su trayectoria y contraatacado con un golpe descendente.
El devorador de mundos detuvo el tajo cruzando sus dos
hojas, apartó la espada y arremetió de nuevo. Sigismund
detuvo el ataque con la guardia alta y la punta de su
espada hacia abajo, desvió la falcata y contraatacó con un
corte circular. Khârn se detuvo en seco. Sigismund vió
palpitar la vena de su cuello una vez contra la hoja de su
espada. Una densa gota de sangre se extendió por el filo
pulido, coagulándose entes de caer sobre su pecho
desnudo. Khârn dejó escapar un gruñido, los músculos de
su cuello tensos contra el plastiacero. La piel alrededor
de sus ojos temblaba, y su respiración era pesada, aunque
no por la fatiga.

Sigismund alzó una ceja. Khârn escupió, bajó sus armas y


se apartó. Cubriéndolo sólo llevaba un sencillo pantalón
negro. El templario apartó la espada con un corte seco
para sacudir la sangre, que cayó sobre el suelo cubierto
de arena. Por su parte, vestía una simple túnica cuartelada
de blanco y negro, sus brazos descubiertos. Las
servoarmaduras eran costumbre en las luchas en los pozos
del Conquistador, pero no en este caso, no entre estos dos.

La pared circular del pozo era de hierro crudo, marcado


por innumerables cortes y manchas de sangre seca.
Sigismund alzó la vista al borde del pozo, pero sólo el
silencio y el vacío le devolvieron la mirada. Observó
cómo Khârn colgó sus armas en el armero. La respiración
del devorador de mundos todavía era entrecortada, y la
piel de su cráneo alrededor de los implantes —los clavos
del carnicero— palpitaba.

—¿Otra? —preguntó Sigismund.

Las manos de Khârn se movieron por el armero, rozando


la empuñadura de un hacha sierra, deteniéndose en el asta
de un martillo de guerra. Al fina escogió una espada, su
hoja ancha como la palma de su mano. Unas alas doradas
formaban la guarda, y en la cruceta brillaba una joya roja
como una gota de sangre. Khârn se la pasó de una mano a
otra como un humano habría hecho con un cuchillo,
sopesando su equilibrio.

—Siempre me sorprende que te guste estar aquí —


murmuró.

—No me gusta.
—Y sin embargo aquí estamos.

Khârn frunció el ceño, mirando la larga hoja, y sacudió la


cabeza. Entonces volvió a dejarla en el armero.

Sigismund observaba al devorador de mundos probar un


arma tras otra. Esperó. Sabía por qué Khârn hacía
aquello, y sabía que nada tenía que ver con el arma que al
final elegiría. Apreciaba sus motivos, aun cuando nunca
habían hablado de ellos. Al final Khârn agarró el mango
de un hacha que era más una tajadera de carnicero que un
arma de guerra. Trazó círculos con los hombros para
desentumecerlos. El temblor de su cara casi había
desaparecido, y su respiración apenas era un rumor entre
sus dientes.

Sigismund mantuvo su espada baja, la punta casi rozando


el suelo. La cadena alrededor de su muñeca tintineó un
momento antes de quedarse quieta. Los ojos de Khârn se
quedaron fijos en los eslabones.

—La imitación es intencionada, supongo —dijo sonriendo


—. ¿Qué fue lo que hizo Jubal?
—La cortó.

—¡Ja! Siempre me ha caído bien…

—Me… —Sigismund hizo una breve pausa, rememorando


— me preguntó si estaba preocupado por perder mi
espada.

—¿Y lo estás?

—No. También me dijo que la cadena era una prisión.

La sonrisa desapareció de la cara de Khârn. La piel


alrededor de los clavos del carnicero volvió a palpitar, y
el temblor que lo recorrió fue evidente.

—¿Seguimos con esta tontería?

Sigismund asintió, y una tormenta de choque de metal


reemplazó al silencio. Una vez más, se convirtieron en
dos figuras trazando círculos y golpeándose la una a la
otra.

El hacha de Khârn resonó contra la espada, se retiró a


toda velocidad y volvió a golpear. Resoplaba, y la saliva
formaba manchas de espuma en las comisuras de su boca.
Sus ojos estaban totalmente abiertos, las pupilas dos
heridas negras y profundas rodeadas de un blanco rojizo
de venas. Sigismund retrocedió un paso, rechazando cada
ataque. Khârn gruñó y volvió a descargar una serie de
golpes contundentes como mazazos. Sigismund sólo
bloqueó parcialmente el último ataque, dejando que la
hoja pasara de largo junto a su hombro. Entonces golpeó
con el pomo de su empuñadura el antebrazo de Khârn y
luego su cara. El devorador de mundos encajó el golpe, se
irguió, y descargó un cabezazo en el rostro de Sigismund.
A pesar del impacto, el templario apresó la muñeca del
devorador de mundos con su mano y la guarda de la
empuñadura, y aprovechó su impulso para proyectarlo en
el aire. Nada más caer Khârn giró sobre sí mismo, presto
a abalanzarse sobre Sigismund de nuevo, pero éste lo
inmovilizó presionando la punta de la espada contra su
nuca.
Khârn gruñó. Estaba temblando, y su cara se sacudía con
espasmos irregulares. Inspiró profundamente, y después
asintió. Sigismund alzó su espada. La sangre había
empezado a coagularse sobre la profunda brecha que le
cruzaba la mejilla bajo el ojo izquierdo y sobre la nariz
rota.

—Ahora al menos daba la impresión de que estabas


peleando —dijo Khârn.

—Ese ha sido un movimiento imprudente. Has arriesgado


demasiado.

—He oído que al bastardo ese de Sevatar le funciona.


Además, es nuestra vía: cuando perdemos, nos
aseguramos de que el enemigo sangre más que nosotros.

—Te estabas conteniendo. Siempre lo haces.

Khârn negó con la cabeza, su cara aún temblando, e hizo


un gesto hacia el suelo de tierra.
—No, hermano, es sólo que no soy muy bueno en esto…

—He estado a tu lado en combate, Khârn. Te le visto


luchar. ¿O acaso lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado. Pero esto no es un campo de


batalla.

—Tus hermanos luchan en él como si lo fuera.

—No, no lo hacen. Ni tú tampoco. La guerra de verdad no


es control, hermano. No está contenida por el muro de un
pozo. Es un remolino de azar y furia, donde no hay nada a
lo que aferrarse. Tú luchas porque debes, porque tu
certeza te motiva. Sin eso, ¿qué serías?

El rostro de Sigismund se tensó.

—No tendré en cuenta las implicaciones de tus palabras,


hermano.
Khârn encogió los hombros.

—Siempre tan seguro. Siempre bajo control. Pero si los


pilares de tu mundo se sacudieran, si el deber te llevase
por una senda donde no hubiera certeza alguna… —el
devorador de mundos pasó la mano sobre el implante
incrustado en su cráneo— ¿entonces qué?

—Entonces no sería nada.

—No tendré en cuenta las implicaciones de tus palabras,


hermano —dijo Khârn con una sonrisa feroz, citando sus
propias palabras—. Y no creo que fueras nada sin tus
cadenas de certeza. Creo que, en ese caso, no querría
enfrentarme a ti. Ni siquiera aquí.

—¿No?

—No, porque quizá entonces sí que tendría que intentar


matarte…
Avanzaron por el corredor, sus pisadas blindadas
resonando en el aire estancado.

—Ha sido demasiado fácil —dijo Morn.

Sigismund no necesitaba mirarla para percibir el gesto de


preocupación en su rostro. Estaba de acuerdo con ella, y
las implicaciones de aquello lo perturbaban. Y la
atmósfera en el interior del santuario lo perturbaba aún
más: el aire se había adensado, y una pátina de estática
cubría las paredes de hueso como rayos de una tormenta
creciente. Y después estaban las sombras. A veces
parecían moverse. A veces estaba seguro de que crecían
cuando no las miraba. Todo aquello era antinatural, como
nada que hubiera visto antes. Lo perturbaba. Lo
perturbaba demasiado.

Rann no parecía haberse percatado de todo ello.

—¿Qué quiere decir con que ha sido demasiado fácil? —


preguntó.
Antes de que Morn contestará, Sigismund habló.

—Debían de saber que alguien, en algún momento,


vendría a por ellos. La traición de los Portadores de la
Palabra debe de haber arraigado hace mucho tiempo. Y
aun así, se han apostado en los muros exteriores con sólo
la mitad de sus fuerzas, han muerto, y luego su resistencia
se ha desvanecido. Dime, hermano, ¿eso no te extraña?

—Han resistido —respondió Rann encogiéndose de


hombros.

—Pero no lo suficiente —apuntó Morn.

—¿Y por qué harían eso?

Morn tardó un segundo en contestar.

—Ha sido un sacrificio.


Sigismund sintió un estremecimiento recorriéndole la piel.
Las palabras de Morn lo inquietaban, aunque no podía
precisar por qué.

—¿Un sacrificio? —repitió Rann con tono de


incredulidad—. ¿Como los adoradores de los dioses,
antes de la venida de la verdad del Emperador? No puede
querer decir eso.

—Es exactamente lo que quiero decir.

—Esto es el Imperio. Incluso en su rebelión, esas


creencias hace mucho que están muertas.

—Ésta ya no es la edad que pensábamos que era, hermano


—dijo Sigismund—. Sus verdades no son las mismas, ni
tampoco lo son sus armas.

—¿Pero por qué?

El templario alzó una mano, y sus hermanos se detuvieron


en silencio tras él. Habían llegado a unas nuevas puertas.
El doble de altas que un marine espacial, despedían un
sutil fulgor de bronce y huesos pulidos. Sigismund
parpadeó, notaba una presión creciente en las cuencas
oculares al mirarlas. En la periferia de su visión, las
sombras parecieron retorcerse de nuevo.

—Porque es una trampa —dijo, casi para sí—. Una


trampa cuyas dimensiones y naturaleza no podemos
discernir todavía. ¿No es eso lo que está pensando, lady
Morn?

—Sí.

Morn se acercó a las puertas, sus guardaespaldas un paso


tras ella, las placas de sus blindajes siseando y
tintineando a cada movimiento. Rann la siguió, sus dedos
apretando el mango del hacha.

—¿Y qué sugiere que hagamos?

Morn se giró para mirarlo. Tras el vidrio de su visor,


sonreía. Por un segundo, Sigismund estuvo a punto de
devolverle la sonrisa.

—Pues lo mismo que habéis querido hacer desde que


visteis esas puertas, senescal Rann: ¡derribarlas!

Rompió a correr hacia las puertas, en medio del ruido de


los mecanismos hidráulicos de su exoesqueleto. Se movió
más rápido de lo que Sigismund pensó que podría hacerlo.
Las pistolas en sus manos brillaron a medida que
aumentaba su carga. Salió corriendo tras ella, su espada
brillando con el campo de energía reactivado. Rann dejó
escapar una carcajada y los siguió, con los templarios y
sus propios hombres detrás.

Morn impactó contra la puerta. Fragmentos de hueso y


metal salieron despedidos por los aires. Las hojas se
abrieron, golpeando las paredes con el sonido de una
campanada. Entonces se encontró en una cámara
iluminada con velas, con sus guardaespaldas
flanqueándola, la luz difusa reflejada sobre el metal del
blindaje. Sigismund y Rann entraron tras ella. Aquello era
una locura, pero sólo había un camino, y era hacia
adelante.
El templario cruzó el umbral, e inmediatamente los iconos
de vectores de amenaza comenzaron a parpadear en su
visor. Fue entonces cuando vio lo que los esperaba, tras
un mosaico de runas semitransparentes.

Docenas de marines espaciales formaban círculos


alrededor del centro de la cámara. Estaban arrodillados,
sus cabezas descubiertas. Cada uno sostenía en sus manos
un cuchillo que parecía ser a la vez piedra, hierro y vidrio
ahumado. En el centro se erguía una figura. Su
servoarmadura estaba ennegrecida por los versículos
inscritos sobre su superficie. Estaba en pie junto a un
féretro de piedra gris de cuyo interior emanaban humo y
una luz corrupta. El aire vibraba, pulsando al ritmo de los
salmos que entonaban.

Los cañones de los guardaespaldas de Morn comenzaron a


girar. Ésta se desplazó hacia uno de los flancos, sus botas
claveteadas repicando sobre las baldosas de piedra. Los
cañones de los soldados cibernéticos abrieron fuego,
Rann cargó con su hacha en alto, y una serie de círculos
de energía se iluminaron en las pistolas de la emisaria
cuando comenzó a disparar.
Las siluetas de los portadores de la palabra más cercanos
estallaron en pedazos. Su sangre se congeló en el
momento en que tocó el suelo. Fuegos fatuos danzaban en
las cuencas de las calaveras alineadas en las paredes y el
techo. La sala se estaba oscureciendo, llenándose de
sombras que ninguna luz provocaba, pero Sigismund no
apartó la mirada de la figura que permanecía en pie.

La andanada cesó.

El guerrero de servoarmadura oscura alzó la mirada. Las


palabras tatuadas en su cara se retorcían alrededor de sus
ojos como serpientes. Abrió la boca, y pronunció una
única palabra, casi susurrándola.

—Paz.

Su sonido resonó en el aire enrarecido. Simultáneamente,


todos y cada uno de los portadores de la palabra se
abrieron la garganta con sus dagas.
El mundo se detuvo. La luz se volvió oscuridad, y
entonces la oscuridad se convirtió en un brillo cegador.
Una única nota aguda quedó suspendida en la cámara,
extendiéndose indefinidamente, aumentando su intensidad
y devorando todos los demás sonidos. Aquel momento,
aquel instante se prolongó, tenso y suave, como un tendón
enfermo.

Entonces los portadores de la palabra se alzaron. Sangre y


humo escapaban de sus bocas. Se movían
espasmódicamente, como sostenidos por un marionetista
demente. Las placas de sus servoarmaduras se rajaron, sus
formas desbordando la ceramita. Su piel era pálida y
surcada de venas. Ojos, bocas y escamas se formaron y
disolvieron en rápida sucesión sobre los cuerpos con
aquellos primeros pasos de esas cosas en la realidad.

Aquello… aquello no se parecía a nada que Sigismund


hubiera visto antes, a nada que debiera haber visto.

Sólo el guerrero del centro permaneció inalterado. Sus


ojos estaban hundidos y fríos. Eran ojos de pesar, no de
triunfo.
Sigismund comenzó a oír voces raspando el interior de su
cabeza, colgándose de sus pensamientos. El aire que
respirada era denso como un miasma. Podía saborear
ácido en la boca. El tiempo había huido. Pudo sentir sus
propios pensamientos, y los recuerdos bullendo contra su
fuerza de voluntad. Vio la cara de su padre, Rogal Dorn,
la confianza en sus ojos. Vio…

Sólo vio el camino que se abría ante él. Lo único que


existía era la espada en su mano y el enemigo frente a él.
Sólo había una emoción que se permitiera, pura y
brillante, como una antorcha alzada en medio de la
oscuridad: furia.

Parpadeó, y el mundo volvió a restablecerse.

Corrió, consciente de que la pared de escudos de los


puños imperiales estaba rota y que la batalla se había
convertido en un torbellino de espadas, disparos y garras.
Pensó en Khârn, en el devorador de mundos
precipitándose al combate con la rabia claveteada en su
cerebro.
Las criaturas se arrojaban sobre él, las garras brotando al
final de sus miembros. Su espada golpeó la parte superior
de una cabeza medio formada, que reventó en una neblina
de sangre y pus. Podía oler las cenizas y el incienso
incluso a pesar de su casco. El sonido de los disparos se
incrementó, coreado por los aullidos de los seres.

Rann arrojó su hacha, que giró una y otra vez, dejando tras
de sí un rastro de energía hasta que golpeó a una de las
bestias cercanas. Unas grietas negras se extendieron sobre
su piel, y lanzó un chillido. Rann enarboló su segunda
hacha y se arrojó sobre ella. Pero la criatura no murió, ni
ninguna del enjambre que lo recibió y comenzó a
desgarrar su escudo.

Sigismund vio un látigo de hueso restallar y partir la


máscara facial de Rann sin esfuerzo alguno. La sangre,
brillante y súbita, salió despedida, y el senescal tuvo que
luchar por mantener el equilibrio. El templario se movió
como una exhalación, cortando cuanto se cruzaba en su
camino, intentando alcanzar a su hermano. Algo se había
enroscado alrededor del brazo de Rann, algo húmedo e
informe como carne masticada, y lo arrastraba al suelo. La
criatura apareció al otro extremo de aquel apéndice, con
sangre y ácido goteando de sus mandíbulas abiertas.

Sigismund despedazó el último círculo de criaturas a su


alrededor como un segador con una guadaña. Un hueco se
abrió ante él y logró alcanzar la figura caída de Rann.
Descargó un potente golpe sobre la criatura, que
retrocedió, herida. Bajó la mirada. El senescal era una
ruina de blindaje fracturado y sangre coagulada. De entre
las grietas de su casco brotaban burbujas rojas.

—En pie —dijo Sigismund.

Rann logró incorporarse. Aún aferraba su hacha y su


escudo.

—Merecería haber muerto por eso…

Por un momento se tambaleó, pero inmediatamente se


repuso, sacudiendo la cabeza, esparciendo gotas de sangre
como un perro sacudiéndose el agua del pelaje mojado.
Entonces las criaturas se apartaron de ellos, retrocediendo
como una ola de carne corrupta. El clamor de la batalla
todavía llenaba la cámara, pero por un momento pareció
extrañamente distante.

El oscuro portador de la palabra permanecía en pie al


final del corredor que habían despejado aquellos seres.
Un humo aceitoso parecía caer de él como pedazos de
piel muerta, y las criaturas que lo rodeaban parecían
gruñir y gemir como animales apaleados.

Su voz sonó suave y terrible, como sangre sobre cristales


rotos.

—No se suponía que fueras tú, Sigismund, primer hijo de


Dorn. No debías estar aquí. Otra muerte te aguardaba.

Sin apartar la mirada de ellos, extendió una mano hacia el


féretro.

—¡Silencio, traidor! —escupió Rann antes de cargar


sobre él, mientras la sangre aún se escurría de sus heridas.
Sigismund lo siguió.

Algo se movía en el féretro, algo que se agitaba y se


retorcía sobre sí mismo como gusanos en brea. La mano
del portador de la palabra se cerró sobre ello. Unos rayos
de luz gris treparon por su brazo, y las marcas de su
servoarmadura parecieron sacudirse sobre el perfil de su
cuerpo.

Rann alzó su escudo y descargó un tajo con su hacha.


Sigismund pudo escuchar el gruñido de esfuerzo que
emitió a la vez que escupía sangre. El golpe no tenía
elegancia alguna: era el más antiguo de los cortes, uno
vertical, rápido, directo y mortal.

El portador de la palabra se giró, su silueta difuminándose


por la velocidad. Algo golpeó el escudo de Rann, que no
se partió: simplemente dejó de existir. El astartes salió
despedido con la fuerza liberada por aquella
desintegración y quedó tendido en el suelo.

El guerrero oscuro recuperó su guardia. La materia de


aquel arma fluctuaba entre formas, solidificándose y
disolviéndose. Siseó cuando el portador de la palabra la
alzó para descargar el golpe definitivo sobre su oponente
caído, sobre el que briznas de oscuridad parecían lamer
las heridas.

La espada de Sigismund detuvo el corte. Astillas de luz


blanca rodearon las dos armas, que rechinaron una contra
la otra.

—El fuego y el viento me hablan de tu final, templario —


susurró el portador de la palabra.

Los contendientes se separaron. El oponente de Sigismund


alzó su arma, cuya forma se condensó en una larga espada
serrada de cuyos dientes goteaba sangre.

—Tu muerte fue predestinada. Una tumba de estrellas te


aguardaba. Y sin embargo, aquí estás.

La espada dentada se movió como una serpiente.


Sigismund se apartó, dejando que el arma de su oponente
trazara el arco completo del golpe, y entonces vio la
apertura en su guardia que estaba esperando. Contraatacó
con una estocada en la que se condensó toda su voluntad y
años de entrenamiento.

El portador de la palabra simplemente no estaba allí: se


había desplazado a un lado como si su cuerpo hubiera
saltado entre momentos sin haberse movido en realidad.
La espada de Sigismund atravesó una silueta ennegrecida
que se desvanecía y que parecía un hematoma sobre el
tejido de la realidad misma.

El portador de la palabra entonces golpeó a su vez. La


espada cambió de nuevo mientras ascendía, se convirtió
en una maza negra y pesada, erizada de largas púas, una
explosión de noche congelada que dejaba una estela de
fuego tras ella.

Sigismund bajó su espada para bloquear, pero demasiado


tarde. El golpe lo derribó, y pudo notar cómo se le
entumecía el brazo de la espada mientras la sacudida del
impacto se extendía por su cuerpo. En cuanto se estrelló
contra el suelo giró sobre su cuerpo para volver a ponerse
en pie. Las criaturas que lo rodeaban se apartaron de él,
riendo en incontables voces. Las articulaciones dañadas
de su servoarmadura chirriaron. Las señales rojas
inundaron el visor de su casco. En su cabeza, luchaba por
mantener la concentración, por aferrarse a la furia que
alimentaba su voluntad.

El portador de la palabra se encontraba a menos de cinco


pasos. Sostenía casualmente la maza en las manos, y los
pozos de sus ojos permanecían fijos en él. Giró el cuello y
los hombros lentamente, como para desentumecerlos, un
movimiento que a Sigismund le recordó a Khârn.

—¿Se lo has dicho a tu padre? —preguntó el portador de


la palabra, y un escalofrío recorrió a Sigismund mientras
se incorporaba dolorosamente—. ¿Le has confesado por
qué abandonaste tu deber para regresar a Terra?

Las palabras resonaron en su interior. Habían pasado


meses desde que se encontrara con Keeler en la Falange,
desde que ella le había mostrado lo que estaba por venir,
desde que le había rogado que volviera a Terra junto a
Rogal Dorn. En todo ese tiempo, las palabras de la mujer
no habían abandonado sus pensamientos. Pero no las
había compartido con nadie.
—No hay secretos en la disformidad —susurró el
portador de la palabra—. Puedo ver en tu interior, y veo
tu destino. Me ha sido revelado, los dioses han decretado
tu final a mis manos. No dejarás este lugar con vida. No
vivirás para ver el fracaso de tu primarca. No vivirás
para ver cómo este falso imperio cae. La bruja te mintió,
templario, te mintió…

Sigismund notó un intenso frío extendiéndose por su


cuerpo. Estaba avanzando, moviendo su espada en un arco
ascendente, pero se sintió desvinculado de ella, como si
fuera un miembro muerto encadenado a su mano. Oyó la
voz de Keeler, distante, calmada, hablándole desde los
corredores de la memoria.

Debes decidir tu futuro y el futuro de tu legión, Sigismund,


primer capitán de los Puños Imperiales.

Sisigmund pudo sentir la sangre latiendo en sus venas. El


portador de la palabra se movía a tal velocidad que
parecía irreal, como arrastrado por las sombras y el humo
aceitoso. Las voces lo asaltaron entonces desde la noche
del pasado.

El deber. Nos ata, nos guarda, nos guía.

Una hoja es la libertad, hijo de Dorn… Encadénala, y te


estarás encadenando a ti mismo.

Recordó la pregunta que le había hecho a Keeler en la


Falange.

¿Cuál es el otro camino?

Sigismund comenzó a alzar su espada, pero la maza negra


se estrelló contra su pecho.

Muerte, Sigismund. Muerte y sacrificio.

Sangre y oscuridad.
El mundo se derrumbaba a su alrededor, volviéndose
pequeño, volviéndose un pozo de dolor en el que se
ahogaba. No podía ver nada, y el único sonido era el
ensordecedor latido en sus oídos. Uno de sus corazones se
había detenido. El otro seguía latiendo, desangrándolo
lentamente a cada contracción. No podía sentir la espada
en su mano, ni las aristas desgarradas del blindaje
fragmentado de su coraza.

Existimos para servir.

¿Nada más?

Nada más.

No importa a dónde nos lleve ni a qué final

¿Pero es cierto que nunca ha sido derrotado? ¿Qué nunca


ha perdido un duelo? ¿Que nunca ha fallado?

Nunca.
Pero si los pilares de tu mundo se sacudieran, si el deber
te llevase por una senda donde no hubiera certeza
alguna… ¿entonces qué?

Entonces el mundo regresó rugiendo con todo su ruido y


su furia.

Su enemigo se alzaba frente a él, las inscripciones negras


de su servoarmadura como evaporándose sobre la
ceramita. La maza se sacudía de una forma a otra. Seres
de caras distorsionadas se contorsionaban tras él. El fuego
de la batalla proyectaba luces estroboscópicas sobre el
techo. La boca del guerrero estaba abierta, respirando
humo entre los pálidos dientes, sus labios ardiendo
mientras hablaba.

—Paz —dijo con calma, antes de enarbolar la maza sobre


su cabeza.

Las manos de Sigismund se apretaron sobre la


empuñadura de la espada encadenada a su muñeca.
Algunas heridas se reabrieron en su cuerpo. Sus músculos
gimieron. Su corazón aún funcional comenzó a latir a
martillazos. La maza comenzó a aullar al descender a su
encuentro.

En ese momento, el templario se irguió, su hoja


ascendiendo en una veloz vertical.

La punta de la espada se clavó justo por debajo de la


coraza del portador de la palabra. La hoja tembló al
atravesar blindaje, carne y hueso e incrustarse en la
unidad de energía a la espalda del astartes. Súbitamente,
los volátiles compuestos químicos y la energía que se
escapó del circuito de alimentación de la servoarmadura
estallaron en llamas, envolviendo al marine espacial tan
rápidamente que no le permitieron siquiera exhalar un
grito de sorpresa o dolor. Su caja torácica explotó. Se
desplomó de espaldas, envuelto en llamas y chispas, su
sangre evaporándose con el intenso calor.

Sigismund logró ponerse en pie. Arrancó su espada del


cuerpo, la giró, apuntando hacia abajo, y la clavó en la
boca del portador de la palabra. La hoja atravesó su
cráneo y se hundió en las baldosas de piedra bajo su
cabeza.
Permaneció inmóvil, jadeando, intentando enfocar su vista
a través de la sangre y el dolor. La batalla a su alrededor
comenzó a descomponerse. Las criaturas caían, sus
miembros temblando y deteniéndose como si algún
vínculo vital hubiera sido cortado. Un viento etéreo
recorrió la cámara, y unas llamas verdosas comenzaron a
consumir los cadáveres de aquellos cuerpos deformados.
Podía ver a sus hermanos templarios. La mayoría
permanecía en pie, ensangrentados entre los pedazos de
carne en descomposición, disparando y golpeando a
aquellos seres que se desmoronaban en el viento
agonizante.

Morn caminaba entre los caídos, flanqueada por sus


guardaespaldas. Su exoesqueleto chirriaba, y cojeaba en
medio del ruido de mecanismos rotos. Se detuvo para
descargar un disparo de energía sobre una masa palpitante
compuesta de músculo húmedo y plumas a medio formar.
Sus guerreros cibernéticos alzaron el féretro de piedra del
altar y se acercaron a donde Sigismund aún permanecía
sobre el portador de la palabra muerto. El arma negra
seguía en las manos del guerrero, su silueta deforme
humeando como hierro recién sacado de la forja.
—Llevad el arma a la nave —ordenó Morn—. Quemad el
resto.

Sigismund no la escuchaba. En su pecho su único corazón


funcional todavía palpitaba con el ritmo de espadas
entrechocando. Apartó la mirada hasta detenerla sobre la
figura yacente de Rann. El senescal no se movía, pero
respiraba, aferrando aún su hacha. Tenía que sobrevivir.
Debía sobrevivir. Entonces extrajo la espada del cráneo
del portador de la palabra. El hueso apenas ofreció
resistencia: se estaba descomponiendo, convertido en
cenizas que arrastraba una brisa sobrenatural.

—Vuestra misión ha terminado, templario —dijo Morn


acercándose a él.

El tabardo salpicado de sangre de Sigismund se agitaba en


el aire. Lentamente, con las articulaciones de la
servoarmadura gimiendo, alzó su espada. Había cumplido
sus juramentos de combate, y se llevó la espada a la
frente.

—No —respondió—. Nunca terminará.

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