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Liceo José Victorino Lastarria

Rancagua
“Formando Técnicos para el mañana”
Unidad Técnico Pedagógica

Serie sobre la salud mental de niños y jóvenes en Chile


Deuda pendiente: Desigualdad y trastornos mentales de
niños.
Por : Álvaro Jiménez Molina y Marianella Abarzúa Cubillos en Opinión Publicado: 26.03.2014

Chile tiene tasas


elevadas de trastornos
mentales en niños y
adolescentes: tasas de
nivel mundial. Para los
investigadores Álvaro
Jiménez y Marianella
Abarzúa, el problema
probablemente se debe a
que nuestra desigualdad
también es de nivel
mundial. La política tiene
un rol central para
solucionar este problema
pues, como afirman los
autores, los trastornos
mentales no son sólo
enfermedades: son
también resultado de
conflictos sociales “que
hablan de
transformaciones culturales y de la composición de la estructura social”. Pero política
pública –y recursos- es lo que justamente está faltando hoy para enfrentar este problema.
Chile tiene una deuda pendiente con la salud mental. La alta prevalencia,
significación social y costo económico de los trastornos mentales contrasta con la
escasez de políticas públicas específicas, un presupuesto aún reducido y la ausencia de
un marco legal e institucional adecuado. Dicha situación es aún más crítica respecto de la
salud mental de niños y adolescentes chilenos.
Durante las últimas décadas se ha producido un aumento significativo de los
trastornos mentales en niños, adolescentes y jóvenes en el mundo. La prevalencia de
trastornos mentales y del comportamiento en niños y adolescentes se sitúa alrededor del
20% de la población. Es decir, uno de cada cinco adolescentes sufren un tipo de trastorno
mental en el mundo. Esto convierte a los trastornos mentales en una de las principales
causas de morbilidad y discapacidad en este grupo de edad. ¿Se trata de una “epidemia”
del siglo XXI? Aún no es claro. Pero lo que sí es evidente es que la “transición
epidemiológica” de las sociedades contemporáneas ha hecho de los trastornos mentales
una nueva prioridad en salud pública. Dichos trastornos no sólo repercuten sobre la
calidad de vida y dificultan los aprendizajes, sino que también interfieren con el
desarrollo y comprometen el devenir de los niños.
En 2012 se conocieron los resultados del primer estudio de epidemiología
psiquiátrica en niños y adolescentes chilenos. En él se muestra una prevalencia general
de trastornos mentales de 22,5% (19,3% para los hombres, 25,8% para las mujeres),
siendo los trastornos del comportamiento disruptivo y los trastornos ansiosos los
problemas más comunes. Ahora bien, la tasa de prevalencia es más elevada en niños
entre 4-11 años (27,8%), en comparación a los adolescentes entre 12-18 años (16,5%).
En Santiago, el mismo estudio mostró una prevalencia de trastornos psiquiátricos
de 25,4% (20,7% para los hombres y 30,3% para las mujeres).
Ilustración 1: Fuente: Vicente et al. (2012) "Prevalence of child and adolescent mental disorders in 
Chile: a community epidemiological study". Journal of Child Psychology and Psychiatry, 53(10): 
1026­1035.

* Nota: trastorno del comportamiento disruptivo (trastorno de conducta, trastorno


oposicionista, trastorno de déficit atencional con hiperactividad); trastornos ansiosos
(fobia social, trastornos de ansiedad generalizada, trastorno de ansiedad por separación);
trastornos afectivos (depresión mayor, distimia); trastorno de abuso de sustancias (abuso
de alcohol, cannabis, nicotina); trastorno de la alimentación (anorexia, bulimia). Los
porcentajes incluyen algunos trastornos que se superponen entre sí (comorbilidad).

¿QUÉ CONCLUSIONES PODEMOS SACAR DE ESTAS CIFRAS?


En primer lugar, que los trastornos mentales de niños y adolescentes, el consumo
de alcohol y drogas, así como la tasa de suicidios en adolescentes, tienden a presentar
cifras más elevadas en Chile que en el resto del mundo.
Por cierto, si bien los estudios epidemiológicos en salud mental son de suma
importancia para la elaboración de políticas (aunque lamentablemente son muy escasos
en Chile), también presentan limitaciones: la patología mental es un constructo difícil de
operacionalizar, y los instrumentos de clasificación a menudo utilizan categorías (por
ejemplo, los criterios DSM) que hablan más de propiedades conductuales y estadísticas
que de la vivencia subjetiva de los individuos. Asimismo, en este tipo de estudios es difícil
determinar si un sujeto es un verdadero “caso clínico” o se trata de un sobrediagnóstico
de trastornos mentales leves. De ahí que los valores de prevalencia e incidencia de los
trastornos mentales deban ser interpretados con prudencia, sobre todo si ellos conducen
a planificar acciones en salud pública.
En segundo lugar, estas cifras nos permiten observar que los trastornos de salud
mental no dependen exclusivamente de los avatares de la biografía individual y familiar,
sino que se asocian estrechamente a variables económicas, sociales y demográficas. De
hecho, los resultados epidemiológicos reflejan las injusticias que atraviesan nuestro país,
un contexto social atravesado por un conjunto de vulnerabilidades superpuestas: los
niños de estatus socioeconómico bajo manifiestan con mayor frecuencia problemas de
salud mental.
Es un hecho que mayores niveles de desigualdad se traducen en una mayor
prevalencia de trastornos mentales. La salud de los niños depende de las condiciones
socioeconómicas en las cuales nacen, crecen y viven. Y no es novedad que los niños y
adolescentes presentan mayores proporciones de pobreza e indigencia que la población
joven o adulta. Esto obliga a desarrollar métodos epidemiológicos capaces de
comprender la dinámica de oportunidades de vida de los individuos y sus trayectorias de
vida, algo que aún no realizamos sistemáticamente en Chile.
En tercer lugar, los trastornos mentales (depresión, trastornos ansiosos,
hiperactividad, etc.) y los suicidios no son sólo enfermedades a curar o problemas a
prevenir, sino que se trata de objetos que interrogan sobre el carácter mismo de “lo
normal y lo patológico”, y también sobre nuestros modos de vida y representaciones
colectivas. Dicho de otro modo, los trastornos mentales no son sólo una cuestión médica,
sino una cuestión social y política que concierne a distintas instituciones (familia, escuela,
empresa, etc.) y que habla de transformaciones culturales, procesos de socialización y de
la composición de la estructura social. De hecho, en salud mental la definición misma de
los síntomas no proviene sólo del dominio de la enfermedad, sino de la vida social en
general: ellos son la expresión de una dificultad asociada a los criterios de
funcionamiento social (pensemos en el creciente diagnóstico de “trastorno de déficit
atencional con hiperactividad” en las escuelas chilenas).
¿En qué medida los trastornos mentales de los niños y adolescentes chilenos son
indicadores de una serie de sufrimientos y malestares que aquejan al “nuevo Chile”? ¿En
qué medida esta “nueva epidemia” expresa el impacto subjetivo de las transformaciones
sociales ligadas a un proceso acelerado (y desigual) de modernización? ¿Cómo nos
estamos haciendo cargo de estos problemas?
No cabe duda que en Chile los trastornos mentales en niños y adolescentes son un
verdadero problema que no sólo debe ser parte de una agenda prioritaria en salud
pública, sino que también debe ser objeto de debate social, puesto que sus sufrimientos
y malestares interpelan –una y otra vez- nuestras formas de “hacer sociedad”.

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