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Ezequiel Martínez Estrada fue un ensayista argentino, nacido en 1895, que a lo

largo de su carrera se dedicó a escribir principalmente acerca de la identidad argentina


y sus implicancias.
En este trabajo, “Nuestros sentidos y la ciudad”, que es parte de Cabeza de
Goliat; microscopia de Buenos Aires, una de sus obras, publicada en 1940, Martínez
Estrada reflexiona acerca de cómo ya hacia fines del siglo XIX, con los primeros
empedrados y luminarias a gas en Buenos Aires, la urbanización estaba cambiando
sustancialmente la vida de los habitantes de las grandes ciudades, que, de pequeñas
aldeas, estaban pasando a ser urbes densamente pobladas.
Martínez Estrada analiza cómo estos avances afectan a casi todos los sentidos
del ser humano.
Comienza con la vista: en este caso, el autor afirma que se vuelve un órgano de
tacto, cuya única utilidad es esquivar los objetos que se nos interponen. La ciudad,
para Martínez Estrada, no nos permite apreciar las formas y colores.
Respecto del oído, el autor sostiene que la ciudad deforma y envilece los sonidos,
no permite apreciar las más elementales expresiones sonoras de la naturaleza, que
quedan tapadas por la agitación y la vorágine de la vida urbana.
En cuanto al tacto, Martínez Estrada afirma que en las ciudades sufrimos uno de
los mayores perjuicios a nuestros sentidos. El mismo está dado por el pavimento, que,
según el autor, constituye una barrera para la conexión con la tierra.
Finalmente, en lo que se refiere al olfato, Martínez Estrada sostiene que el mismo
es inexistente. Para el autor, la ciudad homogeiniza los olores. Según el, todos son
suprimidos por la humedad, los gases de combustión y las emanaciones de
comercios, hogares e industrias.
En El Entenado, Juan José Saer desarrolla el entorno en el que el protagonista es
acogido por los indios. Podemos establecer una relación entre lo planteado por
Rodriguez Estrada y lo que Saer menciona en su obra. Allí, el protagonista, se siente
prisionero viviendo en las ciudades. Añora la libertad que tenía cuando vivía con los
Colastinés, en las llanuras. En la ciudad, se siente preso, no puede apreciar la
inmensidad del cielo ni las estrellas, al contrario de lo que ocurría en las llanuras. En
este caso, entonces, ambos autores coinciden en la mayor movilidad, y libertad para la
percepción que se tenía antes de la gran urbanización. La naturaleza estimula todos
los sentidos del protagonista, que puede percibir desde los olores de los ríos, hasta el
sonido más minúsculo que proviene del entorno.
En El entenado, otra cuestión relacionada con los sentidos es la del concepto de
realidad. Los indios tienen una relación muy particular con cada elemento de la
naturaleza: mantienen una relación de reciprocidad entre sí, la existencia de uno
confirma indefectiblemente la del otro. Esto brinda a los nativos un fuerte sentido de
pertenencia con el lugar: son incluso parte de él. Con sus sentidos, daban sentido a
las cosas, todo existía mientras ellos estuvieran allí y pudieran percibirlo, y lo mismo
ocurría a la inversa, la identidad de los indios estaba determinada por el entorno que
los rodeaba.
En este sentido, podemos establecer una contraposición en lo que Saer pone foco
entre uno y otro libro. Mientras que en El entenado, el autor hace énfasis el valor de la
naturaleza y el contacto con la tierra, abonando lo propuesto por Martínez Estrada en
su ensayo, en El río sin orillas Saer escribe acerca de la vida urbana en el Río de la
Plata.
Si bien da a entender que en las ciudades se tiene un ritmo de vida muy
acelerado, en concordancia con Martínez Estrada, Saer describe una serie de
“escapes” a la vorágine de la vida urbana que han encontrado los habitantes locales,
que les permiten mantener una vida al aire libre, reencontrarse consigo mismos,
conectarse con la vida nocturna y la inmensidad del cielo estrellado. Entre ellos
encontramos al patio, un espacio de terreno, generalmente en el fondo de las casas, al
que Saer define como “una porción de campo en la ciudad” (ya que se plantan árboles
o es posible tener una pequeña huerta). También es mencionada la terraza, que el
autor considera un espacio íntimo a pesar del De igual manera, el autor hace hincapié
en un ritual característico de la región: el asado, que es otra conexión con las raíces, la
tierra, y genera una identificación de los habitantes con su lugar.
Saer destaca también el valor que aquí tienen las cosas simples, y pone el
ejemplo de los puertos abandonados. Estos lugares, que ya no lucen el esplendor de
otros tiempos, olvidados por la civilización, tienen para Saer una belleza particular. Allí
la naturaleza pudo hacer de las suyas. Pasto, flores, óxido, todo le otorga un encanto a
dichos elementos, que se vuelven un deleite a la percepción, y siguen vigentes a pesar
de haber cumplido su “vida útil”.
En consonancia, el autor reflexiona acerca de aquellos objetos que, como es muy
común en la región, son reparados para extender su uso, y para Saer, esto les brinda
un encanto único, cuya simpleza estimula los sentidos y les hace dar una impresión de
familiaridad, en contraposición a los objetos recién fabricados, que para el autor no
tienen alma y podemos compararlo con la agitada vida de la ciudad, que vuelve todo
mucho más mecánico.
Luego de comparar los textos de Saer y el de Martínez Estrada, es posible que
ambos coinciden acerca de su forma de ver el crecimiento urbano y el “progreso”, que
muchas veces limita al ser humano en su capacidad de percibir aquellos elementos de
la naturaleza. Incluso podríamos decir que “hace que el árbol no permita ver el
bosque”, deteniéndolo en banalidades y distrayéndolo de las cosas que son realmente
importantes.
Bibliografía

Martínez Estrada, Ezequiel, “Nuestros sentidos y la ciudad”, en Cabeza de Goliat:


microscopia de Buenos Aires, Buenos Aires, Losada, 2001, pp.95-102.
Saer, Juan José, El río sin orillas: tratado imaginario, Buenos Aires, Alianza, 1991.

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