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María, mujer Eucarística

Por: Pbro. Omar Mauricio Cortés Ascencio

La relación que existe entre la autentica devoción a la Santísima Virgen María y a la


Santísima Eucaristía es muy profunda, que constituye en sí mismo un misterio. Jesús, el
nuevo Adán, es carne de la carne y sangre de la sangre de una mujer, la nueva Eva, María
de Nazareth. Aquél que nos da a comer su cuerpo y su sangre, provino de una carne singular
y muy especial, la de una virgen siempre fiel, desposada a un varón. La Virgen María es hija
de Dios el Padre, madre de Dios el Hijo y esposa de Dios el Espíritu Santo. En su triple
relación con el Dios trino, la Santísima Virgen María retrata perfectamente las tres formas
de amor auténtico y este amor es un auténtico alimento del alma.

La Eucaristía es el Pan vivo bajado del cielo, Jesucristo mismo, pero es también el pan vivo
de la Madre de Dios, nuestra Madre. Es el Pan hecho por María de la harina de su carne
inmaculada, amasada con su leche virginal. Es por ello que San Agustín afirmaba que “Jesús
tomó su carne de la carne de María”. En la Santa Eucaristía permanece todo entero el Señor:
cuerpo, sangre, alma y divinidad, tomados del cuerpo y la sangre de la Santísima Virgen. Por
lo tanto, en cada Sagrada Comunión hay una huella, una dulce presencia de María,
inseparablemente y totalmente unida con Jesús en la Hostia. Jesús es siempre su adorado
Hijo. Si Adán pudo llamar a Eva cuando ella había sido formada de su costilla, “hueso de mi
hueso y carne de mi carne” (Gn 2,23), ¿no podría también la Santísima Virgen María llamar
con razón a Jesús “Carne de mi carne y sangre de mi sangre”? Jesús mismo, por obra del
Espíritu Santo tomó de la Virgen inmaculada su carne y su sangre. Por lo tanto, nunca será
posible separar a Jesús de María.

Es por tanto, con gran admiración contemplar que en cada Santa Misa celebrada, la
Santísima Virgen con profunda alegría puede cantar aquello que afirma el Salmo 2: “Tú eres
mi Hijo, yo te he engendrado hoy” (Salmo 2, 7). Ya intuía esto San Agustín al enseñar que
en la Eucaristía “María extiende y perpetúa su Divina Maternidad”. Por otra parte, San
Alberto Magno exhortaba con gran amor: “Alma mía, si deseas intimar con María, déjate
llevar entre sus brazos y nutrirte con su sangre (...) Deja que este pensamiento inefable y
casto te acompañe al banquete de Dios y tú encontrarás en la Sangre del Hijo el alimento
de la Madre”.

Muchos santos y teólogos, tales como San Pedro Damián, San Bernardo, San Buenaventura
o San Bernardo enseñaban que Jesús instituyó la Eucaristía primero para María y luego a
través de María, la Medianera de todas las gracias divinas. En la celebración eucarística
Jesús se nos da como don y alimento a nosotros cada día; en Jesús, la carne inmaculada y
la sangre virginal de Su Santísima Madre siempre está presente como en nosotros el ADN
de nuestra familia. La presencia mariana en la Eucaristía es innegable, esto es un regalo de
Dios para nosotros, pues ella es la primera que nos trae y nos atrae a Jesús.
San Pío de Pietrelcina, conociendo este misterio eucarístico-mariano, enseñó a sus hijos
espirituales: “¿No ves a Nuestra Señora siempre al lado del tabernáculo?” “¿Y cómo podría
dejar de estar allí, la que estuvo junto a la Cruz de Jesús en el Calvario?”. También recuerdo
que San Alfonso de Ligorio, en su famoso libro devocional a María, siempre recomendaba
agregar una visita a la Santísima Virgen después de cada visita a Jesús Eucaristía. También
San Juan Bosco decía algo semejante: “Les ruego que recomienden a todos, primero, la
adoración a Jesús en el Santísimo Sacramento y luego reverenciar a la Santísima María”. Y
sobre esta íntima unión entre la Madre y su Hijo santísimo, también podemos traer a la
memoria aquello que Santa Bernadette Soubirous respondió muy bellamente a alguien que
le hizo una difícil pregunta: “¿Qué te agrada más, recibir la Sagrada Comunión o ver a
Nuestra Señora en la gruta?”. La pequeña Bernardette pensó por un minuto y luego
respondió: “¡Qué pregunta tan extraña! No se pueden separar los dos. Jesús y María
siempre van juntos”.

Podríamos considerar además que Nuestra Señora y la Sagrada Eucaristía están, por la
naturaleza de este misterio, unidos inseparablemente, porque María con su cuerpo y alma
es el tabernáculo de Dios. Ella es el nuevo Jardín del Edén, donde floreció en su vientre el
árbol de la vida, Jesucristo. Con gran razón aquella mujer gritó con elocuencia divina:
“¡Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!” (Lc 11,27). La Santísima
Virgen María es quien nos da a Jesús, que es el Fruto bendito de su vientre virginal y el
Corazón de su Inmaculado Corazón.

El mayor gozo que podemos darle a María es llevar a Jesús en el Santísimo Sacramento
dentro de nuestro pecho. Su unión materna con Jesús se convierte en una unión también
con quien esté unido a Jesús, especialmente en la Sagrada Comunión. ¿Y qué puede dar
tanta alegría a alguien que ama, como la unión con la persona amada? Y nosotros, ¿acaso
no somos amados hijos de la Madre celestial? ¿No será acaso ella la que nos lleve a unirnos
más íntimamente con Jesús, la que estuvo íntimamente unida a él durante su gestación en
su vientre santísimo?

Cuando vamos a comulgar, caminando hacia de Jesús, siempre lo encontramos "con María
su Madre", como lo hicieron los Magos en Belén (Mt 2,11). Por eso siempre está ella
presente muy cerca del altar, muy cerca de Jesús. Y Jesús en la Eucaristía, desde el altar de
nuestros corazones, puede repetirnos a cada uno de nosotros lo que le dijo a San Juan el
Evangelista desde el altar del Calvario: “¡He ahí a tu Madre!” (Jn 19,27).

No es coincidencia que en los mensajes de María, ella siempre nos lleve hacia Jesús. Lo
mismo sucede en los santuarios marianos, siempre se fomenta con gran devoción, la
adoración a la Sagrada Eucaristía, hasta el punto de que también pueden llamarse
santuarios eucarísticos: Guadalupe, Lourdes, Fátima y otros más. Allí las multitudes se
acercan al altar, no sólo para contemplar a la Madre sino para alimentarse de su Hijo, el
fruto bendito de su vientre.
Por último, nuestro muy querido Papa San Juan Pablo II dedicó el último capítulo de su
encíclica “Ecclesia de Eucharistia” a la Virgen María, nuestra Santísima Madre, y su relación
con la Sagrada Eucaristía . El Papa nos recuerda que, si queremos reflexionar sobre el
profundo misterio de la Sagrada Eucaristía, especialmente su relación con la Iglesia,
debemos mirar a María, Madre y modelo de la Iglesia. También en su carta apostólica
“Rosarium Virginis Mariae” nos recordó que nuestra Santísima Madre es nuestra primera y
mejor maestra al mirar el Rostro de Cristo. Recordar que el quinto de los Misterios
Luminosos del rosario es la Institución de la Sagrada Eucaristía, porque María nos ayuda a
mirar el Rostro de Cristo al conducirnos a la Sagrada Eucaristía, llevándonos a conocer a
nuestro Señor eucarístico más profundamente y amarlo más ardientemente.

María nos urge a nosotros, sus hijos, a creer que las especies eucarísticas de pan y vino. Esta
fe debemos manifestarla cuando el sacerdote nos anuncia justo antes de comulgar: “El
Cuerpo de Cristo”, a lo que respondemos “Amén”. Nuestro Amén es el mismo “Fiat (Que se
haga) de María”. María ya expresó la fe de la Iglesia en la Sagrada Eucaristía en el momento
de la Encarnación. En ese momento se convirtió en el primer sagrario de la historia, lo
mismo que nosotros al comulgar. En la Escuela de María, siempre se mantendrá viva
nuestra fe, en especial porque ella nos lleva a Cristo Eucaristía.

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