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Despiertas a 1,0,0,0,0 kilómetros de tu país, sin saber qué haces en otro país,

tampoco eres Zaratustra que tuvo que apartarse de su tierra natal para comenzar
su ocaso. Y sin embargo, la escritura paga las deudas en el momento en que
escribir se torna un acto que se lleva a cabo con la misma intensidad con la que
escarbas tu cuerpo: un gran hoyo de arena. Son dos procesos que -aún no lo ha
sabe la ciencia- dependen de la misma zona del Espíritu, responsable de todo acto
compulsivo que, a falta de un mejor nombre, se le llama pulsión. Una gran pulsión
que no sabe qué hacer ni dónde descargarse. ¿Qué hay de distinto en el camino
que lleva a masturbarse, a arrancarse las costras, a seccionar las uñas o arrancar los
pellejos con aquel que retuerce la mano y comienza a arrancar letras sobre un
papel? La profilaxis de un cuerpo requiere de la misma ciencia que la composición
de un ensayo para reconocer el momento en el cual detenerse .
Pero no se trata aquí de una apología gratuita a la animalidad del no-animal. Muy
al contrario, es una denuncia a su banalidad, a su volver-sobre-la-misma-cos(tr)a.
¿No será parte de uno y el mismo impulso que llevó al hombre antiguo a golpear y
golpear sobre la misma piedra, una y otra vez, golpea golpea hasta crear un
cuchilla, nuestra punta de lanza? Ese hombre que nunca llegó a ser moderno,
¿acaso no es el mismo que pierde su vida delante de un teléfono, dando pequeños
golpes con su pulgar, bien comedidos y nunca más capaces de crear nada a partir
de una roca? Ese hombre antiguo, que no tenía ni casa ni puerta, que no había
soñado con un zapato o una almohada, incapaz de imaginar cómo al pulsar un
solo botón se haría la luz por obra y gracia de un fluorecente de 50W, él también
era recorrido por aquel incesante escarbar, sea en su cuerpo o en la piedra, con sus
uñas o su boca o con su nueva arma. ¿Acaso no se aprende con el tiempo? ¿No hay
un fondo imposible de roer? ¿Cómo pasar al otro lado?
La escritura del ocaso, aquella que da cuenta del tránsito, no se aprende ni se
enseña, en el mejor de los casos se copia o se falsifica, hasta lograr que pase
alegremente entre los demás.
A tiro de piedra parece dormir, luego de una profunda embriaguez, la Oréade, la
diosa que hace vociferar, que finalmente nos permite dejar ir a esa idea fija, Eco la
sorda e incapaz de tomar la palabra para acabar con la duda. Ella cuida el paso de
la montaña que lleva a la tierra de la fertilidad, poblada de formas de vida
extravagantes, al caleidoscopio de la última página bien escrita. Mientras el paso
esté cerrado, es decir, mientras nuestras pasiones sigan escarbando un agujero por
el cual escapan nuestros efectos, si el paso está cerrado no lo hacemos mejor que
nuestro hombre antiguo.
En el fondo, la contraposición hombre moderno-antiguo también es algo banal. El
hombre es un destino. ¿Pero hacia dónde/quién? ¿Quién podría dictar la dirección
de este despropósito? ¿Quién puede hacer valer una nueva imaginación? Hacerse
cuerpo con el saber y la imaginación, hacer de ellos una fuerza que atente contra
ella misma, contra 400 generaciones de vida sedentaria marcadas por un miedo a
la escazes, a la intemperie y la incertidumbre. ¿Cómo podrá justificar al final de su
crepúsculo todo el tiempo muerto, toda la historia universal que nunca dio un
paso hacia ninguna dirección?
Las virtudes toman su tiempo, esperan su oportunidad para hacerse cuerpo, para
tomar posesión sobre un cuerpo. No se trata de despertar un buen día y exclamar :
vaya! Todo está más claro que nunca, pour après predicar la evidencia de lo
evidente. Producir una idea, se laisser porter par la force de l’imagination qui ne
repond pas au corps des habitudes, à nos inerties chéries, une force qui ne revient
pas au même, voilà la crainte de celui qui n’est pas là pour exiber ses vertus.

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