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Martes 19 de septiembre. Corría la tarde y los medios nacionales publicaban los simulacros
realizados en recuerdo del 32 aniversario del sismo ocurrido en la Ciudad de México durante
1985, ese que caló en el alma del pueblo pero que hizo fluir lo mejor de nosotros (como casi
siempre ocurre ante los desastres naturales). El presentador de noticias anuncia que su equipo
debe salir del estudio de televisión porque está temblando. Las lámparas se mueven y, como
por efecto dominó, los bruscos movimientos comienzan a sentirse en el entorno, primero mi
televisor, luego el foco de mi sala, finalmente toda mi casa. El miedo se apodera de
nosotros…
Sobrevivimos. No hay ningún rasguño en casa, en Pachuca, pero el pavor sigue presente.
Papá trata de comunicarse con su madre y hermanas en la capital del país; luego de tres
intentos lo logra. Mamá llama por celular a mis hermanas que laboran en el estado. Todo
bien hasta que el televisor nos muestra el horror: los daños, los derrumbes, los gritos, las
lágrimas, el desconcierto… como si 1985 fuese ahora, como si 32 años de recuerdo no fueran
suficientes…
Enciendo el televisor y las centenas de personas ayudando se vuelven miles, y tras los miles
decenas de miles. No importa si es con una botella de agua, removiendo escombro, salvando
vidas, la gente ayuda. Y no sólo las mujeres y los hombres, también los perros, nuestros
compañeros de narices frías y miradas cálidas. Es inevitable no llorar ante semejante acto de
amor. México se levanta, una vez más gracias a su gente, la verdadera esperanza…
La esperanza reside en nosotros… y se necesita más que un huracán y varios temblores para
derrumbarla…
@Lucasvselmundo
theemmanuellucas@gmail.com