Вы находитесь на странице: 1из 503

Ensayos

213
ALFONSO PÉREZ DE LABORDA

Tiempo e historia:
una filosofía del cuerpo
© 2002
Alfonso Pérez de Laborda y Pérez de Rada
y
Ediciones Encuentro, S.A.

Diseño de la colección: E. Rebull

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier


forma de reproducción, distribución, comunicación pública y
transformación de esta obra sin contar con la autorización de los
titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español
de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados
derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa


y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Cedaceros, 3-2º - 28014 Madrid - Tel. 91 532 26 07
www.ediciones-encuentro.es
a quienes me arrecogieron, agradecido
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

6
ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

PRIMERA PARTE
HACIA UNA FILOSOFÍA DE LA REALIDAD: TIEMPO E HISTORIA 19

1. Kepler y Galileo: la ciencia moderna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21


2. Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico
de la realidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
3. El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz:
el vínculo substancial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
4. La cosmología de Leibniz: teología de la razón pura — filosofía
de la razón práctica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
5. Isaac Newton: filosofía natural y religión . . . . . . . . . . . . . . . . 135
6. Galileo y la retórica de la naturaleza: el mito cosmológico
del ‘nuevo Aristóteles’ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
7. Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia
y de representación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
8. Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’ . . . . . . . . . . . . 223
9. ¿Tiempo o incertidumbre? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
10. De cómo el tiempo y la historia irrumpen en la ciencia
y en la trascendencia. Sobre una teoría del cuerpo . . . . . . . 303
11. ¿Incerteza del tiempo? Tiempo de la física
y tiempo de la historia. Esbozo preparatorio
para una teología del cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 336

7
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

SEGUNDA PARTE
HACIA UNA FILOSOFÍA DEL CUERPO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397

12. Para una filosofía del cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 399


13. Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano . . . . . . . . 424
14. Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión
de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 443

8
PRÓLOGO

Un libro es un ejemplo casi perfecto de las complejas relaciones


entre lo uno y lo múltiple, o, quizá mejor, entre unidad y multiplicidad.
Es uno y está lleno de páginas. El lector lo tiene como uno y el autor
lo ha escrito en múltiples horas, esfuerzos y angustias. El autor lo ve en
su frágil unidad, lo toma, le da vueltas, incluso quizá, asustado, lo admi-
ra, mientras que el lector se encuentra ante las múltiples y quizá deli-
ciosas horas que va a pasar con él. El autor se dice: ¿mereció la pena
tanto esfuerzo?, ahora que lo ve concentrado en esa unidad bien estruc-
turada del libro. El lector, por su parte, musita: ¿me irá mereciendo la
pena chapármelo entero o con unas ojeadas aquí y allá me vale?, ¿la
multiplicación de páginas terminará siendo un multiplicar por cero?,
¿encontraré en él esa justeza de pensamiento y de perspectivas de nove-
dad que espero, que necesito para mi propio pensar?, ¿suscitará mi
curiosidad voraz hasta meterme de verdad en él y hacerme con él, con
su pensamiento?
Son páginas sueltas, la mayor parte de las veces, mientras su multi-
plicidad no recibe esa unificación en la unidad que lo hace uno; bueno,
cuando el libro termina por hacerse de verdad uno. ¿Qué logra la uni-
ficación de la multiplicidad? Ciertamente, el aliento del autor, su vuelo
de águila, el esfuerzo de su pensar, el que este sea buscador de la cohe-
rencia, la coherencia del flechazo que busca la diana, o la coherencia
de red que encuentra caminos, ordenaciones, bucles, acercamientos
topológicos, hasta, quizá, ir ordenándose en sistema. Mas ¡difícil se lo
pongo al autor!, pues, ¿puede él volar tan alto, tan alto, o, al contrario,

9
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

como vulgar —aunque precioso— gorriato se limita en sus cortos vue-


los a zascandilear de aquí para allá, sin otro afán que merodear por
todas partes para ver qué pilla?
Un libro no tiene únicamente su coherencia unificadora en una per-
fecta estructuración que su página de índice le dé —sobre todo cuando
aquella se queda sólo en esta primera página—, sino que la obtiene en su
construcción entera, en su sistematicidad real, en la unificación de su pro-
yecto, en la apertura conjuntada a aquello a lo que llega; en los caminos
del empastamiento que, provocándolo, produce, en la urdimbre de lo que
con ellas se piensa. Un libro es como un puente que nos permite llegar a
lugares inhóspitos o maravillosos, distintos, escondidos, novedosos, luga-
res dinamizadores y que nos ponen en el comienzo de nuevas explora-
ciones aventureras; quizá el lugar del descanso de su pensar, por más que,
seguramente, provisional. Las hay a manera de puente romano y las hay
a manera de puente de Santiago Calatrava. La unidad es unidad de desig-
nio en la multiplicidad de los elementos de la construcción. La multiplici-
dad es construcción con la multiplicidad arrebolada de los elementos en
una unidad de designio. Una multiplicidad que la hay siempre. Una uni-
dad que se busca, que es el designio último, la intencionalidad del libro.
Una unidad que se le da en el paso —largo paso— del tiempo de la refle-
xión, con sus infinitos meandros, con la morosidad del surgir enracimado
de las preguntas y de las respuestas, quizá sólo de los intentos de res-
puesta; por eso, siempre unidad compleja. ¿Se logra en toda ocasión? El
lector filosóficamente cuidadoso puede decirlo en verdad. El autor sólo
puede desearlo y aseverar que su pensar es unitario, unificador, aunque
sea con una unidad que pueda tener no poco de una unidad geológica.
Todo ello es la tensión entre lo uno y lo múltiple.
Un libro filosófico es una unidad literaria y de pensamiento. No uni-
dad cerrada, encerradora, que se mira a sí misma, que impide todo desa-
rrollo del seguir pensando, sino una unidad abierta que, precisamente
en cuanto unifica en un discurso filosófico la multiplicidad de los ele-
mentos que utiliza, llega a un lugar filosófico en el que estar, con un
estar siempre provisional, cuando lo que busca es un lugar en el que ser.
Algunos piensan que un pensamiento sólo se puede expresar en
libros escritos de un golpe como tales libros, con una estructura cerra-
da, mas seguramente cerrada sólo en el índice, considerando aquellos
otros de estructura abierta, en los que se recogen varios hitos de ese

10
Prólogo

pensamiento laboriosamente elaborado —tenaz en el tiempo, pues per-


seguido durante años, y que se va enredando en una compleja unidad
de destino, en una unidad de empastamiento—, como si fuera alguna
vergonzosa enfermedad que debe sonrojar al autor, como si, afirmán-
dolo, le dejaran al aire partes ocultas y minusválidas de su hacer filosó-
fico. Mas así condenan a la hoguera, sin motivo ni juicio, por ejemplo,
a casi toda la mejor producción filosófica anglosajona de estos años.
Bien, cada quien tiene derecho a pensar lo que le parece razonable,
incluso a pensar lo que le apetece. Pero creo que fácilmente puede
deberse ese pensamiento a una comprensión partidaria de lo que es el
trabajo filosófico, cuando no, quizá, a un partidismo algo romo e inclu-
so vago.
Un pensamiento es un conjunto, pero que no se expresa de una vez,
ni siquiera de una vez responde a todas las preguntas que se le plantean,
pues incluso las preguntas, no digamos las respuestas, vienen enraci-
madas, enredadas unas en otras, sugiriendo unas a las otras en red. Un
pensamiento como el de Leibniz, por eso, al no avisado puede pare-
cerle extremadamente disjuntado, disperso, parcialista, fruto de la cam-
biante inspiración del momento. Mas quienes lo han practicado saben
que pocas cosas filosóficas están tan lejanas a la verdad como esta.
El pensar va viniendo, se va escribiendo —¿existe mientras no se
expresa en la escritura?—, se va espesando, va progresando, va toman-
do nuevas vías, abriéndose a nuevos horizontes, siempre más-allá.
Nunca se acaba, o, mejor, se acaba con el aburrimiento por la labor, con
la incapacidad o con la muerte. Por eso, dentro de su estructuración,
siempre es esencialmente abierto, inacabado, poco más que sugerente.
Incluso, quizá, un pensamiento cerrado es ya un pensamiento muerto.
Claro que el pensar creativamente, y no el pensar ordenado de quien
expone los pensamientos ya pensados, es una difícil construcción, por
más que exponer los pensamientos ya pensados pueda ser una labor de
extremada inteligencia y de subido interés. Al fin y al cabo, ¿quién pien-
sa si no es alimentándose de los rumies de otros que pensaron antes
que él o a la vez que él? El pensar creativo en muchas ocasiones va liga-
do a una lectura de otros pensares, se va haciendo conforme va rumian-
do esos pensares de otros. Nadie piensa por primera vez. Mas, en defi-
nitiva, el pensar es el rumiar los propios pensamientos hasta lograr que
se vayan expresando.

11
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Pero en el aparente desorden, quien lea sosegadamente, con sosie-


go de pensamiento, encuentra cómo se va gestando el orden del pen-
samiento, cómo este va adviniendo a ser, cómo van surgiendo nuevas
preguntas, implícitas en las anteriores, sugeridas por ellas, etc., de
manera que lo que ahora aparece como novedad ya estaba encerrado
en lo anterior, aunque sólo fuera como germen. El pensar es cosa sor-
prendente y bella. Alumbramiento de novedad, de nuevos horizontes,
de un más-allá antes no transitado, y, a la vez, memoria encarnada de
lo anterior, de lo dicho antes, de un haber sido ya antes en el pensa-
miento, o al menos de haber comenzado a serlo. Curioso proceso.
Es posible que para una lectura rápida de un pensamiento fueran
necesarias entradillas para que cada página vaya diciendo con claridad
lo que en ella se trata, con el objeto de que el lector en un golpe de
vista domine todos los contenidos. Quizá. Pero me pregunto si el pen-
sar no es, en definitiva, algo más empeñativo y difícil, no siempre apto
para darse esas facilidades. Seguir un pensamiento no es abarcar un
conjunto de contenidos, como si el pensar fuera siempre pensar un
manual pedagógicamente bien hecho, sino que es adentrarse en el acto
del ir pensando, en luchar con él a brazo partido, en dejarse seducir por
él e irse al huerto con él. De otra manera no merece la pena; segura-
mente porque no es, de verdad, pensamiento.
Alguna vez me he encontrado ante una reacción medio de furia
medio de gesto despreciativo: ¡demasiadas preguntas! Se conoce que
quien pensaba así de lo mío tenía ya todas las respuestas preparadas.
¡Qué suerte la suya!, ¿o quizá es que ni siquiera tenía preguntas que res-
ponder?, ¿estaría a lo mejor lleno de seguridades bien emperradas?
¿Acontecería que era de esos que creen tener la inmensa suerte de, en
sus propios pensares, siempre “ir de verdad en verdad”?
Muchos no llegan a tanto como esbozar un leve gesto de furia ante
la furia de tanta pregunta, pero sí miran al preguntador con una cierta
vacilación, quizá porque prefieren mayor capacidad de aserto proposi-
tivo, porque, seguramente, les parece mejor, más conveniente para
todos, más interesante, más seguro, probablemente más constructivo.
Bien está, pero el filósofo, por pequeño que sea, debe seguir su cami-
no impertérrito ante cualquier desaliento, como quien está ante un
sagrado deber, el del niño que una y otra vez pregunta, haciéndolo sin
descanso, hasta marear la cabeza de los mayores que, demasiadas

12
Prólogo

veces, tienen la tentación terrible de decirle con furia: “¡Niño, cállate de


una vez!”. Pues bien, el filósofo, por pequeño que sea, se parece a ese
niño insaciable de preguntas que se enraciman buscando respuesta.
Porque, y eso es lo magníficamente terrible, las preguntas que se hace
el filósofo, por pequeño que sea, él mismo se las debe contestar; las
preguntas se le enraciman buscando respuesta: las suyas. Ahora bien,
¿olvidaremos que los decires de los filósofos, de los grandes filósofos,
han sido decisivamente importantes, y que años, decenios e incluso
siglos después siguen siendo influyentes en la visión del mundo que se
construyen sus sucesores, que modelan su preguntar y su responder?
Curioso que así sea.
Mucho más simpático me resulta lo que alguna vez me han hecho
ver: ‘dices muchos quizás’. Bien es verdad que se trataba de mis habla-
res en italiano, que se parecen muy poco, desgraciadamente, a los de
Manzoni, de Elsa Morante o de Pasolini; más bien lo hablo como los
cutos. Por eso, aquellos ‘forse’ eran, quizá, nada más que un desenfo-
que lingüístico de quien habla poco y mal en esa bella lengua. ¿O no?
¿Será que el filósofo, por pequeño que sea, debe ser cauteloso por
oficio, y de ahí las dudas y los quizás? No, creo que no. Qué digo: no,
en absoluto. Más bien se deberá a que el filósofo, por pequeño que sea,
busca su camino hacia la verdad pareciéndose un poco al ciego que
debe ir tanteando el lugar en el que está para ir yendo hacia el lugar en
donde ser, o como quien en la caverna leibniciana busca a tientas ese
lugar que cree ir percibiendo en el que, de pronto, las cosas del pensar
se le van haciendo luminosas, y que debe ir ajustando de más en más
el movimiento del juego de sus pensares y de sus decires hasta que lle-
gue, quizá, a percibir la luz reluciente del todo.
Valga esto como justificación vaga de la estructura de este libro y de
varios de los anteriores.
Pero añadiré todavía algo más. Algunos se quedan en la perplejidad
ante páginas como las que me son habituales. Esperarían poder poner-
les una etiqueta, poder decir de ellas: ¡ah!, es un aristotélico, por ejem-
plo, o tiene algo de la filosofía analítica, o lo que fuere, qué más da;
parecería que necesitan ellos una etiqueta aseguradora, casi casi cual-
quiera, con tal de que sea una, no importa, con tal de que haya una a
la que aferrarse. Parece que, afirmando cosas así, ya se quedan más tran-
quilos: saben a qué atenerse con respecto a ellas. Pero encontrándose

13
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

ante un pensamiento desnudo, parecen quedarse sumidos en la más


obscura de las perplejidades, sin saber qué decir, qué opinión formar-
se, qué etiqueta tranquilizadora poner; sin saber, en definitiva, a qué
atenerse con el pensamiento que en ellas se piensa. La verdad es que,
debo confesarlo paladinamente, me quedo perplejo antes esas cavila-
ciones inseguras desde tales perplejidades. Quizá porque, viniendo
desde fuera a esto del pensar, siempre pensé que sólo se podía pensar
de una manera: pensando pensamientos entrelazados y expresándolos
a manera de red1.

Seguramente cierro ahora una etapa de mi pensamiento que podría


denominar de la ‘prueba por el deseo’ y quisiera pensar que se debería
abrir en este momento otra nueva, que podrá denominarse etapa de la
‘prueba por el amor’2. Por esto perdóneseme que venga ahora a ser
excesivo en la ostentación de lo mío, mostrándo mis mercancías como
un comerciante de Las mil y una noches en el zoco de Bagdad.
Antes de esa etapa que se me antoja está terminando —mejor, creo
a pies juntillas que está ya terminada—, fueron largos prolegómenos:
varios libros, varios artículos no recogidos de historia de la ciencia3 que
vinieron tras ese enfrentamiento con Leibniz y Newton que me formó
—¿o transformó, seguramente para siempre?—, junto a otros que se

1 Hubiera debido decirlo antes, seguramente, mas me parecía obvio; sin

embargo, el editor me incita a plantearlo con explicitud: en estos cinco últimos


libros publicados, y a los que me refiero en la nota 14, utilizo las comillas
corrientes «…» para citar, las comillas ‘…’ para expresiones mías o de las que me
siento cercano, las comillas “…” para expresiones que rechazo o de las que me
encuentro lejano, excepto cuando son alusiones evidentes, no literales, a textos
de la Escritura, en que utilizo también estas últimas comillas.
2 Así me lo sugirió mi amigo Antonio Sánchez ante mis alumnos cuando le

invité el martes 21 de mayo de 2002 a que en la clase de antropología filosófi-


ca nos hablara de la persona según Bernard Lonergan.
3 ‘Un siglo de entusiasmo por la ciencia y la técnica: el S. XVIII’, Religión y

cultura, XXVII (1981) 413-429 [Morille, 30 enero 1980] ; ‘Desarrollo de la Ciencia


y la Técnica en el siglo XIX’, Religión y cultura, XIX (1983) 83-105 [Morille, 11
mayo 1980]; ‘La ciencia en el Renacimiento’, Religión y cultura, XXVIII (1982)
225-245 [Morille, 18 agosto 1981]; ‘Caramuel y el cálculo matemático’,
Cuadernos salmantinos de filosofía, XV (1988) 193-234 [Salamanca, 21 octubre
1982]; ‘San Alberto Magno, científico medieval’, Religión y Cultura, XXXIV
(1988) 477-544 [El Tiemblo-Obanos, 2 abril 1986].

14
Prólogo

lanzaron a una aventura, la aventura del pensamiento de quienes le


ponen a uno enfrentado a la incitación de sus propios pensares4, vol-
viendo con una cierta frecuencia a mis inicios en la labor del pensa-
miento, es decir, a Leibniz y Newton5. Me inclino a pensar que entre
ellas fueron especialmente importantes las que tuve la suerte de escri-
bir en referencia pura y simple a Leibniz6. En el pensar cupieron tam-
bién páginas que marcaban otros horizontes, horizontes más propia-
mente referidos a una experiencia religiosa o que toman postura en
asuntos que tienen que ver con ella, algunos no alejados de lo polé-
mico, pero que no estaban, ni mucho menos, reñidas con las otras
páginas7. Seguramente, un pensar que buscaba con afán su pensa-
miento, que lo esbozaba, incluso que comenzaba ya a presentarlo,
aunque sólo fuera en interrogaciones. No era, espero, ninguna bús-
queda de protagonismo del “miradme que aquí estoy yo”, como si uno
quisiera ser el rey del mambo. Pero una conjunción de preguntas y una

4 Aquí y allá, con frecuencia, muchas de mis páginas quieren llegar al

pensamiento pensando a mi propia manera lo que pensaron otros, sea para


adelantar desde ellos, sea para criticarles, no estando de acuerdo con ellos.
No han sido recogidos: ‘El cuerpo infinito en la Física de Aristóteles’,
Cuadernos salmantinos de filosofía, XI (1984) 47-62 [(Salamanca) 16 febrero
1984]; ‘El nacimiento de la ciencia: los filósofos presocráticos’, Naturaleza y
Gracia, XXXIV (1987) 163-252 [Ávila, 7 abril 1987]; ‘La filosofía de la ciencia
en Platón. Una introducción’, Aquinas. Rivista Internazionale di Filosofia,
XXXIII (1990) 101-145.
5 Un conjunto de páginas sobre Leibniz y Newton, refundidas, han sido últi-

mamente arrecogidas en el capítulo 5 de este mismo libro.


6 Capítulos 2, 3 y 4 de este mismo libro.
7 ‘Algo sobre la identidad cristiana en España a partir de los años 60’,

Revista Católica Internacional Communio, 1 (1979) 113-127; ‘Cristología y


ciencia. Significación de la historia de Jesús en los planteamientos recibidos
sobre las relaciones entre fe y ciencia’, Salmanticensis, XXIX (1982) 235-248;
‘Santidad, crisis y renovación teológica’, Communio, 9 (1987) 549-554
[(Salamanca) 17 noviembre 1987]; ‘Carta sobre el ser de los presbíteros’,
Communio, 12 (1990) 472-493 [Ávila, 25 abril 1988]; ‘Sobre la pretensión de
explicar lo real’, Communio, 10 (1988) 198-206 [Ávila, 8 marzo 1988]; ‘La visi-
bilidad de la Iglesia. Sobre el clericalismo y el anticlericalismo’, Communio, 10
(1988) 470-483; ‘Diez años’, Communio, 11 (1989) 4-11; ‘Magnanimidad y paz’,
Communio, 11 (1989) 88-91; ‘Algunos pensamientos en torno a la ordenación
de mujeres’, Diálogo ecuménico, XVII (1992) 283-297 [Salamanca, 3 julio
1991].

15
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

red de respuestas en coherencia de empastamiento —siempre en cohe-


rencia de red—, buscaban su camino. ¿Lo encontraron? No es a mí a
quien toca decidir; a lo sumo, presentarlo al lector amable.
Me parece que los prolegómenos del pensar se comenzaron a cerrar
con ‘Leibniz y la innecesariedad mundanal de Dios’8, pues es cuando
aparece la concepción de la mundanalidad, del mundo como creación
de Dios, quien, por ello, no es de necesidad mundanal; es cuando una
nueva consideración de la realidad aparece, creo, por vez primera.
Había habido antes, hablando de cine, claro, una expresión absoluta-
mente seminal, como una figuración de mucho de lo que había de venir
más tarde, quizá mucho más tarde: «porque somos carne enmemoria-
da»9, apareciendo así, como en un relámpago, una filosofía del cuerpo.
Mas las cosas del pensar no fueron rápidas y probablemente el quicio
de la nueva etapa, su carta de marear, tardó en llegar, pues esta me
parece ser ‘Racionalidad, realidad y verdad’10. Aunque la cosa venía ya
de antiguo, seguramente, y no son ellas sino unas páginas recapitula-
doras de lo anterior, a la vez que abridoras de nuevos horizontes en lo
mío; el lugar en donde se esbozaba una geografía o una topología de
un pensar por venir, el de la etapa de la ‘prueba del deseo’. Luego el
pensamiento se fue espesando con espesor carnal y, sobre todo, con
espesor de ser, con espesor metafísico. Fueron decisivas para ello las
páginas que, descubriendo la cuestión esencial de la metáfora, termina-
ron en diálogo con san Bernardo; páginas que, precisamente, llevaban
por título: ‘Dios y nuestro deseo de su existencia’11. El año en Ithaca,
NY, tan trabajoso, con su ‘Breve tratado filosófico sobre si hay Dios’12,

8 De ahí que sea el capítulo 1 de Sobre quién es el hombre, pp. 40-66 [texto,

sin embargo, fechado el 6 de abril de 1985]. Este libro me parece el más nuclear
de lo que he escrito hasta ahora, en el que creo se expresa mi pensar de mane-
ra más ceñida y contando con mis propias palabras más que en otros. Hago
notar aquí, sin embargo, que el capítulo 14 del presente libro es continuación
de aquel en su importancia teórica, o, al menos, así me lo parece.
9 Discernimiento y humildad, Encuentro, Madrid, 1988, p. 183. El texto al

que me refiero había sido escrito a fines de 1984, en una de las cartas sobre
cine, la que hablaba de París-Texas de Wim Wenders.
10 Capítulo 2 de Sobre quién es el hombre, pp. 67-116. Pero estas páginas ya

venían empujadas por los contenidos del libro La razón y las razones. De la
racionalidad científica a la racionalidad creyente, Tecnos, Madrid, 1991, 255 p.
11 Sobre quién es el hombre, pp. 173-176.
12 Capítulo 7 de Sobre quién es el hombre, pp. 199-265.

16
Prólogo

y lo que después va viendo la luz ya en Madrid13, conjugado con los


hablares de las clases de filosofía en la Facultad de Teología ‘San
Dámaso’, llevan a cumplimiento, creo, esta etapa de la ‘prueba del
deseo’. En ella, cavilando y rumiando, he ido dando vueltas al ‘ser’, al
‘bien’ y a la ‘verdad’. La ‘belleza’ parece retrasarse, seguramente porque
es momento decisivo de la próxima etapa, aquella que deja atrás, supe-
rándola, supongo, la ‘prueba por el deseo’.
Publicados en poco tiempo cinco libros14, los paisajes se han de
hacer otros. Será lo que, decía más arriba, podría denominarse etapa de
la ‘prueba del amor’. Me inclino a pensar que este nuevo curso de las
cosas ha ido comenzando a producir aquí y allá algunos pensamientos,
como en ensayos de prospectiva, de ampliación de horizontes15; más
aún, que los tres capítulos que constituyen la tercera parte de este
mismo libro son ya pura apertura a esta nueva etapa, en la que el pen-
sar se ha de tejer con varios hilos, entre los cuales están el de una ‘filo-
sofía del cuerpo’, el de la apertura a la historicidad, además, por supues-
to, del decisivo hilo rojo de la gloria de la belleza. Por eso, en estos
pensamientos nuevos, acaso ha de ser sintomático de manera especial
el que busca conjugar persona y belleza16.

13 De especial manera los capítulos 9-10, 15 y 16 de Sobre quién es el hom-

bre, pp. 282-327 y 376-452.


14 Sobre quién es el hombre. Una antropología filosófica, Encuentro, Madrid,

2000, 452 p.; La filosofía de Pierre Teilhard de Chardin. La emergencia de un


pensamiento transfigurado, Encuentro, Madrid, 2001, 474 p.; Filosofía de la
ciencia: una introducción, Encuentro, Madrid, 2002, 150 p.; El mundo como
creación. Ensayo de filosofía teológica, Encuentro, Madrid, 2002, 382 p. El quin-
to es este mismo libro.
15 ‘Lo que ha quebrado en la transmisión de la fe es la encarnación’, Communio,

23 (2001) 360-376 [Madrid, 11 de mayo de 2001]; ‘Mártires: una reflexión’,


Communio, 24 (2002) 8-71 [Madrid, 20 de julio (27 de agosto y 16 de diciembre)
de 2001]; las páginas recapitulatorias ‘Sobre el Dios que hay: el Dios personal’,
Revista Española de Teología, LXI (2001) 533-545 [Madrid, 14 de agosto de 2001];
‘Tocar a Dios’, Communio, 24 (2002) 213-224 [Madrid, 22 de noviembre de 2001].
16 ‘Persona’, La ciudad de Dios, CCXV (2002) [Madrid, 6 de enero de 2002].

El capítulo 15, citado en la nota 13, para expresar un pensar sobre la verdad,
habla de literatura y de interpretaciones musicales. El mismo capítulo 12 de este
libro, ‘Para una filosofía del cuerpo’, para explicarse, incide sobre la literatura y
el cine. En todo caso, en la anterior etapa, la de la ‘prueba por el deseo’, esta-
rán las raíces de la nueva etapa, la de ‘la prueba por el amor’, si es que esta ter-
mina por llegar.

17
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Dará de sí para ello el tiempo que aún tengo concedido? ¿Daré


yo mismo de mí? ¿Darán de sí los propios pensamientos? Ya iremos
viendo.
Es un reto, un maravilloso reto. El reto del pensar, del seguir siem-
pre pensando-más-allá, el de abrir nuevas puertas de la imposible-posi-
bilidad. El reto del ser en plenitud, que busca descansar en el ser en
completud.
Puede llamar la atención el orden no-cronológico por el contenido
temático de algunos de los capítulos. No se olvide, sin embargo, que
este libro no es un libro de historia o de historia de la filosofía, sino de
filosofía.
La vida es cosa curiosa. Ha podido llamar la atención a alguno el
agradecimiento a quien me arrecogió. Pero la verdad es que nadie más
se me ofreció para ello. Por eso se puede calibrar la profundidad del
afecto. Vale.

Madrid, 3 de junio de 2002

18
PRIMERA PARTE

HACIA UNA FILOSOFÍA DE LA REALIDAD:


TIEMPO E HISTORIA
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

20
1. KEPLER Y GALILEO: LA CIENCIA MODERNA

El teólogo luterano Andreas Osiander (1498-1552) fue el editor del


libro de Nicolás Copérnico (1473-1543) De Revolutionibus Orbium
Coelestium, publicado muy pocas semanas antes de la muerte de su
autor. Añadió una carta-prólogo sin firma que pasó como obra del pro-
pio Copérnico. Decía así:
«Puesto que se ha extendido el rumor sobre la novedad de las
hipótesis de esta obra que pone a la Tierra como móvil y, por el con-
trario, al Sol como inmóvil en el centro del universo, no dudo que
ciertos sabios se hayan indignado mucho y piensen que no deben
trastornarse las disciplinas liberales, bien establecidas desde hace
largo tiempo. Sin embargo, si quisieran observar las cosas de cerca,
encontrarían que el autor de esta obra nada ha hecho que merezca
reprobación. Efectivamente, lo propio de un astrónomo es recoger,
mediante una observación diligente y hábil, la historia de los movi-
mientos celestes. Luego, buscar las causas o bien, puesto que de nin-
gún modo puede asignar las verdaderas, imaginar o inventar hipó-
tesis con ayuda de las que tales movimientos (tanto del porvenir
como del pasado) puedan ser calculados conforme a los principios
de la geometría. Ahora bien, esas dos tareas las ha cumplido el autor
de manera excelente. En efecto, no es necesario que esas hipótesis
sean verdaderas ni siquiera verosímiles; basta con una sola cosa, que
ofrezcan cálculos conformes a la observación»17.
17 El texto latino y la traducción francesa del libro primero se encuentra en

Copernico, Des révolutions des orbes célestes, introducción, traducción y notas


de Alexandre Koyré, Blanchard, París, 1970; las páginas de Osiander, «Ad lecto-
rem de hypothesibus huius operis», en pp. 27-31.

21
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

La vida de Johannes Kepler (1571-1630) va a ser, si así puede decir-


se, un enorme esfuerzo por probar que esas palabras no eran verdad,
que no podían ser verdad si se quería dejar paso al nacimiento de la
ciencia moderna. Kepler fue un estudiante de teología que se interesó
por la astronomía. En 1594 no logró ser nombrado en la escuela pro-
testante de teología de Graz, quizá por sus ideas copernicanas, consi-
guiendo, con todo, que le nombraran matemático de la ciudad. Por un
edicto contra los protestantes, tuvo que abandonar Graz en 1600, refu-
giándose en Praga, donde todavía conoció y colaboró con el gran astró-
nomo Tycho Brahe (1546-1601). A su muerte es nombrado astrónomo
imperial, y puede disponer de las numerosísimas observaciones de su
antecesor.
En su primera obra astronómica, Mysterium cosmographicum18, publi-
cada en 1596, Kepler afirma la gran superioridad de Copérnico sobre
Ptolomeo, no tanto porque su sistema economizara algunas órbitas, sino
porque explicaba aparentes irregularidades del movimiento de los pla-
netas, haciéndolo, para colmo, con la intervención de un factor único: el
movimiento de la Tierra alrededor del Sol. No estamos ante hipótesis,
sino ante realidades; el estudio puramente calculatorio de los fenómenos
celestes no basta, es necesario pasar al estudio de la realidad:

«Ahora bien, para pasar de la astronomía a la física o cosmogra-


fía, las hipótesis de Copérnico no solamente no pecan contra la natu-
raleza de las cosas, sino que concuerdan con ella. La naturaleza ama
la simplicidad y la unidad. Jamás existe en ella algo ocioso o super-
fluo; frecuentemente, una sola causa produce varios efectos. Ahora
bien, con las hipótesis tradicionales no se termina de inventar órbi-
tas. En Copérnico, al contrario, un gran número de movimientos se
deducen de un muy pequeño número de órbitas (...). De esta mane-
ra, Copérnico ha liberado la naturaleza, no solamente del amasijo
penoso e inútil de tantas órbitas inmensas, sino que nos ha abierto
un tesoro todavía no agotado de consideraciones verdaderamente
divinas concernientes al orden maravilloso del mundo»19.

18 ‘Prodromus dissertationum cosmographicarum mysterium cosmagraphi-

cum’, en Kepler, Gesammelte Werke, edición de W. von Dyck, M. Caspar y F.


Hammer, Munich, 1937 y siguientes, vol. I.
19 Kepler, Gesammelte Werke, I, 16.

22
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

El primer esfuerzo de Kepler será el de buscar un orden deducible


a priori de la estructura del universo. Comenzará buscando —vana-
mente— una relación geométrica en la que las esferas que contienen a
las órbitas de los planetas se inscriban y circunscriban en los cinco sóli-
dos regulares. De fuera a dentro sería así: esfera de Saturno, cubo; esfe-
ra de Júpiter, tetraedro; esfera de Marte, dodecaedro; esfera de la Tierra,
icosaedro; esfera de Venus, octaedro; esfera de Mercurio; y, en el cen-
tro, inmóvil, el Sol. ¿Cuál es el interés de Kepler en estas suposiciones
que nunca abandonó a lo largo de su vida? Buscar leyes que configu-
ren la estructura del cosmos y que expliquen su estabilidad.
Pero hay más: el movimiento de los planetas debe estar producido
por fuerzas motrices —fuerzas que son animales y no materiales, en lo
que se muestra de acuerdo con sus contemporáneos—, fuerzas o virtu-
des que han de tener al Sol por origen. Como Kepler demuestra, por él
pasan las órbitas de todos los planetas: «Lo mismo que la fuente de la
luz se encuentra en el Sol y que es en ese lugar, es decir, en el centro
del mundo, donde se encuentra el origen de las órbitas, de igual mane-
ra, del Sol proviene la vida, el movimiento y el alma del mundo»20.
Ese esfuerzo motriz debe atenuarse como lo hace la luz; ahora bien,
esta disminuye en su intensidad inversamente al cuadrado de la distan-
cia al foco. Kepler piensa que la atenuación de la virtud motriz, que no
se hace más que por el plano de la órbita y no por todo el espacio, debe
ser inversamente proporcional a su distancia al Sol. Deduce Kepler,
cometiendo dos errores que se compensan entre sí, que las velocidades
de los planetas son inversamente proporcionales a su distancia al cen-
tro, al Sol. Dos cosas quedan establecidas, por tanto: que el Sol está
rigurosamente en el centro de las órbitas y que en él es donde se deben
buscar las causas físicas del movimiento, por lo que ya no estaremos
ante puntos matemáticos sin existencia real.
En su nueva obra —donde los problemas astronómicos son tratados
varias veces: a la manera ptolemaica, a la de Copérnico, a la de Brahe
y a la suya—, publicada en 1609, Astronomia nova21, afirma que debe

20 Kepler, Gesammelte Werke, I, 70


21 ‘Astronomia nova seu physica coelestis, tradita commentariis de motibus
stellae Martis. Ex observationibus G. V. Tychonis Brahe’, en Kepler, Gesammelte
Werke, vol. III.

23
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

romperse el principio, hasta ahora intangible —el segundo principio


intangible es la uniformidad del movimiento—, de que las órbitas sean
necesariamente circulares, o compuestas, al menos, de movimientos cir-
culares, epiciclos, etc. Tras romper este principio milenario, la primera
idea que le vino a la cabeza —según él mismo nos cuenta— fue consi-
derar órbitas exactamente circulares pero con un movimiento no uni-
forme de los planetas. Pero si la causa de esos movimientos está en el
Sol, que ocupa el centro de las órbitas, las dificultades de esta hipóte-
sis eran insuperables. La Tierra pasa así a ser un planeta más:

«Si la Tierra se mueve (alrededor del Sol), está demostrado que la


ley de su velocidad y de su tardanza depende de su grado de apro-
ximación al Sol y de su lejanía respecto a él. Ahora bien, este fenó-
meno se observa igualmente para los demás planetas: son acelera-
dos o frenados conforme a su mayor o menor proximidad respecto
al Sol. La demostración es puramente geométrica. De esta demostra-
ción ciertísima, perfectamente cierta, se concluye, por una suposi-
ción física, que la fuente de los movimientos de los cinco planetas
se encuentra en el Sol. Por consiguiente es muy probable que la
fuente de los movimientos de la Tierra se encuentre igualmente allí
donde se encuentra la fuente del movimiento de los otros cinco pla-
netas, es decir, igualmente en el Sol. Por ello es muy probable que
la Tierra se mueva igualmente, puesto que existe una causa proba-
ble de su movimiento. Por otra parte, que el Sol está inmóvil en su
lugar, en el centro del mundo, dejando de lado cualquier otra causa,
es muy verosímil por el hecho de que la fuente de los movimientos,
al menos de los cinco planetas, se encuentra en él»22.

A partir de este instante, el espacio ha de considerarse como homo-


géneo. No podrá hablarse ya más de lugares naturales a la manera aris-
totélica; todos los lugares son igualmente naturales. Si pasa algo en el
centro del mundo, no es porque sea el centro, sino porque en él está
el Sol, fuente de las fuerzas motrices. Tampoco podremos hablar ya más
de movimientos naturales ni de movimientos violentos. El arriba y el
abajo han desaparecido como explicaciones del movimiento de los

22 Kepler, Gesammelte Werke, III, 23.

24
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

cuerpos ligeros y de los pesados: los cuerpos van a comenzar todos a


ser pesados. La pesantez no será ya más una cualidad de los cuerpos
pesados, sino una tracción, una acción «ad extra»:

«La verdadera teoría de la gravedad se apoya sobre los axiomas


siguientes: Toda substancia corporal, en tanto que corporal, es capaz
de permanecer en reposo en todo lugar en el que sea colocada sola,
fuera del orbe de la virtud de algún cuerpo emparentado. La grave-
dad es una afección corporal mutua entre dos cuerpos emparenta-
dos (tendiendo) hacia la unión (lo que en este orden de cosas es
también la facultad magnética), de tal manera que es más bien la
Tierra la que atrae a la piedra y no la piedra quien tiende hacia ella.
Los graves (incluso si colocamos a la Tierra en el centro del mundo)
no tienden al centro del mundo en tanto que centro del mundo, sino
hacia el centro del cuerpo redondo emparentado, es decir, la
Tierra»23.

Se sabía desde siempre que, de hecho, la trayectoria de los planetas


no era circular, aunque se postulara así; pero fue Kepler el primero que
se esforzó, desde el tiempo de los primitivos griegos, en tomar en serio
esa circularidad, unida a la no uniformidad de la velocidad de giro del
planeta por la órbita, como acabamos de decir. Pero, en su estudio de
Marte, el fracaso de esta hipótesis fue total. Mas algo nuevo aparece en
estos estudios keplerianos (y perdónesenos que empleemos ahora un
lenguaje no kepleriano): a los planetas se les presenta como si tuvieran
una ligazón, un radio-vector, que los mueve alrededor del Sol entrando
la distancia planeta-Sol en los cálculos mismos. Distintas velocidades de
los planetas, que dependen de diversas distancias al centro de las res-
pectivas órbitas, dan radio-vectores que barren superficies distintas.
Dichas superficies, que no son nociones primeras dadas por la intuición
—las nociones primeras son la distancia y la virtud motriz—, sin embar-
go, serán iguales, si consideramos tiempos iguales.
Del estudio detallado de las observaciones de Marte, llegó Kepler a
la conclusión de que en ningún caso el planeta puede describir un cír-
culo perfecto, pero de que sí debía tratarse de alguna figura ovoide

23 Kepler, Gesammelte Werke, III, 25.

25
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

inscrita en él. Entre los infinitos ovoides posibles, comienza Kepler pro-
bando aquel en que se dé una oscilación del planeta desde el círculo
perfecto siguiendo la ley del seno. Pero, una vez más, esta hipótesis
lleva al fracaso. Cierto es que por poco, ¡pero no da cuenta de las obser-
vaciones! Aunque la diferencia era mínima, la teoría no resultaba ade-
cuada. Así, tras sucesivos tanteos, llega —en 1605— a la consideración
de que la órbita es una elipse, en uno de cuyos focos está el Sol.
La tarea no ha sido fácil, ni mucho menos. Para establecer esta ley,
Kepler, que no dispone aún de la herramienta precisa para estos cál-
culos, el cálculo infinitesimal, ha debido ligar mediante operaciones
matemáticas sumamente arduas, basadas en su conocimiento exhausti-
vo de las figuras cónicas, la ley de las áreas con la ley dinámica de las
distancias y el juego propio de las elipses. Piénsese al planeta en un
punto y dejemos que transcurra un instante, el planeta ocupará un
segundo punto. ¿Cuál ha sido la trayectoria seguida por el planeta?
Todo sería sencillo si esta fuera circular y el movimiento en ella uni-
forme. Pero no es así. Si el segundo punto no está a igual distancia que
el primero del Sol, como no lo está, la velocidad ha variado al pasar
de un punto a otro. Sabemos sólo que esa velocidad es inversamente
proporcional a la distancia al centro de la órbita y que el área barrida
al pasar de unos puntos a otros es idéntica si consideramos tiempos
iguales. Contando con todo lo que venimos diciendo hay que, paso a
paso, calcular la órbita, tomando variaciones suficientemente pequeñas
para que las distancias al centro puedan considerarse aproximadamen-
te iguales; pero, salto a salto, hay que completar toda la órbita. El obje-
tivo, para colmo, es hacer cuadrar estos nuestros cálculos con las
observaciones previas. ¿Cómo resolver el rompecabezas? Kepler lo hizo
decidiéndose por la elipse de pequeña excentricidad y en uno de
cuyos focos está el Sol.
A partir de esa elección, todo queda iluminado. En una elipse, dos
puntos próximos están a distinta distancia del foco, por lo que la velo-
cidad del planeta en cada uno de ellos es distinta. En la elipse se cum-
ple todo lo convenido como hipótesis y, además, coinciden exacta-
mente las observaciones. ¡Todo está aclarado! Mas, ¿por qué van los
planetas por órbitas que son, precisamente, elípticas? Habrá de venir
Newton con sus campos de fuerza y la ley de atracción universal para
dar la primera respuesta a esta pregunta.

26
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

Para Kepler hay algo que se nos escapa todavía de la estructura del
universo por no haber tenido en cuenta un elemento fundamental, el
tiempo. Las relaciones geométricas no pueden explicarlo todo. Son
necesarias consideraciones de armonía, puesto que Dios, como lo pre-
sintieron en la antigüedad los pitagóricos —nos dice Kepler en su libro
Harmonice mundi24 publicado en 1619—, es geómetra, pero también,
y quizá más aún, Dios es músico. Cada uno de los planetas emite un
tono musical fundamental que, en su girar en torno al Sol, produce sus
armónicos, con lo que cada planeta emite toda una frase musical, pro-
duciendo en su conjunto una armonía polifónica y contrapuntística. La
base de esta acústica celeste no son las distancias, como supusieron los
pitagóricos, sino las velocidades angulares; la velocidad angular media
produce el tono fundamental y, sobre ella, vienen las variaciones. ¡Ya
hemos encontrado, según Kepler, el secreto del orden cósmico!
Nadie siguió a Kepler en sus teorías: ni en su física celeste, ni en sus
leyes, ni en su armonía celestial. Galileo y Descartes lo olvidaron casi
por completo. Gassendi es de los pocos que le citan. Hay que esperar
hasta Newton y su generación para que sea tomado en serio.
Tras este breve repaso de la doctrina de Kepler, son varias las con-
sideraciones a hacer. En primer lugar, su enorme interés en que la hipó-
tesis copernicana sea verdad. La causa de este interés está en que no
puede hacerse ya la separación entre el mundo de los puros cálculos y
el mundo de las realidades físicas. Los movimientos de los astros y de
los objetos todos del mundo no han de mirarse en su pureza ingrávida,
sino que van a ser actuados por virtudes o fuerzas que les arrastrarán
en su movimiento. De pronto, los cuerpos que se mueven aparecen
como graves. Es importante recordar que en 1600 un inglés, William
Gilbert (1540-1603), había publicado un libro sensacional, De Magnete,
en el que estudia el fenómeno magnético. En el sistema solar debe
pasar algo similar, debe escaparse del Sol algún efluvio que, mediante
la atracción, mueva a los planetas. La astronomía y la física unen sus
caminos: lo que sea la una lo será la otra.
Como hemos visto, además, la física aristotélica de los lugares natu-
rales y de los movimientos naturales y violentos ha comenzado a cru-
jir, preludio de su derrumbe definitivo. Pero se plantea entonces un

24 En Kepler, Gesammelte Werke, VI.

27
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

gravísimo problema, ¿cómo es posible que una piedra caiga sobre la


Tierra en línea recta, si la dejamos caer sin ningún impulso previo,
cuando la Tierra, incluso en el brevísimo tiempo de esa caída, se ha
movido algo, por poco que sea? Parece que la trayectoria de caída de
las piedras debería de ser curvilínea y, sin embargo, todo el mundo sabe
que las piedras caen bien rectas. Si la Tierra gira en torno al Sol y a su
propio eje, ¿cómo es que no vemos a las nubes precipitarse alocada-
mente en sentido contrario? El germen o, mejor, la necesidad del prin-
cipio de inercia está en las consideraciones keplerianas. Va a ser nece-
sario partir de otro modelo distinto al aristotélico-ptolemaico, en el que
lo natural, es decir, lo que no necesita ninguna explicación previa sino
que son como axiomas de los que se parte para explicar todo el resto,
no ha de ser ya el caminar mediante movimientos naturales hacia los
lugares naturales de las cosas, o el perpetuo moverse en órbitas circu-
lares con movimiento uniforme, todo ello en un espacio decididamen-
te no homogéneo, podríamos decir que con puntos singulares. Ahora el
espacio se hace tan terso y frío que ya nada distingue puntos o partes
dentro de él; ahora será el movimiento rectilíneo y uniforme el que sea
primario, y nadie se extrañará —será la simple evidencia— de ver a los
objetos en su majestuoso ir por siempre hacia lo desconocido; ahora lo
quieto permanecerá quieto por siempre, y lo moviente, en las condi-
ciones anteriores, seguirá así por siempre, mientras no venga otro obje-
to a estropear esa imperturbabilidad. ¡Todo esto está en el empeño de
Kepler en que Copérnico tenía razón, pero razón real y no simple razón
de calculista!
Kepler y Galileo Galilei (1564-1642) son contemporáneos rigurosos
y, sin embargo, qué diferencia entre ambos, la que puede haber entre
las brumas del norte y la diáfana claridad del mediodía. Primero en Pisa,
en donde es nombrado lector de matemáticas en 1589, luego en Padua,
desde 1592, y después ya siempre en Florencia —de fijo a partir de
1610—, desarrolló Galileo una enorme labor como ingeniero y como
físico, divirtiéndose, cómo no, con las matemáticas.
En 1597 dio a luz sus lecciones sobre astronomía, Trattato sulla ovve-
ro Cosmografica25, en las que todavía se muestra estrictamente ptole-
maico, sin que obste para que el 4 de agosto de ese mismo año escriba

25 En la edición nacional de las obras de Galileo, Le opere, vol. II.

28
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

una carta a Kepler —para agradecerle el envío de su Mysterium cosmo-


graphicum— en donde se muestra copernicano. Galileo escribe, dice,
sin haber leído más que el prólogo, pero ha sido bastante para poder
afirmar que son compañeros en la búsqueda de la verdad. Se congra-
tula de los bellísimos argumentos con los que defiende esa verdad, con-
tinuará leyendo el libro:

«Lo haré tanto más voluntariamente cuanto hace ya muchos años


que también yo soy de las ideas de Copérnico; y desde este punto
de vista han sido descubiertas por mí las causas de muchos fenó-
menos naturales, sin duda inexplicables en la hipótesis común. He
recogido ya muchos razonamientos que lo prueban y refutaciones
de los argumentos contrarios a tales tesis, aunque, hasta ahora, no
he osado darlo a luz, asustado de la suerte del mismo Copérnico,
nuestro maestro, quien, aunque ante algunos ha adquirido fama
inmortal, todavía, ante otros, que son infinitos (tal es el número de
los ignorantes), es motivo de risa y chacota. Tendría el coraje de
manifestar mis reflexiones si hubiera muchos como tú; pero, no
estando así las cosas, deberé retrasar ese trabajo»26.

Desde 1605 se interesa mucho Galileo por el estudio de una nueva


estrella, pero será en julio de 1609 cuando construya un catalejo —apa-
rato que había visto en una barraca de feria, procedente de Holanda—
que él mismo perfecciona y dispone especialmente para poder mirar al
cielo. El 7 de enero de 1610 descubre tres nuevas estrellas, según cree
al comienzo, pero enseguida se da cuenta de que son tres satélites del
planeta Júpiter. El 14 de enero descubre un cuarto satélite del mismo
planeta. El 30 de enero tiene listo para la imprenta un libro, Sidereus
Nuncius27, en el que describe los cielos que se contemplan con su cata-
lejo. Es importante, sobre todo, el descubrimiento de satélites de un pla-
neta, que a su vez gira en torno a lo que esté en el centro del sistema
solar. ¡No todo, pues, da vueltas alrededor del centro del mundo, aun-
que éste sea la Tierra! Es un momento de gran esplendor para Galileo.
Traba amistad entonces con el cardenal florentino Maffeo Barberini,

26 Galileo, Opere, X, 67.


27 En Galileo, Opere, III.

29
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

luego papa; visita Roma, en donde es recibido con grandes honores por
los sabios jesuitas del Colegio Romano; es hecho miembro de la
Academia dei Lincei.
Un dominico, Niccolò Lorini, predica el 2 de noviembre de 1612, en
San Marcos de Florencia, contra la tesis del movimiento de la Tierra. No
menciona siquiera a Copérnico pues desconoce su nombre. Por ahora,
la cosa no pasa de ahí. Mas Galileo aprovecha la ocasión para escribir
una carta —una carta abierta, que diríamos hoy— a un benedictino
amigo suyo, Benedetto Castelli28. Discute en ella el argumento de algu-
nos que, basándose en Josué 10, 12-15, oponen la Escritura a las con-
clusiones de la ciencia. Para él, la Escritura no puede «mentir o errar,
sino ser sus decretos de una absoluta e inviolable verdad», pero sí pue-
den errar sus intérpretes o expositores cuando se encierren en el puro
significado de sus palabras, con lo que se llega no sólo a contradiccio-
nes sino también a herejías y blasfemias como que Dios tiene manos o
pies, lo que es prueba de que en muchos lugares debe exponerse la
Escritura diversamente de lo que el aparente significado de sus palabras
parece decir. Además, tanto la Escritura como la naturaleza proceden de
un mismo Dios; si se tiene en cuenta, para la Escritura, el argumento
anterior y que la naturaleza es inexorable, inmutable y nada cuidadosa
de que sus razones y modos de operar se adecuen a la capacidad de
los hombres, parece claro que «los efectos naturales que la sensata
experiencia pone ante los ojos o las demostraciones necesarias conclu-
yen» no pueden ser puestos en duda apoyándose en la Escritura. Oficio
de los expositores será encontrar el verdadero sentido de la Escritura,
concordante con aquellas conclusiones naturales que, por su sentido
manifiesto o por las demostraciones necesarias, deban ser tenidas por
ciertas y seguras:

«Yo creería que la autoridad de las Sagradas letras ha tenido


solamente el objeto de persuadir a los hombres de aquellos artícu-
los o proposiciones que, siendo necesarios para la salvación y supe-
rando todo discurso humano, no pudieran hacerse creíbles por otra
ciencia o por otro medio, si no es por boca del mismo Espíritu
Santo. Pero que el mismo Dios que nos ha dotado de sentidos, de

28 En Galileo, Opere, V, 281-288.

30
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

discurso y de inteligencia haya querido, posponiendo el uso de


estos, darnos con otro medio las noticias que por ellos podríamos
conseguir, no pienso que sea necesario creerlo; máxime en esas
ciencias de las que sólo una mínima parte, y en conclusiones divi-
didas, se lee en la Escritura»29.

¡Sólo faltaba esto, que Galileo se metiera también a dar lecciones


sobre teologías! Lorini denuncia la carta al Santo Oficio porque en ella
«a juicio de todos estos nuestros Padres de este religiosísimo convento
de S. Marcos, se encuentran muchas proposiciones que son a la vez sos-
pechosas y temerarias». Galileo, intrépido en su cruzada, como gran
pedagogo de la «nueva ciencia», insiste con más cartas copernicanas30.
El Santo Oficio se pone en movimiento, y estudia, entre otras cosas, un
libro publicado por Galileo a principios de 161331, del cual se despren-
de que ya no puede defenderse la diferencia aristotélica entre un
mundo sublunar —el de las cosas pesadas, gordas e imperfectas— y un
mundo supralunar —el de lo ligero, de lo puro y de lo perfecto—. En
1616 se condenan estas dos proposiciones: que el Sol está en el centro
del mundo y no tiene ningún movimiento local, y que la Tierra no es
el centro del mundo y no está inmóvil, sino que se mueve toda ella,
incluso con movimiento diurno. Tal doctrina iba contra la ciencia esta-
blecida. Galileo contó con la benevolencia de los jesuitas, partidarios de
las teorías de Tycho Brahe —todos los planetas giran en torno al Sol,
mas el conjunto entero, a su vez, gira en torno a la Tierra quieta en el
centro—, y gracias sobre todo al cardenal jesuita Roberto Bellarmino las
cosas no fueron a más para él y no se vio implicado en la condena, si
bien quedó amonestado en particular a que nunca más defendiera la
perniciosa teoría copernicana.
Tras la condena del copernicanismo, Galileo no ha perdido nada de
su esplendor científico ni de su fama. Continúa sus investigaciones y,
en 1623, cree llegado un momento muy favorable para él con la elec-
ción del cardenal Barberini como papa, con el nombre de Urbano VIII.

29 Galileo, Opere, V, 284.


30 Cartas a Piero Dini, en Galileo, Opere, V, 291-295 y 297-305, carta a
Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana, en V, 309-348.
31 ‘Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari e loro accidenti’, en

Galileo, Opere, V.

31
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Aprovecha la ocasión para trabajar en un gran libro en el que expon-


drá por completo sus opiniones sobre la filosofía natural. En 1630, su
amigo Castelli le escribe desde Roma diciéndole que el papa, hablando
con unos alemanes, ha dicho respecto a la condena de 1616: «No fue
nunca nuestra intención; y si hubiera dependido de nos, no se hubiera
hecho aquel decreto». Galileo va a Roma y obtiene la aprobación de su
obra, tras la imposición de algunos cambios que acepta sin rechistar. Por
fin, en febrero de 1632 sale a la luz su Dialogo sopra i due massimi siste-
mi del mondo 32, en el que tres amigos —uno galileano, otro aristotélico
y el tercero un joven diletante que siempre termina por dejarse conven-
cer de las razones del primero— discuten de lo divino y lo humano, lle-
vados por ese afán de Galileo de extender por todos los medios y a todos
los vientos, fuera del círculo de los especialistas, la nueva ciencia y de
mostrar que esta supera en más de mil codos a la ciencia antigua.
Muerto Bellarmino, son los jesuitas quienes se muestran muy dis-
gustados con la publicación del nuevo libro de Galileo. Se le abre pro-
ceso en el Santo Oficio. El propio Urbano VIII manda que Galileo se
presente sin excusa para responder de las acusaciones de las que es
objeto, aunque para ello deba ser encarcelado y atado con cadenas. En
enero de 1633, visto que no hay más remedio —no cuenta ya con el
apoyo del nuevo gran duque de Toscana y está su caso enmarcado en
una delicada situación política entre Florencia y Roma—, parte para la
urbe, donde comienza un desagradabilísimo proceso para el hombre
enfermo que era entonces Galileo. El 22 de junio se dicta sentencia en
la que se le condena por el delito de haber sostenido opiniones con-
trarias a la condena de 1616 en su nuevo libro33. Así dice uno de los
párrafos de la condena:

«Confesaste igualmente que la escritura de dicho libro en bastan-


tes lugares está hecha de tal manera que el lector podría formarse
concepto de que los argumentos sostenidos por la parte falsa fueron
pronunciados de tal guisa que fueran, por su eficacia, más bien

32En Galileo, Opere, VII.


33Todos los documentos que se conservan sobre el proceso pueden leerse
en Galileo, Opere, XIX, 272-421; mas quien quiera leer el original latino de la
condena y la abjuración de Galileo deberá acudir a J. M. G. Gómez-Heras,
Temas dogmáticos del Concilio Vaticano I, Esset, Vitoria, 1971, pp 770-776.

32
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

potentes a refrenar que fáciles a ser invalidados; escudándote de


haber incurrido en error ajeno, como dijiste, a tu intención, por
haber escrito en forma de diálogo y por la natural complacencia que
cada uno tiene de sus propias sutilezas y de mostrarse más sutil que
el común de los hombres en encontrar, incluso para las proposicio-
nes falsas, ingeniosos y aparentes discursos de probabilidad».

Galileo fue condenado a cárcel formal que desde los pocos días cum-
plió en su villa de Arcetri y como penitencia se le impuso que, durante
tres años, recitara una vez a la semana los siete salmos penitenciales.
Además leyó y firmó una abjuración de sus errores: «con corazón y fe no
fingida, abjuro, maldigo y detesto los susodichos errores y herejías, y en
general todo error, herejía y secta contraria a la Santa Iglesia».
En su nueva vida se dedica otra vez al estudio y comienza a traba-
jar en una buena obra, aunque, la vista le va cada vez peor. En 1638 se
publica en Leiden, para evitarse problemas, sus Dialoghi delle Nuove
Scienze.
En 1623 había publicado Galileo un libro polémico, muy violento,
contra el jesuita Orazio Grassi —que firma Sarsi—, Il Saggiatore. En él
atacaba duramente la opinión del jesuita, para quien es siempre nece-
sario apoyar las propias opiniones científicas sobre las espaldas de
algún autor célebre. Léase lo que opina Galileo al respecto:

«Como si nuestra mente, cuando no se casa con el discurso de


otro, debiera permanecer en todo estéril e infecunda. Acaso estima
que la filosofía sea un libro y una fantasía del hombre, como la
Ilíada o el Orlando furioso, libros en los que lo menos importante
es saber si lo escrito en ellos es verdadero. ¡Señor Sarsi, la cosa no
es así! La filosofía está escrita en este grandísimo libro que conti-
nuamente está abierto ante los ojos (digo el universo), pero no
puede entenderse si no se aprende primero para entender la lengua
y conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua
matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras
geométricas, sin los que es imposible entender una palabra; sin
ellos es agitarse en vano por un obscuro laberinto. Mas, incluso
concediendo como punto de partida, lo que parece hacer Sarsi, que
nuestro intelecto deba hacerse esclavo del intelecto de otro hombre

33
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

(dejo de lado que actuando ellos de esta manera, a modo de copia-


dores, alabarán en sí mismos lo que criticaban en el señor Mario), y
que en la contemplación del movimiento celeste deba adherirse a
alguno, no veo por qué razón escoge él a Ticonio, anteponiéndolo
a Ptolomeo y a Nicolás Copérnico, cuyo sistema del mundo entero
tenemos construido y llevado a su fin con sumo artificio, lo que no
veo haya hecho Ticonio»34.

Por otro lado, siempre que uno se imagina una materia o substancia
corpórea, debe esta ser pensada con una cierta figura, con una cierta
relación de grande o pequeño en comparación con otras cosas, en este
o en el otro lugar y tiempo, moviéndose o quieta, tocando a otros cuer-
pos o no, de cuyas condiciones no puede ser separada. En cambio, que
el color sea este o el otro, que sea amarga o dulce, sonora o muda, de
grato o de ingrato olor, sabor, color, tiene solamente incidencia en el
cuerpo sensitivo del sujeto. De aquí que, en los cuerpos externos, no
se necesite más que grandeza, figura, multitud y movimiento tardo o
veloz, mientras que olores, sabores y sonidos son meros nombres35.
Hay, pues, que distinguir entre cualidades primarias y cualidades secun-
darias; solamente las primeras tienen interés para la construcción de la
nueva ciencia. Queda sentado así, en Galileo, algo muy semejante a lo
que, por ese mismo tiempo, comienza Descartes a pensar como la «res
extensa», base de toda la mecánica. Es en ella en donde se da la medi-
ción y en donde es factible la matematización, la madre de la ciencia
nueva.
El interés mayor para nosotros ahora en Galileo va a ser la enuncia-
ción de la ley de caída de los cuerpos. Convergen en ella varias líneas
de investigación de nuestro científico, además de su potente reflexión
intelectual, como vamos a ver.
Hagamos experimentos —evidentes para cualquiera que esté metido
en estos campos, sin siquiera necesidad de tener que realizarlos— con
un barreño que llenaremos de diversos líquidos y en el que dejaremos
caer bolitas de diferentes materiales. Las bolitas más pesadas caerán más
deprisa que las ligeras o que floten. Comencemos con un líquido muy

34 En Galileo, Opere, VI, 232-233.


35 Cf. digresión sobre lo caliente, en Galileo, Opere, VI, 347-252.

34
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

denso. Tiramos las bolitas. Solamente alguna, excepcionalmente densa


en la materia que la compone, descenderá en aquél líquido, aunque
muy despacio, las demás flotarán. Cambiemos nuestro líquido por otro
menos denso: las bolitas comenzarán a descender, las más densas lo
harán decididamente, las menos densas despacio, algunas quedarán flo-
tando. Pongamos un líquido todavía menos denso. Las bolitas construi-
das de materiales más densos descenderán velozmente, casi a la misma
velocidad, otras lo harán más despacio y únicamente alguna flotará
todavía; si es agua, por ejemplo, la madera seguirá flotando. Si el líqui-
do es aún menos denso, aire, todas irán apreciablemente a la misma
velocidad, excepto alguna, construida de plumas. Sigamos nuestro
experimento con aire cada vez más enrarecido, las velocidades de caída
se igualarán más y más. ¿Qué podemos deducir de nuestro experimen-
to? Que en el vacío todos los cuerpos caen a la misma velocidad, sin
importarnos para nada su densidad. El que en nuestros experimentos
caigan unas bolas más rápidas que otras se debe exclusivamente a una
diferencia relativa de las densidades y al empuje hacia arriba —descu-
bierto por Arquímedes— del líquido, pero el «efecto de caída» es en
todas similar36.
En un segundo momento vayamos a los planos inclinados y a los
péndulos37. Recurriremos a ellos porque hemos sido capaces —con
Galileo— de ver una relación entre la caída libre y la caída por un plano
inclinado y, a su vez, hemos podido resolver el problema de los planos
inclinados recurriendo a los péndulos. En el plano inclinado, el efecto
de caída está en relación con el de caída libre como la altura de nues-
tro plano lo está a la longitud del plano inclinado; será menor, por
tanto, cuanto menor sea la inclinación del plano y será nulo cuando la
inclinación del plano sea nula. De aquí que podamos observar con toda
la pausa que necesitemos —basta hacer planos inclinados con una
inclinación pequeña— lo que en caída libre nos ciega por su rapidez.
Simplemente tendremos que hacer planos, y bolas que caigan por ellos,
suficientemente pulidos y con los artilugios convenientes para que el
rozamiento no cuente apreciablemente.

36 Véase su ‘Discorso intorno alle cose che stanno in sul’acque o che in que-

lla si muovono’ (1612), en Galileo, Opere, IV, 63-140; léase la página del
Dialoghi, en VIII, 116-117.
37 Cf. ‘Le Mecaniche’, anterior a 1599; en Galileo, Opere, II, 155-190.

35
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Tiremos nuestra bola plano abajo variando la inclinación de este.


Cuando la inclinación del plano sea grande, ]a bola correrá mucho,
aumentando su celeridad a ojos vista; cuando disminuyamos aquella
inclinación, la bola irá más despacio y aumentará su velocidad muy
poco a poco, hasta el punto que si la inclinación es nula, es decir, es
un plano horizontal, si empujáramos la bola no habrá causa alguna de
aumento de velocidad, por pequeña que pudiera ser: la bola prosegui-
rá indefinidamente por el plano con la velocidad inicial que le había-
mos impreso, o quedará quieta si no la habíamos empujado.
Tiremos nuestra bola plano arriba, a la vez que vamos variando su
inclinación. Si esta es grande, la bola subirá poco, justo hasta donde la
tendencia intrínseca que tiene de ir hacia abajo, gane al impulso que
nosotros le hemos dado hacia arriba. Si la inclinación del plano es
menor, la bola rodará más, disminuyendo su velocidad hasta pararse, ya
que la tendencia que le haría ir hacia abajo es menor. Si la inclinación
es muy pequeña, la bola rodará mucho, la velocidad que le dimos al
comienzo irá disminuyendo muy poco a poco. Si no hay inclinación
alguna, es decir, si el plano es horizontal, no hay tendencia contraria a
la que nosotros le demos a la bola, por lo que seguirá por siempre mar-
chando por ese plano horizontal tal como nosotros la dejamos.
El principio de inercia ha quedado así mostrado: todo cuerpo si está
en reposo, en reposo permanece; si se mueve rectilíneamente con
movimiento uniforme, permanecerá en ese movimiento rectilíneo y uni-
forme hasta que algún impulso le saque de su reposo o de su movi-
miento. El pasmo del mismo Galileo fue tan grande que tuvo que poner
cortapisas a sus enunciados —a lo que le llevó sin duda la considera-
ción de estos experimentos intelectuales con planos inclinados que le
habían puesto en la pista— al decir que, en realidad, los planos hori-
zontales a los que nos hemos referido no son tales sino círculos máxi-
mos de nuestra Tierra —que es quien atrae a las bolas— cuyo diáme-
tro es tan grande que nos parecen líneas horizontales rectas. Solamente
el filósofo Descartes se atrevió a enunciar en toda su generalidad el prin-
cipio de inercia, cuando imagina en su Mundo o Tratado de la luz —ina-
cabado, precisamente, por efecto de la condena de Galileo en 1633— un
mundo al que hemos de dar las leyes que nos parezcan convenientes
para deducir luego todas las consecuencias implicadas... de las que sal-
drá nuestro mundo real. Estas leyes primeras y fundantes son la ley de

36
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

inercia y el principio de que todo se hace por choque, en el que la can-


tidad de movimiento permanece idéntica antes y después del choque38.
Tenemos ya elementos suficientes para enfrentarnos con la búsque-
da de la ley de caída de los cuerpos39, e incluso, como al pasar, nos han
salido ya cosas sabrosas.
Para Aristóteles40, móviles de pesos diferentes se mueven con velo-
cidades de caída diferentes, pues esta es proporcional al peso; también,
en medios distintos, los móviles se mueven con velocidades inversa-
mente proporcionales a la densidad de esos medios, es decir, en el
vacío la velocidad sería instantánea —lo que nos indica que el vacío no
podría existir porque por él los cuerpos deberían ir a velocidades infi-
nitas—. Sin embargo, siguiendo a Galileo, hemos visto que nada de eso
ocurre en la caída dentro de líquidos. Veamos la primera afirmación
aristotélica. Supóngase un cuerpo que pesa 10 y otro que pesa 1. El pri-
mero caerá diez veces más rápido que el segundo. Esa opinión es falsa,
la experiencia nos dice que raro es ver que se saquen siquiera un
palmo, por alto que caigan. Pero juntemos aquellos dos cuerpos con
una cuerda. El de 10 acelerará al de 1, y el de 1 retrasará al de 10, por
lo que la velocidad de caída del conjunto estará entre las dos anterio-
res. Sin embargo, al ser ahora un cuerpo que pesa 11, su caída debería
ser más rápida que la de 10. Estamos ante una contradicción que inva-
lida la opinión de Aristóteles, pues no se sostiene en pie. En conclusión:

«se puede probar, sin otras experiencias, con ayuda de una


demostración breve y concluyente, que un móvil más pesado no se
mueve más rápidamente que uno menos pesado, con la condición
de que su materia sea idéntica y que sean parecidos a aquellos de
los que habla Aristóteles»41.

Observemos la piedra que cae desde el reposo. ¿Con qué ley cae?
Tras largos esfuerzos cree Galileo haber llegado a ella; esta convicción

38 Cf. Descartes, Oeuvres, edición Adam-Tannery, Xl, 31-47.


39 Léanse las jornadas primera y tercera de los Dialoghi delle Nuove Scienze,
en Galileo, Opere, VIII, 105-38 y 190-267; existe traducción castellana de Javier
Sádaba, Editora Nacional, Madrid, 1976.
40 Física, IV, 8, 215 a 25.
41 Galileo, Opere, VIII, 107.

37
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

está apoyada «sobre la correspondencia y el acuerdo riguroso que pare-


cen existir entre las propiedades que hemos sucesivamente demostrado
y los resultados de la experiencia»42. Se ha dejado conducir en este estu-
dio por la observación de la regla de la naturaleza, quien en todas sus
operaciones actúa con los medios más ordinarios, simples y fáciles. ¿Por
qué no suponer que esa caída se hace aumentando su velocidad de
manera que esas adiciones de velocidad se hagan según la más senci-
lla de todas las propiedades posibles? El más simple de los crecimien-
tos es aquel que se repite siempre de manera idéntica. Pero hay aquí
una grave elección. Vamos a considerar sucesivas adiciones de la velo-
cidad a partir de cero, pues partimos del reposo, considerando —lo que
hizo Galileo al comienzo y parecía lo más evidente— que esos incre-
mentos de la velocidad se hacen en función del espacio que lleve reco-
rrido el cuerpo que cae43. Mas esa hipótesis conducía a cosas insosteni-
bles. Por fin, Galileo entró en la consideración de que ese aumento de
la velocidad depende del tiempo que haya transcurrido desde el ins-
tante en que la piedra inicia su caída. Podremos considerar así que, en
un intervalo de tiempo que dividimos en partes iguales, en cada una de
esas partes la velocidad se incrementa en una misma cantidad:

«No nos separaremos, por tanto, de la recta razón, si admitimos


que la intensificación de la velocidad es proporcional a la extensión
del tiempo; de esta manera, la definición del movimiento que vamos
a tratar puede formularse como sigue: digo que un movimiento es
igual o uniformemente acelerado cuando, partiendo del reposo, reci-
be en tiempos iguales momentos iguales de velocidad»44.

Restan dificultades, sin embargo. Si un cuerpo parte del reposo, con-


forme tomemos en consideración instantes más cercanos al momento de
la partida nos encontraremos con velocidades tan pequeñas que la piedra

42 Galileo, Opere, VIII, 197. La palabra resultados —subrayada por mí— es

clave en la consideración del método galileano. Será muy interesante leer W. L.


Wisan, ‘Galileo’s Scientific Method a Reexamination’, en R. E. Butts y J. C. Pitt
(eds.), New Perspectives on Galileo, Reidel, Dordrecht, 1978, pp. 1-57.
43 Cf. carta a Paolo Sarpi de 1604, en Galileo, Opere, X, 115, también VIII,

203; léase A. Koyré, Études galiléennes, Hermann, París, 1966, 85-107 y 136-158.
44 Galileo, Opere, VIII, 189.

38
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

tardaría todo un día en recorrer un solo palmo, lo que es contrario a


nuestra experiencia sensible. Aquí Galileo, que se ha puesto la objeción
en boca del aristotélico Salviati, se adentra en las dificultades de la defi-
nición de la aceleración como crecimiento de la velocidad: la velocidad
es cero en el instante inicial de la caída, pero no así su crecimiento ins-
tantáneo, que es una cantidad constante. Hagamos una experiencia
—tan evidente que tampoco es necesario realizar—, tomemos la percu-
sión de un cuerpo que cae sobre una materia blanda. Cuando aumenta-
mos su distancia de caída aumenta la huella. Si la dejamos caer desde dis-
tancias muy pequeñas la huella es muy pequeña o prácticamente
desaparece, lo que prueba que la velocidad de caída entonces es casi nula.

«Pero, incluso sin constreñirnos a esta experiencia (la cual es, sin
duda, totalmente concluyente), no me parece difícil establecer el
mismo hecho por el solo razonamiento. Tomemos una piedra y man-
tengámosla en el aire en reposo; al quitar su soporte y quedar libe-
rada, como es más pesada que el aire, cae hacia abajo, primero len-
tamente, luego acelerándose continuamente. Ahora bien, dado que
la velocidad puede aumentar y disminuir hasta el infinito, ¿qué razón
me hará creer que este móvil, que ha partido de una infinita lentitud
(como lo es el reposo), adquirirá inmediatamente diez grados de
velocidad mejor que cuatro, y cuatro mejor que dos, o uno, o medio,
o incluso una centésima de grado, y así sucesivamente para los más
pequeños grados? Escúcheme bien. No creo que usted rechace el
concederme que una piedra que cae desde el estado de reposo
adquiera sus grados de velocidad en el orden en el cual esos mis-
mos grados disminuirían y perderían si una fuerza motriz la recon-
dujera hasta la misma altura; y aunque lo rehúse, no veo cómo la
piedra, cuya velocidad disminuye y se consume en su totalidad en
el curso de la ascensión, podría alcanzar el estado de reposo sin
antes haber pasado por todos los grados sucesivos de lentitud»45.

Es lo mismo dejar caer un cuerpo desde el reposo que hacerle ascen-


der con un impulso idéntico que el que tenía en el instante de llegar al
suelo: subirá ahora lo mismo que bajó en el primer caso.

45 Galileo, Opere, VIII, 200.

39
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Qué hemos descubierto? Lo que hoy esquemáticamente decimos así


dv = adt, por donde v = at; pero, como sabemos que, para el espacio,
de = vdt, podemos poner de = atdt; de ahí sabemos que e = 1/2 at2. Así
de sencillo. Mas Galileo desconocía el concepto de aceleración —¡lo
estaba construyendo!— y el cálculo infinitesimal le costaba no menos
esfuerzo que a Kepler —fueron Newton y Leibniz quienes nos lo inven-
taron—. Mas, a su manera, Galileo sabía todo lo que hay que saber de
la ley de caída de los cuerpos.
En la jornada cuarta y última de sus Dialoghi 46 nos calcula Galileo
las más extrañas trayectorias de los proyectiles a partir de este teorema:
«un proyectil arrastrado por un movimiento compuesto de un movi-
miento uniforme horizontal y de un movimiento naturalmente acelera-
do hacia abajo, describe en el curso de su desplazamiento una trayec-
toria semi-parabólica». Nos adentramos ahora en los «resultados» de la
experiencia.
Terminaré con algunas consideraciones en torno a lo que nos ha sur-
gido con Kepler y con Galileo: la ciencia moderna. En primer lugar, el
concepto de ley de la naturaleza que habremos de manejar en lo suce-
sivo tiene uno de sus más expresivos paradigmas en la ley de las elip-
ses. Antes se enunciaba una ley astronómica de principios intrínseca-
mente sencillos: movimiento circular y uniforme. Era luego cuando
debíamos correr tras las observaciones de la experiencia con toda
clase de epiciclos y otras chanfainas sin terminar nunca de dar cuen-
ta de aquellas observaciones, llegándose a reconstruir órbitas que sólo
de manera vaga respondían a los pilares de sencillez de los que se
había partido, y todo el mundo era consciente de esta falta de hones-
tidad. A partir de Kepler, la dificultad está intrínsecamente en la ley
misma. En la aparente sencillez legal de la elipse hay problemas teóri-
cos para los que se necesitaba la matemática más avanzada del momen-
to. Las palabras con que se enuncia la ley son sencillas, pero elipse
encierra enormes dificultades, al menos por comparación a círculo y
uniformidad. Lo dicho es perfectamente unitario y cierto, ninguna duda
cabe, pero luego la dificultad está en poner en práctica —práctica mate-
mática— lo dicho. Antes, la sencilla ley se abría a mil y mil complica-
ciones. Ahora, en las entrañas mismas de la ley está la complicación,

46 Cf. Galileo, Opere, VIII, 268-313.

40
Kepler y Galileo: la ciencia moderna

que sin ninguna dificultad se abre luego en clara y sencilla correlación


con las observaciones experimentales.
Kepler, por otro lado, no era ningún experimentador. Hemos visto
que él sabía de Marte lo que había tomado de las observaciones de
Tycho Brahe. Lo que buscó fue la ordenación de todos los datos que
poseía dentro de una teoría que diera cuenta de sus datos y de todos
los datos futuros. Lo hacía con finura bastante —y con la certeza sufi-
ciente de llegar a buen término— para no quedarse tranquilo con apro-
ximaciones, por convincentes que fueran para otros. Quería él la exac-
titud, que la teoría coincidiera con la experiencia, si se puede decir así.
Buscó infatigablemente la teoría que respondiera a lo que buscaba. No
hubiera podido llegar a resultados sin una pasión verdadera por la exac-
titud de su trabajo y sin disponer de unos conocimientos exhaustivos de
lo que las matemáticas de entonces podían enseñarle. Tenía ante sus
ojos un rompecabezas y sólo disponía para resolverlo de la capacidad
ordenadora que le ofrecían sus conocimientos matemáticos.
Fijémonos ahora en Galileo y en sus leyes, la de caída de los cuer-
pos y la de inercia. ¿Son fruto de un método experimental? Hay gran-
des discusiones sobre este punto y la respuesta, en todo caso, debería
ser suficientemente larga —lo que no ocurre aquí— para ser válida. Sin
embargo, tal como hemos visto las cosas, habría que responder que no.
Nos encontramos, de nuevo, ante un esquema teórico que da como
resultado la coincidencia con los datos tomados en la observación expe-
rimental. Pero el esquema es lo suficientemente teórico para que diga-
mos, con Galileo, que las piedras han de caer por alguna ley de enun-
ciación sencillísima. Se hubiera podido optar por que las piedras
cayeran por alguna rocambolesca ley, ¿nos hubieran hecho caso en este
caso? ¿Se da razón de todo cuando se afirma que Galileo descubrió la
ley de caída de los cuerpos? ¿Qué relación hay, pues, entre nuestra teo-
ría y lo que las cosas son?47.
A la vez hay que afirmar con fuerza que la preparación físico-
matemática y, al menos en el caso de Galileo, el tiempo gastado en

47 ¿Qué es el Hombre para que pueda comprender el Mundo? ¿Y qué es el

Mundo para que el Hombre pueda comprenderlo?», tal como, aplicando al


mundo lo que originalmente había sido dicho para el número, se pregunta
Stephen Toulmin en La comprensi6n humana, vol. I, El uso colectivo y la evo-
lución de los conceptos, Alianza, Madrid, 1977, p. 26.

41
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

observaciones y en la imaginación de hipótesis y de experimentos, es


la condición «sine qua non» para que nuestros héroes puedan enunciar
las leyes que dan origen a la ciencia física moderna. No eran unos pri-
merizos en sus campos respectivos, conocían a la perfección todo lo
que se había dicho en su día sobre los temas que trataban. Pero, con
todo, lo que ellos dedujeron difícilmente puede decirse que lo sacaran,
sin más, de la observación experimental.
¿Qué pensar, pues, del «hypotheses non fingo» que en 1713 diera
Newton? Que es mentira. Que Kepler, Galileo y el mismo Newton ima-
ginaron, fingieron, construyeron y buscaron tantas “hipótesis” como
pudieron. En el caso de Newton, para sus “hipótesis” reservó la palabra
“ciencia” y a las hipótesis de sus enemigos cartesianos —y de Leibniz—
las llamó “hipótesis”. Sin embargo, ¿qué duda cabe?, Newton fue un
gran experimentador: experimentaba para hacer hipótesis y hacía hipó-
tesis para experimentar.

42
2. LEIBNIZ, PENSADOR BARROCO:
EL DESPLIEGUE FILOSÓFICO DE LA REALIDAD

Por la historia del pensamiento filosófico y científico se pasean dos


paradigmas generadores e informadores de pensamiento, en el entrela-
zamiento, siempre, y en el exasperado enfrentamiento, a veces, del uno
con el otro. Son estos el ‘paradigma atomista’ y el ‘paradigma del logos’.
En las páginas que siguen vamos a ver cómo ese juego de encaje de
bolillos entre ambos paradigmas se da en nuestro Leibniz48.
Pensador barroco, por los sucesivos plegamientos49, hasta el infinito,
hasta la exasperación. Plegamiento del pensar sobre sí mismo, sobre lo
real, hasta repujarlo todo en el detalle, incluso el más mínimo; y a la
vez capaz de la grandiosa arquitectura musical de un pensamiento gran-
de. Espero que los paradigmas a los que me refiero, en su utilización
barroca, constituyan la urdimbre en la que se borde lo que quisiera
decir sobre Leibniz a lo largo de estas páginas.
La belleza del pensamiento no se hace aquí de otra manera que gra-
cias al ‘amontonamiento’ armónico. Todo cabe en el aparente desorden
y todo está en su sitio exacto, predeterminado desde el comienzo, como
en las Pasiones de J. S. Bach entendidas por Philippe Herreweghe.

48 Remito a Leibniz y Newton, 2 vols., Universidad Pontificia de Salamanca,

Salamanca, 1977 y 1981, 452 y 342 p., y al capítulo 1, ‘Leibniz y la innecesarie-


dad mundanal de Dios’, de Sobre quién es el hombre, pp. 40-66.
49 Véase Gilles Deleuze, Le pli. Leibniz et le baroque, Minuit, París, 192 p.

43
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

No es amontonamiento de una cosa tras la otra, de una parte tras la otra,


de una estrofa tras la otra, intercalando siempre nuevas y nuevas pala-
bras de comentario y de doliente admiración, todo ello en caótico, aun-
que grandioso, desorden. Al contrario, hay en ellas un orden riguroso.
Es el orden de la imaginación y del sentimiento profundo —el del autor,
primero, pero, sobre todo, el del auditor, lector en el caso de Leibniz—;
un orden que todo lo prepara, que todo lo busca, que lo intenta todo
con el objeto de conseguir lo que busca; que sabe utilizar muy bien
todos los efectos de los que dispone en una profesionalidad prodigio-
sa, para cuyo fin se elabora la entera y compleja construcción arquitec-
tónica del conjunto; medida por las reglas de la matemática, pero con
la finalidad del afecto. Es un orden que busca el afecto, pues sabe que
en él está condensada la integralidad de lo que somos; que desde su
hondón se refleja todo lo que somos en la múltiple variedad de efectos.
Es el orden de la retórica. Pero no de esa vana retórica, sin interés,
tal como nosotros la entendemos hoy —de seguro que por nuestra
pobreza de imaginaciones, afectos y sentimientos—. Aun comprendién-
dola como vana, es decir, sin, en verdad, atender a nada de lo que ella
es en sí misma, hay una cierta belleza extraña en esa retórica incluso
para el más romántico. Otra cosa muy distinta es si la percibimos imagi-
nativamente desde dentro del orden que propone, desde los afectos mis-
mos del sentimiento; sentimiento, en último término, sin duda, de algo
que es reflejo de la perfección, que no puede ser otra cosa que reflejo
de la perfección divina. Desde ahí se nos abre un mundo de belleza
humana y sobrehumana, casi sobrenatural. Una belleza con la que nos
topamos, no sé si «para» que nos incite y nos lleve de su mano, para que
nos suma en sus profundidades, pero que, ciertamente, nos arrastra y
conmueve en nosotros los cimientos más profundos del sentimiento en
el hontanar de lo que somos. El amontonamiento armónico no es, así,
un conglomerado meramente casual, fruto del azar de la melancólica
sentimentalidad personal, sino que es fruto de un orden armónico supe-
rior; un orden puesto por la imaginación al servicio de los afectos del
sentimiento, elaborado el conjunto según las reglas de la retórica, siem-
pre con algo de la exacta puntualidad bella de las matemáticas.
Puede parecer sorprendente que hable de ‘sentimiento’ y de ‘afecto’
tratándose de un filósofo ‘racionalista’ como Leibniz. Pero ¿no hay sen-
timiento y afecto en un músico ‘racionalista’ como J. S. Bach? Juzgo que

44
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

esa sorpresa sólo puede darse en quien confunda sentimiento y afecto


con sentimentalismo y melancolía; confusión que es fruto, de seguro,
de un melancólico romanticismo a ultranza que opera en él. Y, de cier-
to, Leibniz no es un pensador romántico, como tampoco Bach es un
músico romántico: es obvio, son barrocos.

II

El paradigma atomista fue, como el mismo Leibniz nos dice, una ten-
tación que le asedió en su juventud primera, pero de cuyas garras pron-
to pudo escapar, al convencerse de que con él, entendido en su mera
materialidad, no se daba cuenta de todo lo que es real en su compleji-
dad, lo que se le va haciendo evidente con claridad mayor cada vez.
Aunque, como reconoce sin ambages, sus mónadas son puntos o áto-
mos metafísicos, ha trasladado el paradigma atomista a un lugar distin-
to, más allá de donde otros lo han puesto y le han dejado: a un lugar
que ha sido trastocado por el paradigma del logos. El atomismo toma-
do como tal resulta ser demasiado corto, como no sea convertido en ese
‘atomismo monádico’ que se abre un lugar en el paradigma del logos.
¿Por qué? Porque el paradigma atomista pone las cosas de la física
en un terreno meramente abstracto, con abstracción física y con abs-
tracción matemática: tal es el caso, respectivamente, de Descartes y de
Newton. Hacer esto puede ser preciso en ocasiones, fundante incluso
de conocimiento físico, si se entiende con corrección; pero lo que no
está bien es suplantar lo real por el resultado que se obtiene con este
tratamiento, parcial, aunque interesante, pero que se hace incorrecto en
el punto en el que la parcialidad se toma por la realidad toda.
Vamos, pues, a la física. Hay una manera de entenderla, la cartesia-
na, que es demasiado corta; mejor dicho, que, en el empeño de su cor-
tedad, se hace falsa, pues no se preocupa de alcanzar la realidad como
ella es. Lo debemos afirmar enseguida: una física inexacta lleva a una
metafísica inexacta; a su vez, una metafísica inexacta lleva a una física
inexacta.
Hay una física, la cartesiana (asimilada al paradigma atomista en lo
que le toca —aunque el conjunto de su filosofía sea luego muy com-
plejo—, pues afirma: en física todo es mero comportamiento mecánico),

45
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que se queda por ello en el mero mecanicismo, sin haber sido capaz de
encontrar que aquello que se mueve —y vive— lo hace por poseer algo
que debe ser desentrañado en su novedad absoluta: una fuerza que
lleva derechamente a la energía. Cuando acierta, esta física se debe a
que ha considerado sólo algunos fenómenos meramente particulares
entresacados de la compleja realidad y lo ha hecho con un sesgo tal que
las abstracciones con que los trata se hacen ahí —pero sólo ahí— váli-
das. Este acierto es ya no poco, por supuesto; sirve para comenzar, pero
quedarse ahí es un error fatal para la filosofía y, de vuelta, para la pro-
pia física.
El error está en considerar que esa realidad tomada de manera abs-
tractiva es, sin más, la realidad. Se considera que en los choques —y
todo movimiento, así como todo reposo, se originan en un choque y
cambian su estado por efecto de un choque— hay algo del conjunto
que se conserva, eso es verdad; pero Descartes considera que eso que
se conserva es lo que denomina «cantidad de movimiento», entendien-
do por tal la mera suma de los productos de la masa por la velocidad
del conjunto de los elementos del sistema considerado (se conserva
Σmv). Para algunos casos sencillos, como acontece con los choques per-
fectos entre bolas de billar, vale con esa sola consideración. Pero en
cuanto tenemos la pretensión de salirnos de ahí —¿y quién dice que la
realidad toda es una enorme y perfecta mesa de billar?— no es cierto
que se conserve la cantidad de movimiento del sistema tal como la con-
sidera Descartes. Lo que se conserva es algo muy distinto y cuya exis-
tencia es real: la energía.
Descartes pensó que su cantidad de movimiento era una cantidad
escalar cuando es ella una cantidad vectorial. La energía sí que es, de
cierto, una cantidad escalar, un número, una cantidad que ‘expresa’ un
estado real de aquello que consideramos, que es algo intrínseco a ello.
La cantidad de movimiento, por el contrario —y Descartes no se aper-
cibió de su falta—, es una cantidad que depende de las direcciones de
los movimientos. La energía no, porque es algo más primario, profun-
do y esencial. La energía es algo intrínseco a quien la posee, que lo
señala y caracteriza en su comportamiento. Se gana o se pierde energía
—mediante la acción de fuerzas— siempre que algún otro elemento
real la pierde o la gana, respectivamente, en su favor; porque la física
—entendida en un sentido tan amplio como se pueda y que, sobre

46
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

todo, sobrepasa a la mera mecánica para llegar incluso a la realidad de


la vida— es un juego de energías. Y son las fuerzas aquellas acciones
que ponen el instrumento de esa movilidad de estado. Los esfuerzos
que realizamos son fuerzas que cambian la correlación interna en las
energías del sistema, contando siempre con que, por principio, se con-
serva su energía total: hay pasos de unos tipo de energía a otros, y
conservación, por principio, de la energía global.
Subamos una pesa dos metros de altura sobre el suelo. ¿Qué acon-
tece en esa subida? Que hemos necesitado un esfuerzo para realizarla,
mediante cuya operación —una fuerza— hemos puesto una cierta can-
tidad de energía en esa pesa. Dejemos ahora caer esa pesa de nuevo
hasta el suelo. Si evaluamos lo que ahí acontece, veremos que entra en
consideración algo más que la mera cantidad de movimiento (escalar)
cartesiana, pues hay una fuerza que entra en juego y ella es proporcio-
nal al peso levantado y también al cuadrado de la altura. Al punto eva-
luaremos que es mv 2 lo que se conserva y no mv. Subiendo la pesa,
hemos aumentado en la cantidad correspondiente la energía potencial
de la pesa.
Si soltamos ahora la pesa, perderá esa energía que le hemos dado y
la perderá al adquirir una velocidad de caída que genera una fuerza con
la que llegará al suelo; aquella energía potencial se ha convertido ahora
en energía cinética50. Al chocar nuestra pesa contra el suelo lo golpea
con la fuerza que se ha generado en la caída, la cual se gasta por ente-
ro como efecto del golpe, transformada en calor y en la rotura de lo que
pille, si es que la percusión fuera suficientemente grande para ello. Se
generan fuerzas, pues, en ese subir y bajar. Y esas fuerzas se pueden
evaluar, porque en el conjunto del sistema, por principio, la energía se
mantiene. En este fenómeno que estudiamos acontece que hay trasva-
se de un tipo de energía a otro, pero en el conjunto del sistema se con-
serva la cantidad de energía. La diversidad infinita de casos queda regu-
lada ahora por este «principio de la conservación de la energía». Por eso,
la física leibniciana va a ser una física de principios, y luego, más allá,
toda su filosofía será una filosofía de principios.
Lo que acabamos de enunciar no vale sólo para los choques —por
cuanto que estos, a diferencia de lo que creyera Descartes, hayan de

50 Leibniz no hablaba todavía así, evidentemente.

47
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

considerarse no como choques perfectos sino como choques más o


menos elásticos—, vale también para todo lo que acontece en la reali-
dad de los cuerpos, incluso de los seres vivos. El mundo cartesiano era
un mundo mecanicista. La realidad había sido convertida en un enorme
mecano, un imponente reloj. Pero esta consideración era falsa, un error
grave de apreciación de cómo es en verdad el mundo. En cambio,
desde el principio de conservación de la energía —¡de todas las clases
de energía diferentes que vislumbremos!— todo es distinto. El mecani-
cismo quería reducirlo todo a mero juego de billar, en una fantástica
simplificación abstractiva, pero esta resulta no ser respetuosa con lo que
es, pues pone en su lugar una abstracción que lo suplanta. La física de
las fuerzas y de la energía, al contrario, se acerca con mucho mayor cui-
dado a lo que es la realidad en su complejidad infinita. Hay algo, un
juego de fuerzas y energías, que sobrepasa con mucho, de manera defi-
nitiva, al mero mecanicismo.
Y ese ‘algo’ es tan importante, tan decisivo para el hacer filosófico, que
nos lleva derechamente a la olvidada consideración aristotélica de las ente-
lequias: todo, sobre todo lo que es viviente, tiene dentro de sí, en el hon-
dón de su sí mismo, una fuerza, una energía, una entelequia, que consti-
tuye el hontanar de su manera de ser. La física cartesiana no es capaz de
moverse en este lugar, que es el lugar de lo real, por más que inicie un
movimiento de progreso en la ciencia física de gran importancia, pero que
no es capaz de reconocer el ‘lugar metafísico’ en que debe ser colocada.

III

El desacuerdo con la física newtoniana es de otra índole, no tanto


físico, cuanto metafísico: suplanta la realidad de lo que es con su abs-
tracción matemática, que titula «principios matemáticos de la filosofía
natural». Además, y en esto nos vamos a fijar ahora, se pone en ocasión
de extraviar los caminos que llevan a conocer las leyes de la naturale-
za, pues considera todo el esfuerzo de la razonabilidad como inviable
para el conocimiento del mundo. ¿Nos olvidaremos de todo aquel fárra-
go de la celebrada frase «hypotheses non fingo»? No son necesarias
hipótesis, sino “ciencia experimental”, como dicen sus defensores; pero
esto no es en sus meollos mismos más que una manera de rechazar las

48
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

razones de los demás calificándolas como “meras hipótesis”, para que


las hipótesis propias sean tenidas como “las únicas razones”. Las cosas
que hay, son como son, en su decir, no porque Dios haya ‘actuado con
razones’ (y aunque así hubiera actuado, añaden los newtonianos, no
podríamos saberlo nunca, pues las razones de Dios son demasiado pro-
fundas para nosotros), razones para que sean de esta manera y no de
otra, sino, meramente, porque “Dios lo quiere”, porque él quiere que
las cosas que hay sean como son. Introduciendo la “inducción de la
ciencia experimental”, se quiere romper con el intrincado juego de las
razones que gobiernan todo lo que es (postura que ahora enseguida
vamos a defender), lo que llevará a una desvinculación (a evitar por
todos los medios razonables que tengamos a la mano, dadas sus desas-
trosas consecuencias para la filosofía) entre la física —que, por “física
inductiva”, se ha hecho meramente experimental— y la metafísica
—que, por “hipotética”, resultaría nefanda, algo a dejar de lado como el
peor de los males del conocimiento—. Quien sufre en su misma esen-
cia hasta el llanto con esta (falsa) manera de pensar es el conocimien-
to, apartado en su conjunto del trabajo arduo de «dar razones de todo
y del todo», que es la labor de la filosofía leibniciana.
Ahora, siguiendo esas maneras (demasiado cortas) de llevar la refle-
xión, lo que no aparece es la legalidad del mundo, de sus leyes, de las
leyes de la física, y por ende de la metafísica. ¿Cuáles serán los instru-
mentos para nuestra búsqueda de lo real? El mero empirismo de la
inducción y de la experimentalidad. Se ha de ver (en el futuro) que se
adentra ese camino en consideraciones insostenibles sobre la estructu-
ra de lo real, sobre el espacio y el tiempo, sobre el atomismo que está
de nuevo ahí mismo a la puerta —aunque vaya a ser ahora un atomis-
mo de fuerzas, y no un atomismo material, porque el mundo newto-
niano va a quedar, para colmo, desmaterializado—. En fin, problemas
mil y muy graves que en modo alguno pueden quedar ahí sin dilucidar,
y que han de ser ocasión de discusiones (futuras). En todo caso, no deje
de verse, va a estar en juego la racionalidad misma.
Una cierta utilización del paradigma atomista lo que hace es substi-
tuir lo real, en su complejidad grande (infinita), por aquello que se trató
con aquel sesgo por conveniencia, al comienzo, a sabiendas de que se
hacía de manera abstractiva, por tanto, parcial; que se lleva a cabo des-
vinculando aquello de lo que se habla del contexto global de su sí

49
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

mismo y de sus relaciones incesantes con el conjunto del todo; que una
vez efectuada esa desvinculación, se olvida de la substitución reductiva
que se había hecho.
Por eso, un tratamiento matemático de la filosofía natural es, por su
esencia misma, parcial, parcializante, abstractivo. No está mal, nada mal,
siempre que nos mantengamos a sabiendas en aquello que hemos que-
rido así. Es un desastre, en cambio, desde el momento en que se nos
olvida algo decisivo: la realidad no es abarcada sólo, y menos aún de
manera total, por la filosofía natural aupada sobre las matemáticas. De
ahí que “los principios matemáticos de la filosofía natural”, a fuer de
interesantes, sin embargo, sepan a demasiado poco cuando alguien
quiere ir con empeño hasta el final de la verdadera comprensión de lo
real. Peor aún, sean peligrosos en extremo en cuanto con ellos se quie-
ra introducir en la cadena del razonar algo que no es otra cosa que un
paralizante “milagro” continuo, allí en donde debía estar (como vamos
a ver a continuación) la búsqueda incesante de los ‘porqués’; de esta
suerte se desliga al pensamiento de la razón, por lo que este, evidente-
mente, deja de ser al instante lo que dice.
Al proceder así, se convierte el ámbito de lo natural en mero sobre-
natural, pero no porque sea tal, sino porque, poniéndolo ahí donde se le
ha puesto, ha quedado fuera de la razón, se le ha dejado aposta fuera de
nuestra búsqueda sin término (por la que vamos a apostar), como si se
tratara de algo que está en un terreno reservado a la irracionalidad, en
donde “todo es sin razón”; en donde nada hay que buscar, pues la mera
afirmación de lo que está ahí, pero afirmación “sin razones”, vale. Con lo
que esto tiene de grave en la opción decisoria de nuestra manera de acce-
der al mundo; con lo que esto tiene de pérdida evidente del verdadero
ámbito de aquello que es ‘natural’ y, en el mismo movimiento y como
contrapartida (¿lo podríamos olvidar?), del verdadero ámbito de lo ‘sobre-
natural’. Al proceder así, algo decisivo de una manera falsa de compren-
der quién es Dios y cuál es la obra de su creación, se nos cuela de ron-
dón; algo que invalida tanto el campo de la física como el de la teología,
pues sitúa sus respectivos ámbitos en lugares falsos, sin su realidad pro-
pia, fuera de la realidad. Pero, nótese bien, no está el desacuerdo en la
mostración de ‘lo que hay’, sino en el ‘empastamiento’ en que se ofrece
eso que hay, pues lo que hay sólo es en el conjunto del todo. El desa-
cuerdo con Newton no está tanto ‘en lo que hay’, cuanto ‘en lo que es’.

50
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

Es bueno, por esto, tener muy presente la diferencia entre física y


metafísica. Porque uno es el acceso físico a la realidad y otro distinto,
más abarcante, más consecuente, más cercano, el acceso metafísico a la
realidad. No se da el segundo en quien desconoce todo del primero.
Pero, quizá menos aún, tampoco se da el primero cuando se queda en
sí mismo con exclusivismo, con miopía, y substituye, sin más, al segun-
do. Porque, al contrario, uno y otro constituyen accesos a lo real, cada
uno en su nivel de generalidad y, por tanto, de concreción de realidad;
cada uno con una entrada en lo real de calidad distinta, sin que esto
quiera decir que ambos niveles sean independientes uno del otro; antes
al contrario, sus relaciones son tan estrechas que, cada uno en su nivel
de hondura —introductorio en el primero, definitorio en el segundo—,
el uno es reflejo del otro. El primero, en la agudeza de su parcialidad
es apoyo decidido para el segundo; puerta de entrada incluso por lo
que desde él se adivina, en cuanto que en él se vislumbran con clari-
dad sus propios límites. El segundo, en cambio, en la hondura de su
generalidad es el acceso definitivo, verdadero, a lo real; el que nos
introduce en su seno sin límites. Ni se oponen ni se complementan, sino
que se reflejan uno en el otro: el uno desde una particularidad abstrac-
tiva de realidad, el otro desde la generalidad concretiva de realidad.
De Descartes podemos quejarnos por su física inexacta. De Newton,
en cambio, lo haremos por su metafísica inexacta. Mas —¿cómo no nos
daríamos cuenta?— una física inexacta lleva a una metafísica inexacta;
una metafísica inexacta lleva a la postre a una física inexacta. La ampli-
tud filosófica que ahora se nos va a abrir ante los ojos sería impensable
en cualquiera de ambos sistemas, el cartesiano y el newtoniano. Por lo
cual nos quedaríamos sin esa belleza filosófica insuperable de poder dar
cuenta del mundo como un todo.

IV

Los átomos y los puntos matemáticos pierden el espesor relacional


de lo real. No así los puntos metafísicos, las mónadas, sobre todo las
más perfectas, constituyentes del mundo de los espíritus. Estas son un
‘punto’ de la realidad, que en su plegamiento infinito hacia dentro de sí
encuentran relación continuada con la infinitud desplegada del todo

51
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

fuera de sí. Las mónadas no tienen ventanas, de cierto, porque no está


en la mera observación puntual —dato a dato, caso a caso— el lugar
en donde se obtiene esa relación entre lo de dentro de ella, su sí mismo,
y lo de fuera de ella, el mundo. Son, por el contrario, una limpia cade-
na de correlaciones infinitas, en donde el despliegue de lo interno de
ella se correlaciona con exactitud milimétrica con el despliegue de lo
externo a ella (¿dónde queda, pues, la libertad?, he aquí un problema
grave). Lo de fuera, en el conjunto, tiene una urdimbre de red todo lo
vasta que se quiera, desplegada hasta el infinito de lo más grande del
mundo. Lo de dentro, por igual, tiene también su propia urdimbre de
red, tan vasta como la anterior, replegada hasta el infinito del pliegue
dentro de sí; desplegamiento y replegamiento, interioridad y exteriori-
dad que se corresponde nudo a nudo, uno con otro, cuerda a cuerda,
una con otra; sin embargo, siendo dos sistemas distintos, cada uno en
su lugar, en correspondencia biunívoca de la globalidad de los sistemas,
sin la imposible interacción en el detalle, como había mostrado ya
Descartes. Correspondencia de correlación que no es fruto de la (impo-
sible) casualidad de algunos contactos esporádicos, en el espacio y en
el tiempo, producidos por observaciones parciales de cualquier estilo
que se quiera, sino correspondencia de correlación armónica de un sis-
tema con otro, de una red con otra, correspondencia de correlación sis-
témica.
Se da ahí una armonía pasmosa, sorprendente, total, entre la móna-
da y el mundo. No hay relación entre el mundo de lo corporal y el
mundo de lo espiritual, no queremos olvidar nuestro cartesianismo de
origen. Cada uno de esos dos mundos distintos se desenvuelve a su pla-
cer siguiendo leyes propias: las unas mecánicas —pero, lo hemos visto
ya, no de una mecanicista mecánica cartesiana—, las otras espirituales.
Nuestro mundo de origen es el que pensó Descartes, cierto, pero que-
darse en la simplicidad de esa negación de la correlación imposibilita-
da entre la res extensa y la res cogitans, es caer en la mera simplonería.
Hay más, mucho más, incluso partiendo de los supuestos cartesianos.
Porque hay una vasta red de correlaciones armoniosas, que van hasta
el infinito, en el detalle de lo grande y en la minucia de lo pequeño. Es
ahí en donde está la grandeza de la mónada, de la substancia leibnicia-
na. Lo distinto, lo que cada una de las mónadas es para sí y desde sí,
pues en ellas todo lo que ellas son pende del despliegue de sí mismas,

52
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

se compagina en perfecta e inusitada correlación de ensamblaje con lo


de fuera de sí.
El conjunto entero de las mónadas, de las mónadas innumerables,
en la intrincada complexión de su substancia, cada una en sí y desde
sí, sin embargo, muestra una ‘apertura’ expresiva total, última, definiti-
va, metafísica, a todas las demás mónadas, al mundo en su conjunto.
Cada una ‘expresa’ a las otras mónadas y al mundo. Lo expresa con la
condición de que no opte por cerrarse en su emperrada libertad a la
armonía del conjunto —con una libertad que al punto deja de ser lo que
dice ser (lo que siempre tiene capacidad de hacer), sin saber que tam-
bién de este modo, en su desplante, encajará dentro de la armonía total
su falsa actitud respecto a lo que ella es en lo profundo de su mismi-
dad—; armonía maravillosa que sin añadirles nada más de lo que ya
son, despliega en el conjunto del mundo —en el mundo de los espíri-
tus, sobre todo, claro es—, la armonía preestablecida por Dios —de la
que luego vendremos a hablar—, la mónada infinita, la que organiza el
sistema de los sistemas.
La apertura, por tanto, se establece no a través de ventana alguna
particular, propia, la cual pudiera ser grande o pequeña, estar abierta o
cerrada, limpia o sucia, con cristales de buena o mala calidad, transpa-
rentes o traslúcidos, y que pudiera ser utilizada o no, sino que se esta-
blece con absoluta perfección por medio de la acción armoniosa que
en el conjunto de todas ellas ejerce su Creador (al que vamos a llegar),
quien preestableció en su sabiduría infinita y en su providencia inago-
table la armonía del conjunto, la armonía del todo.
Pero esto, claro, nos deja en las lindes del problema de la libertad
de cada uno de nosotros, mónadas individuales.

Decía antes que Leibniz lleva el paradigma atomista a otro lugar, a


un lugar que ha sido trastocado por el paradigma del logos, pues da
una importancia decisiva a la razón, al «dar razones», y tiene siempre el
convencimiento íntimo de que no sólo ‘hay que dar razones’, sino de
que también ‘deben darse razones de todo’, pues ‘todo tiene su razón de
ser’. Mostrar ‘lo que hay’ está bien, pero es demasiado poco; es posible

53
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

(y necesario) ir más allá, porque ‘lo que es’ es mucho más de “lo que
(en apariencia) hay”.
Es en las preguntas, que se suponen siempre con respuesta, en
donde se da el plegamiento barroco del pensamiento de Leibniz.
Preguntando una y otra vez, sin cesar, indefinidamente, sobre lo que
acontece, sobre lo que vemos, sobre lo que somos, sobre lo que es el
mundo, hay que dar razones una y otra vez, sin cesar, pues ‘todo tiene
su razón’. Es en las respuestas a esas preguntas en donde logra Leibniz
ese repujado del pensamiento que llega hasta el detalle de lo que es;
capaz de ir siempre más allá, más cerca de lo grande y más cerca de lo
pequeño, sin acabar nunca de llegar al final —un final que sólo lo está
en el conjunto entero de lo real—, pues la infinita complejidad de lo de
dentro y de lo de fuera de la mónada jamás podrá ser abrazada por
nuestro pensamiento, ya que este siempre es limitado —no así el pen-
samiento de Dios, en el cual sí que cabe la entera realidad en toda su
múltiple complejidad, incluso en los detalles de lo pequeño y de lo
grande—.
Pero ¿cómo sabemos que todo lo que es tiene su razón de ser?
Porque el mundo, el conjunto multiforme de la realidad, es creación de
Dios y el Creador ha hecho el mundo contando en todo momento con
su capacidad en acto de razonabilidad infinita, fuente inagotable de
acción, aplicada de continuo en su acción creadora. Por más vueltas
que demos al mundo, pues, siempre hemos de ver con el pensamiento
una cadena de razones que se enlazan unas con otras ya que ‘nada en
el mundo es sin razón’. Desde este presupuesto, tendremos una certe-
za fundante en la razonabilidad del mundo. Por eso, aunque sean sólo
unas pocas las razones que nosotros ahora, mediante nuestro pensa-
miento, seamos capaces de dar sobre unos pocos fenómenos del
mundo, sin embargo, tendremos para siempre la convicción profunda
de la razonabilidad de todo en el mundo, por complejo, difícil o lejano
que sea. De esta manera, la ciencia será siempre una posibilidad nece-
saria buscada con ardor por quien quiere pensar.
Más aún, vistas las cosas desde Dios (¿y cómo no podríamos tener
los humanos —por analogía— algún acceso al punto de vista de Dios,
si hemos sido creados por él a su imagen y semejanza?), es evidente
que hay razones, y que él conoce las razones con las que hizo el
mundo; de esto tenemos seguridad cierta. Para nosotros, al contrario,

54
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

esas razones permanecen ocultas en muy buena parte. Para Dios, las
razones del mundo —y la urdimbre en que se tejen— están actualmente
dadas; todas las tiene presentes, y nosotros lo sabemos, aunque no las
tengamos presentes. Para nosotros, aunque, claro es, esas razones en su
infinita complejidad concreta no nos están dadas —por lo que jamás las
podremos tener presentes en su exhaustividad—, sin embargo, está
dada así, de una vez por todas, la razonabilidad del mundo. Como
decía, por tanto, la física no sólo nos es posible, sino necesaria; nada
puede malograrnos nuestra dedicación a ella. Pero, yendo más allá,
nada ni nadie puede dejar sin efecto en nosotros la metafísica, que se
pregunta por el todo.
Y ¿cómo sabemos que el mundo es creación de un Dios Creador?
Porque entre las razones a encontrar, la primera y más importante de
todas, la más decisiva, es la razón de «por qué existe algo en vez de
nada». Si nos pudiéramos plantear todas las preguntas en busca de todas
las razones, como es el caso, pero falláramos en esta o se nos volviera
opaca o imposible, nos fallaría la razón fundante por la cual todo tiene
su razón, perderíamos la razón de nuestras razones. Dios ha creado el
mundo siguiendo la red sistemática de sus razones, desarrollando el
armonioso sistema preestablecido de los sistemas, y nosotros tenemos
acceso a ese sistema de razones, aunque sea parcial nuestro acceso a él
y sean parciales los resultados que obtengamos; tenemos acceso a ese
encadenamiento de razonabilidad continuada de lo que sea nuestro
decir sobre el mundo; pero esto es así, precisamente, porque hay una
Razón Creadora por la cual ‘existe algo en vez de nada’.
El pensamiento leibniciano ha resumido esta estrategia, esta manera
de actuar del pensamiento, mediante el «principio de razón suficiente»:
nada hay sin razón. Por esto, empeñándonos, emperrándonos, en el
desplegamiento de las razones que van desvelando los sucesivos ple-
gamientos de la realidad del mundo, tendremos la certeza, presupues-
ta, de que alcanzaremos a decir lo que es, aunque sólo, evidentemen-
te, nos topemos con un aspecto parcial, incluso muy parcial, del sistema
de lo que es. De aquí la necesidad de que esos pensamientos se expli-
quen razonadamente, porque pensar no es un ir diciendo lo que nos
venga en gana en cada momento, de cualquier modo, según las suce-
sivas circunstancias desordenadas en las que nos hallemos, sino que
pensar es un serio encadenamiento lógico de proposiciones en las

55
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que toman forma las razones. La lógica es una condición necesaria en


nuestro esfuerzo por dar razones, aunque, es importante darse cuenta, no
es la lógica la única asignatura a dominar en este esfuerzo. Es condición
necesaria, pero no suficiente. La lógica, ese encadenamiento bien perge-
ñado de las razones en un ordenamiento sistemático bien hecho, no es
sólo instrumento de nuestro pensar, pues Dios mismo sabe con sabiduría
infinita encadenar bien sus razones, hasta el extremo de bordarlas en su
perfección, y sus razones son ‘razones en acto de creación’, pues las ideas
de Dios tienden a existir con existencia de realidad creada. Pero, no lo
podemos olvidar jamás, esa perfección es suya, no nuestra.
Para nosotros, la perfección de la razonabilidad en acto de Dios es
algo así como una ‘idea regulativa’ que nos indica la buena dirección a
seguir en nuestros propios esfuerzos de pensamiento. Siguiendo su indi-
cación, sabremos siempre que vamos por el camino que nos lleva a
conocimiento real de realidad. Y ¿cómo sabemos que así sea? Porque,
sobre todo, Dios es Bueno como hemos de ver luego.

VI

Dios ha creado todo lo que en el mundo es: todo lo que es tiene


razón de ser. Pero la creación no es un acto que Dios haya hecho ‘como
quiera que salga’, como por acaso, sin atención y sin seso, sino que es
fruto en acto meditado de su Razón. Dios ha sopesado bien lo que hace.
Sus pensamientos encierran el conjunto entero de las razones que dan
textura a sus ideas, cada una de ellas en toda su infinita complejidad
interna y en toda su infinita interrelación con las demás ideas, tan lle-
nas de razones que las hace posibles; por esto, es tal su riqueza de posi-
bilidad, que tienden a existir, son ‘existideras’. Falta todavía el que su
ideador tenga la voluntad de hacerlas existir en acto de creación. Lo que
acontece es que, en el entramado complejo de todo aquello que, por
ser idea en la mente de Dios, tiende a existir, no todo es posible con-
juntamente, ni siquiera consiguientemente. De ahí que sólo pueda exis-
tir de hecho todo aquello que, siendo ‘posible’, es también posible junto
a otros posibles, es decir, es ‘composible’.
Las ideas de Dios sobre cada una de las cosas, acontecimientos o
mónadas, toma en consideración el sistema entero de su interioridad

56
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

y de su correlación con la exterioridad, tal como hemos visto más arri-


ba. Es tal la plenitud idearia de Dios que ellas quedan con todo lo que
necesitarían a la puerta de una decisión de ser actualizadas como crea-
ción. Cada una de ellas es ‘posible’, pues Dios la ha pensado de tal
manera solícita que nada hay en ella que impida su existencia, pues si
lo hubiera significaría que no ha sido capaz de idear algo que no lleve
en sus entrañas contradicción, lo que la haría intrínsecamente imposi-
ble. En su razonar —¡sobre todo en él! —, Dios cumple el «principio de
no contradicción». Este meditar de Dios en los pensamientos que le lle-
van a la ideación —si es que puede hablarse así, puesto que en ningún
caso el de Dios es un razonar fatigoso, como acontece con el nuestro—
jamás encierra contradicción alguna, sino que contempla su idea en el
más pleno de los repujados y plegamientos hacia lo más mínimo y hacia
lo más grande.
Ahora bien, en Dios, evidentemente, las ideas ‘no van por suelto’,
como si sólo le cupieran una a una en su Razón; como si el pensar en
él fuera un acto fatigoso y estrecho. Piensa las ideas todas juntas, como
un conjunto estructurado con perfecta perfección. Cada una de ellas en
ese pleno repujado al que me acabo de referir. Cada una de ellas es,
pues, un complejo sistema, que es pensado a la vez con otros comple-
jos sistemas, en correlación unos con otros, hasta hacerse un vasto sis-
tema de sistemas. El pensar de Dios es sistémico.
Es ahora cuando debemos introducir la noción de ‘composibilidad’.
Pues, vistas las ideas de Dios una a una, valía con el principio de no
contradicción para hacerlas simplemente posibles. Pero puestas una
junto a otra, no vale que por suelto sean cada una de ellas posibles,
pues, es obvio, varias ideas posibles, en su soledad, pueden tener en su
desarrollo intrínseco aspectos que les hace imposible ser posibles las
dos a la vez. Más aún, una de ellas en su complejo conjunto puede
hacer que la otra sea imposible por entero en su propio conjunto com-
plejo. Complíquese todo lo que se quiera esta posibilidad de la imposi-
bilidad parcial o total de la existencia a la vez de esas ideas y llegamos
a ver que, en el todo del sistema, no vale con el sencillo —en su inmen-
sa complicación— principio de contradicción. Hay ahora más, una con-
sideración de la urdimbre de los sistemas en que se entrelazan las ‘ideas
sueltas’ de Dios, que hacen una unión sistémica composible en esas
ideas que se conjuntan en una ‘maravillosa armonía preestablecida’.

57
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Desde ahí se ve que la Razón de Dios es capaz de pensar en su deta-


lle conjuntos enteros —mundos— de existencias posibles a un tiempo,
pues toda la inmensa complejidad de ideas que allí en la interioridad de
cada uno de ellos se entrecruzan hasta el infinito, son composibles. De
ahí que cada uno de esos infinitos mundos pueda ser, en cuanto Dios
así lo quiera, un mundo real. Pero ¿cuántos son los mundos posibles?
Tantos como Dios sea capaz de idear con su infinita Razón. Es un juego
de conjunción armónica de infinitas ideas que en cada sistema infinito
sean composibles. Infinitos, por tanto.
Son infinitos los mundos posibles, cada uno de ellos lleno de infini-
tas ideas que se correlacionan armónicamente en lo infinito de lo
pequeño y en lo infinito de lo grande. Cada mundo posible tiene ya
todo a punto para existir, tiene tendencia a existir, es ‘existidero’. Falta
todavía que su Creador lo haga existir en acto voluntario de creación.
Ahora bien, cada mundo sería el conjunto entero de todo lo que exis-
te. Pero, es obvio, sólo hay un mundo, el ‘mundo real’, el que abarca
todo lo que hay, todo lo que es, el único real de los “infinitos mundos
posibles”. ¿Cómo toma Dios la decisión de cuál de ellos hacer existir?
Dios es capaz de evaluar las ‘posibilidades de bien’ de cada uno de
los infinitos mundos posibles; de sumar la cantidad de bien de cada uno
de ellos. Luego, Dios escoge el mejor de los mundos: aquel mundo
posible que maximiza la cantidad de bien que posee, ese mundo es el
que en acto de voluntad hace existir. El mundo real es así ‘el mejor de
los mundos posibles’. Y ¿por qué hace Dios esta elección? Porque en él
no hay sólo Razón, como si fuera únicamente una perfecta máquina del
razonar, sino porque en él el criterio último de toda la razonabilidad es
el Bien. En una palabra, Dios crea este mundo que es el nuestro —el
único mundo existente—, en el que encontramos lo que hay, más aún,
en el que se da el conjunto entero de lo que es creado, el todo de la
realidad creada, y lo hace tal cual es —‘el mejor de los mundos posi-
bles’—, porque es bueno51.
A la no limitación del pensamiento infinito de Dios —mientras que
el nuestro, por el contrario, es fundamentalmente finito y limitado—

51 Alguna vez espero tratar de la importancia decisiva y última de Jesucristo

en el sistema leibniciano. Hay una ligazón honda entre esta importancia y la


bondad de Dios. [Véanse los capítulos 3 y 4 de este mismo libro].

58
Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad

ilimitación que le lleva a ese inmenso poder de su Razón para idear infi-
nitos mundos posibles, hay que sumar algo que es decisivo y último: su
bondad. La decisión de qué mundo crear es una decisión de la Bondad.

VII

‘Posibilidades de bien’ que Dios es capaz de evaluar en cada uno de


los mundos posibles, decíamos antes. Esto nos lleva derechamente a la
consideración del ‘reino de los espíritus’, y luego al problema de la
libertad, pues es ahí en la moralidad donde de manera real y verdade-
ra se da el bien y el mal. Somos los hombres —mónadas espirituales—
quienes tenemos real y verdadero acceso al bien y al mal, precisamen-
te por nuestra razón y porque hemos sido creados libres. Por eso hay
que considerar, en esa maximalización de la suma de bien de cada uno
de los mundos posibles, que nos asentamos en un «principio antrópico»,
aun sin expresarlo de manera definitivamente clara. El juego sutil y últi-
mo de los infinitos mundos posibles se juega, pues, en el reino de los
espíritus, en nuestro comportamiento de libertad.
Pero ¿cómo es posible la libertad en el mundo leibniciano que ter-
minamos de describir? ¿No aparecerá en él por contra el más rígido de
los determinismos provocado por el Dios que lo crea todo? Ya cualquier
consideración del mundo como creación de Dios pone el dedo en la
llaga de la libertad, pues, si Dios crea también el reino de los espíritus,
no nos deja real libertad para el bien o para el mal, o si nos la deja, él
es, también, creador del mal. Pero, en el caso de Leibniz, esa llaga apa-
rece como herida sangrante, pues su filosofía ha acentuado hasta la
exasperación la razonabilidad de todo lo que es; por tanto también la
de nuestro más íntimo comportamiento. Dios ha hecho todo, no sólo lo
que somos en general, sino que también ha hecho el particular más
absoluto de todo lo que somos. Y lo ha hecho de manera meditada,
dándose razones de todo ello, hasta el detalle último. ¿Cabe ahí, por
tanto, la libertad de escoger el bien y el mal?, ¿cabe ahí la libertad?
El respeto hacia cada uno de nosotros de Dios es tan cuidadoso que
nos ha previsto —pues él no está en el espacio y el tiempo, que son
sólo nuestros, tenemos que caer en la cuenta de ello de manera bien
clara—, en la irisación de las infinitas posibilidades de lo que vamos a

59
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

ir siendo y haciendo, sus mil bifurcaciones y las infinitas consecuencias


diferentes que nuestras acciones van a tener en nuestro comportamien-
to futuro y en el todo del mundo. Porque para él somos presentes (no
estamos presentes, sino que somos presentes, nótese bien) como en un
punto (¿monádico?) ideal, fuera del discurrir del espacio y del tiempo
que se constituyen en la mundanalidad. En una palabra, en la elección
del mejor de los mundos posibles, Dios creador, en el acto mismo de
su creación unitaria (una creación unitaria que, luego, por efecto de su
providencia sustentadora, se desparrama por la mundanalidad que se
hace espacio-temporal), tiene en cuenta el discurrir de nuestra propia
existencia en libertad, y, por así decir, nos crea con las acciones mismas
que son resultado de esa libertad, entre las cuales está no sólo el bien
que elijamos, sino también el mal que nosotros —en nuestra mundana-
lidad espacio-temporal, insisto— hemos elegido, cuando en uno y en
otro instante lo hemos hecho en el pasado, cuando lo hacemos ahora
en el presente o cuando lo hagamos en el futuro. De esta manera cree
Leibniz dejar expedito y limpio el camino de la libertad, y mentado el
problema del mal.
Tenemos acceso al bien y al mal por nuestra razón, decíamos. De esta
manera, el bien es un modo acertado de conocimiento, y digo acertado
porque hemos visto ya que el conocimiento de las enteras razones es
sólo un conocimiento propio del Dios creador; por ello, nuestro modo
acertado de conocer esas razones, en la finita limitación de creaturas
hechas a imagen y semejanza del Creador, es una ‘intuición analógica’,
porque no somos capaces de más —aunque, hay que decirlo al punto,
somos capaces de tanto como eso, de ahí que nuestro reino sea el ‘reino
de los espíritus’—. De esta manera, también, el mal es un modo erróneo
de conocimiento, un desbarate de aquella ‘intuición analógica’, por
habernos quedado cortos en ella, por no habernos esforzado suficiente-
mente en lograrla, por haber preferido otras ocupaciones menores a esta
que no es otra que la gran preocupación de la moralidad.
En Leibniz, todas las preguntas tienen la posibilidad de (¿están con-
denadas a?) tener una respuesta.

60
3. EL DIOS TRINITARIO, CULMINACIÓN
DE LA FILOSOFÍA DE LEIBNIZ:
EL VÍNCULO SUBSTANCIAL

La obra de Leibniz es a la vez circunstancial y profundamente cohe-


rente. Un amasijo inacabable de páginas escritas al hilo de una conti-
nuada divagación aparente y de una correspondencia potencialmente
inabarcable en su larga infinitud; todo ello entreverado de textos —con
frecuencia muy cortos— de un extremado rigor. Él mismo dice que no
en toda ocasión puede expresarse ampliamente, aunque siempre inten-
te hablar con justeza, y añade: «comienzo como filósofo y termino como
teólogo. Uno de mis grandes principios es que nada se hace sin razón.
Sin embargo, en el fondo no es otra cosa que la confesión de la sabidu-
ría divina, aunque no hable de ello al comienzo»52. Estas palabras no son
un mero decir. Lo hemos de ver con claridad en las páginas que siguen.
En el capítulo segundo de su Scala claustralium, Guido II el Cartujo
nos describe los cuatro grados espirituales que llevan de la tierra al

52 «Je ne puis pas toujours m’exprimer amplement, mais je tâche toujours de

parler juste. Je commence en philosophe, mais je finis en théologien. Un de mes


grands principes est que rien se fait sans raison. C’est un principe de philoso-
phie. Cependant dans le fonds ce n’est autre chose que l’aveu de la sagesse divi-
ne, quoyque je n’en parle pas d’abord. Selon moy l’organisation ne saurait com-
mencer que par miracle aujourd’huy ou au commencement des choses», en Die
Leibniz-Handschriften, ed. E. Bodemann, Hannover, 1889 (reimpresión
Hildesheim, 1966), II, p. 58; citado por Xavier Tilliette, Le Christ de la philoso-
phie, Cerf, París, 1990, p. 214.

61
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

cielo53: lectio, meditatio, oratio, contemplatio. La lectio tiene que ver con
el libro, pero ¿podremos olvidar la doble cualidad del libro en la nueva
ciencia —el libro de las Sagradas Escrituras y también el libro de la natu-
raleza, como Galileo y otros muchos estimaron ya—? La meditatio es
una acción estudiosa de la mente que busca incesantemente noticia de
las verdades ocultas y lo hace mediante la investigación conducida por
la razón. La oratio es una elevación del alma a Dios que aparta del mal
y adhiere al bien. La contemplatio, por último, el peldaño más elevado
de la escala, es suspender la mente en Dios allá en lo alto, gustando de
su dulzura. El filósofo Leibniz integra en su acción filosófica los cuatro
grados de esta escala.
Y, sin embargo, cuando Jacques Jalabert dedica un libro entero54 a
hablar del Dios de Leibniz, nos aparece allá un Dios que nada tiene de
sabor teológico, reflejo quizá perfecto del llamado “Dios de los filóso-
fos”, pero no parece claro que esté ahí el Dios trinitario del cristianis-
mo. Los reproches de Pascal, ¿serán de verdad aplicables a Leibniz?
Leyendo en cambio el libro magnífico de Jean Baruzi55 sobre Leibniz
y la organización religiosa de la tierra, el acento es muy distinto.
Aunque Baruzi una y otra vez debe reiterar —lo escribió en 1907— que

53 «Cum die quadam corporali manuum labore occupatus de spiritali homi-

nis exercitio cogitare coepissem, quatuor spiritales gradus animo cogitandi se


subito obtulerunt, lectio scilicet, meditatio, oratio, contemplatio. Haec est scala
claustralium qua de terra in coelum sublevantur, gradibus quidem distincta pau-
cis, immensae tamen et incredibilis magnitudinis, cujus extrema pars terrae inni-
xa est, superior vero nubes penetrat et coelorum secreta rimatur (Ge 28,12). Hi
gradus sicut nominibus et numero sunt diversi, ita ordine et merito sunt distincti;
quorum proprietates et officia, quid singuli circa nos efficiant, quomodo inter se
differant et praemineant, si quis diligenter inspiciat, quidquid laboris et studii
impenderit in eis breve reputabit et facile prae utilitatis et dulcedinis magnitu-
dine (Ge 29,20). Est autem lectio sedula scripturarum cum animi intentione ins-
pectio. Meditatio est studiosa mentis actio, occultae veritatis notitiam ductu pro-
priae rationis investigans. Oratio est devota cordis in Deum intentio pro malis
removendis vel bonis adipiscendis. Contemplatio est mentis in Deum suspensae
quaedam supra se elevatio, eternae dulcedinis gaudia degustans. Assignatis ergo
quatuor graduum descriptionibus, restat ut eorum circa nos officia videamus»,
en Guigues II le Chartreux, Lettre sur la vie contemplative, ed. Edmund Colledge
y James Walsh, París, 1970, pp. 80-4 (Sources chrétiennes, 163).
54 Jacques Jalabert, Le Dieu de Leibniz, PUF, París, 1960, 224 p.
55 Jean Baruzi, Leibniz et l’organisation religieuse de la terre (1907), Scientia,

Aalen, 1975, 525 p. (= LORT).

62
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

lo que él presenta en su libro no es en absoluto el pensamiento de un


Leibniz que no cree en otra cosa que en aquello que su interlocutor
quiere oír, imagen muy socorrida de un Leibniz falso. Este filósofo tiene
una capacidad asombrosa no de pasteleo o peor aún de ocultación,
como algunos han pensado sin razón, sino que es un autor tan univer-
sal, con un sistema tan construido de un tejido de interrelaciones
mutuas en el que cabe todo ‘a su manera’; un autor cuya obra se hace
además en su mayor parte en forma de correspondencia dialogada con
una cantidad inaudita de corresponsales, de forma tal que todo en ese
pensamiento es dialogante e integrador, por lo que en él todo cabe ‘a
su manera’, integrado en el propio sistema, el cual se construye no
negando el pensamiento de los otros sino afirmándolo y recomponién-
dolo todo ‘a su manera’ mientras eso sea posible; no siempre, pues a
veces es terriblemente polémico en el fondo del pensamiento —con los
cartesianos, con Spinoza, con una manera de newtonianismo, por ejem-
plo—. Esto no significa dolo y ocultamiento, evidentemente, pero no
pocos de los lectores o no lo han creído —¿por qué intereses filosófi-
cos?— o no les ha cabido en la cabeza una actitud así y han echado
sobre nuestro filósofo todo lo que no entraba en sus propios cabales56.
Hace unos años, la lectura del libro en el que se presentaba en tra-
ducción una parte de la correspondencia que escribió Leibniz al padre
jesuita Des Bosses57, me chocó enormemente. La imagen leibniciana
que de él salía tenía para mí puntos de notable novedad. Precisamente
la clave era esta: el lugar muy especial que Jesucristo ocupa al final del
pensamiento filosófico de Leibniz. Bien es verdad que la persona de
Jesucristo ya había constituido el final del inicial Discurso filosófico; lo
veremos enseguida. Pero ahora la persona de Jesucristo cerraba no ya
un texto sino el discurso filosófico vivo del propio Leibniz.
Estas páginas quieren ser continuación de otras escritas hace algún
tiempo58. Aquellas terminaban con una pregunta sobre el pensamiento

56 Si alguien está interesado en la biografía de nuestro filósofo, puede mirar

esta: E. J. Aiton, Leibniz: A Biography, Hilger, Bristol, 1985, 370 p.


57 Christiane Fremont, L’être et la relation, Vrin, París, 1981, la traducción

parcial de la correspondencia con Des Bosses en pp. 75-209 (= Fremont).


58 De ‘Leibniz y la innecesariedad mundanal de Dios’, capítulo 1 de Sobre

quién es el hombre, y también de ‘Leibniz, pensador barroco: el despliegue filo-


sófico de la realidad’, capítulo 2 del presente libro.

63
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

leibniciano que ahora quisiera contestar. Se fijaron en cómo, para


Leibniz, el mundo es creación, es decir, que para él hay un primer
‘cierre’ del mundo en su consideración como creación, que se hace
en torno al Creador. Ahora bien, resultó que ese mundo estaba inun-
dado por una fuerza espiritual que lo traspasa por todas sus partes,
dándole el riego vital de las interconexiones múltiples, de sus innú-
meras relaciones. Este sería el segundo ‘cierre’ de la filosofía leibni-
ciana. Sin embargo, en este momento se da cuenta Leibniz de que
aún falta algo y que ese algo es de vital importancia, decisivo.
Porque podría pensarse que los cuerpos y las cosas en el mundo no
sean sino un mero agregado sin fuerza unitiva alguna, sin alma o
entelequia alguna. En una palabra, que los cuerpos y las cosas en el
mundo no sean en verdad substancia en su ser relacional, y que no
sea precisamente eso lo que les hace precisamente ser en el mundo.
Podría pensarse que la única unidad entre las substancias es la que
se da a través del Espíritu —unidad extrínseca en el mundo si es que
no quiere uno acercarse peligrosamente a posturas panteístas que
Leibniz rechaza de plano, unidad intrínseca en el reino de los espí-
ritus, quizá—. No sería poco haber encontrado esa unidad, estaría
muy bien, pero para la sed leibniciana de realidad todavía no resul-
ta suficiente.
Al final de su vida, por tanto, se hace patente para Leibniz algo
que es una sorprendente novedad que ‘cierra’ su sistema por terce-
ra y última vez. Ese cierre es el del vínculo substancial, pensamien-
to que nace íntimamente ligado con el papel que viene a jugar al
final en las cogitaciones leibnicianas la persona de Jesucristo a tra-
vés de sus meditaciones dialogadas sobre la transubstanciación euca-
rística en su correspondencia de sabor ecuménico con el jesuita Des
Bosses.
Para decirlo en corto, Dios como Creador, Dios Padre, aparecería
sobre todo en escritos tales como el titulado Sobre la originación radi-
cal de las cosas 59: el mundo como creación. El Espíritu, sobre todo en
otros como el Nuevo sistema para explicar la naturaleza de las subs-
tancias y la comunicación que hay entre ellas lo mismo que la unión del

59 De rerum originatione radicali, texto del 23 de noviembre de 1697, LPS

VII, 302-308; tr. Olaso 472-80. La explicación de las siglas, en la nota 63.

64
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

alma y del cuerpo 60. Jesucristo como la ocasión del vínculo substancial
y más aún el verdadero vínculo substancial de lo real, por fin, en la
correspondencia con Des Bosses a la que me voy a referir luego larga-
mente.
Si fuera como acabo de enunciar, en el pensamiento filosófico de
Leibniz el Dios trinitario tiene un lugar decisivo. Esto es lo que voy a
intentar mostrar en las páginas siguientes.

II

Durante la estancia de Leibniz en París, estando un día de plática en


casa de Arnauld junto con algunos amigos de este, Nicole, Saint-Amand
y otros jansenistas, Leibniz formuló así una oración en la que todo estu-
viera implicado y que a la vez fuera válida para todos: «Dios único, eter-
no, todopoderoso, omnisciente y omnipresente, tú eres el Dios único,
verídico e infinitamente dominador; yo, tu miserable criatura, creo y
espero en ti, te amo sobre todas las cosas, te oro, te alabo, te doy gra-
cias y me doy a ti. Perdona mis pecados y dame, como a todos los hom-
bres, eso que, según tu voluntad, es útil para nuestro bien temporal
como para nuestro bien eterno; y presérvanos de todo mal. Amen». La
reacción de Arnauld fue muy contraria, pues en esas palabras nada
encontraba de aplicable como oración, porque no se hace en ellas men-
ción de N. S. Jesucristo. Leibniz explicó que idéntico reproche se puede
hacer a la oración del mismo Jesús y a otras oraciones conservadas en
las Epístolas y Hechos. «¿Se encuentra siempre en tales oraciones el
nombre de Cristo o el de la Trinidad?». Arnauld nada respondió —añade
Leibniz—, pues el «buen hombre» quedó desconcertado por entero, y
«salimos un instante a tomar el aire»61.
En el primer texto filosófico importante dado a conocer de Leibniz,
en su última página encontramos una afirmación masiva de Jesucristo
en unas líneas que se construyen como un entramado de citas bíblicas.

60 Systeme nouveau de la nature et de la communication des substances, aussi

bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps, publicado en el Journal des
Savants del 27 de junio de 1695, en LPS IV, 477-87; tr. Olaso 458-71.
61 Guhrauer, G. W. Leibnitz: Eine Biographie, 2. vols., Breslau 1846, t. I, pp.

118-9, tomado de LORT, 87.

65
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Por su importancia es necesario citarla en toda su extensión. Se trata del


último número del Discurso de metafísica escrito en 1687 para el mismo
Antoine Arnauld, no publicado pero sí hecho público62. Dice así:

«n. 37 Jesucristo ha descubierto a los hombres el misterio y las


leyes admirables del reino de los cielos y la grandeza de la suprema
felicidad que Dios prepara a los que lo aman.
Los filósofos antiguos han conocido muy poco estas importantes
verdades. Sólo Jesucristo las ha expresado divinamente bien y de
una manera tan clara y tan familiar que los espíritus más groseros
las han podido concebir. De este modo su evangelio ha cambiado
enteramente la fisonomía de los asuntos humanos: nos ha dado a
conocer el reino de los cielos o sea el de esta república perfecta de
los espíritus que merece el título de ciudad de Dios, cuyas leyes
admirables nos ha descubierto. Únicamente él ha mostrado lo
siguiente: todo lo que Dios nos ama (Ju 17, 23) y con qué exacti-
tud nos ha provisto de todo lo que nos concierne: si cuida a las
pequeñas aves no descuidará a las criaturas razonables que le son
infinitamente más caras (Lu 12, 7); que todos los cabellos de nues-
tra cabeza están contados (Lu 12, 7); que el cielo y la tierra pere-
cerán antes que la palabra de Dios (Mt 24, 35) y que lo que per-
tenece a la economía de nuestra salvación se modifique; que Dios
tiene mayores consideraciones por la menor de las almas inteli-
gentes que por toda la máquina del mundo (Mt 16, 26); que no
debemos temer a los que pueden destruir los cuerpos pero no
podrían dañar las almas (Lu 12, 4) puesto que sólo Dios las puede
hacer felices o desdichadas; que las almas de los justos están en su
mano, al abrigo de todas las revoluciones del universo y que nada
puede obrar sobre ellas como no sea únicamente Dios; que ningu-
na de nuestras acciones cae en el olvido: todo es tenido en cuen-
ta, hasta las palabras ociosas y hasta una cucharada de agua bien
empleada (Mt 12, 3 y 25, 35); en fin que todo debe tener buen
éxito para el mayor bien de los buenos (Rom 8, 28); que los justos

62 Publicado por vez primera como apéndice en C. E. Grotefend,

Briefwechsel zwischen Leibnitz, Arnauld und dem Landgrafen Ernst von


Hessen-Rheinfels, Hannover, 1846, pp. 154-192.

66
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

serán como soles (Da 12, 3 y Mt 13, 43) y que ni nuestros sentidos
ni nuestro espíritu jamás han saboreado nada que se aproxime a la
felicidad que Dios prepara a los que le aman (1 Co 2, 9)»63.

Otro texto posterior en unos pocos años nos pone ante algo que es
decisivo en el pensamiento de Leibniz: Dios ha revelado a los hombres
la verdadera religión a través de la luz de la naturaleza, y ¿cómo lo ha
hecho?: por medio de una «irradiación» de su razón sobre la nuestra; ¿no
veremos aquí una alusión al comienzo del Génesis: hemos sido creados
por Dios a su imagen y semejanza, unida a otra al comienzo del evan-
gelio de san Juan que nos presenta al Logos? Ahora bien, los hombres
raramente empleamos la razón de «forma satisfactoria», por lo que Dios
nos ha enseñado «por medio de Moisés, y del modo más soberbio por
medio de Cristo, las verdades y reglas más elevadas de la felicidad
mediante el cumplimiento de su voluntad»; muchas personas prudentes
se han ocupado de la acción práctica, «pero todo lo que han dicho, e
incluso algo más, está condensado en la regla principal de la religión
cristiana que sostiene que debemos amar a Dios sobre todo y a los
demás hombres como a nosotros mismos»64.

63 Leibniz, Die philosophischen Schriften, edición Gerhardt (1880), vol. IV,

Olms, Hildesheim, 1978, 462-3 (= LPS). Hay una magnífica traducción de tex-
tos sueltos de Leibniz editada por Ezequiel de Olaso con Roberto Torretti y
Tomás E. Zwanck: G. W. Leibniz, Escritos filosóficos, Charcas, Buenos Aires,
1982, 666 p. (= tr. Olaso); nuestro texto en tr. Olaso, 326-7. Una edición insu-
perablemente bien anotada —la mejor manera, sin duda, de adentrarse en el
complejo mundo leibniziano— es la de Georges Le Roy: Leibniz, Discours de
métaphysique et Correspondance avec Arnauld, Vrin, París, 3ª ed., 1970, 319 p.
64 Texto alemán de 1694-1698, Von der Weisheit, en Leibniz, Textes inédits,

edición Gaston Grua, París, Vrin, vol. II, p. 585; tr. Olaso, 401-2. No quiero dejar
de poner este texto curioso, que va en un sentido similar, aunque un poco a su
manera: «Et le précepte de Jésus-Christ de se mettre a la place d’autrui ne sert
pas seulement au but dont parle Notre Seigneur, c’est-à-dire à la morale, pour
connaître notre devoir envers le prochain; mais encore à la politique, pour con-
naître les vues que notre voisin peut avoir contre nous. On n’y entre jamais
mieux que lorsqu’on se met a sa place, ou lorsqu’on se feint conseiller et minis-
tre d’État d’un prince ennemi ou suspect. On pense alors ce qu’il pourrait pen-
ser et entreprendre, et ce qu’on lui pourrait conseiller. Cette fiction excite nos
pensées et m’a servi plus d’une fois à deviner au juste ce qui se faisait ailleurs.
Il se peut, à la vérité, que le voisin ne soit pas si mal intentionné, ni même si
clairvoyant que je le fais, mais le plus sûr est de prendre les choses au pis en

67
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Para Leibniz, la doctrina de Jesucristo y los apóstoles es «clara y lumi-


nosa»; las ideas que él nos proporciona de Dios «son grandes y en todo
momento son claras». Ahora que la Providencia ha enriquecido «nuestro
siglo con tantas luces nuevas que proceden de los descubrimientos
maravillosos que se han realizado en la naturaleza», se deberá aprove-
char para aplicarlas a esas ideas que Jesucristo nos ofrece de Dios, pues-
to que nada será capaz de poner mejor de manifiesto las perfecciones
divinas que «las bellezas admirables que se encuentran en sus obras».
Cuanto más se conocen las sólidas verdades de las ciencias reales, mejor
somos capaces de amar a Dios de verdad. Jesucristo ha puesto los fun-
damentos del amor de Dios con conocimientos comunes a todos los
hombres y tenemos que fortificar día a día esas grandes ideas «por
medio de las nuevas luces naturales que Dios nos ha concedido para
ello, de las que la gracia se sirve según las disposiciones de cada uno».
Sí es verdad, sin embargo, que la religión y la piedad no dependen de
las «ciencias profundas», puesto que están al alcance de los más senci-
llos, «pero aquellos a los que Dios ha dado el tiempo y los medios de
conocerle mejor, y por consiguiente de amarle con un amor más escla-
recido, no deben descuidar las ocasiones ni, en consecuencia, el estu-
dio de la naturaleza»65. Las cosas son claras, pues, para Leibniz.
Un nuevo texto nos va a poner en evidencia el pensamiento ecu-
menista e irénico de Leibniz, que tiene, como puede verse, profundas
implicaciones en el estudio de la naturaleza misma, es decir, que liga de
manera determinante aquellas ‘ideas’ que Jesucristo nos revela de Dios
—lo que podemos leer en el ‘libro’ de la Revelación— y aquellas bellas

politique (...) comme il faut les prendre au mieux en morale (...) Cependant la
morale même permet cette politique lorsque le mal qu’on craint est grand (...)
Ainsi on peut dire que la place d’autrui en morale comme en politique est une
place propre à nous faire découvrir des considérations qui sans cela ne nous
seraient point venues: et que tout ce que nous trouverions injuste, si nous étions
à la place d’autrui, nous doit paraître suspect d’injustice. —Et même tout ce que
nous ne voudrions pas, si nous étions à cette place, doit nous arrêter pour l’e-
xaminer plus mûrement. Ainsi le sens du principe est: ne fais ou ne refuse
point... ce que tu voudrais qu’on ne te fit on qu’on ne te refusât pas . —Penses-
y plus mûrement, après l’être mis à la place d’autrui, qui te fournira des consi-
dérations propres à mieux connaître la conséquence de ce que tu fais» (inédito,
en Baruzi, LORT, 272-3).
65 Inédito en Baruzi, LORT, 437-8.

68
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

realidades que nos revela el estudio científico de la realidad —que


podemos leer en el ‘libro’ de la naturaleza— sobre las bellezas mismas
de Dios. Me parece más adecuado entenderlo desde ahí que referido
simplemente a algún iusnaturalismo al que no hace referencia aquí
Leibniz en mi opinión, como no sea —pues siempre hay que tener
sumo cuidado con su pensamiento englobador— desde un contexto
como al que hago referencia. He aquí el texto:

«Pero, más allá de esas prerrogativas, no es posible omitir, en pri-


mer lugar, que aunque todas las sectas del mundo y la mayor parte
de las personas de cada secta difieran mucho unas de otras sobre la
verdad, la extensión, los fines y el sentido de sus Revelaciones, ellas
no dejan de concurrir todas en el reconocimiento de la obligación y
de la evidencia de la ley natural; y en segundo lugar, que todas con-
fiesan, cualquiera que sea la doctrina especulativa que puedan creer
y el rito religioso que puedan practicar, que siempre la práctica de
la moral no puede ser otra que la que la ley de la naturaleza pres-
cribe, si se quiere vivir cómodamente por sí mismo y desempeñar la
función de un miembro útil de la sociedad, de suerte que, en lo que
se refiere al consentimiento y a la observación de todos los hombres,
la ley de la naturaleza es la religión católica» 66.

La labor leibniciana fue tan vasta y tan compleja que no es fácil abar-
carla de una sola mirada. Una parte importante de esa labor fue su tra-
bajo para la unión de las iglesias cristianas y para lograr una expansión
congruente del cristianismo en las lejanas tierras de la China. Unas pala-
bras de Leibniz pueden iluminarnos sobre la ilusión última de Leibniz
con respecto a tan lejanas tierras. Así le escribe el 25 de abril de 1695
al padre jesuita Antoine Verjus con el que mantiene relación para estar
en contacto con los misioneros jesuitas en China, relaciones que se con-
templan en un contexto de católicos, protestantes y ortodoxos rusos: «El
intento de llevar la luz de Jesucristo a países lejanos es tan bonito que
no distingo lo que nos distingue»67. Los que aman verdaderamente a

66Texto inédito, en Baruzi, LORT, 488. El subrayado es de Leibniz.


67Carta inédita del 15 de abril de 1695, Baruzi, LORT, 100. Desde entonces
ha sido publicada en Leibniz Korrespondiert mit China, edición de Rita
Widmaier, Klostermann, Frankfurt, 1990, 332 p. (= LKC), la cita en la p. 27.

69
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Dios, dice Leibniz en otra carta, «son llenados por la gracia del Espíritu
Santo y se encuentran estrechamente unidos con el Verbo eterno y con
la sabiduría divina que está en Jesucristo, aunque no le conocieran en
absoluto según la carne»68.
Jean Baruzi tuvo la virtud enorme de hacernos ver a los leibnicianos
la trascendencia que la gloria de Dios tiene en el pensamiento del filó-
sofo. Voy a seguir muy de cerca, por ello, algunas de sus páginas en las
que bellísimamente reivindica el pensamiento que podríamos llamar
místico y religioso de Leibniz69 —la contemplatio, quizá—. Amar a Dios
es comprender la gloria de Dios y buscar, por tanto, aumentarla, pues
el Bien general no es otra cosa que esa misma gloria; es idéntico a ella.
Dios es la sede de la armonía universal, de ahí que él sea el Bien gene-
ral universal. Para nosotros, pues, hacer una obra armoniosa es conti-
nuar la obra armoniosa de Dios, del Dios creador, acrecentar su gloria
haciéndola presente más y más en los corazones de los hombres.
Amarnos unos a otros es amar a Dios, puesto que él se realiza por
medio de una armonía viviente. Y de otro lado, conocer la naturaleza
—la lectio, también aquí, quizá— es amar y conocer a Dios, porque
Dios es la armonía universal. No se puede hacer distinción entre dos
fines: desear que la naturaleza sea mejor conocida es amar al hombre,
puesto que cuanto más conocida sea, mejor se revelan los atributos de
Dios y así su gloria crece en nosotros, por lo que le amamos aún más.
Amor de los hombres y conocimiento de la naturaleza es «caminar del
Bien general al Bien universal y finalmente vibrar de amor por Dios,
puesto que en una armonía humana, como en una armonía cósmica,
nos encontramos con Dios, Bien de esta humanidad y de este universo.
Sólo así podemos estar seguros de amar a Dios». La moviente trinidad
del Amor de Dios, del Bien general y de la Gloria de Dios son idénti-
cos. «La marcha regresiva es desde ahora posible; la Gloria de Dios se
ha alcanzado metafísicamente y deviene el principio infinito de nuestra
acción»70.

68 Carta a un desconocido en Leibniz, Oeuvres, ed. Foucher de Careil, 7 vol.

(París, 1859-75; reproducción Olms, Hildesheim, 1969), vol. I, 134, citado en


Baruzi, LORT. 280.
69 Quien se interese por este aspecto debe consultar además Émilienne

Naert, Leibniz et la querelle du pur amour, Vrin, París, 1959, 252 p.


70 Baruzi, LORT, 446-7; cf. 460, 472 y 498.

70
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

En un texto latino del mismo año en que se publicaron los Ensayos


de Teodicea —1710— y que quería ser compendio y resumen de ese
gran libro, encontramos una afirmación cristológica plena, escrita con
todas las letras. Es el texto que tanto extrañaba a Karl Barth pues encon-
traba ahí la afirmación que pedía a Leibniz, pero sabiéndolo, sin embar-
go, no llegaba a comprender el significado profundo de lo que repre-
senta en el conjunto del pensamiento leibniciano, removidas sus
propias entrañas teológicas como estaban por el rechazo del ‘optimis-
mo’ leibniciano que dejaría de lado todo lo referente a la cruz de
Cristo71. He aquí el texto al que me refiero:

«n. 49 Pero la mayor razón para elegir como mejor una serie de
cosas (sin duda la que existe) fue Cristo qeavnqrwpo" (Theánthropos,
el Dios que se hizo hombre) quien, en cuanto criatura elevada al
grado supremo, debía estar contenida en esa nobilísima serie como
parte, incluso como cabeza del universo creado; a quien le ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra, en quien deberían ser ben-
decidos todos los pueblos, por quien toda criatura será liberada de
la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de
los hijos de Dios.
n. 54 A estas quejas72 se deben dar dos respuestas: una, que apor-
tó el apóstol, que las aflicciones de este tiempo no son dignas de la
gloria futura que se revelará a nosotros. La segunda, lo que Cristo
mismo nos ha sugerido con una bellísima comparación: si el grano
de trigo que cae en tierra no muere no dará su fruto»73.

Este texto es de la plena madurez de Leibniz; falta sólo la ultimidad


de sus pensamientos al filo de su conversación con Des Bosses. Nótese

71 Cf. ‘Leibniz y la innecesariedad mundanal de Dios’, capítulo 1 de Sobre

quién es el hombre. Quiero insinuar aquí simplemente que hay el Cristo de


Lucas Cranach y el del políptico de Isemheim que se guarda en Colmar, pero
también hay el Cristo del Cimabue y el de los mosaicos de Rávena; el Cristo
doliente hasta la exasperación y el Cristo majestuoso en el que la cruz es ya
plásticamente anuncio de la resurrección. No podemos olvidar esta perspectiva,
aunque entiendo que Barth visitara muchas veces el museo de su Basilea para
contemplar la maravillosa pequeña crucifixión doliente que en él se guarda.
72 Que a menudo los justos sean desdichados y los malos felices, cf. n. 53.
73 Causa Dei Asserta per Justitia ejus, en LPS VI, 446 y 447; tr. Olaso 541 y 542.

71
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

bien que en él Cristo —el Dios que se hizo hombre— es la razón


(Ratio) para elegir la serie completa de lo que existe; y lo que existe es,
dentro de los mundos posibles, el mundo real, aquel que en la red infi-
nita de infinitas series composibles elegida por quien establece la armo-
nía preestablecida de todo lo que es —que es posible o que es real—
contiene la mayor cantidad posible de bien; aquel en el que somos
seres de carne y hueso, no meras posibilidades; aquel que nos hace
existir con realidad real, dolorosa y gozosa a la vez. Y la Ratio última
de esta existencia real es Jesucristo.

III

En esta parte de mi trabajo me voy a fijar con detalle en aquello de


interés para estas páginas de la correspondencia que Leibniz mantuvie-
ra con el jesuita holandés Bartholomaeus Des Bosses74.
Para no hacer más densa todavía de lo que va a ser de por sí esta
parte de mis páginas, me referiré sólo a las respuestas de Leibniz,
dejando casi siempre de lado la parte del otro correspondiente, aun-
que los temas van apareciendo evidentemente en conversación, y ahí
Des Bosses tiene una parte decisiva. Es una larga relación la que estos
dos hombres iniciaron en enero de 1706; su última carta es del 29 de
mayo de 1716. Es la suya una conversación de tremenda importancia
en el pensamiento leibniciano; leyéndola uno queda pasmado al ver
con qué detalle y cuidado se toman en serio el uno al otro, en diá-
logo sorprendente. La conversación se hace con los años más inten-
samente filosófica, hasta el punto que las últimas cartas son de impor-
tancia capital en el conjunto entero de la filosofía de Leibniz, cerrado
ya el tiempo de los Ensayos de Teodicea —publicados en 1710—
y los escritos anexos; enzarzado en su polémica pública con Isaac

74 La correspondencia con Des Bosses se encuentra en LPS II 291-521; tr. fran-

cesa parcial anotada en Fremont, 75-209. El padre Des Bosses nació en Holanda
en 1663, entró en la Compañía de Jesús en 1686. Tras conseguir el doctorado en
teología en Colonia, la enseñó en el Colegio de los jesuitas de Hildesheim hasta
1709, luego matemáticas de nuevo en Colonia hasta 1711, después estuvo hasta
1713 en Paderborn enseñando teología y por fin otra vez en Colonia como profe-
sor de matemáticas, en donde murió en 1738. Tradujo la Teodicea al latín.

72
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

Newton75 por intermedio de Samuel Clarke en eso que es, por así decir,
la coronación de lo “ya pensado”. A esta polémica se refiere Leibniz por
lo largo y por lo ancho en sus cartas de la época dirigidas a sus más diver-
sos correspondientes. En cambio, su diálogo con el padre Des Bosses
parece mantenerse en el secreto en donde se produce y se expresa el
pensamiento mismo, como si fuese el lugar en donde piensa lo nuevo.
Como digo, sus últimas cartas, sobre todo, son de una importancia capi-
tal en el pensamiento leibniciano. Por su misma densidad y por el lugar
que ocupan de tercer ‘cierre’ del sistema como le llama Christiane
Fremont, sólo puedo dedicarles poco más que algunas menciones.
Desde la primera carta de Leibniz a Des Bosses del 2 de febrero de
1706, nos topamos ya con la mención de la objeción del padre
Tournemine en el número de marzo de 1704 de las Mémoires des
Trévoux, la revista de los jesuitas franceses76: la explicación leibniciana
del acuerdo entre cuerpo y alma no explica esa unión. Leibniz objeta
que su intención ha sido sólo la de explicar los fenómenos y la unión
no es propiamente un fenómeno, pero todavía no quiere entrar en esa
cuestión77. El tema reaparece varias veces en la correspondencia, como
vamos a ver, y el problema que esa objeción ocasiona en su sistema es,
sin duda, el motivo de que al aparecer la cuestión de la transubstancia-
ción Leibniz encuentre solución a sus inquietudes y perplejidades siste-
máticas con el vínculo substancial.
Muy poco después, en la carta del 14 de ese mismo mes de febrero
de 1706, dice Leibniz que las razones progresan al infinito no al dar
cuenta de los universales sino de los singulares, por eso una mente
creada no puede dar cuenta de ellos78. Otro tema conexo se introduce

75 Véase Leibniz y Newton, vol. I: La discusión sobre la invención del cálcu-

lo infinitesimal y vol. II: Física, filosofía y teodicea, Universidad Pontificia de


Salamanca, Salamanca, 1977 y 1981, 452 y 342 p.
76 Fremont hace referencia a este estudio: G. Dumas, Histoire du Journal de

Trévoux (de 1701 à 1762), Boivin, París, 1936.


77 LPS II, 296; Leibniz respondió en la misma revista de marzo de 1708, en

LPS VI, 595-8; también en la Teodicea, Prefacio y n. 59


78 LPS II, 300. No deje de notarse esta afirmación de extraordinaria trascen-

dencia en el leibnicianismo. Lo complejo en sus razones no es lo universal, lo


abstractivo, lo de complejidad lógica y matemática, sino lo singular. Las razones
de lo universal, por así decir, están a nuestro alcance; las de los singulares, por
el contrario, están muy lejos de nuestro alcance.

73
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

en la correspondencia: el alma nada puede producir en la materia,


puesto que no puede cambiar las leyes materiales del movimiento; pero
el alma es entelequia —esto es, potencia activa primitiva en la substan-
cia corporal por medio de la que la materia, es decir, la potencia pasi-
va primitiva de esa misma substancia, es acabada—, y de ahí viene la
modificación de esas substancias primitivas que hace nacer las acciones
y las pasiones en la substancia corporal propiamente dicha79. Le anun-
cia que ya ha enviado a Tournemine la respuesta a sus objeciones, para
que la incluya en su revista80.
Poco después, en la carta del 11 de marzo del mismo 1706, se intro-
duce levemente otro tema que resultará decisivo: la relación, aunque
referida ahora sólo a los números, las unidades y las fracciones81. Luego
Leibniz da vueltas a la existencia del infinito actual. Un agregado infini-
to como es el caso del grandor del mundo, si infinito fuera, no es una
unidad —puesto que, puntualiza Christiane Fremont, no es más que un
infinito virtual que se obtiene por adición de elementos82—, y de ahí
sale para Leibniz la refutación de algunos antiguos que suponían a Dios
como Alma del mundo: resulta que el mundo no puede ser tenido por
un cuerpo o por un animal viviente, por tanto necesitado de alma. Sólo
el infinito absoluto e indivisible tiene verdadera unidad, Dios. Sin
embargo, hay que pasar de las ideas geométricas a las realidades físi-
cas: la materia está actualmente dividida en partes cada vez más peque-
ñas, lo que viene postulado por la naturaleza de la materia y del movi-
miento y el companage completo de todas las cosas, por razones físicas,
matemáticas y metafísicas83. Y es ahora cuando nos topamos, claro, con
la entelequia, la cual no está fijada a ninguna materia —materia segun-
da— determinada, porque la materia fluye de continuo, mientras que la
entelequia permanece mientras subsista la máquina. La entelequia, o
potencia activa primitiva, completa a la materia primera, o potencia
pasiva primitiva —principio de resistencia que no consiste en la exten-
sión sino en la exigencia de extensión—, dando lugar a la substancia

79 LPS II, 301.


80 Apareció, junto a la respuesta del padre Tournemine, en el número de
marzo de 1708, en LPS VI, 595-7.
81 Cf. LPS II, 304.
82 Fremont, 86 nota 4, remite a Nuevos ensayos II, XVII, 1, en LPS V, 144.
83 LPS II, 305.

74
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

perfecta o mónada, y dicha materia se adhiere a la mónada, de tal suer-


te que de una multiplicidad de mónadas resulta la materia segunda con
las fuerzas derivadas, acciones y pasiones; pero son seres de agrega-
ción, semimentales, por tanto84. Una substancia que ejerce infinitas
acciones a la vez sobre infinitas partes, pero nada hay de extraño en
que sea así porque cualquier substancia representa el universo entero
referido a ella y cualquier parte de la materia padece de cualquier otra
parte de la materia85. El alma, pues, no influye sobre las acciones del
cuerpo si no es como entelequia primitiva del cuerpo y siguiendo las
leyes de la mecánica86.
De la carta del 11 de julio de 1706 retendré sólo que la percepción
es la expresión de lo múltiple en lo uno, por lo que todas las entele-
quias o mónadas están dotadas de percepción, y ninguna máquina de
la naturaleza está privada de su entelequia87. Poco después, en la carta
del 20 de septiembre de 1706, dirá Leibniz que la percepción jamás se
vuelve hacia un objeto en el que no haya una cierta variedad y multi-
plicidad, y añade como algo de pura evidencia que toda entelequia está
dotada de percepción88.
En un cierto momento de su correspondencia con el padre Des
Bosses, Leibniz tiene necesidad de largas divagaciones sobre los
ángeles, afirmando, evidentemente, que también ellos tienen cuerpo,
por más que sea un cuerpo extremadamente sutil: también ellos mue-
ven su cuerpo89. Los ángeles tienen, pues, el uso de un cuerpo90. Muy
acertadamente dice Christiane Fremont que los ángeles leibnicianos
deben tener un cuerpo, por sutil y diferente al nuestro que sea, «por-
que una Entelequia privada de materia no tiene ningún lugar y por
ello ninguna relación con el universo, por lo que Dios actuaría sin
razón»91.

84 LPS II, 306.


85 LPS II, 307.
86 Fremont remite aquí a Leibniz De ipsa Natura, publicado en las Acta

Eruditorum, septiembre de 1698, en LPS II, 504-16; tr. Olaso 484-500.


87 LPS II, 311.
88 LPS II, 317.
89 LPS II, 316; carta del 20 septiembre de 1706.
90 LPS II, 320; carta del 4 octubre de 1706.
91 Fremont, 99 nota 3.

75
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

En la carta del 16 de octubre de 1706 prosigue Leibniz sus cogita-


ciones con Des Bosses en la parte que nos atrae ahora diciendo que las
creaturas tienen materia —materia segunda—, a menos que Dios supla
milagrosamente su función, pero las cosas que se dan por milagro no
son del orden de la necesidad. La entelequia, pues, cambia su cuerpo
orgánico o materia segunda, pero no la materia primera que le es pro-
pia, la cual le es esencial a la entelequia, y nunca se separa de ella,
puesto que la completa y es ella la única potencia pasiva de toda subs-
tancia completa92. No toda entelequia es espíritu; Leibniz prefiere reser-
varse esa apelación para aquellas que son racionales93.
En la carta del 21 de julio de 1707, Leibniz deja bien sentado que
el espacio no se compone de mónadas —las cuales él ha solido lla-
mar átomos metafísicos o átomos substanciales94—, que es algo ideal,
por lo que en sí está indeterminado con respecto a todas las divisio-
nes posibles, mientras que, por el contrario, la masa de las cosas está
dividida en acto95. La extensión es para él la continuación de lo que
resiste; respecto a las cosas continuadas o repetidas, juega ella el
mismo papel que el número con respecto a las cosas numeradas; la
substancia simple no contiene extensión, pero, sin embargo, tiene una
posición —la posición es el fundamento de la extensión, puesto que
esta es la repetición continua y simultánea de la posición, lo mismo
que decimos que la línea viene de la fluxión de un punto, puesto que
diversas posiciones se hacen conjuntas en la huella dejada por el
punto—; pero lo activo no puede nacer de la repartición o continua-
ción de algo que no es activo96.
Vuelve Leibniz de nuevo sobre la posición en la carta del 8 de
febrero de 1708. La posición es sólo un modo de la cosa, lo mismo
que lo son la prioridad o la posterioridad; también lo es el punto
matemático: cuando dos puntos matemáticos se juntan no se obtiene
una nueva posición; por lo que decir que el punto tiene una posición

92 LPS II, 324.


93 LPS II, 325.
94 Por ejemplo en el Sistema de la naturaleza, de 1695, les llamó átomos for-

males, átomos de substancias, puntos metafísicos; en la Monadología, de 1714,


les va a llamar verdaderos átomos de la naturaleza.
95 LPS II, 336.
96 LPS II, 339.

76
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

es designar únicamente la posición en la que se termina un cuerpo97.


Notemos, igualmente, que en la naturaleza no hay jamás reposo
absoluto98.
En su carta del 3 de septiembre de 1708 se interesa de nuevo Leibniz
por ver si llegó hasta su destino el texto que envió a las Mémoires des
Trévoux por medio del propio Des Bosses, para responder en la revis-
ta de los jesuitas a las críticas que le hiciera Tournemine sobre la unión
del alma y del cuerpo; leyéndola, dice Leibniz, comprenderá el crítico
que el acuerdo de los fenómenos queda explicado por la armonía pre-
establecida, pero que no por ello niega la unión metafísica del substra-
to, lo que ocurre es que eso es una indagación más elevada que no
puede ser explicada por los fenómenos, pero que a su vez no da cuen-
ta de estos99.
Aunque aquí no me he interesado en ello, el diálogo de esta corres-
pondencia toca largamente el jansenismo y las cuestiones de la gracia,
mostrándose Leibniz con una asombrosa libertad; al fin y al cabo hay
que tener en cuenta que se corresponde con un jesuita. En la carta del
2 de octubre de ese año de 1708, afirma Leibniz que Dios hace la elec-
ción del mundo mejor por medio de un único decreto, tras el examen
de todos los mundos posibles, y añade que entiende por mundo la serie
total de cosas que proceden hacia lo eterno, tanto hacia el pasado como
hacia el futuro, serie que no es una criatura sino algo infinito, como un
agregado100.
Pero hay que preguntarse todavía más por las entelequias, le dice
Des Bosses, puesto que si son indestructibles y tienen una materia pri-
mera que les es propia, como la materia ha sido creada al comienzo de
la creación, ¿qué pasa con las entelequias? En su carta del 16 de marzo
de 1709, Leibniz asegura que las entelequias no nacen de manera natu-
ral, sino que han sido creadas, sea al comienzo sea en algún otro momen-
to posterior, pero que cuando una cosa es creada, es concreada con su
materia primera, pues la potencia pasiva primitiva es inseparable de la
activa; ahora bien, esto no implica aumento de masa, o el fenómeno que

97 LPS II, 347.


98 LPS II, 348.
99 LPS II, 354-5.
100 LPS II, 362.

77
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

resulta de las mónadas, de la misma manera que el punto no aumenta


la línea101.
Insiste Leibniz todavía el 24 de abril de 1709 diciendo que pueden
existir nuevas almas sin que sea creada ninguna parte nueva de mate-
ria, entendiendo por materia la masa o materia segunda que comporta
extensión con resistencia, pues ningún alma tiene como propia materia
de esta, pero cualquier parte de un cuerpo organizado contiene otras
entelequias. El alma no pasa de un cuerpo orgánico a otro sino que per-
manece siempre en el mismo cuerpo organizado —ni siquiera la muer-
te viola esta ley—. Lo que pasa es que hay que comprender que el cuer-
po orgánico está en un flujo perpetuo y que no se le puede asignar
nunca una porción de materia que permanezca siempre como propia a
un animal o a la misma alma. Considerando las cosas de cerca, se le
podría asignar al alma un punto determinado, pero el punto no es una
parte determinada de la materia, y un número infinito de puntos no pro-
duce extensión. La extensión nace del situs, pero le añade la continui-
dad; por eso nada acontece con que de continuo aparezcan o desapa-
rezcan puntos en número infinito; los puntos tienen situs, pero ni tienen
ni forman continuidad y no pueden estarse ahí por sí mismos puesto
que son modificaciones y no partes, sólo terminaciones; pero no con-
viene Leibniz en que se considere a las almas como puntos —en una
posdata confiesa que hace años lo pensó así, pero que ahora se ha vuel-
to más circunspecto pues así se caía en innumerables dificultades102—.
Por todo ello —como ya ha respondido a Tournemine, recuerda a Des
Bosses103—, no puede negarse que haya una cierta unión real metafísi-
ca entre el alma y el cuerpo, hasta el punto que puede decirse que el
alma está en el cuerpo, pero como la cuestión no se puede explicar a

101 LPS II, 368.


102 LPS II, 370.
103 «Mais comme l’Union Métaphysique qu’on y adjoute, n’est pas un

Phenomene, et comme on n’en a pas même donné une Notion intelligible, je n’ay
pas pris sur moy d’en chercher la raison. Cependant je ne nie pas, qu’il y ait quel-
que chose de cette nature: et il en seroit à peu pres comme de la presence, dont
jusqu’icy on n’a pas expliqué non plus la notion, lorsqu’on l’a appliquée aux cho-
ses incorporelles, et qu’on l’a distinguée des rapports harmoniques qui l’accom-
pagnent, et qui sont aussi des phenomenes propres à marquer l’endroit de la chose
incorporelle. Après avoir conçu une Union et une presence dans les choses mate-
rielles, nous jugeons qu’il y a je ne say quoy d’Analogique dans les immaterielles:

78
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

partir de los fenómenos, y el alma nada cambia en ello, afirma Leibniz


que no puede explicar distintamente en qué consiste formalmente dicha
unión: basta con que se corresponda una ligazón. ¿Creación absoluta de
un alma razonable o traducción104?; piensa Leibniz que mejor transcrea-
ción de un alma no razonable en alma razonable, lo que se hará por la
adición milagrosa de un grado esencial de perfección105.
En su carta del 31 de julio del mismo año 1709 vuelve de nuevo a
las almas, las que, sin el socorro del cuerpo, son capaces de acciones
internas, mas no externas, si bien a esas acciones internas correspon-
den en los cuerpos acciones externas. Dios puede por milagro produ-
cir un alma fuera del cuerpo, pero esto no conviene al orden de las
cosas; separada de lo que es primero y pasivo, no constituiría una cosa
completa o mónada106. El lugar de las mónadas está determinado por las
modificaciones o terminaciones de las partes del espacio, lo que no sig-
nifica que las mónadas sean modificaciones de la cosa continua. La
masa y su difusión resultan de las mónadas, no así el espacio, puesto
que el espacio, como el tiempo, es un cierto orden de coexistentes que
se llena con las cosas actuales y con las posibles, y, sin embargo, es algo
indefinido, como todo continuo cuyas partes no están en acto sino que
pueden tomarse a voluntad, como las partes de una unidad o de las
fracciones. El espacio es un continuo, pero un continuo ideal, mientras
que la masa es una cantidad discreta, mas una multitud actual, un ser
por agregación que resulta de unidades en número infinito; en las cosas
actuales las cosas simples son anteriores a los agregados, pero no en las
ideales, en donde el todo es anterior a la parte. Quien no toma esto en
consideración engendra el laberinto del continuo107.

mais tant que nous ne pouvons pas en concevoir d’avantage, nous n’en avons que
des Notions obscures. C’est comme dans les Mysteres où nous tachons aussi d’e-
lever ce que nous concevons dans le cours ordinaire des Creatures, à quelque
chose de plus sublime qui y puisse repondre par rapport à la Nature, et à la
Puissance Divine, sans pouvoir concevoir rien d’assez distinct et d’assez propre à
former une Definition intelligible en tout. C’est aussi pour cela qu’on ne sauroit
rendre raison parfaitement de tels Mysteres, ny les entendre entierement icy bas. Il
y a quelque chose de plus, que des simples Mots, cependant il n’y a pas de quoy
venir à une explication exacte des Termes», LPS VI, 595-6.
104 Cf. Teodicea, 86-91 y 397, en LPS VI, 149-53 y 352-3.
105 LPS II, 371.
106 LPS II, 378.
107 LPS II, 378-9.

79
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Es ahora, en su carta del 6 de septiembre de 1709, cuando el padre


Des Bosses le pregunta a Leibniz cómo podría explicar siguiendo sus
principios la presencia real del cuerpo de Cristo en la Eucaristía108. Un
primer conato de respuesta se da en la carta siguiente de Leibniz, la
fechada el 8 de septiembre de ese mismo año. Vuelve primero a la cues-
tión de la creación del alma, sobre lo que hay algo —y nosotros no
seguiremos más allá la discusión de este problema— que le parece deci-
sivo: la substancia que antes no podía razonar, ahora sí puede, y esto
se debe no a la potencia de la naturaleza sino a la de Dios109. Volviendo
a la masa, no es ella otra cosa que un fenómeno, como lo es el arco
iris; si Dios creara un alma nueva o mónada e hiciera convenir las pri-
meras cosas orgánicas con el nuevo cuerpo orgánico, no habría aumen-
to de masa o de fenómenos; aunque no cree Leibniz que Dios haga tal
cosa, pues no ve su necesidad110. Y es ahora cuando entra en la cues-
tión de cómo explicar la Eucaristía por medio de sus principios.
Haciendo notar que «para nosotros» no hay lugar para la transubstan-
ciación ni para la consubstanciación del pan, vuelve a su respuesta a
Tournemine, en donde decía que la presencia es, como la unión, algo
metafísico, que no se explica por los fenómenos; sin embargo, expli-
carla desde sus principios exige una investigación más elevada. Ensaya
lo que será sólo un primer intento de explicación: si los accidentes rea-
les deben permanecer sin sujeto, tras la supresión de las mónadas que
constituyen el pan con sus fuerzas primitivas activas y pasivas, para
substituirlas por las mónadas que constituyen el cuerpo de Cristo, per-
manecerán sólo las fuerzas derivativas que estaban en el pan, exhi-
biendo los mismos fenómenos que exhibían con las mónadas del pan111.
En enero de 1710 vuelve al asunto con un segundo intento de expli-
cación, pues el padre Des Bosses había encontrado inconvenientes en
la primera: la doctrina católica no quiere sólo apariencias o ilusión de
pan sino la conservación de los accidentes reales del pan y del vino112.
El pan no es en verdad una substancia sino un ser de agregación, una

108 LPS II, 388.


109 LPS II, 389.
110 LPS II, 390.
111 LPS II, 390-1.
112 Cf. carta del 18 enero de 1710, LPS II, 386.

80
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

substanciación que resulta de innumerables mónadas por la añadidura


de alguna unión, de manera que no sería necesario que Dios aboliera
o cambiase esas mónadas sino simplemente que retirara eso por lo que
forman un nuevo ser, es decir, la unión; de esta manera la substanciali-
dad resultante será abolida, aunque el fenómeno permanezca, el cual
ya no procederá de las mónadas sino de algo equivalente a la unión,
que Dios substituye por su acción, de esta forma ningún sujeto subs-
tancial estará en verdad presente; pero «nosotros no necesitamos» tales
explicaciones porque «rechazamos» la transubstanciación113. Des Bosses
se preguntaba también qué resulta de la extensión en la Eucaristía,
puesto que la presencia del cuerpo de Cristo es a la vez multipresencia
en muchos lugares, además de en el cielo a la derecha del Padre. Para
Leibniz, la multipresencia no es labor de replicación o penetración de
las dimensiones, se debe explicar por una presencia que nada tiene que
ver con la relación de dimensiones; si Dios hiciera que algo actuara
inmediatamente a distancia, de la misma produciría la multipresencia
sin penetración o replicación, pero —añade nuevamente— «según los
nuestros» no se da este problema114.
A vueltas con la multipresencia, en su carta del 2 de mayo de 1710,
piensa que debe ser explicada por un modo de presencia que no tenga
ninguna relación con las dimensiones, como si Dios hiciera que algo
actuara inmediatamente a distancia115. El 3 de julio de ese mismo año
de 1710 sigue dando vueltas a cómo un cuerpo podría actuar inmedia-
tamente a distancia sobre otro, y le parece que debería ser según la ubi-
cuidad y la substancialidad, no por la dimensionalidad; se conservaría
la inmediatez de la substancia, que no conserva la dimensión de las dis-
tancias, lo que es más cómodo que estatuir la replicación de la multi-
presencia, cuya posibilidad no puede discutirse. Aunque no ve por qué
habría que ir hasta ahí, pues desaprueba —y de qué manera, como lo
muestra en su exacerbada discusión con Newton— la acción a distan-
cia de un cuerpo sobre otro en el orden de la naturaleza; otra cosa es
en el orden de lo sobrenatural116.

113 LPS II, 399.


114 LPS II, 399.
115 LPS II, 403.
116 LPS II, 407.

81
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Vuelve a ello en la carta del 4 de agosto de 1710, pero aquí la cues-


tión toma otro sesgo, pues retoma Leibniz algunas objeciones de Des
Bosses sobre la armonía preestablecida117. El hecho de que el mundo,
la materia, la mente, una mente finita, no pueda118 comprender es uno
de los argumentos de los que dice Leibniz servirse para probar que la
materia no está compuesta de átomos sino que actualmente está subdi-
vidida al infinito, de suerte que hay un número infinito de criaturas en
cada pequeña parte de materia. Si, por el contrario, el mundo fuese un
agregado de átomos, un espíritu suficientemente fino podría tener un
conocimiento exacto de él. De que ninguna criatura pueda conocer per-
fectamente la materia, se sigue que tampoco pueda conocer el alma,
puesto que en razón de la armonía preestablecida el alma representa
exactamente la materia119.
En su carta del 7 de noviembre de 1710 se alegra de que Des Bosses
haya quedado satisfecho con su respuesta respecto a la armonía prees-
tablecida, puesto que quien la admita no podrá no admitir la división
actual de la materia en infinitas partes. Aunque la misma cosa puede
concluirse por varios caminos, por ejemplo, por la naturaleza del movi-
miento de los fluidos y del hecho de que todos los cuerpos tengan un
grado de fluidez. No podemos conocer perfectamente, pues, ninguna
parte de la naturaleza; ninguna creatura, por elevada que sea, puede
percibir simultáneamente con distinción cosas infinitas, es decir, no
puede comprenderlas; más aún, quien comprendiera una sola parte de
la materia habría comprendido el universo entero en razón de la
pericwvrhsi". Sus principios, dice Leibniz, son tales que no pueden
separarse unos de otros; quien conoce bien uno los conoce todos120.
En la carta del 11 de febrero de 1711 aparecen de nuevo las ente-
lequias, en las que debe encontrarse tanta variedad como la que

117 Cartas del 25 de marzo, del 14 de junio y del 18 de julio, respectivamen-

te en LPS II, 402, 406 y 408.


118 Primeramente Leibniz había escrito «no deba», que es tachado y susbti-

tuido por «no pueda».


119 LPS II, 409.
120 LPS II, 412; pericwvrhsi" parece querer decir aquí la conexión universal

de las cosas, cf. Fremont 153 nota 1. Con respecto a la mecánica de fluidos hay
que ver la discusión con Hartsoeker, que se desarrolla a la vez que esta corres-
pondencia con Des Bosses y de la que se hace mención detallada aquí.

82
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

encontramos en la materia misma, de manera que una entelequia no


puede ser perfectamente semejante a otra, y ella actúa en la materia
siguiendo su propia exigencia, de suerte que el estado último de la
materia esté encadenado al estado anterior, siguiendo las leyes de la
naturaleza, las cuales encadenan sus efectos por medio de las entele-
quias, cuyo estado presente sigue a su estado anterior. La superficie
externa de la materia debe negarse o invocar un milagro que encierre
la masa en unos límites determinados121.
La carta fechada el 5 de febrero de 1712 nos va a ser de una impor-
tancia particular. ¿Qué es la substancia corporal? Si es algo fuera de las
mónadas, de igual manera que la línea lo es fuera de los puntos, habrá
que decir que consiste en cierta unión, algo real que unifica y que Dios
añade a las mónadas. De la unión de la potencia pasiva de las móna-
das nace la materia primera —la exigencia de extensión, de difusión y
de resistencia—; de la unión de las entelequias monádicas nace la forma
substancial —que puede nacer y morir, que morirá cuando cese esa
unión, a menos que Dios realice un milagro—, pero dicha forma no
será un alma —que es una substancia simple e indivisible— sino que,
como la materia, es un flujo perpetuo, pues ningún punto puede asig-
narse a la materia que al cabo de un momento conserve su lugar y que
no se aleje tanto como se quiera de sus vecinos. Pero el alma perma-
nece la misma a través de estos cambios puesto que el sujeto perma-
nece, lo cual no acontece con la substancia corporal. Por ello debe
decirse que los cuerpos son simples fenómenos y que la extensión lo
es igualmente, siendo reales sólo las mónadas —por lo que la unión
será reemplazada en los fenómenos por la operación del alma que per-
cibe—, o, si la fe nos impulsa a admitir substancias corporales, que esta
substancia consiste en esa realidad de unión que añade algo absoluto,
algo substancial, por tanto, a eso que está en flujo y debe unir122.
Ahora es cuando se puede hablar ajustadamente de «vuestra» transubs-
tanciación, dice Leibniz, pues las mónadas no son componentes de lo que

121 LPS II, 419; respecto a la superficie externa de la materia, Christiane

Fremont tiene unas palabras muy atinadas: «La unidad de un cuerpo de la natu-
raleza no es geométrica sino dinámica: procede de la fuerza dominante que da
al conjunto su cohesión», Fremont 155 nota 2.
122 LPS II, 435.

83
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

se ha añadido sino requisitos, por lo que no se requiere de ellas por nece-


sidad absoluta y metafísica sino como simple exigencia: de esta manera,
la substancia del cuerpo puede cambiar y ellas permanecer, fundándo-
se los fenómenos sensibles en ellas. Aunque las mónadas no son acci-
dentes, la ‘substancia por unión’ las recibe —por necesidad física—, por
lo que ahora subsistirá la extensión fenomenal, fundada en las móna-
das, y de ahí resultará todo lo que existiría sólo caso de no darse la
substancia de unión. En ausencia del ‘vínculo substancial’ de las móna-
das, todos los cuerpos y sus cualidades no serán sino fenómenos bien
fundados, como el arco iris, una imagen en el espejo, las palabras, los
sueños que se siguen de manera perfectamente congruente: tal sería la
realidad de esos fenómenos. De las mónadas hay que decir, como de
los puntos y de las almas, que no son partes del cuerpo ni que se tocan
ni que componen los cuerpos. La mónada, como el alma, es un mundo
propio que no tiene relación de dependencia alguna, salvo de Dios. Si
el cuerpo es una substancia, es una realización de fenómenos que va
más allá de la congruencia123.
La misma carta tiene todavía un largo apéndice en el que vuelve a
nuestra preocupación. Si los cuerpos son fenómenos de los que juzga-
mos por las apariencias, entonces no son reales, puesto que aparecen
diversamente a los otros. Por ello, para Leibniz, la realidad de los cuer-
pos, del espacio, del movimiento y del tiempo, consiste en que son
fenómenos de Dios, u objetos de la ciencia de visión, y hay diferencia
entre la manera en que los cuerpos nos aparecen a nosotros y a él.
Nosotros los vemos siguiendo la diversificación de nuestro situs de
espectador, mientras que una representación geométrica es única, y esta
es la manera de ver de Dios. Dios ve las cosas tal como las cosas son
siguiendo la verdad geométrica, aunque sabe cómo cada cosa aparece
a cada uno de nosotros, por lo que contiene en sí de manera eminen-
te todas las apariencias124. Dios ve las mónadas singulares y sus modifi-
caciones, pero también ve las relaciones, y es esto lo que constituye la

123 LPS II, 435-6; no deje de leerse la nota de Fremont, 166 nota 6; me salto

un par de párrafos de Leibniz donde parece querer responder a escrúpulos


posibles sobre la significación de los accidentes, que ocupan casi toda la
página 436.
124 LPS II, 438.

84
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

realidad de las relaciones y de las verdades. Relaciones son la duración


u orden de los sucesivos y el situs u orden de los coexistentes. Pero
además de las relaciones reales puede considerarse una superior: de
una multiplicidad de substancias se produce una nueva substancia, la
cual no será ya un simple resultante sino que añadirá nueva consubs-
tancialidad, un vínculo substancial que no será sólo efecto del entendi-
miento divino sino también de su voluntad125. En esto consiste el vín-
culo metafísico entre el cuerpo y el alma, que constituyen un único
sujeto, de lo cual se encuentra una analogía en la unión de las natura-
lezas en Cristo; y esto hace un ser uno en sí o sujeto único126.
Hay, pues, substancias compuestas que constituyen una unidad en
sí con un alma y un cuerpo orgánico, esto es, una máquina de la natu-
raleza que resulta de las mónadas; los substanciados son los agregados
y una multiplicidad de substancias, e incluso pueden constituir un único
sujeto una multiplicidad de substanciados o de substancias con subs-
tanciados, así las almas de los cuerpos orgánicos127.
En varias ocasiones, a partir del 26 de mayo de 1712, discute cuida-
dosamente Leibniz las consecuencias de negar la substancialidad de lo
que se añade a las mónadas para producir la unión. Vuelve a insistir
aquí en que a partir de la armonía preestablecida no se puede probar
que los cuerpos sean otra cosa que fenómenos128.
En la larga carta del 20 de septiembre de 1712, se reafirma Leibniz
en que si se admiten los substanciados además de las mónadas, es decir,
una cierta unión real, entonces los cuerpos orgánicos tienen una unidad
substancial que posee una mónada dominante, lo que es muy diferen-
te a un simple agregado como un montón de piedras, que consiste en
una simple unión de presencia o de lugar, mientras que antes se pro-
duce una unión que da lugar a un substanciado nuevo129. La substancia
compuesta, esa cosa que hace el vínculo de las mónadas, al no ser una

125 LPS II, 438.


126 LPS II, 439; nota de Fremont: «Leibniz semble une fois au moins identi-
fier le lien substantial et l’union métaphysique de l’âme et du corps. Mais les
Lettres elles-mêmes ne posent pas cette identitée. Tout au plus peut-on dire que
le lien permet de penser cette union», Fremont, 168 nota 11.
127 LPS II, 439.
128 LPS II, 444.
129 LPS II, 457.

85
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

simple modificación de las mónadas ni algo que existe en ellas como


en sujetos, depende de las mónadas no lógica —que no pueda ser sepa-
rada de ellas si no es por una acción sobrenatural— sino naturalmente,
de manera que exige estar unida a las mónadas en la substancia com-
puesta —excepto si Dios dispone de otra manera, puesto que Dios
puede aplicar a otras mónadas, para unirlas, esa misma cosa unificante
de suerte que cese de unir a las primeras—. Se trata de una cosa unifi-
cante130. Entre la substancia y la modificación hay un intermedio: el
substanciado uno por sí, la substancia compuesta; la substancia simple
es eterna, pero el substanciado puede nacer y morir, cambiar131.
Dicho todo esto, se puede explicar «vuestra» transubstanciación. Las
mónadas del cuerpo de Cristo son retenidas y su vínculo substancial
recibe de Dios la función de unificar substancialmente las mónadas de
pan y de vino; pero el precedente vínculo substancial ha sido destrui-
do, y junto a él sus propias modificaciones o accidentes. De esta mane-
ra permanecen sólo los fenómenos de las mónadas de pan y de vino,
que están ahí incluso si Dios no hubiera añadido ningún vínculo subs-
tancial a sus mónadas. Y aunque el pan y el vino no sean un substan-
ciado constituyente de unidad en sí, y por ello no reciba la ligazón de
un vínculo substancial, son agregados de cuerpos orgánicos, es decir,
de substanciados que constituyen una unidad en sí, a los que se supri-
men los vínculos para reemplazarlos por el cuerpo de Cristo. Cuando
se dice «esto es el cuerpo», si se admiten las substancias compuestas, no
se designan las mónadas ni por «esto» ni por «cuerpo», sino el substan-
ciado, o compuesto, nacido de los vínculos substanciales132.
En la carta del 24 de enero de 1713 añade Leibniz alguna precisión
importante. El vínculo substancial añadido a las mónadas es algo abso-
luto que, aun estando en el curso de la naturaleza, responde exacta-
mente a las afecciones de las mónadas, a percepciones y apetitos, de
manera que se puede leer en la mónada en qué cuerpo se encuentra su
cuerpo133. Si se admiten las substancias compuestas o vínculos substan-
ciales, hay que darse cuenta que están sometidos a la generación y a la

130 LPS II, 458


131 LPS II, 459.
132 LPS II, 459.
133 LPS II, 474.

86
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

corrupción —lo que no se da en ninguna modificación de las mónadas,


en las que sólo se dan percepciones y apeticiones134—.
Todavía en su carta del 23 de agosto de 1713 insiste Leibniz en que
no se puede pensar que los vínculos substanciales sean simples modos
de las mónadas: si el vínculo substancial fuera un accidente o modo, no
podría estar en varios sujetos a la vez y por ello no podría ser en ver-
dad el vínculo substancial de varias mónadas; sería en cada mónada una
modalidad propia en relación con otra mónada, con lo que los cuerpos
volverían a ser simples fenómenos135. El padre Des Bosses, lo vamos a
ver ahora de manera definitiva, tiene una importancia decisiva en el diá-
logo con Leibniz, pues este le ha hecho ver que, reconociendo que los
vínculos substanciales están sujetos a generación y corrupción, parece
que se les da algo que es propio de las cosas modales, a la vez que ha
dicho que esos vínculos no son cosas modales, por lo que Leibniz, tras
sopesar bien las cosas, cree poder decir que nada absurdo se sigue de
declarar que la misma substancia del compuesto es también ingenera-
ble e incorruptible, puesto que hay que admitir substancia corporal sólo
allá en donde haya un cuerpo orgánico con mónada dominante, es
decir, un ser vivo, y que las demás cosas son meros agregados. Bien
sabe el padre Des Bosses que el alma no muere para él; pues bien, el
vínculo substancial tampoco nace ni muere naturalmente, pues siendo
una cosa absoluta, varía siguiendo los cambios del animal. La substan-
cia corporal, o mejor el vínculo substancial de las mónadas, las exige
naturalmente, es decir, físicamente, pero no metafísicamente, puesto
que el vínculo no está en ellas como en un sujeto. Y esa ligazón sólo
se da con la mónada principal, pues las demás están en perpetuo
flujo136. Y ¿qué pasa entonces con la explicación sobre la transubstan-
ciación? Nada, pues aunque el pan y el vino no sean vivientes, como
todos los cuerpos son agregados de vivientes, y los vínculos substan-
ciales de los singulares que los componen hacen su substancia. Pero el
cuerpo de Cristo es un vínculo substancial total, puesto que es un cuer-
po viviente137.

134 LPS II, 474-5.


135 LPS II, 481.
136 LPS II, 481-2.
137 LPS II, 482.

87
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

La larga conversación entre Des Bosses y Leibniz continúa. En la


carta del 29 de abril de 1715 aborda Leibniz la cuestión de si la unión
real realiza o substancializa los fenómenos: si el cuerpo es una subs-
tancia no puede ser otra cosa que lo que resulta de la unión real de las
mónadas, sus modificaciones responderán a los cambios de estas; las
mónadas influyen sobre este realizante, pero él en nada cambia sus
leyes ya que todas sus modificaciones le vienen de ellas como un eco,
pero de una manera natural, no formal o esencialmente; sus propias
modificaciones las tiene naturalmente de las mónadas, aunque Dios
puede obrar milagrosamente. Si hay un vínculo real, conviene que los
elementos que une puedan influir sobre él, pues de lo contrario ningu-
na razón habrá para decir que es su vínculo138.
En la carta del 19 de agosto de 1715 intenta responder a la cuestión
de si el vínculo mismo es algo substancial. Debe ser así, porque si no
es inútil; si no es así, además, no podría producir la substancia com-
puesta. Es como un eco, mas el eco que da el cuerpo es principio de
acción. Pero ¿cómo podría ser real si no es substancial? El vínculo subs-
tancial es como la forma substancial de los escolásticos, pero en el
modo de eco139.
El 13 de enero de 1716, en el último año de su vida, todavía da
Leibniz vueltas al vínculo substancial, que es el principio de acción del
compuesto. Como el verdadero signo de la substancia es la acción, si la
substancia compuesta, en tanto que compuesta, no actuara, no sería una
substancia compuesta sino un mero fenómeno. Por fin, su doctrina de
la substancia compuesta le parece la de la escuela peripatética, descon-
tando las mónadas, que él introduce sin perjuicio140.
En la última carta de Leibniz a su amigo Des Bosses, fechada el 29
de mayo de 1716, emplea una hermosa fórmula que nos dice que el eco
de las mónadas, desde su propia constitución, es lo que en cuanto se
plantea exigen las mónadas, pero no depende de ellas. El alma es tam-
bién el eco de las cosas externas y sin embargo es independiente de
ellas141. Nada prohíbe que el eco pueda ser el fundamento de otras

138 LPS II, 495-6.


139 LPS II, 503.
140 LPS II, 511.
141 LPS II, 517.

88
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

cosas, sobre todo si es el eco originario. En resumen, nos dice el pro-


pio Leibniz, y con ello terminaremos, de dos afirmaciones —que la
substancia compuesta existe y da a los fenómenos su realidad y que la
substancia no puede naturalmente nacer y morir— se siguen todas sus
proposiciones142.
Esta correspondencia ha abierto al pensamiento leibniciano un
mundo entero de novedad filosófica. La ocasión analógica es la doctri-
na de la transubstanciación eucarística, la presencia real en el pan y en
el vino del cuerpo y la sangre de Cristo. El centro y la ocasión, pues,
de este desarrollo es Jesucristo.

IV

El continuo matemático. La serie de los números racionales no hace el


continuo. Cada punto, asimilando los números a puntos de una recta a la
que hemos dado un origen y una unidad, que representa los números
racionales, está aislado, en el vacío de la compañía —por así decir—, sin
situs, sin ningún otro punto en su contigüidad, en una contigüidad
espesa, en discontinuidad radical de unidades cerradas e inconexas.
Para lograr el continuo —en nuestra aplicación, para lograr la recta
real—, es necesario llenar los infinitos vacíos con ‘algo’ que no es
número —número racional, se entiende—, que no tiene la unidad del
número real, por lo que hay que habérselas con números que no lo son,
o que lo son de otra manera, los números irracionales, números que no
encuentran su unidad como los racionales, pero en los cuales hay algo
decisivo: un ‘vínculo’ que unifica lo que no es numerable en un núme-
ro, es decir, que unifica lo que como número racional es un infinito ina-
cabado siempre —un infinito actual—, y lo unifica dándole la unidad
vincular del número irracional. El conjunto de esos números racionales
e irracionales es lo que ‘llena el situs’ provocando la necesaria conti-
nuidad, porque se da así como una concentración absoluta en la conti-
güidad en todas las direcciones y sentidos que lleva a algo que es ya
muy distinto de una mera contigüidad por mucha que sea la cercanía;
ahora todo se ‘llena’ por todas partes y por completo en continuidad.

142 LPS II, 519.

89
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Digo necesaria, pues la magnitud física constituida por las cosas exten-
sas es continua.
Pero esta última consideración nos lleva ya al mundo de lo real, en
donde algo similar acontecería. Las mónadas, que en sí mismas tienen
unidad, constituirían en su conjunto algo sin contigüidad de unas con
otras; cada una de ellas, por tanto, aislada en su esplendor, sin ninguna
otra junto a sí, por lo que el mundo sería una esplendorosa discontinui-
dad producida por las mónadas radicalmente inconexas —aunque, bien
es verdad, interconectadas a través de Dios—. El mundo así sería radi-
calmente discontinuo. Falta algo todavía. Lo real, de esta manera, sería
una serie infinita de mónadas que no se tocan. Sí, es verdad, cada una
de ellas ‘expresa’ el mundo entero desde su particular punto de vista,
pero no se ‘toca’ con las demás mónadas, está en un supremo aisla-
miento sin tocarse con ninguna otra mónada; su unidad con ellas sólo
es, hasta ahora, por arriba, a través de Dios. Esa expresión es, ciertamen-
te, una manera compacta de interrelacionarse en un todo que todo lo
llena. Pero, incluso vistas las cosas así, no habría verdadera continuidad
en lo real. Así pues, ‘lo real’ no habría dado cuenta todavía de lo verda-
deramente real, pues éste es esencialmente continuo. Es necesario ‘llenar’’
los infinitos huecos hasta constituir la verdadera continuidad de lo real.
Esto se hace mediante el ‘vínculo’, el cual, dando unidad a lo que no es
más que relación, ‘llena’ los infinitos huecos dejados por la serie infinita
de mónadas y constituye así la vecindad decisiva de lo que es continuo.
Antes de seguir, viene a cuento mencionar algo: parecería que todo
en el leibnicianismo discurriría por otros derroteros que los de la física
esencialmente discontinua de nuestro tiempo —me atrevería a decir que
visceralmente discontinua—. No creo que la comparación pueda que-
dar sin más en un problema de la continuidad leibniciana contra la dis-
continuidad moderna. Eso sería una discusión de meras palabras, como
si las palabras expresaran sin más la realidad de lo que cada uno dice.
Dejándolo aquí, habría que mencionar al menos el problema que en la
filosofía de la física de hoy se plantea entre la discontinuidad de lo real
producto de la mecánica cuántica y los esfuerzos einsteinianos y de sus
sucesores de los años noventa del pasado siglo por llegar en la física a
posturas realistas de continuidad.
Prosigamos. La armonía preestablecida, a la que ya me he referido
sin nombrarla, pone de acuerdo la unión del cuerpo y el alma. El alma

90
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

es una mónada, el cuerpo es un agregado. Pero la unión substancial del


cuerpo no viene dada por el alma. Por eso queda todavía algo: encon-
trar eso que unifica el cuerpo. Tal es el papel del vínculo substancial.
El mundo como creación y su esencial dependencia de la providen-
cia de Dios, lo que se expresa en las leyes dadas a su creación y en la
solicitud que por ella tiene, la cual, dejándola a su propio ser —en el
mundo de la naturaleza regido por el mecanicismo riguroso, porque hay
también el mundo de la gracia—, reproduce en libertad lo que el mismo
Dios creador ha establecido y su misma providencia establece. Esta con-
sideración es esencial en el leibnicianismo.
Las mónadas expresan el mundo entero desde un cierto punto de
vista. Todo ello en series que penden del Dios creador y providente. Esa
interexpresión pasa por el mismo Dios; por así decir, cuelga de él. Pero
no es en ningún caso una colocación de necesidad en esa dependen-
cia, que establezca las relaciones de unas mónadas con otras como algo
inexorable, sin posibilidad de libertad. Porque hay series encadenadas
de interacción posibles, que dan lugar a distintos mundos posibles, cada
uno de ellos regido independientemente de los demás por el principio
de no contradicción: la composibilidad. Pero queda todavía algo de
decisiva importancia, que libra al mundo de la necesidad spinozista:
el mundo real es una elección de amor que maximaliza el bien total que
en él ha sido donado como creación. Las series de la composibilidad
que constituyen nuestro mundo real están ligadas en Dios por medio de
una profunda armonía preestablecida, es decir, son fruto de una elec-
ción en el Espíritu, armonía en el Espíritu mismo de Dios, una armonía
que, por medio de su Espíritu, es llevada a la complejidad infinita de las
series composibles. No sería ya sólo, por tanto, falta de contradicción
sino mucho más: jugosa composibilidad construida en el Amor. La mera
necesidad del principio de no contradicción es regla para establecer
cada uno de los mundos posibles en su mera composibilidad. Pero
queda todavía la elección decisiva de uno de esos mundos que liga en
composibilidad la infinita cadena de sus aconteceres monádicos, y esa
elección se hace por el principio del Amor que quiere el mayor bien
posible en el mundo real, como fruto del Bien que en el mundo hay. Y
esta es labor amorosa que liga al Espíritu de Dios con la labor de
Creación del mismo Dios; esta acción es vínculo substancial, es el
Verbo.

91
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Queda, pues, algo que resulta ser decisivo a la postre. Las mónadas
en las series de sus acciones se relacionan entre sí a través de su ser
dependiente de Dios, aunque un Dios que todo lo quiere con su
Espíritu en el Amor. Pero no hay unión entre las propias substancias; la
interconexión mutua se hace sólo en su pura dependencia de Dios. Por
ejemplo, no hay unión entre el cuerpo y alma, hay exacto paralelismo
armónico en sus acciones a través de la armonía preestablecida entre el
conjunto monádico corporal y la mónada que es el alma por interme-
dio de Dios. Ni siquiera hay unión en el cuerpo, que por ahora resulta
ser un mero agregado monádico, por muy armonioso que sea. Falta
algo decisivo, que es pensar la unión substancial del cuerpo y la liga-
zón substancial entre ese cuerpo y el alma. No sería válido decir sin más
que la mónada alma es forma del cuerpo y que es ella quien le da al
cuerpo una unidad ‘almádica’. Las cosas no son posibles de este modo
en el leibnicianismo, porque las mónadas están ya plantadas, y el cuer-
po es un agregado de infinitas mónadas regidas —a través de la armo-
nía preestablecida por Dios— por la mónada alma, en acuerdo mutuo
de total consenso, pero sin que haya influencia directa de la mónada
alma sobre el agregado corporal. La identificación de las mónadas sería
el único camino, pero este es, evidentemente, un camino imposible en
el leibnicianismo. Así pues, el cuerpo tendría una unidad substancial
monádica, y se identificaría con otra mónada. Pero las mónadas jamás
pueden identificarse porque siempre son y han de ser discernibles unas
de otras, como expresión que cada una de ellas en su nivel son del uni-
verso entero desde su punto de vista, y no caben dos puntos de vista
que comiencen siendo distintos para terminar identificándose en el
mismo. Leibniz se encuentra así en un callejón sin salida: no hay uni-
dad corporal, no hay unidad de ningún estilo en lo mundanal, no hay
unidad del mundo como tal.
Es necesario algo más; y eso lo encuentra Leibniz en la comprensión
de la transubstanciación eucarística en su correspondencia con el jesui-
ta Des Bosses. En el mundo de las composibilidades armónicas prees-
tablecidas por Dios se ha tejido una red inmensa, infinita, de relaciones.
Es necesario, para terminar el sistema, dar ligazón substancial a esas
relaciones, por lo que se establecerán las uniones intermonádicas. Este
es el vinculum substantiale que encuentra en la explicación de la tran-
substanciación eucarística.

92
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

Se trata todavía de algo apenas hilvanado, escasamente contrastado,


sujeto a futuras problematicidades: por eso quizá no sale de esta corres-
pondencia. Pero las bases que le permitirán cerrar el sistema por terce-
ra vez han sido ya puestas por Leibniz poco antes de su muerte.

La posición leibniciana, evidentemente tiene algo de quien ‘sabe ya’


que el mundo es creación porque sabe ya que hay Dios y que Dios es
Creador; porque sabe ya que el mundo es creación por el Logos y que
los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, tenemos también
logos, aunque sólo lo seamos en parte, y por ello podemos con nues-
tro logos descubrir cómo es la textura misma del mundo. Quizá porque
sabe ya todo esto, la pregunta de por qué existe algo en vez de nada
es una pregunta que aparece en el horizonte leibniciano y aparece con
la fuerza con que lo hace. ¿Es esto así? De serlo, habría que decir que
la postura de Leibniz en eso que es tan fundamental es la de un teólo-
go que piensa filosóficamente lo que ya conoce por Revelación. Hemos
visto al mismo comienzo de estas páginas que Leibniz es muy cons-
ciente de ello. Aunque, ¿no era esto lo que en aquella curiosa imagen
de su caverna propia nos decía el mismo Leibniz143? Porque, ¿que era
aquella luz intelectiva sino la luz que procede de Dios mismo, que el
mismo Dios nos ofrece, o al menos ofrece a quien sabe mirar ponién-
dose en el lugar adecuado? Pero esto significa que hay ‘un lugar ade-
cuado’ fuera del cual todo es mera obscuridad. Si así fuera, el filósofo
que recibe esa luz no es quizá más que el teólogo que recibe la
Revelación misma de Dios. Pero, si así fuera, en definitiva, ¿cual es esa
luz?, ¿quién es la Revelación de Dios?
Cabe todavía otra posibilidad. En realidad, a lo que podemos llegar
o quizá la tentación que nos puede alucinar o también el lugar en el
que nos podemos quedar, es en el mero conglomerado de substancias
—por más que sean mónadas y el mundo contenga ya todo el plega-
miento monádico y todo el reflejo expresivo monádico—, sin llegar a la
unidad de substancias verdaderas y únicas que aseguren de verdad la
realidad de la continuidad. Esto acontece en todo: sin ir más lejos, en
el cuerpo, un conjunto ordenado, vinculado unitariamente en sus rela-
ciones mutuas, no mero montón aunque fuera maravilloso montón.

143 Véase Sobre quién es el hombre, pp. 47-48.

93
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Hay unidad en el cuerpo?, ¿cuál es esa unidad? De idéntica manera se


ha de plantear la cuestión en el mundo en su conjunto: ¿tiene este algu-
na unidad propia? La respuesta leibniciana a la primera cuestión va a ser
el vinculo substancial. El mundo en su conjunto, en cambio, no va a tener
ese lazo substancial, pues si lo tuviere —dice Leibniz— sería considerar-
lo como un animal viviente y la mónada de las mónadas sería el alma del
mundo. Pero todo ello nada tiene que ver con el leibnicianismo.
Pues bien, hay vínculo, hay orden en el vínculo substancial que hace
que los cuerpos y las cosas en el mundo sean algo más allá del mero
conglomerado. Y ese vínculo es un vínculo de amor —mejor, un vín-
culo de Amor, si llamamos a las cosas por su nombre—, no un vínculo
de necesidad. Quizá por eso tengamos que decir que el mundo está
lleno de sentido.
Ese vínculo es Jesucristo, el Logos del Padre, el Amor de Dios.

Quizá Leibniz dio vueltas a cómo y dónde resolver el problema últi-


mo de la unidad substancial de lo que es una relación y cómo y dónde
apoyar esa convicción, que antes he llamado convicción revelada, por-
que faltaba todavía algo decisivo.
Tomemos los pensamientos rescherianos que me vuelan por la cabeza.
Respuesta a problemas. Dar razón. Conjuntar razones dentro de una cohe-
rencia de razonabilidad que se hace coherencia de verdad porque está
abierta a la realidad y —con necesidad, pues somos producto de la evolu-
ción que nos ha permitido estar aquí y ahora— diciendo realidad. Razón
práctica, no razón teórica. También la ciencia es racionalidad en uso de la
razón práctica. Pues bien, ¿qué significa ese ‘diciendo realidad’? No cabe
la posibilidad —hablando leibnicianamente— que al final falte acceso real
a realidad, o realidad que no sea otra cosa sino mero conglomerado sin
orden ni concierto —lo que desde un punto de vista sería lo mismo—.
¿Cómo pensar ese acceso último a la realidad que sea una realidad
substancial ella misma? ¿Dónde encontrar la convicción y la puerta?
Leibniz la encuentra —se le revela, habría que decir, pues es una
revelación lo que afirma— hablando de lo que acontece en la tran-
substanciación eucarística, en un misterio de Jesucristo, el Logos de

94
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz

Dios. El mundo es como es, hay en sus componentes vínculo substan-


cial; no sólo porque el mundo es creación de Dios, sino porque, ade-
más, el mundo es creación de Dios en el Amor. Es esta la única certe-
za del vínculo substancial, que es la que nos hace al mundo verdadero
mundo. La creación de Dios, pues, es revelación del Amor. Finalmente,
para Leibniz, el acceso real a la realidad es revelación.
Quiero reproducir ahora unas palabras recientes procedentes de un
campo (aparentemente) muy alejado de este: «La libertad leibniciana en
el seno de un mundo regido de derecho por la razón suficiente no es una
ilusión sino una verdad práctica que traduce de manera rigurosa e insu-
perable la distancia, que sólo Dios es capaz de franquear, entre el ser que
envuelve el infinito y nuestro conocimiento, finito por naturaleza»144.
A partir de aquí habría que hacer un estudio del paso necesario de
Leibniz a Rescher (que quizá es un paso de Leibniz a Leibniz), es decir,
ver de qué modo la teología de Leibniz es una ‘filosofía de la razón
pura’ —o mejor, una ‘teología de la razón pura’— puesto que es una
filosofía hecha ‘de parte de Dios’, mientras que su filosofía es —o mejor,
apunta hacia— por necesidad una ‘filosofía de la razón práctica’, pues-
to que es una filosofía hecha ‘de parte nuestra’. En Leibniz, el proble-
ma está, seguramente, en que la segunda se hace en demasiada depen-
dencia o demasiada cercanía de la primera, aunque habría que ver de
cerca ciertas trazas profundas de la filosofía leibniciana. Esta distinción
se conjuga, sin duda alguna, con su explicación de la libertad. Es posi-
ble, además, que Jesucristo, el qeavnqrwpo", sea el paso de una a la otra.
Hay una “filosofía (que no teología) de la razón pura” que poniendo
toda su confianza en el razonamiento —atención, en la sequedad de
nuestro razonamiento, no en la jugosidad del razonamiento de Dios—,
no alcanzando lo real en su entereza, lo suplanta por un real-escatoló-
gico-de-pacotilla hecho a la medida de nuestros deseos de conocimien-
to total, y de esta manera decide que sólo es real lo obtenido a través
del ejercicio de nuestra mera razón teórica; y además entendiendo esta
como mera razón científica con demasiada facilidad, para colmo.
Cualquier «realidad velada» al poder de esa razón pura queda ahí proscri-
ta como falsa. Pero esto no se hace ya, como en Leibniz, en la jugosidad

144 Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, Entre le temps et l’éternité, París, 1988,

pp. 41-42.

95
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

del juego de la razón divina, sino desde la mediocridad de nuestra


razón que no es consciente de sus límites. Las consecuencias son gra-
ves: se cierra la puerta de acceso decisivo a lo real, pues se vive en una
irrealidad epistemológica que nos hace desconocer ‘los misterios’145 de
la realidad misma; se suplanta de esta manera la realidad de lo real por
una “realidad ficticia” que provoca mera irracionalidad en el enfrenta-
miento decisivo con lo real. Pero las cosas son radicalmente distintas
cuando la razón es consciente de sus propios límites y sabe muy bien
que no puede tomar un punto de vista que no es el suyo, porque sería
el punto de vista totalmente abarcador del mismo Dios. Creer que nues-
tra razón está en ese punto, sería poner a la razón fuera de lugar en un
punto de vista suplantado —el de la razón pura—, pero esto significa-
rá pensar desde donde no estamos, es decir, un pensar distorsionado o,
quizá, el procurarse un pensar inexistente.
Este es el tema de mis preocupaciones de ahora; preocupaciones,
quizá, de siempre146.

145 Leibniz está persuadido de que no pudiendo ser demostrados los miste-

rios en su verdad, hay que demostrarlos en su posibilidad, carta al duque Juan


Federico: «In Theologia Revelata übernehme ich zu demonstriren, nicht zwar
veritatem (denn die fleust a revelatione) sondern possibilitatem mysteriorum»,
LPS I, 61; citado por Baruzi, LORT 462.
146 El primer borrador de estas páginas tuve el gozo de redactarlo en

Scourmont durante las Navidades de 1990. Doy las gracias a aquellos amigos
por su tan amable acogida.

96
4. LA COSMOLOGÍA DE LEIBNIZ: TEOLOGÍA DE LA
RAZÓN PURA — FILOSOFÍA DE LA RAZÓN PRÁCTICA

«... il s’est tué, oui, quand il a compris que la vérité était en marche»
(Georges Simenon)
«... et que la vérité, si elle marche bien lentement, n’est pas moins en marche»
(Henri Poincaré)
«Il suo è un sguardo affetivo dotato di memoria, temprato dalla lontananza
e dalla separazione» (Pier Vittorio Tondelli)

I. Planteamiento

En varias ocasiones he escrito anteriormente sobre Leibniz, esta vez


quiero ver de qué manera el pensamiento científico globalizador —cos-
mológico, por tanto— de nuestro filósofo llega primero y pasa luego de
lo que llamo ‘filosofía de la razón práctica’ a lo que llamo ‘teología de
la razón pura’; quiero ver dónde se da ese paso y cómo dicho paso
obligado —lo que en ocasiones he denominado ‘portillo’— descansa,
para él, en la ‘prueba de la existencia de Dios’. Cómo, antes de ese
paso, cualquier uso de la razón que diga ser de la razón pura —que
diga ser un uso filosófico, por tanto, de la razón pura— es el uso de
una razón abstractiva y reductora que no alcanza realidad, un uso de
mera “pura razón”; y después de ese paso, cualquier filosofía de la
razón pura es necesariamente ya una ‘teología de la razón pura’. Podría
decir también metafísica, y estaría con esta denominación más concor-
de, sin duda, pero sólo en parte, con la tradición leibniciana, pero quie-
ro así dejar bien explicitado que dicho paso se da en el ‘portillo’, es
decir, hecha ya la necesaria ‘prueba de la existencia de Dios’; hay que
dejar bien explicitado, por tanto, que estamos en lo que podría llamarse
‘teología filosófica’.
Convengo, evidentemente, en que las dos expresiones que empleo
no son de Leibniz; responden, más bien, a preocupaciones mías.
Comprendo también que, de principio, utilizo la palabra razón de una
manera (aparentemente) distinta a la de Leibniz. Pero, en mi opinión,

97
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

las que utilizo pueden ser categorías interesantes para dilucidar algunos
pensamientos que propongo como fecundos. Más aún, quisiera mostrar
que valen incluso para hacernos comprender mejor los caminos del
pensamiento leibniciano, por un lado, mientras que, por otro, pueden
servirnos también para dejarnos ayudar por el filósofo barroco en lo
que son nuestros pensamientos, en el planteamiento y resolución de
nuestros problemas, en la respuesta a nuestros propios porqués.
La ciencia leibniciana dirige a quien la practica, sin recato alguno,
hacia la metafísica, atravesando la cosmología, como lo vamos a ver.
Una ciencia que sea poco segura, por el contrario, una ciencia que no
se atenga a las verdaderas razones de nuestra ‘razón práctica’ porque se
haya quedado empantanada en una pretendida mera “pura razón”, nos
habrá de llevar a falsedad necesaria en ese adelgazamiento del pensar
con razones —cuajado de peligros— que es el paso a la ‘razón pura’
—la que construye la metafísica—; paso que en mi hipótesis se da en
la cosmología, junto a la consideración de la ‘prueba de la existencia de
Dios’. Cuando la ciencia y esa metafísica incoada ya, siguiendo a
Leibniz, consideran la cosmología, el pensamiento del mundo como
creación se hace patente a las razones. El ‘Dios de la prueba’, es decir,
el Dios que surge como evidente en el paso que atravesando la cos-
mología va desde la física —la ciencia, todo el razonamiento matemáti-
co y un razonamiento incoado que va más allá de la matemática— hasta
la metafísica —el pensamiento globalizador de las razones que se entre-
lazan según principios—; el Dios que surge como necesidad absoluta
de la apertura del pensamiento a la metafísica, no es un “dios de la mera
prueba lógica”, sino el Dios verdadero, el Dios de un mundo que debe
ser considerado ya como Creación, el Dios creador, y un Creador que
crea el mundo por amor. Se inscribe aquí, finalmente, la belleza del vín-
culo substancial del último pensamiento leibniciano —seguramente
hipotético en el sistema, todavía—, pues nos señala que el Dios crea-
dor es no sólo un Dios de amor, sino que su creación es creación en el
Espíritu.
La cosmología leibniciana estaría así estrechamente ligada al paso de
una ‘filosofía de la razón práctica’ —que surge como rechazo frontal de
una susodicha filosofía (científica) de la mera “pura razón”— a una ‘teo-
logía de la razón pura’. La cosmología leibniciana sería así el lugar en
donde se piensa el conjunto: sea porque se buscan leyes y principios

98
La cosmología de Leibniz

que lo rigen, sea porque se ve cómo evoluciona el conjunto en el tiem-


po, sea porque se ve de cerca ese punto esencial del paso de los mun-
dos posibles al mundo real que es el nuestro. La cosmología leibnicia-
na es, pues, la placa turnante en donde las diferentes vías del pensar
con razones se cruzan y se comunican. Y las vías son las de la
Característica universal.

Cosa complicada, sin embargo, lo que se me pide en estas páginas


y que es ocasión de que me ponga a ellas con gusto147: no es fácil
saber con exactitud qué es la cosmología para Leibniz, pues él no
habla nunca de cosmología. Por otro lado, está ya demasiado lejos de
Aristóteles para entender como este qué sea la Física y también de
Tomás de Aquino para hablar en su mismo sentido de la Philosophia
Naturalis. Por ello, a estas alturas de mi discurso, no antes, me ha
parecido conveniente ver qué era para Wolff la Cosmología general.
Resulta ser el estudio de las relaciones entre dinamismo y mecanicis-
mo, así como el estudio de lo que tengan que ver los fenómenos con
la metafísica, sabiendo que estos son no sólo las cualidades segundas,
sino también la extensión y la fuerza148. Así pues, lo que más arriba
caracterizaba como la cosmología leibniciana, no parece ir des-
caminado.
Puede parecer, quizá, que esta cosmología leibniciana nada tiene
que ver con la ciencia cosmológica de hoy, y que adentrarse en ella es
perder el tiempo. No estoy seguro de que así sea. Mejor dicho, estoy
seguro de que hacer tal afirmación es ir demasiado rápido e incluso,
probablemente, no saber de verdad cuáles son los retos que la cosmo-
logía presenta hoy al pensamiento filosófico y teológico y que estos pre-
sentan a aquella, pues los retos son recíprocos.

147 La carta de invitación del decano —y amigo— Marcelo Sánchez Sorondo

al Colloquio Internazionale sulla Filosofia della Natura de enero de 1992, decía


lo siguiente: «L’argomento verterà su quello che Aristotele chiamava Fisica,
Tommaso Philosophia Naturalis, Wolff Cosmologia, il romanticismo Naturphi-
losophie, e oggi si propone come una nuova filosofia della natura».
148 Para hacerme una idea he consultado Mariano Campo, Christian Wolff

e il razionalismo precritico, Vita e Pensiero, Milán, 1939, 2 vols. Según


Campo, la Cosmología general wolffiana toma como marco de referencia un
texto de Leibniz, el Specimen Dynamicum al que me refiero al comienzo del
parágrafo III.

99
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Hay algo que queda planteado en el pensamiento leibniciano, pro-


bablemente todavía de manera confusa; algo que tiene una doble ver-
tiente. Lo podríamos enunciar así: en la constitución del mundo encon-
tramos un proyecto; no estamos lejos del principio antrópico,
seguramente. Más aún, el futuro es uno de los ingredientes mayores del
presente; no estamos determinados por el origen, sino que el final nos
atrae con persuasión: el futuro está en el pasado, pues en el pasado hay
una inclinación para producir el futuro149.
Terminaré esta breve introducción con un texto del propio Leibniz
que puede dejarnos al borde mismo del hoyo en el que tengo que
meter la bola con certeros golpes —¡si puedo!—, siguiendo el encargo
que se me ha hecho: «Y en general se sigue que el mundo es un cos-
mos lleno de ornato; o sea, hecho de tal modo que satisfaga máxima-
mente al que le entiende»150.

II. Primera aproximación de conjunto

Vamos a ver muy brevemente el estado de la cuestión en los entor-


nos de 1680, tal como Leibniz lo señala por entonces a varios de sus
correspondientes.
De todos es conocido el interés de Leibniz por una Característica
universal. Quiero fijarme ahora sólo en un punto de ella: la caracte-
rística consiste en una cierta escritura o lengua que da cuenta perfec-
ta de las relaciones de nuestros pensamientos, y los caracteres de esta
escritura deben servir a la invención y al juicio, como ocurre en álge-
bra y aritmética: por tanto, las quimeras no podrán escribirse en estos

149 Carta a Jaquelot de 1704, en G. W. Leibniz, Die philosophischen Schriften,

ed. C. I. Gerhardt (Berlín, 1875-90; reimpresión Olms, Hildesheim, 1960-1)


[= LPS], III 473. He utilizado el Leibniz Lexicon. A Dual Concordance to Leibniz’s
‘Philosophische Schriften’, compilado por R. Finster, G. Hunter, R. F. McRae, M.
Miles y W. E. Seager, Olms, Hildesheim, 1989.
150 Leibniz, texto latino sin título que el editor Couturat llama Resumé de

Métaphysique, § 17, en L. Couturat, Opuscules et fragments inédits de Leibniz


(París, 1903; reimpresión Olms, Hildesheim, 1961), 535; hay una magnífica tra-
ducción española de textos leibnicianos en G. W. Leibniz, Escritos filosóficos,
editados por Ezequiel de Olaso, Charcas, Buenos Aires, 1982, p. 503.

100
La cosmología de Leibniz

caracteres, sino que se avanzará ex datis experimentis aut in potestate


existentibus 151. Lo importante, interpreto, es encontrar una manera de
reproducir en lo dicho o escrito las relaciones de nuestros pensamien-
tos, el encadenamiento de nuestras razones. Pero el conocimiento claro
y distinto de los cartesianos puede ser engañoso, pues cada uno pien-
sa ver clara y distintamente lo que asevera. No hay pega alguna cuan-
do se trate de los sentidos y de la experiencia, en cuanto que se trate
del sentido, del sentimiento, de la imaginación; pero las cosas son dis-
tintas cuando se quiere razonar, pues lo decisivo entonces es emplear
sólo proposiciones demostradas, ponerlas por orden y no omitir ningu-
na de las que sean de la esencia de ese razonamiento. Las únicas pro-
posiciones conocidas de manera clara y distinta, opina Leibniz, son
aquellas cuyo contrario entraña contradicción o se reducen a proposi-
ciones que encierran contradicción152. Comprender las razones que se
dan en cada caso, reducirlas a demostración rigurosa, sobre todo cuan-
do se trata de cuestiones que quedan lejos de la imaginación y en las
que es fácil confundirse, tal es el empeño leibniciano153. Hacemos razo-
namientos, pero estos tienen que ser conclusivos154.
Descartes tiene un inconveniente grave, piensa Leibniz, pues aunque
era maestro en la especulación, nada útil encontró para la vida que
tiene que ver con los sentidos y que sirve para la especulación práctica
de las artes155. La física de Descartes tiene un grave defecto: sus reglas
del movimiento o leyes de la naturaleza, fundamento de todo, son fal-
sas en su mayor parte y su gran principio de la cantidad del movimiento
es un error156. Por entonces, Leibniz tiene la convicción de que las mate-
máticas puras —las que contienen los números, las figuras y los movi-
mientos— están terminadas, lo que queda servirá para que los jóvenes
se ejerciten en sus razonamientos, «pero la posteridad no tendrá más

151 Carta a Gallois de diciembre de 1678, en Gottfried Wilhelm Leibniz

Sämtliche Schriften und Briefe, edición de la Akademie Verlag de Berlín [= A],


II i 428.
152 Carta a un desconocido sobre las Conversaciones cristianas de

Malebranche, en A II i 443.
153 Carta a Malebranche del 2 de julio de 1679, en A II i 473.
154 Carta al duque Johann Friedrich, quizá de 1678, en A II i 441.
155 Carta a un desconocido, seguramente escrita en 1679, en A II i 500.
156 Carta a Christian Philip de enero de 1680, en A II i 508.

101
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que orientar sus pensamientos serios hacia la física» y, quizá, la medici-


na157. Más aún, no basta con pensar que todo en la naturaleza se hace
siguiendo leyes matemáticas y mecánicas, son necesarios también prin-
cipios más altos para encontrar estas leyes158.
Pero vamos a fijarnos con mayor detenimiento en una carta escrita
en 1678, probablemente dirigida a la princesa Elisabeth159.
En todo tipo de razonamiento hay que guardar una formalidad cons-
tante, con lo que se conseguirá mayor certeza que elocuencia. Es esta
característica la que representará nuestros pensamientos verdadera y
distintamente, y cuando un pensamiento se componga de algunos más
simples su carácter —letra, sílaba o signo que le corresponde en la
escritura de la característica— también lo será. Como todo lo que sabe-
mos es fruto del razonamiento o de la experiencia, con la característica
obtendremos de los datos de la experiencia todo lo que puede salir de
ella, lo mismo que se hace en álgebra. De esta manera, el fundamento
de la característica resulta ser también el fundamento de la existencia de
Dios; los pensamientos simples son los elementos de la característica, y
las formas simples la fuente de las cosas160. Ahora bien, todas las formas
simples son compatibles entre ellas, concedido lo cual se sigue que la
naturaleza de Dios, que encierra absolutamente todas las formas simples,

157 Carta al jesuita François de La Chaise, probablemente de mayo de 1680,


en A II i 511. No debe echarse en saco roto el que Leibniz mencione aquí a la
medicina junto a la física. Para recordar la importancia que esto tendrá para
Leibniz, se me ocurre remitir a los §§ 6-7 del Systeme nouveau de la nature et de
la communication des substances, aussi bien que de l’union qu’il y a entre l’ame
et le corps, publicado el 27 de junio de 1695 en el Journal des Savants, el pri-
mero de los textos leibnicianos en donde muestra su sistema filosófico maduro,
en LPS IV 489-90; tr. Olaso 463-4.
158 Carta a Friedrich Schrader de abril de 1681, en A II i 519.
159 Carta que se lee en A II i 433-8; ver también carta a Sofía en LPS IV 290-

6, cf. nº 26 del Discours de Métaphysique, en LPS IV 451.


160 Un pequeño texto de esta época, 1678, titulado Quid sit Idea, sirve de

aclaración: «Por tanto, afirmar que la idea de las cosas está en nosotros no es
más que sostener que Dios, autor a la vez de las cosas y de la mente, ha impre-
so en ella aquella facultad de pensar de tal modo que puede obtener mediante
sus operaciones todo lo que se corresponde perfectamente con lo que surge de
las cosas mismas», en LPS VII 264; tr. Olaso 179. Anteriormente ya había escrito
Leibniz sobre lo mismo: Ens Perfectissimum Existit, noviembre 1676, A VI iii
574-7; tr. Olaso 148-50.

102
La cosmología de Leibniz

es posible. Pero se puede ver que Dios es, con tal de que sea posible161.
Luego, si Dios es posible, Dios existe.
Pero ¿por qué Dios es posible? Volvamos —de la misma mano de
Leibniz— a Descartes, para quien el método que él mismo propone es
excelente, pues lo que sólo aparece como probable en física se prueba
en la geometría. Pero Descartes, según Leibniz, sin embargo, yerra tanto
en física como en geometría. En física puede explicarse que yerre, pues
no era ducho en experiencias, pero la geometría depende sólo de cada
uno. Se confunde Descartes en geometría desconociendo los «nuevos
métodos». Se confunde en física, pues las reglas del movimiento son
bien distintas a las que él consideró. ¿Qué tiene de extraño, por tanto,
que también se confunda en metafísica? No es ésta diferente ya —con
la Característica universal— de la verdadera lógica, es decir, del arte de
inventar en general. Metafísica o teología natural leibniciana: el mismo
Dios que es la fuente de todos los bienes es también el principio de
todos nuestros conocimientos. Puesto que la idea de Dios encierra en
sí el ser absoluto, lo que hay de simple en nuestros pensamientos, ahí
tiene su origen. Algunos piensan que idea e imagen son una misma
cosa, por lo que no podríamos tener ninguna idea de Dios; pero no lo
son: cuando pensamos en una cosa lo que nos hace reconocerla es la
idea de esa cosa. Por eso hay una idea de lo que no es material ni ima-
ginable. Otros no entienden cómo de la idea de Dios, que encierra
todas las perfecciones, se seguiría su existencia, que es una perfección.
Hay que probar que, efectivamente, tenemos la idea de un ser absolu-
tamente perfecto. Podemos pensar en cosas imposibles, sin duda; pode-
mos encontrar incluso demostraciones para ellas. El punto clave en este
terreno, pues, no es la imposibilidad, sino la contradicción. Una vez que
sé qué es el ser y lo que es el ser más grande y perfecto, todavía no sé

161 Carta a Jean Gallois de finales de octubre de 1682, en A II i 529: Descartes

—según Leibniz— pensó que todo lo que puede suponerse clara y distintamen-
te es verdadero; lo que le valía para demostrar la existencia de Dios desde la idea
de un ser soberanamente perfecto, que encierra todas las perfecciones, por tanto
también la existencia. Para Leibniz, el axioma de que todo lo que sale de la defi-
nición puede enunciarse de la cosa definida, no es absolutamente universal,
puesto que cuando una definición implica contradicción, se pueden concluir
cosas absurdas; mientras no se sepa si es posible, no se podrá estar seguro de
las consecuencias. Hay que probar todavía, pues, que Dios es posible.

103
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

si no habrá alguna contradicción escondida al poner todo ello junto, es


decir, falta saber todavía si ese ser es posible. Si fuera posible, todo está
hecho en la prueba, puesto que si es posible, es. La presunción de posi-
bilidad vale hasta que se pruebe la imposibilidad162. Esta presunción
sería suficiente para la práctica de la vida, pero falta todavía la demos-
tración, una demostración rigurosa, en forma, que sea causa de la evi-
dencia. Pero el razonamiento llega a la certeza, porque habíamos pro-
bado ya en el párrafo antecedente que Dios es posible.
Hasta aquí Leibniz. Vemos, con él, cómo se han comenzado a tren-
zar varios de los hilos que deberemos manejar en lo que sigue para
meter nuestra bola en su hoyo.

III. La dinámica nos abre a la ‘filosofía de la razón práctica’

Vamos a espiar el contenido de alguno de los textos dinámicos de


Leibniz, con objeto de adentrarnos en su cosmología, puesto que es este
el lugar en el que se inicia el paso de la ‘filosofía de la razón práctica’ a
la ‘teología de la razón pura’, al que me voy refiriendo en estas páginas.
Comenzaremos por el Specimen Dynamicum cuya primera parte se
publicó en las Acta Eruditorum de 1695163; la segunda permaneció iné-
dita. Desde el comienzo de su escrito nos advierte «que en lo corpóreo
hay algo más que extensión, anterior incluso a esta, a saber: la propia
fuerza de la naturaleza (vim naturae) inserta en todas partes por el
Hacedor, que no consiste en una facultad simple, con la que las
Escuelas parecen haberse contentado, sino que se asienta en un cona-
to o esfuerzo (conatu sive nisu), que tendrá efecto pleno, a no ser que
se vea impedida por una tendencia (conatu) contraria. Este esfuerzo se

162 Imposibilidad —en el mundo real, el mejor de los mundos posibles—,

que luego en el pensamiento leibniciano ha de ser posibilidad, o, mejor aún,


composibilidad, en alguno de los mundos posibles.
163 Specimen Dynamicum pro admirandis Naturae Legibus circa corporum

vires et mutuas actiones detegendis et ad suas causas revocandis, que se lee en


G. W. Leibniz, Die Mathematische Schriften, ed. C. I. Gerhardt (Berlín-Halle, 1849-
63; reimpresión Olms, Hildesheim, 1962) [= LMS], VI 234-54; traducción española
en G. W. Leibniz, Escritos de dinámica, según la excelente edición de Juan Arana
Cañedo-Argüelles y Marcelino Rodríguez Donís, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 55-98.

104
La cosmología de Leibniz

manifiesta a los sentidos por todas partes, y, a mi juicio, en todos los


lugares es concebido en la materia por la razón (ubique in materia
ratione intelligitur), incluso cuando no se hace patente a los sentidos.
Si esto no debe ser atribuido a Dios mediante un milagro, es preciso,
por cierto, que aquella fuerza (vis illa) sea engendrada en los propios
cuerpos por Él mismo, más aún, que constituya la naturaleza última de
los cuerpos, puesto que el actuar (agere) es el carácter de las sustan-
cias, mientras que la extensión no significa otra cosa que la continua-
ción o difusión de una sustancia ya presupuesta que se esfuerza y
opone, esto es, que resiste; tanto dista de poder constituir la misma sus-
tancia». En el movimiento y en el tiempo, lo que existe es lo momentá-
neo, nunca el todo; por eso, en el movimiento «nada es real más que lo
momentáneo que tiene que consistir en la fuerza tendente al cambio (in
vi ad mutationem). Por tanto, en esto estriba cualquier cosa que existe
en la naturaleza corpórea, fuera del objeto de la Geometría o exten-
sión»164. Las cartas leibnicianas, pues, están ya echadas.
Entra luego en una serie de distingos dentro de la propia fuerza: una
fuerza activa primitiva (la entelequia primera, el alma o forma subs-
tancial), que sólo atañe a las causas generales, no a las cuestiones físi-
cas como tales, necesaria, por tanto, para filosofar correctamente; y una
fuerza activa derivativa, presente en toda substancia corpórea por sí.
Una fuerza pasiva, fuerza primitiva de soportar o resistir (la materia
prima), que impide la penetración del cuerpo por otro oponiéndole una
resistencia y le hace estar dotado de inercia; y una fuerza derivativa de
soportar que se muestra de forma variada en la materia segunda. Bien,
todo esto está bien, pero no se termina aquí, hay que considerar más
de cerca las fuerzas derivativas.
Para Leibniz, desde siempre mecanicista, la fuerza derivativa que
hace que los cuerpos actúen entre sí está unida al movimiento local,
«pues reconocemos que los restantes fenómenos materiales pueden
explicarse por el movimiento local»165. Llama conato a la velocidad del
cuerpo tomada con su dirección, e ímpetu al producto de la masa por
la velocidad, que es la cantidad de movimiento cartesiana. Pero no
todo está ya dicho, porque la estimación del movimiento en el tiempo

164 Specimen Dynamicum 1, en LMS VI 235; tr. 56-57.


165 Specimen Dynamicum 4, en LMS VI 237; tr. 61.

105
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

se produce por infinitos ímpetus, cada uno de los cuales a su vez se


produce a partir de los infinitos grados impresos sucesivamente en el
mismo móvil. Por consideraciones un poquito técnicas en las que no
vamos a entrar, Leibniz ve —como Galileo viera ya en la ley de caída
de los graves— que «de aquí se deduce que es doble el esfuerzo
(nisum), a saber, elemental o infinitamente pequeño, al que también
llamo solicitación, y el formado por la continuación o repetición de los
esfuerzos elementales, esto es, del propio ímpetu, aunque no quiera por
ello que estos Entes Matemáticos se encuentren exactamente así en la
naturaleza, sino que sirven tan sólo para hacer cuidadosas evaluaciones
por abstracción del pensamiento»166. A partir de ahora, los problemas de
la nueva dinámica se hacen uno con los problemas del nuevo cálculo
que él —junto con Newton— inventó. A partir de aquí, prosigue
Leibniz, la fuerza es doble, una muerta, que corresponde a las situa-
ciones tomadas en el instante mismo en el que no existe aún el movi-
miento, sino la instigación a él; y otra que «en verdad es la fuerza ordi-
naria, asociada al movimiento actual, a la que llamo viva» 167. Fuerzas
como la de gravedad o por la que un cuerpo elástico en tensión
comienza a replegarse, son fuerzas muertas. Pero la percusión por un
peso que cae ya durante un tiempo o de un arco que se recupera duran-
te un tiempo, son fuerzas vivas168. La Mecánica era una ciencia de la
fuerza muerta; ahora la Dinámica —como la llama por vez primera—
va a ser la ciencia de las fuerzas vivas.
No todo en la consideración de los cuerpos, pues, se queda en la
mera extensión, por más que deba considerarse cierto el mecanicismo
—al que Leibniz nunca renunciará—: todo lo que acontece en el mundo
físico se hace por contacto y se hace en un mundo que se rige por las
leyes de la verdadera mecánica. La cuestión está, claro, en ver cuáles
son estas leyes. Miradas las cosas de cerca y con cuidado, no todo ahí
es sólo geometría, sino que hay fuerzas y, como acabamos de ver, fuer-
zas vivas. Para Descartes, como antes para Demócrito —¿como hoy para
no pocos físico-cosmólogos?—, todo lo que se refiere a la física es una

166 Specimen Dynamicum 5, en LMS VI 238; tr. 63.


167 Specimen Dynamicum 6, en LMS VI 238; tr. 64.
168 Las cosas no son todavía claras; recuérdese que aquí tine su origen la

interminable polémica sobre las fuerzas vivas. Véase, por ejemplo, Pierre
Costabel, La question des forces vives, CNRS, París, 1984, 170 p.

106
La cosmología de Leibniz

mera cuestión de geometría, de lo que acontezca con la extensión o,


quizá, con el espacio-tiempo —lo que lleva a una cuestión de fuerzas
muertas—. Para Leibniz, las cosas no son así en absoluto; el movimiento
de los cuerpos está regido por fuerzas vivas, entelequias, como decían los
antiguos peripatéticos. Su física considera que en las cosas actúan fuer-
zas, formas substanciales que las mueven, que las hacen oponer resis-
tencia al movimiento, que las agitan; y la dinámica es el estudio de ese
interactuar de fuerzas. Hasta ahora se había considerado el equilibrio
estático en el instante de su ruptura, pero lo que interesa es la dinami-
cidad misma del proceso. Fruto del error cartesiano es el haber consi-
derado que lo que rige la física es el principio de la conservación de la
cantidad de movimiento, el mero mv, porque el movimiento para él, al
ser mera geometricidad, no tiene el espesor real de movimiento orien-
tado. Lo que se guarda, en definitiva, no es esa cantidad de movimien-
to, sino algo bien distinto, lo que decimos energía: mv 2.
Prosigue Leibniz haciendo una historia —como tanto le gusta— de
sus pensamientos sobre estas cuestiones. Pensó hace tiempo «que si sólo
se apreciasen en los cuerpos las nociones matemáticas, la magnitud, la
figura, el lugar y sus cambios respectivos, o en el mismo momento de la
colisión los conatos de cambio, sin ningún conocimiento de las nocio-
nes metafísicas, de una potencia que evidentemente actúa en la forma,
y de una inercia o resistencia al movimiento de la materia, y si fuera
necesario que el resultado del concurso se determinara, como explica-
mos, únicamente de la composición geométrica de los conatos, enton-
ces debería seguirse la comunicación de los conatos del colisionante,
aunque sea mínimo, a todo receptor, aun siendo máximo, y a tal punto
una cosa máxima en reposo sería arrastrada por el colisionante, por
pequeño que sea, sin ninguna demora de este». Impulsar una cosa gran-
de en reposo, por tanto, no sería más difícil que impulsar una cosa
pequeña, pero esto, y muchas más cosas, nos dice Leibniz, «son contra-
rias al orden real (ordini rerum adversa) y pugnan con los principios de
la auténtica Metafísica; por ello, sin duda, pensé entonces (y en efecto,
con razón) que el sapientísimo Hacedor de las cosas evitó en la estruc-
tura de su sistema las que se obtendrían de por sí de las meras leyes del
movimiento, reiteradamente buscadas a partir de la Geometría pura»169.

169 Specimen Dynamicum 9, en LMS VI 240-1; tr. 69-70.

107
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Prosiguiendo la historia de sus pensamientos, Leibniz nos dice que


luego vio la cuestión de la fuerza viva, esencial para encontrar las mis-
mas reglas del movimiento. Estas consideraciones le llevaron a colegir
«que, además de los aspectos puramente matemáticos y sujetos a la ima-
ginación, había que admitir ciertas cuestiones metafísicas perceptibles
sólo por la mente, y había que añadir a la masa material algún princi-
pio superior y, por así decir, formal, puesto que todas las verdades de
las cosas corpóreas no pueden colegirse únicamente de los axiomas
logísticos y geométricos, o sea, de lo grande y lo pequeño, del todo y
de la parte, la figura y la situación, sino que deben añadirse otras cosas
sobre la causa y el efecto, la acción y la pasión, con las que se salven
las razones del orden de las cosas (ordinis rerum rationes). No impor-
ta que llamemos a este principio Forma o Entelequia o Fuerza, con tal
que recordemos que se explica inteligiblemente por la mera noción de
las fuerzas»170.
Después llegó Leibniz «a la verdadera estimación de las fuerzas, y
por cierto directamente a la misma, por los más diversos caminos: uno,
en efecto, a priori, a partir de la muy simple consideración del espacio,
del tiempo y de la acción (que expondré en otra parte171); otro a poste-
riori, estimando la fuerza a partir del efecto que produce al consumir-
se»172. Tampoco le seguiremos ahora en el detalle, pues ya sabemos sus
resultados. Y abandonaremos este escrito de Leibniz cuando va a
comenzar la segunda parte, en la que quiere proponernos un bosquejo
de las leyes de la naturaleza.

Adentrados a manos llenas en la metafísica como estamos, vamos a


ver otro texto de Leibniz menos técnico que el Specimen Dynamicum:
se trata del titulado Sobre la naturaleza misma, publicado en 1698 en
la misma revista, las Acta Eruditorum173. El mecanicismo leibniciano es
singular, reconoce su autor; le basta «con que la máquina de las cosas
esté construida con tanta sabiduría que todas aquellas cosas dignas de
admiración ocurran debido a su propio funcionamiento y en particular

170 Specimen Dynamicum 11, en LMS VI 241-22; tr. 71.


171 En la Dynamica de potentia, LMS VI, 291 y 359-67.
172 Specimen Dynamicum 15, en LMS VI 243; tr. 75.
173 De ipsa natura sive de vi insita actionibusque Creaturarum, pro Dynamicis

suis confirmandis illustrandisque, en LPS IV 504-16; tr. Olaso 484-500.

108
La cosmología de Leibniz

los cuerpos orgánicos se desarrollen (como creo) a partir de un plan


previo»174. Aduce Leibniz que, para Boyle, también la naturaleza de los
cuerpos es el mecanismo de los cuerpos. Pero, apunta enseguida, hay
que distinguir muy bien los principios en el mecanicismo: «Ya he dicho
muchas veces que el origen del propio mecanismo no fluye del mero
principio material y de razones matemáticas, sino de una fuente más
profunda y, por decirlo así, metafísica»175. El fundamento de las leyes de
la naturaleza es que lo que se conserva no es la cantidad de movimiento
cartesiana, mv, sino la misma cantidad de potencia activa e incluso la
misma cantidad de acción motriz. Punto que lleva al error es también
suponer que las leyes del movimiento son arbitrarias, «lo que no parece
enteramente razonable». Las leyes que se observan en la naturaleza han
sido dictadas «por determinadas razones de sabiduría y de orden», y de
ahí surge «que la consideración de la causa final no sólo resulta benefi-
ciosa para la virtud y la piedad en la Ética y la Teología natural, sino
también en la misma Física para descubrir y poner de manifiesto verda-
des ocultas»176. Al hacer Dios las cosas en el primer mandato de la crea-
ción, dejó algún vestigio suyo en ellas de modo que se volvieron aptas
para cumplir la voluntad del mandatario, por lo que «entonces debe con-
cederse que las cosas encierran una eficacia, forma o fuerza que ha lle-
gado a nosotros tradicionalmente con el nombre de naturaleza»177.
Tenemos así una fuerza ínsita, que no hemos alcanzado con la imagi-
nación, sino con el entendimiento: «la fuerza de actuar está en las cosas,
no deriva de algo imaginable». La explicación más distinta y correcta de
la fuerza activa, prosigue Leibniz, «deriva de nuestra dinámica, y con-
cuerda con la estimación verdadera de las leyes de la naturaleza y del
movimiento expuesto en este tratado, y con la experiencia»178. La subs-
tancia misma de las cosas consiste en la fuerza de actuar y de padecer.
Tal es la fuerza ínsita que se encuentra en ella de manera absolutamente
real: «no sólo todo lo que actúa es substancia singular sino también toda

174 De ipsa natura, en LPS IV 505; tr. Olaso 485.


175 De ipsa natura, en LPS IV 505; tr. Olaso 486.
176 De ipsa natura, en LPS IV 506; tr. Olaso 487.
177 De ipsa natura, en LPS IV 507; tr. Olaso 488.
178 De ipsa natura, en LPS IV 508; tr. Olaso 489. Nótese formalmente que

Leibniz nunca olvida mencionar el obligado acuerdo con la experiencia. El tra-


tado al que se refiere es el Specimen Dynamicum.

109
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

substancia singular actúa ininterrumpidamente sin exceptuar al cuerpo


mismo, en el que jamás se encuentra reposo absoluto»179. Por ello no se
pueden suprimir de ninguna manera las acciones inmanentes de las
substancias, como hace el ocasionalismo de Malebranche180, nos dice
Leibniz, y así «es razonable» que esa fuerza ínsita que atribuimos a nues-
tra mente también «sea inherente a otros animales o formas o, si se quie-
re, a las naturalezas de las demás substancias»181.
Esto no va contra el principio de inercia, pues es cierto que la exten-
sión —lo que es geométrico en el cuerpo— nada contiene de lo que
pueda nacer actividad y moción. De ahí la noción de materia primera o
masa —con la que está ligada la inercia, oposición al movimiento y opo-
sición al cambio a la vez—, esencialmente pasiva. No es que todo lo que
hay en la substancia corpórea sea modificación de la materia, antes al
contrario, para todo lo que es del cambio y del movimiento «debe
encontrarse en la substancia corpórea una entelequia primera», una capa-
cidad primera de la actividad. Obtenemos así en la física leibniciana «la
fuerza motriz primitiva sobreañadida a la extensión (o lo que es mera-
mente geométrico) y a la masa (o lo que es meramente material), que
actúa siempre pero que, sin embargo, es modificada diversamente por
el choque de otros cuerpos y sus conatos182 (conatus) o impulsos183

179 De ipsa natura, en LPS IV 509; tr. Olaso 491.


180 Es interesantísimo leer André Robinet, Malebranche et Leibniz. Relations
personnelles, Vrin, París, 1955.
181 De ipsa natura, en LPS IV 510; tr. Olaso 492.
182 La fuerza activa leibniciana (vis activa) envuelve un «conato o tendencia

a actuar, de tal manera que, si algo no lo impide, se sigue en consecuencia la


acción», y en esto consiste la entelequia: escrito latino anticartesiano, sin título,
de 1703, en LPS IV 395; cf. LPS VII 326. Se dará igualmente un «conato a la exis-
tencia» en el mundo de los posibles, al que más tarde nos hemos de referir;
cuando algo se hace posible, tiene entonces conato de existir: texto latino sin
título, quizá de 1697, en LPS VII 289. También la percepción responde al ape-
tito con un «conato de nueva percepción»: en un fragmento latino, sin fecha,
sobre el alma de los animales, en LPS VII 330.
183 La fuerza derivativa leibniciana (vis derivativa) es la que se llama ímpe-

tu, es decir, conato o tendencia a un movimiento determinado, que modifica la


fuerza primitiva (vis primitiva) o acción de principio; hay una fuerza primitiva
o forma de la substancia, que se cambia en fuerza elástica (vis elastica) a través
de la modificación de la figura, que son modificaciones de la materia, y por el
ímpetu, que son modificaciones de la forma: en un escrito latino anticartesiano,
sin título, de 1702, en LPS IV 396-7.

110
La cosmología de Leibniz

(impetus)»184. Tales son las almas en los seres vivientes y las formas
substanciales en los demás seres. La materia primera sí que es mera-
mente pasiva, pero no es una substancia completa; la materia segun-
da, por el contrario, es una substancia completa, aquella que a la
materia primera se le ha añadido una entelequia primera, «esto es,
cierto impulso185 (nisum) o fuerza primitiva de actuar, que es la ley ínsi-
ta en ella, impresa por decreto divino»186. Tales son las mónadas.
Pero prosigamos. En el movimiento hay cambio de lugar, pero no
todo se termina ahí, pues «tiene lugar también el conato, es decir, el
impulso (nisum) a cambiar de lugar de modo que el estado siguiente al
actual se sigue de sí mismo, por la fuerza de la naturaleza»187. Si no fuera
así, suponiendo dos cuerpos con la misma cantidad y figura y en los
que el cuerpo que se mueve en nada se diferencie del otro en reposo;
nos faltaría la diferenciación sin la que no podríamos distinguir los esta-
dos del mundo corpóreo en momentos diversos, ni habría diferencia-
ción de unas partes de otras, ni diferenciación de las cosas presentes de
las futuras. La diferenciación por la mera figura, ahí, nada diferenciaría
en verdad. «Y puesto que todas las cosas que son sustituidas por las
anteriores son completamente equivalentes, ningún observador, aunque
fuera omnisciente, percibiría ni el más mínimo cambio. Por lo tanto,
todo sucederá como si no ocurriera ningún cambio ni diferenciación en
los cuerpos; y a partir de ello jamás podríamos dar razón de las diver-
sas apariencias que percibimos»188.
Son dignas de ser reseñadas las singulares últimas palabras de este
escrito leibniciano: «Me parece que de estos axiomas puede nacer el
Sistema restaurado y reformado de una filosofía intermedia que una y
conserve como es debido el formalismo y el materialismo»189.

184 De ipsa natura, en LPS IV 511; tr. Olaso 493.


185 «Caeterum cum materiam semper activam et nisu instructam praedico, nolim
id accipi, quasi putem unquam ob impedimenta fieri ut nisus ille effectum habeat
plane nullum, quod merito intellectu difficile Tibi visum scribis. Censeo igitur nisum,
quaecumque objiciantur impedimenta, effectum aliquem habere, sed ut sic dicam
refractum ac minus plenum», carta a de Volder, quizá de 1697, en LPS II 162.
186 De ipsa natura, en LPS IV 512; tr. Olaso 494.
187 De ipsa natura, en LPS IV 513; tr. Olaso 495.
188 De ipsa natura, en LPS IV 513; tr. Olaso 495. Nos jugamos aquí, pues, el

principio de individuación.
189 De ipsa natura, en LPS IV 516; tr. Olaso 500.

111
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Por qué es un paso a la ‘razón práctica’? Porque muestra que que-


darse en la mera “pura razón” nos deja fuera de algo que buscábamos
desde el origen del pensar mismo: dar cuenta de cómo es lo que es y
de por qué es lo que es; encontrar un lugar —un punto de vista— desde
el que podamos contemplar el mundo —lo que está muy bien pero ni
mucho menos es el final de nuestra acción racional—; pero que sea
también el lugar de nuestra acción en y sobre el mundo. El mundo ha
adquirido un espesor —espesor de carnalidad incluso— del que pare-
cía carecer a ojos menos atentos que los de Leibniz. Pero todavía falta
mucho camino por recorrer.
Para algunos —terminaremos el apartado con estas nítidas afirma-
ciones leibnicianas—, la física no pregunta el porqué de las cosas, sino
el cómo son. Nuestro filósofo, sin embargo, no está de acuerdo, pues él
se pregunta una cosa y la otra: «con frecuencia el fin y el uso sirven para
adivinar el cómo, puesto que, conociendo el fin, se pueden juzgar mejor
los medios»190.

IV. La razón matemática no es una (mera) “pura razón”

Sobre la razón matemática no me extenderé, pues ya he tratado de


ella en otra ocasión. Seré breve, por tanto.
Un texto tardío de Leibniz nos pone en situación. ¿Es verdad, como
algunos dicen, que los matemáticos toman seres abstractos por seres
reales; seres relativos por seres absolutos? Algunos sí, «pero yo, desde
luego, no lo hago así»: pues él toma los seres de la matemática pura,
como el espacio, y todo lo que de ello depende, como seres relativos y
en nada absolutos; está, nos dice, en total desacuerdo con esa absolu-
tización del espacio que suelen escoger los partidarios del vacío. A
pesar de su cálculo infinitesimal, continúa, no admite verdadero núme-
ro infinito. Respecto a su cálculo, «es útil cuando se trata de aplicar las
Matemáticas a la Física; sin embargo, no es por ahí por donde preten-
do dar cuenta de la naturaleza de las cosas, puesto que considero las
cantidades infinitesimales como ficciones útiles»191.

190 Escrito anticartesiano, quizá de 1697, en LPS IV 339.


191 Carta a S. Masson de 1716, en LPS VI 629.

112
La cosmología de Leibniz

Para Leibniz, las matemáticas son el ars inveniendi: «el uso e inclu-
so la marca misma de la verdadera ciencia consiste, a mi entender, en
las invenciones útiles que de ella se puedan sacar»192. Tenía desde siem-
pre puestas todas sus esperanzas en ese ‘arte de inventar’ que en algún
momento temprano de su correspondencia se identifica, sin más, con el
análisis de los matemáticos —sobre el que por entonces cavila—, con
objeto de «reducir todos los razonamientos humanos a una especie de
cálculo que servirá para descubrir la verdad»193. Él mismo resultó ser
asombrosamente inventivo en ese arte194. Llegó tarde a los estudios
matemáticos —estando en París— y nunca fue un profesional sino casi
un diletante: nunca fue un calculador. Dejaba sus hallazgos enseguida
en manos de gentes más dotadas que él; su interés estaba sólo en
encontrar el meollo en donde las cosas se clarifican e inventar métodos
elegantes que ayudaran a resolver los difíciles problemas planteados,
imposibles de resolver en la geometría cartesiana. Sin embargo, hay que
decir enseguida que una actitud de origen es decisiva en las matemáti-
cas leibnicianas, y en general en las matemáticas de finales del siglo
XVII. El primado griego de la exactitud —con el que todavía se escriben
en 1687 los Philosophia Naturalis Principia Mathematica de Newton,
aunque no tanto el resto de su obra— deja paso a una exploración de
nuevos campos en los que se mira más la coherencia, la claridad, la ele-
gancia de planteamientos y resultados, que el rigor apasionado por la

192 Carta a Malebranche quizá de 1679, LPS I 335.


193 Carta de 1679 al duque de Hannover Johan Friedrich, en LPS VII 25; cf.
también VII 185.
194 Merece la pena leer estas líneas: «Ainsi le paradoxe des grands débuts

mathématiques de Leibniz se résout en tautologie. Leibniz parvient à des décou-


vertes de si grande conséquence parce qu’il était d’emblée certain d’y parvenir,
plus précisément parce que l’orientation naturelle de son esprit jointe à sa ‘nou-
veauté’ lui avaient fait adopter spontanément sur une connaissance neuve pour
lui, le point de vue le plus fécond, celui de l’ars inveniendi et l’avaient préser-
vé de toute stérilisante déférence à l’égard de la difficulté en retournant à son
avantage sa position de néophyte. Que les résultats aient été si tôt à la hauteur
de ses ambitions, voilà en un sens l’heureuse occasion l’installant fermement au
seuil d’un éblouissante carrière, bien qu’en un autre sens cette occasion résulte
moins d’un hasard que de sa nature intellectuelle», Marc Parmentier en las pági-
nas 19-20 de la introducción a su edición traducida y anotada de G. W. Leibniz,
La naissance du calcul différentiel. 26 articles des ‘Acta Eruditorum’, Vrin, París,
1989 (= tr. Carpentier).

113
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

seguridad teórica de lo que se hace; sin que esto quiera decir que no se
tenga confianza en la certeza teórica de los resultados del ‘nuevo méto-
do’, prodigiosos en su exactitud, sin duda alguna. Se tiene certeza abso-
luta en la seguridad de lo que se hace en el cálculo infinitesimal y en los
resultados apasionantes que con él se obtienen, pero los fundamentos
teóricos del hacer de esas operaciones infinitas de infinitos infinitésimos,
sin embargo, no tiene ni mucho menos todavía claridad teórica.
En matemáticas las cosas están muy claras; para Leibniz, pues, como
dirá a Samuel Clarke en el esplendor del final de su vida, «el gran fun-
damento de las Matemáticas es el Principio de Contradicción o de
Identidad, es decir, que un Enunciado no podrá ser verdadero y falso al
mismo tiempo, y que así A es A y no podrá ser no-A. Con este único
principio es suficiente para demostrar la Aritmética y toda la Geometría,
es decir, todos los Principios Matemáticos»195. Pero, nos hace notar
Leibniz, una cosa son las ciencias matemáticas puras, la aritmética y la
geometría, y otra distinta es la aplicación de esas ciencias a la naturale-
za tal como la «hacen las matemáticas mixtas»196. Ayuda decisiva para
resolver esos difíciles problemas que en ella se plantean es, según
Leibniz, «mi cálculo diferencial u otro similar»197. En opinión de un buen
conocedor de la matemática leibniciana, sin embargo, esas cuestiones
de matemáticas mixtas no son de hecho ni matemáticas ni físicas, rara
vez son la formalización de alguna situación concreta, y contienen siem-
pre una parte de arbitrariedad que señala un desajuste entre objetos
matemáticos y objetos físicos; de ahí que nunca hable Leibniz de las
propiedades de tal o tal curva sino de su naturaleza, que no es la natu-
raleza empírica sino una realidad sui generis de nociones ideales198.

195 Al comienzo del segundo escrito a Clarke, en LPS VII 355.


196 Lettre touchant ce qui est independant des sens, texto de 1702, en LPS VI 501.
197 En el artículo fundador del cálculo diferencial, Nova Methodus pro

Maximis et Minimis, itemque Tangentibus, quae nec fractas nec irrationales


quantitates moratur et singulare pro illis calculi genus, publicado en las Acta
Eruditorum de octubre de 1684, en LMS V 226; tr. Carpentier 116.
198 Marc Carpentier, en tr. Carpentier 26; cf. también 186-7. Léase igualmente este

párrafo: «Mais précisément l’intérêt des géometres pour les Mathématiques Mixtes
révèle son véritable ressort: loin de se soucier d’abord de situations concrètes, des
géomètres comme Leibniz ou les frères Bernoulli ne cherchent peut-être dans la phy-
sique qu’un supplément d’imagination pour la formulation abstraite des difficultés
théoriques les plus retorses», tr. Carpentier 282; cf. así mismo 309, 339 nota 10 y 363.

114
La cosmología de Leibniz

Mas él mismo cree que su posición entre los matemáticos es singu-


lar: «veo que la mayor parte de los que se complacen en el estudio de
la matemática sienten aversión por el de la metafísica ya que en aque-
lla encuentran luz y en esta tinieblas»199. ¿Por qué esa aversión? Porque
las nociones generales se han vuelto ambiguas y obscuras por el mal
pensar; porque se utilizan distinciones pueriles en lugar de definiciones
claras; porque se utilizan reglas vulgares, cuajadas de excepciones, en
lugar de axiomas universales. Todos los matemáticos, sin embargo,
emplean conceptos metafísicos, y «creen entender lo que han aprendi-
do a repetir», mas les permanecen ocultas nociones como substancia,
causa, acción, relación, semejanza. Descartes entendió equivocadamen-
te, por ejemplo, que la naturaleza de la substancia corpórea era la
extensión; ya lo hemos visto. Otros pensaron profundamente sobre
algunos problemas, «pero los rodearon de tantas tinieblas que más pare-
cen adivinanzas que demostraciones»200.
El gran matemático Leibniz sabe muy bien «que el análisis infinitesi-
mal nos ha dado el medio de aliar la Geometría con la Física y que la
Dinámica nos ha proporcionado las leyes generales de la naturaleza»201.
Pero el gran matemático Leibniz sabe muy bien igualmente que preten-
der dar cuenta de las cosas es por necesidad ir más allá de las mate-
máticas; que quien quiera quedarse sólo en ellas, pero emperrándose
en abarcarlo todo desde ellas, no dará cuenta real de la realidad, pues
habrá substituido la complejidad de lo real por la abstracción reductiva
de las matemáticas. No es que no haya, pues, una ‘razón matemática’.
Lo que acontece es que la razón verdadera va más allá de ella; que,
emperrándonos en ella, nos quedamos en una mera “razón pura”.
El esfuerzo de pensamiento leibniciano quiere hacer ver algo impor-
tante: en el uso matemático de la razón no se da todavía la verdadera
‘razón pura’. La que podríamos llamar razón matemática, aunque inte-
resante por demás, puede tener un uso fuera de sí, que la hace razón
abstractiva, reductora; un uso que se sale del verdadero uso de la razón.
Y esto acontece siempre que con ella se cree estar en la razón que da

199 Comienzo del texto de 1694 titulado De Primae Philosophiae

Emendatione, et de Notione Substantiale, en LPS IV 468; tr. Olaso 455.


200 De Primae Philosophiae Emendatione, LPS IV 469; tr. Olaso 456.
201 NE IV iii, en LPS V 370; ed. Brunschwig 342. Véase la nota siguiente.

115
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

cuenta de todo lo que es, porque todo lo que es se debe atener nece-
sariamente a ella; una razón matemática que es muy razonable en sí
misma, pero que con esa reducción abstractiva ha devenido algo que
sólo es (mera) “pura razón”. Leibniz es formal a este respecto: quien se
queda ahí no alcanza lo real, ni siquiera lo posible. El verdadero uso
puro de la razón es el uso que pasa por la que llamo ‘razón practica’
para ir más allá de ella. La construcción de la física leibniciana nos lo
enseña. Nada tiene que ver con el uso de la razón de alguna “filosofía
experimental” en el sentido newtoniano, como sabemos. Nada tiene
que ver con la “razón matemática” cuando esta es entendida como
razón reductora. Nada tiene aquella que ver con una conjunción de
ambas, lo que daría lugar a una (ficticia) “pura razón”.
Creo que la consideración de los largos esfuerzos de Leibniz por
avanzar en los estudios matemáticos, que llevan a la invención del cál-
culo infinitesimal, pueden ponernos claramente en la pista de la que
llamo su ‘razón práctica’. Porque, según mi hipótesis, su absoluta nece-
sidad culmina en esos estudios. Las matemáticas para Leibniz son algo
instrumental, una herramienta maravillosa, pero en absoluto piensa que
muestren las esencias mismas de los fenómenos, de lo que sea la reali-
dad. Lo que sea la realidad se nos aparece en la globalidad cuidada de
nuestras razones, una vez que hemos recorrido los caminos adecuados
para ello, y esos caminos no terminan, ni mucho menos, lo hemos visto,
en la práctica de la “razón matemática”: la física leibniciana está más allá
de los principios matemáticos de la filosofía natural. La física leibnicia-
na es un esfuerzo razonable y decidido por ir a las cosas mismas, tal
como ellas son.

V. Las ideas y las pruebas: vamos hacia la ‘razón teórica’

Leibniz no se entiende ni con Locke ni con Newton, ya lo sabemos.


Desde el pensamiento de Newton, Leibniz está enlodado en “hipó-
tesis filosóficas”, mientras que él terminará diciendo de sí mismo y de
cómo entiende su trabajo científico estas palabras ocultadoras: «hypo-
theses non fingo». Desde ese pensamiento insular, la física leibniciana no
es una ciencia experimental, no se construye sobre los fenómenos.
Ahora bien, sería muy falso pensar que Leibniz no quería dar cuenta de

116
La cosmología de Leibniz

los fenómenos. Lo que ocurre es que, según piensa el filósofo alemán,


para los newtonianos lo que llamo aquí ‘filosofía de la razón práctica’
viene dada de manera exclusiva —y falsa, por tanto— por la sola “razón
matemática”, y creen los británicos que debe ser así porque se han asen-
tado previamente en lo que para ellos son las bases —falsas, sin embar-
go, para el alemán— de la ciencia: el empirismo y la experimentación.
Para Leibniz, en cambio, las cosas son notablemente diferentes. Su tra-
bajo científico no es jamás un trabajo en el vacío metafísico, no puede
serlo. Su trabajo matemático tiene siempre una finalidad: es un arte de
inventar que sirve para desentrañar los problemas que se nos plantean
en la consideración de lo real. Desde este punto de vista, Leibniz es un
científico eminentemente práctico, enredado de verdad en los fenóme-
nos y no enredado, piensa él, en “meras cogitaciones”. La cuestión es
que entiende ese enredarse en los fenómenos de otra manera muy dife-
rente a la de Locke o a la de Newton. Posiblemente esté ahí uno de los
argumentos más seguros de la postmodernidad de Leibniz.
Nuestro filósofo se mide con el filósofo inglés John Locke en un
libro que dejó inédito, el más voluminoso de los que escribiera202.
Vamos a contemplar algunos de los pensamientos leibnicianos que en
este libro se encuentran y que aquí nos interesan. El prefacio del libro
es una pieza preciosa de la literatura filosófica leibniciana. En él hace
Leibniz elenco de sus diferencias esenciales con Locke, a quien pone en
relación con Aristóteles, mientras que él mismo estaría en relación con
Platón.
Una primera diferencia procede de la consideración lockeana del
alma como algo vacío, una tabula rasa en la que todo lo que se pone
procede de los sentidos y de la experiencia. Para Leibniz, por el con-
trario, el alma contiene originariamente «los principios de varias nocio-
nes y doctrinas» que, por así decir, los objetos externos despiertan.

202 El más extenso de los que escribiera, aunque —como casi siempre— no
publicó, pues a la muerte de Locke, en 1704, no le pareció prudente criticar a
alguien que ya no le podía responder: Nouveaux essais sur l’entendement
humain par l’auteur du système de l’harmonie préétablie [= NE ], en LPS V, tam-
bién, editado por André Robinet, en A VI vi. Hay una edición inmejorable de
Jacques Brunschwig en la colección de bolsillo de Garnier-Flammarion. Hay una
traducción española de Javier Echeverría (Editora Nacional, Madrid, 1983).
Puede verse Nicholas Jolley, Leibniz and Locke. A Study of the ‘New Essays on
Human Understanding’, Clarendon Press, Oxford, 1984, 215 p.

117
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Depende todo, pues, de la experiencia que nos viene dada por la


inducción y por los ejemplos, como cree Locke? No, opina Leibniz;
hay todavía otro fundamento. No significa esto que los sentidos no
nos sean necesarios para todos nuestros conocimientos, pero con
ellos no basta para establecer la «necesidad universal»203 de una ver-
dad. En las matemáticas puras encontramos principios cuya prueba
no depende del testimonio de los sentidos, aunque, evidentemente,
sin ellos no se nos hubiera ocurrido pensarlos. Todo en nuestro juego
del pensar y del hacer está lleno de «tales verdades, y, por consi-
guiente, su prueba no puede venir más que de principios internos
que se llaman innatos». Hay algo esencial que diferencia a los anima-
les de los hombres, prosigue Leibniz: aquellos son puramente empí-
ricos, mientras que estos son capaces de ciencias demostrativas204.
Sin necesidad de experimentar ligazones sensibles de imágenes, «la
razón es la única capaz de establecer reglas seguras», supliendo lo
que falta en lo simplemente empírico y experimental, «y de encontrar
la ligazón cierta en la fuerza de las consecuencias necesarias». Hasta
el punto de que «lo que justifica los principios internos de las verda-
des necesarias»205 distingue al hombre de la bestia. Para Leibniz, «las
ideas y las verdades nos son innatas, como inclinaciones, disposicio-
nes y hábitos o virtualidades necesarias, y no como acciones, aunque
esas virtualidades estén siempre acompañadas de algunas acciones,
frecuentemente insensibles, que les responden»206. Estas palabras que
parecen extrañas van a ser muy importantes, como vamos a ver al
punto.
Con esta segunda diferencia del pensamiento leibniciano con el
lockeano, entramos en eso que Leibniz llama ‘virtualidades’, es decir, per-
cepciones que no siempre tenemos de manera actual. Las substancias no
podrían ser concebidas en su esencia desnuda sin ninguna actividad, ya
que «la actividad es la esencia desnuda sin substancia general»207, sostiene
nuestro autor; por eso no hay substancia sin acción y no hay cuerpo sin

203 NE prefacio, ed. Brunschwig 34.


204 NE prefacio, ed. Brunschwig 35.
205 NE prefacio, ed. Brunschwig 36.
206 NE prefacio, ed. Brunschwig 37.
207 NE prefacio, ed. Brunschwig 48.

118
La cosmología de Leibniz

movimiento. Por eso, también, «hay en todo momento una infinidad de


percepciones en nosotros, pero sin apercepción y sin reflexión». Un con-
junto de percepciones pequeñas, mínimas —infinitesimales dirá en algu-
na ocasión—, de las que de primeras no nos apercibimos, pues la aper-
cepción viene luego, tras un pequeño intervalo, por mínimo que sea ese
intervalo. Así acontece, nos recuerda, con el bramido del mar, resultado
final que está compuesto de una serie inmensa de pequeños ruidillos208.
Comenzamos siempre por apercibirnos de las verdades particulares,
de la misma manera que comenzamos por las ideas compuestas, pero
el orden de la naturaleza comienza en realidad por lo más simple, y la
razón de las verdades particulares depende de las generales, de las que
son ejemplo. Esto hace «que cuando se quiere considerar lo que está en
nosotros virtualmente y antes de cualquier apercepción, se tiene razón
para comenzar por lo más simple», pues los principios generales nos
son tan importantes para pensar como los músculos y los tendones lo
son para caminar209. Locke se confundió, piensa Leibniz, creyendo que
hay ideas simples como la del calor, porque el alma tiene de ellas una
concepción uniforme. Esas ideas sensibles sólo son simples en aparien-
cia, porque tales percepciones están compuestas de pequeñas percep-
ciones, «sin que el espíritu se dé cuenta, puesto que esas ideas confu-
sas le parecen simples»210. No podemos tener memoria de todas «a causa
de la multitud de las impresiones presentes y pasadas que concurren a
nuestros pensamientos presentes»211. Sin embargo, «todas las impresio-
nes tienen su efecto, aunque no todos los efectos se hagan siempre
notar», y cuando hago un gesto en vez de otro, «muy frecuentemente se
debe a un encadenamiento de pequeñas impresiones de las que no me
apercibo»212. No nos apercibimos de esas pequeñas percepciones, aun-
que es verdad que podríamos hacerlo y tener reflexión sobre ellas, «si
no fuéramos desviados por su multitud, que comparte nuestro espíritu,
o si ellas no fueran borradas o mejor obscurecidas por otras mayores»213.

208 Lo mismo acontece, por ejemplo, con los colores o con la luz, cf. NE II

ix, ed. Brunschwig 112.


209 NE I i, ed. Brunschwig 68.
210 NE II ii, ed. Brunschwig 100.
211 NE II i, ed. Brunschwig 95.
212 NE II i, ed. Brunschwig 96.
213 NE II ix, ed. Brunschwig 111.

119
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Esas percepciones insensibles, nos dice Leibniz, explican todos sus


temas filosóficos más queridos214. Esas percepciones insensibles son
también decisivas en el hecho de que la naturaleza no da saltos —ley
de la continuidad—, pues cualquier percepción o movimiento no nace
del reposo ni se reduce a otro, si no es por un movimiento más peque-
ño. De igual manera que cualquier línea no es recorrida mientras no se
haya recorrido antes otra línea más pequeña; que toda percepción
capaz de ser notada procede por grados de otras que son demasiado
pequeñas para serlo. Por eso, concluye Leibniz, «juzgar de otra manera
es conocer poco la inmensa sutileza de las cosas que rodea un infinito
actual» que encontramos y nos envuelve siempre y por todas partes215.
De tales reflexiones saca Leibniz una afirmación clave: «en consecuen-
cia, de esas pequeñas percepciones el presente está preñado del por-
venir y cargado del pasado»; todo es conspirante y «en la menor de las
substancias ojos tan penetrantes como los de Dios podrían leer toda la
serie de las cosas del universo»216. Percepciones insensibles, pues, que
constituyen al individuo, quien se caracteriza «por las trazas o expre-
siones» de sus estados precedentes en conexión —cognoscible por un
espíritu superior— con el estado presente. ¿Diremos por ello que la
abstracción sea un error? No, mientras se sepa bien que se trata de una
abstracción. Los matemáticos las utilizan. Pero hay que hacerlo con
supremo cuidado: cuanto más atentos estemos a no dejar nada de lado
en nuestras consideraciones, «mas responde la práctica a la teoría». Pero
atención, sólo la «suprema Razón» comprende la infinidad del conjun-
to: «todo lo que nosotros podemos lograr de las infinidades es cono-
cerlas confusamente y saber al menos distintamente que están ahí»217.
La tabula rasa es una ficción, como lo son todas las cosas uniformes,
sin variedad alguna, como el tiempo, el espacio y los demás seres de
las matemáticas puras, «que no son siempre más que abstracciones»218.
También, por lo mismo, las facultades puras y nudas, sin algún acto,
no son más que «ficciones que la naturaleza no conoce en absoluto y

214 La armonía preestablecida entre el alma y el cuerpo, la monadología.


215 NE prefacio, ed. Brunschwig 40.
216 NE prefacio, ed. Brunschwig 39.
217 NE prefacio, ed. Brunschwig 41.
218 NE II i, ed. Brunschwig 91.

120
La cosmología de Leibniz

que sólo se obtienen haciendo abstracciones»219. Ficciones que proce-


den «de nociones incompletas».
La tercera cuestión que marca su desacuerdo con Locke220 tiene que
ver con la materia y con la gravitación universal newtoniana. Locke
defiende el vacío y los átomos, Leibniz el lleno y los torbellinos. Este
piensa que la gravitación newtoniana es fruto de un milagro, pero eso
no puede ser. Hay que hacer la gravitación universal inteligible. Hay
que explicar todas las cosas naturalmente, sin milagros221, pues en el
orden de la naturaleza no es un hecho arbitrario de Dios dar indiferen-
temente a las substancias estas o las otras cualidades, y no les dará sino
«aquellas que les son naturales, es decir, que podrían ser derivadas de
su naturaleza como modificaciones explicables», o, lo que es lo mismo,
mediante explicaciones mecánicas. De esta suerte la gravitación newto-
niana, esa «hypothèse fainéante»222, destruiría la filosofía leibniciana que
busca las razones y a la vez la sabiduría divina que las proporciona223.
Por eso es tan importante para Leibniz no quedarse en ella, como si a
partir de ahora venga a ser la gravitación universal la fuente de toda
explicación, sin más; cuando, al contrario, hay que seguir buscado
explicaciones para ella. No hay que confundir, por tanto, un «género físi-
co (o mejor real)» con un «género lógico o ideal»224. ¡Estábamos en ello!

El principio leibniciano es claro: «todos los pensamientos y acciones


de nuestra alma proceden de su propio fondo», aunque los sentidos «nos
den la ocasión de apercibirnos» de ideas y de principios que no vienen
de ellos225. La idea de Dios ha sido puesta en ese fondo; también en
parte las leyes eternas de Dios están grabadas en él «de una manera
todavía más legible, y por una especie de instinto». Son principios de

219 NE II i, ed. Brunschwig 92.


220 NE II i, ed. Brunschwig 95.
221 Los milagros, según Leibniz, quedan para el orden supremo de la gracia.
222 Véase Conversation sur la liberté et le destin, en G. W. Leibniz, Textes iné-

dits, edición de Gaston Grua, PUF, París, 1948, pp. 478-86, escrito entre 1699 y
1703; en la recopilación de textos preparada por Jaime de Salas, G. W. Leibniz,
Escritos de filosofía jurídica y política, Editora Nacional, Madrid, 1984
[= tr. Salas], pp. 444 y 446.
223 NE prefacio, ed. Brunschwig 49.
224 NE prefacio, ed. Brunschwig 46.
225 NE I i, ed. Brunschwig 59.

121
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

práctica. En la naturaleza humana encontramos una «tendencia» a reco-


nocer la idea de Dios —volveremos enseguida sobre ello—, y aunque
se atribuya la primera enseñanza a la revelación, el testimonio de la faci-
lidad que los hombres tienen para recibirla «viene del natural de sus
almas», pues la doctrina externa excita lo que hay en nosotros. El con-
sentimiento general es así un índice de un principio innato, pero no una
demostración, pues «la prueba exacta y decisiva de esos principios con-
siste en hacer ver que su certeza sólo viene de lo que está en noso-
tros»226. Hay diferencia entre verdades necesarias o eternas y verdades
de experiencia: «La prueba originaria de las verdades necesaria viene del
solo entendimiento, y las otras verdades vienen de las experiencias o de
las observaciones de los sentidos». Los sentidos pueden insinuar, justifi-
car y confirmar esas verdades, pero no demostrar la certeza segura y
perpetua227. Como dice en otro momento: «la ligazón de los fenómenos,
que garantiza las verdades de hecho con respecto a las cosas sensibles
fuera de nosotros, se verifica por medio de las verdades de razón, como
las apariencias de la óptica se aclaran por la geometría»228.
Las verdades innatas las encontramos en nosotros de dos maneras:
por luz y por instinto. Hemos mencionado ya principios de práctica, tales
son los que se dan en la moral, pues hay verdades que no nos son cono-
cidas puramente por la razón «sino por una especie de instinto» —como
también habíamos visto ya—, que «es una especie de principio innato,
pero que no forma parte de la luz natural, puesto que no se conoce de
una manera luminosa»; y una vez puesto ese principio se pueden «sacar
consecuencias científicas», por lo que Leibniz está de acuerdo con Locke
en que la moral es una ciencia demostrativa229. Hay un instinto del hom-
bre para amar al hombre; hay instintos de conciencia; hay un instinto
general de sociedad. Los instintos no son sólo de práctica, también los
hay que contienen verdades de teoría, «y tales son los principios inter-
nos de las ciencias y del razonamiento, cuando, sin conocer la razón, los
empleamos por un instinto natural»230. El papel de estos es decisivo,
pues «como la moral es más importante que la aritmética, Dios ha

226 NE I i, ed. Brunschwig 61.


227 NE I i, ed. Brunschwig 65.
228 NE IV ii, ed. Brunschwig 329; cf. IV xi, ed. Brunschwig 395.
229 NE I ii, ed. Brunschwig 72.
230 NE I ii, ed. Brunschwig 73-4.

122
La cosmología de Leibniz

dado al hombre instintos que llevan primariamente y sin razonamien-


to a alguna cosa de lo que la razón ordena». Ahora bien, esos instin-
tos no llevan a la acción de manera invencible —pues entonces ya no
cabría la libertad231—, no podemos olvidar que cohabitan en nosotros
la resistencia de las pasiones, las obscuridades de los prejuicios y el
pecado232; las ideas y verdades innatas, sin embargo, «no pueden ser
borradas, aunque sí pueden ser obscurecidas en todos los hombres»233.
«Nunca estamos sin percepciones, pero es necesario que estemos fre-
cuentemente sin apercepciones»234. Las consecuencias de esto para el pen-
samiento leibniciano son interesantes —ya lo hemos visto—, pero ahora se
expresan con notable gravedad teórica: «esta continuidad y ligazón de las
percepciones hace al mismo individuo, pero las apercepciones (es decir,
cuando uno se apercibe de los sentimientos pasados) prueban, sin embar-
go, una identidad moral, ya que hacen aparecer la identidad real»235. Lo
mismo acontece con las ideas innatas, de las que se ha visto cómo están
en nosotros, «aunque no siempre de manera que las apercibamos, siempre
de manera que las podamos sacar de nuestro propio fondo y hacerlas aper-
cibibles»236. Entre ellas «cuento que está la idea de Dios y la verdad de su
existencia»; porque Dios le ha dado al hombre las facultades propias para
conocerle y además ha impreso los caracteres que lo muestran, aunque
esas facultades son necesarias para apercibirse de esos caracteres237. Y aquí
vuelve Leibniz a mostrarnos cómo al argumento ontológico de Descartes le
falta algo decisivo: supuesto que Dios sea posible, existe238. Ahora bien,

231 Véase, por ejemplo, Conversation sur la liberté et le destin, en Grua 478-

86; tr. Salas 441-9.


232 NE I ii, ed. Brunschwig 75.
233 NE I ii, ed. Brunschwig 81.
234 NE II xix, ed. Brunschwig 137. En los textos de la plena madurez de

Leibniz puede verse cómo juega la diferencia entre percepción y apercibirse en


el § 13 de los Principes de la nature et de la grâce, en LPS VI 604; tr. Olaso 603-
4, y en los §§ 14-17 de la Monadologie, en LPS VI 608-9; tr. Olaso 609-10.
235 NE II xxvii, ed. Brunschwig 204.
236 NE IV x, ed. Brunschwig 387.
237 NE IV x, ed. Brunschwig 384.
238 NE IV x, ed. Brunschwig 387. Remite a dos artículos suyos a los que me

referiré más tarde: Meditationes de Cognitione, Veritate et Ideis, aparecido en las


Acta Eruditorum de noviembre de 1984 (en LPS IV 422-6; tr. Olaso 271-8) y
Extrait d’une lettre touchant la démonstration cartésienne de l’existence de Dieu,
aparecido en Mémoires de Trévoux de septiembre de 1701 (en LPS IV 405-6).

123
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

nunca lo podemos olvidar, la mayor parte de nuestros pensamientos


son «pensamientos sordos», es decir, vacíos de percepción y de senti-
miento, «y consisten en el empleo desnudo de caracteres», lo cual es la
fuente de la poca aplicación que ponemos en los bienes verdaderos.
Con este conocimiento no se toca la emoción, «y es de esta manera
como la mayor parte de las veces los hombres piensan en Dios, en la
virtud, en la felicidad; hablan y razonan sin ideas expresas», y no es que
no las puedan tener, sino que no se toman el trabajo de llevar el análi-
sis más allá239.
Desde lo dicho hasta ahora en este apartado, se comprende que el
concepto de ‘representación’ sea decisivo en el leibnicianismo, ligado
además en lo profundo con el de ‘expresión’. Toda alma, o mejor, toda
substancia, «al representar originariamente a su cuerpo es representati-
va de todo el universo siguiendo su propio curso (suivant sa porté)»240.
Por medio de los sentidos entra en nuestro cerebro un material, pero
no es este el mismo que entra en el alma, «sino su idea o representa-
ción, que no es su cuerpo, sino un esfuerzo o reacción»241. Ese concep-
to está íntimamente ligado al de ‘percepción’, «que no es otra cosa que
la representación de la multitud en la unidad»242; no es otra cosa que «la
representación de las variaciones de las cosas externas en lo interno»243.
La misma cosa puede ser representada de maneras diferentes, «pero
debe de haber siempre una relación exacta entre la representación y la
cosa y, por consiguiente, entre las mismas representaciones de una
misma cosa»244. No acontece únicamente que el orden es el más per-
fecto que pueda ser, sino que «también cada espejo viviente represen-
ta el universo siguiendo su punto de vista»245. Todo ello empuja a
Leibniz a llegar al pensamiento de que «en el alma las representaciones

239 NE II xxi, ed. Brunschwig 158 y 160. El nombre hace referencia a las raí-

ces sordas.
240 Carta a Coste de 1706, en LPS III 383. Cf. también NE I i, en V 99, ed.

Brunschwig 91; NE IV vi, en 379, ed. Brunschwig 350 (junta representación con
característica).
241 Carta a la princesa Sofía, en LPS VII 552.
242 Carta a Remond de 1714, en LPS III 622.
243 En LPS VII 330.
244 Teodicea, en LPS VI 327.
245 Principes de la Nature et de la Grâce, fondés en Raison § 12, en LPS VI

603; tr. Olaso 603.

124
La cosmología de Leibniz

de las causas son las representaciones de los efectos»246. De ahí que


nada le impida ya afirmar que «la soberana sabiduría ha encontrado
el medio a través de las substancias representantes de variar el
mismo mundo al mismo tiempo infinitamente, puesto que el mundo
teniendo en sí mismo una variedad infinita y siendo variado según
es expresado de diversas maneras por una infinidad de representa-
ciones diferentes, recibe una infinidad de infinidades»247. A partir de
ahora, con Leibniz, la infinidad de mundos está al alcance de nues-
tra mano.

Mas hay todavía en el pensamiento leibniciano todo un enorme


desarrollo práctico de la lógica de la prueba en el que no hemos entra-
do, ni vamos a hacerlo, pero que tiene mucho que ver con lo que hoy
se llama tratado de la argumentación. Pues queda algo decisivo en la
prueba, ya que debemos hacernos juicios en los que la prueba no es
meramente teórica. Así, por ejemplo, acontece a los jurisconsultos,
quienes «tratando las pruebas, presunciones e indicios, han dicho can-
tidad de cosas interesantes sobre el asunto y han llegado a algunos
detalles interesantes». Hablan de «notoriedad», en donde no son nece-
sarias pruebas. Tienen mayores escrúpulos con las «pruebas enteras»,
y buscan «pruebas plenas» y «pruebas más que plenas» y sobre todo el
«cuerpo del delito». Hay «presunciones», «pruebas más que semi ple-
nas», «pruebas menos que semi plenas». Hay cantidad de grados de
«conjeturas» y de «indicios». En una palabra, «toda la forma de los pro-
cedimientos en la justicia no es otra cosa, en efecto, que una especie
de lógica aplicada a las cuestiones del derecho». Los médicos, por su
parte, tienen cantidad de grados y diferencias en sus «signos» e «indi-
caciones». Los matemáticos de nuestro tiempo, nos dice Leibniz, han
comenzado a «estimar los azares en el juego»; el caballero de Méré y
Pascal fueron quienes comenzaron248.
Léase por entero este texto magnífico, el único citado por extenso
en estas páginas, con el que terminaremos este esbozo del tratado de la
argumentación leibniciano:

246 Extrait du dictionnaire de M. Bayle, texto de 1702, en LPS IV 533.


247 Reponse aux reflections de Bayle, texto de 1702, en LPS IV 554.
248 NE IV xvi, ed. Brunschwig 412.

125
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

«Soy de la opinión, efectivamente, de que Dios no puede actuar


mejor de lo que actúa, y que todas las imperfecciones que creemos
encontrar en el mundo sólo proceden de nuestra ignorancia. No esta-
mos todavía en el verdadero punto de vista para juzgar acertadamen-
te acerca de la belleza de las cosas. Es como en la astronomía, donde
el movimiento de los planetas parece una pura confusión visto desde
la Tierra; pero, si estuviéramos en el Sol, tendríamos ante la vista la
bella disposición del sistema, que Copérnico descubrió mediante el
razonamiento. (...) Por lo que se refiere a la cuestión de saber lo que
es la verdadera razón, mantengo que no es difícil, y que seguirla esta-
ría en poder de los hombres, con la sola condición de que quisieran
tener paciencia, pero quieren pensar per saltum. En los razonamientos
hay que avanzar siempre por orden, y no afirmar nada sin que la expe-
riencia o una prueba racional nos lo asegure; no hay que contentarse
con ninguna prueba si no es formalmente correcta, y si la materia no
consiste en proposiciones ya demostradas a su vez por la experiencia
o por alguna otra prueba racional. Cuando no existe el medio de tener
las pruebas decisivas, estamos obligados a valorar los grados de pro-
babilidad, y a seguir lo más probable y seguro. Cuando se habla con-
tra la razón, como hacen muchas buenas gentes, se da una muestra evi-
dente de no estar muy bien instruido. La razón es la voz natural de
Dios, y sólo por ella se debe justificar la voz revelada de Dios, para que
ni nuestra imaginación ni ninguna otra ilusión nos engañe. (...) Sin
embargo, hay una clara diferencia entre la razón y la erudición o los
estudios: la razón no es otra cosa que un conocimiento de la verdad
que procede por orden. Y los estudios, muy a menudo, no llenan la
imaginación y la memoria más que de quimeras, o de cosas particula-
res, poco apropiadas para esclarecer la mente»249.

VI. Mas esto en donde estamos es ya una ‘teología de la razón pura’

Con Leibniz, pues, hemos llegado también nosotros a hacer neta esta
doble afirmación: «he reconocido que la verdadera Metafísica no es ya
más diferente de la verdadera Lógica, es decir, del arte de inventar en

249 Carta a Morell del 29 de septiembre de 1698, en Grua 136-40; tr. Salas 438-9.

126
La cosmología de Leibniz

general, puesto que en efecto la Metafísica es la teología natural, y el


mismo Dios es la fuente de todos los bienes y también el principio de
todos los conocimientos»250; «Dios es el autor de todas las cosas, y como
Dios actúa siguiendo la sabiduría, la verdadera física es saber los fines
y usos de las cosas, puesto que la ciencia es saber las razones, y las
razones de lo que ha sido hecho por el entendimiento divino son las
causas finales o designios de quien los ha hecho, que aparecen por el
uso y la función que tienen»251.
Voy a ser breve en este apartado, porque he hablado ya en otra parte
en lo que toca a Dios como Creador y al mundo como creación252 y por-
que el tema exigiría por sí mismo un largo artículo. Además, en estas
mismas páginas he apuntado brevemente, siempre de la mano de
Leibniz, la importancia del argumento ontológico. Quedaría sólo por ver
cómo la ‘prueba’ leibniciana se enriquece aún más y cómo en el ‘Dios
de la prueba’ se hace también algo decisivo en el leibnicianismo, el
paso de lo posible a lo existente. La prueba de la existencia de Dios se
hace rara en la filosofía madura de Leibniz: ya está hecha, no es nece-
sario insistir o repetirla, se han sacado las consecuencias pertinentes. Sin
embargo, al final la prueba se enriquece. Quedaría todavía ver, final-
mente, cómo se pasa de los mundos posibles al mundo existente, el
mejor de los mundos posibles.

A la objeción lockeana de que, según el ejemplo de la teología, a la


que todo le viene de la revelación, se puede afirmar que la luz nos
viene o de las cosas mismas o de la inmediata veracidad de Dios,
Leibniz responde: «Es como si dijese: la medicina se funda sobre la
experiencia, luego la razón nada tiene que hacer en ella. La teología
cristiana, que es la verdadera medicina de las almas, se funda sobre la
revelación, que responde a la experiencia; pero para hacer un cuerpo
completo, hay que añadir la teología natural, que se saca de los axio-
mas de la razón eterna»253. Las verdades y consecuencias teológicas son

250 Carta quizá a la princesa Sofía, en LPS IV 292.


251 Carta quizá a Molanus, en LPS IV 299.
252 El texto leibniciano clave para ello es el De rerum originatione radicali,

escrito el 23 de noviembre de 1697, en LPS VII 302-8; tr. Olaso 472-80.


253 NE IV vii, en LPS VI 396, en Brunschwig 366.

127
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

de dos especies. Unas tienen certeza metafísica y otras certeza moral. Las
primeras suponen definiciones, axiomas y teoremas tomados de la ver-
dadera filosofía y de la teología natural. Las segundas suponen en parte
la historia y los hechos, y en parte la interpretación de los textos254.
En sus Nuevos ensayos hace referencia Leibniz a dos artículos suyos
en torno a la prueba de la existencia de Dios a los que considera espe-
cialmente pertinentes255. En el primero de ellos comienza diciéndonos
que el conocimiento «si es simultáneamente adecuado e intuitivo es
sumamente perfecto»256. El conocimiento será claro «cuando posea aque-
llo con lo que puedo reconocer la cosa representada», y la noción será
distinta cuando sea una «que permite distinguir esa cosa de todos los
demás cuerpos parecidos por medio de notas y exámenes suficientes»,
por lo que en el conocimiento distinto de las nociones compuestas
todavía falta algo para que sea adecuado, es decir, «cuando todo aque-
llo de que se compone una noción distinta se conoce además distinta-
mente o cuando el análisis llega hasta sus últimos elementos, el cono-
cimiento es adecuado y no sé si los hombres pueden ofrecer un
ejemplo perfecto de éste, aunque la noción de los números se le apro-
xima mucho». Pero no podemos ver la naturaleza toda de la cosa de un
modo simultáneo, «sino que empleamos signos en lugar de las cosas
cuya explicación, al meditar, solemos omitir por razón de economía,
sabiendo o creyendo que la poseemos». Este es el tipo de pensamiento
que llama simbólico. Cuando la noción es muy compuesta no nos es
posible pensar simultáneamente todas las nociones que la componen,
aunque a veces es esto factible, y en cuanto que lo es «lo llama cono-
cimiento intuitivo»257. El pensamiento de las cosas compuestas es en
general sólo simbólico, mientras que el de la noción primitiva distinta
se da sólo en cuanto que es simbólico.
Por todo ello, piensa Leibniz, apelar a las ideas no siempre es garan-
tía de seguridad y muchos creen ahí dar solidez a productos que sólo
lo son de su imaginación. Así acontece cuando se piensa que, como

254 Carta a Burnett de 1697, en LPS III 193.


255 Se trata de las Meditationes de Cognitione, Veritate et Ideis, en LPS IV 422-
6, tr. Olaso 271-8; y del Extrait d’une lettre touchant la démonstration carté-
sienne de l’existence de Dieu, en LPS IV 405-6.
256 Meditationes LPS IV 422; tr. Olaso 271.
257 Meditationes LPS IV 423; tr. Olaso 272-3.

128
La cosmología de Leibniz

todo lo que se sigue de la idea o definición de alguna cosa puede pre-


dicarse de ella, la existencia se sigue de la idea de Dios, y por tanto la
existencia puede predicarse de Dios. Ahora bien, advierte Leibniz, «de
ahí sólo se concluye lo siguiente: si Dios es posible, se sigue que puede
existir»258. Y ello es así pues falta todavía saber, para emplear con segu-
ridad las definiciones que nos llevan a la conclusión, si son reales o si
encierran alguna contradicción. Si partimos de nociones que encierran
contradicción, es posible llegar al absurdo de concluir cosas simultánea-
mente opuestas. Por ello, no basta con que pensemos en el Ser perfec-
tísimo para afirmar que tenemos su idea, y con todo ha habido antes
que suponer la posibilidad de ese Ser para obtener la conclusión. Por
todo ello, el argumento no concluye. No vale aquí, prosigue Leibniz,
con definiciones nominales —en las que se contienen notas de aquella
cosa que es preciso distinguir de otras—; son necesarias definiciones
reales —en las que consta que la cosa es posible—. Las definiciones
nominales son insuficientes hasta que por otro medio no se sepa que la
cosa definida es posible. Por todo lo dicho, podemos ahora ver qué es
una idea verdadera —cuando la noción es posible— y qué es una idea
falsa —cuando encierra contradicción—; pero nos falta considerar eso
de la posibilidad. La posibilidad a priori se da «cuando descomponemos
la noción en sus requisitos o en otras nociones de posibilidad conoci-
da y sabemos que en ellas no existe nada incompatible»; esto ocurre,
por ejemplo, «cuando entendemos de qué modo se puede producir la
cosa». La posibilidad a posteriori se da en cambio «cuando experimen-
tamos que la cosa existe en acto, pues lo que existe o existió en acto
es enteramente posible». Un conocimiento es adecuado cuando es
conocimiento de la posibilidad a priori, «pues si el análisis se ha lleva-
do a cabo hasta el fin y no ha surgido ninguna contradicción, entonces
la noción es enteramente posible»259. La cuestión está en si alguna vez
se puede llevar a cabo ese análisis perfecto de las nociones. Por lo
general, nos basta con aprender a través de la experiencia.
Para Leibniz, el argumento anselmiano, renovado por Descartes,
supone tácitamente que Dios —o el Ser perfecto— es posible; si lo
fuera la existencia de Dios sería demostrable geométricamente a priori.

258 Meditationes LPS IV 424; tr. Olaso 274.


259 Meditationes LPS IV 425; tr. Olaso 275.

129
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Pero ocurre que no se puede razonar perfectamente sobre ideas más


que cuando se conoce su posibilidad. Pero, en opinión de Leibniz, esa
demostración no es poca cosa: es una prueba presuntiva, puesto que
todo ser debe presumirse posible mientras no se prueba su imposibili-
dad. En la demostración que traemos entre manos, sin embargo, sería
mejor no hablar de perfecciones, pues «diciendo solamente que Dios es
un Ser por sí o primitivo Ens a se, es decir, que existe por su esencia,
es fácil concluir de esa definición que un tal Ser, si es posible, existe».
No siendo la esencia de la cosa sino lo que hace su posibilidad en par-
ticular, existir por su esencia es existir por su posibilidad. Si Ser por sí
se definiera: Ser que debe existir puesto que es posible, todo lo que se
podría hacer contra él sería negar su posibilidad. Se podría, pues, como
uno de los mejores frutos de toda la Lógica hacer esta proposición
modal: si el Ser necesario es posible, existe; puesto que el Ser necesa-
rio y el Ser por esencia son una misma cosa. Quienes sostienen que de
las solas nociones, ideas, definiciones o esencias posibles, no se puede
inferir la existencia actual, niegan la posibilidad del Ser por sí. Pero esto
no es válido «puesto que si el Ser por sí es imposible, todos los seres
por otro también lo son, puesto que no son finalmente más que por el
Ser por sí, por lo que nada podría existir». Esto lleva, según Leibniz, a
otra proposición modal: «si el Ser necesario no es, no hay Ser posible»260.
En estas cuestiones son en las que, según nos dice, trabaja Leibniz por
entonces.
También el balance negativo del cartesianismo que elabora Leibniz
en los años noventa toca las cuestiones de la prueba de que Dios exis-
te. Volvamos al argumento anselmiano retomado por Descartes; «este
argumento posee cierta belleza pero es, sin embargo, imperfecto». Todo
lo que se puede demostrar de la noción de una cosa, puede serle atri-
buido; como la existencia puede ser demostrada de la noción del Ser
perfectísimo, le puede ser atribuida, por lo que existe. Piensa Leibniz
que «el argumento hubiera podido formularse aún más precisa y estric-
tamente así: el Ser necesario existe (o el Ser a cuya esencia pertenece
la existencia o el Ser por sí, existe) como resulta evidente por los térmi-
nos mismos. Dios es tal Ser (por definición de Dios). Por consiguiente,

260 Extrait d’une lettre touchant la démonstration cartésienne de l’existence

de Dieu, en LPS IV 405-6.

130
La cosmología de Leibniz

Dios existe». Pero para eso, prosigue Leibniz, hay que conceder que
Dios es posible, y «mientras no se demuestre esta posibilidad, debe
considerarse que ese argumento no demuestra perfectamente la exis-
tencia de Dios». Nada se puede inferir con seguridad de lo definido
mientras no conste que la definición expresa algo posible, pues si
envolviera una contradicción oculta se deduciría de ella algo absurdo.
Pero con el argumento sabemos algo que no basta en las cosas para
probar su existencia: la naturaleza divina «existe por el solo hecho de
ser posible». Cuando se demuestre la posibilidad de Dios tendremos
una prueba261.
El centro mismo de su De rerum originatione radicali es una parte
mayor de la prueba, mas ya he dedicado un trabajo entero a lo que sig-
nifica ese escrito leibniciano y por ello no me fijaré ahora en él.
En los Principios de la Naturaleza y de la gracia fundados en razón
elabora la ‘prueba por el principio de la conveniencia’. El pensamiento
filosófico leibniciano se ha ido elaborando coherentemente en una red
hipotética que quiere y logra abrazar la realidad. Supone, para poner
orden en el conjunto de lo que va diciendo, una maravillosa ‘armonía
preestablecida’ entre las substancias. Pues bien, ahí está la clave, pues
«esta hipótesis también proporciona una nueva prueba de la existencia
de Dios, prueba que posee una claridad sorprendente. Pues ese acuer-
do perfecto de tantas substancias que carecen de toda comunicación
entre sí sólo puede provenir de una causa común»262. Hay otra prueba,
la prueba a posteriori. Hay razones para pensar que podemos dar razón
de las cosas, de la serie de las cosas difundidas por el universo de las
criaturas. Y esas razones no son razones sueltas, sino que son razones
ligadas como razones suficientes, razones últimas que nos explican por
entero la secuencia de esas series. Pero si las cosas son así, «la última
razón de las cosas debe estar en una substancia necesaria en la cual el
detalle de los cambios está sólo eminentemente como en su fuente: y a
esto es a lo que llamamos Dios»263.

261 Animadversiones in partem generalem Principiorum Cartesianorum § 14-

18, en LPS IV 358-60; tr. Olaso 420-2.


262 Systeme nouveau de la nature et de la communication des substances,

aussi bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps § 16, en LPS IV 485-6;
tr. Olaso 470. Se publicó en el Journal des Savants del 27 de junio de 1695.
263 Monadología § 38, en LPS VI 613; tr. Olaso 614.

131
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

En la misma Monadología insiste en el conjunto de la prueba de esta


manera: «Así sólo Dios (o el Ser necesario) tiene el privilegio de que es
preciso que exista, si es posible. Y como nada puede impedir la posibili-
dad de lo que no encierra ningún límite, ninguna negación y por consi-
guiente ninguna contradicción, sólo basta con esto para conocer la exis-
tencia de Dios a priori. También la hemos probado por la realidad de las
verdades eternas. Pero acabamos de probarla también a posteriori pues-
to que existen seres contingentes que no podrían tener su razón última o
suficiente sino en el ser necesario, que posee en sí mismo la razón de su
existencia»264. Por fin, me limitaré a mencionar que en el § 7 de la
Teodicea hace mención de la prueba y saca consecuencias de ella265.

Este parágrafo está puesto aquí al final de mi trabajo únicamente en


escorzo, como es evidente, pero en todo caso podemos entrever la pro-
fundidad y enraizamiento de estas pruebas en el maduro pensamiento
global de Leibniz. Para decirlo en una palabra, su filosofía entera toma-
da de manera global sería una prueba de la existencia de Dios.
En la filosofía leibniciana se han sacado ya las consecuencias, y
estas han sido para echarnos por entero a las razones metafísicas. Tras
la prueba, tenemos derecho a meternos en harinas metafísicas o de teo-
logía natural. Todo en Leibniz, ahora, pasa por Dios, lo presupone. Un
Dios que es creador —Creador por amor de un mundo que es el mejor
de los posibles—, por lo que ahora la ‘filosofía de la razón práctica’ es
ya sin pudor ‘teología de la razón pura’. ¿No encontramos en la larga
correspondencia con Des Bosses algo de las aperturas que la filosofía
teológica leibniciana incita en su pensamiento?

VII. Algunas observaciones a manera de conclusión provisional

«Las concepciones fundamentales de la teoría de relaciones remiten


a las ideas de Leibniz acerca de la mathesis universalis y del ars com-
binatoria; la aplicación de la teoría de relaciones a la formación del sis-
tema de constitución está emparentada con la idea leibniciana de la

264 Monadología § 45, en LPS VI 614; tr. Olaso 616.


265 Essais de Théodicée § 7, en LPS VI 53-54.

132
La cosmología de Leibniz

characteristica universalis y la scientia generalis»266. Resuena ahí, en


estas palabras antiguas de Rudolf Carnap, una manera “logicista” de
entender a Leibniz; seguramente la de Louis Couturat y la de Bertrand
Russell. Todas las páginas que he escrito sobre Leibniz —entre ellas,
claro está, las que termino ahora— quieren mostrar que esa manera de
entenderle es no sólo falsa en cuanto no se adecua a lo que él dijo en
su intención y en su globalidad, sino que es una manera de entender
las cosas radicalmente centrada en lo que llamo mera “razón pura”, es
decir, la enemiga declarada de todo el pensar del propio Leibniz. Es este
un pensar que se asemeja en apariencia bastante al pensar leibniciano,
pero que establece con él una diferencia que a alguno puede parecer
mínima en su mera obviedad: los fondos últimos en donde se asienta la
lógica no están ya anclados en el entramado de las verdades eternas de
una Razón soberana, la de Dios —¡porque es obvio que no hay Dios!—,
sino que se aferran a la propia formalidad de la “logicística” misma
—lo puede hacer, claro es, naturalizando; lo puede hacer, claro es,
remitiendo a la teoría de la evolución—.
Por otro lado, todos somos hoy conscientes de que ya no nos es
posible a nosotros adoptar en filosofía algo que se asemeje al “punto de
vista de Dios”; que hacerlo así o es fruto de un realismo tan fuerte que
es muy difícil sostener su razonabilidad o es, quizá, el punto de vista
—de una ingenuidad que hoy se hace culpable de irracionalidad— de
quien “ya lo sabe (porque lo suyo es ciencia)”. Mas aquellos que, no
defendiendo las —indefendibles hoy— posturas de Carnap, quieren, sin
embargo, seguir siendo carnapianos, se esfuerzan en construir un pen-
samiento en el que ese “punto de vista” no deba ser necesario —¡por-
que es obvio que no hay Dios!—. Se establece así un cortocircuito en
el leibnicianismo en el que, porque es necesario un punto de vista de
la “razón pura”, ya que este no ha podido ser abandonado por grandes
que hayan sido los esfuerzos para conseguirlo, reducen, de nuevo, la
‘teología de la razón pura’ a lo que llamo mera “razón pura”. Y lo hacen
de una manera bien simple, quitando la teología de en medio, sin más
—¡porque es obvio que no hay Dios!—. Se olvida que todo decir se
sitúa en un ‘punto de vista’, por más que lo intente negar o no se

266 Rudolf Carnap, La construcción lógica del mundo (1928), UNAM, México,

1988, pp. 6-7.

133
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

quiera sacar las consecuencias dramáticas que ello tiene. Pero, para
decirlo de manera gráfica, lo mismo que hace unas décadas quisieron
dejar de lado para siempre la metafísica, y luego hasta ellos mismo se
dieron cuenta de que lo que acontecía es que su metafísica era muy
burda, ahora quieren dejar de lado la teología, y comenzamos a darnos
cuenta de que lo que acontece es que su teología es muy burda. ¿No
fue aquella entonces la mala actuación racional de una “razón perezo-
sa”? ¿No es esta ahora la mala actuación racional de la misma “razón
perezosa”?
Comienzo a pensar que con los que siguen hoy sosteniendo lo
insostenible debe hablarse el lenguaje ockhamiano de Pierre Alféri267.
Pero lo que aquí apunto puede quedar —¡debe quedar también!—
para otra ocasión268.

267 Pierre Alféri, Guillaume d’Ockham. Le singulier, Minuit, París, 1989, 482 p.
268 Rendido tras todo un jueves paseando por Roma y dando vueltas a cuál
sea la piedra de clave de lo que mañana he de decir, creo haber encontrado
algo. Podría haberme limitado a leer lo que he escrito en estos papeles sólo, en
decir, pues, con la mayor garantía posible de exactitud el pensamiento de
Leibniz sobre la cosmología. Pero no sería de interés alguno —para mí— si lo
que diga no fuera algo que yo mismo pienso y que sea algo que lo pueda
comunicar —con objeto de persuadirles— a quienes me van a escuchar maña-
na viernes, porque para eso tengo que hablarles. Todo un día de cabizbajas
cavilaciones romanas me han llevado, creo, a alguna luz. Creo ver cómo hablar
de cosmología, cómo hablar de aquello que pienso sobre ella y, además, cómo
encuentro alguna luz en eso que quiero pensar, pensando lo que pensó Leibniz.
Ese me gustaría que fuera el tema de mi charla de mañana.

134
5. ISAAC NEWTON: FILOSOFÍA NATURAL Y RELIGIÓN269

I. De su inaudita gloria póstuma a su vida mortal

Newton270 fue uno de los personajes principales de la Inglaterra de


su tiempo. Una de sus glorias nacionales. Está enterrado en la catedral
de Westminster, donde se encuentran los personajes más importantes de
la historia inglesa. Los turistas que la visitan, en el lado izquierdo de la
puerta que da entrada al coro que se encuentra en el centro de la igle-
sia, en un lugar muy preferente, contemplan la tumba de Newton.
Precisamente él, que pasa por ser uno de los grandes científicos de
todos los tiempos, se encuentra enterrado allí. La marina inglesa, repre-
sentada por el almirante Nelson, en perfecta simetría, ocupa el otro lado
de la puerta. He ahí los dos pilares sobre los que se ha construido
durante siglos el poder de Gran Bretaña.

269 Este trabajo, pedido para Giuseppe Tanzella-Nitti y Alberto Smurro (eds.),

Dizionario Interdisciplinare di Scienza e Fede, reúne y resume varios anteriores


sobre el tema, los cuales están citados en la nota siguiente. La fecha final de la
redacción última es el 30 de diciembre de 1999.
270 Correspondance Leibniz-Clarke, ed. A. Robinet, PUF, París, 1957; B.J.T.

Dobbs, The Janus Faces of Genius: The Role of Alchemy in Newton’s thought,
Cambridge University Press, Cambridge, 1991; A.R. Hall, Philosphers at War: The
Quarrel beetween Newton and Leibniz, Cambridge University Press, Cambridge,
1980; Isaac Newton: Adventurer in Thought, Blackwell, Oxford, 1992; M. C.
Jacob, The Newtonians and the English Revolution: 1689-1720, Cornell
University Press, Ithaca, 1976; A. Koyré, Newtonians Studies, Harvard University
Press, Cambridge, MA, 1965; From the Closed World to the Infinite Universe, John
Hopkins University, Baltimore, 1965; F. E. Manuel, The Religion of Isaac Newton,

135
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Los turistas de la historia de las ciencia nos presentan un Newton


divinizado, imagen y semblanza de cómo hay que desentrañar los
secretos de la naturaleza; campeón de la racionalidad científica que
explica, sin más, cómo es la realidad. Actitud ejemplar que va hacien-
do retroceder, piensan, las tinieblas del error y de la superstición cuan-
do ilumina con su poderosa razón parcelas cada vez más amplias de la
realidad. Y lo hace, creen, por la aplicación de un método de raciona-
lidad; y lo hace, dicen, alejando de sí mismo y de la entera humanidad
las brumas de la metafísica en favor de lo que, opinan, es la positivi-
dad de la ciencia desentrañadora de todos los misterios. Así, en total
contradicción con lo que el mismo Newton fue —incluso, en tiempos
de desaforado materialismo empirista, se llegó a decir que los innu-
merables papeles teológicos que escribió fueron producto del reblan-
decimiento de seso que le produjo la grave crisis de salud de 1693—,
se le ha convertido en demasiadas ocasiones en el padre y maestro
(que todo hay que decirlo ya) de un rancio positivismo o de un tras-
nochado neopositivismo.

Clarendon Press, Oxford, 1974; I. Newton, The Correspondence, ed. de H. W.


Turnbull, 7 vol., Royal Society, Cambridge, 1959-77; The Mathematical Papers,
ed. de D. T. Whiteside, 8 vol., Cambridge University Press, Cambridge, 1967-80;
Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, 2 vols., ed. A. Koyré y I. B.
Cohen, Cambridge University Press, Cambridge, 1972; The Optical Papers. Vol. I:
The Optical Lectures: 1670-1672, ed. de A. E. Shapiro, Cambridge University
Press, Cambridge, 1984; Opticks, Dover, Nueva York, 1952; Certain Philosophical
Questions: Newton’ Trinity Notebook, ed. J. E. MacGuire y M. Tamny,
Cambridge Universiy Press, Cambridge, 1983; Trattato sull’Apocalisse, con el
texto original inglés, ed. de M. Mamiani, Boringhieri, Turín, 1994; El Templo de
Salomón, con el texto original latino, ed. de C. Morano, introducción de J.M.
Sánchez Ron, Debate-C.S.I.C., Madrid, 1996; A. Pérez de Laborda, Leibniz y
Newton. Vol. I: La discusión sobre la invención del cálculo infinitesimal. Vol.
II: Física, filosofía y teodicea, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca,
1977-1980; ‘La ciencia de Newton en la crítica de Kant’, en ¿Salvar lo real?,
Encuentro, Madrid, 1983, pp. 181-203; ‘Newton: el hombre y Dios’, en Verdad
y Vida, 42 (1984), pp. 185-194; ‘«Hypotheses non fingo»: los Principia de
Newton’, en Revista de Occidente, enero 1987, pp. 5-24; ‘Newton: filosofía y
ciencia’, en En torno a la filosofía natural de Newton — Crisis de la
Modernidad, Sociedad Castellano-Leonesa de Filosofía, Salamanca, 1991, pp.
23-40; ‘Las cosmologías encontradas de Newton y Leibniz’, en Cuadernos sal-
mantinos de filosofía, 20 (1993), pp. 73-83; R.S. Westfall, Never at rest: A
Biography of Isaac Newton, Cambridge University Press, Cambridge, 1980;
Isaac Newton: una vida, Cambridge University Press, Madrid, 1996.

136
Isaac Newton: filosofía natural y religión

Pero abandonando de nuestra mano a los turistas para que sigan su


suerte, tantas veces presurosa y desgraciada, lo cierto es que Newton es
efectivamente uno de los grandes científicos que han existido a lo largo
de la historia. Y, sin embargo, nada parecía señalarle para este glorioso
destino, pues nació en el seno de una familia sin honores ni erudición, tres
meses después de la muerte de su padre, el día de Navidad de 1642 en la
mansión de Woolsthorpe, cercana a Colsterworth, siete millas al sur de
Grantham, en el condado de Lincolnshire; pero, sin embargo, debido a
que Inglaterra no había aceptado todavía el calendario gregoriano, en rea-
lidad, nuestro 4 de enero de 1643. El biógrafo Westfall nos dice que antes
de 1642 ningún miembro de su familia era capaz de escribir su propio
nombre; los papeles que les conciernen tienen simplemente su marca. Su
padre murió seis meses después de casarse, dejando a su mujer embara-
zada, una hacienda extensa, la de Woolsthorpe, bienes y muebles valora-
dos en algo más de 459 libras, un rebaño de 234 ovejas y 46 cabezas de
ganado. Al parecer nació prematuro, tan pequeño que nadie pensó que
pudiera sobrevivir; su vida estuvo pendiente de un hilo. Tres años des-
pués, su madre casó de nuevo con el clérigo anglicano Barnabas Smith,
rector de North Witham, el siguiente pueblo en dirección sur, poseedor de
rica hacienda, y soltero hasta entonces; tuvieron tres hijos, que dieron a
Isaac un medio hermano y dos medio hermanas. Pero el nuevo matrimo-
nio dejó a Isaac en Woolsthorpe, con su abuela. Su infancia parece haber
sido solitaria. En 1653 murió el padrastro, y su madre volvió a vivir a la
mansión de su primer marido con los tres hijos del segundo. Isaac here-
dó los bienes de su padre y de su padrastro; no se cuidó de ellos, pero
estos le ofrecieron siempre una seguridad económica.
Dos años después, a los doce años, fue enviado a la escuela primaria
de Grantham. Estudió bien latín y la Biblia, leída en las lenguas clásicas;
«el estudio bíblico, probablemente unido a la biblioteca del reverendo Mr.
Smith, le hizo zarpar en un viaje hacia extraños mares teológicos»271. Tenía
una enorme afición a los trabajos mecánicos, a construir maquetas y relo-
jes solares, en todo lo cual era extremadamente habilidoso, lo que luego
le sería esencial para la genialidad con la que planteaba y resolvía los
experimentos ópticos, buscando desentrañar la naturaleza de la luz y de
los colores. Al parecer, nunca volvió con gusto a Woolsthorpe.

271 Westfall, Newton: una vida, p. 15.

137
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

A los dieciocho, en junio de 1661, siendo uno o dos años mayor que
sus compañeros, fue aceptado en el Trinity College de Cambridge, el
más famoso de sus colegios. Newton ingresó en la universidad como
subsizar, lo que en Oxford se denominaba servitor, «estudiante pobre
que pagaba su estancia con trabajos serviles para los fellows»272. ¿Por
qué, si su familia tenía los medios de un señorío que, sin duda, le hubie-
ra permitido pagar el costo del colegio? Fue un estudiante «solitario y
triste»273, como lo califica Westfall, quien añade luego: «La escrupulosi-
dad, el autocastigo, la austeridad, la disciplina y la laboriosidad de una
moralidad que, a falta de una palabra más apropiada, podría llamarse
puritana, quedaron grabados en su carácter desde edad muy temprana.
La figura de un censor había crecido en su interior, y vivió siempre bajo
la mirada atenta de ese Juez»274.
Leyó a Descartes, a Pierre Gassendi, el Dialogo sopra i due massimi
sistemi del mondo de Galileo, a Robert Boyle, Thomas Hobbes y Henri
More. «Veritas, la nueva amistad de Newton, no era otra que la philoso-
phia mechanica»275, en la que se consideraba un mundo en constante
movimiento. Nos queda de entonces un cuaderno suyo titulado
Quaestiones quaedam Philosophicae, escrito en inglés, en donde puede
estudiarse su primera problemática, sus primeras preguntas, y cuyo con-
tenido anticipa ya su pensamiento entero. Si el estudio de Descartes le
introdujo en la filosofía mecánica, lo cierto es que se sumó enseguida
al pensamiento de los atomistas. Pronto, sin embargo, se sintió «alarma-
do» por las implicaciones negativas para la religión del cartesianismo,
sobre todo después de leer a Hobbes. Además de la filosofía natural, en
esos años Newton descubrió las matemáticas, de las que al punto se
constituyó en un singularísimo experto. Guardó siempre el gusto por la
larga resolución escrita de largos y complicados problemas matemáticos.
Además, constantemente estaba con la pluma en la mano, repetía una y
otra vez las cosas; parece, como han dicho, que pensaba con la pluma.
La cátedra lucasiana de matemáticas de la universidad de Cambridge se
fundó en 1663, y su primer ocupante, Isaac Barrow (1630-1677), tuvo su

272 Westfall, Newton: una vida, p. 26.


273 Westfall, Newton: una vida, p. 28.
274 Westfall, Newton: una vida, p. 30.
275 Westfall, Newton: una vida, p. 32.

138
Isaac Newton: filosofía natural y religión

discurso inaugural el 14 de marzo de 1664. Newton menciona que asis-


tió a las conferencias de Barrow. Leyó la Arithmetica infinitorum de
John Wallis (1616-1703), seguramente en ejemplar prestado por aquel;
también leyó a los matemáticos Frans van Schooten (1615-1660) y a
François Viète (1540-1603). El 28 de abril de 1664 recibió una de las
scholarship que otorgaba el colegio, en el que debía, pues, tener un
poderoso defensor, seguramente el mismo Barrow. En esos años tan
tempranos se convirtió en un virtuosísimo matemático. En octubre de
1967 fue nombrado minorfellow; siete meses después, al obtener el
grado de maestro en artes, automáticamente, como todos los que supe-
raban ese examen, devino majorfellow. Dice Westfall: «Filósofo en busca
de la verdad, se encontró a sí mismo entre funcionarios en busca de un
cargo» (Westfall, p. 79). Durante los años que vivió en el Trinity, aban-
donó el colegio muy raramente en época de curso. En 1669 Barrow
consiguió para Newton la cátedra lucasiana, a la que él había renuncia-
do para dedicarse a la predicación. Ese mismo año le hizo conocer la
Logarithmotechnia de Mercator y le puso en contacto con el matemáti-
co londinense John Collins (1625-1683). Aunque ya tenía escrito el De
Analysi per aequationes terminorum infinitas, sobre las series infinitas
en su aplicación a las cuadraturas, su primer curso versó sobre óptica.
Cuando siendo ya una celebridad le preguntaron cómo había descu-
bierto la gravitación universal, respondió: «Pensando en ello constante-
mente». Luego recordarán que cuando Isaac Newton impartía sus cursos
«eran tan pocos los que iban a escucharle, y menos aún los que le enten-
dían, que, a menudo, a falta de alumnos, leía para las paredes». Incluso
William Whiston (1667-1752), su discípulo y sucesor en la cátedra —de
la que sería desposeído en 1710, acusado de arrianismo—, apenas podía
recordar haberle escuchado alguna vez en clase. «Hasta donde sabemos,
sólo dos estudiantes más dijeron haber sido sus discípulos»276.
Sus intereses teológicos vivísimos al principio de la década de 1680
le llevaron a comenzar a componer un tratado, inédito todavía, titulado
Theologiae gentilis origines philosophicae.
Curiosamente, Newton comenzó a ser conocido en la comunidad
científica por el telescopio reflectante de seis pulgadas de largo, capaz
de un aumento de cuarenta veces el diámetro, que él mismo construyó.

276 Westfall, Newton: una vida, p. 90.

139
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Lo esencial de él era la calidad de pulido del cristal. Fue enviado por


Barrow a Collins para que lo mostrara en la Sociedad Real de Londres,
en donde se presentó a fines de 1671. Causó sensación. A partir de
ahora, sus trabajos sobre matemáticas y óptica, su defensa y explicación
continuas, se desarrollarán impulsados, en diálogo y en corresponden-
cia, sobre todo, con John Collins y con Henry Oldenburg (1615-1677),
secretario de la Sociedad. Así se le abrieron de par en par las puertas
de la revista de la Sociedad, las Philosophical Transactions, y le pusie-
ron en contacto con Christian Huygens (1629-1695) y otros científicos
del continente. Y así comenzó a vivir en polémica constante por la
novedad y agudeza de su obra. La primera de ellas, sobre óptica, terri-
ble, con Robert Hooke (1635-1703).
Por entonces, también se interesó profundamente en el estudio de la
alquimia, y siguió con su subido interés por la teología, especialmente
sobre la Trinidad, llegando a la conclusión de que en los siglos IV y V
se había producido en la cristiandad un gran engaño que llevó a corrom-
per las Escrituras para apoyar el trinitarianismo, «la falsa religión infernal»,
cuya sola idea le hacía montar en cólera (cf. Westfall, p. 159). Desde su
clave arriana, extremosamente anticatólica, se interesó con fuerza en el
profetismo milenarista.
Según eran las reglas de los fellowship, en 1675, pues tenía un plazo
de nueve años para ello, debía ordenarse en la Iglesia anglicana, o
renunciar a su cargo. Para seguir en el Colegio de la Santa e Indivisible
Trinidad, que ese era el nombre completo del Trinity College, debía en
la ordenación anglicana afirmar su ortodoxia. Aunque Newton «despre-
ciaba la sociedad del Trinity, el apoyo material que el colegio proveía,
en un lugar que aseguraba su acceso al mundo del conocimiento, era
el pilar de su existencia» (Westfall, p. 163). Como la única manera de
conseguir romper los estatutos que le obligaban a la ordenación como
clérigo anglicano era lograr una dispensa real, la pidió. Contando con
fuertes apoyos, el rey Carlos II —¡rey (medio) católico!— se la conce-
dió; «fue probablemente el último servicio que Barrow prestó a su pro-
tegido»277.
En cuanto a su religión, afirma su biógrafo Westfall: «A los ojos de
Newton, adorar a Cristo como Dios era una idolatría: para él, el pecado

277 Westfall, Newton: una vida, p. 165.

140
Isaac Newton: filosofía natural y religión

capital»278. Así vino al convencimiento de que la corrupción de la doc-


trina llevó a la corrupción universal de la cristiandad. «Mucho antes de
1675, Newton se había convertido en un arriano, en sentido original
del término. Reconocía a Cristo como un mediador divino entre Dios y
la humanidad, subordinado al Padre, que lo había creado»; sin embar-
go, para no arruinarse con sus posiciones heréticas en la dócil ortodo-
xia de la sociedad en la tolerante Cambridge, pero tolerante en las
prácticas, mas por completo intolerante en las creencias, «Newton eli-
gió el silencio»279.
Comenzaron años de silencio e intenso estudio. En la primavera de
1679 murió su madre.
En esos años se dedicó a considerar el problema de «determinar los
movimientos celestes sobre principios filosóficos»280. En noviembre de
1684 envió a Edmond Halley (1656-1742) un pequeño tratado de nueve
páginas, De motu corporum in gyrum, que convenció a este sobre la ley
de la fuerza proporcional al inverso del cuadrado de la distancia al foco
en el giro en una órbita elíptica, y dirigida hacia ese foco, que llevó a
Halley y otros amigos a empujarle por todos los medios a la escritura,
y luego publicación, que él pagó de su bolsillo, del gran tratado
Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, que, por fin, vio la luz
en 1687. Era su primera empresa felizmente completada y mostrada al
público. Ese mismo año fue el de la Revolución Gloriosa que echó del
trono al rey católico Jacobo II y trajo a los protestantes María y su mari-
do holandés Guillermo de Orange.
El 15 de enero de 1689, fue uno de los dos universitarios que la univer-
sidad de Cambridge eligió para el Parlamento. Prácticamente, desde enton-
ces vivió ya en Londres. En 1701 renunció a su felloship y a su cátedra. No
había problema con su arrianismo, mantenido en secreto, mientras estuvie-
ra dispuesto a comulgar ocasionalmente en la Iglesia anglicana: «Sólo en su
lecho de muerte se atrevió finalmente a rehusar el sacramento»281.
La seguridad que le dio la publicación y acogida de los Principia,
junto a las ventajas de residir en Londres, le cambió profundamente.

278 Westfall, Newton: una vida, p. 155.


279 Westfall, Newton: una vida, p. 156.
280 cf. Westfall, Newton: una vida, p. 198.
281 Westfall, Newton: una vida, p. 247.

141
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Conoció a John Locke y, durante un tiempo, frecuentó el trato con él.


Sus relaciones aumentaron considerablemente. Comenzó a ser corteja-
do por los jóvenes emergentes, entre otros el joven matemático suizo
Nicolas Fatio de Duillier (1664-1755), que le enredaría en la titánica
polémica con Leibniz. Newton facilitó el acceso de sus jóvenes amigos
a las cátedras de ciencia y matemáticas de Cambridge y de Oxford.
Durante todo este tiempo olvidó sus estudios de alquimia y de teolo-
gía. Sin embargo, en 1693, el joven clérigo Richard Bentley (1662-1742),
tras pronunciar las primeras ‘conferencias Boyle’ —en su testamento,
Robert Boyle había dejado un dinero para que anualmente se pronun-
ciaran unas conferencias en defensa de la religión—, y antes de publicar
el manuscrito, se pone en contacto con Newton. Nace entonces el “new-
tonianismo teológico”: la filosofía natural de Newton es la prueba cientí-
fica, la única prueba decisiva y cierta de la existencia de Dios.
De nuevo se dedica Newton a la óptica. En el otoño de 1693 «se hun-
dió en las profundidades de la depresión»282, con la que terminó para
siempre su actividad creadora; «Newton dedicó los siguientes treinta y
cuatro años de su vida a trabajar sobre los resultados de sus primeras
obras, tanto en teología, como en el terreno de la filosofía natural y de
las matemáticas, en la medida en que no se refugió en actividades admi-
nistrativas para absorber su tiempo»283.
En la primavera de 1696 fue nombrado intendente de la Casa de la
Moneda, y a ella se trasladó a vivir. Supervisaba el por entonces graví-
simo problema de la reacuñación de la moneda. Tras las apreturas de
los primeros años, su trabajo le deja luego casi todo su tiempo libre. Era
un hombre famoso, visitado por las personalidades extranjeras interesa-
das en la filosofía natural que llegaban a Londres. Fue elegido de nuevo
miembro del Parlamento.
Mientras Robert Hooke, su pugnaz oponente, asistió a las reuniones
semanales de la Sociedad Real, Newton no lo hizo. Mas Hooke murió
en marzo de 1703, y esto abrió las puertas al nombramiento de Newton
como presidente de la Sociedad. La gobernó con aplicación y, con el
paso del tiempo, con mano férrea. En febrero de 1704 presentó ante la
Sociedad su segundo gran libro, la Óptica.

282 Westfall, Newton: una vida, p. 268.


283 Westfall, Newton: una vida, p. 272.

142
Isaac Newton: filosofía natural y religión

A Newton le aterrorizaban las críticas, y ni siquiera se atrevía a pre-


sentar sus posiciones en público ante la Sociedad: «Prefería el silencio
antes de arriesgarse a una controversia en la cual podría verse conver-
tido en objeto de ridiculización»284. A finales de 1713, Hans Sloane
(1660-1753), secretario de la Sociedad durante los veinte años anterio-
res, dimitió, quizá presionado. Halley le sustituyó. A comienzos de 1715
murió el otro secretario, y le sustituyó el newtoniano Brook Taylor
(1685-1731). El nivel de la Sociedad Real subió considerablemente.
En esos momentos de gran poder de Newton se produjo la polémi-
ca sobre la prioridad del cálculo infinitesimal, la correspondencia
Leibniz-Clarke, los cambios en las sucesivas ediciones de la Óptica y de
los Principia. Se volvió a interesar en las cuestiones de teología, la cro-
nología de los reinos, los profetas y apocalipsis, y escribió algunos tex-
tos que, tras su muerte, vieron la publicación: The Chronology of
Ancient Kingdoms Amended (1728), Observations upon the Prophecies
of Holy Writ particularly the Profecies of Daniel and the Apocalypse of St
John (1733).
Finalmente, ya en su vejez, Isaac Newton reinó solo, encumbrado por
encima de todos, monarca absoluto del mundo intelectual emergente,
comenzando a vivir en vida su gloriosa vida póstuma. Sin embargo, el
biógrafo Westfall escribe que «Newton fue un hombre torturado, una per-
sonalidad extremadamente neurótica que se tambaleó siempre, al menos
en su edad madura, al borde del colapso nervioso» (Westfall, p. 12).
En los cinco últimos años, su salud se deterioró visiblemente. Murió el
domingo 19 de marzo de 1726.

Su obra científica siempre estuvo envuelta de cuidados, y ahora está


siendo muy esmeradamente editada. Disponemos de su Corres-
pondencia completa en siete magníficos volúmenes; de una impresio-
nante edición de The Mathematical Papers, también en ocho grandísi-
mos volúmenes; de una edición de uso de los Philosophiae Naturalis
Principia Mathematica, en la que se reproduce tal cual la tercera edi-
ción, y se añaden las variantes de la primera y de la segunda; comien-
za a publicarse una también óptima edición de The Optical Papers, pero
va despacio, sólo está disponible el volumen primero, por lo que el

284 Westfall, Newton: una vida, p. 322.

143
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

texto de la Opticks debe leerse todavía en la edición corriente de Dover;


disponemos de su cuaderno de notas de estudiante, el Trinity Note
Book; por último, también disponemos de una maravillosa edición de la
Correspondencia Leibniz-Clarke en sus textos originales.
No así del resto de su obra, la otra cara de su obra, la ladera teoló-
gica, publicada en una pequeña parte los primeros años tras la muerte
de su autor, pero que luego durante mucho tiempo quedó en la penum-
bra, cuando no fue sutilmente ocultada. Un amasijo enorme de papeles
que ha tenido una historia incierta hasta que en 1936 John Maynard
Keynes los rescatara, en parte, en una subasta, depositándolos en el
King’ College de Cambridge; otra parte importante de esos papeles vino
a parar a las manos del coleccionista Abraham Yahuda, que los legó a
la Biblioteca de la Universidad de Jerusalén. Esta obra teológica y alquí-
mica comienza ahora a ver la luz. En Italia, Maurizio Mamiani ha publi-
cado en edición crítica el texto inglés inédito de la década de 1670 titu-
lado El Tratado sobre el Apocalipsis; en España se ha publicado en
edición príncipe el texto latino titulado El Templo de Salomón, segura-
mente tardío, aunque Newton se interesó desde bien pronto por el
Templo. Lo menos que se puede decir es que son textos extraños.

II. Los Principia y el newtonianismo teológico

Los Principia es una espléndida construcción, un volumen cerrado


sobre su propia y limpia perfección, sobre todo en su primera edición
de 1687, lo que le confiere algo de inhumano. Consta de tres libros,
el I y el II bajo el título común «Del movimiento de los cuerpos», mien-
tras que el III se titula «Del sistema del mundo» —que no debe con-
fundirse con un opúsculo muy posterior que lleva ese mismo título—.
Todo ello precedido, en la primera edición, de un epígrafe de
«Definiciones» y otro de «Axiomas o leyes del movimiento». El cuerpo
del libro III, a su vez, va precedido de un epígrafe sin título y de otro
titulado «Hipótesis».
Casi en las primeras líneas del prólogo, Newton se alegra de la desa-
parición del campo de la mecánica de formas substanciales y cualidades
ocultas, tan profusamente utilizadas anteriormente; aquí, nos dice, se uti-
lizarán las matemáticas y se hará una mecánica racional, que procede

144
Isaac Newton: filosofía natural y religión

por demostraciones y experiencias. Una ayuda especial es la que ofre-


ce la geometría, que penetra en el corazón mismo de la mecánica.
En las definiciones nos interesa la afirmación de que la medida de
la cantidad de materia nace de su densidad y magnitud tomadas con-
juntamente, sin que se tenga en cuenta aquí, nos dice, el medio —si
existe (esta, junto con la causa de la gravitación, es la gran cruz del pen-
samiento newtoniano)— que se mueve libremente por sus intersticios,
es decir, el éter. Se dan la fuerza de inercia, siempre proporcional a «su
cuerpo», que reside en la masa, y una fuerza impresa, fuerza que tien-
de a hacer cambiar el estado de reposo o movimiento en la línea recta,
que procede del choque, de la presión o de la fuerza centrípeta: esta es
«la que atrae, impele o hace tender a los cuerpos hacia un punto como
hacia un centro»285; todo camino curvado la exige, pues los cuerpos se
esfuerzan por alejarse del centro de revolución, pero a ello se opone
esta fuerza centrípeta. Si disparamos un proyectil con fuerza, cae a una
cierta distancia; si con más fuerza, a mayor distancia: lo que le hace caer
es la fuerza de gravedad; si la fuerza es extraordinaria, el proyectil ya
no cae, se pone en órbita, y lo que le hace girar en torno a la tierra, por
tanto, sigue siendo la fuerza de la gravedad. Los matemáticos son los
que deben calcular esta fuerza centrípeta que hace viajar al proyectil en
una órbita determinada, partiendo de un lugar dado y con una veloci-
dad dada: la fuerza centrípeta es inversamente proporcional al cuadra-
do de la distancia entre el cuerpo y el centro de giro. Este estudio es el
tema de los libros I y II; el libro III será la aplicación de lo descubierto
al sistema de nuestro mundo. Hay que añadir sólo que la fuerza de gra-
vedad es igual para igual distancia, por lo que la aceleración de la gra-
vedad de la caída de todos los cuerpos en el vacío es idéntica, y que es
mayor cuanto mayores sean las masas de los cuerpos que se atraen.
Las definiciones terminan con un largo escolio en el que se expone
la teoría newtoniana del espacio y tiempo absolutos. Pues el newtonia-
nismo está prendido de una necesidad imperiosa: un referencial previo
a la existencia de toda fuerza (que siempre es absoluta) y de todo cor-
púsculo atómico, que es el elemento que compone las masas, indiscer-
nible de cualquier otro, como no sea por su colocación en un referen-
cial espacio-temporal, cuya existencia es anterior —¡debe serlo por

285 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. I, p. 40-41.

145
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

naturaleza!— a toda fuerza y toda materia. Al no poder distinguir noso-


tros las partes del espacio, es cuando aplicamos medidas sensibles,
como nos acontece en todas las cosas humanas, «pero en las filosófi-
cas debe hacerse abstracción de los sentidos, puesto que podría ocu-
rrir que ningún cuerpo estuviera realmente en reposo, al cual referir los
lugares y los movimientos»286. De ahí la necesidad imperiosa del refe-
rencial absoluto; porque lo hay, pueden diferenciarse movimientos
absolutos y movimientos relativos. El movimiento verdadero se distin-
gue por sus causas del movimiento meramente relativo, pues no puede
ser producido o ser cambiado más que «por fuerzas impresas en el
mismo cuerpo»287.
Estudia la atracción de cuerpos esféricos y de cuerpos de formas
cualesquiera. Utiliza la palabra atracción, nos dice, «por el esfuerzo
(conatu) de acercarse los cuerpos unos a otros. Sea tal esfuerzo una
acción de los cuerpos o una apetencia o una agitación de unos a otros
mediante espíritus emitidos. Se deba a la acción del éter o del aire o de
cualquier medio, corpóreo o incorpóreo, que haga impelerse unos a
otros a los cuerpos que nadan en él»288. Las matemáticas investigarán las
cantidades de las fuerzas y sus razones; cuando se descienda a la física,
«han de ser parangonadas con los fenómenos». Por lo bajo del libro II
discurre la acerada crítica a cualquier posibilidad presente o futura de
dar explicación de los movimientos astronómicos mediante la teoría car-
tesiana de los torbellinos, terminando el libro así: «La Hipótesis de los
Torbellinos repugna absolutamente a los Fenómenos Astronómicos, y
conduce no tanto a explicar como a complicar los fenómenos celestes»,
y, explica, de esto es de lo que él ha tratado en los libros I y II, es decir,
cómo sea posible inteligir el sistema del mundo en los espacios libres y
sin torbellinos289.
En el libro III configura el mundo celeste de acuerdo con lo enun-
ciado en el I y el II. Newton ordena aquí a los planetas y a los come-
tas, a la luna y a las mareas, como efectos del mismo tipo de fenóme-
no. Busca ahora encontrar orden en los datos experimentales de los

286 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. I, p. 49.


287 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. I, p. 50.
288 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. I, p. 298.
289 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. I, p. 547.

146
Isaac Newton: filosofía natural y religión

astrónomos y físicos. Si en los libros precedentes comunicó «los princi-


pios de la Filosofía, sin embargo, no Filosófica, sino Matemática-
mente»290, comienza, ahora le resta explicar por los mismos principios el
sistema del mundo. Las Hipótesis (que sufrirán grandes cambios, inclu-
so en su mismo nombre, en la edición de 1713) son de una gran impor-
tancia en el newtonianismo e incluso en la constitución del llamado
método científico. Tienen todavía un carácter muy diverso y dispar: 1ª,
no deben ser admitidas más causas de las cosas naturales que aquellas
que son, a la vez, verdaderas y suficientes para la explicación de los
fenómenos; 2ª, por ello, los efectos naturales del mismo género lo son
por las mismas causas; 3ª, todo cuerpo puede ser transformado en otro,
no importa de qué género, y todos los estados intermedios pueden ser
inducidos sucesivamente en ese cuerpo. Luego comienza el cuerpo del
libro III, en donde encontramos la única mención de Dios en la prime-
ra edición de los Principia: «Así pues, Dios colocó a los Planetas a diver-
sas distancias del Sol, para que cada uno disfrute de mayor o menor
densidad de calor del Sol»291; sin embargo, esta mención desaparecerá
en las sucesivas ediciones. En lo demás, por ahora, los Principia son un
libro esencialmente técnico.

Richard Bentley, tras pronunciar sus Boyle lectures, intituladas


Refutación del ateísmo, ocho conferencias que tuvieron lugar del 7 de
marzo al 5 de diciembre de 1692, en el momento de publicarlas, se puso
en contacto con Newton. En realidad se había comunicado epistolar-
mente con él antes, en 1691, pues nos queda una nota de su mano292
en la que le aconseja las lecturas que debería hacer para comprender
bien sus Principia; pero es plausible pensar que este interés se debía a
que por entonces preparaba la publicación en edición crítica del
Astronomicum de Marcus Manilius.
Las cinco primeras conferencias, las dedicó a probar la locura del
ateísmo, a refutarlo por medio de la exposición de las facultades del alma,
por la estructura del cuerpo humano; las tres últimas, a refutarlo median-
te el origen y forma del mundo. Las conferencias séptima y octava,

290 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. II, p. 549.


291 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. II, p. 583.
292 Correspondance, III, pp. 155-156.

147
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

publicadas en pleno 1693, las dedicó a desarrollar sus ideas a partir de


la exposición de Newton. Para ello le había escrito, y mantuvo con él
una correspondencia que le favoreció con cuatro cartas del científico de
Cambridge, anteriores a la publicación de esas dos últimas conferen-
cias293. La primera de las cartas se introduce así: «Cuando escribí mi tra-
tado acerca de nuestro sistema, tenía la vista puesta sobre tales princi-
pios, con los que quizá se pueda trabajar con los hombres reflexivos
para la creencia en una Deidad, y nada me ha alegrado tanto como
encontrar que es útil para ese supuesto». Cómo se haya hecho la dis-
tinción, le escribe, entre los cuerpos luminosos como el sol y los opa-
cos como los planetas, es decir, entre grandes masas y pequeñas masas
que gravitan alrededor, «no pienso que sea explicable por meras causas
naturales, viéndose forzado a adscribirlo al consejo y al designio de un
Agente voluntario», al que, poco después, califica de «poder». Que el
movimiento de los planetas se haga no de una manera desordenada,
sino siguiendo todos ellos el mismo sentido de rotación y sobre el plano
único de la eclíptica, «no puede provenir de ninguna causa especial,
únicamente, sino que ha sido anticipada por un Agente inteligente»;
añadiendo, poco después, «ha debido ser efecto del Consejo». Que los
planetas tengan una velocidad proporcional a sus respectivas distancias
al sol, tampoco es debido a causa natural alguna, pues para ello se
«requiere una Causa que entienda y compare», ya que el hacerlo no es
de una causa que sea ciega o fortuita, sino que tenga buen conoci-
miento en mecánica y en geometría. Por el contrario, no ve Newton
nada especial para probar una «Deidad» en la inclinación del eje de la
tierra, como no sea que quiera urgir con ello un instrumento para la
diferenciación entre los inviernos y los veranos, y para hacer habitables
las tierras cercanas a los polos, y en la rotación diurna tan ajustada con
la anual y tan en armonía con ella «se da el efecto de una elección más
que de una casualidad». Para terminar, dice Newton tener todavía otro
argumento «para (demostrar) una Deidad que considero muy fuerte,
pero hasta que los principios sobre los que lo puedo fundar estén mejor
recibidos, pienso que es más aconsejable dejarlo dormir». Después insis-
te en que el movimiento divino de los planetas no puede derivarse de
la gravedad, sino que «requiere un poder divino para imprimirlo»;

293 Correspondance, III, pp. 233-238; 244-245 y 253-255.

148
Isaac Newton: filosofía natural y religión

insiste también en que los movimientos transversales de los planetas


requieren «el divino brazo». Para Newton es inconcebible, escribe, que
la materia bruta inanimada opere y afecte sobre otra materia sin con-
tacto mutuo, caso de no haber alguna mediación que no sea material;
así ocurre si la gravitación, en el sentido de Epicuro, es esencial e inhe-
rente a ella. Por tanto le pide a Bentley que no le atribuya la gravedad
innata, pues, siendo la gravedad innata, inherente y esencial a la mate-
ria, que un cuerpo actúe en el vacío sin mediación de nada que trans-
mita la acción o la fuerza, «es para mí un absurdo tan grande que no
creo haya hombre alguno que, teniendo en las materias filosóficas algu-
na facultad de pensamiento, pueda caer en ella». La gravedad debe ser
causada por un agente que acciona constantemente según ciertas leyes;
pero, prosigue, si tal agente es material o inmaterial lo deja a la consi-
deración de sus lectores. Si se probase la finitud del universo, termina,
la gravitación haría que la materia cayese hacia el centro, por lo que
pudieran darse caídas oblicuas con respecto al centro, como acontece
con los cometas, «pero un movimiento circular en órbitas concéntricas
alrededor del Sol nunca puede ser adquirido por la sola gravedad». La
constitución y la conservación de sistemas como el nuestro no puede
hacerse sin «un «divino poder».
El newtonianismo teológico, con la prueba definitiva de la existen-
cia de Dios mediante la última y más verdadera física, la de los
Principia de Newton, ha nacido ante nuestros ojos. Los opúsculos de
Bentley tuvieron enorme éxito, y luego fueron seguidos de mil libros y
escritos más, todos ellos de enorme éxito.
Esas Boyle lectures fueron ocasión propicia para que el newtonia-
nismo teológico se consolidara. Dos años consecutivos, en 1704 y 1705,
fueron predicadas por el influentísimo clérigo anglicano Samuel Clarke
(1675-1729), muy adentrado en la corte —se decía que no había logra-
do ser arzobispo de Canterbury porque pasaba por adepto del arrianis-
mo—, en la catedral de San Pablo, publicándose como libro poco des-
pués. El mismo Clarke tradujo, comentándolo con notas abundantes, el
Tratado de física, del cartesiano Jacques Rohault, el mejor y más clási-
co de todos los textos de física de entonces, que publicó en 1697 y ree-
ditó, con notas cada vez más crecidas, en 1708, 1710 y 1713, logrando
ser el caballo de Troya por el que el newtonianismo comenzó a intro-
ducirse en el terreno de sus enemigos cartesianos.

149
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

III. La Óptica y sus sucesivas preguntas insidiosas

Newton era además un grandísimo experimentador, como nos lo


demuestra la Óptica, un libro tan íntimamente distinto a los Principia y
a su obra matemática, lleno de experimentos con la luz y los colores de
una claridad y de una genialidad sin límites.
En 1704 se publica la Óptica. Era un viejo texto que esperó a la
muerte de Hooke para ver la luz. Mas de él sólo nos interesaremos por
las cuestiones que cierran su tercer libro. En esa edición son 16; 23 en
la traducción latina de 1706, realizada por Samuel Clarke; y 31 en la
tercera edición de 1717, inglesa otra vez. Son cuestiones de una gran
variedad, profundidad y riqueza, que planteaban problemas que ocu-
paron a los científicos durante decenios, sobre todo en lo tocante a
cómo sea la estructura última de la materia; la newtoniana, decidida-
mente atomista.
Las cuestiones que nos interesan ahora a nosotros son la XX de la
edición latina de 1706 (28 de la edición inglesa definitiva de 1717) y la
XXIII, última de la de 1706 (31, y última, de la de 1717), ya que en ellas
Newton vuelve a abordar el problema de Dios.
La cuestión XX del texto latino de 1706294, o 28 del inglés de 1717295,
trata de las dificultades de considerar a la luz como lo hace Huygens,
una propagación de presión o movimiento a través de un medio fluido.
La resistencia del medio haría, opina, que el movimiento se parara con
una gran rapidez. Esto le lleva a concluir que los espacios celestes están
vacíos de toda materia, excepto de algunos muy tenues vapores que
puedan salir de la atmósfera de la tierra, de los planetas y de los come-
tas. En cambio, para él, la materia ficticia e inventada que llenaría los
cielos no es útil para nada en la explicación de los fenómenos de la
naturaleza; no haría otra cosa que retardar y estorbar el orden de la
naturaleza. Ese medio ya fue rechazado por célebres filósofos griegos y
fenicios, dice, que postularon el espacio vacío, los átomos y la gravedad
de los átomos, atribuyendo esta fuerza de la gravedad a alguna causa
distinta de la materia. «Los físicos modernos», continúa, al especular sobre
las cuestiones de la naturaleza, ninguna consideración tuvieron de esa

294 Optice, 1706, pp. 307-315.


295 Opticks, 1717, ed. Dover, pp. 362-370.

150
Isaac Newton: filosofía natural y religión

causa; «inventaron la fabricación de hipótesis» que explicaban todos los


fenómenos sin ayuda de esa causa, desterrándola a la metafísica. Por el
contrario, lo principal de la filosofía natural debe ser progresar median-
te el raciocinio de los efectos a las causas, hasta llegar a la misma causa
primera, sin contentarse con explicar el mecanismo del mundo, antes al
contrario, intentando principalmente responder a preguntas como las
siguientes: ¿qué hay en los espacios vacíos de materia?, ¿a qué se debe
que el sol y los planetas graviten entre sí, sin materia interpuesta?, ¿de
dónde viene la forma (species) y belleza del universo, que los cometas
se muevan en órbitas excéntricas por todas partes del cielo, mientras
que los planetas siguen órbitas concéntricas en el mismo sentido?, ¿qué
impide al sol y a las estrellas fijas caer unas sobre otras? La última de
estas interrogaciones se demanda si el espacio universal (Spatium
Universum) no será el sensorio del ente incorpóreo, viviente e inteli-
gente, donde perciba y abarque a las mismas cosas en su intimidad, y
a todas, haciéndoseles presentes, como aquel lugar en el cerebro donde
se llevan las imágenes que se piensan y sienten en nosotros. Para ter-
minar, nos asegura Newton que, aunque los progresos hechos en esta
«filosofía» no nos conduzcan directamente al conocimiento de la causa
primera, ciertamente nos acercan cada vez más, por lo cual debe ser
estimada en gran manera.
Ahí en ese final de la cuestión se encontraba en la traducción lati-
na un asunto curioso. Se llama a ese espacio universal el «sensorium
Dei»296, pero al parecer Clarke, el traductor, y Newton pensaron que
era demasiado y, una vez impreso el texto y distribuidos suficiente
número de ejemplares, cambiaron la página. Pero lo cierto es que el
ejemplar que leyó Leibniz así decía. Sin embargo, tanto Newton como
Clarke negaron siempre con acritud que nunca hubieran dicho tamaña
cosa.
La última de las cuestiones, la XXIII de la edición latina de 1706297,
o 31 de la inglesa de 1717298, es larga y compleja. Uno de sus puntos es
el ver cómo los cuerpos deben estar formados por partículas pequeñas
y duras que se unen por fuertes atracciones, componiendo partículas

296 cf. Optice, ed. 1706, p. 315.


297 Optice, 1706, pp. 322-383.
298 Opticks, 1717, ed. Dover, pp. 375-406.

151
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

cada vez más gruesas —la gravitación universal se extiende a la cons-


titución entera de la materia del universo—, de las que dependen las
operaciones químicas y los colores. Tras largas discusiones, para
Newton queda manifiesto que el movimiento surge de unos principios
actuantes que son del «imperio de la voluntad». Bien mirado y consi-
derado todo la anterior, le parece a Newton que Dios, en el principio
de las cosas, creó la materia de manera tal que las partículas primige-
nias, de donde sale la naturaleza de los cuerpos, fueran firmes, duras,
impenetrables, inertes y móviles, con tal magnitud y figura, con tales
propiedades, en tal número y cantidad en relación con el espacio en
que se moverían en el futuro, que conviniesen de la mejor manera a
los fines para los que habían sido creadas. Esas partículas primitivas no
tienen solamente una fuerza de inercia, sino que están movidas por
ciertos principios activos: el de la gravedad, el de la fermentación y el
de la cohesión de los cuerpos. Y, continúa, no considera a estos como
cualidades ocultas, sino como leyes universales de la naturaleza, exis-
tentes en efecto, como nos lo muestran los fenómenos de la naturale-
za, «bien que sus Causas aun no hayan sido explicadas»; derivar de esos
fenómenos dos o tres principios generales del movimiento, «y luego
explicar cómo las propiedades y las acciones de todas las cosas cor-
porales se sellan desde estos Principios, será verdaderamente hacer un
gran progreso en Filosofía, aunque las Causas de estos Principios aún
no han sido conocidas»299. Además parece que sea por estos principios
por los que todas las cosas materiales han sido compuestas, partiendo
de partículas, todo bajo la dirección de un Agente inteligente. No es
actuar como filósofo decir que las simples leyes de la naturaleza hayan
podido hacer surgir al mundo del caos. Todo esto, pues, concluye
Newton, no puede ser sino el efecto de la Sabiduría e Inteligencia de
un Agente potente y siempre vivo, quien, presente en todas partes, es
más capaz de mover los cuerpos en su sensorio infinito, y, por este
medio, de formar y reformar las partes del universo, que lo que noso-
tros somos capaces de mover las partes del cuerpo mediante nuestra
voluntad.

299 Optice, 1706, pp. 344-345; el texto inglés de 1717 está muy aumentado:

Opticks, 1717, ed. Dover, 401-402.

152
Isaac Newton: filosofía natural y religión

IV. «Hypotheses non fingo»

Muy poco después de la publicación de la primera edición de los


Principia, amigos de Newton comienzan a pensar en una segunda edi-
ción. Pero pasarán muchos años y acontecimientos hasta que aparezca
en 1713.
En 1709, el joven matemático Roger Cotes (1682-1716), miembro del
Trinity College, del que es presidente Richard Bentley, recibe el encar-
go de prepararla. El texto de la primera edición necesita mejoras y
correcciones. Se piensa además en que hay que dejar patente que el
cálculo infinitesimal ha sido inventado por Newton, y no por Leibniz,
y en que hay que responder con nitidez a la filosofía leibniciana.
Leibniz y Newton llevan ya tiempo, tras unas excelentes relaciones al
principio, enredados en polémica sobre la invención del cálculo infini-
tesimal, sobre física, sobre filosofía, sobre teodicea, en fin, sobre el
cielo y la tierra.
Se piensa en un prefacio de Cotes que ponga los puntos sobre las
íes. Lo que de manera continua resplandece en la correspondencia
entre Newton, Bentley y Cotes es el «menoscabo» con que por algunos,
Leibniz, fue recibido el libro, lo que ha quedado probado ante el públi-
co científico con la publicación en 1715, por la misma Sociedad de la
que Newton es todopoderoso presidente, del grueso libro Commercium
epistolicum. En esa obra, escrita con una perspectiva muy insular por
«J. Collins y otros», combativamente contraria al filósofo alemán, se hace
patente, dicen, que Newton inventó el cálculo; Leibniz, a lo sumo, rein-
ventó lo ya inventado, cuando no, pura y simplemente, copió. En ese
comercio, dicen, se prueba indudablemente «la falta de candor» de
Leibniz, quien no tuvo escrúpulo en hablar fuera de la verdad.
Se piensa también en hacer hincapié en la manera de filosofar de la
que el libro de Newton hace gala y de sus diferencias respecto «a
Descartes y a otros». La cosa, en opinión de Cotes, va a quedar bien cla-
rificada en el prólogo, hasta el punto de que se compromete a respon-
der a quienquiera «que afirme que [lo que] usted hace [es] Hypothesim
fingere»300. Empieza un corrimiento neto de la palabra «hipótesis» que se
va a emplear para descalificar la filosofía de los cartesianos y de Leibniz.

300 Correspondance, vol. V, p. 392.

153
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

La filosofía de Newton es una filosofía experimental, en donde los prin-


cipios o axiomas se deducen de los fenómenos y se hacen generales
por inducción, «que es la mayor evidencia de que una Proposición
puede estar en esta filosofía»301. «Hipótesis» va a significar a partir de
ahora que una proposición no es un fenómeno ni está deducida de un
fenómeno, sino que es asumida o supuesta sin prueba experimental
alguna. Que quede bien claro, pues, advierte Newton, para que nadie
comprenda mal esta palabra.
El propio Newton escribe un largo Escolio General, con el que se
cierra ahora el libro entero. Comienza de sopetón con estas palabras:
«La hipótesis de los torbellinos [hipótesis cartesiana, defendida de mane-
ra muy creativa por Leibniz] encierra muchas dificultades»302. Las pro-
porciones verdaderas de los movimientos que acontecen en los cielos
con el sol y los planetas tal como los observamos, no coinciden en nin-
gún caso con las de los torbellinos que se suponen los arrastran sir-
viéndoles de causa. Newton sale ahora a la palestra pública de este
aprovechamiento teológico que desde 1693 sus amigos teólogos han
encontrado en su obra para su idea de la Providencia de Dios y, aún
más, una prueba apodíctica de la existencia misma de Dios. Órbitas,
movimientos, atracciones se entrelazan para constituir la trabazón del
sistema solar; pues bien, «esta elegantísima trabazón del Sol, planetas y
cometas, no puede haber surgido sin el consejo y dominio de un ente
inteligente y poderoso»303. Ha explicado por la gravitación, prosigue, los
fenómenos celestes y de los mares, «pero no asigné ninguna causa a
esta gravitación». Lo que queda claro es que ella no puede estar en los
torbellinos. Dicha fuerza gravitatoria procede de alguna causa que
penetra hasta el mismo centro del sol y de los planetas, sin perder nada
de su fuerza; no actúa en proporción a la superficie, como acontece
con las causas mecánicas, sino en proporción a la cantidad de materia,
y su acción se extiende a inmensas distancias, «pero la razón de estas
propiedades de la gravedad no la he podido deducir de los fenóme-
nos, y no fraguo hipótesis (hypotheses non fingo). Puesto que a todo lo
que no se deduce de los fenómenos llamo hipótesis, y las hipótesis,
sean metafísicas o físicas o de cualidades ocultas o mecánicas, no tienen
301 Correspondance, vol. V, p. 396-397.
302 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. II, p. 759.
303 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. II, p. 760.

154
Isaac Newton: filosofía natural y religión

lugar en la filosofía experimental. En esta filosofía, las proposiciones se


deducen de los fenómenos, y se constituyen en generales por induc-
ción»304. Las denominadas «Hipótesis» en la primera edición, se desdoblan
ahora en dos, «Regulae Philosophandi» y «Phaenomena». Las reglas ense-
ñan cómo deben actuar los científicos del futuro, cuál es el camino a
seguir y, sobre todo, cuáles son los caminos que no llevan a ninguna
parte, como no sea, en opinión de Newton, al error y a la falsedad.
El prefacio de Cotes305 fue escrito en íntima colaboración con
Newton, y con su voluntad expresa de que nunca fuera mencionado
Leibniz. Desde el mismo comienzo quiere hacer partícipe al lector del
método que usa la «nueva filosofía». Existe primero en física, dice, el tra-
tamiento aristotélico de las «cualidades ocultas», en el que todo es cues-
tión de palabras, no de las cosas mismas. El segundo tratamiento es el
de la consideración de una materia sutilísima que sus defensores ponen
en movimiento mediante agitaciones ocultas; pero sus especulaciones
proceden de hipótesis que manejan según leyes mecánicas. Mas no se
trata sino de fábulas. El tercer tratamiento de la física es el experimen-
tal, el que hace depender los efectos de las causas, el que no admite
ningún principio que no venga probado por los fenómenos, ni recono-
ce hipótesis, si no es para discutirlas. Este tercer procedimiento de hacer
física, el newtoniano, es la manera correcta de filosofar.
En cuanto a la teoría de la gravitación, añade Cotes, no se hagan
acusaciones de retomar las «cualidades ocultas», rechazando así las
explicaciones fundadas en las causas que en los Principia se dan. No
se pueden llamar cualidades ocultas o causas ocultas a aquellas que
muestran su existencia en las experiencias. Los torbellinos, en cambio,
sí que son cualidades ocultas. No se llamen cualidades o causas ocultas
porque, dice el autor del prólogo, se desconozca hasta el presente cuá-
les sean esas causas. No se llamen así porque no pueda darse de ellas
una explicación mecánica. No se diga que la gravitación es un efecto
sobrenatural y un milagro perpetuo; es una acusación miserable. No se
rechace la nueva filosofía porque se opone al sistema de Descartes; per-
mítasenos, al menos, abrazar otro sistema, el de Newton, que nos pare-
ce más verdadero, mucho mejor. Sus causas están comprobadas por

304 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. II, p. 764.


305 Principia, ed. Koyré-Cohen, vol. II, p. 19-35.

155
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

fenómenos, en ningún caso se trata de causas ficticias y sin posible com-


probación.
¿Será que el pleno que los turbillonarios imaginan es efecto de la
voluntad de Dios? ¿O será que deben los torbellinos su existencia a una
cierta necesidad de la naturaleza? Esta última suposición, prosigue
Cotes, sería recaer en la impiedad de las sectas que creen en el azar y
no en la Providencia. No, la obra admirable del mundo, en su justicia,
no puede ser sino efecto de la voluntad soberana y libre de un Dios que
todo lo provee y todo lo gobierna. Él es el origen y la fuente de las leyes
de la naturaleza; nada se encuentra que las haga necesarias. Querer bus-
car las leyes de la física o de la naturaleza en la sola luz interna de la
razón es imprimirles una necesidad o, si se piensa que el Universo es
obra de Dios, no es sino orgullo creer que el hombre puede conocer
con evidencia lo que Dios puede hacer de mejor. Toda filosofía sana,
prosigue el autor del prólogo, se apoya verdadera y únicamente en
fenómenos; si estos nos llevan de grado o por fuerza a principios en los
que se ve brillar evidentemente la inteligencia y el poder absoluto de
un Ser soberanamente sabio y poderoso, no hay razón alguna para
rechazarlos porque no gusten a algunos, por más que para ellos esos
principios sean milagros o cualidades ocultas. No debería imputárseles
tales cosas, a menos que se quiera confesar simplemente que la filoso-
fía debe fundarse sobre el ateísmo; a menos que se quiera cambiar el
orden de las cosas. La obra de Newton, termina el prólogo de Cotes, al
contrario, será un sólido bastión que impíos y ateos no podrán derribar;
en ella deberán buscarse las armas para combatirles con éxito.
Tras esto se va dando ese zafarrancho general, discusión genial, que
es la correspondencia de la polémica Leibniz-Clarke, que Newton
seguía tan de cerca que bien pudiera también decirse que tuvo a
Newton por coautor de las cartas de su íntimo amigo Samuel Clarke.

Lo que intenta Newton, pues, es una descripción del mundo sobre


la base de partículas discretas, entre las que actúan a distancia fuerzas
centrales; un programa de matematización de la mecánica y la idea de
la afinidad química, basada en fuerzas atractivas centrales como las
gravitatorias, son consideradas notas características de una descripción
newtoniana del mundo. Si hubiera que establecer un decálogo del new-
tonianismo, bien podría ser el que sigue:

156
Isaac Newton: filosofía natural y religión

— ideología de la experiencia y de la inducción contraria a hipótesis;


— la resistencia del medio fluido a los que se mueven en su seno,
lo que impide los torbellinos explicatorios;
— la matematización de la mecánica;
— el espacio y el tiempo absolutos;
— el mundo tiene muy poca materia y mucho vacío (y si de algo
está lleno es de fuerzas espirituales, no materiales);
— la igualdad inercial de las masas;
— un atomismo de átomos iguales, que junto al vacío componen
todo lo material;
— la fuerza de atracción universal, junto al problema de su causa
(causa que experimentalmente no se encuentra, y que, en definitiva, no
puede ser otra que el dedo de Dios, «una mano invisible que mueva»);
— el que todo esté, finalmente, lleno de fuerzas, cuando la materia
es por sí misma esencialmente inactiva.
Pero uno de sus problemas más impertinentes es el de la «causa» de
la acción a distancia. De todos era sabido —incluido, por supuesto, el
propio Newton— que una fuerza no puede transmitirse por el vacío,
pues necesita de algún «soporte». Pero ¿cuál es este soporte? He ahí la
cruz del pensamiento de Newton. Por eso era tan esencial batir a la teo-
ría turbillonaria leibniciana que daba pie a poner una causa a la gravi-
tación, es decir, a explicar lo que debía permanecer inexplicable.

En el entretanto, el newtonianismo teológico, que contaba con el


apoyo expreso de Newton, sigue sacando las consecuencias teológi-
cas al ver que esa causa es el «dedo de Dios»; ve que es Dios el gran
Matemático que calcula y compone las fuerzas, que consigue que los
planetas vayan por sus órbitas con la exactitud con que lo hacen. Lo
veremos con nítidas palabras de William Whiston, escritas en 1717. Los
cuerpos actúan unos sobre otros a distancia; actúan donde no hay
nada, lo cual es imposible mecánicamente, lo es para cualquier ser.
Por donde aparece que «el poder de la gravedad es, no sólo inmecá-
nico, por no salir de contacto o impulso corporal, sino que, estricta-
mente hablando, no es un poder perteneciente a cuerpo o materia
alguna», sino que es «un Poder de un Agente superior, que mueve
siempre a todos los cuerpos de manera tal como si todo cuerpo atra-
jera y fuera atraído por cualquier otro cuerpo del universo, y no de

157
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

otra manera»306. Este poder está actualmente presente en todas las par-
tes del universo, lo que hace que «el Autor del poder de la gravedad
está presente en todos los tiempos, en todos los lugares del universo».
Más aún, es cierto y está perfectamente demostrado que «el Autor de
este Poder es un Ser Inmaterial y Espiritual, presente y penetrante en el
Universo entero»307.
Sin embargo, no todos se van a dejar convencer sumisamente por
esas afirmaciones. Como dirá el secretario perpetuo de la Academia de
Ciencias de París, Bernard le Bovier de Fontenelle, en el elogio fúnebre
pronunciado a la muerte del presidente de la Sociedad Real de Londres:
Newton no establece más que cualidades manifiestas (y no cualidades
ocultas, como le acusan); mas son las causas las que nos son ocultas, y
«deja su búsqueda a otros filósofos».
Es obvio, si en algún momento el newtonianismo teológico había
soñado en que esa «causa oculta» fuera el dedo de Dios, sucederá que
otros filósofos futuros encontrarán explicaciones nuevas que harán
innecesario ese dedo, y a Dios con él. Recuérdese que Laplace, quien
encontraba que esta atracción universal es un «principio» y «no simple-
mente una hipótesis», tras su exposición del sistema de mundo ante
Napoleón, al preguntarle este dónde queda Dios en su sistema, le res-
ponderá: Señor, yo no necesito de esa hipótesis. Esa «causa», pues,
habría dejado de ser necesaria en la consideración del mundo.

V. Newton: el hombre y Dios

El mundo, la realidad, para Newton y sus amigos, no es otra cosa


que lo que se nos da y se presenta a nuestra atención. Todo él es fruto
de la voluntad creadora y providente de Dios. A nosotros los hombres
sólo nos queda la humilde tarea de contemplarlo, de encontrar las leyes
factuales de su funcionamiento, de comprenderlas y desentrañarlas, de
manipularlas para que se nos muestren en todo su esplendor.
Estas leyes de funcionamiento del mundo son, por un lado, siguien-
do el camino marcado ya por Galileo y Kepler —y antes por
Arquímedes—, expresables mediante las matemáticas, aunque para ello
306 W. Whiston, Astronomical Principes of Religion, 1717, p. 46.
307 W. Whiston, Astronomical Principes of Religion, 1717, p. 89.

158
Isaac Newton: filosofía natural y religión

debamos inventar nuevas y poderosas ramas, como el cálculo infinitesi-


mal. Para Newton, las matemáticas eran primeramente una disciplina para
el bien hacer de la imaginación creadora, que no quedaba así al albur de
la mera intuición, sino que adquiría una estructuración y un procedimien-
to de acercarse a la realidad. Así podía ser para Newton, evidentemente,
porque para él los postulados básicos y sus resultados finales coincidían
por completo con el mundo, con la realidad —nótese, por ende, que no
habría ninguna diferencia entre ‘mundo’ y ‘realidad’—, pues la estructura
global y también la estructura fina de la realidad es siempre matemática:
así acontecía con la astronomía y se apuntaba para la ciencia de la luz. La
herramienta matemática debe lograr algo que ha de ser decisivo y que esta-
blecerá el puente de unión entre la matemática (ficcional) y la física (real),
la expresión del funcionamiento de aquel problema físico sobre el que ten-
gamos puesta nuestra atención, hasta toparnos con una expresión mate-
mática en la que sea estudiable con exacta precisión lo que es la evolución
entera tanto hacia el pasado como hacia el futuro del fenómeno físico que
ha quedado como “encerrado” en ella. Véase, pues, que se supone una
coincidencia —realizada para la astronomía en los Principia, buscada por
ahora en la Óptica, sin lograr encontrarla todavía— perfecta y sin fisura
entre las realidades de las matemáticas y las realidades de la física.
Pero, por otro lado, todavía hay más en el pensamiento de Newton
referente a las leyes de la física, de manera especial la gran ley de la
gravitación universal. No deben buscarse por debajo ulteriores razones
que den cuenta de ellas; no hay que buscar teorías más allá de la física
que ‘expliquen’ esas leyes. Para los newtonianos, al contrario que para
los leibnicianos, la ley de la gravitación universal, todas las leyes físicas,
por tanto, son un dato nudo y decisivo, un producto de la voluntad
misma de Dios, y la ciencia nunca —predicen Newton y sus amigos—
podrá adentrarse más allá de ese mero dato; nunca podrá explicar lo
que ella sea, sin irse fuera de sí misma y adentrarse en la pura suplan-
tación de Dios. Pues quien quiera conocer las ‘razones’ de Dios, no limi-
tándose simple y sumisamente a sus “voluntades”, lo que para ellos es
la humilde tarea del científico, de quien se dedica a la filosofía natural,
quiere, en definitiva, suplantar a Dios mediante sus argucias metafísicas;
es, por tanto, un negador impío del mismo Dios. No hay en el newto-
nianismo una lógica de las leyes científicas, y menos aún una lógica del
descubrimiento científico —como no sea la coincidencia exacta entre la

159
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

matemática y la física—; lo que hay es una simple pragmática, una bús-


queda por el camino analógico de las matemáticas y por el camino del
experimento inductivista —que ellos hacen uno solo por imbricación de
uno en el otro— para acercarnos al puro y simple milagro de lo que es.
Para Newton y sus seguidores, lo definitivamente importante no es
el hombre sino Dios. El hombre no es otra cosa que quien asume el
papel de adorador de la grandeza y absoluta omnipotencia de Dios.
Adorador de Dios en la alabanza, pero también, y quizá sobre todo, en
el estudio de la obra de la creación, fruto continuado de su voluntad
actuante. El hombre no tiene, pues, ningún ámbito de relatividad pro-
pia, ningún espacio ni tiempo en que pueda vivir su propia relatividad;
nada hay en él que pueda descubrir las ‘razones’ de Dios, sino que se
encuentra frente a la mera positividad de lo que es como expresión de
la voluntad de Dios, que debe ser acatada y jamás sobrepasada.
Sobrepasarse aquí es, también, un acto de suprema impiedad.
Detengámonos un momento en la idea que Newton se hace del espa-
cio y del tiempo. Son para él algo previo, acordado desde el comienzo
mismo del mundo, previo a él, un referente geométrico, más aún, un refe-
rente divino (infinito y homogéneo, eterno en su duración: por tanto, en
estrechísima relación con Dios) en el que el mundo físico, todo lo creado,
va a desenvolverse. El espacio y el tiempo no son para él, como lo serán
para Leibniz, un entretejido que viene constituido por las referencias recí-
procas de unas cosas en otras, que es el espesor relacional de todo lo que
existe, puesto que nada es con independencia de lo demás, sino que todo,
toda substancia, toda mónada, expresa el universo entero en sí misma. No,
el espacio y el tiempo newtonianos son un mero referencial absoluto, pre-
vio, que preexiste infinito y homogéneo, anterior a todo lo creado; es
como el instrumental que Dios se ha dado a sí mismo para hacerse pre-
sente las cosas que ha creado y que sostiene con su providencia. Como el
componente último de todo, para Newton, es atómico, mas los átomos
son inertes, idénticos a sí mismos, parciales, pura mecánica, indistingui-
bles siempre los unos de los otros, sin actividad ninguna dentro de sí que
los haga creativos, pues toda acción que los traspase les viene de fuera,
de una fuerza externa —fuerza que, si vale decirlo así, para los newto-
nianos no es material sino espiritual—, lo único que distingue a unos áto-
mos de otros es el lugar en el que han sido colocados por la voluntad de
Dios. La discernibilidad, la individualidad, es, por tanto, asunto que hace

160
Isaac Newton: filosofía natural y religión

referencia al extrínseco referencial espacio-temporal; el designio de Dios


coloca a uno aquí y a otro allí, procurándole además, de manera directa,
la fuerza activa necesaria para que sus planes sean cumplidos. La coloca-
ción geométrica espacio-temporal y la colocación en un campo de fuerzas
—como se dirá después—, le vienen dados en total absolutidad.
La actitud del hombre se destila con claridad: adorar a Dios creador
y providente; buscar sus voluntades expresadas en el mundo mediante
el ahínco de un estudio empeñado de la ciencia.
El mundo newtoniano resulta ser así puro milagro, pues sólo el uso
y el abuso del lenguaje, piensa, nos ha llevado a hacer distinción entre
lo natural y lo milagroso, haciendo de lo primero el desarrollo de las
leyes físicas establecidas por Dios para el funcionamiento normal del
mundo, y de lo segundo la intervención directa de su cuidadosa provi-
dencia que suspende aquellas leyes físicas. No, para Newton, todo es
igualmente producto directo de la voluntad de Dios. Simplemente, a lo
que se nos antoja habitual, llamamos natural; a lo que se nos aparece
como raro y poco habitual, lo calificamos de milagroso. Sólo el cuida-
doso empeño en lo que es, mediante el estudio por inducción con ese
instrumental suyo de doble filo —matemático y experimental— es el
humilde trabajo de los verdaderos adoradores de Dios.
Quien sale de ahí, para Newton, suplanta a Dios, quiere adentrarse
en su misterio, quiere descubrir sus ‘razones’. ¿Será, desconfía Newton,
que quiere poner trabas a la acción libre de Dios, diciéndole lo que
puede hacer y lo que no puede hacer?
Para Newton, sólo, por tanto, si nos adentramos en esa pragmática de
adoración y de búsqueda humilde, estamos ocupando nuestro verdadero
puesto como hombres. Cualquier ámbito de libertad propositiva, de ima-
ginación razonante, de búsqueda de algunas supuestas razones últimas
de lo que es, debe ser rechazado como camino equivocado y peligroso,
que hace poner en el centro esas inexistentes relatividades humanas, las
cuales sólo buscan, evidentemente, el impío proceder de quitar del cen-
tro a quien debe ocuparlo en exclusividad: Dios.
Reducido el hombre a lo que queda reducido frente a ese Dios new-
toniano de la pura absolutidad, el Hijo, hombre como es, no puede ser
mucho más que lo que el hombre es. Lo diré así, poniéndome, evidente-
mente, en la óptica leibniciana que siempre ha sido la mía en estos terre-
nos procelosos: una ‘mala’ filosofía de la ciencia lleva a una ‘mala’ idea del

161
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hombre, es decir, a una ‘mala’ antropología, y una ‘mala’ antropología lleva


siempre derecho a una ‘mala’ teología. Quien tiene una inexacta idea del
hombre, sólo mostrará una inexacta concepción de Dios.

Dos citas largas nos van a poner, con sus mismas palabras, frente a
la concepción última, por más que sea neblinosa, que Newton tiene de
Dios, estableciéndonos las íntimas y secretas conexiones que se dan
entre “filosofía natural” y ‘religión’.
El primer texto procede de un manuscrito inédito. Refiriéndose a
Jesucristo, Newton, hablando de las figuras de Arrio y Atanasio, dice así:

«Ambos provocaron la perplejidad en la Iglesia con sus opiniones


metafísicas y expresaron esas opiniones con un lenguaje novedoso
no garantizado por la Escritura. Los Griegos pretendieron preservar
a la Iglesia de estas innovaciones y perplejidades metafísicas, y
pusieron fin a todos los problemas que ambos plantearon simple-
mente anatematizando el lenguaje de Arrio en diversos Concilios, y
tan pronto como pudieron rechazaron igualmente el lenguaje nove-
doso de los Homousianos, y exigieron la plena fidelidad al lenguaje
de la Escritura. Los Homousianos hicieron del Padre y del Hijo un
solo Dios mediante el recurso a una unidad metafísica, la unidad de
esencia o de substancia. Las Iglesias Griegas rechazaron toda divini-
dad metafísica, tanto la de Arrio como la de los Homousianos, y
explicaron el que el Padre y el Hijo fueran un solo Dios recurriendo
a una unidad monárquica, una unidad de Dominio: el Hijo recibe
todas las cosas del Padre quedándole sujeto, llevando a cabo su
voluntad, sentándose en su trono y llamándole y reconociéndole
Dios (al Padre), y de este modo constituyen un único Dios, con el
Padre como Rey y el Hijo como Virrey, en realidad un solo rey. (...)
Y por tanto, en cuanto Padre e Hijo no se les puede considerar un
único rey sobre la base de que sean un solo ser consubstancial, sino
que pueden ser considerados un solo Rey por la unidad de dominio,
si el Hijo es el Virrey bajo la autoridad del Padre, por tanto, a Dios
y a su Hijo no les podemos considerar uno solo desde el presu-
puesto de que constituyan un único ser consubstancial»308.

308 Texto inédito, en F. E. Manuel, The Religion, p. 58.

162
Isaac Newton: filosofía natural y religión

El segundo texto, extraño, borroso, que aparece como lleno de reso-


nancias obscuras con lo que llevamos dicho sobre Newton, está tomado
del Escolio general que cierra la segunda edición de los Principia. Dice así:

«Este (Dios) rige todas las cosas, no como alma del mundo, sino
como señor del universo. Y por causa de su dominio, el señor Dios
suele ser llamado pantocrator. Pues Dios es una voz relativa y se refie-
re a los siervos; y la deidad es dominación de Dios, pero no en el pro-
pio cuerpo, con lo que Dios sería el alma del mundo, sino en los sier-
vos. Dios es el sumo ente, eterno, infinito, absolutamente perfecto.
Pero el ente perfecto sin Dominio no es el señor Dios. Decimos,
pues, Dios mío, Dios nuestro, Dios de Israel, Dios de los dioses y
señor de los señores, pero no decimos eterno mío, eterno nuestro,
eterno de Israel, eterno de los dioses; no decimos infinito mío o per-
fecto mío. Estas apelaciones no tienen relación con los siervos. La
palabra Dios significa señor, pero no todo señor es Dios. La domina-
ción del ente espiritual constituye a Dios, la verdadera (dominación)
al verdadero, la suma al sumo, la falsa al falso. Y de la dominación
verdadera se sigue que Dios es verdadero y vivo, inteligente y
potente; de las restantes perfecciones, que es pleno o sumamente
perfecto. Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, esto es,
dura de la eternidad a la eternidad, está presente desde el infinito al
infinito; gobierna todas las cosas y todas las conoce, las que están
hechas y las que pueden ser hechas. No es la duración y el espacio,
pero dura y está presente. Dura siempre y está presente en todas
partes; existiendo siempre y en todas partes, constituye la duración
y el espacio. Como cada partícula del espacio es siempre y en cada
momento indivisible de la duración en todas partes, ciertamente el
Artífice y Señor de todas las cosas no será nunca y en ninguna parte.
Toda alma que siente en los diversos tiempos y en los diversos sen-
tidos y órganos del movimiento es una persona invisible. Las partes
se dan sucesivamente en la duración, coexistentes en el espacio,
pero no en la persona del hombre o en su principio racional, y
mucho menos en la substancia pensante de Dios. Todo hombre, en
cuanto cosa sentiente es único e idéntico durante toda su vida en
todos y cada uno de los órganos del sentido. Dios es uno y el mismo
Dios siempre y en todas partes. Omnipresente lo es no únicamente

163
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

por la sola virtud, sino también por la substancia, pues la virtud no


puede subsistir sin la substancia»309.

VI. La cosmología de la filosofía natural de Newton

La cosmología newtoniana puede ser considerada como el prototipo


de lo que podríamos llamar la creación del mundo por un Dios “seco”,
es decir, un Dios del que en el acto de creación no se percibe siquiera
un vestigio de su amor por ella —fuera del mismo hecho de la creación
como tal, que es considerado en sí mismo como el mayor de los actos
de amor de Dios—, sino que aparece solamente como un acto de esen-
cial soberanía de Dios sobre el mundo. El amor de Dios por la creación
sería así, sin más, otro nombre de la soberanía absoluta de Dios sobre
su creación; para indicar la absoluta dependencia de las creaturas de su
creador, dependencia que en esta cosmología sólo se puede entender
como siendo ya ella misma una alabanza. Pero, en mi opinión, utilizar
aquí amor y alabanza me parece que es utilizar nombres esencialmen-
te inadecuados para lo que dibuja esta cosmología.
La creación del mundo material por el Dios newtoniano se hace como
una proyección de lo creado sobre un referencial infinito e inmaterial
preexistente a la propia creación, el espacio-tiempo, el cual, por tanto,
nada tiene que ver con el mundo material, sino que, por el contrario,
tiene que ver con el mismo Dios, y no con el mundo; no es intramunda-
no, sino que, al contrario, el mundo es intraespaciotemporal. Tiene cua-
lidades de inmaterialidad e infinitud que sólo pueden ser y son atributos
de Dios. Nada de extraño que Newton dijera en algún momento que es
el «sensorio de Dios», aunque enseguida le pareciera una expresión dema-
siado fuerte y la borrara. El mundo material newtoniano, además, no es
tan material como pudiera aparecer, pues Newton es atomista y cree, por
tanto, que la materia está compuesta de átomos y vacío, y en sus labo-
riosos cálculos la relación entre el vacío y los átomos resulta ser tal que
Newton, en numerosas ocasiones, se precia de que en el fondo y de ver-
dad su mundo es prácticamente inmaterial —es decir, para él, espiritual—;
tan grande es la proporción del vacío con respecto a los átomos.

309 Principia, ed. Koyré-Cohen, II, pp. 760-762.

164
Isaac Newton: filosofía natural y religión

Ese mundo cuasi inmaterial en su conjunto, está regido por una ley
general, la de la gravitación, que tiene aspiraciones a ser ley única en
la cosmología newtoniana. Se trata de una fuerza central, direccional, que
se da en los cuerpos —sería mejor decir que se da a los cuerpos—,
pero Newton no se cansa de decir una y otra vez que no es una fuer-
za ínsita en los propios cuerpos, es decir, algo consubstancial a la
misma materia, pues la materia newtoniana es meramente inerte, debe
ser meramente inerte. Sin embargo, pasará toda su vida con una terri-
ble duda: si en su mundo todo el espacio está prácticamente vacío,
¿cómo se transmite esa fuerza de atracción por él?, ¿será una fuerza,
pues, que no se transmite por contacto, en contra de lo aceptado por
todos?, o, por el contrario, ¿habrá que suponer al vacío lleno de un
éter, éter inmaterial que tampoco es el espacio mismo, puesto que
tiene propiedades mecánicas, y no sólo matemáticas?, ¿cómo conce-
birlo?; y, si se postula su existencia, ¿cómo hablar de solos átomos y
vacío?
El mundo newtoniano es un mundo infinito. Si fuera finito, al estar el
resto del espacio infinito vacío de toda materia, ese mundo finito, en defi-
nitiva, sólo tendría fuerzas gravitatorias internas, no contrarrestadas por
otras externas a él —lo que no acontecería si el mundo fuera infinito,
puesto toda parte de mundo tendría otras partes externas a ella—, y en
consecuencia el mundo caería rápidamente en un enorme barullo sobre
sí mismo. Mas piensa Newton que, finalmente y en realidad, esto es lo
que acontecerá con el mundo.
Ese mundo newtoniano es a la vez un mundo poblado sobre todo, casi
únicamente en el fondo, de fuerzas —y de espíritus— que, al igual que el
referencial espacio-temporal, también tienen que ver íntimamente con
Dios, sean las propias fuerzas gravitacionales, sean las fuerzas tangencia-
les que, junto con aquellas, llevan a los cuerpos ajustadísimamente por sus
órbitas elípticas, pues en un caso y en otro el mismo dedo de Dios es quien
origina actualmente ambas fuerzas, les da su dirección precisa y las calcu-
la con la cuidadosa exactitud requerida para que los cuerpos se muevan
por las complicadas órbitas elípticas que tienen. Complicadas, puesto que
en una elipse el valor absoluto y la dirección de esas fuerzas cambian
constantemente, dependiendo en cada punto de la elipse de su distancia
al foco en el que se encuentra el cuerpo que es realmente atractor, debi-
do a su masa imponente mayor que la del atraído, y sólo la ajustadísima

165
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

composición de ambas fuerzas en cada punto provoca que el móvil vaya


siguiendo con rigurosa exactitud por su órbita.
El Dios newtoniano, ya antes del principio del mundo está ‘munda-
nalmente’ en el espacio-tiempo, y después del principio del mundo
sigue estando ‘mundanalmente’ como el impulsor y matemático que
pone en marcha y luego sostiene con precisión matemática las fuerzas
intramundanas. Trabaja de una manera muy activa no sólo en el acto
mismo del diseño y creación del mundo, sino, quizá sobre todo, en el
sostenimiento del mundo. En el pensamiento cosmológico de Newton
y sus amigos, la experiencia de lo que vemos —para quienes sepan ver
el mundo con los ojos de la física (newtoniana), es decir, para los cien-
tíficos, filósofos y teólogos hechos a los difíciles “principios matemáti-
cos de la filosofía natural”, los demás no cuentan, son como los ciegos
que no ven— es la prueba palpable de su existencia inmediatamente
mundanal. Además, siguiendo en esto, quizá, la vieja tradición del pen-
samiento anglosajón y franciscano, las leyes que el Dios newtoniano da
a ese mundo son fruto de su pura y libérrima voluntad, esencialmente
impredecible por ningún pensamiento nuestro, y que sólo podemos
descubrir en la observación experiencial de lo que está ahí, siguiendo
métodos inductivos de descubrimiento.
Más aún en cuanto al estar mundanal de Dios en el mundo, pues las
leyes que da al mundo parecen ser casi leyes generales ad hoc para que
la máquina del mundo funcione momento a momento, según sabemos
por experiencia que lo hace. Aunque hable de razón y racionalidad, son
leyes cuya única racionalidad está en el hecho de ser las que efectiva-
mente son en el funcionamiento de lo que resulta ser la máquina del
mundo, fuera de cualquier deseo o pensamiento nuestro. Las leyes nos
vienen dadas solamente por el hecho de su existencia, sin ninguna racio-
nalidad. Leyes que son, evidentemente, de esencia matemática, y que
sólo podremos descubrir mediante la exploración científica experimen-
tal e inductiva del mundo. Por fin, el mundo newtoniano es un mundo
esencialmente sin tiempo intramundanal —el tiempo es sólo una de las
dos marcas de aquel referencial cuasi divino en el que el mundo es
arrojado—, como no sea el tiempo otra cosa, precisamente el mero
desarrollo cronológico de esas continuas intervenciones necesarias de
Dios para que el conjunto del mecanismo funcione según quiere, y que
también constituyen la historia —¡pintoresca historia!— del género

166
Isaac Newton: filosofía natural y religión

humano. Desarrollo cronológico, por otra parte, que también conocere-


mos solamente de manera experimental e inductiva: leyendo cuidadosa-
mente las Sagradas Escrituras, como hace una y otra vez Newton.
El espacio newtoniano es, pues, una mera geometría euclídea en la
que todo lo creado está echado, arrojado ahí, y que de ella recibe su
impronta. Así, la geometría analítica se constituye no sólo en la esencia
del referencial espacial, sino que constituye también la esencia misma de
lo echado sobre el espacio, lo cual nuevamente es algo cuasi geométri-
co en su constitución esencial del juego de vacío y átomos; geométrico
reduplicativamente, pues es algo geométrico en algo que es ya geomé-
trico. Las fuerzas newtonianas se desmaterializan por completo, para
luego, geometrizándose, ser agentes eminentes de ese que es el espíritu
geométrico del Gran Matemático —y de sus espíritus ayudantes—.
Además, no hay tiempo, hay cronología. El tiempo es un mero atributo
del mismo Dios. La física se destemporaliza por entero; simplemente, se
hace necesaria cronológicamente la intervención del dedo fuerte de Dios
para que las cosas del mundo funcionen como vemos por la experien-
cia que funcionan —por lo que la existencia del “dedo” es innegable,
¡queda probado así, y de la manera más fuerte posible, mediante la cien-
cia, que existe Dios!—. No hay historia tampoco, hay mera cronología,
porque, evidentemente, no hay libertad ante un Dios tan supremamen-
te interventor como el Dios newtoniano. El estar en el tiempo es una
mera cualidad del estar ahí en el referencial espacio-temporal del ama-
sijo de los átomos y el vacío ordenado por fuerzas externas a la materia.

Toda la construcción newtoniana es eminentemente inmaterial, pero,


sin embargo, es también eminentemente susceptible de materializarse
en el momento en que las fuerzas gravitatorias se digan fuerzas ínsitas
en la propia materia, con la condición de que se mantenga en todo lo
demás la lógica del mundo newtoniano. Desde ese momento, el Dios
“seco” del universo newtoniano se convertirá en un Dios “alejado”, un
Dios en trance de dejar a su creación, como un Dios en adelante inne-
cesario: el mundo no será ya una obra de creación, sino un mundo que
estaba ahí desde siempre. Todas las funciones que eran las del Dios
newtoniano serán ahora las que vienen impuestas por necesidades de
explicación en un cuadro de presupuestos matemáticos de mera geo-
metría analítica, aquella que todo lo expresa mediante ecuaciones en

167
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

derivadas parciales, a las que sólo les faltan las condiciones de contorno
o condiciones iniciales para ser susceptibles de una resolución que efec-
tivamente todo nos lo enseñe —el pasado, el presente y el futuro, cada
detalle del conjunto y el conjunto en todo su detalle—. En ese mundo
esencialmente predeterminado y determinista, el tiempo es una mera
variable que se puede recorrer hacia el +, cuando (t1 - t0) > 0 = futuro,
o hacia el -, cuando (t1 - t0) < 0 = pasado, sin que, por tanto, futuro, pasa-
do, presente, tengan una realidad en esta cosmología. Llegamos así a lo
que se ha convertido después de Newton en un determinismo riguroso
y rigurosamente atemporal. De ahí que ese Dios “seco” pueda ahora ser
substituido con extremada facilidad por una Gran Razón Matemática. Así,
Dios es substituido de una manera natural por la (mera) Razón Natural.
¡La herencia de la cosmología newtoniana será recogida, finalmente, en
una cosmología postnewtoniana materialista!
El mundo newtoniano se termina en sí mismo, pero jamás se hace
realidad. Es un mundo regido por el más inexorable “principio de obje-
tividad”. Un mundo seco y desencarnado, que sólo puede ser produc-
to de un Dios “seco” y “desencarnado”, en el que de ninguna manera
cabe siquiera la encarnación; en el que jamás existe la Palabra, sólo el
mandato soberano. Un Dios que no es sólo ya el Dios de los filósofos,
sino, peor aún, el Dios de la mera geometría analítica. Pero también, y
al punto, un mundo en el que enseguida Dios ya no es necesario.
Tras el esfuerzo newtoniano viene de manera inexorable una con-
cepción radicalmente materialista. Basta con algún pequeño retoque
aquí y allá. Uno convierte a Dios en una hipótesis que ya no se nece-
sita en adelante. Otro hace ínsitas a la propia materia las fuerzas atrac-
tivas y tangenciales, es decir, las hace producto de la esencia misma de
la materia, consubstanciales a ella; las hace materiales de una forma que
resulta esencialmente reductiva, como esencialmente reductivo era el
modelo newtoniano del que se hace heredera esta manera postnewto-
niana de ver una creación que ya apenas lo es: para que deje de serlo,
bastará con que se haga luz la afirmación de que la materia es necesa-
riamente eterna, volviendo así a los atomistas antiguos de los que
Newton —sin razón suficiente— se había apartado en su modelo cos-
mológico.

168
6. GALILEO Y LA RETÓRICA DE LA NATURALEZA:
EL MITO COSMOLÓGICO DEL ‘NUEVO ARISTÓTELES’

para José Luis Corral Ibargaray

I. Introducción310

El título de un libro sugiere la primera parte del mío311. Y lo sugiere


no sólo porque es hermoso y enigmático, sino porque algunos de los
razonamientos de Galileo en su gran diálogo sobre los dos máximos sis-
temas, como vamos a ver, podrían considerarse como parte de ese arte
de la retórica científica galileana que utiliza la naturaleza para su propia
arquitectónica, o, si se prefiere, es la misma retórica que la naturaleza
utiliza para transmitirnos su discurso arquitectónico, agudamente perci-
bida por Galileo. ¿Percibe en la naturaleza o, simplemente, imputa a la
naturaleza?
Quisiera hacer ver en las páginas que siguen cómo en Galileo hay dos
movimientos de pensamiento casi contradictorios. Por un lado, como
veremos en los parágrafos tercero y cuarto, está quien sabe muy bien lo
escrito en el libro de la naturaleza —aunque sea parcialmente—, convic-
ción que camina apoyándose en dos evidencias clave: la inteligencia y las

310 Este trabajo fue escrito corriendo el año 1994. Véase, después, Peter

Machamer (ed.), The Cambridge Companion to Galileo, Cambridge University


Press, Cambridge, 1998, 462 p.
311 John C. Briggs, Francis Bacon and the Rhetoric of Nature, Harvard

University Press, Cambridge, Mass., 1989, 285 p. Es sabida la importancia que se


da a la retórica y a la persuasión también entre los que estudian la ciencia. Véase,
por ejemplo, Marcello Pera y William Shea (eds.), Persuading Science. The Art of
Scientific Rhetoric, Science History Publications, Canton, Ma, 1991, 212 p.

169
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

matemáticas. Es el Galileo que voy a llamar de la ‘prueba’, aquel que,


de manera paradigmática, busca una prueba del copernicanismo que
nunca conseguirá ofrecer. Pero, en casi obligada contradicción con él,
como veremos en el parágrafo segundo, está quien sabe que no ha
encontrado la prueba, pero que no por ello renuncia a obtener los mis-
mos resultados de certeza que se hubieran conseguido con ella, aunque
ahora deba recorrer su camino en busca de certezas apoyándose en evi-
dencias muy distintas a las de antes, pues debe utilizar la persuasión, el
convencimiento, la retórica de la naturaleza, lo que llamo la estrategia
de las evidencias. Mediante ella, Galileo busca mostrar a quienes tienen
el espíritu abierto de la nuova scienza, y no la cerrazón mental de los
peripatéticos, que todas las evidencias razonables se dan de mano para
que aceptemos en verdad como cosa escrita muy ciertamente en el libro
de la naturaleza aquello de lo que, sin embargo, no tenemos ‘prueba’.
Sorprendente final del camino de la nueva persuasión —persuasión
retórica—, cuando, por hipótesis, antes sólo con la prueba se hubiera
obtenido certeza de necesidad, única certeza segura.
De ser como digo, contemplaremos a un Galileo obligado a contor-
near una prueba del copernicanismo de imposible producción para él,
por lo que —en su estrategia de cortesano florentino de muy alto rango
con afanes de brillar también con luz propia en la corte de Roma—, y
quizá sin desearlo de primeras, se verá abocado a establecer una estra-
tegia de acción intelectual312 que abra nuevos caminos de persuasión
retórico-científica y gane voluntades para sus ideas innovadoras. Esas
estrategias son precisamente las que, en parte, considero de extremada
modernidad, como mostraré en el parágrafo quinto.

II. La estrategia galileana de las evidencias

En la segunda jornada del diálogo sobre los dos máximos sistemas,


asistimos atónitos a una larguísima conversación del joven maestro
Salviati, portavoz del propio Galileo, del noble y discreto amigo Sagredo,
agudo en su galileísmo insobornable, y del simplicísimo aristotélico

312 Que se une a otras estrategias de acción, suyas y de sus amigos. Léase el

magnífico libro de Mario Biagioli, del que se habla en el apéndice del capítulo.

170
Galileo y la retórica de la naturaleza

Simplicio. En esa conversación todo gira en definitiva en torno a si la


Tierra está quieta, como dicen aristotélicos, ptolemaicos y ticonianos, o
se mueve, como dicen los copernicanos.
El razonamiento galileano es magnífico. El que las piedras caigan
como caen, verticales a la superficie de la Tierra; el que los proyectiles
de artillería lanzados en el sentido del levante o hacia el poniente alcan-
cen la misma distancia; el que los pájaros alcen su vuelo sin quedar en
lontananza en cuanto abandonan la rama del árbol; el que las nubes no
escapen en ulular de perpetua tempestad, son la prueba definitiva de
que es realmente cierto que la Tierra se mueve a fantástica velocidad en
derredor del Sol. Todo ello acontece ante los ojos atónitos de Simplicio,
el sabio cuajado de la lectura sosegada de toda la letra de Aristóteles,
para quien, por el contrario, la prueba evidente de que la Tierra está
quieta sería que las piedra cayesen verticales, como caen, y los proyec-
tiles tuvieran el mismo alcance dirigidos hacia el levante o hacia el
poniente, como lo tienen, que los pájaros no quedaran en perplejidad
en cuanto abandonan las ramas y las nubes no escaparan con fantásti-
ca rapidez, como pasa en la realidad.
La interpretación que Salviati y Sagredo dan de los mismos datos que
maneja Simplicio, los presenta como si tuvieran la cualidad de ser ahora
la ‘prueba’ definitiva y concluyente de que efectivamente la Tierra se
mueve. Simplicio se debate en el estupor, exclamando: «Pero, buen
Dios, ¿cómo, si ella [la piedra que cae] se mueve transversalmente, la
veo yo moverse derecha y perpendicularmente?, esto es como negar el
sentido manifiesto; y si no debe creerse al sentido, ¿por qué otra puer-
ta se entrará a filosofar?»313. Porque, en las manos de los amigos de
Galileo, hasta los viejos datos, los datos conocidos por todos desde
siempre, como por arte de magia, se han convertido en datos nuevos.
No hay lugar ya para el sentido común —se lamenta, con razón,
Simplicio—, pues los datos que aportaban las razones firmes de una
postura quietista, se han visto trascolados en razones obvias y ciertas de
la movilidad de la Tierra.
Vamos a ver uno de esos datos de siempre. Para ello repitamos la
experiencia cotidiana de contemplar a un velero que navega por el

313 Galileo Galilei, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, edición

de Antonio Favaro, Le Opere di Galileo Galilei, vol. VII, 197.

171
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

canal entre Pádua y Venecia. Se deja caer una piedra de lo alto del más-
til. Alguien, en el velero, observa la caída. La piedra cae paralela al mástil
siguiendo la línea que une sus dos extremos, una línea recta perpendicu-
lar a la cubierta del buque, lo que al observador que se mueve con el
barco le parece lo más natural. Alguien, quieto en la orilla, observa la
misma caída. La piedra cae siguiendo ahora una línea transversal, pues
desde el momento en que la piedra abandona el extremo superior del
mástil todo el conjunto del buque se ha movido en el agua —¡y la piedra
con él!—, por lo que aquella ha caído sobre la superficie de la Tierra
siguiendo una línea transversal que se aleja de la vertical del punto en que
comenzó su caída en la dirección del sentido de la marcha del velero.
La ‘prueba’ definitiva, por tanto, de que la piedra no cae absoluta-
mente siguiendo una línea recta perpendicular a la superficie de la Tierra
para un observador alejado del movimiento del velero y situado en la
quietud casi indiferente de la orilla —Galileo, evidentemente—, es que
el observador situado en el barco —por supuesto, Simplicio—, ve caer
sobre la cubierta del barco verticalmente en línea recta una piedra que
incide sobre la superficie de la Tierra siguiendo una línea transversal314.
La misma piedra cae de manera distinta para Galileo que para Simplicio.
Para Simplicio, por tanto, comprender el nuevo comienzo de la físi-
ca del movimiento315 es demasiado difícil. Salviati da la explicación de
que así sea cuando le espeta: «si observase, si no con el ojo de la fren-
te, al menos con el ojo de la mente», le sería más fácil ver las cosas que
acontecen. A lo que Simplicio responde con muchísima razón: «Sería
necesario poder hacer una tal experiencia»316, pues Galileo sabe muy
bien que todo su argumento descansa en una ‘experiencia’ no realiza-
da realmente317. Sin embargo, nótese cómo interpreta y entiende

314 Tal es lo que luego se llamará principio galileano de la relatividad del movi-

miento. Un libro bellísimo sobre el principio de relatividad, comenzando por


Galileo, es el de M. A. Tonnelat, Histoire du principe de relativité, Flammarion, París,
1971, 561 p.
315 Sin embargo, no nos podemos dejar engañar por las apariencias; lo que para

nosotros es obvio, no lo es todavía en absoluto para Galileo, quien aún se mueve


en una dinámica del impeto, sin atreverse a enunciar el descarado principio de iner-
cia que daría la explicación definitiva de lo que acontece en este experimento.
316 Dialogo, en Opere, VII, 169.
317 Dialogo, en Opere, VII, 171. ¿Deberemos reabrir la cuestión suscitada por

Koyré de los ‘experimentos mentales’, que tan ásperamente se le ha criticado?

172
Galileo y la retórica de la naturaleza

Sagredo esas experiencias, cuando se pone, como siempre, de parte de


Salviati contra Simplicio. Para Sagredo, la respuesta de los peripatéticos
es extravagante, puesto que «contra tal sensata experiencia no produce
otras experiencias o razones de Aristóteles, sino la sola autoridad y el
puro ipse dixit»318. Por ello, las palabras que al final de la discusión
Salviati —aceptando, pues, la interpretación de Sagredo— dirige a
Simplicio son duras y precisas: «venga aquí únicamente con las razones
y con las demostraciones, suyas o de Aristóteles, y no con textos y nuda
autoridad, puesto que nuestros discursos han de ser en torno al mundo
sensible, y no sobre el mundo de papel»319. Parecería de este modo que
las ‘experiencias’ se hayan hecho experiencias320.
Estamos ante lo que llamo estrategia galileana de las evidencias.
Nada ha sido ‘probado’. El tiempo de la caída de la piedra a lo largo del
mástil es tan corto que el velero entretanto apenas si se ha movido una
pizca. No disponen tampoco los dialogantes de instrumentos suficien-
temente precisos para realizar esa ‘experiencia’ como tal experiencia. Y
es aquí donde entra en juego una sutil estrategia. ¿Habrá entre los bené-
volos lectores del Dialogo alguno tan cerril como para no quedar con-
vencido con total persuasión por esa ‘experiencia’?321. De esta manera,
el resultado de la estrategia galileana se ha convertido ya en una evi-
dencia inapelable, la que viene dada por una experiencia que Galileo
llama una «sensata experiencia».
En la segunda jornada del Dialogo, Galileo hila largamente esta
‘estrategia de las evidencias’ en torno a varios argumentos clásicos y
modernos en contra del movimiento de la Tierra322. Porque, dice, con-
sideraremos lo que acontece «en el libro de la naturaleza» —ya sabe-
mos que Galileo no habla de un mundo de papel sin vinculación con
el mundo sensible—. Pero, para hacerlo, deberemos partir de algunas

318 Dialogo, en Opere, VII, 134.


319 Dialogo, en Opere, VII, 139
320 Es muy instructivo leer Peter K. Machamer, ‘Feyerabend and Galileo: The

Interaction of Theories, and the Reinterpreation of Experience’, Studies in


History and Philosophy of Science, 4 (1973) 1-48.
321 Entre cuyas evidencias está, por supuesto, la absoluta simultaneidad de

lo que acontece para uno y otro observador. Llegará un día en que ponerla en
entredicho será una nueva evidencia.
322 Del que la ‘experiencia’ a la que me acabo de referir es una parte.

173
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

evidencias fundantes. ¿Dicen que es difícil poner en movimiento toda la


mole de la Tierra? Pero, con objeto de dejarla quieta, ¿no es más difícil
todavía poner en movimiento la gigantesca cúpula celeste, con una infi-
nitud de estrellas similares a nuestro propio Sol? Porque, tras las ‘pas-
mosas novedades’ producidas en la «sensata experiencia» desde las
observaciones anunciadas al mundo entero en el Sidereus Nuncius323,
¿no ha quedado claro que no se puede hacer ya la división peripatéti-
ca entre mundo supralunar y mundo infralunar, entre un mundo de los
cuerpos perfectos y un mundo de los cuerpos imperfectos? Todos los
cuerpos celestiales son parecidos en su mole a la mole de la Tierra. No
hay tampoco una bóveda celeste, un orbe esférico que contenga las
estrellas fijas, sino que estas van cada una por suelto, separadas entre sí
por espacios inmensos, cada una como un nuevo Sol. Es esta una evi-
dencia fundante que se ha hecho luz con el galileísmo. En nuestras
explicaciones, además, continúa, ¿por qué emplear muchas cosas cuan-
do basta con pocas? Lo acabamos de ver, ¿no es igualmente una evi-
dencia fundante «que todo lo que se mueve, se mueve con respecto a
algo inmóvil»324?
La estrategia galileana es sorprendente por su enorme inteligencia,
consiguiendo mediante ella que sus lectores compartan evidencias sobre
el movimiento que les llevarán suavemente de la mano, apenas sin darse
cuenta, desde los datos astronómicos en favor de la movilidad de la
Tierra hasta una física nueva. O también, desde una física nueva a la que
nos llevan las evidencias —una física distinta a la antigua, incompara-
blemente mejor que ella—, hasta la astronomía copernicana. Porque en
la nueva consideración de las ‘evidencias’ hay más, mucho más de lo
acá insinuado, pues en la segunda jornada del Dialogo también se
habla por lo largo de otras muchas experiencias nuevas como la caída
de los graves325, los proyectiles, el plano inclinado, la composición de

323 Y en los subsiguientes libros galileanos sobre la Luna y las manchas solares.
324 Dialogo, en Opere, VII, 142. También, en la misma página: «tanto è far
mouver la Terra sola quanto tutto’l resto del mundo».
325 Salviati se muestra extraordinariamente fiero de la resolución de un pro-

blema al que Galileo ha dedicado grandes esfuerzos, pero que sólo soluciona-
rá años más tarde en el retiro obligado de su villa de Arcetri, y que publicará
en 1638 en sus Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scien-
ze attinenti alla mecanica ed i movimenti locali. Esto es, sin duda, parte de la

174
Galileo y la retórica de la naturaleza

los movimientos, la peonza. Todas ellas, claro es, ahora convertidas en


‘nuevas experiencias’, al ser utilizadas en la retórica galileana de forma
tal que se convierten en una parte muy importante de lo que he llama-
do ‘estrategia de las evidencias’.
Pero ¿no será que Galileo deba recurrir a estas artes persuasivas y no
a pruebas seguras que lleven a certezas de necesidad porque no puede
alcanzarlas, pues no tiene la ‘prueba’? Sí y no. La respuesta de Salviati a
este respecto es clara. Nuestra inteligencia de las cosas nos lo dice. Se
consiguen idénticos movimientos relativos poniendo los cielos enteros
en movimiento ante una Tierra quieta o, por el contrario, poniendo a
esta en movimiento y dejando quietos a aquellos; pero, prosigue, «ni
tengo esta cuestión por imposible, ni pretendo sacar de ella una
demostración necesaria, sino solamente una mayor probabilidad»326.
Porque el sentido y la experiencia, tomados sin más, no bastan; se
necesitan «las sensatas experiencias» que se antepongan a todo discur-
so humano. Pero, por medio, interponiéndose entre este y aquellas
—al menos aquí en la segunda jornada—, para hacer eso posible, para
hacer posible la ‘nuova scienza’, está el sutil arte galileano de la retóri-
ca de la naturaleza, que conduce a la vez a una obviedad —para Salviati
y Sagredo— y a un estupor—el de Simplicio—, pues «las sensatas expe-
riencias» nos vienen ofrecidas por nuestra inteligencia, como lo acaba-
mos de leer «con las razones y con las demostraciones».
Pero esta retórica de la naturaleza que se construye por medio de
una ideación de suma inteligencia y que es, sin duda ninguna, de
extraordinaria importancia por el lugar en el que se coloca a la filoso-
fía de la ciencia, ¿no es arte de la persuasión porque, precisamente,
Galileo no produce la prueba del copernicanismo? Si así fuera, ¿nos
habría servido para algo la estrategia de las evidencias? ¿No alcanzamos

estrategia de las evidencias: si te pones de mi parte, podemos ya desde ahora


dar por resuelto un problema que resolveremos en el futuro. ¡Que sin duda ter-
minaremos por resolver en el futuro! Me refiero a la ley de caída de los graves.
«Né questo basta, ma converrebbe sapere secondo qual proporzione si faccia tal
accelerazione: problema che sin qui non credo che sia stato saputo da filosofo
né da matematico alguno, ancorché da filosofi, ed in particolare Peripatetici,
sieno stato volumini intieri, e grandissimi, scritti intorno al moto», Dialogo, en
Opere, VII, 189.
326 Dialogo, en Opere, VII, 144.

175
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

con ella sólo «una mayor probabilidad»? ¿No es esta, precisamente, la


prueba definitiva del fracaso del galileísmo duro de la prueba? ¿No hay
una suplantación de la dureza de la prueba por una estrategia de ‘evi-
dencias blandas’, que vienen exigidas por la imperiosa necesidad de no
terminar en fracaso, sino de consolidar una posición adquirida debido
a expectativas propias y ajenas que no se pueden defraudar?
Por tanto, con el ‘Galileo blando’ y en contra del ‘Galileo duro’,
deberemos preguntarnos si en las cuestiones del conocimiento del
mundo es tan poca cosa lograr «una mayor probabilidad». Nuestra res-
puesta será muy distinta si tenemos a ese conocimiento como lo máxi-
mo que podemos lograr, o si, por el contrario, creemos poder llegar
hasta la «demostración necesaria» de la prueba. En este caso, ‘una [mera]
mayor probabilidad’ sería una pura desgracia que sólo en provisionali-
dad podremos aceptar.
Galileo, qué duda cabe, aspiraba al ‘galileísmo duro’, a la «demos-
tración necesaria». Aspiraba a la ‘prueba’. Pero, consciente de no poder
producirla, como vamos a ver en el parágrafo siguiente, establece el
‘galileísmo blando’ de la estrategia de las evidencias que ha de hacer las
veces de prueba, y que se apoya, por supuesto, en las «sensatas expe-
riencias»327.

III. ¿porque la ‘sensata experiencia’ no produce la ‘prueba’?

Lo visto en el parágrafo segundo es importante, decisivo, para mi dis-


curso sobre Galileo. Hablaremos ahora, sin embargo, de los ‘nuevos datos’.
Los primeros datos realmente nuevos en el campo de la astronomía serían
ciertamente los que, a partir de enero de 1610, obtiene Galileo, y que en
el Sidereus Nuncius fueron anunciados a un mundo estupefacto. Tales

327 Este Galileo es el que terminará siendo el más interesante para nosotros,

como veremos en el parágrafo quinto y último. En el sopor de la lectura de Il


Saggiatore —qué aburrida es una obra polémica cuando el lector se mueve en
otra ‘corte’ distinta de aquella para la que se escribió— encontramos el bello
cuento de la cigarra. Su enseñanza asegura que, para quien tiene un ingenio
perspicaz y una extraordinaria curiosidad que los pone al servicio de ver lo que
acontece en la naturaleza, no basta con la experiencia bruta, ni con el mero
recuento de las experiencias, ni con las numerosas experiencias que hasta el
presente haya tenido para hacerle comprender las nuevas. El hombre al que se

176
Galileo y la retórica de la naturaleza

datos deben su novedad asombrosa a una ‘nueva manera de mirar’ que


tiene, por así decir, dos ojos: un nuevo instrumento para observar los cie-
los —el catalejo que él mismo ha puesto a punto con su probada gran habi-
lidad—, y una teoría que los enmarque. Esta teoría cree Galileo hallarla en
la verdad que le ofrece el copernicanismo y las consecuencias físicas revo-
lucionarias que de esa verdad se derivan.
En la carta a Castelli de finales de 1613 encontramos un pensamiento
paradigmático del Galileo triunfador tras su espectacular anuncio. No hay
dificultad posible, dice, entre los «dos libros»328: la Escritura no puede ser
contraria a la Naturaleza en lo tocante a lo que esta es. Ambos libros son
necesariamente concordantes, porque ambos han sido escritos por el
mismo Dios creador. Pero, sin embargo, debe hacerse una salvedad muy
importante. No hay contrariedad entre lo que diga el libro de la Naturaleza
—lo que afirme la ‘nueva ciencia’, por tanto— y lo que se lee en el libro
de la Escritura —con tal de que sea leída con suficiente inteligencia— con
una sola condición: que nos atengamos a lo que la «sensata experiencia»
nos pone ante los ojos y a lo que sean conclusiones de «demostraciones
necesarias»329. Una condición, por tanto, con dos líneas de actuación, que
vendrá repetida como una jaculatoria en la obra de Galileo. Para él, el
copernicanismo cumple esa condición bifronte de las sensatas experien-
cias y de las demostraciones necesarias330.

refiere Galileo sigue desconfiando de «su saber» incluso tras la más cuidadosa
de las observaciones, y ha aprendido que lo desconocido y lo inopinable tie-
nen un lugar preferente en estas cuestiones, pues la más cuidadosa de las obser-
vaciones no nos hace ver el «el todo», lo que le hace concluir que «la ricchezza
della natura nel produr suoi effeti con maniere inescogitabili da noi, quando il
senso e l’experienza non ci lo mostrasse, la quale anco talvolta non basta a sup-
plire alla nostra incapacità», en Opere, VI, 280-281; el texto citado en 281.
328 El texto clásico sobre los dos libros es el de Il Saggiatore, en Opere, VI, 232.
329 O como dice poco después, atengámonos a lo que «il senso manifesto o

le dimostrazioni necessarie ci avesser resi certi sicuri», que nadie ponga en duda
lo que «il senso e le ragioni dimostrative e necessarie», nos han enseñado, carta
a Benedetto Castelli del 21 diciembre 1613, en Opere, V, 283-284.
330 Que ahora, para el caso, tiene tres caras: «osservazioni celesti», «esperien-

ze sensate», «incontro di effettti naturali», carta a Piero Dini del 23 marzo 1615,
en Opere, V, 300. La doctrina copernicana no fue introducida «per salvar l’ap-
parenze»; en ella se trata «della vera costituzione (...) dalla vera e reale (...) la
vera disposizione delle parti del mondo», 297-298. La movilidad de la Tierra,
añade, debe considerarse como «sicurissima, verissima e irrefragabile», 299.

177
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Poco después, en su carta a la duquesa Cristina de Lorena, queda


claro el bifrontismo al que me refiero: «tratad con demostraciones
astronómicas y geométricas, fundadas antes en sensatas experiencias
y cuidadísimas observaciones» que «vengan expuestas ante los ojos y
ante el intelecto», al sentido y a la razón. No hay, por tanto, peligro
de confrontación entre ellas y la Escritura, pues ambas proceden del
mismo Dios, «y descubrimos no menos excelentemente a Dios en los
efectos de la naturaleza que en los sagrados dichos de las
Escrituras»331. Esta condición bifronte representa, como se ve, algo
que constituye palabras mayores en el pensamiento galileano del
momento.
Ya antes, en 1612, en sus cartas sobre las manchas solares, se había
referido a la experiencia. Deberá dejarse «la investigación de la subs-
tancia» de las manchas solares, para preocuparnos sólo de «algunas afec-
ciones como el lugar, el movimiento, la figura, el grandor, la opacidad,
la mutabilidad, la producción y el desenvolvimiento», sin fatigarnos
vanamente en otras cosas, «las cuales finalmente se van alzando hacia
el último objeto de nuestras fatigas, es decir, el amor al divino Artífice,
conservándonos la esperanza de poder aprender de él, fuente de luz y
de verdad, verdadero como ninguno»332. Así se abre aquí un bucle que,
como veremos, sólo se cerrará en el parágrafo cuarto, cuando hablemos
sobre la ‘inteligencia’ del hombre. Es seguro, nos dice Galileo, que el
mismo Aristóteles no hubiera pensado lo que pensó de haber tenido
noticia de las «presentes sensatas experiencias», puesto que «no sólo
admite la manifiesta experiencia entre los potentes medios para concluir
acerca de los problemas naturales, sino que les dio el primer lugar». Si
«el sentido» le hubiese mostrado lo que a nosotros nos muestra, conti-
núa Galileo, Aristóteles no hubiera tenido dudas, pues ahí entra en
cuenta la «evidente experiencia», y «se filosofará mejor prestando asenti-
miento a las conclusiones dependientes de observaciones manifiestas,
que persistiendo en opiniones repugnantes al mismo sentido, y sólo
conformes con probables o aparentes razones»333. En el conocimiento

331 En Opere, V, 313 y 317, respectivamente; cf. 320, 326.


332 Las cartas a Marco Velseri sobre las manchas solares, escritas en 1612, fue-
ron publicadas en un libro titulado Istoria e dimostrazioni intorno alle machie
solari e loro accidenti, en Opere, V; el texto citado está en la página 188.
333 En Istorie e dimostrazioni, en Opere, V, 138-139.

178
Galileo y la retórica de la naturaleza

del mundo, por tanto, asevera Galileo, nada de conformarse con «una
mayor probabilidad», sino que se aspira a «demostración necesaria».
Pero dichas afirmaciones están en contradicción absoluta con lo que
hemos visto como final y corolario del segundo parágrafo. La razón es
clara: en su estrategia de las evidencias, Galileo tuvo que tirar mucho las-
tre para, sin poder producir la ‘prueba’, lograr, sin embargo, el mismo
efecto. Por tanto, con respecto a la «sensata experiencia», hay una dife-
rencia esencial entre lo que decía antes de 1616 y lo que dirá después;
lo que se debe a que no ha podido producir la prueba que busca para
el copernicanismo. Por eso, cuando Galileo es consciente de no tenerla,
deberá buscar por otros caminos, aparentemente menos ciertos, para lo
que producirá toda una compleja estrategia de evidencias que terminen
por ofrecerle un resultado que parecería paradójico: tener el mismo efec-
to asegurador que la prueba de necesidad. Estrategia de evidencias que,
como hemos visto en el parágrafo segundo, encuentra en su retórica de
la naturaleza, y que constituirá la enorme fuerza de su persuasión.

Antes de 1616, Galileo cree poder aportar la prueba irrefutable de la


verdad del copernicanismo. Después de 1616, Galileo sigue creyendo
en que lo logrará.
La polémica sobre el copernicanismo era pública. En carta a
Foscarini334 del 12 de abril de 1615, el cardenal Bellarmino335 había
enunciado claramente lo que se ponía en juego en la discusión de la
cuestión copernicana: «Digo que me parece que V. P. y el Señor Galileo
actuarían prudentemente si hablaran ex supposittione y no absolutamen-
te, como he creído yo siempre que hablaba Copérnico», porque una cosa
es afirmar que dejando quieta la Tierra «se salvan mejor todas las apa-
riencias (...) y esto basta al matemático», y otra afirmar «que realmente el

334 Paolo Antonio Foscari, carmelita napolitano, había publicado en 1615 una

carta en italiano al general de su orden en la que hacía una defensa cerrada del
copernicanismo. No está publicada en la edición de Antonio Favaro de Le
Opere. Sólo se puede leer en traducción inglesa en Richard J. Blackwell, Galileo,
Bellarmine, and the Bible, University of Notre Dame Press, Notre Dame y
Londres, 1991, pp. 217-251. No creo exagerado afirmar que si el copernicanis-
mo dependiera exclusivamente de ‘las razones’ con las que es defendido en esta
carta, habría que decir que, gracias a Dios, esa hipótesis es falsa.
335 Carta del 12 de abril de 1615, en Opere, XII, 171-172.

179
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

sol está en medio del mundo», pues esto no sólo irrita a los filósofos y
a los teólogos de la Escuela, sino que toca afirmaciones explícitas de la
Escritura. En segundo lugar, continúa Bellarmino, el Concilio de Trento
prohíbe exponer la Escritura «contra el sentir común de los Santos
Padres», quienes de manera unánime exponen los textos bíblicos incri-
minados según su sentido literal. Por fin, afirma de manera tajante:
«3º Digo que aunque fuesen demostraciones» lo que afirma el coperni-
canismo respecto a la quietud del Sol y la movilidad de la Tierra, «se
debería entonces andar con mucha consideración en explicar las
Escrituras que parecen contrarias».
Cierto que Bellarmino no creía personalmente en que se encontraría
dicha prueba, pues tenía sus propias ideas sobre cuestiones cosmológi-
cas336. Cierto también que se trata de una carta privada y no oficial del
poderoso jefe del Santo Uffizio romano. Pero nadie puede poner en
duda la importancia decisiva de la persona del cardenal jesuita y de sus
opiniones en todo lo que por entonces aconteció. Y Galileo tomó muy
en serio el desafío científico de encontrar la prueba del copernicanismo
que hiciera posible hablar de ellas, no tanto como de hipótesis mate-
máticas, sino como constitutivas de auténticas realidades físicas.
Además, encontrada la prueba irrefutable buscada, los textos incrimina-
dos de la Escritura deberían desde ese momento interpretarse bajo su
luz337. Pero, como su amigo Piero Dini le escribe, Cristoph Grienberger,

336 Véase el libro de Blackwell citado más arriba, así como U. Baldini and G.

Coyne, The Louvain Lectures of Bellarmine and the Autograph Copy of His 1616
Declaration to Galileo, Vatican Observatory Publications, Ciudad del Vaticano,
1984, 48 p.; Annibale Fantoli, Galileo. Per il copernicanismo e per la Chiesa,
Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1993, pp. 154-170.
337 Las sucesivas cartas a su amigo Dini y a Cristina de Lorena quieren dejar

claro que, en opinión de Galileo, hacerlo así no es poner en tela de juicio el


valor de la Escritura, sino, al contrario, realzarla en su exacto valor. Aunque no
es el objeto de estas páginas, es necesario hacer notar lo que sigue. Llevada
hasta un extremo que Galileo hubiera, sin duda, rechazado, la manera de pen-
sar de estas cartas galileanas establece una dicotomía entre un terrero de lo
‘sobrenatural’ y un terreno de lo ‘natural o físico’, el primero de los cuales es el
que tiene que ver con el trabajo de los teólogos, quienes son los lectores del
primer libro, la Escritura, mientras que el segundo tiene que ver con el trabajo
exclusivo de los ‘físicos’, quienes son los únicos lectores del segundo libro, el
de la Naturaleza. Cierto que, para Galileo, ambos han sido escritos por un
mismo Dios creador, por lo que entre ellos, en última instancia, no puede haber

180
Galileo y la retórica de la naturaleza

uno de los principales profesores jesuitas del Colegio Romano, «hubie-


ra tenido sumo gusto en que usted primero hubiera hecho su demos-
tración, y después hubiera entrado a hablar de la Escritura»338. Ni
Bellarmino ni los profesores jesuitas ponían en duda los nuevos datos,
pero entendían con razón que no eran «una demostración inexpugna-
ble de la verdad del copernicanismo», como afirma Fantoli339. Esa
demostración buscada ahora por Galileo es lo que vengo llamando la
‘prueba’ del copernicanismo.
Un largo texto galileano de esos días, no hecho publico entonces,
toma en serio las opiniones de Bellarmino340. Para Galileo es seguro que
Copérnico no había hablado ex suppositione, sino que se trata «de obser-
vaciones verdaderas y reales de la naturaleza», que sostuvieron perso-
nas de gran valor en la antigüedad; pero, sobre todo, consonantes en
la armonía mundana «con largas y sensatas observaciones, con encuen-
tros concordantes y firmísimas demostraciones»341. Igualmente le pare-
ce rechazable pensar que «no sólo ni ahora ni en otro tiempo va a
poder ser demostrada, sino que ni siquiera podrá encontrar lugar en la
mente de una persona juiciosa»342. Así pensaba en aquel momento
Galileo: «No creer que sea demostración de la movilidad de la Tierra
sin que nos venga mostrada es suma prudencia; no pedimos que algu-
no crea tal cosa sin demostración: al contrario, nosotros no buscamos
otra cosa sino que, para utilidad de la Iglesia, sea examinado con suma
severidad lo que han producido o pueden producir los seguidores de
tal doctrina, y que no les sea admitido nada si aquello en lo que ellos

‘contradicción’. La lectura radical a la que me refiero se dará en el momento en


que ya no sea necesario acudir a ningún Dios creador. Desde ese instante, el
primer libro pasará a ser una curiosidad, quedando el segundo como único libro
a tomar en serio. Desde ese mismo momento, sólo los físicos, los científicos,
serán lectores acreditados. Teólogos, e incluso filósofos, se habrán quedado sin
su libro, sin crédito alguno como posibles lectores. A partir de ahora, por tanto,
su lectura ya no deberá tomarse en serio.
338 Carta de Dini a Galileo del 7 de marzo de 1615, en Opere, XII, 151.
339 Annibale Fantoli, Galileo, 213 nota. Porque la cuestión era ésta: ¿se trata-

ba o no de «una prova indubitabile», definitiva, del copernicanismo?


340 Son las Considerazioni circa l’opinione copernicana, escritas tras la carta

de Bellarmino a Foscarini, en Opere, V, 351-370.


341 Opere, V, 355.
342 Opere, V, 351.

181
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

sostienen con fuerza no supera en mucho las razones de la otra


parte»343. Se veía, pues, compelido a encontrar la demostración pedida.
Un primer esbozo público de esa prueba mediante las mareas lo
había elaborado Galileo en un escrito fechado el 8 de enero de 1616 y
dirigido al entonces cardenal Orsini344 en el que, desde el mismo
comienzo, Galileo dice investigar «la verdadera razón del flujo y del
reflujo del mar». Que las mareas no se deben a encogimiento y exten-
sión propia del agua, sino a un verdadero movimiento local, nos lo
muestra «la experiencia sensata»345, la que nos hace saber no poco sobre
el comportamiento de los fluidos en los recipientes en movimiento que
los contienen. En su escrito, Galileo se esfuerza en mostrar que si se
toma ex suppositione la movilidad de la Tierra, es decir, el recipiente
que contiene el agua del mar, explicamos todos los fenómenos conoci-
dos de las mareas, hasta el punto de poder concluir: «Todo esto fue,
Ilustrísimo Señor, aquello que yo, discurriendo conmigo mismo, aporté
como causa de estos movimientos del mar: pensamiento que alternada-
mente parecía que conciliase la movilidad de la Tierra con el flujo y
reflujo de los mares, tomando aquella como razón de esto, y esto como
indicio y argumento de aquella»346.
Elegido papa el cardenal Maffeo Barberini con el nombre de Urbano
VIII, amigo y admirador de Galileo, muy pronto le recibió con pompa.
Escéptico ilustrado, parece que no creía posible que los sistemas astro-
nómicos construidos por los hombres de ciencia llegaran a conocer el
movimiento de los cielos, conocido sólo por Dios; tampoco parece que
hubiera para él problema alguno en decir que la hipótesis copernicana
era mejor que las otras, siempre que quedara bien claro que se habla-
ba ex suppositione, pues la ciencia no puede alcanzar ‘realidades’. Al
poco, en 1624, escribe Galileo una carta abierta a Francesco Ingoli
sobre las razones del movimiento de la Tierra, que circuló entre sus
amigos, aunque nunca llegó a su destinatario347. En ella vuelve sobre la
cuestión del movimiento de la Tierra. No es «por defecto de discurso

343 Opere, V, 368-369.


344 Discorso del flusso e reflusso del mare, en Galileo, Opere, V, 377-395.
345 Opere, V, 377 y 378, respectivamente.
346 Opere, V, 393.
347 En Opere, VI, 509-561.

182
Galileo y la retórica de la naturaleza

natural, o por no haber visto cuántas razones, experiencias, observa-


ciones y demostraciones» poseen otros y nosotros no, dice Galileo, por
lo que nosotros «nos quedamos en la antigua certeza enseñada por los
sacros autores», sino por razones superiores348. La estrategia de las evi-
dencias es, pues, la respuesta a esas ‘razones superiores’. Para mi
argumento importa poco que esas razones sean de índole filosófico-
teológico del propio Galileo o, simplemente, las de sus superiores que
él debe acatar349. En medio de su discurso, como de pasada, afirma
Galileo «tener otras experiencias no observadas más que por alguno,
las cuales (quedando dentro de los términos y de los discursos huma-
nos y naturales) convencen necesariamente de la certeza del sistema
Copernicano», sin que insista ahora sobre ello, nos dice, pues «las
reservo para otro momento»350. Ya sabemos a qué hace Galileo alusión
acá. Por entonces, trabajaba también en un ensayo sobre el flujo y
reflujo de los mares que sería, como escribía él mismo, «una amplísi-
ma confirmación del sistema copernicano»351.
El ensayo sobre las mareas, que no se conserva, se reconvirtió en
la jornada cuarta del libro que conocemos como Dialogo sopra i due
massimi sistemi del mondo, el cual, en un principio, se llamaba, pre-
cisamente, Discorso sul flusso e reflusso del mare, pero debió cambiar

348 En Opere, VI, 511. ‘Razones superiores’ es expresión mía, no de Galileo.

Este sí afirma, en cambio, que «noi siamo obbligati alle scienze superiori, le
quali sole son potenti a dissottenebrar la cecità della nostra mente de a inser-
grarci quelle discipline alle quali per nostre esperienze o ragioni giammai non
arriveremmo» (511-512).
349 Tras el libro de Mario Biagioli, nunca podremos olvidar que Galileo era

un ‘cortesano’ de altura y gran poder —el valido de la corte—, que se plegaba


con gusto a su función, y que se aprovechaba de ella, para llevar las cosas de
la ciencia más allá de lo que la Escuela podía aceptar.
350 En Opere, VI, 543.
351 Carta de Galileo a Elia Diodatti de 1629, en Opere, XIV, 49. Por entonces

anunciaba a Giovanni Buonamici que «sono sul finire alcuni Dialogi, ne i quali
tratto la costituzione dell’universo, e tra i problemi principale scrivo del flusso
e reflusso del mare, dandomi a credere d’haverne trovata la vera ragione, lon-
tanissima da tutte quelle alle quali è stato sin qui attribuito cotale effeto. Io la
stimo vera, e tale e stimato tutti quelli con i quali l’ho conferita», Opere, XIV, 54.
Los subrayados son míos, mejor, de Fantoli, pues pueden llevar a pensar, como
dice, en «un resto d’incerteza in fondo alla sua mente». Sobre lo que sigue, véase
Fantoli, Galileo, 265-279.; la frase citada, en 270.

183
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

el título352. Está construido en la semi-ambigüedad de no poder ofre-


cerla, pero sin por ello dejar de mostrar la estrategia de su prueba: la
explicación del flujo y reflujo de los mares está en la movilidad de la
Tierra y no, como se pensaba antes, en el influjo de la Luna. Sagredo,
casi al final de la cuarta jornada del Dialogo, afirma: «En los discursos
de estos cuatro días, hemos obtenido grandes apoyos en favor del sis-
tema Copernicano; entre ellos, tres —muchos—, el primero el de las
estaciones y retrogradaciones de los planetas y su acercamiento y aleja-
miento de la Tierra, el segundo el de las revoluciones del Sol sobre sí
mismo y de aquello que en sus manchas se observa, el tercero el del
flujo y reflujo del mar, se muestran bastante concluyentes»353. Pero las
dos primeras, como él mismo acepta, no son absolutamente conclu-
yentes. Con el sistema de Ptolomeo se puede dar cuenta de la recesión
y alejamiento de los planetas, así como también lo de las manchas sola-
res, aunque el sistema copernicano lo haga con mayor «agilidad y sim-
plicidad»354. Concluye razonablemente Peter Machamer cuando afirma:
«pienso que es claro que Galileo supone que su argumento más fuerte
y directo a favor de la hipótesis copernicana consiste en la teoría de las
mareas»355. Estos son los puntos clave de lo que, en boca de Sagredo, se

352 Por ‘razones superiores’. Puede que siguiendo el deseo expreso del

mismo papa Urbano VIII. En la carta al ‘discreto lector’ que inicia el libro, el
último punto del programa que se establece, dice así: «Nel terzo luego proporrò
una fantasia ingegnosa. Mi trovaro aver detto, molti anni sono, che l’ignoto pro-
blema del flusso del mare potrebbe ricever qualque luce, ammesso il moto
terrestre», Dialogo, en Opere, VII, 30. No deje de notarse la manera ‘retórica’ con
que es enunciado el punto. Se acaba de afirmar explícitamente, además, que el
copernicanismo se toma como una mera ‘hipótesis matemática’, en la página
anterior.
353 Dialogo, en Opere, VII, 487. Simplicio es quien, poco después, asume la

postura de Urbano VIII de que, con todo y con eso, por más que se lleve dicho,
nadie quiere acá «limitare e coartare la divina providenza e sapienza ad una sua
fantasia particolare», Dialogo, en Opere, VII, 488; enseguida, Salviati asentirá (489).
354 Dialogo, en Opere, VII, 372.
355 Peter Machamer, en la p. 6 de su artículo ‘Feyerabend and Galileo’, cita-

do más arriba. Concluyendo su discusión sobre la cuestión, dice Fantoli:


«l’insieme degli argomenti addotti da Galileo, anche se non costituiva certo una
“prova decisiva”, era sufficiente a fare spostare la bilancia da una positione di
equiprobabilità dei sistemi aristotelico-tolemaico, da una parte e di quello
copernicano dall’altra, a una posizione nettamente a favore di quest’ultimo»,
Fantoli, Galileo, 312n.

184
Galileo y la retórica de la naturaleza

discute, como leemos al comienzo de la cuarta jornada: «admitir estas dos


conclusiones (hechos, sin embargo, los presupuestos necesarios): que
cuando el globo terrestre está inmóvil, no se puede hacer naturalmen-
te el flujo y reflujo de los mares; y que cuando se confiere al mismo
globo los movimientos que se le han asignado, es necesario que el mar
se sujete al flujo y al reflujo, conforme a todo aquello que en eso viene
siendo observado»356. Pero, por fin, también sabemos que de poco valió
este esfuerzo galileano sobre el flujo y el reflujo de los mares, pues
nadie le ha seguido hasta hoy en esa explicación de las mareas por el
movimiento de la Tierra. Hay que estar de acuerdo de nuevo, pues, con
Peter Machamer cuando, finalmente, dice: «Galileo, para estar seguro,
fue bastante agudo discutiendo algunas de las causas secundarias, pero
su modelo básico era bastante incorrecto»357. Bástenos con estas leves
indicaciones, debido a la dificultad de la cuestión y la cortedad de estas
páginas.
Por tanto, de haber valido de manera irrefutable para todos la prue-
ba por el flujo y reflujo de los mares de la movilidad de la Tierra
—como había acontecido con las «novedades celestes» obtenidas por
medio de la observación con el telescopio, al menos ante las gentes de
bien—, ¿hubiera tenido Galileo necesidad de convertir los ‘datos’ en
‘nuevos datos’, como hemos visto en el segundo parágrafo? Dicho de
otra forma, ¿la retórica de la naturaleza no es una manera de conseguir
un paso entre el ex suppositione y el de facto? Un paso que, de otra
manera, no puede darse razonablemente.
Quizá, no pudiendo insistir Galileo en la verdad de facto del coper-
nicanismo, y aunque es radicalmente antiaristotélico, es decir, contrario
a la turbamulta de los enseñantes aristotélicos de la Escuela, e insiste en
que Aristóteles se confunde en casi todo lo que dice, Galileo añade que
esto se debe a que Aristóteles no disponía de ‘los nuevos datos’, pues
de haber podido disponer de ellos, sin duda, hubiera pensado lo mismo
que él. La experiencia bruta de Simplicio no basta, lo sabemos: es nece-
saria la «sensata experiencia». Galileo se presenta a sí mismo como el
‘nuevo Aristóteles’. Porque de este, lo único rechazable son los datos con

356Dialogo, en Opere, VII, 443.


357En nota de la página 10 de su artículo ‘Feyerabend and Galileo’, citado
más arriba.

185
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

los que cuenta y las construcciones teóricas que desde ellos realiza.
Otra cosa muy distinta hubiera sido para Aristóteles si hubiera podi-
do disponer de los ‘nuevos datos’. De ellos, precisamente, dispone
ahora Galileo. Sin duda, de haber vivido en los ‘nuevos tiempos’,
Aristóteles hubiera sido como él. Galileo es, así pues, el ‘nuevo Aris-
tóteles’.

IV. conduce a una creación dinámica que contiene el


‘mito cosmológico’ del ‘nuevo Aristóteles’

En lo que me propongo en estas páginas era muy importante


comenzar por el corrimiento hacia la retórica de la naturaleza, visto que
la cuestión de la ‘prueba’ no era del todo segura, que había ‘razones
superiores’ en contra de ella. Pero el subtítulo de este capítulo añade
algo de importancia decisiva que, como vamos a ver, terminará por refe-
rirse a nosotros y a nuestras evidencias fundantes con las que nos acer-
camos a comprender el mundo; con las que también nosotros construi-
mos una ‘cosmología’.
Antes de llegar nosotros a ella, es decisivo todavía un preámbulo,
que es la razón profunda y decisiva que nos hará posible la cosmolo-
gía. En la jornada primera del Dialogo358 encontramos dos temas que
nos van a ocupar en el principio de este parágrafo cuarto. Todas las
páginas finales de esa jornada son dedicadas por Galileo a ver de qué
manera nuestra inteligencia es similar o no a la de Dios. Tema decisivo,
evidentemente, para la cuestión de lo que he llamado la ‘prueba’.
Tenemos la riqueza de la naturaleza creada y la omnipotencia del
Creador o Gobernador. ¿Qué somos nosotros ante una y otro con nues-
tra tan limitada sabiduría? Para Galileo debe hacerse una distinción filo-
sófica decisiva: «entender se puede tomar de dos modos, es decir, inten-
sive o extensive». Extensive, es decir, en lo tocante a la multitud infinita
de los inteligibles, «el entender humano es como nulo», un cero en com-
paración a la infinitud. Sin embargo, otra cosa bien distinta es «el enten-
der intensive», puesto que entonces «digo que el intelecto humano

358 Que trata de la unidad del mundo y se dedica sobre todo a los movi-

mientos naturales, a la dicotomía terrestre-celeste y a la Tierra y la Luna.

186
Galileo y la retórica de la naturaleza

entiende algunas cosas tan perfectamente, y tiene una certeza tan abso-
luta como si tuviese la misma naturaleza; y tales son las ciencias mate-
máticas puras, es decir, la geometría y la aritmética, en las cuales el
intelecto divino sabe infinitamente más proposiciones, por su naturale-
za; pero en aquellas pocas entendidas por el intelecto humano, creo
que el conocimiento iguala al divino en la certeza objetiva, puesto que
llega a comprender la necesidad, sobre la que no parece que pueda
haber seguridad mayor». Porque las demostraciones matemáticas dan al
conocimiento una verdad que es «la misma que conoce la sabiduría
divina», aunque nosotros sólo conozcamos unas pocas. De cierto que
Dios conoce las infinitas proposiciones y las conoce de un modo
mucho más excelente que el nuestro. Él conoce «con una simple intui-
ción», mientras que nosotros conocemos «pasando de conclusión en
conclusión»359; los pasos que «nuestro intelecto da en el tiempo y con
movimiento de paso en paso, el entendimiento divino, a guisa de luz,
lo transcurre en un instante, lo que equivale a decir que los tiene siem-
pre presentes». En cuanto al modo, nuestro intelecto está muy lejos del
divino. Pero en absoluto en cuanto a lo que conoce, y la razón de ello
está en que «conozco y entiendo claramente ser la mente humana obra
de Dios, y de las más excelentes»360.
Véase con qué fuerza Galileo toma como justificación última de su
pensamiento la idea clásica de un mundo creado por Dios y de un hom-
bre hecho “a su imagen y semejanza”. Pero, sobre todo, no deje de
notarse la interpretación que da a esa idea de los Padres de la Iglesia,
pues hace de ella el pilar sobre el que se quiere construir la nuova
scienza. ¿No es esa justificación última, no es ese pilar, precisamente, el
quicio mismo sobre el que se asienta la fuerza invencible de las ‘razo-
nes superiores’361 a las que me he referido ya varias veces?
Por ello, además, la nuova scienza de la que tan decididamente es
partidario Galileo y que de tal manera impulsó, habrá de ser conside-
rada como una filosofía de la “razón pura”, es decir, una manera de ver
las cosas tal que considera a la obra científica del ‘intelecto humano’

359 Dialogo, en Opere, VII, 128-129.


360 Dialogo, en Opere, VII, 130.
361 Además de las que correspondan a su puesto como cortesano, e incluso

valido dentro de la Corte.

187
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

como algo que ha de poseer la «necesaria certeza» de decir lo que la


naturaleza es en sí misma, tal como la encontramos en el segundo
libro en el que se halla escrita la obra misma de la creación; por más
que, como Galileo es consciente de las dificultades de su obra, esto
sólo se dé en parte y de manera dificultosa. Mas la idea reguladora
final del pensamiento galileano es clara: conocimiento de lo que es,
tal como es. Cierto que surgirán siempre acá y allá dificultades que,
cuando las cosas se nos pongan difíciles, y ayudados por las mismas
‘razones superiores’, han de llevarnos a lo que vengo llamando la
estrategia de las evidencias. Pero, quede claro de una vez por todas,
se trata de una manera provisional de leer el libro de la naturaleza,
pues su lectura definitiva tiene que ser una lectura de necesarias cer-
tezas. Pero, así las cosas, mientras tanto viviremos en una perpetua
semi-ambigüedad. Por un lado, las ‘certezas seguras’. Por otro, la estra-
tegia de la «mayor probabilidad», la estrategia de las evidencias, que
no de las ‘pruebas’.
Mas ¿cómo es, en definitiva, la obra de la ciencia? Obra de necesi-
dades y de certezas. Nada, finalmente, de «una mayor probabilidad». Un
conocimiento seguro que viene ofrecido desde sus dos piezas claves:
la inteligencia y las matemáticas. Dos piezas que están íntimamente
entrelazadas. No hay mirada inteligente que no sea una mirada a tra-
vés de las matemáticas362, porque la creación ha sido hecha por
Alguien que tenía las matemáticas mismas como el instrumento defini-
torio del mundo a crear. Desde aquí, y llevadas las cosas del conoci-
miento científico hasta su misma ultimidad, no podremos cerrar el ciclo
de ese conocimiento seguro como no completemos el bucle de la crea-
ción del mundo por Dios y veamos cómo fue el momento mismo de
la creación. ¿Cómo podría dejar de lado esta ultimidad quien deberá ser
tenido por ‘el nuevo Aristóteles’? Porque cada ciencia de la ‘prueba’
—y tal es, en verdad, lo hemos visto, la ciencia galileana en su misma
idealidad de conocimiento seguro y demostrativo—, si es que quiere

362 El libro de la naturaleza ha sido escrito por un Gran Matemático. Lo ha

dicho Galileo en este texto. Recuérdese: el libro de la naturaleza «è scritto in lin-


gua matematica, e y caratteri son triangoli, cerchi, de altre figure geometriche,
senza y quali mezi è impossibile a intenderne umanamente parola; senza ques-
ti è un aggitarse vanamente per un oscuro laberinto», Il Saggiatore, en Opere,
VI, 232.

188
Galileo y la retórica de la naturaleza

ser tomada realmente en serio como conocimiento definitivo del


mundo, ¿no exige un ‘mito cosmológico’ que sirva como clave de
arco, una piedra que cierre el conjunto por su punto más alto? La
ciencia galileana en su idealidad —construida como estrategia de la
‘prueba’—, buscará, por tanto, dar también su versión de cómo Dios
ha realizado la creación —al menos en lo que es el comienzo diná-
mico de esa misma creación—. Al llegar acá, no olvidaremos la afir-
mación —cargada de muy graves consecuencias363— de que nuestra
inteligencia, nuestra comprensión del mundo, es del mismo género
que la de Dios, aunque limitada. El ‘mito cosmológico’ es, así, el
esfuerzo último que da la racionalidad de principio al conjunto de
toda la construcción. Esta es la razón por la que ningún ‘nuevo
Aristóteles’ puede pasar de él.
El broche de oro del mito cosmogónico lo encontramos en la pri-
mera jornada del Dialogo, y, ya antes, en la carta a Ingoli. En esta, el
mito cosmológico es una de las «confirmaciones» que Galileo nos dice
tener para poder afirmar que «si los cuerpos naturales deben mover-
se por naturaleza con algún tipo de movimiento, este no puede ser
sino el movimiento circular; no es posible que la naturaleza haya
dado propensión a alguno de sus cuerpos integrales de moverse con
movimiento recto»364. Nótese bien que Galileo ha afirmado algo asom-
broso: el mito cosmogónico es confirmación decisiva de todo el meo-
llo mismo de la ciencia galileana. La «sensata experiencia», por tanto,
era mucho más que una mera experiencia, pues estaba englobada en
‘razones superiores’, todo ello, evidentemente, en el contexto de la
‘prueba’ —y no sólo, lo que parecería más sencillo, en la estrategia
de las evidencias, las que necesitan sostenerse, como obras de la
razón práctica, en un suelo mucho más amplio que el de las meras
experiencias empíricas—.

363 Bastará que nos olvidemos de Dios para que, sin más, hayamos divini-

zado a la ciencia. Porque, cuando Galileo hace estas afirmaciones, está hablan-
do de la ciencia —de su ciencia y de la ciencia del porvenir—, ya que se trata
siempre de la lectura del libro de la naturaleza. Y si nos olvidamos de Dios
—sea, por ejemplo, porque el insensato dice en su corazón ‘no hay Dios’—,
¿para qué habrá que leer el otro libro? Pero, evidentemente, si hay Ciencia
—y no ciencia— no hay mas que dios —en ningún caso Dios—.
364 En Opere, VI, 558-559.

189
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Con el Galileo del Dialogo365, pues, vamos a iniciar un viaje como el


que poco después iniciará Descartes366; un viaje que nos hará posible
ver cuál es la configuración misma del mundo: «figurémonos que Dios
creara el cuerpo» de los planetas con la determinación de conferirle una
cierta velocidad, la cual, después, deberá guardar de manera uniforme
por siempre367. «Figurémonos que entre los decretos del divino
Arquitecto hubiese estado pensar en crear en el mundo estos globos [los
planetas]», puesto el Sol en el centro y creados todos en «el mismo
lugar», dándoles la «inclinación de moverse», descendiendo hacia el cen-
tro, una vez que hayan adquirido «aquellos grados de velocidad que ha
parecido a la Mente divina», se les pone a girar, cada uno en su círcu-
lo. El cálculo astronómico del grandor de los círculos y el tiempo de
revolución de los planetas en ellos, nos llevará a ver «qué altura y leja-
nía del Sol era el lugar en el que fueron creados esos globos, y si
puede ser que la creación de todos fuese hecha en el mismo lugar».
Con los cálculos de los peritos, pues, dadas las proporciones de las
velocidades de los planetas «y de la distancia que hay entre sus orbes
y la proporción de la aceleración del movimiento natural, se puede
reencontrar cuánta fue la altura y lejanía del centro de su revolución
de la que partieron»368.
La cosmogonía galileana sería, así, a la vez que explicaría, el paso
de un movimiento rectilíneo de caída, uniformemente acelerado, al per-
fecto movimiento circular. Simplicio —¡con el agua al cuello!—, le expo-
ne una objeción técnica, muy clásica, en contra del movimiento acele-
rado que comienza desde el reposo: si los móviles «en algún momento
se encuentran en tal estado de tardanza que de continuar moviéndose
con ella, no hubiese ni en mil años pasado el espacio de medio dedo»369.

365 Para ver «quanto il moto circolare è piu perfetto del moto reto», Dialogo,

en Opere, VII, 42.


366 «Permetez donc pour vn peu de temps à vostre pensée de sortir hors de

ce Monde, pour en venir voir vn autre tout nouveau, que je feray naistre en sa
presence dans les espaces imaginaires», Descartes, en Le Monde ou Traité de la
Lumière, VI, en AT, XI, 31. ¡También aquí asistimos al espectáculo de la crea-
ción del mundo por Dios!
367 Dialogo, en Opere, VII, 45.
368 Dialogo, en Opere, VII, 53.
369 Dialogo, en Opere, VII, 54.

190
Galileo y la retórica de la naturaleza

Pero la resolución de esta objeción es la obra galileana entera sobre la


caída de los graves370.
De esta manera, en el ‘mito cosmogónico’ se abandonará la cosmo-
logía aristotélica —de la Escuela— para tomar una mezcla remozada de
platónicos y atomistas. De los platónicos se toma el papel de la inteli-
gencia y de las matemáticas. La mirada de la inteligencia que nos ense-
ña las cosas como son, y las matemáticas consideradas no como instru-
mento sino como verdadera osatura de la misma realidad profunda del
mundo. De los atomistas se toman los globos que caen y caen y caen
hasta un punto en que el clinamen lo cambia todo. Un ‘clinamen’ que
depende, esta vez, de la calculadora voluntad matemática del Creador.
La doctrina galileana resulta, así, un plato-atomismo remozado. Pero
todo ello para, finalmente, retornar como vencedor —pues estamos
ante la culminación de la nueva ciencia del ‘nuevo Aristóteles’— al aris-
totelismo de la circularidad perfecta371.
El mito cosmogónico galileano aparece ante nuestros ojos, pues,
como la pieza clave de toda su arquitectónica. Su confirmación decisi-
va y, quizá, última. La prueba definitiva de que toda la construcción es
verdadera, pues desde él todas las cosas —tanto de la realidad como
del conocimiento— están colocadas en su sitio. Este es el papel que
debe jugar todo mito cosmogónico que merezca el nombre de tal. Pero
el mito cosmológico de Galileo ha surgido como quicio de la ‘prueba’
de lo que he llamado ‘galileísmo duro’.

V. mas ¿nos basta hoy con la estrategia galileana de las evidencias


para acceder a la realidad?

Vamos a ver ahora, con suma brevedad, como mero esbozo o apun-
te, por qué no nos basta con lo que hemos visto en Galileo. Más aún,
vamos a ver las razones por las que deberemos cerrar en la historia del
pensamiento el ciclo iniciado en el siglo XVII con Galileo.

370 Que, como sabemos, sólo se completará y llegará a buen término en los

Discorsi e dimostrazioni matematiche de 1638.


371 En lo que Galileo se muestra un discípulo mucho más perfecto de

Copérnico que Kepler, el otro gran discípulo del canónigo polaco.

191
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

La estrategia de las evidencias galileanas —a la que podemos conside-


rar casi como una verdadera excrecencia del galileísmo cortesano empu-
jado por la necesidad de las ‘razones superiores’— no nos vale puesto que
es un “galileísmo blando” transido de una nostalgia irrefrenable por el
“galileísmo duro”, como hemos visto en estas páginas. No nos vale, pues
nosotros no podemos aceptar sus dos evidencias clave: su concepción de
la inteligencia y su concepción de las matemáticas. Concebimos la inteli-
gencia de manera muy diversa a la suya. Tenemos razones para pensar
que nuestra inteligencia no construye una arquitectónica que resulta ser la
misma arquitectónica de la realidad. Tampoco concebimos a las matemá-
ticas como la estructura fina que da sus leyes de formación y de funcio-
namiento a la realidad. ¡Si todo fuera así de sencillo!
Ese Galileo duro que cree a cierraojos en la prueba, aunque deba
por ‘razones superiores’ establecerse en una estrategia de las evidencias,
para colmo, es el ‘lugar epistemológico’ en donde nacerá una verdade-
ra ideología del individuo como sujeto privado372. Todo lo que sean cua-
lidades secundarias ha quedado fuera de ese lugar, es decir, hemos deja-
do fuera de nuestro sujeto todo lo que le constituye en su verdadera
condición de individuo como tal y de este como formando parte de una
colectividad societaria de individuos. Se ha creado un sujeto que es
único, un verdadero “sujeto objetivo”, único, que a todos dice repre-
sentar. Este sujeto objetivo galileano, sobre todo, se convierte desde el
comienzo en el sujeto mismo de la “cientificidad”. Un sujeto, sin embar-
go, que no es sino una abstracción, arrasadora de las diferencias per-
sonales que nos constituyen en lo que verdadera y únicamente somos:
individuos singulares. Un sujeto, pues, que nada tiene que ver con lo
que somos en concreto. Un sujeto objetivo, mera abstracción ocultado-
ra de lo que como carne y sangre somos373.

372 Como ha sugerido Peter Machamer, en ‘Galileo and the Rethoric of

Relativity’, y en ‘The Person-Centered Rhetoric of Seventeenth-Century Science’,


en M. Pera y W. R. Shea, Persuading Science, pp. 143-156.
373 Karl Marx en el libro primero de El Capital tiene un análisis maravilloso

de cómo, bajo el concepto abstracto del dinero se puede y debe descubrir la


historia de carne y sangre de la sociedad capitalista de su tiempo. Aunque todo
lo demás de Marx —fundado en una trepidante interpretación de la plusvalía,
sobre la que se quiso montar todo un sistema económico abracadabrante, y que
ha llevado tan lejos como sabemos— haya caído, este análisis queda en pie
como algo que jamás podremos olvidar.

192
Galileo y la retórica de la naturaleza

Pero el proceso abstractivo puede ir mucho más lejos, llegándose


hasta un verdadero “sujeto objetivo” que se nos convierte decidida-
mente en “sujeto colectivo”, único también, un sujeto arrasador de las
diferencias de lo que los grupos y las sociedades humanas somos, un
sujeto abstracto que, como tal, busca consensos, y, evidentemente, los
encuentra. Pero una manera de hacer la de este “sujeto objetivo colec-
tivo” que, no dejando lugar para el pluralismo, deja de lado también
de manera terminante el concepto de persona —persona individual y
persona en sociedad— y lo que esta puede tener de singularidad
inmarcesible.
El pensamiento que sostiene este “sujeto objetivo”, hecho posible
de una manera muy aguda desde una ciencia galileana que se cierra
con el ‘mito cosmogónico’, ¿no se va a convertir en la ideología misma
del capitalismo374? ¿No necesita el capitalismo de este “sujeto objetivo”,
sobre todo, quizá, del “sujeto objetivo colectivo”, para construirse
como realidad social y, luego, como teoría económica? El “sujeto” al
que me refiero, en sus dos formas, termina por colocarse, claro es, en
un lugar epistemológico y ontológico que no es sino el puro y simple
cientificismo. ¿No es el cientificismo, en definitiva, la ideología última
del capitalismo?

La estrategia de las evidencias que se bosqueja en nuestros días se


perfila como muy distinta a la galileana, pues nosotros hemos dejado de
lado la “razón pura” y sólo creemos en la ‘razón práctica’. Sin embargo,
también nosotros, como Galileo, seguimos teniendo todavía necesidad
de establecer ‘mitos cosmológicos’, esto es, de decir en dónde se asien-
ta la racionalidad última de lo que presentamos como explicación de
conjunto del universo. Para ello, quizá, no sea imprescindible llegar
hasta concebir el mundo como creación de Dios, tal como hacía
Galileo. Lo decisivo, sin embargo, es la necesidad que también nosotros
tenemos de encontrar el lugar en el que se nos ofrece como patente el
espesor de nuestras evidencias.

374 A través de una manera abstractiva de entender la realidad económica

como el juego de ese “sujeto objetivo” en lo que se denomina un ‘mercado


libre’, pero entendido de nuevo de manera abstractiva, pues el sujeto desde el
que se entiende la libertad de mercado es mera abstracción.

193
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

La filosofía de la ciencia de hoy, renovando de manera muy clara la


comprensión de sí misma como la construcción racional sobre la estra-
tegia de las evidencias, ha escapado de ahí. Se mueve por caminos que
nada tienen ya que ver con el “galileísmo duro”, y ni siquiera con el
“galileísmo blando”, en cuanto que este todavía está lleno de nostalgias
de aquel y no ha escapado a la muy mala melancolía de su propia blan-
dura. No es ese nuestro caso.
Pero nos falta todavía, quizá, encontrar un concepto de sujeto que
retome la singularidad individual —y también las singularidades colec-
tivas y societarias— de lo que verdaderamente somos, es decir, que nos
llame personas y se construya desde ahí.

194
Galileo y la retórica de la naturaleza

ANEJO

Lo vi en la librería [Mario Biagioli, Galileo, Courtier. The Practice of


Science in the Culture of Absolutism, The University of Chicago Press,
Chicago and London, 1993, 402 p.], envuelto en celofán, y me dije:
‘¡Otro libro sobre Galileo! ¿Se puede añadir algo nuevo sobre él? Para
qué comprarlo, no merece la pena’. «The most important book on
Galileo appear in half a century», decía la solapa. ‘Qué descaro’, pensé.
Al tercer día, sin embargo, me decidí: ‘¡Bah!, compro todo sobre
Galileo’. Aunque con gran desgana, me lo compré.
Al llegar a casa comencé a ojearlo, y ya no pude parar hasta que lo
terminé. Pues sí, se podían decir cosas nuevas sobre Galileo, ¡y de qué
manera! Apasionante. Sensacional. Un prodigio. Nada es aparatosamente
nuevo, pero todo ha cambiado de luz, pues el contexto en el que se com-
prende a Galileo es absolutamente nuevo. De lo mejor que he leído en
mi vida en los entornos de la historia de la ciencia. Era cierta la afirma-
ción de Albert Van Helden en la contraportada: el libro más importante
que se ha publicado sobre Galileo desde los Études galiléennes de Koyré.
Tras la lectura de Biagioli, el Galileo que escribió una considerable
obra científica es ya otro. Como si el personaje hubiera sido arrancado
del cuadro en el que se le había incrustado y puesto en otro cuadro, en
otro lugar, en otra historia, la suya. Hasta el punto es así que, desde
ahora, la obra entera de Galileo aparecerá iluminada de otra manera,
tendremos que leerla con otros ojos. Toda la actividad galileana, al
menos desde 1610, forma parte de una historia distinta de la que hasta
ahora se había contado.
Lo diré de manera provocativa. El Galileo que emergió potentísimo
de la lectura de Alexandre Koyré, resta casi intocado, mientras que el
Galileo que se había convertido en uno de los personajes influyentes,
reveladores, de nuestro imaginario popular ha muerto para siempre.
Mejor, nunca existió, como no fuera en nuestra mera imaginación colec-
tiva —en una manipulación interesada, claro es, pero esa es una cues-
tión interesante que queda para el galileísmo post-biagioliano—.
La ‘revolución’ en el galileísmo hubiera podido quedar esbozada
por Pietro Redondi en su Galileo eretico. Mas cometió la imprudencia
de dejarla toda ella pendiente de algo que era patéticamente falso,
agarrado por los pelos, sin verosimilitud alguna —lo que con razón ha

195
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

desatado el rigor de los que saben— al afirmar que la condena de


Galileo se debió a sus opiniones heréticas sobre la transubstanciación
de la eucaristía.
Biagioli, en cambio, nos ha ofrecido un libro sereno, limpio, madu-
ro, cargado de infinitas razones, persuasivo, escrito de manera maravi-
llosa y apabullantemente documentado. Un libro retórico, porque el
autor quiere persuadirnos (to persuade) de algo que, resultándole obvio
tras su estudio, nos resulta obvio tras la lectura; quiere inducirnos a
asentir (to induce assent) en lo que él considera apropiado (thinks
appropriate). Un libro dialéctico, pues su fin (aim) es encontrar lo que
le parece ser la verdad (to find what seems to be true) (Jean Dietz Moss).
El Galileo que resulta es totalmente novedoso, un Galileo que se aleja
de las brumas de nuestras interesadas imaginaciones para acercarse a
una valoración histórica real del personaje, de sus circunstancias y de
su época.
¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué esta absoluta novedad en los estudios
galileanos? El título lo indica a la perfección. Porque hay que ver a
Galileo como lo que fue: un cortesano. Al menos desde 1610, toda su
vida entra en la vorágine de un cortesano poderoso —¡muy poderoso!—
en una corte que había sido esplendorosa, la de los Médicis, y que
entonces comenzaba a declinar con rapidez. Filósofo y matemático del
Gran Duque de Florencia. Con un sueldo casi de primer ministro y sin
obligaciones universitarias. Un cortesano florentino que, sin embargo,
por todos sus medios y contando con sus amigos cortesanos romanos,
como los de la Accademia dei Lincei, aspira a deslumbrar con luz pro-
pia en la brillantísima corte papal de Roma —entonces la corte europea
por excelencia, más esplendorosa, magnánima, central e importante que
cualquier otra—. Una corte en la que, por su cualidad de monarquía
electiva no hereditaria, es posible subir a lo más alto a un hombre
hecho por entero a sí mismo como Galileo, el hombre de moda en cier-
tos círculos intelectuales de Europa, perteneciente a una carrera —la de
los científicos— que comenzaba su curso. Pero un cortesano, es decir,
alguien con una tupida red de relaciones personales, cuyo lugar de
poder y privilegio depende de cómo mantenga sus relaciones con aque-
llos de los que depende y con los que de él dependen. Galileo, como
cortesano, era un verdadero maestro, alguien, además, con mucho que
ofrecer y compartir con quienes le apoyaran: sus descubrimientos en los

196
Galileo y la retórica de la naturaleza

cielos, sus instrumentos, sus amigos científicos bien colocados en Italia,


su vigorosísimo poder retórico y dialéctico en contra de comunes ene-
migos, su renombre como científico, reconocido en todas las cortes
europeas.
Es Galileo un cortesano que, sin embargo, habiendo conquistado las
alturas máximas de su corte, justo cuando parecía alcanzar la preciada
estabilidad de valido (favorite) en la corte romana del papa Urbano VIII
—su lejano protector de siempre, su impulsor magnánimo y esplendo-
roso de ahora—, comete un error cortesano grave, transgrede las reglas
aceptadas —lo que, en principio, al valido y al bufón les está permiti-
do siempre—. Mas en esa última y arriesgada operación para llegar a la
cumbre de la deseada corte romana, confiando en su papel de valido
—en contra de la opinión de algunos de sus amigos más prudentes—,
pierde la confianza del soberano y es sacrificado como chivo expiato-
rio, y condenado para siempre al ostracismo en su villa de Arcetri. A
partir de ahora, y hasta su muerte, lo que habían sido deferencias y zala-
merías del poder se convertirán en rencor burocrático, en alejamiento
despiadado. ¡Quede a salvo el poder del soberano de la corte!
Sus violentísimas polémicas, sobre todo con los jesuitas —que pue-
den hacerle sombra a su papel en la corte papal—, los ataques despia-
dados en que se vio envuelto y que debió sortear, las querellas sin fin,
la retórica aparatosa, el enorme desorden de su obra científica —que
responde al vaivén de las polémicas—, la publicación tan dilatada y
accidentada de su gran libro, el Diálogo de los dos máximos sistemas, el
proceso de 1616 y el de 1633, sus relaciones con jóvenes cortesanos
romanos y monseñores cercanos al poder del papa, su extensísima
correspondencia, sus relaciones con los poderosos de Europa, la apli-
cación de su infinita inteligencia, todo queda iluminado ahora por moti-
vos, fines, preocupaciones, valores, deseos, necesidades, aspiraciones
cortesanas que nos son muy lejanas —¿seguro?—, tanto que nos había-
mos olvidado de ellas. ¡Creíamos que Galileo era el representante del
‘ideal-tipo’ del científico tal como nos había placido concebirlo a noso-
tros —sin que, por supuesto, exista tampoco entre nosotros—, tras-
plantado a una Italia de comienzos del siglo XVII dominada por el
poder del papa y de los jesuitas!
Marco Biagioli nos restituye a Galileo Galilei en su poderosa carnali-
dad histórica. A partir de ahora, el cuadro en el que se nos represente a

197
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Galileo deberá ser otro. Tan otro, tan distinto, que aquel en el que se
nos había presentado hasta hoy nuestro personaje resulta ser de una fal-
sedad histórica evidente. Sepan todos que, a partir del libro de Biagioli,
quien siga presentando el “viejo cuadro de Galileo” nos estará mintien-
do, dándonos gato por liebre; nos estará intentando engañar, querien-
do hacer que, so capa de Galileo, pase su propia ideología personal. A
partir de Biagioli, quien quiera dedicarse a esa labor la deberá hacer a
cuerpo limpio, sin el escudo galileano.
De la misma manera que la obra de William A. Wallace es indispen-
sable para conocer la relación del pensamiento de Galileo con sus orí-
genes, la figura que, a partir de ahora, tengamos que rehacernos de
Galileo, su enmarcación histórica, incluso la comprensión que de su obra
nos hagamos, deberá pasar por la puerta que nos ha abierto el libro de
Marco Biagioli, marcando el camino que se nos ha hecho indispensable
de una vez por todas para conocer a Galileo como una figura en su pai-
saje, y no hablar —¿seguir hablando?— de un Galileo que nunca existió.
Algo decisivo porque se trata de un personaje emblemático para noso-
tros, de un personaje-quicio en nuestra propia comprensión.
El libro de Marco Biagioli creo que ocupará en la ‘historia de la cien-
cia’ —¿sólo sobre Galileo?— un lugar parecido al libro de Kuhn, la zorra
que se comió todas las gallinas del gallinero neopositivista, iniciando una
época distinta en la filosofía de la ciencia. Muchos lo sabían antes de
Kuhn, pero el toque efectivo lo dio él. Muchos lo sabían y lo habían
apuntado antes de Biagioli, pero el toque de trompetas ha sido el suyo.
Después de este libro, la historia de la ciencia no podrá ser ya más una
historia ideológica, ni siquiera una historia (meramente) científica,
deberá ser una historia real.

198
7. COSMOLOGÍAS Y DOGMÁTICAS: UN PROBLEMA
DE INTERFERENCIA Y DE REPRESENTACIÓN375

para José Félix Uríbarri, siempre

«Des faits. Des phrases. Des mots. Mais autour?», Georges Simenon
«The hero of modern cosmology is undoubtedly
Monsignor Georges Lemaître», Joseph Silk

I. Introducción

Algunos hechos, algunas palabras, algunas frases. De primeras es lo


que encuentra el comisario Maigret al comienzo de sus investigaciones.
Pero, para descubrir la-verdad-de-lo-que-en-realidad-ha-acontecido, le
falta algo más, decisivo, y el comisario, adivinándolo, sin ser consciente
de ello, por un tiempo, se encierra en sí mismo. Está entrando, así, en
algo que le falta todavía: el contorno, las condiciones iniciales, interme-
dias y finales, los paisajes externos e internos, los sentimientos, las ideas,
los intereses, las decepciones, los odios, los amores, las traiciones, los
celos, los azares, el conjunto de los cuales ha producido el drama. Sin lo
primero, nada puede encontrarse, pues nada habría que buscar: el cri-
men permanecería desconocido, como inexistente; realidad de un
mundo posible, mas realidad que no se enseña —no realidad que se nos
oculta, pues esto indica ya, al menos, un estar al corriente—. Sin el con-
junto coherente de lo segundo, nos falta la explicación plausible que se
hace realidad incuestionable de los hechos, de las frases, de las palabras,
el descubrimiento de los acontecimientos como han sido y son.
Hechos, frases y palabras tendrán, desde ahora, un marco de relevan-
cia en el que adquieren su sentido, su obviedad profunda, su religamiento

375 Ponencia presentada en el coloquio ‘Mgr Georges Lemaître, savant & cro-

yant’ que tuvo lugar en la Universidad Católica de Lovaina el 4 de noviembre


de 1994 para conmemorar el centenario de su nacimiento.

199
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

interno, constitutivo de realidad; una realidad que hasta ahora, no


obstante los hechos, las frases y las palabras, se escapaba por com-
pleto, y que ahora, en la ‘imaginación corporalizada’ de Maigret —en
ningún caso desencarnada, sino siempre una imaginación con
amplias resonancias corporales—, van encontrando lugar, ligamento,
relacionalidad. Y, sin embargo, mientras no ha llegado a ese estado
final en el que el ¿Y alrededor? adquiere espesor de paisaje y de car-
nalidad, en esos momentos de la ‘adivinación definitiva’, el comisario
se vuelve intratable, gruñón, parece «una masa humana», «un monoli-
to que espanta casi», «un rostro sin expresión que parecía un bloque
de piedra»; mira sin ver, incluso su cuerpo se hace más masivo, recon-
centrado sobre sí, intratable. Cuando le preguntan entonces por lo
que cree del caso, contesta siempre: «No creo nada. Mi profesión no
es la de creer, sino la de descubrir pruebas u obtener confesiones».
En ocasiones, dándose ya en la imaginación ese conjunto coherente
que se va a hacer realidad —nunca antes—, cuando la aceleración del
drama todavía inacabado puede adentrarse en una precipitación com-
pulsiva, como a la deriva, pues un nuevo crimen es el resultado pre-
sentido de la adivinación de una realidad inexorable que se va a
hacer presente en el más próximo futuro, es ahora, y sólo ahora,
cuando se nos ofrece la dramaticidad de la predicción fatal. Como si,
de pronto, la realidad descubierta desde las brumas de la ‘imagina-
ción unitiva’ de los hechos-palabras-frases quisiera precipitarse dando
prueba de sí misma, pero terrible prueba que obtendrá su constata-
ción —impedida, a veces, sólo en el último momento— por el preci-
pitado de un nuevo crimen, más espantoso todavía que el primero.
En definitiva, sólo a partir de esos momentos, «cada detalle encontra-
rá su lugar en un momento dado, al mismo tiempo que su significa-
ción y que su importancia en el conjunto. — No hay más que una
verdad, pretendía siempre Maigret. Lo difícil es reconocerla, descu-
brirla allá en donde se encuentre».
Mas la labor de Maigret nos deja siempre ante un juicio que debe
indicar, en definitiva, la última palabra, que vale como ‘imputación de
realidad’. Sin embargo, ante esa palabra, el comisario es contundente:
«No. Tengo la certeza de que no me echaré sobre las espaldas el juzgar
a un hombre...». Juzgar no, eso sí que no. Juzgar corresponde a los tri-
bunales, es cuestión de jueces y jurados, no de Maigret. «El comisario

200
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

[tras la pregunta del juez de instrucción de a quién cree culpable] se


tomó el tiempo de encender su pipa antes de pronunciar, mirando
todo el tiempo hacia la calle: — Es usted quien tiene el oficio de
juez, ¿no? Yo no puedo más que entregároslos tal como son». Porque
Maigret, hábil, sabe dónde están los límites de su oficio. No, para
él, y contando con lo que es su profesión, eso significaría desinte-
resarse de las personas y de su historia. El ha comprendido ya. Lo
suyo es entender las personas y sus relaciones. Su comprehensión,
además, se ha hecho acción. Pero, para él, el discernimiento del jui-
cio es demasiado difícil, demasiado arriesgado, demasiado impor-
tante. ¿Quién podrá acertar ahí, en el último y definitivo de los
¿Y alrededor?, el que dice, en definitiva, cómo es lo real? Maigret no
se siente capacitado para asumir sobre sí la responsabilidad de afir-
mar con palabras que se convierten en acción: la ‘realidad imputa-
da’ es realidad. Sabe que hay que llegar hasta ahí, que su trabajo es
decisivo para alcanzar el lugar de la convicción racional que lleva-
rá al juicio, a la ‘imputación de realidad’, pero él no se siente con
el coraje suficiente de decir esa última y definitiva palabra. Otros
deberán decirla.

A veces, cuando no se miran las cosas de cerca y no se hacen con


cuidado las curiosas preguntas del ‘¿por qué?’, la ciencia —la cosmolo-
gía, pues de ella deberemos tratar aquí de manera especial— parecería
un (mero) encadenamiento de hechos, hechos que se nos dirían en
palabras y frases, es decir, que se destilarían por medio de conceptos y
teorías. Podría parecer que, precisamente, es ahí, en su abigarrado con-
junto, en donde está la “cientificidad” misma de la ciencia, de la cos-
mología, en ese encadenarse de hechos, frases y palabras. Sin embargo,
al mirar las cosas de la ciencia, de la cosmología, de cerca, enseguida
contemplamos que “los hechos desnudos” son pocos, anormalmente
pocos, quizá sólo dos: la evaluación de la constante de Hubble —de la
que depende la edad del universo— y la radiación de fondo —inter-
pretada como resto fósil de la explosión inicial—. Dándose ambos en
un contexto de medición de las distancias intergalácticas, es decir, de
distancias cósmicas.
Hechos, ciertamente, masivos; ninguna cosmología puede dejarlos
de lado sin, por ello, perder su nombre. Pero hechos interpretados

201
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

desde su misma constitución como tales hechos376. Más aún, lo estamos


viendo para el primero de ellos desde la interpretación de las observa-
ciones transmitidas en 1992 por el satélite COBE, se trata de un hecho
sujeto a modificaciones substanciosas377. Pues estamos, nótese bien, no
sólo ante hechos, sino también ante conceptos y frases. Los hechos
deben ser encuadrados en una ‘teoría’. Una teoría que, teniéndolos en
cuenta y modulándose según sus sucesivas modificaciones, si es que las
hay y en tanto que las haya, se estire y alargue ad hoc para ‘dar cuen-
ta’ de ellos. Recuérdese que en el modelo del átomo primitivo de
Georges Lemaître era necesario un tiempo quizá largo de evolución
ralentizada del universo378 por la sencilla razón de que, si no, el tiempo
del universo resultaría menor que el tiempo de nuestro sistema solar y
esto parece poco razonable —¿por qué?, ¿qué consecuencias pueden
sacarse de que así sea?, ¿qué significa esa razonabilidad?, ¿cuál es el fun-
damento en el que descansa?—. Las nuevas mediciones de la constan-
te de Hubble proporcionadas tras la interpretación de los datos envia-
dos por el COBE, que disminuyen sensiblemente la edad del universo,
parecen ponernos de nuevo ante esa perplejidad.
Hechos. Frases. Palabras. ¿Y alrededor? Porque —¿no lo hemos visto
ya en lo que precede?— los hechos, los conceptos, las teorías parciales
y generales sobre las que se construye la cosmología moderna están

376 Arno Penzias, descubridor junto a Robert Wilson en 1964 de la radiación

de fondo, critica la postulación de una pérdida de velocidad en la expansión


del universo por causa de una ‘materia perdida’, para él inexistente, puesto que
no es necesaria ninguna materia oscura, pero que, sin embargo, sí es necesaria
para quienes ‘necesitan’ de esa reducción: «la teoría del big bang funciona bien
si no se empeñan en decir que la velocidad tiene que estarse reduciendo». Véase
El País del 19.11.94. ¡Todo es posible aún en la cosmología! ¿Todo es posible
aún en la cosmología?
377 ¿Será posible que el cosmos sea más joven que algunas estrellas? ¿Qué

significaría esto? ¿Cómo interpretarlo? Ya Lemaître tuvo que enfrentarse con este
problema, como veremos a continuación. ¿Sólo Sísifo podrá resolverlo?
378 Léase, por ejemplo, lo que decía en 1934: «La gravitation aurait ainsi

ralenti l’expansion, sans toutefois l’avoir arrêtée complètement lorsque la densi-


té matérielle était réduite à la valeur de la densité critique; la répulsion l’aurait
ensuite emporté; l’expansion se serait accélérée jusqu’à atteindre la valeur actue-
lle. Nous aurions donc deux expansions rapides séparées par une période de
ralentissement», Georges Lemaître, L’hypothese de l’atome primitif, Culture et
Civilisation, Bruxelles, 1972, p. 109.

202
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

muy lejos de serlo todo. Permítaseme que no me extienda más en esto


y, simplemente, como sugerencia de lo que digo, reproduzca la frase
final del libro de Jacques Demaret y Dominique Lambert, en sí misma
suficientemente clara y provocativa: «Más allá de este análisis de los
argumentos antrópicos propiamente dichos, se da un nuevo diálogo
entre el Hombre y el Cosmos que deseamos presentar aquí. Por medio
de este diálogo, la ciencia reencuentra al Hombre en lo más profundo
de su objeto. ¿Es extraño? Quizá menos de lo que pudiera pensarse,
puesto que, si el Universo es auténticamente antrópico, las ciencias de
la naturaleza no pueden evitar, desde un cierto punto de vista, ser cien-
cias humanas»379.

II. Certeza y matemática

A finales de los años sesenta, Odon Godart, discípulo cercano de


Lemaître, refiriéndose a su maestro, escribía: «pero ha evitado con el
máximo cuidado que sus convicciones religiosas se interfieran lo más
mínimo en la libertad de sus investigaciones científicas. De naturaleza
optimista y a la vez realista, tenía la íntima certeza de que el pensa-
miento físico puede alcanzar la esencia del Universo y que su repre-
sentación es accesible al entendimiento humano»380. Nos basta con esta
frase para descifrar cómo es entendido por el discípulo el contexto de
pensamiento en que se elabora la cosmología del maestro.
Lemaître aparece referido a un contexto de “certezas”. Certezas físi-
cas que alcanzan “la misma esencia del universo”. Certezas, en cuanto
que se supone al entendimiento humano capaz de conseguir para sí
mismo ni más ni menos que “la representación del universo”. Se debe-
rá entender, por tanto, que el entendimiento, al construir la Ciencia,

379 J. Demaret et D. Lambert, Le principe anthropique. L’Homme est-il le cen-

tre de l’Univers?, Armand Colin, París, 1994, p. 282. Sin extenderme más, no
puedo dejar de anotar aquí, sin embargo, el malestar que me produce que se
hable del “Hombre” y no del ‘hombre’. Pues, para mí, el primero es el “(mero)
Hombre”, el hombre-abstracto-irreal-e-inexistente, mientras que es el segundo,
el hombre-en-su-realidad-individualizada, el único existente en realidad. Pero,
quizá, soy demasiado susceptible con respecto a este problema.
380 En Lemaître, L’hypothese de l’atome primitif, p. 56 del apéndice.

203
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

con ella, con sus ‘decires’ —sus conceptos, sus teorías, sus principios,
sus tradiciones—, alcanza una representación del mundo tal como este
es, por más que ello, evidentemente, se consiga sólo en parte. Para
decirlo con una imagen aclaradora: nuestra visión intelectual sería com-
prendida como una potente luz, un haz de rayos-X que logra represen-
tar en la pantalla de nuestro pensamiento —un pensamiento que se
hace patente en sus ‘decires’— las interioridades mismas del mundo;
interioridades escondidas, por supuesto, a otras visiones que no sean la
científica. Contexto, pues, de “razón pura”. Los ‘decires’ de la ciencia
dicen lo que es; ni más ni menos. El teatro del mundo se nos ha con-
vertido así en el mundo: nuestras certezas significan que la representa-
ción substituye al mundo. El mundo, de esta manera, además, ha que-
dado reducido a nuestro pensamiento sobre él, “pensamiento
acertante”, claro es; a nuestros decires sobre él. Ha habido, pues, una
deriva hacia lo que he venido en llamar ‘teología de la razón pura’381,
muy lejos, por tanto, de la ciencia382.
Aunque me parece obvio que esas afirmaciones del discípulo no se
corresponden con el pensar mismo del maestro383, no entro ahora en
ello, y sin buscar en absoluto despreciar a quien fue discípulo entraña-
ble, quiero aprovecharme de sus palabras para hacer notar la red de
relaciones englobantes en las que se entiende el pensamiento cosmo-
lógico de Lemaître, a la vez que hace explicativa su racionalidad. Sólo
me interesa aquí hacer ver la contextualidad en la que, a fines de los
sesenta, se comprende la cosmología, y hacer ver también que ese cua-
dro de comprehensión de la cosmología de Lemaître se muestra como
algo tan seguro que se dice de pasada, sin necesidad de mayor refle-
xión; porque parece obvio, porque va de soi.
Según esa red de comprehensión no habría habido en Lemaître
interferencia alguna entre su cosmología —pura ciencia— y sus con-
vicciones religiosas —pura dogmática—. Parece seguro: no hay ni
puede haber interferencias entre ellas, pues la libertad científica es

381 Véase ‘La teología como ciencia. Teología de la razón pura y filosofía de

la razón práctica’, capítulo 2 de El mundo como creación, pp. 19-43.


382 Si la entendemos desde el lugar desde donde creo que debe entenderse.
383 Como se hizo notar por Jean-Marc Gérard en el diálogo que tuvo lugar

en el Coloquio en el que se presentó esta ponencia.

204
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

sacrosanta. En la ciencia cosmológica —supongo que de igual manera


en la ciencia, sin más— no caben impertinencias dogmáticas que la
anulen o le hagan sombra. Pero esta posición tan abiertamente anti-dog-
mática —si la dogmática son las convicciones religiosas—, está apoya-
da, sin embargo, en otra dogmática, la de las certezas que la ciencia de
la “razón pura” alcanza por el arte de su propia magia. ¿Cómo lo logra?
Apoyándose en la potencia maravillosa de la inteligencia humana, la
cual, mediante el pensamiento físico, alcanza esencias, “la esencia
misma del Universo”. Sin embargo, lo veremos enseguida, qué lejos
estamos hoy en filosofía de la ciencia de entender las cosas de esta
manera tan sencilla, al parecer tan evidente.
Pues ¿no se establece una dicotomía rompedora entre el dominio
de la ciencia y el dominio de la fe, de las convicciones religiosas? Pero
hacer esa dicotomía procede de entender atravesadamente los ¿Y alre-
dedor? Como si quien ha dicho las palabras a las que me estoy refi-
riendo fuera alguien, finalmente, que sólo tiene de verdad considera-
ción por el costado científico de su maestro y no por su costado
creyente. Como si la cosmología pudiera reducirse a cuestiones de
gran tecnicidad, por ejemplo, catálogos de estrellas o galaxias. Como
si la religión, a su vez, por tanto, pudiera reducirse, por ejemplo, a tec-
nicidades antropo-arqueológicas sobre los cuchillos de opalina con los
que los sacerdotes aztecas arrancaban el corazón de los guerreros ven-
cidos de tribus enemigas que sacrificaban en lo alto de las pirámides
truncadas.

En ciencia no se opera un tal reduccionismo. Quien considere las


cosas desde esa óptica, no tendrá en cuenta algo decisivo en la tradi-
ción científica desde, al menos, Galileo Galilei. Algo, además, que ha
constituido la fuente de la que la ciencia moderna ha nacido, y que el
propio maestro, Georges Lemaître, asume:

«Parece que podemos tener esperanza fundada de que el estudio


del sistema de las nebulosas extragalácticas, cuyos primeros resulta-
dos no datan todavía de hace diez años, nos permitirá encontrar
pruebas positivas del carácter cerrado del espacio y, corrigiéndolo
sin duda, verificar el valor que podemos ahora ya asignar al grandor
del espacio.

205
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

No es posible terminar la rápida revista que hemos hecho juntos


del más grandioso de los objetos que puede tentar el genio del hom-
bre sin sentirnos orgullosos de esos magníficos esfuerzos de la
Ciencia por conquistar la Verdad, y sin expresar también nuestra gra-
titud hacia Aquel que ha dicho “Yo soy la Verdad”, que nos ha dado
la inteligencia para conocerle y para leer un reflejo de Su gloria en
nuestro universo que tan maravillosamente ha adaptado a las facul-
tades de conocer de las que nos ha dotado»384.

El primer párrafo de este texto está estirado por una doble tensión,
la de “encontrar pruebas positivas” y la de “verificar”. Podría pensarse
que se trata, simplemente, de frases y palabras de uso corriente a las que
no debe darse demasiada importancia. Pero eso sería no tener en cuen-
ta la interesante cuestión del ‘cierto aire de familia’ del que hablaba
Wittgenstein con tanta razón. Esa doble tensión de Georges Lemaître es
expresada en el mismo momento en que tensiones similares aparecen en
el proscenio de la comprehensión de la ciencia llevadas de la mano por
el Círculo de Viena. Nada de extraño, pues, que se dé ese ‘aire de fami-
lia’ en quien no quiere interferencias entre cosmología y dogmática.
Me parece todavía más importante y sistemático lo que leemos en el
segundo párrafo. Se confundirá crasamente quien vea en esas palabras
un mero sombrerito piadoso que Lemaître pone a sus estudios científi-
cos. Quien así lo entienda, habrá que decir que, seguramente, no ha
entendido nada. La tesis lemaîtreana es clara: “la Ciencia alcanza Verdad,
conquista Verdad”. ¿Cuáles son las razones que nos permiten convertir a
esa tesis asumida en axioma de la razón última de “la cientificidad misma
de la ciencia”? Las razones son también claras: nuestra inteligencia nos
ha sido dada —por el Creador, evidentemente— con dos objetivos, el
de conocerle —un ‘conocerle’ lleno de modulaciones—, y el de leer
(lo que ha sido escrito en el libro de) nuestro universo —reflejo de su
gloria—. No cabe ninguna duda de que sea así, pues nuestra facultad
de conocer —nuestra inteligencia— ha sido perfectamente adaptada
(por su Creador) para leer lo escrito en ese libro. La lectura que así
hacemos es lo que llamamos Ciencia. Cierto que, para Lemaître, no una
ciencia que es una mera construcción a priori, sino una Ciencia que

384 G. Lemaître, L’hypothese de l’atome primitif, pp. 65-66; el texto es de 1929.

206
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

comporta pruebas positivas y verificaciones. Pero lo que sí nos es dado


como un a priori fundante es el valor definitivo de nuestro conoci-
miento científico como tal, un conocimiento que, para serlo, lo repito,
estará sometido a pruebas experienciales y verificaciones.
Nótese que en la introducción a estas páginas se hablaba de ‘verdad’
y aquí Lemaître escribe Verdad. La diferencia no es poca. Allá asumía yo
que la ‘razón práctica’, tras esfuerzos ímprobos, engaños, callejones sin
salida y golpes de suerte, es capaz de alcanzar realidad, decir verdad
sobre ella y con ella. Nuestra postura allá era realista —quizá de un ‘rea-
lismo agónico’—, por lo que asumí también la posición de que la res-
puesta a las preguntas que nos hacemos mediante la acción de la razón
práctica, termina siendo una respuesta en parte verdadera385. En el caso
que ejemplifico con Lemaître, la respuesta es muy diversa, pues, aunque
sólo sea en parte, se asume como punto de vista propio para la inteli-
gencia humana “el punto de vista de Dios”. Por eso, piensan quienes sos-
tienen esta postura, cuando conducimos el proceso inteligente del cono-
cimiento científico, cuando construimos Ciencia, alcanzamos “Verdad”.
Aunque, por supuesto, ya se sabe, ni ahora ni nunca alcanzaremos “toda
la Verdad”; pero, los que defienden esta dogmática, piensan que de ella
tenemos un conocimiento seguro, cierto, definitivo, aunque parcial.
Toda una antigua tradición dogmática, que comienza con los Padres
de la Iglesia, está por detrás de estas palabras de Georges Lemaître: la
tradición bíblica que sabe y toma muy en serio que el hombre ha sido
creado por Dios, y “creado a su imagen y semejanza”. Sin embargo, eso
no es todo, falta aún algo decisivo, algo que deberá injertarse en el
punto central mismo de esa antigua tradición dogmática386, para dar

385 De la existencia de todo lo demás de lo que habla la física no estoy del

todo seguro —habría que decir con una sonrisa en los labios—, pero del uso
que hacemos de los electrones sí, al menos por esto estoy seguro de su exis-
tencia: «By the time we can use the electrons to manipulate other parts of natu-
re in a systematic way, the electron has ceased to be something hypothetical,
something inferred. It has ceased to be theoretical and has became experimen-
tal», Ian Hacking, Representing and Intervening. Introductory topics in the philo-
sophy of Natural Science, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, p. 262.
386 ¿Arrancándole su propio corazón para poner en su lugar un nuevo cora-

zón? ¿No será esto algo decisivo para una comprehensión de la dogmática cris-
tiana que no esté ‘vendida’ a priori a una “cierta dogmática cientificista” que vio
la luz en el siglo XVII?

207
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

lugar al nacimiento de la ciencia. Me refiero al papel decisivo de las


matemáticas que van a ser injertadas en esa tradición dogmática.
Para dar una muestra de esta nueva tradición que recoge las aguas
de las fuentes de la antigua tradición haciéndolas discurrir por un nuevo
cauce para constituir la ciencia moderna, me bastará aquí con referirme
a las palabras clave de Galileo al final de la jornada primera de su
Diálogo de 1632, verdadero mot d’ordre de la ‘nueva ciencia’:

«SALVIATI: ... extensive... el entendimiento humano es como nada (...);


intensive (...) comprende perfectamente ciertas (proposiciones) y
tiene una certeza (...) absoluta (...); es el caso de las ciencias mate-
máticas puras, es decir, de la geometría y de la aritmética: en estas
ciencias (...) el conocimiento que tiene el intelecto humano de las
pocas (proposiciones) que comprende llega a igualar en certeza
objetiva el conocimiento divino (...) diría que la verdad que nos
hacen conocer las demostraciones matemáticas es la misma que
conoce la sabiduría divina (...) e incluso, cuando considero las
numerosas cosas que los hombres han comprendido, investigado y
realizado, conozco entonces y comprendo muy claramente que el
espíritu humano es una de las más excelentes obras de Dios»387.

El mundo ha sido creado por Dios. Más concretamente, esa creación


ha sido realizada por el Logos de Dios. Fruto central de la creación es
el hombre, logos de la creación, capaz, por tanto, de comprender los
secretos del mundo. Toda la tradición cristiana recoge esas afirmacio-
nes, haciendo de ellas la base dogmática sobre la que interpretar el
mundo y construir pensamiento, para decir su realidad —un decir rea-
lidad que crea mundo en el sentido fuerte, pues el mundo ha sido crea-
do por la Palabra—.
Pero hay todavía algo más, un segundo punto; se añade una nueva
base dogmática, si cabe aún más importante todavía que la primera,
una nueva base que engloba la anterior —distorsionándola gravemen-
te, en mi opinión—, que se injerta en el viejo tronco para dar sus pro-
pios frutos, que se teje en ella para dar una textura dogmática firme al

387 Galileo Galilei, Dialogo dei due massimi sistemi del mondo, en la edición

de A. Favaro, Le Opere, VII, pp. 128-130.

208
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

pensamiento que, a fines del siglo XVI y principios del XVII, crea la
‘nueva ciencia’. Este ‘añadido dogmático’ decisivo afirma sí que el uni-
verso ha sido creado por el Logos de Dios, pero de un Dios que es
ahora el Gran Matemático, y que, por su parte, la inteligencia del hom-
bre es sí el logos del hombre, pero ahora de un hombre que es un mate-
mático y que comprenderá el universo fundamentalmente por medio de
las matemáticas, las cuales le son accesibles por entero.
Cierto es que, lo acaba de decir Georges Lemaître, esas certezas
matemáticas deberán ser aún contrastadas con pruebas positivas y veri-
ficaciones pertinentes, pero se nos ha dado ya el ámbito en el que debe-
remos buscar y encontrar la realidad misma del universo, una realidad
que es esencialmente matemática. Cierto es también, ya lo sabemos y
no lo olvidamos, que, para Lemaître, ese encuentro no se da en abso-
luto de manera automática, incluso que, para él, ese encuentro será
mucho menos automático de lo que lo era, seguramente, para el mismo
Galileo388. Cierto es, por último, que nosotros no somos el Dios creador.
Mas, sin embargo, no es menos cierto que, en esta manera de ver, noso-
tros conocemos el universo con “el punto de vista de Dios”, pues nues-
tra inteligencia es esencialmente una “máquina matemática”389. Y,
teniendo como nuestro “el punto de vista de Dios”, ¿cómo el universo
se resistiría a ser conocido por nosotros? Construyendo desde esta dog-
mática, bien es verdad que sin que debamos nunca perder la pruden-
cia que nos viene de una contrastación necesaria de nuestras teorías por
pruebas positivas y verificaciones pertinentes, ¿cómo se nos habría de
escapar la comprehensión de lo que el universo es en sí mismo?
La construcción científica de Galileo y de Lemaître se basa, así pues,
en una dogmática. Una dogmática con dos dogmas principales articula-
dos en una unidad: el dogma cristiano de la creación y el dogma pita-
górico-platónico-arquimedeano de la esencia matemática del universo.
Corolario decisivo del primero es la afirmación de que nos es posible

388 En el mismo texto de 1934 citado en la nota 3, añade Lemaître que, una

vez encajados los elementos del puzzle, «Nous obteindrions un état de choses
qui ressemble très fort à l’univers réel où la matière est agglomérée en nébu-
leuses qui se dispersent», Lemaître, L’hypothese de l’atome primitif, p. 119.
389 ¿Qué tiene de extraño que algún día digamos que una ‘máquina matemá-

tica’ como la que somos los hombres no es otra cosa sino una ‘inteligencia arti-
ficial’, pues, en esencia, esta en nada es distinta a nuestra propia inteligencia?

209
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

‘conocer mundo’. Centro mismo del segundo es la afirmación de que


dicho conocimiento del mundo se da a través de una triple matematici-
dad: la del Gran Matemático que es el Logos del Creador, la del univer-
so mismo con sus leyes esencialmente matemáticas, y la de nuestro pro-
pio logos capaz de conocer el mundo tal como es con su labor de
matemático cuidadoso de las condiciones experimentales en que se
produce este conocimiento. Sin las bases que están en el corazón
mismo de esta dogmática, la nuova scienza no es posible, ni siquiera
imaginable.
Pero, de esta manera, se han puesto los fundamentos para hacer de
la ‘nueva ciencia’ una verdadera ‘teología de la razón pura’, capaz de
hacernos comprender no ya sólo ‘la obra de Dios’ en toda su inmensa
riqueza y esplendor, sino incluso su pensamiento más íntimo: conoce-
remos así el pensar mismo de Dios390. ¿Cómo sería de otra forma? En las
bases mismas de esta dogmática bifronte, pues, nuestro punto de vista
es el mismo que el punto de vista de Dios; aunque, es cierto, la poten-
cia de nuestro visión en ese “mirador” del universo391 en nada sea com-
parable a la potencia de la visión del mismo Creador. Como Dios no
necesita pruebas positivas, para él las verificaciones serían impertinen-
tes. Nosotros, en cambio, necesitamos pruebas experimentales y verifi-
caciones; para nosotros estas sí que son pertinentes. Sin embargo, si no
extensive, sí intensive, vemos al universo con los “ojos de Dios”. De ahí
que, al menos con respecto al universo, nuestro pensamiento sea el
pensamiento mismo de Dios.

III. Dogmática y fideísmo

Llamo ‘dogmática’ a este fenómeno puesto que, miradas las cosas


desde toda la amplitud del pensamiento de Galileo-Lemaître, el conjun-
to entero de lo que se dice sobre el mundo —universo, prefieren decir

390 Al menos, su pensar sobre el mundo. Llevando las cosas de la “matema-

tización” de Dios hasta su último extremo, podremos decir, evidentemente, que


conocemos “el pensamiento de Dios”, pues nuestro pensamiento habrá llegado,
sin más, a ser el pensamiento de Dios. ¿Para qué necesitaríamos ya de él?
391 ¡Y mirador desde el que también, a partir de ahora, se contemplará al

mismo Dios!

210
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

desde esa dogmática—, el fundamento de posibilidad en que se dan sus


afirmaciones, incluso el marco entero en el que se hacen racionales las
nuevas teorías cosmológicas, sus hipótesis y pesquisas, perderían por
completo el lugar racional en el que poder anclarse sin esa base bifron-
te a la que me he referido en el parágrafo anterior. Pues en esta ‘dog-
mática científica’ todo es posible porque hay un ‘lugar de racionalidad’
desde el que construir una ciencia, y en particular una cosmología.
Deberá notarse, pues, cómo la crítica hecha aquí a la cosmología de
la línea de Galileo-Lemaître no se debe a que se construya en un lugar
de racionalidad que le viene dado por una dogmática, sino a que esto
se haga produciéndose desde esa dogmática. Pues hoy no podemos
estar de acuerdo, creo, con la dogmática que subyace al pensamiento
de Galileo-Lemaître. La verdadera cuestión que aquí se plantea, por
tanto, es doble. Hay razones, espero que de gran peso, para no estar de
acuerdo con esa dogmática desde la que se produce la línea de pensa-
miento de Galileo-Lemaître. Hay razones, igualmente, para saber que no
hay ciencia —ni cosmología, por tanto— sin lo que estoy llamando pro-
ducirse desde una dogmática. De ahí que toda labor para conseguir des-
dogmatizar el lugar en donde se produce la ciencia —o, de manera más
general, el pensamiento— sea no sólo vana, imposible, mera ilusión de
construir sin fundamentos, sino que haya llevado con frecuencia a pro-
ducir sobre raquíticas bases dogmáticas un pensamiento y una ciencia.
Lo que, seguramente, no ha llevado —¡y sigue llevando!— sino a una
reducción drástica, una reducción a priori, de lo que sea la realidad,
pregonando a todos los vientos que lo-que-no-cabe-en-mi-ciencia no
tiene ninguna realidad. Pero parecería que la realidad se queja hoy con
amargos quejidos de esos intentos de violación amputadora, castrante.
El ¿Y alrededor? se nos ha convertido así en un verdadero lugar de
racionalidad, el lugar en el que se produce la cosmología —y la cien-
cia, en general—, pues el edificio se construye siempre en un lugar; más
aún, se hace siempre para un lugar.
Pero de esta manera lo más terrible es que lo que comenzó siendo
una dogmática desde la que se producía ciencia, cosmología, se ha con-
vertido en una “dogmática recibida” subyacente a muchos filósofos de
la ciencia o científicos que hacen obra de filósofos de la ciencia —no
siempre demasiado inteligente, todo hay que decirlo— que ha termina-
do por no ser sino un mero fideísmo.

211
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Lo que apunto lo voy a ilustrar con una cita de Daniel C. Dennett,


en la que parecería a primera vista que todo es de una suprema y fácil
evidencia, haciendo así difícil ver por qué podemos y debemos estar en
desacuerdo con él:

«La conciencia humana es casi el último misterio sobreviviente.


Un misterio es un fenómeno del que la gente no sabe, todavía, cómo
pensarlo. Ha habido otros grandes misterios: el misterio del origen
del universo, el misterio de la vida y de la reproducción, el misterio
del designio que se encuentra en la naturaleza, el misterio del tiem-
po, el espacio y la gravedad. Estas no eran sólo áreas de ignorancia
científica, sino de total incomprensibilidad y maravilla. No tenemos
las respuestas finales de cualquier cuestión de cosmología y física de
partículas, genética molecular y teoría de la evolución. Pero sabemos
cómo pensar acerca de ellas. Los misterios no han desaparecido,
pero han sido domesticados. No guían nuestros esfuerzos para pen-
sar acerca de los fenómenos, porque ahora conocemos cómo distin-
guir las cuestiones mal planteadas de las bien planteadas, e incluso
si aconteciera que nos confundiéramos acerca de algunas de las res-
puestas aceptadas corrientemente, sabemos cómo hacer para buscar
mejores respuestas»392.

Como Dennett se cubre bajo una teoría del misterio-que-se-nos-va-


desvelando-cada-vez-más-con-la-ciencia, parece ganarnos. Aunque esto
no se dice de manera clara, es evidente que se trata de un desvela-
miento que terminará el día en que ya no haya más misterios. La suya
es, por tanto, una actitud de “conocimiento objetivo”, lo que le lleva a
pensar, sin más remilgos, que —con la ciencia, claro es— terminaremos
buenamente por descubrir las buenas preguntas y las mejores respues-
tas sobre los fenómenos que se nos presentan hoy y se nos presenten

392 Daniel C. Dennett, Consciousness explained, Allen Lane-Penguin,

Londres, 1991, pp. 21-22. La punta de lanza de esta postura meramente cienti-
ficista en el “último reducto” que aún quedaría por explicar —el alma— puede
leerse en Francis Crick, The Astonishing Hypothesis. The Scientific Search for the
Soul, Scribner, Nueva York, 1994, 317 p. Cf. Paul M. Churchland, The Engine of
Reason. The Seat of the Soul: A Philosophical Journey into the Brain, MIT Press,
Cambridge, Mas., 1994.

212
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

en el futuro, por siempre. En ese desvelamiento progresivo, opina


Dennett, nos faltaría sólo la teoría de la interface, el desvelamiento
científico de aquello que nos sirve como punto crucial de nuestro
mirar objetivo: la conciencia. Después, ya no quedarán más misterios.
Pero, si es verdad que no quedan misterios393, eso significa que, defi-
nitivamente, no hay lugar para ninguna fe religiosa. ¡Hasta aquí, pues,
nos ha llevado la ‘dogmática bifronte’ que llamábamos de Galileo-
Lemaître!
El “materialismo evidente” que destila de esta postura dibujada con
la cita de Dennett y que parece haber sido recibido aquí de manera casi
unánime, convertido ya en “materialismo orondo”, que se afirma como
algo que está ya bien confirmado, parece haberse convertido así en una
evidencia394. Mas ¿acaso no se trata de una evidencia fideísta, es decir,
de una evidencia que no se atiene a razones, que se sujeta sólo sobre
sí misma, que tiene como roca aseguradora de su pensamiento lo que
no es sino un ‘lugar (discutible) de racionalidad’?

Por otro lado comprendo que los cosmólogos de profesión se sien-


tan nerviosos y molestos cuando se cita la “(raquítica) dogmática” de
Stephen Hawking. Sobre todo cuando en ella se leen textos como el del
final de un libro célebre del que se han vendido millones de ejemplares
en casi todas las lenguas cultas. En ese libro se afirma con todas las letras
la inexorable posibilidad apuntada aquí al final del parágrafo segundo:

393 Nótese el paso sutil desde un ‘futuro profetizado’ hasta un presente en

el que la profecía (que hablaba del futuro) aparece como ya realizada (en el
presente). Seguramente toda profecía, para serlo, pide siempre ese paso por
el tiempo, pero así estamos en el ámbito constituido de una ‘tradición de cre-
yentes’.
394 De ahí que pueda decir: «But while materialism of one sort or another is

now a received opinion approaching unanimity, (...)», Dennett, Consciousness


explained, p. 106. En un contexto mucho más importante por el libro del que
se trata, leemos esa misma afirmación como una de las ‘certezas’ del consenso
obtenido hoy en la filosofía de la ciencia: «Materialist conceptions of both bio-
logical and psychological matters are well confirmed, (...)», en la introducción
de Richard Boyd, Philip Gasper, J. D. Trout, The Philosophy of Science, MIT Press,
Cambridge, Mass., 1991, p. xiii. Bien es verdad que, se nos dice, un materialismo
no-reduccionista. ¿Llegará el día en que veamos cómo —entrecomillado de una
infinita sabiduría escolástica— se desciende con pausa hasta un “materialismo-no-
materialista”? En fin, es un tema demasiado difícil para tomarlo a broma.

213
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

«... saber por qué el universo y nosotros existimos. Si encontra-


mos la respuesta a esta cuestión, será el triunfo de la razón humana,
en ese momento conoceremos el pensamiento de Dios»395.

Esos cosmólogos de profesión suelen invocar a la vez la genialidad


de quien ocupa la cátedra que fuera de Newton y de Dirac, y sus pro-
blemas396. Pero suelen olvidar la legión de otros cosmólogos conocidos
que tienen idéntica pasión que la de Hawking. No es ninguna exagera-
ción afirmar que hoy el ‘debate sobre la creación’ es casi un debate
interno de los profesionales de la cosmología. Suelen olvidar también
que filósofos de la ciencia se dedican con pasión a “desenmascarar” los
entuertos filosóficos y científicos que son utilizados —con demasiada
facilidad, es verdad— en favor del creacionismo397. No quiero olvidar,
por último, que el debate sobre el principio antrópico cosmológico
forma parte de la misma batalla. Suficiente todo ello para que, cuando
cosmólogos de profesión se pongan nerviosos ante el hecho de que se
cite tanto a Stephen Hawking, nos demos cuenta de que hay por deba-
jo algo grave, inmensamente grave, que parecen no tener en cuenta: las
relaciones entre ciencia y filosofía, el fundamento en el que descansa la
ciencia, y la cosmología en particular, el encadenamiento de los porqués

395 Stephen Hawking, Una breve historia del tiempo. Del big bang a los agu-

jeros negros, Flammarion, París, 1989, p. 220.


396 Apelar a esto segundo me parece una terrible indignidad.
397 Quiero citar aquí de manera especial a Adolf Grünbaum por la vehe-

mencia de su pensamiento contrario a cualquier ‘dogmática creacionista’, la


cual, en su opinión, siempre manipula la cosmología, crítica que va desarro-
llando implacable desde su artículo seminal de 1989, aparecido en Philosophy
of science. Sin embargo, es más que discutible la seguridad con la que asume
la ‘desdogmatización’ del pensamiento científico. Pero hay que decirle algo más,
todavía más importante. Bien, de acuerdo, podemos estar casi siempre de
acuerdo con sus aceradas críticas, que en el detalle parecen correctas. Pero, en
definitiva, esta crítica termina siendo demasiado fácil. Por eso hay que pregun-
tarle todavía algo decisivo: Grünbaum, ¿cuál es su pensamiento [positivo] sobre
estas cuestiones? Criticar la ‘dogmática’ de los otros es una labor apasionante y
apasionada, pero ¿cuál es la ‘dogmática propia’ desde la que esa crítica se pro-
duce? O ¿tendré que creer que sea yo el único que no se produce desde una
dogmática? Sin embargo, ¡es tan evidente que no es así! No tener en cuenta esto
es salirse del ‘lugar de racionalidad’ desde el que nos producimos para, ya lo
he dicho, pasarse al “fideísmo”, aunque se trate de un “fideísmo materialista”.

214
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

y de un origen de ellos que estaría fuera de la propia cadena, el senti-


do de lo que somos y decimos; en definitiva, el lugar racional de nues-
tra palabra sobre el mundo.
Por eso creo que los escrúpulos de esos cosmólogos de profesión
son producto de la mala conciencia y también, seguramente, de una
manera roma de comprender lo que es la ciencia y su papel en nuestra
sociedad. Quizá viven con una idea falsa de lo que ellos mismos
hacen398. Cierto que la ciencia es suficientemente compleja para que
encontremos científicos, muchos científicos, cuya labor se resume en
una tecnicidad fantástica; como gustan decir los defensores de esta
manera neutra de comprender la ciencia, cuya preocupación mayor es
la de encontrar el valor exacto del noveno decimal. Pero pensar que la
ciencia se reduce a esto es un craso error que desconoce lo que sabe-
mos de cómo funciona esta. La lectura, por ejemplo, de la obra de
Georges Lemaître nos hace ver al punto que los creadores de ciencia no
se mueven exclusivamente en la preocupación por “el noveno deci-
mal”. Más aún si hablamos de cosmología, pues entonces este funcio-
namiento se muestra en un marco notablemente más amplio que el de
otras ciencias. Porque no hay ciencia sin ‘dogmática’, ni hay cosmolo-
gía sin ‘dogmática’.
En resumen, la dogmática de Galileo-Lemaître399 tiene una formula-
ción clásica que se expresa en dos puntos clave y un añadido: 1º) la
cuestión del Logos de Dios y del logos del hombre: el universo ha sido
creado por el Logos y nuestro logos puede conocer y conoce, por tanto,
esa creación; y 2º) la cuestión de las matemáticas: nuestros razona-
mientos matemáticos alcanzan la esencia de la realidad, aunque sólo
parcialmente, y aunque deban estar sujetos a constreñimientos experi-
mentales. Porque estamos en un lugar de racionalidad en donde se han
recibido esos dos axiomas, podemos afirmar que hay «une emprise par
l’intelligence sur le monde». Cierto que, en el caso de Lemaître y de

398 ¿Cómo no recordar aquí a Louis Althusser, aunque él no estuviera de

acuerdo con las tesis que defiendo? Hoy, sin duda, la ideología del MIT —en
donde se publican casi todos los libros principales que destilan la ‘dogmática’
de Galileo—Lemaître, reconvertida al “materialismo [quizá] no-reduccionista”,
que combato— es hoy sin duda la ‘segregación ideológica del imperio’.
399 Me he esforzado por encontrar las bases de otra ‘dogmática creacionista’

en los últimos capítulos de El mundo como creación.

215
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

todos aquellos con los que comparte ‘un cierto aire de familia’, apo-
sentados ya en esas certezas axiomáticas, en esa dogmática se añade
con rotundidad un tercer punto, sin embargo, mucho menos fundante
que los dos anteriores: 3º) la cuestión de las pruebas positivas y de las
verificaciones pertinentes. Tomada esta dogmática en su conjunto, por
tanto, obtenemos un lugar de racionalidad por el cual estamos seguros
de que podremos obtener un estado de cosas que se asemeja fuerte-
mente al universo real400. Nótese bien, en todo caso, que en esta dog-
mática no se afirma que «l’emprise» por la inteligencia sea hecha “sobre
nuestros datos (hechos) del mundo”, ni “sobre nuestras teorías (palabras
y frases) sobre el mundo”, sino “sobre el mundo”, a secas. La ‘palabra’
de tal manera parece haberse hipostasiado en el universo, que no hay
conciencia ninguna —excepto en el supuesto ya olvidado del primer
axioma401—.
Estamos así, por tanto, ante las bases mismas de la dogmática de las
certezas sobre la que se ha construido durante mucho tiempo la filosofía
de la ciencia, y con ella la comprensión de lo que la ciencia misma hace.
Una dogmática que, lo sabemos, ha derivado —que fácilmente puede
derivar— en una “dogmática del evidente materialismo (recibido)”, el que
llamaba “materialismo orondo”.

Pero debemos preguntarnos todavía si toda dogmática es fideísta.


No, evidentemente. Una dogmática no será fideísta siempre que acep-
te atenerse a razones; siempre que acepte la mediación decisiva de la
razón. Si lo que se construye sobre la dogmática se hace como si esa
construcción fuera segura, por siempre, como una construcción de

400 El tercer axioma de la dogmática impide, evidentemente, tener desde

ahora las ‘certezas definitivas y totalizadoras’ de nuestras ‘certezas’.


401 Y capaz de tomar con enorme facilidad derroteros meramente materialis-

tas, como si la cosa va de soi. Deus sive Natura, es decir, basta con la Natura.
No es este, evidentemente, el caso de Georges Lemaître. Sin embargo, una cier-
ta concepción del lugar de racionalidad de la ciencia, entre los que —no cre-
yendo ya en nada con una creencia que no haya perdido ese lugar por haber
procedido a una separación de su ciencia y de su fe en la que la primera guar-
da toda la racionalidad y la segunda se queda con el sentimiento— guardan su
fe religiosa, sólo deja para esta la necesidad de calentar sus corazones encerra-
dos en la sacristía en la que cantan los aleluya.

216
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

certezas de la “razón pura”, entonces estamos efectivamente ante una


dogmática que, como tal, es un mero fideísmo, pues se atiene a las una-
nimidades de sus defensores y se niega a la crítica ejercida por la razón
sobre los fundamentos en que se basa402. Pero ¿es válida una tal dog-
mática?
Mas como señala, por ejemplo, John Searle403, en las características
del mundo sobre las que construimos nuestro pensar, ¿no habrá que
hacer, como mínimo, una distinción entre aquellas características que
son intrínsecas y las que se refieren al observador? Pues en la “dogmá-
tica (de evidencia) materialista”, en la que, al parecer, ha terminado por
derivar la dogmática de Galileo-Lemaître, falta algo decisivo: el para
nosotros. No sólo el rasgo, al que se le puede dar más o menos impor-
tancia, de la manera de ver los hechos como engarzados indisoluble-
mente en la teoría. El para nosotros al que me refiero es mucho más
decisivo, llega mucho más adentro, pues convierte lo que para quienes
ven las cosas con descuido parecería ser un simple “conocimiento obje-
tivo” en un “(mero) conocimiento (objetivo) para nosotros”. Veamos
qué quiero decir con esto y qué consecuencias cabe sacar de ahí.
Hay una manera de ver la ciencia y de hacer la filosofía de la cien-
cia, lo acabamos de ver, la de la “dogmática (de evidencia) materialis-
ta” en que ha derivado la de Galileo-Lemaître, que cae en el fideísmo,
es decir, en una postura que se funda en sí misma por la fuerza de su
propia afirmación, en la fuerza de quienes la defienden, en que sea una

402 Nótese que ni siquiera en una ‘dogmática de la revelación’ se niega el

papel mediador de la razón; una razón capaz, sin duda, de alcanzar los porti-
llos que hacen razonable el hecho de que haya revelación, y no un mero meteo-
rito que cae sobre nosotros. A quien se interese por estas cosas, le invito a leer
el capítulo 5 de El mundo como creación: ‘¿Razones de creer? Un ensayo esbo-
zado de filosofía teológica’, pp. 106-122.
403 «One of the hardest —and most important— tasks of philosophy is to

make clear the distinction between those features of the world that are intrin-
sic, in the sense that they exist independent of any observer, and those features
that are observer relative, in the sense that they only exist relative to some out-
side observer or user», John R. Searle, The Rediscovery of Mind, MIT Press,
Cambridge, Mass., 1992, pp. xii-xiii. Aunque Searle sólo hable de ‘rasgos del
mundo’ —no de teorías y, menos aún, de razón práctica—, la distinción es sufi-
ciente para poner en dificultad la manera de pensar con la que muestro en estas
páginas mi desacuerdo frontal.

217
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

opinión recibida. Mas en esa manera no se da la dogmática que se


asienta en una ‘acción racional’ que busque la justificación, una jus-
tificación además que jamás se da de una vez por todas. Se cree en
la dogmática que se ha recibido como herencia, pero no se busca ni
parece preciso siquiera algún distanciamiento crítico con respecto a
lo que ella suponga y lo que desde ella se produzca, antes al contra-
rio se vive asentado en ella como quien está en la “certeza asegura-
dora”. Es como si, primeramente, se dijeran ‘palabras’ y luego, con
voluntad expresa, se quisiera olvidar que son palabras nuestras para
convertirlas en representaciones-objetivas-de-lo-que-es-la-realidad. Se
piensa que hay razones para hacerlo así, las de su ‘dogmática’. Pero
esta dogmática se hace raquítica en cuanto se olvida de sus orígenes,
renuncia a ellos; en cuanto no se quiere saber o, mejor, se quiere
olvidar por todos los medios que tanto la ciencia como la filosofía de
la ciencia se hacen en un lugar que es ‘lugar de racionalidad’. Se toma
el lugar en donde se está en unión con tantos otros, en todo seme-
jantes a uno mismo, como “un lugar de certezas”, sin tener conscien-
cia racional de que estas terminan por no ser sino “certezas de una
(raquítica) dogmática” que se cree apoyada en una “razón pura”. A la
razón —a la razón práctica— se le corta, así, toda posibilidad de
mirada a los fundamentos de la construcción en la que está asentada,
pues se cree que nada debe decirse sobre ellos. De ahí resulta lo que
llamo su fideísmo.
El fideísmo es por esencia ciego respecto a que está en un ‘lugar’;
sin embargo, está asentado en algo —una “opinión recibida”— que le
viene dado como “dato” respecto al que nada cabe decir si no es la
aceptación reverente y sumisa, sin plantearse más problemas. El fideís-
mo es una actitud no consciente —¡ni quiere serlo!— de que se basa-
menta en una dogmática, prefiriendo creer que lo que ella produce es,
sin más, la realidad objetiva que se le ofrece. No tiene, pues, ninguna
idea de la amplitud del desde nosotros y del para nosotros. Pero, hacien-
do así, es evidente, “misterifica” su propia posición. Una posición que
no se puede abandonar, pues si se sale de ella se pierde por completo
la fe. Por ello, todos los esfuerzos son pocos para no caer jamás en esa
tentación.
Quería vaciar todo misterio sobreviviente y termina ella misma por
“misterificarse”. Si es así, el fideísmo es una actitud que llena de un

218
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

orgullo absurdo a quien está en él, pues no es consciente de sus lími-


tes; le llena también de un miedo reverente, pues convierte con dema-
siada rapidez en objetividades y certezas lo que no son sino provisio-
nalidades; y, por fin, le llena de desconocimiento, pues quien está
asentado en él no se da cuenta del para-nosotros-aquí-y-ahora que
embebe su propio discurso, y, no siendo consciente de ello —¡acaso ni
queriéndolo ser!— no se ve constreñido a construirse una filosofía del
‘lugar (provisional siempre) de racionalidad’ en el que está y desde el
que produce la ciencia; además, un lugar de racionalidad que, eviden-
temente, quiere dar cuenta de la realidad en la que se está. No se da
cuenta de que su discurso es palabra. Y la palabra siempre es acción
creadora de realidad en la realidad. Un racionalismo seco y prepotente
se da así de mano con el fideísmo en esta “dogmática científico-mate-
rialista” que ha terminado por substituir a la antigua dogmática científi-
ca de Galileo-Lemaître.
Pero el ‘lugar de racionalidad’ es un producto de la razón práctica.
Por tanto, no un producto de la ciencia, pues la ciencia misma es algo
que construimos con aquella. Y la acción racional de la razón práctica
se apoya ella misma en criterios, valores, dogmas, el conjunto de lo cual
vengo llamando una dogmática, elaborada como producción coherente
y alcanzadora de verdad por la acción racional de la razón práctica. Sin
embargo, ya lo he dicho antes, esa acción tiene siempre que hacer,
como parte de sí, una labor de retroalimentación sobre sí misma y sobre
la dogmática en la que se asienta, de otra manera no es tal acción racio-
nal de la razón práctica, excepto si se acepta sin ningún escrúpulo como
algo que se sostiene a sí mismo fuera de su propia acción, colocándo-
se, por tanto, fuera de la racionalidad; como un mero fideísmo, por
tanto. Mas con ningún fideísmo alcanzamos realidad404. Sólo con la
acción racional de la razón práctica alcanzamos realidad. Mas no puedo
alargarme aquí en estos pensamientos que están en la base sobre la que
descansa mi pensar.

404 Si entendemos realidad en el sentido completo de su globalidad como

tal. Sin duda que con la “dogmática científico-materialista” podemos conocer


muchos detalles de realidad, pero nos impedimos conocer la realidad como tal
en cuanto que la substituimos, acaso sin apenas saberlo, por una-mera-[ir]reali-
dad-nuestra-que-se-substituye-a-la-realidad. Sutil distinción, cierto, pero de
suma importancia.

219
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Un discurso fideísta como este, al olvidar que sus ‘decires’ son pala-
bra, al pensar que su discurso se sostiene a sí mismo en la certeza de
sus opiniones, al creer que habla sin interferencias y que sus ‘decires’
representan, sin más, la verdad real de la realidad, se pone en mala pos-
tura, precisamente, para responder a las preguntas planteadas de mane-
ra tal que ‘alcance realidad’.
Nótese bien, antes de terminar este parágrafo tercero, que en ningún
momento he dicho que el discurso de Galileo-Lemaître sea fideísta. Su
dogmática no es fideísta —otra cosa distinta es que sí lo sean sus herede-
ros— pues el recurso a la razón está en su entraña misma; bien es verdad
que se trata de una razón que es logos. En ningún caso se impide una
acción crítica de la razón; bien es verdad que se considera a la matemati-
cidad como su verdadero corazón, pero el añadido, el axioma 3º está ahí
como prueba decisiva de lo que la razón ha logrado ejerciendo su mate-
maticidad. Y es muy importante que así sea, porque, por así decir, el
mundo puede siempre sorprendernos y siempre nos sorprende de hecho,
pues desde los mismos fundamentos dependemos de lo que sea la expe-
riencia que tenemos del propio mundo. En cambio, en la “dogmática
materialista de la ciencia” que pasa por ser su heredera hay una condición
de base que, en mi opinión, todo lo falsea: se ha decidido de antemano
qué-ha-de-ser-la-experiencia-que-podemos-tener-del-mundo, y, fuera de
esa posibilidad, no hay experiencia posible del mundo, a lo sumo esta será
una “experiencia subjetiva” que podremos algún día explicar por comple-
to. En la primera, las sorpresas, incluso mayúsculas, son posibles, pues el
mundo es esencialmente abierto. En la segunda no caben sorpresas —no
caben misterios, dicen— pues el mundo es un mundo-cerrado-para-siem-
pre-por-nuestro-conocimiento; está cerrado y bien cerrado. Las sorpresas
sólo serán relativamente menores, y algún día ya no habrá ninguna sor-
presa, pues, por emplear de nuevo el ritornello de Hawking, “conocere-
mos el pensamiento de Dios”, de un dios que, evidentemente, no existe,
pues su existencia no cabe en la-experiencia-de-nuestro-mundo-cerrado-
para-siempre-por-nuestro-conocimiento.
¿No acontece, pues, que en esa “dogmática materialista de la ciencia”,
el teatro del mundo substituye al mundo? ¿Será que lo único real del
mundo es la representación que de él hacemos en el ‘teatro del mundo’?
¿No estamos entrando en una época en la que el sentimiento vence a la
razón, en un nuevo romanticismo?

220
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación

IV. Mas ¿de qué se habla cuando se habla de cosmología?

Necesariamente, este último parágrafo va a ser breve en extremo,


pues las páginas que le preceden son ya demasiado largas.
Pero no es claro de qué habla la cosmología. Se me puede decir,
bien es verdad, que ese libro no está escrito por un verdadero cosmó-
logo sino por un filósofo, por más que esté sutilmente informado de
todo lo que toca.
¿Dónde está el problema? Precisamente ahí, pues ¿de qué están
hablando los cosmólogos y filósofos de la cosmología cuando nos pre-
sentan sus sutiles y tantas veces complicados discursos? ¿De lo que las
cosas de la historia del mundo son? No es evidente que sea así, pues
aunque fuera muy evidente que de ellas estuvieran hablando, siempre
sería a través de las interferencias que vienen producidas por una
mediación de extremada importancia. Como mínimo hablan de ‘esas
cosas’ en el lenguaje riguroso del espaciotiempo relativístico. Y lo hacen
de más en más. Y la solución apuntada de los problemas que en su
dominio se plantean está cada vez más inmersa en ese dominio del len-
guaje riguroso del espaciotiempo relativístico. Cierto que dicen hablar
de lo que las cosas de la historia del cosmos han sido y son, qué duda
cabe. Pero, en cuanto es así, de ser así, no es un hablar transparente de
‘esas cosas’, sino que es un hablar interferido y mediado, hasta el punto
de que puede pensarse que no hablen ya de cómo las cosas de la his-
toria del cosmos han sido y son, sino de problemas y soluciones que se
dan en el ámbito del ‘espaciotiempo relativístico’, de sus singularidades
y acausalidades.
¿Es un hablar temporalmente inmerso ahí, en la sola teoría, en espe-
ra de que ese hablar llegue un día a hacerse experiencial? Puede que sí,
puede que no. Depende de la importancia que le demos al axioma 3º.
Depende, sobre todo, de cómo se conciba el axioma 2º. Depende de
qué sea nuestra ‘palabra sobre el mundo’, es decir, de la existencia y
formulación que demos al axioma 1º.
¿Ocurrirá que en cosmología estemos ante un hablar de las “cosas de
un (mero) mundo 3”? Mas, de ser así, ¿cuál es la relación de este
“mundo 3” con ‘nuestro mundo’? ¿O será que la ciencia ya no habla más
de ‘nuestro mundo’? ¿O acontecerá, quizá, que nuestro mundo está
comandado, sin interferencias ni mediaciones, por el axioma 3º?

221
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Así pues, no parece ser ni banal ni una mera falsa retórica el plan-
tearse con urgencia esta pregunta.

***

Estas páginas no podrían terminar sino citando la opinión que


Georges Simenon, en algún lugar, expresó —¿equivocándose?— sobre
el comisario Maigret: «Desconfiaba de las ideas, siempre demasiado pre-
cisas, para pegarse a la realidad que, como sabía por experiencia, es tan
fluida».

222
8. CON DESCARTES, ‘YO DEFIENDO LA CAUSA DE DIOS’

a María Teresa y Alfonso


para Juan Luis Ruiz de la Peña, en amigo sufriente405

Proemio406

Es para mí motivo de respetuoso recogimiento hablar en el Friuli, a


unos pocos kilómetros de Casarsa, la tierra materna de Pier Paolo
Pasolini, y en donde está enterrado, justo ahora cuando se cumplen los
veinte años de su muerte, asesinado.
Pasolini es, para mí, uno de los más grandes pensadores que el
mundo nos ha dado en la primera mitad de la segunda parte del
siglo XX. Pensamiento en las dos ‘artes’ que me hacen mella: la litera-
tura y el cine.
Pues la literatura —y el cine— es una de las fuentes más decisivas en
las que debe beber un pensador. No la única, pero la tengo por tan
importante como cualquier otra, hasta el punto de que, en una manera
distinta, toda la literatura es pensamiento, como la filosofía más dura. No
pensamiento blando, sino pensamiento que no se expresa como sistema,
sino como visión del mundo. Sí, sé también que lo bueno es aquello cuya

405 Estas páginas llevan la fecha del día de Epifanía de 1996. Se las envié al

entonces amigo sufriente, ahora amigo muerto, para quien la muerte es, gracias
a Dios, la pascua de la creación.
406 Estas páginas son fruto de una ponencia en el coloquio Scienza e Sacra

Scrittura nel diciassettesimo secolo que tuvo lugar del 10 al 12 de octubre de


1995 en la Universidad de Udine, organizado por Peter Machamer (University
of Pittsburgh), Maurizio Mamiani (Università di Udine) y Marcello Pera
(Università di Pisa). Aunque el texto fue escrito posteriormente a la presenta-
ción oral, esta comenzó con la lectura del ‘proemio’.

223
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

contemplación perseguimos los filósofos, pero siempre he creído que lo


bello está tan íntimamente ligado con lo bueno que me extasía pensar
que para los griegos lo bueno y lo bello coincidían en la misma palabra,
en la misma realidad. Qué realidad tan maravillosa la suya.
‘Leer novelas’, apasionarme por la literatura407, es la manera con la
que me encuentro inmerso en el mundo del pensamiento, junto con el
cine. Porque siempre he querido pensar la realidad. Y la realidad es
compleja, llena de sutiles puntos de vista. Aunque el mío no es el de
un ‘literato’, es obvio, sin embargo, en los suyos encuentro que la
inmensa complejidad de lo real entra en mí, me penetra, se posesiona
de mí: desde ahí comienzo a adentrarme en lo velado de la realidad, de
una realidad misteriosa, invisible y patente408. Sin ello, para mí, no hay
siquiera posibilidad de una filosofía.
Todo esto lo encuentro de manera eminente en Pier Paolo Pasolini.
También él «defendía la causa de Dios». También en él, en una ambigua
niebla —pues ¿quién no vive envuelto en ella?—, el concepto de ‘per-
sona’ es decisivo. Nos encontramos ante un pensador que, tanto en su
literatura como en su cine, crea una obra profundamente original, se
enfrenta a los problemas del mundo que era el suyo, a las palabras, a
las imágenes y sonidos, se enfrenta a las ideas de una manera tan
nueva, tan personal, tan admirable, que la realidad entera presenta iri-
saciones de significado que antes no parecía tener, que no habíamos
descubierto, originadoras no sólo de una comprensión novedosa de la
realidad que estaba meramente ahí, sino creadoras de una realidad más
profunda, más englobante. Porque Pasolini es un creador original.

407 Desgraciadamente no por la poesía, pues no me ha sido todavía perdo-

nado el pecado original que cometí al haber sido desde siempre un (¿mero?)
ingeniero industrial.
408 Pero, me pregunto casi con angustia, ¿por qué la literatura en español no

tiene sentimientos? No sólo la española, sino toda la que se escribe en español.


¿Por qué ganó la partida Quevedo a Cervantes? ¿Por qué (casi) sólo ha produci-
do maravillosas pompas de jabón, sonidos y reflejos irisados, palabras musica-
les, ironía bestial y negrura, mariposas amarillas entre las que Remedios la Bella
ascendió al cielo, pero jamás sentimientos de humanidad? ¿A qué se debe que
los que escriben en español muestren siempre una visión del mundo en la que
lo humano se niega a aparecer, se escapa, se deja aposta fuera? ¿Acaso porque
no lo hay? ¿Porque habiéndolo debe quedar escondido, encerrado, secreto? ¿Será
por esto, quizá, que son tan pocos los filósofos que escriben en español?

224
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

I. «C’est la cause de Dieu que j’ai entrepris de défendre»

¿Por qué Descartes? Hay una primera ocasión, motivo de una nueva
amistad. Maurizio Mamiani me invitó a hablar sobre él. Además, leer
hoy a Descartes —no como mero historiador de la filosofía, sino como
pensador activo— sigue siendo una prodigiosa manera de proseguir
con los propios pensamientos. Con esa lectura se aprende algo decisi-
vo: cómo ser libre, libre con absoluta radicalidad, mientras uno se man-
tiene dentro de unos fines principales, que, precisamente, le empujan a
uno al desaforante esfuerzo del pensar [de pensar el mundo], de pen-
sarse a sí mismo, de pensar la realidad en la que se está, de pensar la
realidad, de pensar, también, el pensamiento de otros que nos ayudan,
sin duda, a pensar el todo por nosotros mismos. ¿No es suficiente para
explicar el ‘por qué Descartes’?
Lo primero que sorprende cuando nos adentramos en la lectura de
este filósofo es su profunda originalidad como pensador. Nada para él
estaba dado de antemano, todo debía ser descubierto, comenzando por
la forma409, la forma misma de escribir la filosofía, además de la forma
de, con ella, por supuesto, alcanzar pensamiento de realidad. Todo en
él surge como novedad absoluta dentro del mundo de las ideas, comen-
zando, lo acabo de decir, por la forma de sus mismos escritos, que muy
poco o nada tienen que ver con lo que era tenido como la manera de
escribir sobre los problemas de la filosofía. Su método de escritura,
resultado riguroso —quizá el más riguroso— de su método del hacer
filosófico, no se parece al de ningún filósofo anterior, el cómo se aden-
tra, frase a frase, en los problemas que se le plantean y en las solucio-
nes que va encontrando. Nadie parece guiarle, por más que, lo sabe-
mos, tenga ancestros. Es un filósofo de una potencia creativa

409 Quiero evocar la importancia de esta palabra forma y de lo que signifi-

ca aquí. Charles Dumont nos hace ver cuánto la utilizan los cistercienses (y sus
derivados: informatio, reformatio, formosus, etc.), especialmente san
Bernardo: «Venit ipsa forma, la forme divine s’est incarnée, cette image de Dieu
selon laquelle l’homme est crée»; así, los que sean formados, informados por
ella, elegirán una forma de vida que llamarán ‘fórmula de vida’, formula insti-
tutionis nostrae, formula conversationis nostrae, cf. C. Dumont, Sagesse arden-
te. À l’école cistercienne de l’amour dans la tradition bènédictine, Abbaye
Notre-Dame du Lac, Oka, Québec, 1995, p. 251.

225
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

excepcional, como muy pocas veces se ha dado antes —o se dará des-


pués— en el mundo de la filosofía. Se enfrenta a las ideas de una mane-
ra, con un método tan nuevo, tan personal, tan admirable, que sólo de
ahí, y de la potencia de su pensar, surge la filosofía moderna410.
Dichas estas palabras de estupefacción ante la manera cartesiana de
hacer, en este primer apartado, utilizando algunos textos suyos, vamos
a ver brevemente cómo tenía nuestro filósofo la tan exacta certeza de
que defendía la causa de Dios.
Porque desde el mismo comienzo del pensar cartesiano se da en él
la experiencia de estar poseído por un entusiasmo, un entusiasmo divi-
no, al que se junta la fuerza de la imaginación. Precisamente, la con-
junción de ambos le hace descubrir los «fundamentos de una ciencia
admirable». Todo ello se le muestra, como se sabe, en la interpretación
de tres sueños sucesivos que se encadenan para llevarle a una «persua-
sión», la de que, por ese camino, el «Espíritu de Verdad había querido
abrirle los tesoros de todas las ciencias»411. No me parece exagerado
decir que se nos ofrece así un comienzo ciertamente curioso, intere-
sante, casi extravagante, para el pensamiento de un filósofo tan grande
como lo que será Descartes.

410 «Davantage: comme toute partie d’un tableau d’un grand peintre porte la

marque de son art, chaque élément de cette oeuvre, jusqu’aux moindres lettres,
porte celle de la discipline de pensée que Descartes a inventée à son propre
usage, et qu’il serait bien vain de vouloir distinguer absolument d’un art d’ecri-
re. Or, cette discipline qui procure à l’oeuvre sa forte organisation interne et sa
manifeste unité de style est dans son principe un art de la singularité. Elle n’a
jamais consisté en application mécanique, à tout problème particulier, de cer-
taines règles générales, mais bien plutôt en une réflexion sur la manière dont
tel problème, avec ses données originales, peut être traité (ou résolu) selon les
contraintes d’un certain style et à l’exemple, ou sur le fondement, de solutions
précédemment trouvées à des problèmes apparentés. Ce faisant, elle compose
pour ce problème la solution originale qui lui convient. Si donc, ainsi comprise
la ‘méthode’ cartésienne doit avoir été à l’oeuvre partout (sur toute espèce de
problème, y compris la formulation), et s’il faut prendre au sérieux, quitte à en
reconstruire le concept, son caractère originellement mathématique, alors (...)»,
D. Kambouchner, L’homme des Passions. Commentaires sur Descartes, I,
Analytique, Albin Michel, París, 1995, pp. 12-13.
411 El 10 de noviembre de 1619, Olímpicas, en la edición de Alquié en tres

volúmenes de las Oeuvres philosophiques de Descartes [=A], I, 52-63; las alusio-


nes hechas en mi texto al escrito cartesiano, se encuentran en las páginas 52 y
57, respectivamente.

226
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

A esta estupefacción hay que añadir, además, que años después, en


el otoño de 1627, en casa del nuncio del papa, el cardenal de Bérulle
hace para Descartes de su dedicación a la filosofía una obligación de
conciencia. Hasta el punto de que nunca en su vida, como veremos bre-
vemente en lo que sigue, dejará de luchar en el mundo del pensamiento
con una perspectiva apologética. Geneviève Rodis-Lewis entiende así el
punto clave de la convicción cartesiana, sostenida por Bérulle en total
compenetración: sin Dios el hombre no alcanza certeza alguna, ni
siquiera en matemáticas412.
Por ello, en cuando Descartes presenta al público interesado sus
novedosos pensamientos, quiere ganarse a los jesuitas, sus profesores
del colegio de la Flèche, muy influyentes por entonces en el mundo del
pensamiento, pues es muy consciente de que sus primeros maestros
pueden llegar a rechazar la «novedad» de su filosofía por miedo de que
esta llegue a originar cambios no queridos en la teología. De ahí que
asegure que las opiniones físicas que le han parecido «las más verda-
deras», y a las que se llega, dice, «por la consideración de causas natu-
rales», son las que concuerdan, mejor que cualesquiera otras, con «los
misterios de la religión»413. Estas opiniones cartesianas son las que pue-
den leerse en los recién publicados Ensayos, los cuales incluyen como
prólogo al Discurso del método.
Descartes insiste en esta estrategia, siempre con objeto de ganarse a
los teólogos para su causa, puesto que no sólo cree que nada hay «en mi
Física y Metafísica» que vaya contra la fe, sino que, al contrario, puede
enorgullecerse, dice, de que esta «jamás ha sido tan fuertemente apoyada
por las razones humanas como puede serlo si se siguen mis principios»414.
Incluso con una cierta seguridad mesiánica, que abunda en sus cartas,

412 En lo profundo de esta entrevista importante podría encontrarse «le des-

sein cartésien de montrer que sans Dieu l’homme n’a aucune certitude, pas
même en mathématiques», G. Rodis-Lewis, Descartes. Biographie, Calmann-
Lévy, París, 1995, p. 103. Más adelante: «Il [Descartes] a visé les plus intelligents
des athées, pour montrer que sans Dieu nous n’avons aucune certitude, aucu-
ne science», p. 207.
413 Carta al P. Fournet, antiguo profesor suyo en el Colegio de la Flèche, del

3 de octubre de 1637, A, I, 798.


414 Incluida la transubstanciación eucarística, cuya explicación es «muy fácil»

si se sigue su filosofía y no la filosofía ordinaria, idea a la que vuelve en varias


ocasiones, véanse las Cuartas respuestas y las cartas a Mesland de 1645.

227
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

tiene la certeza de que la misma Providencia le guía en sus desvelos y


le permitirá llevar a buen término sus pensamientos415.
Comentando el pensamiento de Comenius en una de sus cartas, dice
Descartes no aprobar en ese pensador una unión demasiado estrecha
entre, por un lado, la religión y las verdades reveladas y, por otro, «las
ciencias, que se adquieren por la razón natural». Para él «hay una gran
diferencia entre las verdades adquiridas y las reveladas»; el conocimien-
to de las últimas depende sólo de la gracia, de ahí que hasta los más
simples estén abiertos a ellas, mientras que «sin tener más espíritu del
común, no se debe esperar hacer algo de extraordinario en lo que toca
a las ciencias humanas»416.
Hablando con su amigo Mersenne del libro de Galileo que aquel le
ha hecho llegar417, se congratula Descartes de que este filosofe mucho
mejor de lo que se acostumbra, «en cuanto que prescinde lo más posi-
ble de los errores de la Escuela e intenta examinar las materias físicas
mediante razones matemáticas», lo que le hace concordar por completo
con él, pues «sostengo que no hay otro medio de encontrar la verdad»418.
Muy pocos días después escribe también a Mersenne algo que acá
nos interesa por demás, su manera de concebir la verdad419. Para
Descartes, la verdad es una «noción tan trascendentalmente clara que es
imposible ignorarla». Pues hay muchas maneras de «examinar» una
balanza sin necesidad de servirse de ella, dice; pero, sin embargo, no
sería posible aprehender lo que es la verdad «sin conocer su naturale-
za». La palabra verdad, continúa, «denota la conformidad del pensa-
miento con el objeto», pero cuando es atribuida «a cosas que están fuera

415 Carta del 22 de febrero de 1638 al jesuita Antoine Vatier, A, II, 30-31.
416 Carta a un desconocido, quizá de agosto 1638, A, II, 81-82. Añade: «Et
enfin, bien que nous soyons obligés à prendre grade que nos raisonnements à
ce que Dieu a voulu que nous crussions, je crois néanmoins que c’est appliquer
l’Écriture sainte à une fin pour laquelle Dieu ne l’a point donnée, et par consé-
quent en abuser, que d’en vouloir tirer la connaissance des vérités qui n’appar-
tient qu’aux sciences humaines, et qui ne servent point à notre salut».
417 Se trata del Diálogo de las dos nuevas ciencias, que se publicó en 1637.
418 Carta a Mersenne del 11 octubre 1638, A, II, 91. Aunque, en su conjun-

to, la reacción de Descartes al libro de Galileo es mezquina, no concediéndole


ni lo que hubiera parecido evidente.
419 Carta a Mersenne del 16 octubre 1639, a propósito del barón Herbert de

Cherbury, A, II, 144.

228
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

del pensamiento»420 significa sólo que «esas cosas pueden servir de obje-
tos a verdaderos pensamientos» —sean nuestros o sean de Dios—, sin
que pueda darse una definición meramente lógica que ayude a conocer
su naturaleza. Lo mismo que acontece con cosas muy simples y que se
conocen naturalmente, como la figura, el grandor, el movimiento, el
lugar o el tiempo, las cuales, cuando se quieren definir, no se hace sino
obscurecerlas de mala manera421.
Tras estas brevísimas indicaciones, estamos en situación de ofrecer
lo que venimos buscando, pues en la carta a Mersenne del 30 de sep-
tiembre de 1640, en la que decide dedicar sus Meditaciones a los teó-
logos de la Sorbona, nos dice que, estando seguro de que en ellas nada
hay que pueda molestar a los teólogos, se lo dedicará a esos señores,
«a fin de rogarles que sean mis protectores en la causa de Dios»422. Muy
pocos días después, insiste a otro de sus amigos con motivos similares:
«y sobre todo por causa de que es la causa de Dios la que he intenta-
do defender, espero mucho de su asistencia en esto»423. La convicción
de Descartes es clara: «yo sostengo la causa de Dios»424.

Para Henri Gouhier no hay ninguna duda, las intenciones apologé-


ticas de Descartes son claras, hasta el punto de que estamos ante uno
de «los elementos esenciales de su personalidad». Apologética religiosa

420 Nota de Alquié: «La vérité de Descartes, ne fait qu’un avec l’être. Mais elle

est le propre, soit de l’idée, soit de la chose même. Descartes distingue donc,
avec les scolastiques, la vérité de notre connaissance (veritas intellectus), et la
vérité de l’objet connu, ou réalité (veritas rei). Mais les deux définitions se
rejoignent en ce que, dans notre connaissance, l’idée est vrai quand elle est adé-
quate à la chose», en A, II, 144.
421 Nota de Alquié: «Descartes a toujours pensé que les idées claires nous

présentent directement les choses, et qu’en ce sens, tout effort d’analyse et de


recherche du fondement de ce qui est saisi comme simple ne peut que com-
pliquer inutilement la tâche de l’esprit, et conduire à l’obscurité. Leibniz lui
reprochera cette conception de l’intuition», en A, II, 144-5.
422 A, II, 263
423 Carta del 11 de noviembre de 1640 al oratoriano P. Gibieuf, A, II, 279.
424 En la carta al P. Mersenne del mismo 11 de noviembre de 1640:

«L’importance est en ceci que, puisque je soutiens la cause de Dieu, on ne sau-


rait rejeter mes raisons, si ce n’est qu’on y montre du paralogisme, ce que je
crois être impossible, ni les mépriser, si ce n’est qu’on en donne de meilleurs,
à quoi je pense qu’on aura assez de peine», A, II, 281.

229
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

y apologética cartesiana se unen estrechamente, dando las preocupa-


ciones del jefe de escuela —en que Descartes se ha convertido a estas
alturas de su vida— un matiz nuevo «a la misión católica de la que se
siente investido», que ahora él plantea como el nuevo Aristóteles. Sabe
Descartes muy bien que proponer una física nueva y una metafísica
nueva implica por necesidad aportar también «una teología nueva», por
cuanto que la teología es la introducción de la filosofía en el dominio
de la fe y habrá tantas teologías como filosofías haya, y que remover a
la una es remover a la otra. Por ello, no habrá reforma científica y meta-
física sin que haya una reforma teológica. Cierto, continúa Gouhier, que
él, Descartes, reformador de la filosofía, no se planteó ser también un
reformador religioso, pero, siendo católico como lo era en su más pro-
fundo ser, sabía muy bien que su reforma filosófica tendría por necesi-
dad repercusiones en el interior de su religión. Por ello, Descartes «pone
su filosofía con todas sus novedades y sus audacias al servicio de la reli-
gión y pide para ella derecho a la existencia en la teología, expresión
en términos de razón de los datos misteriosos de la fe»425.
En el capítulo de conclusiones de la primera parte en que Gouhier
desentraña las intenciones apologéticas de Descartes, nos señala cómo su
preocupación apologética ha tomado formas diferentes según las épocas,
pero que, para él, «fundar la verdadera física y defender la causa de Dios
son una sola y la misma tarea». Para Descartes, continúa Gouhier, toda su
filosofía, incluida la física, es «una filosofía cristiana, puesto que nadie
entra en ella si no reconoce la existencia de Dios y puesto que es la pri-
mera, incluso la única, que se ha mostrado capaz de establecerla».
En Descartes, termina Gouhier, la unidad entre vida y pensamiento
son tales que todo en él no son sino variaciones sobre un mismo tema;
además, los temas de su filosofía se han despertado en él muy pronto,
con los primeros pensamientos, por lo cual han conservado siempre un
acento juvenil. Estos temas son: la aplicación de la matemática a la físi-
ca, la idea de una ciencia definitiva cuyas partes se encadenan riguro-
samente unas en otras, el desprecio de la erudición, la idea de que los
fundamentos de la ciencia serán encontrados por uno solo, la idea de
la diferencia profunda entre el hombre y el animal, que no tiene libre

425 H. Gouhier, La pensée religieuse de Descartes, 2ª ed., Vrin, París, 1972,

p. 125.

230
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

arbitrio, la idea de que Dios es inteligencia pura, fuente de toda luz,


y la idea de que el mundo sensible enreda nuestros esfuerzos para
alcanzarle426.
Nótese, para terminar esta primera sección, que, si Henri Gouhier
tuviera razón cuando dice que toda la filosofía de Descartes, incluida su
física, es una ‘filosofía cristiana’, y que fundar la verdadera física y
defender la causa de Dios son una misma cosa, se ha iniciado así, ante
nuestros ojos aturdidos, algo que, por defecto o por exceso, como
aquiescencia total —en el caso de Newton, feliz porque, apoyándose en
su física y como destilado de ella, ha dado con un “prueba científica”
de la existencia de Dios— o como rechazo total —como en el de un
“materialismo científico” que tomó el poder de lo que en filosofía de la
ciencia estamos recibiendo como pensamiento heredado—, luego de
traspasar todo el siglo XVII llega hasta nosotros bajo una de estas dos
formulaciones posibles: una física es la prueba de la existencia de Dios,
o, su converso, una física es la prueba de la inexistencia de Dios. Mas
algún desvarío debió de producirse en el principio, principio cartesia-
no, porque esa dicotomía a la que se nos quiere llevar es necesaria-
mente falsa. El resto de este trabajo quiere decir cómo y por qué.
Otra cosa a tener en cuenta también —sin entrar en ella aquí, aun-
que sea una cuestión de importancia vital para saber a qué atenernos
con nuestro pensamiento— es la afirmación de Gouhier de que la filo-
sofía cartesiana sea una ‘filosofía cristiana’, pues de cierto que esa filo-
sofía no hubiera podido tener existencia —ni lo quiso tampoco— fuera
de una tradición cristiana de pensamiento, por más que, como muchos
quieren —me temo que con una ‘lectura encubridora’ del complejo
pensamiento de Descartes—, quizá sea para abrir camino a una era que
con Descartes comienza a ser ‘postcristiana’.

426 H. Gouhier, La pensée religieuse de Descartes, pp. 168-9. «Les intentions

apologétiques suivent ce même rythme; leur thème a été esquissé dans les pre-
mières pensées du jeune Descartes; il est l’écho de l’enseignement de la Flèche;
il est l’empreinte ineffaçable d’une éducation religieuse intelligente. C’est lui qu’on
retrouve dans les Méditations, dans les lettres où Descartes se met en colère con-
tre les athées, dans cette esquisse de théologie eucharistique qu’il ajoute à son
système; mais c’est lui aussi qu’on retrouve, mêlé a d’autres, dans ses invectives
contre la scolastique, source de la mauvaise physique et des hérésies, dans le trai-
té du Monde qui, destiné à nous rendre maîtres et possesseurs de la nature, fait
éclater en même temps la gloire de Dieu législateur de l’Univers», en p. 170.

231
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

II. Mas el pensamiento de Descartes descansa sobre certezas

El pensamiento cartesiano, pues, vive bajo la doble profunda con-


vicción de que ‘defiende la causa de Dios’ y de que su física se presenta
como la mejor estrategia posible para ejercer de verdad esa defensa,
hasta el punto de que se podría afirmar que, precisamente porque que-
remos defender la causa de Dios, la elección de la física cartesiana es
condición necesaria de ese fin principal de nuestro esfuerzo de pensa-
miento, por más que ello haya de llevar a cambios decisivos en la teo-
logía de la Escuela.
Ahora bien, lo que se nos pone hoy en duda —como ya se le puso
en duda, no podemos olvidarlo, a Leibniz— es, no tanto lo que acabo
de llamar ‘fin principal’, cuanto la física cartesiana. Sin embargo, aquí y
ahora no vamos a fijarnos expresamente en los contenidos de esa físi-
ca, sino en su manera de entenderse a sí misma dentro del conjunto del
pensamiento cartesiano. Pues si, para realizar nuestra propia defensa de
la causa de Dios, tomáramos hoy la defensa de las posturas fundantes
de la física cartesiana, nos encontraríamos asentados en posturas que
nos llevan de hecho a sostener principios por completo contrarios a los
que queríamos defender. Mas con ello, ¿no estamos ante un Descartes
pasado por Hobbes427?
El fin principal está así claro: la defensa racional de la existencia de
Dios y la elección de las estrategias racionales para hacer lo más racio-
nal posible esa defensa. Este fin principal del pensamiento cartesiano,
sin duda, puede ser compartido. La estrategia racional de su método,
entendiendo por tal lo que al comienzo de estas páginas llamaba la
forma cartesiana de hacer filosofía —mucho más que un a modo de
metodología de la ciencia y del buen pensar, entendidas como conjunto
de reglas de cuidadoso y obligado cumplimiento que deben seguirse

427 Como tras mi conferencia me lo hizo notar en Udine —aunque ya lo

sabía—, este es el Descartes que, con todo derecho, le gusta a Peter Machamer,
mi amigo. Pero el ataque frontal y masivo a mi visión de Descartes, desde una
interpretación radicalmente mecano-materialista —y que decía no ser una inter-
pretación ‘sesgada’ de la filosofía cartesiana—, vino de otro ponente, el profe-
sor Paolo Rossi. Suerte que luego, en particular, Rivka Feldhay, profesora de la
Universidad de Tel Aviv, me animó con calor y me dijo que mi interpretación
era semejante a la de Gary Hatfield, al que entonces desconocía.

232
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

para obtener infaliblemente respuestas que alcancen la verdad—, tam-


bién puede ser compartido como ejemplo de buen hacer filosófico. Sin
embargo, los que ya no pueden ser compartidos son los supuestos car-
tesianos sobre los que construye su estrategia.
¿Cuáles son, por tanto, los supuestos desde los que Descartes cons-
truye su defensa de Dios? Una cierta idea de la física. Quien no esté en
esos supuestos —y nosotros no estamos en ellos—, ¿puede aceptar la
defensa cartesiana de la existencia de Dios como real? ¿Cuáles son nues-
tros supuestos y cómo desde ellos se establecerían nuestras propias
estrategias en defensa de la causa de Dios? ¿En qué son nuestros
supuestos diferentes de los suyos?
Dicho de otra manera, es necesario hacer un discernimiento neto
entre las dos convicciones profundas de Descartes, la defensa de la causa
de Dios y la certeza de su física, mejor dicho, de su filosofía de la física
—su ‘novela de la Naturaleza’428—. La elección de la física cartesiana no
es condición necesaria del fin principal de su esfuerzo de pensamiento.
Y no tanto porque, repito, tengamos que poner ‘otra física’ allí donde él
ponía la suya, con lo que en la profundidad seguiríamos siendo carte-
sianos, sino porque —así me lo parece— nuestra aproximación a la físi-
ca es distinta a la suya. No niego la relación, simplemente creo que debe-
mos cambiar uno de los polos. No substituyendo simplemente lo que nos
parece antiguo y pasado por lo que nos parece nuevo y actual —tal
como lo hace el materialismo científico—, sino que cambiará nuestra

428 En la traza del Timeo y del De Natura Rerum, los Principios son consi-

derados por Alquié, «au lieu du premier ouvrage scientifique moderne, le der-
nier des romans de la Nature» (274). Porque, siempre según Alquié, Descartes,
como físico «suppose le primat de la pensée, et des vérités abstraites d’une phy-
sique géométrique», quiere explicarlo todo, «c’est-à-dire ramener à l’unité le
système complet de ses représentations». Pero, como hombre, «sent que l’uni-
vers du mécanisme ne peu se suffire, aspire à l’être et à l’éternité, veut retrou-
ver un Monde», por eso, desde ahí: «La philosophie, au lieu de laisser se déve-
lopper librement la science et de ne réfléchir qu’ensuite sur elle, l’installe dans
l’être et en fait un roman. (...) Si pourtant, en cela, la science se perd, la médi-
tation sur l’homme s’approfondit, et, sur certains points, se précise, conduisant
Descartes, en la dernière partie de sa vie, à définir l’homme comme liberté et
comme esprit incarné. La métaphysique du Descartes savant fut théologique», F.
Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, 4ª ed., PUF,
París, 1991, pp. 277-278.

233
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

propia relación con la física, haciendo que esta ocupe un lugar por
demás diferente de aquel en el que Descartes quiso ponerla. El lugar de
nuestra elección para desarrollar nuestras estrategias de defensa del fin
principal varía de tal manera que las nuestras son muy distintas a las
cartesianas —¿son muy distintas a las cartesianas?—.
‘Sin Dios el hombre no alcanza certeza alguna, ni siquiera en mate-
máticas’. Si se entienden las cosas así, esa certeza es la que he solido
llamar certeza debida a la “razón pura”, pero en ningún caso se debe a
la acción de la ‘razón práctica’, lugar en el que, como he solido decir,
se da la ciencia. Otra cosa distinta es si se trata de ‘fin principal’ y de
‘condición necesaria’ (en donde no podrá haber confusión con la críti-
ca que he solido hacer al abandono de las cuestiones de cosmología en
la prueba de la existencia de Dios). Como he dicho antes, la cuestión
es no tanto de física, cuanto de epistemología de la física, pues las crí-
ticas a la física cartesiana ya han sido moneda corriente desde Leibniz.
Creo que es otra cosa la que nos jugamos acá, y es cuestión de seguir-
le la pista, dentro, por supuesto, de lo que se puede llamar un ‘leibni-
cianismo superado’429.

Para Descartes, la Sabiduría reposa sobre principios evidentes, repo-


sa sobre certezas430 —para nosotros no, ya lo sabemos—. Pero vayamos
ahora a nuestro gran pensador, y volvamos, para ello, a una carta de
Descartes a Mersenne a la que ya nos hemos referido más arriba,
hablando de su concepción de la verdad. ¿Cuál es, nos preguntamos
ahora, la ‘regla de la verdad’? La respuesta cartesiana es neta: única-
mente «la luz natural». Mas cuidado, todos los hombres la tenemos, pero
«no hay casi nadie que se sirva bien de esta luz»; y hay cantidad de
cosas que, prosigue, podemos conocer con ella, pero sobre las que
nadie ha reflexionado todavía. Y ¿cómo se hace esto? Imaginemos la
cera, continúa, la cual por su flexibilidad recibe toda suerte de figu-
ras431, y que «el alma adquiere todos sus conocimientos por la reflexión

429 Como he intentado mostrar en ‘Destino y libertad’, capítulo 3 de Sobre

quién es el hombre, pp. 117-140.


430 Cf. H. Gouhier, La pensée religieuse de Descartes, p. 154
431 ¿Olvidaremos que Platón, al hablar del ‘espacio’ —o mejor, del proto-

espacio—, utilizaba la misma figura?

234
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

que hace, o en sí misma sobre las cosas intelectuales, o, para las corpora-
les, sobre las diversas disposiciones del cerebro al que ella está asociada,
sea que esas disposiciones dependan de los sentidos o de otras causas».
Hay un instinto natural, pues, pero deben distinguirse dos especies: «uno
está en nosotros en tanto que hombres y es puramente intelectual, es la luz
natural o intuitus mentis»; el otro está en nosotros en tanto que animales432.
Ya en las Reglas había considerado Descartes por lo largo la cues-
tión de la certeza y de la intuición. Debemos ocuparnos sólo de los
objetos de los que nuestro espíritu parece poder alcanzar un conoci-
miento cierto e indudable, dice el encabezado de la Regla II, y, añade
en el cuerpo del capítulo, ese conocimiento es «ciencia», por más que,
por supuesto, «el que duda» rechace todos los conocimientos que no
son sino probables —simples «conjeturas», dirá poco después—. ¿Cuáles
quedarán así como seguros, si aplicamos esta regla? Pues bien, de las
ciencias constituidas quedarán sólo la aritmética y la geometría433.
¿Cómo llegamos al conocimiento de las cosas? Por una doble vía: «la
experiencia» —sabiendo que las alcanzadas por ella son «engañosas»
con harta frecuencia— y «la deducción» —simple inferencia de una
cosa a partir de otra, que no puede jamás ser mal hecha por un enten-
dimiento dotado de razón—. ¿Queremos llegar a la verdad misma?,
pues la conclusión es nítida: los que buscan el camino derecho de la
verdad no deben ocuparse de ningún objeto a propósito del que no
puedan obtener una certeza igual a las demostraciones de la aritméti-
ca y de la geometría434.

432 Carta a Mersenne del 16 octubre 1639, A, II, 146. Alquié anota así este

texto: la fuente de las ideas parece ser doble, todo acontece como si hubiera
dos sujetos, «l’âme pure, et l’âme unie au corps». Luego: «Intuition de l’esprit. La
connaissance par intuitus est, pour Descartes, synonyme d’évidence (cf.
Regulae, III); elle est toujours vraie. Elle est le propre de l’entendement qui, de
ce fait, se trouve à la racine de toute connaissance. La force qui connaît est pro-
prement spirituelle (cf. Regulae. XII, AT, X, 415). Mais elle opère tantôt isolé-
ment, tantôt sous l’action du corps. Ainsi l’imagination, les sens, etc., enferment
toujours en eux quelque sorte d’intellection, mais ils contiennent aussi autre
chose, qui, cette fois, est de l’ordre de l’affection».
433 Puesto que ellas, añade Descartes poco después, en la misma Regla II,

son las únicas que tratan de un objeto tan puro y simple que no acepta en abso-
luto nada que la experiencia haya vuelto incierto, consistiendo por entero en
sacar consecuencias por medio de deducción racional.
434 Cf. Regla II, AT, X, 362-366.

235
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Pero ¿de qué podemos tener una intuición clara y evidente, o sobre
qué podemos deducir con certeza?, se pregunta la Regla III. Pasemos
revista a los actos de nuestro entendimiento, nos pide Descartes. La
intuición es «una representación que es el hecho de la inteligencia pura
y atenta», tan fácil y tan distinta que «no subsiste duda alguna sobre lo
que se comprende en ella», inaccesible a la duda —inasequible al desa-
liento de la duda para quien quiere alimentarse de las solas certezas—,
y «que nace de la única luz de la razón». ¿El otro camino? La deduc-
ción435. Pero, sin embargo, los mismos primeros principios no son cono-
cidos sino por la intuición. ¿Y la fe, se pregunta Descartes para termi-
nar? Hay que tener en cuenta que la fe «no es un acto de la inteligencia,
sino un acto de la voluntad»436 —mas, al final ¿no aparecerá que lo más
grandioso de Descartes terminará siendo, precisamente, ese acto de
elección de una voluntad infinita, de la fuerza de un deseo incompren-
sible, inexpresable, inextinguible, que sólo Dios podría colmar?—.
Quede claro que, por ahora, para Descartes, nada puede conocerse
anteriormente al entendimiento, puesto que de él depende el conoci-
miento de todo el resto, y no a la inversa437; por eso, al menos una vez
en la vida deberá uno buscar qué es el conocimiento humano, y hasta
dónde se extiende, y en esa encuesta se encuentran «los verdaderos úti-
les del saber, y del método entero». Por eso deberemos preguntarnos las
cosas que, por ser accesibles al entendimiento, deben ser acá conside-
radas438. A ellas, sin duda las más insignificantes y las más fáciles, debe
dirigirse la mirada del espíritu por largo tiempo, junto con Descartes,
para acostumbrarse a tomar una intuición distinta y perfectamente clara
de la verdad439.

435 No me adentro en la deducción cartesiana, y sus relaciones con la intui-


ción, en las Reglas, porque es cuestión compleja y creo que no interesa acá para
mis propósitos.
436 Cf. Regla III, AT, X, 366-370; la afirmación sobre la fe se encuentra al final,

p. 370. Nota de Alquié, en A, II. 88: la intuición cartesiana es una visión, no


pertenece a los sentidos, sino a la inteligencia pura.
437 Aunque otras tres facultades pueden ayudar o estorbar al entendimiento:

la imaginación, los sentidos y la memoria.


438 Regla VIII, AT, X, 396 y 399.
439 Enunciado de la Regla IX, AT, X, 400. La intuición intelectual deberá tener

dos elementos: que la proposición intuida sea comprendida clara y distinta-


mente; que sea comprendida por entero en un único momento, no en varios
momentos sucesivos, cf. Regla XI, en AT, X, 407.

236
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

Vamos a encerrarnos ahora solos con Descartes «dans un poêle», en


el crudo invierno europeo440. ¿Qué buscamos? La certeza en el pensar,
es decir, el método que enseña a seguir el verdadero orden, y a enu-
merar con exactitud todas las circunstancias de lo que se busca, que
contienen todo lo que da certeza a las reglas de la aritmética. A estas
alturas, pues, nada de «opiniones», cuando, sin embargo, son la cos-
tumbre y el ejemplo, y no un «conocimiento cierto», los que nos per-
suaden. ¿Qué hacer? Ir con lentitud, junto a Descartes, como un hom-
bre que marcha sólo y en las tinieblas, para, al menos, no caer, y, de
esta manera, buscar «el verdadero método» para llegar al conocimiento
de todas las cosas de las que el espíritu sea capaz. Así, llegamos con
Descartes a unos pocos preceptos. Nos interesa el primero: deberemos
renunciar a recibir jamás ninguna cosa como verdadera si no la hubie-
se «conocido evidentemente», aceptando sólo aquello que se me pre-
sente «tan clara y tan distintamente a mi espíritu», que no lo pueda poner
en duda441. Siguiendo esos pocos preceptos, la cosa está hecha. ¿Cómo
lo podemos saber? Porque «todas las cosas que pueden caer bajo el
conocimiento» de los hombres, se siguen unas a otras de la misma
manera, poveyendo sólo a que uno se abstenga de recibir ninguna por
verdadera que no lo sea, y que se guarde siempre el orden que se
requiere para deducirlas unas de otras, no puede haberlas tan alejadas
que al fin no se llegue a ellas, ni tan escondidas que no se descubran».
¿Es fácil todo esto? No, evidentemente, pero, con Descartes, sí parece
posible442. Nótese, en todo caso, cómo, para Descartes, una vez toma-
das las precauciones metódicas que nos llevaran hasta tener una certe-
za asegurada en el conocimiento, hay una exacto paralelismo entre el
orden de las cosas y el orden de las ideas, de las ‘buenas ideas’.

440 Lo que sigue es una paráfrasis de la segunda parte del Discurso del

Método, en AT, VI, 11-22.


441 Estos son los otros tres preceptos cartesianos: 2º) dividir las dificultades

tanto como me sea necesario; 3º) «conducir mis pensamientos por orden»,
comenzando por los más simples y subir poco a poco, «como por grados», hasta
el conocimiento de los más complejos, poniendo orden incluso en los que no
proceden naturalmente unos de otros; y 4º) hacer en todo enumeraciones com-
pletas, que nada omitan.
442 No dejen de notarse los sutiles paralelismos que se dan entre ‘cosas’, que

existen ahí, en el mundo, y nuestro ‘conocimiento’ de ellas, nuestras ideas sobre


ellas, en nuestro espíritu, por hablar al modo cartesiano.

237
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¡Ah!, pero nosotros que queríamos certezas, vacando solamente en


busca de la verdad, sin embargo, no nos hemos metido más que en
dudas al buscar algo en mi creencia que sea «enteramente indudable»443.
¿Cómo proseguir? Resolviéndonos, pues, a «aparentar [feindre]»444 que
todo lo que hasta el presente ha entrado en mi espíritu no es sino como
mis sueños. Pero al hacerlo, en primer lugar, veo al punto que «yo que
lo pensaba, era alguna cosa», y ahí [je pense, donc je suis] me encuentro
ante una verdad firme y asegurada, por lo que podré aceptarla sin
escrúpulos por «el primer principio de la filosofía» que, con Descartes,
buscábamos445. Podríamos aparentar no tener cuerpo, pero ya no que
yo no fuera en absoluto, de donde se seguiría «muy evidentemente y
muy ciertamente» que yo fuera, por lo que conocí así que yo era una
substancia, cuya esencia o naturaleza no es sino la de pensar, por lo que
no necesita de lugar ni de cosa material alguna. Por ello, este yo, es
decir, el alma por la que soy lo que soy, es por completo distinta del
cuerpo, y más fácil de conocer que él. A partir de ahora, todo es más
sencillo. En segundo lugar, me preguntaré, con Descartes, en qué con-
siste esa tal certeza, y resuelvo que en que veo muy claramente que
para pensar, hay que ser, de donde saco una regla general: las cosas que
concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas. De ahí, en
tercer lugar, daremos en pensar que conocer es mayor perfección que
dudar, pero, entonces, ¿de dónde he aprendido una cosa más perfec-
ta de lo que yo lo era?, de alguna naturaleza que fuese en efecto más
perfecta, puesto que los pensamientos de cosas fuera de mí no tenía
ninguna dificultad de saber de dónde venían, por causa de que nada
en ellos me parecía hacerlos superiores a mí; sin embargo, este no

443 Lo que sigue es una paráfrasis de algo más de la primera mitad de la

cuarta parte del Discurso del Método, en AT, VI, 31-36.


444 Aparecía ya, cómo no, en el famoso capítulo VI de El Mundo, AT, XI, 33:

«Or puisque nous prenons la liberté de feindre cette matière à notre fantaisie,
attribuons lui, s’il vous plaît, une nature en laquelle il n’y ait rien du tout que
chacun ne puisse connaître aussi parfaitement qu’il est possible». Famosa pala-
bra con una larga historia posterior, hasta el grito antileibniciano, y prueba de
una engorrosa falta de conciencia filosófica, del bueno de Newton: «Hypotheses
non fingo».
445 Alquié, engorrosamente, nos pregunta: ¿cuál es el primer principio?, ¿la

existencia del yo o el lazo lógico y necesario entre esta existencia y el pensa-


miento? Nota en A, I, 603.

238
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

podía ser el caso de la idea de un ser más perfecto que el mío, que,
manifiestamente, no había podido venirme de la nada, por lo que sólo
quedaba que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza verdadera-
mente más perfecta de lo que la mía era, incluso que tuviera todas las
perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea. ¡Hete aquí que yo
no era él único ser existente, puesto que Dios también estaba existente
y de él dependía en mi propia subsistencia! Por fin, en cuarto lugar, me
pondré, con Descartes, a la rebusca de nuevas verdades y llegaré a la
conclusión de que es Dios la garantía de toda evidencia, pues, tras las
dos certezas que llevamos, ninguna otra, incluida la del Mundo (carte-
siano), podemos adquirir que no ‘presuponga’ la existencia de Dios.
¡Qué importante este resultado, con la necesidad tan imperiosa que
teníamos de encontrar certezas!
Casi como por juego, nosotros que no creíamos en las certezas, nos
hemos dejado seducir por Descartes, y vean hasta dónde hemos llega-
do en nuestra búsqueda. Estamos ciertos de que nos descubrimos como
siendo en el acto de pensar, el cual, precisamente, constituye nuestro
ser. Estamos ciertos de que la existencia de Dios se da junto a la de
nuestro propio ser, sin que de ninguna manera la podamos poner en
duda sin ponernos nosotros en duda como seres por él creados y que
tenemos nuestra subsistencia de él, y sin cerrarnos a cualquier otra cer-
teza, que pasará, así, por la presuposición de la existencia misma de
Dios.
Ahora, precisamente ahora, que habíamos llegado a poder decir con
toda la fuerza maravillosa de la filosófica cartesiana: yo, con Descartes,
defiendo la causa de Dios, ¿nos atreveremos a poner en duda las lim-
pias y claras certezas adquiridas, para hablar luego de algo tan vago
como que nuestro pensamiento descansa sobre ‘emperramientos’? ¿No
nos hubiera valido más emperrarnos en quedarnos junto a Descartes,
protegiéndonos del duro invierno encerrados con él «dans un poêle»?

Hagamos camino al andar, de nuevo junto a Descartes, pasado ya el


riguroso invierno europeo, más allá de la duda, seguros de nuestras cer-
tezas. Asegurados con nuestras adquisiciones, podemos darnos cuenta446

446 Cf. Primera Meditación. Lo que digo está en el ‘Abregé des six Méditations

suivantes’ que el propio Descartes añadió a la traducción francesa, en AT, IX, 9.

239
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

de las ventajas de haber dudado de todo, particularmente de las cosas


materiales, al menos mientras no tengamos otros fundamentos de las
ciencias, puesto que la duda es un ejercicio para librarnos de los prejui-
cios y para acostumbrar a nuestro espíritu a apartarse de los sentidos,
para poder llegar a lo que descubriremos ‘ser verdadero’. Así alcanzamos
de nuevo447 lo de antes —ya algo distinto—, cada vez que profiero o
concibo con la mente: Ego sum, ego existo, es necesariamente verdad.
Aunque no sepa todavía con claridad lo que soy, estoy cierto de que soy.
Aunque el poderoso, malicioso y astuto genio maligno quiera, como
siempre, engañarme, me encuentro con que el pensamiento es un atri-
buto que me pertenece, yo soy, yo existo es verdad; ¿por cuanto tiem-
po?, tanto como piense. ¿Qué encuentro? Que soy una cosa que piensa,
una mente, un espíritu, un entendimiento, una razón [res cogitans, id est,
mens, sive animus, sive intellectus, sive ratio]. Pero ¿qué es una cosa que
piensa? Una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que
quiere, que no quiere, que imagina, que siente448. Pero yo soy el mismo
que siento, se me dirá que eso son apariencias falsas y que en realidad
duermo, sin embargo, es cierto por entero que veo, que oigo, que me
caliento —¡todavía!—, todo esto es lo que en mí se llama sentir, y esto
no es precisamente otra cosa que pensar449. Pasará lo que quiera con las
mis maneras del engaño, pero no puede ocurrir que cuando veo, o pien-
so que veo, yo que pienso no sea alguna cosa [ut ego ipse cogitans non
aliquid sim], por lo tanto se sigue que yo soy [videlicet me esse] 450.

447 Cf. Segunda Meditación, AT, VII, 23-34.


448 «Sed quid igitur sum? Res cogitans. Quid est hoc? Nempe dubitans, intelli-
gens, affirmans, negans, volens, nolens, imaginans quoque, & sentiens», AT, VII, 28.
¡Qué cerca y qué lejos estamos del Discurso del método! Parecería que el cuerpo,
con todos sus afectos, se nos cuela ahora en el núcleo mismo del ‘ser pensante’.
449 Nota de Alquié: antes imaginación y sensación habían sido excluidas, aquí

forman parte de mi pensamiento. «Et c’est bien la sensation, considerée dans son
évidence psychologique immédiate, qu’il atribue à la pensèe, qu’il tient pour une
pensée». «La pensée qui, jusque-là, apparaissait comme le résidu d’une analyse le
séparant du corps, apparaîtra comme la condition de la perception de ce corps
même», aunque, concluye, «l’esprit est plus certain que le corps», en A, II, 422-423.
450 Todo esto se encuentra, ya lo he dicho, en la Segunda Meditación, AT,

VII, 23-34. Pero no entendamos mal a Descartes, la idea de la mente es mucho


más distinta que cualquiera que tengamos del cuerpo: «Et sane multò magis dis-
tinctam habeo ideam mentis humanae, quatenus est res cogitans, non extensa
in longum, latum & profundum, nec aliud quid a corpore habens, quam ideam
ullius rei corpore», Cuarta Meditación, AT, VII, 53.

240
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

En las tres primeras Meditaciones, como señala Alquié, Descartes se


ha elevado, por medio del yo, hasta Dios; en la Cuarta Meditación se
inicia el movimiento inverso, volviendo al Mundo451. Aunque apenas
entraremos en la cuestión tan importante del error452, sí veremos, con
Descartes, que mis errores dependen de dos causas: del poder de cono-
cer [a facultate cognoscendi] que está en mí y de mi poder de elegir [a
facultate eligendi], o libre arbitrio, es decir, del entendimiento y de la
voluntad [ab intellectu & simul a voluntate]; por el primero solo nada se
afirma ni nada se niega, se perciben únicamente las ideas de las cosas;
la segunda, en cambio, la experimento tan vaga y tan extendida, que
no está encerrada en ningún límite453. Mi voluntad es infinita, interpre-
tamos con Alquié454. La voluntad de Dios, aunque mucho más eficaz y
extendida a infinitas cosas más, formal y precisamente considerada en
sí misma no es mayor que la nuestra455. ¿Cuál es, pues, la fuente del
error? Al ser la voluntad mucho más amplia y extensa que el entendi-
miento, me extralimito con ella a cosas que no entiendo, eligiendo el

451 Nota de Alquié, en A, II, 456. Exactamente: «ad caeterarum rerum cogni-

tionem deveniatur», AT, VII, 53.


452 Que no es una pura negación, sino más bien una privación de algún

conocimiento que hubiéramos podido tener, y cuya causa está en que nos
encontramos entre Dios y la nada, entre el soberano ser y el no-ser, participan-
do, pues, de la nada y del no-ser, nuestro poder es limitado, cf. AT, VII, 54-55.
«Mais cependant il est à remarquer que je ne traitte nullement en ce lieu du
péché, c’est-à-dire de l’erreur qui se commet dans la poursuite du bien et du
mal, mais seulement de celle qui arrive dans le jugement et le discernement du
vrai et du faux; et que je n’entends point y parler des choses qui appartient à
la foi, ou à la conduite de la vie, mais seulement de celles qui regardent les véri-
tés spéculatives et connues par l’aide de la seule lumière naturelle», cf. Abregé
des six Méditations, AT, IX, 11.
453 Cf. Cuarta Meditación, AT, VII, 56. La magnífica expresión «si vague et si

étendue» es un añadido de la traducción francesa, AT, IX, 45.


454 Nota de Alquié, en A, II, 460.
455 Nota de Alquié: «La liberté humaine est inférieure à celle de Dieu en ce

qu’elle s’étend à beaucoup moins d’objets et en ce qu’elle ne crée rien», en A,


II, 461. Galileo afirmaba lo mismo, pero para nuestra inteligencia en compa-
ración con la inteligencia de Dios. Véase ‘Galileo y la retórica de la naturale-
za: el mito cosmológico del nuevo Aristóteles’, capítulo 6 de este mismo libro.
Para Galileo la ‘comparación’ del hombre con Dios se hace por la inteligen-
cia, para Descartes, fino filósofo, por la voluntad. ¡Cuánto más interesante !
Todo en la ciencia será, pues, distinto para uno y para otro.

241
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

mal por el bien o lo falso por lo verdadero, por lo que me confundo y


peco456, porque la luz natural —luz natural de un entendimiento que ha
sido creado finito— nos enseña que la percepción —el conocimiento—
del entendimiento debe preceder siempre a la determinación de la
voluntad457.
En las Meditaciones, las certezas, pues, han sido puestas en otro
lugar, mucho más interesante, un lugar, qué duda cabe, lleno de nue-
vas posibilidades.

III. Y sólo se aventura hasta el “espíritu encarnado”

Entramos acá en algo central en nuestro propio discurso, pues lo


que nos interesa es ver de qué manera una cierta manera de plantear el
que ahora llamamos problema mente-cerebro, que se inicia en
Descartes, dicen458, impide, en definitiva, aceptar como válidas las estra-
tegias que emplea en la defensa de lo que es su fin principal: «c’est la
cause de Dieu que j’ai entrepris de défendre». Hace una afirmación neta
de la libertad del hombre, libertad que está en clara referencia a un
hombre que, ciertamente, es a la vez espíritu y cuerpo. Pero las rela-
ciones entre la res cogitans y la res extensa constituyen lo que es, en mi
opinión, el punto más flaco del cartesianismo.

456 Cf. Cuarta Meditación, AT, VII, 58, en conjunto, porque hay pequeños

añadidos, con la traducción francesa, AT, IX, 46. ¿No habíamos quedado, junto
a Descartes, que el pecado no tenía que ver con el error?
457 Cf. Cuarta Meditación, AT, VII, 60, en conjunto, porque hay pequeños

añadidos, con la traducción francesa, AT, IX, 47.


458 Normalmente, por ejemplo los Churchland, se sostiene un materialismo

recortador de todo lo que pueda quedar todavía de ‘alma-descerebrada’, dejan-


do para el futuro —¡un futuro al alcance de la mano, de su mano, claro!— la
prueba definitiva de lo que es, para ellos, desde ya, certeza asegurada. Algunos
piensan que Descartes cometió error. Así, A. R. Damasio, Descartes’ error.
Emotion, Reason, and Human Brain, Putnam, Nueva York, 1994. Mas, qué des-
precio el de D. Kambouchner, L’homme des Passions. Commentaires sur
Descartes, I, Analytique, p. 406: «dont la partie polémique [de Damasio] témoig-
ne toutefois de la plus totale ignorance de l’oeuvre et de la pensée de
Descartes». Y, sin embargo, sus tesis son novedosas en este dichoso asunto del
‘problema mente-cerebro’: a) la razón no es pura, sentimientos y afectos se rela-
cionan con ella, están cogidos en sus redes; algunos aspectos del proceso de

242
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

Puede sorprender, a primera vista, que Ferdinand Alquié termine el


capítulo dedicado a lo que denomina “espíritu encarnado” con estas
palabras: «La encarnación del espíritu, que constituye el ser del hombre,
no aparece, por tanto, mas que como un hecho»459. Vamos a ver que el
pensamiento cartesiano no es en absoluto —y cada vez menos confor-
me el filósofo francés sigue reflexionando y añadiendo nueva comple-
jidad a su pensamiento— una mera dicotomía entre espíritu, o alma, y
cuerpo, los que sólo conectarían, quizá, a través del cerebelo. Mas,
finalmente, el problema del ser del hombre, en su dualidad de alma y
cuerpo, aunque la experiencia nos diga sin vacilación posible la unidad
esencial de ambos en ese ser del hombre, no tiene solución para
Descartes. De ahí que, según Alquié, sólo llegue hasta la concepción del
hombre como un “espíritu encarnado”.
Una impresión muy neta se destila del estudio de esta cuestión. Para
Descartes, el espíritu, el alma, es lo primero y principal, el anhelo pro-
fundo del hombre que encuentra ser y del que habla. Sólo tras esa pri-
mordialidad, de manera segunda —aunque no secundaria—, desde sus
alturas, siendo conscientes de lo definitivo, que somos cogito, seres
pensantes, deberemos luego descender hasta el cuerpo. Aunque, es
verdad, este verdadero descenso se nos dé como una situación de
hecho, de experiencia vital de la que no podemos zafarnos, como no
sea mediante el engaño. Mas, sin embargo, el nuestro es un espíritu
finito, el que se nos ofrece en esta parte que es la nuestra del Mundo
[cartesiano]460, creación de Dios, creación del Espíritu, por tanto, a quien

emociones y sentimientos son indispensables para la racionalidad; las estrate-


gias de la razón humana tienen que ver con los mecanismos de regulación bio-
lógica de los que ellos son expresión notable; b) la esencia del sentimiento no
es una esquiva cualidad mental ligada a un objeto, sino la percepción específi-
ca de un paisaje, el del cuerpo; los sentimientos serían, así, como una ventana
abierta sobre una imagen actualizada de la estructura y del estado de nuestro
cuerpo; c) el cuerpo, como representado en el cerebro, puede constituir el
armazón de referencia indispensable que experimentamos como mente; pensa-
mientos y acciones usan el cuerpo como norma. Vea el atinado lector que yo
mismo estoy junto a esas deliciosas tesis.
459 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 317.
460 El Mundo a cuya creación por Dios asistimos de la mano de Descartes,

quien, con el pérfido desparpajo de un ‘contador de fábulas’ —una ‘fábula’, no


una ‘novela’—, nos lo relata en el increíble capítulo VI de El Mundo o el Tratado
del Hombre, AT, XI, 31-36.

243
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

todo se lo debemos, que nos sostiene actualmente, y que es la garantía


de cualquier conocimiento, incluido todo conocimiento científico. Pero
el que las cosas del espíritu sean así, siempre puede dejarnos melancó-
licos de ese Espíritu que lo creó todo —y casi cualquier melancolía
puede ser radicalmente malvada—. El hombre, pues, un espíritu que
termina siendo —aunque también comienza siendo— un “espíritu
encarnado”, pero que lo es como con pena, con nostalgia de lo que no
es ni puede nunca llegar a ser. Por eso, ambiguamente, como manera
de conocer lo que se nos da en el Mundo [cartesiano] y como manera
de recrear en el conocimiento el ser objetivo de lo que las cosas del
Mundo [cartesiano] son y de lo que sea el mismo Mundo [cartesiano],
el conocimiento científico ocupa un lugar decisivo en Descartes; lugar
decisivo y, sin duda, lugar inquietante. Porque tiene la certeza de la
experiencia vital de la corporalidad, aunque no consiga elaborar su
verdadero ser como objeto científico, no puede quedarse en la afirma-
ción suprema de un espíritu lleno de potencia —que iría, además, en
contra de su certeza de ser un espíritu finito— ni en la afirmación cien-
tífica del hombre como un mero cuerpo mecanizado por completo,
como el de los demás animales —que entonces dejaría fuera de noso-
tros la experiencia elemental con la que nos encontramos, los senti-
mientos y las afectividades de la pasión—. ¿Qué hacer? No tomar par-
tido y mantenerse por encima de todo en esa ambigüedad terrible,
paradójica, inentendible.
Mas me pregunto si una cierta manera de adentrarse en el proble-
ma de la libertad —y del cuerpo— desde la razón en sí misma, y la
posibilidad de la elección razonable —aunque pueda esta llegar a ser
des-razonable—, por más que pueda llevar al descubrimiento pasmo-
so de la voluntad, no es todavía sino haberse quedado sólo en el
“espíritu encarnado”, una razón que tiene sus pesanteces particulares,
todas ellas pesanteces de la razonabilidad; pero creo que así no se
llega a aquello que me parece el meollo del asunto, y desde el que no
veo cómo se plantee de verdad el problema de la moral: la carnalidad
que nos constituye, no como un punto de atracción que despista a
nuestra razón, que la seduciría arrancándola de sí misma para aherro-
jarla allá donde ya no sería razón, sino como un horizonte en el que,
para todo lo bueno y para todo lo malo, se nos da la razón como una
bellísima flor.

244
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

Alquié plantea así la inspiración central cartesiana de la libertad


humana, cuya evidencia, dice, nunca es sacrificada por Descartes a la
coherencia y al cuidado del sistema: «nuestra intuición del infinito nos
enseña que la potencia de Dios no podrá tener límites, nuestra expe-
riencia interior nos enseña que somos libres y que nuestra libertad no
es otra cosa que nuestra voluntad»461. Lo importante en Descartes, según
Alquié, es el «poder absoluto de la elección que puede decir que no
incluso al bien y al ser; al hombre pensante y razonable se opone el
hombre libre»462. La libertad es decisiva y está ligada a la voluntad hasta
el punto de confundirse con ella, y ya hemos visto lo decisiva que la
voluntad ha resultado ser para él. Que Descartes sostenga a la vez tan-
tas cosas como quiere sostener, por ser verdades que le ha sido dado
conocer, le permite situar al hombre de manera exacta y, de esta mane-
ra, fundar una moral. Esto es lo que se le plantea, sobre todo, en su
correspondencia con la princesa Elisabeth y, luego, en la redacción del
último libro que publicó en vida, su Tratado de las Pasiones.
Descartes irá haciendo una luz cada vez más viva, dice Alquié, en la
ambigüedad fundamental que nos hace hombres, la ambigüedad entre
la atracción por el valor y la independencia de la elección463, aspecto
este sobre el que cada vez se fija más. Así, utilizando de nuevo a Alquié,
puede resumirse la cuestión. El uso puro de la razón produce en
Descartes tal optimismo que le hace olvidar lo que Alquié llama el
drama del hombre y el misterio del pecado. Lo que el razonable hom-
bre cartesiano, acorde con la creación, busca, lo hemos visto ya
hablando de la voluntad, es no ser empujado por solicitaciones exter-
nas a sí mismo; pues la libertad le parece en ese momento la determi-
nación por el deseo de los fines que se plantea, «y, sin embargo»,
diciéndolo con la bella fórmula de Alquié, «en el mismo momento en
el que me siento llevado, predispuesto hacia el Ser y hacia el Bien, sé

461 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 282.

«La liberté de notre volonté se connaît sans preuve, par la seule expérience que
nous en avons» Principios, 39, AT, IX-2, 41; «Il n’y a (...) personne qui, se regar-
dant seulement soi-même, ne ressente et n’expérimente que la volonté et la
liberté ne sont qu’une même chose», Respuesta a las Terceras Objeciones, 12, AT,
IX, 148.
462 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 289.
463 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 285.

245
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que puedo rechazarlos, y sin duda que es en ese vértigo en donde


descubro lo más profundo de mi ser. La razón no constituye la totali-
dad de lo que soy, ella no es la medida ni del Ser ni de mi ser»464. La
libertad creada, la voluntad, es infinita en su poder de elección, pero
su actividad viene doblada por una pasividad, su dependencia del
entendimiento —ya lo sabemos—, que es el lugar en donde se
encuentra con lo que no es ella misma y con la voluntad divina.
Separada del entendimiento sólo será ceguera; junto a él, dependen-
cia. Frente a Dios, principio finito. Así, la libertad creada, la voluntad,
será siempre más que el entendimiento, una fuerza que nada podrá
satisfacer y que no podrá agotarse en ninguna finitud. De ahí esa terri-
ble ambigüedad en la que el hombre vivirá por siempre. «Así, el sen-
timiento exacto de los límites de la condición humana, la idea de que
no tengo elección más que entre la sumisión a lo que es y el movi-
miento hacia la nada, junto al deseo de ser que habita en el hombre,
devienen principio de sabiduría»465. ¡Qué lejos estamos de la
‘Sabiduría’ que reposaba sobre certezas, tal como nos apareció en
medio del parágrafo segundo!

¿Será la cuestión de la libertad la que pone una pavorosa carga de


profundidad en el ‘cartesianismo establecido’? Porque, si todo está per-
fectamente establecido en el Mundo [cartesiano] de la res extensa —y
¿qué es el cuerpo sino una parte de él, un trozo particularmente com-
plejo de esa res extensa ?— según las leyes de la mecánica que la rigen
por entero, ¿dónde queda la libertad del hombre?
Y, sin embargo, lo sabemos desde el mismo momento en el que
comienza a surgir el pensamiento en Descartes: «el Señor ha hecho tres
maravillas: las cosas de la nada, el libre arbitrio y el Hombre-Dios»466.
Ahí queda muy patente lo que es la estupefacción primera que origina el
pensar cartesiano. Luego, claro, las cosas van por donde pueden en ese
pensar, aunque nunca abandonará lo que mana de la fuente originaria de
su filosofía. ¿Será la cuestión de la libertad lo que, en el imponente curso

464 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 286.


465 Hermosísima página en F. Alquié, La découverte métaphysique de l’hom-
me chez Descartes, p. 296.
466 Cf. final de las Olímpicas, A, I, 63. Era en noviembre de 1619. A ese texto

nos hemos referido al comienzo del capítulo, en la p. 226.

246
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

de sus pensamientos, le impide abandonar sus preocupaciones origina-


rias, y por tanto lo que he llamado el fin principal en el esfuerzo de su
pensar?
En diciembre de 1639 aparece en una carta a Mersenne un tema de
las Meditaciones: que tengamos el deseo de todas las perfecciones, tam-
bién de todas las que creemos están en Dios, viene de que «Dios nos
ha dado una voluntad que no tiene límites», y por causa de «esta volun-
tad infinita que está en nosotros», podemos decir que nos ha creado a
su imagen467; mas nos da que pensar que esta aparición de nuestra
‘voluntad infinita’ se nos ofrezca en una contextura frontalmente crea-
cionista-bíblica. ¿Quizá porque por entonces, por cuenta de Arnauld, lee
a san Agustín468? La libertad se precisa como «un poder real y positivo
de determinarse», poder que «está en la voluntad», mientras que en el
entendimiento no hay sino luz469, la luz natural de la que antes hemos
hablado. En el inmenso campo en el que Descartes inquiere sobre la
libertad de indiferencia y de elección, voy a fijarme ya sólo en un punto:
la afirmación rotunda y expresa de que la libertad de nuestra voluntad
se conoce sin prueba, por la sola experiencia que de ella tenemos470.
Mas Descartes, por entonces, nos añade todavía al pensamiento un
detalle fantástico: si por corporal entendemos todo lo que puede afec-
tar al cuerpo de cualquier manera que sea, entonces el espíritu deberá
decirse también corporal, pero si entendemos por corporal lo que está
compuesto por esa substancia que llamamos cuerpo, ¡ah! entonces las
cosas son muy distintas471. ¿Lo olvidaremos? Pero nos encaminamos ya
hacia la correspondencia tan importante para el pensamiento cartesiano
con la princesa Elisabeth, que originará su última obra publicada en
vida, el Tratado de las Pasiones.

467 Carta a Mersenne del 25 diciembre 1639, A, II, 153. Descartes, siempre

tan cuidadoso de no hablar de ‘infinito’, sino de ‘ilimitado’, guardando la infi-


nitud para Dios, no sólo no teme emplearlo, sino que, haciéndolo, muestra el
lugar absolutamente nuevo que ocupa el hombre, por medio de su ‘voluntad
infinita’, más aún que por su entendimiento, siempre limitado, en lo que es el
conjunto entero de su Mundo.
468 Por ejemplo, cf. carta a Mersenne del 21 abril 1641, A, II, 325-326.
469 Carta del 2 mayo 1644 al jesuita Denis Mesland, A., III, 72-73.
470 Cf. Principios, I, 39, AT, IX, II, 41.
471 En la larga e importante carta latina de agosto de 1641 a un desconoci-

do, que ya el mismo Descartes denomina como el Hiperaspistes, cf. A, II, 362.

247
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Llegó, pues, el momento de adentrarnos en el problema de la unión


substancial de alma y cuerpo, tal como lo planteó Descartes.
Recordaremos, para empezar, lo que todo el mundo sabe, que el
Tratado sobre el Hombre, obra primeriza y no publicada en vida de su
autor, nos hace una descripción impecable de cómo es el cuerpo huma-
no, considerado como una máquina y dentro de un contexto de expli-
cación inexorablemente mecanicista. Así pues, en esta vuelta atrás, toda-
vía estamos en la ‘fábula’ que nos relata Descartes desde el capítulo VI
de El Mundo, ya que el tratado al que nos vamos a referir es, como se
sabe, la segunda parte de un conjunto formado por ambos.
El tratado comienza con estas palabras: «Esos hombres [los de la
fábula] estarán compuestos, como nosotros, de un Alma y de un
Cuerpo. Y es necesario que, en primer lugar, les describa aparte el cuer-
po, después, también aparte, el alma, y, por fin, que les muestre cómo
esas dos naturalezas deben estar juntas y unidas, para componer los
hombres que se nos asemejan»472. Todo un programa, del que ahora, en
este tratado, desarrollará sólo el primer aparte, el del cuerpo de esos
‘hombres-fábula’, cuya máquina es semejante a la nuestra. Ahora, pues,
se explicará la máquina que somos, aunque bien claro queda —por
ahora— que el hombre es más complejo que su máquina. El tratado en
su conjunto es pasmoso, con una inteligentísima explicación mecánica
del funcionamiento de las partes del cuerpo humano y de su conjunto,
haciendo del hombre, o, mejor, del cuerpo humano, un hombre-meca-
no. Cierto que en alguna ocasión nos encontramos con que a Descartes
parece írsele la mano al decir respecto a cierto funcionamiento corpo-
ral que no interesa aquí, por ejemplo, «mais qu’il est tellement disposé»,
clara alusión finalista473. O al afirmar que, «cuando una Dios un alma

472 Tratado del Hombre, AT, XI, 119-120.


473 Tratado del Hombre, AT, XI, 140. Igualmente: «le mouvement qu’ils
[importa poco ahora saber qué filamentos] causeront dans le cerveau donnera
occasion à l’âme, à qui il importe que le lieu de sa demeure se conserve, d’a-
voir le sentiment de la douleur», (144); «et qui pourront par se moyen faire sen-
tir à l’âme un goût agréable» (146). Ocasiones, también, de una extrema ambi-
güedad: «De là vient aussi que l’âme ne pourra jamais voir très distinctement
qu’un seul point de l’objet à chaque fois, (...)» (157); «l’âme pourra connaître la
situation de cet objet, (...)» (159), lo que se repite en numerosas ocasiones, el
alma «jugera» (160); «et ainsi l’âme, qui ne la sentira que par l’entremise des
parties du cerveau, ne manquera pas pour lors de se tromper» (161, cf. 162);

248
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

racional a esta máquina, como pretendo decírselo después, le dará su


lugar principal en el cerebro y la hará de tal naturaleza» que, según las
entradas de ciertos poros que existen en su superficie interior, que serán
abiertas por medio de los nervios, «tendrá diversos sentimientos»474. En
la glándula pineal, que estudia con gran detenimiento, se encuentra el
lugar de la imaginación y del sentido común, «que deben ser tomadas
por las ideas, es decir, por las formas o imágenes que el alma razona-
ble considerará inmediatamente, cuando, estando unida a esta máqui-
na, imagine o sienta alguna cosa»475. Las cosas se ponen mejor aún, eco-
nomizaremos, porque cuando haya un alma, «podrá algunas veces sentir
diversos objetos por entremedio de los mismos órganos, dispuesto de
la misma manera, y sin que haya nada que se cambie» en la glándula
pineal476. Cierto que, en el límite, todo esto se puede decir, como nos
señala Alquié, porque Descartes parte de una máquina que ha sido
construida por Dios para, luego, adjuntarle un alma477. Pero qué fácil
resulta un oportuno y ajustado corte para que una cierta comprensión
radicalmente materialista del ‘problema mente-cerebro’ encuentre en
Descartes uno de sus mejores valedores. Termina el tratado afirmando
que las funciones descritas en él «se siguen todas naturalmente, en esta
máquina, de la sola disposición de sus órganos, ni más ni menos que
hacen los movimientos de un reloj, u otro autómata, de sus contrapesos
y de sus ruedas; de suerte que no hace falta en absoluto concebir para
ellos ninguna otra alma vegetativa, ni sensitiva, ni ningún otro principio

«Ce qui sera cause que l’âme étant unie à cette machine concevra l’idée géné-
rale de la faim» (163), de la sed, de la alegría, de la tristeza (164).
474 Tratado del Hombre, AT, XI, 143. Nota de Alquié: «A ce point seulement

Descartes fait intervenir la conscience. Elle se superpose à la machine, qui peut


marcher sans elle, comme on le voit du reste chez l’animal», en A, I, 407.
Bastará, pues, abandonar la ‘superposición’ para que el materialismo se cierre
sobre sí.
475 Tratado del Hombre, AT, XI, 177. Nota de Alquié: «Descartes semble

admettre ici une présence de l’organique au mental, ce qui lui permet de nom-
mer idées les conditions physiques de nos sensations. Il semble donc qu’à cette
datte sa métaphysique ne soit pas clairement constituée», en A, I, 450. ¡Menos
mal! ¿Se comprende la ambigüedad terrible de una cierta lectura tan fácilmente
posible del Hombre-Máquina cartesiano, inserto como parte de un Mundo
meramente material?
476 Tratado del Hombre, AT, XI, 183.
477 Cf. nota de Alquié, en A, I, 460.

249
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

de movimiento y de vida, que su sangre y sus espíritus [digamos, fuer-


zas naturales], agitados por el calor que calienta continuamente en su
corazón, y que no es en absoluto de otra naturaleza que los demás fue-
gos que están en los cuerpos inanimados»478. La biología, ciertamente, es
una parte de la física, y el cuerpo, qué duda cabe, pertenece a la física.
La Dióptrica contiene un inicio de solución, en su discurso cuarto,
sobre los sentidos en general, de entre los cuales es el de la vista el más
estudiado, tanto ahora como antes en el Tratado sobre el Hombre. El
planteamiento es claro: «Se sabe ya suficientemente que es el alma la
que siente, y no el cuerpo»479. Pero ¿cómo lo sabemos? Cuando se da el
éxtasis, el cuerpo queda como al margen, sin sentimiento480; el alma no
siente en cuanto que está en los miembros que sirven de órganos del
sentido, sino en tanto que está en el cerebro, como se ve con heridas y
enfermedades que, afectando sólo al cerebro, impiden generalmente
todos los sentidos; por intermedio de los nervios, las impresiones que
hacen los objetos en los miembros exteriores «llegan hasta el alma en el
cerebro»481. Sí, deberemos tener cuidado, con Descartes, en suponer
que, para sentir, el alma tenga necesidad de «contemplar algunas imá-
genes que sean enviadas por los objetos hasta el cerebro, como hacen
comúnmente nuestros filósofos», pues «hay otras cosas además de las
imágenes que pueden excitar nuestro pensamiento, como, por ejemplo,
los signos y las palabras, que de ninguna manera se parecen a las cosas
que significan»482. No deje de notarse, por favor, la novedad radical que

478 Tratado del Hombre, AT, XI, 202. Con estas palabras se cierra el conjun-

to de la obra cartesiana El Mundo y Tratado del Hombre.


479 Dióptrica. VI, 109.
480 Alquié se pasma de que el argumento no sea en absoluto metafísico o

filosófico, sino experimental: con el alma en éxtasis, el cuerpo, aunque someti-


do a excitaciones, cesa de sentir. Nota de Alquié, en A, I, 682.
481 Para saber de qué manera deberíamos estudiar cómo son los nervios y

cómo transmiten hasta el cerebro las señales que reciben, pues todo es hoy tan
igual y tan distinto de lo fisiología cartesiana, que no merece la pena, creo,
entrar en ello. Lo que nos parece tan obvio estudiando el pensamiento carte-
siano, ¿por qué no nos habría de parecer igualmente obvio al estudiar el pen-
samiento de los Churchland o Crick? ¿Es que las indicaciones ‘técnicas’ del
momento se substituirán al razonamiento filosófico que tiene en cuenta la reali-
dad de lo que nos va siendo? ¿Es que substituirán el razonamiento filosófico por
indicaciones técnicas que buscan, seguramente, confundir al cándido lector?
482 Dióptrica. VI, 112.

250
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

Descartes introduce aquí. Pero incluso, continúa, aunque consideremos


imágenes, la cuestión está en saber que son imágenes formadas en
nuestro cerebro, y que la cuestión es «saber cómo pueden dar un medio
al alma para sentir todas las diversas cualidades de los objetos a los que
se refieren, y en nada cómo guardan su semejanza con ellos», como
acontece —maravillosa metáfora, que llegará lejos— cuando un ciego
toca algunos cuerpos con su bastón, lo que «da ocasión a su alma de,
sin embargo, sentir diversas cualidades de los movimientos que son
causados por ellos en su cerebro»483.
La Meditación Sexta vuelve a nuestro asunto484. Al comenzar, fruto
de las meditaciones anteriores, sabemos, con Descartes, que puede
haber cosas materiales, ya no tenemos duda de que así sea, con tal de
que se sea capaz de concebirlas con distinción. Además, tenemos en
nosotros la capacidad de imaginar, de la que sé por experiencia que,
aplicándome a la consideración de las cosas materiales, consigue per-
suadirme de su existencia. Pero en ella, como resume Alquié, intervie-
ne una realidad extranjera por naturaleza al espíritu, el cuerpo485. Tengo
necesidad, pues, de una virtud de imaginar, distinta del poder de con-
cebir, que de ninguna manera es necesaria a mi naturaleza o esencia,
dependiente de alguna cosa que difiere de mi espíritu; no estamos ya
ante la pura intelección, en la que el espíritu se vuelve hacia sí mismo,
sino que, imaginando, nos volvemos hacia el cuerpo. Pero ¿hay cuer-
pos? La imaginación actuaría de esa suerte si los hubiera, no se me ocu-
rre otra explicación, por lo que conjeturo que probablemente los hay.
Además de imaginar esa naturaleza corporal, objeto —por ser exten-
sión— de la matemática, imagino muchas cosas más, colores, sonidos,
sabores, etc. Al llegar acá me pregunto, ¿qué es sentir?, ¿de las ideas que
recibo en mi espíritu por esta manera de pensar, sacaré alguna prueba

483 Dióptrica. VI, 113-114. Justo entonces comienza con estas palabras el

quinto discurso: «Vous voyez donc assez que, pour sentir, l’âme n’a pas besoin
de contempler aucunes images qui soient semblables aux choses qu’elle sent;
mais cela n’empêche pas qu’il ne soit vrai que les objets que nous regardons en
impriment d’assez parfaites dans le fond de nos yeux: (...)»
484 Déjeseme, como ya he hecho antes, que haga una paráfrasis, para no car-

garme demasiado, de la primera mitad de la Meditación Sexta, AT, VII, 71-81


[tr. francesa, AT, IX, 57-64].
485 Nota de Alquié, en A, II, 481.

251
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

concerniente a la existencia de las cosas temporales? Reharé el camino


ya andado: sacaré de mi memoria las cosas que anteriormente tenía por
verdaderas; examinaré otra vez las razones que me llevaron a revocar-
las en la duda; por fin, consideraré lo que ahora deba creer. Creía a las
cosas enteramente distintas de mi pensamiento, a saber, de los cuerpos
de donde procedían esas ideas, al experimentar que se presentaban a
él sin pedir mi consentimiento, de suerte que no podía sentir ningún
objeto, por mucha voluntad que tuviese, si no se encontraba presente
en el órgano de uno de mis sentidos, y cuando se encontraba ahí, no
estaba en mi poder no sentirlo486. Parecían, pues, no proceder de mi
espíritu; al contrario, esas cosas eran semejantes a las ideas que causa-
ban, hasta el punto de persuadirme con facilidad que no tenía ninguna
idea que no hubiera pasado antes por los sentidos. ¿Y de la duda qué?
Porque, ya lo sé, he encontrado error en muchos juicios fundados sobre
los sentidos exteriores, e incluso interiores. Mas desde que aprendo
mejor a conocerme a mí mismo y a descubrir más claramente al autor
de mi origen, aunque es verdad que Dios podría producir que yo pen-
sara todas las cosas clara y distintamente como las concibo —mas Dios
es veraz—, basta que pueda concebir clara y distintamente que soy una
cosa que piensa, una idea de mí mismo, y que tenga una idea distinta
de mi cuerpo en cuanto que es una res extensa, y que por tanto no
piensa, para que sea cierto que ese yo, es decir, mi alma, por el que soy
lo que soy, es entera y verdaderamente distinto de mi cuerpo, y que
puede ser y existir sin él. Imaginar, sentir, facultades distintas de mí,
ligadas a alguna substancia corporal, extensa, y no a una substancia
inteligente, una cierta facultad pasiva de sentir, que de nada podría ser-
vir sin una facultad activa capaz de formar y producir ideas; pero esa
facultad activa no puede estar en mí, pues sólo soy cosa que piensa,
por lo que debe estar en alguna substancia diferente de mí, en la que
toda la realidad, que está objetivamente en las ideas que son produci-
das, esté contenida formal o eminentemente, sea un cuerpo, sea Dios
mismo. Pero, ya lo sabemos, Dios no es engañoso, por lo que hay que
confesar que hay cosas corporales que existen. ¿Son como las percibi-
mos por los sentidos? No. Tengo, pues, un cuerpo, pero la naturaleza me

486 El que no necesiten ‘pedir mi consentimiento’ le hace decir a Alquié:

«Tant il est vrai que le cogito est pour lui [Descartes] volonté», en A, II, 484.

252
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

enseña que no estoy alojado en él como un piloto en su navío, «sino que,


más que eso, estoy muy estrechamente unido a él y tan confundido y
mezclado con él, que constituyo un solo todo con él»; todos esos senti-
mientos son como «ciertas formas confusas de pensar, que provienen y
dependen de la unión y como de la mezcla del espíritu con el cuerpo»487.
Terminarán así, abruptamente, mis paseos filosóficos junto a
Descartes. Le he querido seguir a pequeños pasos mientras él daba
grandes zancadas, esperándome, sin embargo, en los recodos. Debo
confesar algo con absoluta humildad: con tan exiguos medios, sin espa-
cio y sin tiempo, es vano el empeño de querer abordar el pensamiento
cartesiano, sobre todo para proseguir en lo tocante a esa parte de él que
sería la más importante para lo que estas páginas hubieran querido, su
concepción de Dios y las pruebas de su existencia.

IV. Mientras que nuestro pensamiento descansa sobre ‘emperramientos’

Pero descansar sobre ‘certezas’ no es posible hoy para quien, como


Descartes, quiere defender la causa de Dios. Es verdad, lo hemos visto,
la certeza ha evolucionado inmensamente en Descartes. Parecía, al
comienzo, una certeza asegurada, aseguradora, para llegar de sopetón,
al final, a una certeza casi humilde de la existencia del cuerpo y, sobre
todo, para ser una certeza insegura, voluntativa. Mas este cambio majes-
tuoso se hace sólo en uno de los respectos de la filosofía cartesiana,
precisamente el que me parece más importante, lo tocante a la subjeti-
vidad y, especialmente, a la voluntad, voluntad libre, libérrima.

487 Meditación Sexta, AT, VII, 81 [tr. francesa, AT, IX, 64]. Nota de Alquié: «En

outre, si Descartes accorde que je fais un seul tout avec mon corps, il ne va pas
jusqu’à dire que l’union constitue une vrai substance», A, II, 492-493. De una
manera más esquemática y organizada vuelve a hablar Descartes de su solución
al ‘problema mente-cerebro’ en sus Principios de la filosofía, final de la cuarta
parte, artículos 189 a 198, AT, IX, II, 310-317. Hubiera sido también interesante
ver cómo la cuestión de la transubtanciación eucarística es para él la prueba de
su concepción de la unión entre alma y cuerpo (cf. Meditaciones, Cuartas y
Sextas Respuestas; cartas a Vatier de febrero 1638, a Mersenne de 28 enero y 18
marzo 1641, a Mesland de 2 mayo 1644, 9 febrero y mayo 1645, etc.). ¡Uf!,
demasiado para el espacio y para el tiempo. Véase, sin duda, D. Kambouchner,
L’homme des Passions. Commentaires sur Descartes, I, Analytique, pp. 36 ss.

253
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Por el contrario, la física, el estudio del Mundo [cartesiano], no pier-


de con los años y la reflexión ni una pizca de su certeza. La parte gali-
leana de Descartes mantiene fieramente sus certezas, porque las suyas
son certezas matemáticas de un Mundo matematizado y de un razona-
miento científico, el nuestro, que sigue los derroteros que le muestran
el álgebra y la geometría, llevándonos así al conocimiento cierto y ver-
dadero de ese Mundo [cartesiano], sin que haya —en el horizonte—
espacios de vago misterio. Mundo [cartesiano] de las certezas matemá-
ticas, convertidas así en certezas aseguradas y aseguradoras. Ese Mundo
[cartesiano] es fácilmente cognoscible, dentro de las infinitas dificultades
de hacer fácil el conocimiento. Entre la razón que vamos a llamar cogi-
tante y el Mundo [cartesiano] hay total sintonía. Bien es verdad que, no
lo podemos olvidar, porque hay un Dios que lo creó y nos creó, por-
que es un Dios veraz que nos asegura la veracidad de nuestros conoci-
mientos, si es que los realizamos racionalmente y con los cuidados
metódicos exigibles, y porque ese Dios sostiene providentemente su
obra y su veracidad; por todo esto, llegamos con nuestras ideas a cono-
cer los objetos del Mundo [cartesiano], incluso sus leyes, pues el Mundo
[cartesiano] es un mundo matematizado y nuestro pensamiento puede
seguir esos rumbos, adivinarlos, predecirlos. Todo reside, por tanto, en
una cuestión de ascética del entendimiento. Con ella, todo conocimien-
to del Mundo [cartesiano] mediante el entendimiento nos es posible.
Sí pierde, en cambio, todas sus ‘certezas’ la convicción que Descartes
va adquiriendo de lo que sea el hombre, de cómo conducimos, y nos con-
ducen, nuestra acción volitiva y nuestras pasiones, y, a la vez, la convic-
ción de qué manera somos un único ser y no una indeleble dualidad de
cuerpo y alma. Es aquí donde todas las certezas aseguradoras de Descartes
tiemblan y caen, haciéndonos —¿casi?— perder pie. Adquiere otras cer-
tezas, es verdad, pero tienen que ver con las convicciones, con los fines,
con los afectos, con los deseos, con la libertad suprema de elección,
incluso con la corporalidad. Ya no son certezas que nos aseguran una
acción de conocimiento, de estar en el lugar justo, de haberse compro-
metido con la ascética justa. Ahora son certezas, pero certezas de la ambi-
güedad de la condición humana, de la pesantez de la corporalidad488,
488¿Por qué no de la carne? Ahí está, creo, mi punto de desacuerdo global
con Descartes. ¿No está ahí, también, mi único punto de desacuerdo —pero tan
importante, quizá— con la filosofía de Nicholas Rescher?

254
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

que nada tiene que ver con la extensión, de la capacidad infinita de elec-
ción que se nos da en la voluntad, pero una capacidad que desborda por
completo el horizonte de cualquier acción de la razón, que va mucho
más allá incluso de cualquier deseo del fin primordial, que nos deja,
quizá, ante la atracción hipnótica de la nada. ¡Qué Descartes tan distin-
to del que esperábamos! Pero si hasta ahora, en este nuestro trabajo,
nuestros pensamientos se han dejado llevar tantas veces por los carte-
sianos, ¿cómo lo abandonaríamos en este preciso momento?
Confieso que al término de este estudio mi manera de ver la filoso-
fía cartesiana ha variado profundamente en este aspecto de la certeza.
Comencé teniendo un enemigo, porque siempre hay que tener algún
enemigo para echarse al ruedo del pensar, y este enemigo era todo
aquel que hiciera en la obra y el pensamiento cartesianos unas limpias
incisiones para asentarse en sus certezas dejando de lado las subjetivi-
dades del cogito. De manera que todo en él quedara resuelto en pen-
sar un mundo, el Mundo [cartesiano], que funcionara de modo perfec-
tamente mecánico, un mundo en definitiva de la sola res extensa, por
más que, cómo negarlo, para Descartes hubiera todavía una res cogi-
tans, pero que había establecido una fuerza de persuasión científica tan
grande en su modelo de pensamiento que ya no quedaba duda:
Descartes había sentado las bases para decir que no sólo en el Mundo
[cartesiano], sino en el mundo a secas, es decir, en la realidad de lo que
nos es dado, todo es res extensa, en definitiva mera materia. Una hipó-
tesis que se ha ido esclareciendo hasta tener una convicción: sólo queda
el ‘problema mente-cerebro’ para que el Mundo [cartesiano] y el mundo
coincidan sin más. En esta hipótesis desiderativa, el dualismo cartesia-
no era, simplemente, un accidente del camino, un tomar conciencia
definitiva de algo que es mero espejismo: la interioridad. De esta mane-
ra se podían heredar de Descartes las certezas aseguradoras.
Pero Descartes se ha tomado la revancha de un grandísimo filósofo,
por eso he terminado en mis investigaciones por ver cómo en él se
planteaba al final la relación entre el alma y el cuerpo de una manera
profundamente ligada con la libertad —problema fundante, para él y
para mí, problema menor para tantos habladores del problema ‘mente-
cerebro’ y de la artificialidad mecánica de la inteligencia—, la libertad,
la experiencia más profunda que tenemos de aquello que somos.
Pensábamos en un principio, con Descartes, ser entendimiento

255
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

—razón, razón iluminativa, en cuanto que razón iluminada por la luz


natural—, y nos encontramos siendo radicalmente voluntad489. Un pensa-
dor, ahora, palpitante, cercano, queridísimo. Y, sin embargo, ¿dónde
poner todas sus primeras certezas aseguradoras y, sobre todo, aunque
procedan de esa fuente, dónde poner ese mundo, esa realidad, que es,
sin más, el Mundo [cartesiano] de la extensión, tan susceptible de hacer-
se el mundo de una realidad meramente material? ¿Deberemos hablar
de dos Mundos [cartesianos] que se debaten en el enfrentamiento y la
ambigüedad, un mundo físico en el que entramos por la inteligencia,
mundo gobernado por ella —quizá desde algún nuevo cerebelo—,
mundo de la certeza y de la falsedad, y un mundo moral, mundo que
es desvelamiento de la voluntad, mundo de la rebeldía y del someti-
miento, mundo del pecado y de la gracia, mundo del bien y del mal?
Mas ¿serán dos mundos sin conexión? ¿Habrá dos mundos, dos mundos
enfrentados, dos mundos en guerra? Más aún, llegados aquí, ¿qué pasa
con la ‘defensa de la causa de Dios’?
Ahora bien, si hoy no podemos descansar sobre ‘certezas’, ¿debere-
mos por ello dejar de defender esa causa cartesiana que era el fin prin-
cipal de su pensar? Entonces, pero sólo al principio, en la primera parte
de nuestro estudio cartesiano, el descanso de la Sabiduría podía darse
sobre certezas; hoy únicamente sobre emperramientos. ¿Podremos,
luego, retomar como nuestra la segunda parte de la filosofía cartesiana?
Esta diferencia, en la primera parte, diferencia entre ‘certezas’ y
‘emperramientos’, tiene consecuencias decisivas para la defensa de la
misma causa que era la de Descartes. Pero habrá que preguntarse tam-
bién por qué no fue posible establecer esa defensa en los lugares en

489 Permítame una confidencia el sufrido lector, llegado hasta acá conmigo.

No había hecho aún esta lectura filosófica de Descartes —y, por no haber estu-
diado filosofía de manera académica, desconocía la profundidad de este (para
mí) otro Descartes, confinado como estaba, más bien, en el científico, casi “cien-
tificista”—, cuando a vueltas con mis propios pensamientos, con ‘mi filosofía’
—a mi amigo José Antonio Méndez no le gusta que hable así, pero no tema, no
es una manera de darme pote, sino de saber lo que quiero hacer—, al final de
las páginas de mayor envergadura filosófica que haya escrito [hasta ese momen-
to] —todavía ‘filosofía geográfica’— escribía: «Y mi sorpresa última es, pues,
esta: es la voluntad la que guía finalmente a la razón, mientras que la razón
ayuda a la voluntad», en ‘Racionalidad, realidad y verdad’, capítulo 2 de Sobre
quién es el hombre, pp. 67-116. ¡Hasta en esto era cartesiano, sin saberlo!

256
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

que hoy debemos hacerlo. Por causa de haber entendido el intelecto


como luz —iluminación de la luz natural— y por entender también que
la realidad última de la física es, sin más, la física matemática, es decir,
por una manera de comprender nuestra ‘inteligencia de las cosas’ como
una inteligencia segura y cierta de ellas, inteligencia iluminadora, y por
una manera de entender las matemáticas que va unida a una compren-
sión de estas dentro de una tradición radicalmente realista490, por decirlo
brevemente; la tradición platónica, o arquimedeana, poco importa acá.
Ya vi que a Galileo le hubiera gustado que así fuera, pero no pudo,
de ahí su ‘retórica científica‘ y la ‘estrategia galileana de las evidencias’.
No es este el caso de Descartes, quien busca certezas que sean tan cla-
ras y distintas que en ellas se nos dé la misma verdad; de ahí su con-
cepto de verdad, que no puedo aceptar491. No porque la verdad no ‘ter-
mine siendo’ la adecuación entre la idea de la cosa y la cosa misma,
sino porque ni es claro qué sea esa ‘cosa’ de la que se habla como si
fuera algo obvio, ni porque sea claro en absoluto cómo y tras tan com-
plicado proceso puede todavía hablarse de ‘adecuación’. Esto desenca-
ja por completo una concepción de la ciencia, que ahora ya no puede
estar repleta de ‘certezas’, como es el (ambiguo) caso de la ciencia del
final del siglo XX, y, todavía más, una concepción de la propia filoso-
fía. De ahí que, incluso, según la hermosa idea de Descartes, al ‘cam-
biar la filosofía’, deba ‘cambiar la teología’.
Pero ahora debemos añadir que al ‘cambiar la ciencia’ debe también
‘cambiar la filosofía’. ¿Por qué es así? No porque la ciencia sea el refe-
rente, sino porque el referente es la realidad y, a la vez, interconectado
de manera compleja, nuestro conocimiento de ella a través de la acción
racional de la razón práctica.
Claro es que el camino de las ‘certezas’ cartesianas defiende la causa
de Dios. Pero eso hoy no es posible, como acabo de apuntar. Mejor

490 Realismo de los objetos matemáticos, en nada semejante al realismo

—quizá, ‘realismo agónico’— que he solido defender.


491 Afirmación que, sin embargo, deberá ser matizada con esta otra: «Ici, plus

que jamais, il faut rappeller une remarque que G. Milhaud faisait à propos de
ses premiers essais scientifiques: “Ce n’est pas le fait de formuler une vérité qui
compte pour lui: c’est le fait de la démontrer, de la comprendre, de l’expliquer”
(G. Milhaud, Descartes savant, París, Alcan, 1921, p. 36)», H. Gouhier, La pensée
religieuse de Descartes, p. 84.

257
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

aún, ese camino hoy lleva a un mero fideísmo cientificista, como he


apuntado en referencia al pensamiento de Georges Lemaître492.
Parecíamos haber llegado, junto a Descartes, a un punto sin retorno,
en el que todas las íntimas certezas de este trabajo habían caído por tie-
rra. Y ahora, desde esta inseguridad volitiva, tan lejana de las segurida-
des racionales, por más que fueran seguridades no de “razón pura”, sino
de la acción de la ‘razón práctica’, en la nueva situación en la que nos
encontramos, con horizonte y paisaje inesperados, inhabituales, en la
certeza de la inseguridad, no debemos preguntarnos, ¿qué pasa con la
‘defensa de la causa de Dios’?
Y, sin embargo, continuando nuestro dolorido paseo filosófico junto
a Descartes, la sorpresa se hace perplejidad. El Tratado sobre las pasio-
nes parece recoger todo lo que de más mecanicista habíamos encon-
trado en el pensamiento cartesiano sobre el hombre. Peor aún, su
‘forma’ nada tiene ya que ver con la que nos cautivó al comienzo493. ¿Es
posible? ¿Nos habremos confundido en nuestra lectura y tendrán final-
mente razón los que hacen una lectura hobbesiana de Descartes494?
Porque lo que en la primera parte del tratado leemos sobre la unión del
cuerpo y del alma me parece altamente decepcionante495. En espera de
mejor voluntad por mi parte, qué duda cabe que unas casi impercepti-
bles incisiones acá y allá hacen de este Descartes el padre de los mate-
rialismos de tantas ‘soluciones del problema mente-cerebro’.

492 Como hemos visto en el capítulo anterior.


493 Comenzamos estas páginas hablando, y hablando bien, de la forma car-
tesiana de escribir y plantearse la filosofía. ¿Cómo no expresar ahora, respecto
a sus dos obras de madurez, los Principios y el Tratado sobre las pasiones, que
la forma ha cambiado poderosísimamente, hasta el punto de haberse dejado lle-
var por un orden del pensar y una claridad expositiva de lo pensado que hacen
daño, que comienzan a nada tener que ver con aquella forma primera que se
hacía formula conversationis nostrae, no pareciendo ya sino la forma de una
escolástica? ¡Qué ha pasado con (mi) Descartes!
494 Sería curioso, cuando Descartes el 4 de marzo de 1641 escribía a su

amigo Mersenne: «Et je ne crois pas devoir jamais plus répondre à ce que vous
me pourriez envoyer de cet homme [Hobbes], que je pense devoir mépriser à
l’extrême», A, II, 317.
495 Por si el lector no quiere decepcionarse conmigo, lo pondré en nota: «No

hay ningún sujeto que actúe más inmediatamente contra nuestra alma que el cuer-
po al cual está junta», hasta el punto de que lo que es acción para una, es pasión
para el otro (2). Las pasiones están en el alma, pero causadas por el cuerpo, en
donde está su fuente (nota de Alquié, en A, III, 953). Lo que experimentamos que

258
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

Sabemos muchas más cosas sobre el mundo de las que sabía


Descartes, y además las sabemos mejor que él. Sin embargo, creo que
tenemos muchas menos ‘certezas’ aseguradas que él. ¿Por qué? Porque,
desde los tiempos de Descartes, aunque poniendo toda nuestra con-
fianza en el conocimiento del mundo que hemos alcanzado a través de
la ciencia —quizá tendríamos que decir las ciencias, aunque de cierto

está en nosotros, y que vemos cómo puede estar en cuerpos totalmente ina-
nimados, es del cuerpo: ‘el resto’ de lo que experimentamos, del alma (3). Los
pensamientos que están en nosotros, son del alma; el calor y todos los movi-
mientos que en nosotros están, en tanto que no dependen del pensamiento, del
cuerpo (4). ¿La muerte? Nunca llega por el alma, sino por la corrupción de algu-
na de las partes principales del cuerpo (6). Explicación radicalmente ‘automáti-
ca’ de cómo está compuesta «la máquina de nuestro cuerpo» (7 a 16), que ya
conocemos por el Tratado del Hombre. Nada sino los pensamientos deben ser
atribuidos al alma; acciones del alma, «todas nuestras voluntades»; pasiones del
alma, las percepciones o conocimientos que se encuentran en nosotros, que con
frecuencia no las hace el alma como tales, y siempre recibe de las cosas que son
representadas por ella (17). ¿Las voluntades? Unas, acciones del alma que se ter-
minan en ella; otras, acciones que se terminan en el cuerpo (18). ¿Las percep-
ciones? Unas, tienen al alma por causa; otras, el cuerpo (19). ¿Las percepciones
de los objetos que están fuera de nosotros? Excitan los nervios, «y por su medio
en el cerebro, dan al alma» sentimientos diferentes (23). Nuestras percepciones,
tanto las que se refieren a los objetos exteriores como a las diversas afecciones
del cuerpo, son verdaderas pasiones de nuestra alma (25). ¿Qué son las pasio-
nes del alma? Percepciones o sentimientos del alma, que se refieren particular-
mente a ella, causados, entretenidos y fortificados por el movimiento de los espí-
ritus (27) [‘espíritus animales’, puramente materiales, las partes más vivas y sutiles
de la sangre]. El alma —una, indivisible, claro— está verdaderamente unida a
todo el cuerpo, el cual es uno y en algún modo indivisible, en razón de la dis-
posición de los órganos interrelacionados entre sí hasta el punto de que cuando
uno falta el cuerpo es defectuoso, y a causa de «todo el ensamblaje de sus órga-
nos» (30); Alquié señala una unidad finalista y funcional que el cuerpo posee en
tanto que máquina construida por Dios (nota, en A, III, 975). Pero aunque el
alma esté unida a todo el cuerpo «hay en él, sin embargo, una parte en la que
ejerce sus funciones más particularmente que en todas las otras», una cierta glán-
dula muy pequeña (31). Ella irradia a todo el cuerpo, por espíritus, nervios y san-
gre; y ella «puede ser movida diversamente por el alma» (34). ¡Hemos encontra-
do la piedra filosofal! «Y toda la acción del alma consiste en que, por el mismo
hecho de que quiera alguna cosa, hace que la pequeña glándula a la que está
estrechamente unida se mueva de la manera que se requiere para producir el
efecto que se relaciona a esa voluntad» (41). En fin, para qué seguir. Todos estos
textos en AT, XI, 327-370. En las citas he puesto entre paréntesis el artículo
correspondiente. Quizá una lectura más reposada, y ayudándome del libro de
Denis Kaumbuchner, me aleje algún día de esta mi decepción cartesiana.

259
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

no le gustaría a Descartes—, aunque estando ciertos de muchos más


‘datos’ experimentales de los conocidos por él y su tiempo, nos ha
acontecido algo que, para él y su tiempo, aparentemente, hubiera sido
una novedad radical. Nuestras ‘datos’ experimentales con mucha facili-
dad —quizá siempre— están teñidos de teoría, y aunque estemos pro-
fundamente anclados en nuestras ‘teorías científicas’, sabemos que estas
o son perecederas o pueden ser perecederas, por completas que nos
aparezcan, por seguros que estamos de ellas. Tenemos la extrema con-
vicción de que todo lo que hoy nos dice la ciencia será diferente, pro-
bablemente muy diferente de lo que dirá en los próximos siglos. Hemos
adquirido en lo que toca a los saberes científicos un contexto histórico
que, evidentemente, Descartes y su tiempo no tenían. Para ellos, para
Descartes, para Galileo, era ‘o todo o nada’; ‘todo’ significaba su cien-
cia, la única ciencia en verdad verdadera; ‘nada’ significaba Aristóteles,
la Escuela, palabras obligadas a estar fuera del conocimiento científico.
Cierto que, luego, los científicos discutirán con amplia acritud, por
ejemplo, la cartesiana ‘teoría de los torbellinos’, hasta que se constitu-
ya la muy segura y muy cierta ‘teoría de la gravitación universal’ new-
toniana —la madre de todas las teorías científicas posteriores, hasta
principios del siglo XX—; cierto que siempre habrá discusiones de
detalle. Pero está adquirido que ‘la ciencia’, fuera de esas confusiones
o pequeñas discusiones, nos ofrece un conocimiento asegurado, difícil
de realizar, pero que nos lleva a decir-cómo-funcionan-de-verdad-las-
cosas-y-las-leyes-del-mundo; seguro que, incluso para una buena parte
de sus sostenedores, menos finos y menos adentrados en las cuestio-
nes filosóficas, nos lleva a saber-cómo-son-las-cosas-y-las-leyes-del-
mundo.
Pues bien, ese género de certezas nos ha abandonado para siempre.
Hoy tenemos ‘emperramientos’496. Es costoso llegar a expresar una ‘opi-
nión’ en las cuestiones científicas, mucho más, evidentemente, si se trata
de alguna ‘teoría’. En este terreno, el de las ‘cosas’ o el de las ‘teorías’,

496 A lo que me refiero con ‘emperramiento’ se entiende a la perfección con

estas palabras de un autor que polemiza con otro, el cual, dice el primero, no
ha respondido todavía a los argumentos con los que él respondió a las críticas
expresadas por este segundo autor: «Je m’en tiendrai forcément aussi à mon opi-
nion. Jusqu’à preuve de contraire, évidement!», P. De Vooght, L’hérésie de Jean
Hus, 2ª ed., Publications Universitaires, Louvain, 1975, p.1012.

260
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

no se habla por hablar. Toda una comunidad de científicos está en el


asunto. No se podría aceptar el decir por decir. Uno tiene que estar muy
convencido de su ‘opinión’ para poder convencer de ella a la comuni-
dad entera. Debe tratarse, pues, de una ‘opinión probada’, que, además,
todavía va a ser sometida a la crítica, no siempre indulgente, de las gen-
tes de la tribu. Una vez llegado a hacerse una opinión y expresarla, en
esto que toca a la ciencia, ¿qué más queda? Como decían los antiguos
castellanos: sostenella y no enmendalla. Sostener fuertemente ‘mi opi-
nión’. ¿Hasta cuándo? ¿Como el último mohicano? Lo prudente es soste-
ner la opinión y no enmendarla hasta que me convenza o me conven-
zan de que estaba equivocado, hasta que se pruebe mi equivocación,
porque, sin duda ninguna, había razones muy poderosas que sostenían
mi opinión y no es cuestión de abandonarla como quien deja una cor-
bata algo pasada de moda. Sin embargo, no todo está ya terminado,
porque también tenemos la experiencia científica de que la actitud del
‘último mohicano’ no debe ser, ni mucho menos, rechazada por princi-
pio en las cosas de la ciencia, pues muchas veces nos dejamos llevar
más de ‘modas’, las modas que gustan a las gentes de la tribu, que de
pruebas racionales que convencen. Hay ahí, todavía, un enorme campo
para la ambigüedad del uso razonable de la racionalidad que quiere
hacerse racionalidad científica. Esto es lo que, dicho brevemente,
entiendo por ‘emperramiento’.

V. Mas la nuestra es ‘carne enmemoriada’

Pero parece que lo deseable no es un “espíritu encarnado”, por-


que parece no representar lo que sabemos que somos y, sobre todo,
porque ciertamente no representa la experiencia de lo que somos.
Cabría hablar, como algo más interesante, del Hombre-Dios al que
se refería Descartes en sus Olímpicas, es decir, del ‘Verbo encarna-
do’. Porque lo preferible, por seguir el juego que Alquié presta a
Descartes, no es un “espíritu encarnado”, sino un “cuerpo espiritua-
lizado”, mejor aún, mucho mejor, una ‘carne enmemoriada’. Porque
lo decisivo es la ‘gloria de la encarnación’, no un alma y un cuerpo,
cada uno por su lado, o como el auriga en un carro, o viéndose a
través de esa «cierta glándula muy pequeña» —cualquiera que sea,

261
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

porque ¿qué importa que hoy la ‘glándula pineal’ se nos haya con-
vertido en un maravillosamente complejo cerebro, aupado en el sis-
tema nervioso central?—, o, finalmente, una mera corporalidad mate-
rial, de una materia que llega al final de su proceso evolutivo de
complejificación. Un “espíritu encarnado” como el cartesiano no
habla todavía de la nobleza y de la ambigüedad de la carne, y, sobre
todo, no habla de la gloria de la encarnación, aunque, de cierto, sí
habla de la ambigüedad de la voluntad que se nos escapa de puro
infinita y de la gloria del sujeto pensante. Pero, para Descartes, en
todo caso, ‘el lugar desde donde se parte’ es el espíritu, mientras
que, para nosotros, para mí, lo decisivo es ‘el lugar en donde se
está’, el cual, con un estar extremadamente dinámico, no puede ser
otro que el cuerpo [el ‘cuerpo de hombre’].
¿Cómo llegar a todo esto que apunto sin caer en una “filosofía de la
razón pura”, que no sería sino el vano nombre de una teología que no
quiere reconocerse como tal; cómo hacerlo, por el contrario, desde la
acción racional de una ‘filosofía de la razón práctica’? Mas, si no pudie-
ra llegarse hasta ahí, ¿pasa algo? ¿No estamos hablando de una convic-
ción fundante en la que nos encontramos siendo?
¿Ambigüedad de la razón, de la libertad, de la voluntad, como que-
rría Descartes, o, por el contrario, sin renegar de aquellas, sobre todo,
fundante ambigüedad de la carne? ¿Pesantez de la voluntad, atraída,
importunada, por la materialidad mundanal de un “espíritu encarnado”,
como quiere Descartes, o, más bien, pesantez de la carne, pesantez del
‘cuerpo espiritualizado’ —para seguir en el juego de Alquié—, o, mejor,
de la ‘carne enmemoriada’?
Pues al llegar acá, desde la perplejidad, nos debemos preguntar,
¿cómo es que Descartes no habla del sufrimiento? ¿Por qué sus comen-
taristas parecen no darse cuenta? ¿Es que el sufrimiento está fuera del
alcance del pensar? ¿Acaso no es un ‘problema filosófico’? ¿Valdrá, pues,
con un (mero) “espíritu encarnado”?
El Verbo se hizo carne; por eso, a la carne —a nuestra carne— se
le ha dado hacerse verbo, más aún, se le ofrece la posibilidad glorio-
sa de devenir semejante al Verbo. Las extrañas palabras que constitu-
yen la segunda parte de la frase anterior —porque la primera proce-
de del prólogo del Evangelio de san Juan—, no vienen, aunque a
primera vista pueda parecerlo, de alguna gnosis sectaria, sino que se

262
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

corresponden a una manera de ver cómo toda consciencia surge en


nosotros y se construye de los juegos metafóricos que se nos dan en
la corporalidad497.
¿No está en estas palabras lo que es el núcleo mismo de lo que
me gustaría llevar a pensamiento498? ¿No es este el punto en el que
filosofía y teología se encuentran? Una, la filosofía, como espacio de
novedad mundanal que subiendo a lo alto del portillo —al que tanto
cuesta encaramarse, lugar sin sentido para no pocos— se descubre
desde él, y que así, en parte, puede ahora ser considerado también
como espacio mundanal, por ser espacio posible. La otra, la teología,
como pensamiento de algo, de alguien, ofrecido desde allá, ofrecido
en revelación, alguien que viene de ese espacio de novedad, mas
también espacio mundanal, pues en nuestro ver a lo lejos desde el
‘portillo’ lo que de él se nos muestra, ha mostrado ser espacio real;
porque, ahora, desde ese portillo del pensar, hemos descubierto un
espacio insospechado que, sin embargo, se nos ofrece como lo que
es para nosotros, espacio mundanal, lugar en el que ser, realidad últi-
ma y definitiva de lo que somos y, sobre todo, de lo que es. Terreno
mundanal en el que Dios se nos revela, espacio nuevo, insospecha-
do en un principio del pensar, pero no por ello menos, ahora, espa-
cio mundanal posible.

497 Véase el capítulo 4 de Sobre quién es el hombre, pp. 141-176. Metáfora y

deseo; no sólo metáfora.


498 El P. Charles Dumont, de cuya amistad puedo preciarme, refiriéndose,

claro está y como siempre, a san Bernardo y sus primeros discípulos, recuerda,
dice y emplea fórmulas —formas de vida— apasionantes: «La vie de l’âme est
dans sa volonté». «Notre esprit n’est pas autant présent dans ce qu’il anime que
là où il aime». «Cette volonté n’est jamais irrationnelle, ce qui mènerait au volon-
tarisme, elle est guidée par la sagesse, qui est intelligence et ‘goût’ des choses
telles qu’elles sont»; «il faudrait parler de ‘moralisme mystique’, car ce n’est pas
la connaissance qui est transformante, mais la conformité qui est vision uniti-
ve». «Si l’union à Dieu réside dans l’accord des volontés, grâce et liberté agis-
sent conjointement, simultanément et indissociablement. La liberté est sauvée
par son consentement (con-sentire = avoir le même sentiment) et ainsi Dieu est
présent dans l’être libre par un accord de volonté, par consentement récipro-
que. Dieu veut ce que veut l’homme qui fait Sa volonté. Tel est la nature de
l’amour. C’est ainsi que l’âme humaine est capacité de Dieu (capax Dei) et que
l’amour est intelligence». Amor meus, pondus meus. En C. Dumont, Sagesse
ardente, pp. 87-89.

263
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

En el momento en que nos encontramos en este trabajo, debería-


mos hacer el esfuerzo de pensar la relación mente y cerebro499, lle-
gar hasta pensar la relación entre mente, espíritu, alma y cuerpo,
mucho más sugestiva todavía, aunque esas tres palabras mente, espí-
ritu, alma, abran cada una, en su relación con el cuerpo, con la
carne, interesantes horizontes e infinitas complejidades. Deberíamos,
sobre todo, comenzar por pensar qué es esto de que ‘somos un cuer-
po’500. Pero ¿tendremos espacio, habrá tiempo? Ciertamente, parece
que ya no. Qué agradable descanso por hoy, aunque estas páginas,
así como están, quedarán cojas, incoativas, incumplidas, incomple-
tas, para otra vez.

¿Qué pasaría, pues, si alguien hoy siguiera teniendo un interés apo-


logético parecido al de Descartes? ¿De qué manera podría defender la
causa de Dios? Pero ¿la causa de Dios es defendible?, ¿defendible racio-
nalmente? ¿Quiénes serían hoy nuestros enemigos? ¿Cuáles, entre las
líneas que parecen apuntar en el pensamiento, serían hoy las que tapo-
narían esta defensa de la ‘causa de Dios’, porque parecen hacer evi-
dente, seguramente, que “no hay Dios”?

499 Son interesantísimas las siguientes palabras de Pedro Laín Entralgo: «Una

pregunta inicial: ¿cuándo, por qué y cómo comenzó a existir en el ser humano
una actitud ante el mundo y ante sí mismo a la que lícitamente podamos atri-
buir religiosidad ? Si, como enseñan los peleontólogos, hace como tres millones
de años aparecieron sobre la Tierra seres vivientes a los que podemos consi-
derar hombres, y si lo poco que sabemos acerca de ellos —posesión de un
esqueleto que permitía la marcha bipedestante, capacidad para construir obje-
tos tallando piedras, no sólo quebrándolas— en modo alguno nos autoriza a
pensar que en su vida hubiese algo equiparable a lo que nosotros llamamos
religiosidad —esto es, la creencia en algo trascendente a nuestra realidad, ante
lo cual en una u otra forma experimentemos las vivencias de lo fascinante y lo
estremecedor— ¿cuándo, cómo y por qué la noción de ese algo surgió en el dila-
tado curso de la evolución del género humano que transcurre desde el origina-
rio Homo habilis hasta el que presuntuosamente se llama a sí mismo Homo
sapiens sapiens ?», P. Lain Entralgo, El País, 13 noviembre 1995. Hace mención
de dos libros: A. J. Mandell, God in the Brain, y E. G. D’Aquilli, The
Neurobiological Basis of Myth and Concepts of Deity, de los que desconozco
[cuando escribí esta nota] todo excepto esta referencia.
500 Pueden verse unas extrañas y abruptas páginas que escribí sobre el cuer-

po en La razón y las razones. De la racionalidad científica a la racionalidad


creyente, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 231-235.

264
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’

Mas ¿hay otra manera de pensar a Dios como una respuesta que
‘nosotros’ nos damos como respuesta a los problemas sobre la realidad
y el sentido que ‘nosotros’ nos planteamos? Si no hubiera problemas
sobre la realidad y sobre el sentido “no habría Dios para nosotros”,
puesto que en ningún momento nos plantearíamos la necesidad de
encontrar una respuesta a esos problemas. Pero ¿esto significa, sin más,
que “no hay Dios”, puesto que Dios no es así sino un mero “Dios para
nosotros”? ¿Se puede decir lo mismo de la religión, que no es sino un
‘constructo’ que nosotros nos hacemos como horizonte en el que colo-
carnos para darnos las respuestas a los problemas que nos planteamos
sobre nosotros mismos y nuestro lugar en la realidad?
Si planteamos las cosas de esta manera, parecería que convertimos
a la religión y, sobre todo, a Dios en algo meramente subjetivo, pro-
ducto de las respuestas que “nuestro cerebro” se da a los problemas
que, a lo largo de la hominización evolutiva, se plantea sobre el hori-
zonte de realidad en el que se encuentra echado, arrojado-ahí. Podría
decirse que Feuerbach tendría así toda la razón. Pero, entonces, la rea-
lidad entera como tal perdería lo que ella tiene de real. Todo se con-
vertiría en un sueño, el sueño al que llamaríamos conciencia, un mero
sueño fruto de la materia que de manera (libremente, quizá) predeter-
minada nos hace lo que somos, lo que pensamos, lo que queremos,
dándonos nuestras propias experiencias a las que llamaríamos concien-
cia501. Sin embargo, al punto nos viene el recuerdo del filósofo al que
hemos acompañado en largos paseos. ¿Seguro que, aunque sólo fuera
así, habría que concluir “no hay Dios”? ¿No sería ello, más bien, la prue-
ba (cartesiana) de la existencia de Dios? ¿Qué otra cosa buscó Descartes
sino asegurarse que ‘hay Dios’ como fundamento necesario de su pen-
sar el sujeto y la seguridad racional de la existencia del mundo, aunque
en su caso fuera un Mundo [cartesiano] que ya ni es ni puede ser el
nuestro?

501 «Even if every behavioral and cognitive function related to conciousness

were explained, there would still remain a further mystery: Why is the perfor-
mance of these functions accompanied by conscious experience? It is this addi-
tional conundrum that makes the hard problem hard», David J. Chalmers, ‘The
Puzzle of Conscious Experience’, Scientific American, diciembre 1995, p. 64.
Anuncia un libro suyo que será publicado próximamente en Oxford University
Press, bajo el título The Conscious Mind. Promete.

265
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Si, como me voy anunciando desde el mismo título de este trabajo,


soy un ‘defensor de la causa de Dios’, es decir, de su realidad, de que
es una realidad fundante de lo que es el mundo, de lo que somos los
hombres y de toda la realidad, ¿cómo encuentro la justificación racional
de la ‘realidad de Dios’? Porque una simple justificación experiencial, en
este punto, que negara, sea de derecho, sea de hecho, cualquier justifi-
cación racional a esa existencia, sería un reconocimiento de la afirma-
ción del insensato de que “en realidad-no-hay-Dios”. Trabajo para el
futuro.

¿Que concluir ahora, comidos por el espacio —que depende de la


amabilidad de lo que nos permite nuestro amigo Maurizio Mamiani— y
por el tiempo —el de no disponer de él como sería necesario y desea-
ríamos con ardor sin límites, infinito—? Algo decisivo. Tras tanto creer
estar tan lejos de Descartes en todo, excepción hecha del ‘fin primor-
dial’, por más que cambiemos todo lo que se refiere a la física, hay algo
en su pensamiento que es para nosotros una lección. Incluso soste-
niendo una física que como tal fuera “rabiosamente materialista”,
Descartes nos enseña cómo hablar del sujeto, cómo hablar de la con-
ciencia, cómo hablar de Dios, cómo hablar de la voluntad libre, cómo
hablar del ser moral del hombre, cómo hablar de las pruebas de la exis-
tencia de Dios. En una palabra, aun en aquel caso, cómo seguir hablan-
do de todas las cosas que nos interesan de verdad. Y todavía queda por
ver si para nosotros la física debe ser “rabiosamente materialista”; al
menos en lo que hoy llamamos física, todo parece indicar que estamos
muy lejos de tal rabiosidad, al menos como rabia inexorable. Así pues,
tras estas largas páginas recorridas junto a Descartes, es más fácil y más
razonable afirmar el fin principal de nuestro esfuerzo de pensamiento:
«c’est la cause de Dieu que j’ai entrepris de défendre».

266
9. ¿TIEMPO O INCERTIDUMBRE?

a Alberto y Pilar, Javier y Memé, José Mari y Christine:


si la letra es complicada, entenderéis la música

«Son tantas y tantas, hijo mío, las cosas de las que no consigo
desentenderme, que a veces, entre amargas lágrimas, me cambiaría
gustosa por cualquier objeto que fuera capaz de sentirse desligado,
desentendido, de todas estas cosas de las que yo, Eliacim, ¡qué mal-
dición!, no consigo saberme ajena.
No consigo desentenderme, hijo mío, del tiempo que pasa, de la
lluvia que cae, del té que bebo, del hombre con el que me cruzo
por la calle, del perro aterido de frío que araña la puerta de la casa,
de tu memoria. Y lo que yo quisiera, hijo mío, te lo podría jurar, era
no tener tantas y tantas cosas atenazándome, tantas y tantas cosas
recordándome a cada instante que no consigo desentenderme de
ellas y vivir libre.
Las cosas, Eliacim, demostrarían más nobles sentimientos borrán-
dose para siempre, como una lágrima que cae al mar»,
Mrs. Caldwell habla con su hijo, CAMILO JOSÉ CELA.

I. Introducción a una disyuntiva

¿Tiempo o incertidumbre? La disyuntiva parecería algo inventado


para salir del paso, o para pasar el tiempo. Y, sin embargo, creo que
comprenderla puede llevarnos a tocar más de cerca qué sea el tiempo.
El determinismo, el determinismo científico, claro es, sobre todo si
va unido a una teoría de la causalidad en la que quedan más o menos

267
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

bien establecidas las causas y sus efectos —o las complejas redes, mejor,
cadenas de causas conectadas con complejas redes, mejor, cadenas de
efectos—, por donde habría ocasión de hablar de la ‘flecha del tiempo’,
nos deja la impresión filosófica primera de que, indudablemente, hay
tiempo. Pero, qué duda cabe, es este un tiempo tan escuálido, tan poco
interesante, tan producto de ínfima clase que más bien no parece ser
un tiempo de verdad; digo de ínfima clase, pues mera variable-t, o,
todavía mejor, mera cuarta coordenada-t. Sería, a lo sumo, como un
nombre último, como el nombre apósito a todo aquello que, de verdad,
no es tiempo.
Porque, ¿cómo hablaríamos de un ‘tiempo’ en el que nosotros nada
tendríamos que hacer, pues todo en él se nos daría hecho desde fuera?
¿Cómo habría de acontecer que sea el tiempo lo único que, en el terre-
no de la ciencia, no tenga nada que ver con el ‘principio antrópico’?
Mas, podría parecer que, siguiendo las costumbres de la filosofía de
la ciencia de hoy, muy alejada del determinismo, y mucho más por la
labor del indeterminismo y del azar, estuviéramos más cerca de una
nueva filosofía de la ciencia que tenga al tiempo como mira decidida-
mente importante de sus desvelos. ¿Es así?, ¿el indeterminismo —o el
azar— nos acerca, en verdad, a tomar en consideración al tiempo? En
el sentido de que hay ahora un camino con capacidad de bifurcaciones,
sin duda que sí; pero, me pregunto, ¿no se rompe de esta manera lo
que el tiempo tiene de capacidad envolvente de unificación?, ¿no se
convierte al tiempo así, sin más, en el nombre de lo que ya ha sido, un
nombre para designar lo que, por ser lo ya pasado, indica un camino
en el que ya no hay bifurcaciones, porque se ha fijado en el determi-
nismo de lo que ya ha sido? Cuando se habla de la historia del univer-
so, por ejemplo, con lo que aparentemente se está hablando del tiem-
po, ¿no se trata de un tiempo determinístico de lo que por ser, siendo,
es tiempo en cuanto que ya ha sido?
¿Qué será, pues, el tiempo? Pero un tiempo que tenga más enjundia
que este; por tanto, un tiempo que nos lleve de la mano hasta la histo-
ria; mas, claro es, no una historia que sea, además de radicalmente falsa,
una mera obviedad: la de considerar como ya sido lo que fue. Esta sería
una historia, y por tanto un tiempo, que nada nos hace comprender,
fuera de una obviedad tan parcial que apenas es. Porque, ¿no es esa
(falsa) historia un mirar sesgante y radicalmente sesgado a algo de lo

268
¿Tiempo o incertidumbre?

que fue, un producto tan tangencial de nuestra propia ideología que, de


seguro, tendrá poco que ver con la realidad de lo que, desde aquello
que por estar siendo o haber dejado su traza en ello, fue? Sólo comen-
zará a ser historia verdadera —y, por tanto, una como producción del
verdadero tiempo— cuando no se produzca ese sesgo, o en cuanto nos
hagamos conscientes, al menos, de lo que dicho sesgo significa. ¿Qué
será, pues, la historia? Por lo que llevo apuntado, en la respuesta a esas
preguntas, tiempo e historia estarán ligados con la mayor intimidad.

II. A vueltas con el principio del tiempo

Principio no cronológico del tiempo, sino de su concepto, del dis-


currir sobre él, el que va, por ejemplo, de Aristóteles a san Agustín.
Desde el principio del pensamiento filosófico, el tiempo es algo que,
estando inserto en una realidad no dependiente del hombre —no
dependiente de él “objetivamente”, dicen—, sin embargo, no existe sino
en cuanto ‘alguien’ lo ve discurrir como tal tiempo.
Fue, quizá, Aristóteles en su Física el primero que fundió el tiempo
con un grandor, al ligarlo con una magnitud continua, divisible en par-
tes. Puso en el tiempo un antes y un después, limitados por un ahora,
siempre distinto en su fluir a través del eterno ahora, como el grandor
fluye infinitamente a través del punto, e hizo del ahora algo semejante
a lo que es el punto en un grandor continuo. Un tiempo ligado, quizá
ya para siempre, al movimiento, porque, aunque no sea un movimien-
to, no lo hay sin él, lo percibimos junto con él, lo sigue. En la magni-
tud, dice, hay un antes y un después, lo hay en el movimiento y, por
tanto, lo habrá en el tiempo, que lo sigue siempre. Si, continúa, en
nuestra percepción de la magnitud nos quedamos encerrados en el
ahora como una unidad —como si en la percepción del grandor nos
quedáramos encerrado en un punto—, entonces no hay transcurrir del
tiempo, pues no ha habido movimiento; sólo cuando percibimos un
antes y un después hablamos de tiempo, porque el tiempo es justa-
mente esto, dice Aristóteles, número del movimiento según el antes y el
después. Mas ¿número es medida numerante o medida inmanente al
movimiento? Al pasar, me pregunto si este número no habrá de ser,
quizá, germen de vida y no mero fijamiento. Pero continúo, para

269
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Aristóteles es claro, un alma debe explicitar esa numeración, pues el


tiempo es un número íntimamente ligado al ahora, un continuo por él
y como él, pero no una unidad ligada a un punto, sino un grandor, por
mínimo que sea, como ligado a una magnitud, a la primera compleji-
dad, la del número dos, en el que se perciben ya —como en germen—
el antes y el después. Punto, pues, pero no el número de un mismo
punto, sino el fluir de un grandor continuo, del que el ahora, como el
punto en una magnitud, no es sino un límite.
Pero, continúa Aristóteles, ¿existiría el tiempo si no existiese el alma,
o la inteligencia del alma, puesto que nada que no sea el alma puede
numerar por naturaleza? De cierto que no, dice; por ello, le resulta
imposible la existencia del tiempo sin la existencia del alma. Mas, se
pregunta, ¿de qué movimiento es número?, ¿de todo movimiento, o del
movimiento del todo, un todo que será seguramente cósmico? Pero,
entonces, ¿se contrapone esa objetividad posible del tiempo a esa exis-
tencia que se liga de manera necesaria a la existencia del alma?
Siguiendo idéntico esquema, podremos extender en extremo las cosas
del tiempo, pues la numeración de la magnitud se complicará, y la serie
de los números naturales se nos convertirá en la recta real, lo que, sin
salir del área de los grandores continuos, hará las cosas del tiempo cada
vez menos sencillas. Pero ¿nos vale con esta prodigiosa manera de con-
cebir el tiempo?, ¿cómo entender, a la vez, esa ‘participación del alma’
en el tiempo aristotélico?
Están ahí entrelazándose dos concepciones del tiempo, ¿o quizá dos
vertientes de una única comprensión del mismo tiempo? Por un lado,
la objetividad de una medida, quizá del movimiento total del universo,
algo ligado, pues, con el conjunto entero del universo, que nada tiene
que ver con ningún alma, como no fuera que sólo esta puede nume-
rar, y sin ese número, sin ese numerarse dado por una voz almal, no
puede haber tiempo. Bastaría con que, de una manera o de otra, con-
sideráramos un “alma del mundo” para que quedaran perfectamente
conjuntadas las dos caras o vertientes del tiempo aristotélico. Véase,
sobre todo, cómo el tiempo, además de haber sido ligado al problema
del movimiento y de su legalidad, ha sido también asimilado, ¿sólo
como una metáfora?, al problema geométrico de la continuidad de un
grandor. El tiempo aristotélico tiene, así, una ‘cara cosmológica’, que lo
hace descansar sobre una geometría del grandor en un mundo físico

270
¿Tiempo o incertidumbre?

de grandores, y una ‘cara psicológica’, que le podrá vincular sea con el


alma individual, sea con el alma del mundo, del mundo físico de los
grandores que así es almalizado, rompiéndose cualquier dicotomía
entre dos mundos contrapuestos, un “mundo (meramente) físico” y un
“mundo (cerrado a todo lo que no sea) almal”. ¿No es el cartesianismo,
por el contrario y muy precisamente, una afirmación neta de esa dico-
tomía radical, que nos hace descubrir en nosotros una «voluntad abso-
luta», no ligada al ‘tiempo de la objetividad física’?
Esta manera aristotélica de ver el tiempo está, pues, íntimamente
ligada con el problema del continuo. Tras la intuición pitagórica de que
“todo es número”, nos encontramos ahora con esta afirmación: al
menos el tiempo (quizá —sólo— en parte) es número. Ambas afirma-
ciones, aunque todavía de manera remota, ponen las bases sobre las
que se construirá la ciencia del siglo XVII, una ciencia de la que ape-
nas estamos saliendo con la que se ha llamado «nueva alianza» entre la
filosofía y la ciencia.
Y en ese mismo momento filosófico, aunque, quizá, no sea ya pre-
cisamente aristotélico, se inicia el camino de la historia. En todo caso,
es notabilísimo que el libro más largo de Aristóteles nos haya llegado
con el nombre latino de Historia animalium. Sabemos que los griegos
solían dar título sólo a las obras de teatro, designando normalmente las
demás obras por las primeras palabras del texto. Pues bien, cuando
Aristóteles se refiere a este libro suyo, utiliza de una manera u otra la
palabra historia, que se debía entender, nos dicen los estudiosos, como
un conocimiento de los hechos particulares que resultan de una preci-
sa observación personal sobre el terreno, a partir de los que se elabora
la ciencia.

En una posición extrema, tomando en radicalidad una de las posi-


bilidades de la herencia aristotélica sobre el ‘tiempo psicológico’, san
Agustín, si vale decirlo así, inventor del alma tal como todavía hoy la
entendemos, piensa que el tiempo queda ligado al poso más íntimo de
lo que somos en el hondón de nosotros mismos, a aquello que aconte-
ce en lo más profundo de nuestra alma, sin tener nada que ver, por
supuesto, con un tiempo cósmico ligado al alma del mundo, lo que se
convierte ahora en la mayor de las aberraciones. Un tiempo ligado a ese
poso, un poso que es la memoria, en donde, si somos capaces de mirar

271
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

bien e interpretar lo que vemos, se nos aparecería el rostro mismo de


Dios. La historia acá cabe, al menos como la crónica de las etapas de
nuestra espiritualidad, almalidad, o de sus sobresaltos, y, sobre todo,
como el despliegue trabajoso de una actuación para convertir nuestra
ciudad en la ciudad de Dios.
Llama la atención la importancia decisiva que da san Agustín al
número502, mediante el que alcanzamos toda sabiduría y toda belleza,
puesto que, dice, a lo uno e inmutable llegamos cuando concentramos
el alma entera en el objeto que percibimos por la inteligencia, despo-
jándola de todos los afectos de las cosas sujetas al tiempo y al espacio.
La Sabiduría nos habla mediante los vestigios que ha impreso en todas
las cosas, de manera que, continúa, cuando nos tornamos a estas, aque-
lla nos llama al interior de nosotros mismos mediante la belleza de las
cosas exteriores, siendo todo lo agradable que en ellas vemos y nos
cautiva efecto de los números; al investigar cuál es su origen, entrare-
mos dentro de nosotros mismos y veremos que eso que llega al alma
por los sentidos corporales se corresponde con las normas de belleza
(¡numéricas!) que tenemos dentro y que aplicamos a todo lo que del
exterior nos parece bello. Para él, toda belleza que vemos tiene sus
números; si nos fijamos en la hermosura de un cuerpo ya formado:
están los números ocupando su lugar (numeri tenentur in loco); si en
la hermosura de un cuerpo que se mueve: están los números obrando
en el tiempo (numeri versantur in tempore); pero si nos llegamos al
arte, no encontraremos ya ni tiempo ni espacio, porque ahí, en el arte,
no hay más que números (vivit in ea tamen numerus); remóntate, pues,
desde ahí, nos exhorta, hasta que veas el número sempiterno (ut nume-
rum sempiternum videas) (De libero arbitrio, II, 161-167).
Para san Agustín, aunque la Palabra de Dios es eterna, sin embargo,
es también Principio que nos habla por la carne, y en ese Principio,
Verbo, Hijo, Virtud, Sabiduría, Verdad, se hizo cielo y tierra; por eso, la
semejanza con la Sabiduría nos enardece, la desemejanza con ella nos
horroriza, pues es ella la que fulgura a nuestra vista, aunque, ¡ay!, como
entre nieblas, a consecuencia del pecado (Confesiones, XI, 7-9). Para él,
el resplandor de la eternidad por siempre permanece, mientras que los

502 Agradezco a Antonio Sánchez, sobre todo, que me haya señalado este

texto del De libero arbitrio.

272
¿Tiempo o incertidumbre?

tiempos nunca permanecen; en la eternidad no pasa nada, todo es pre-


sente, mientras que el tiempo no puede existir todo él presente, pues el
tiempo largo se hace tal por muchos movimientos que pasan sin poder
existir a la vez (ex multis praetereuntibus motibus, qui simul extendi
non possunt), empujando el pasado al futuro, siendo este precedido por
aquel; todo lo pasado y lo futuro es creado y transcurre por lo que es
siempre presente, y ahí está el «corazón del hombre» que en nada de
ello puede pararse y, restando fijo, dictar los tiempos (XI, 11). ¿Y qué
hacía Dios antes del tiempo? No hacía nada, responde, porque si algo
hubiera hecho, esto no hubiera podido ser sino una criatura. En Dios
no hay tiempos, sino un hoy continuo: su hoy es la eternidad (hodier-
nus tuus aeternitas); hizo todos los tiempos y es antes de todos ellos, y
no hubo un tiempo en el que no hubiera tiempo (XI, 13). El tiempo es
obra de Dios, ningún tiempo le puede ser coeterno a él que es perma-
nente, y si aquel permaneciese, no sería tiempo. ¿Quién, pues, se
lamenta Agustín, podrá primero comprender y luego hablar del tiempo?
Y, sin embargo, ¿qué nos es más familiar y conocido que él? Si, escribe,
nadie me pregunta qué es el tiempo, lo sé; en cuanto quiero explicár-
selo, no lo sé. Pero sí sé que, si nada pasase (si nihil praeteriret), no
habría tiempo pasado, y que si nada sucediese (et si nihil adveniret), no
habría tiempo futuro, y si nada existiese (et si nihil esset), no habría
tiempo presente; pero pasado y futuro, ¿cómo pueden ser (quomodo
sunt), pues el pasado ya no es (iam non est), y el futuro todavía no es
(nondum est)?, mientras que el presente no es siempre presente, sino
que se hace pasado, que si no, sería eternidad (praesens autem si sem-
per esset praesens nec in praeteritum transiret, non iam esset tempus, sed
aeternitas) (XI, 14).
¿Puede el tiempo concebirse como indivisible en partes nulas o
pequeñísimas, continúa el santo? Ese momento es el presente, pero
vuela con tan rápido vuelo del pasado al futuro que ni un momento
siquiera se detiene, porque el presente no tiene espacio alguno (prae-
sens autem nullum habet spatium) (XI, 15). ¿No es curioso ese lengua-
je espacial para hablar del tiempo que emplea san Agustín, como tan-
tos otros? Y, se pregunta, ¿cómo medimos los tiempos? Nosotros
medimos los tiempos que pasan al sentirlos (cum sentiendo metimur),
aunque, ¿cómo medir los que, pasados, ya no son, o futuros, han de ser
todavía? ¿Acaso sólo existirá el presente? ¡Ah!, no, se responde, pues ahí

273
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

está el alma para ver que los que narran cosas pasadas, narran cosas
verdaderas, y si estas fueran nada, de ningún modo podrían ser vistas.
Porque las cosas pasadas y futuras, allá donde estén, no serán sino pre-
sentes, e, inquiere, ¿dónde estarán las cosas pasadas?, en mi memoria;
y ¿dónde las acciones futuras?, se nos hacen presentes en nuestra pre-
meditación, cuando las comenzamos a poner por obra, entonces se nos
hacen presentes (XI, 16-18). Por tanto, afirma, lo propio sería decir que
los tiempos son tres: praesens de praeteritis, praesens de praesentibus,
praesens de futuris, porque esas son las tres cosas que existen en el
alma: el presente de lo pasado, la memoria; el presente de lo presente,
la visión (contuitus); y el presente de lo futuro, la expectación; los tres
existen (XI, 20). Mas, vuelve a preguntarse, ¿cómo medimos los tiem-
pos?, ¿cómo el presente, si no tiene espacio?, cuando pasa, no cuando
ya es pasado, pues entonces nada hay que medir; lo que medimos es
el tiempo en algún espacio (quid autem metimur nisi tempus in aliquo
spatio), aunque lo que no es carece de espacio. ¡Qué complicado es,
así, el tiempo, reza el santo, que Dios me lo desvele! ¿Será el tiempo el
movimiento del sol, de la luna y de las estrellas? No, responde, el tiem-
po no es ese ‘tiempo cósmico’ del que algunos hablan, ¿es que, retori-
za, acaso no sabemos que el sol se detuvo cuando Josué mandó que se
parara? Pero, afirma, el tiempo es una cierta distensión. Ningún cuerpo
se mueve si no es en el tiempo, pero, continúa, el tiempo no es el
mismo movimiento; una cosa es el movimiento del cuerpo, y otra aque-
llo con lo que medimos su duración (XI, 21-24). El tiempo, decía antes,
es una cierta distensión o extensión (distensionem), pero, ¿de qué cosa?
San Agustín no lo sabe, pero, nos dice, maravilla será si no es la misma
alma. Mas, vuelve a preguntarse, ¿qué es lo que mido?, nos recuerda
que ya lo tiene dicho: medimos los tiempos que pasan, no medimos los
tiempos pasados, ni los presentes, ni los futuros, y, sin embargo, medi-
mos los tiempos. Mido, maravillosa afirmación agustiniana, lo que per-
manece fijo en mi memoria: In te, anime meus, tempora metior. En ella,
concluye, existen futuro, presente y pasado, porque ella espera (expec-
tat), atiende (attendit) y recuerda (meminit), para que lo que espera, a
través de lo que atiende, pase a lo que recuerda (XI, 26-28). Pero, me
pregunto, si las cosas del tiempo son así, ¿qué es el alma del hombre?
Todo el tiempo agustiniano es un trasiego, por tanto, dentro del
campo semántico formado por el juego de los praeteriret, adveniret,

274
¿Tiempo o incertidumbre?

esset, el juego de los expectat, attendit, meminit, y, por fin, el juego del
praesens y de la aeternitas, este último un juego que se juega, eviden-
temente, entre Dios y el alma. El tiempo agustiniano se daría en el sen-
timiento del pasar, pues medimos el propio pasar del sentimiento en la
memoria; sentimiento de una fluencia y memoria de ella. Número,
medida y memoria. Con la manera agustiniana de ver, el tiempo aristo-
télico ha quedado substancialmente fuera del tiempo objetivo y del
tiempo matemático, para desarrollar lo que hasta ahora era una simple
posibilidad, la de convertirlo fundamentalmente en un ‘tiempo almal’, y,
quizá sobre todo, en un ‘tiempo de la memoria del alma’. Pero, qué
duda cabe, con san Agustín, una cierta comprensión del ambivalente
tiempo aristotélico ha llegado a su culminación. El tiempo agustiniano,
como el aristotélico, habla de número y de medida —por más que el
número agustiniano sea mucho más el número de las curiosas cavila-
ciones neopitagóricas que el número que se liga con el grandor geo-
métrico—, pero, a diferencia de él, está también íntimamente ligado a
la memoria; memoria de un alma, claro es, un alma medidora del juego
de todo lo que es, un alma, si vale decirlo así, preñada por el orden
bello del número, hasta el punto de que es ella la sostenedora decisiva
del ‘nuevo tiempo’. De ahí que el tiempo agustiniano esté radicalmen-
te abierto a la historia. Desde ahora, la historia ocupa el mismo centro
de lo que es el horizonte de nuestras posibilidades reflexivas sobre el
tiempo.

III. Desde un tiempo inexistente en la física clásica, hasta un extraño


destino del tiempo en la ciencia de hoy

En el momento en el que nace la física clásica, la situación cambia


con absoluta radicalidad en lo que toca al tiempo, aunque, ya lo he insi-
nuado, retome lo más importante de la visión matematizadora con la
que es tratado el tiempo aristotélico.
Pero antes de entrar en materia, no podemos dejar de ser muy cons-
cientes de que la ciencia clásica del siglo XVII nace con una certeza tan
absoluta de que su mundo —¡el mundo, sin más, para ella!— es la obra
diseñada y resuelta de forma tan perfecta por su Creador —algo here-
dado de anteriores situaciones, pero en ruptura radical con ellas al venir

275
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

modulada con la capacidad intuitiva y matemática que tenemos de


conocer la obra de una creación realizada por un Dios-Gran
Matemático—, que el tiempo, el “tiempo-número”, no es otra cosa que
un ir señalando ante nuestros ojos con un puntero el despliegue mara-
villoso de lo que ha sido, es y será —o será, es y ha sido, pues el seña-
lar del puntero tiene dirección, pero no sentido—, lo que nos viene
dado por la necesidad de la creación, la cual, además, es providente.
Aunque esta nueva manera de ver no nos oculte las dificultades del con-
tinuo, en el que habrá de insertarse la variable-t. Para la física clásica, si
hay tiempo, se da sólo en esa intrascendente, aunque complejísima,
labor nuestra de ir señalando con el puntero en una magnitud continua;
mas este señalar es algo que en sí mismo, evidentemente, tiene muy
poca trascendencia, dada la maravillosa trascendencia de lo creado
mecánica y determinísticamente de una vez por todas. Un señalar, ade-
más, en el que lo importante no ha de ser nunca —¡es una cuestión de
ascetismo!— el que señala, sino lo señalado. Aquí, es evidente, no cabrá
la historia, como no sea la ciencia del desvelamiento de esa labor,
intrascendente en definitiva, del señalamiento con el puntero.
Es como si ahora el tiempo sólo tuviera una rara cualidad, la de estar
ligado con nuestro ir señalando con el puntero, pero en un estar, repi-
to, en que lo único interesante es lo señalado. Así, el mundo estaría pre-
sente, eternamente presente, aunque fuere en su discurrir, ante quien lo
ha creado, ante quien estudia esa creación, el científico. Esto es así, en
esta manera de ver las cosas, hasta el punto de que en el mundo sólo
cabe de suyo la eternidad de lo que está perfectamente determinado,
aunque fuere en su aparición y muerte.
Volviendo a la metáfora reichenbachiana y popperiana de la pelícu-
la que discurre ante nuestros ojos de espectadores, la realidad de ser
viviente del mundo es una “realidad fingida”, todo está ya impreso y
resuelto en los rollos del film, sólo queda que este vaya pasando por el
ahora de su proyección. Hay un antes y un después en la película que
contemplamos, mas su esencia es una mera cuestión de medida: si está
a la izquierda del ahora de la proyección, del punto que señala el pun-
tero, es antes, si a la derecha, después —en los rollos del film, el antes-
después se relaciona con el arriba-abajo—. Nótese de qué manera tan
pintiparada se adecua este tiempo variable-t con aquel “tiempo-núme-
ro” aristotélico. Pero, es evidente, ese antes y ese después son mera

276
¿Tiempo o incertidumbre?

relatividad. No hay intrínsecamente ninguna razón específica de que el


antes y el después físicos, el de la realidad dada de antemano, deter-
minísticamente, en la película proyectada, constituyan una real ‘flecha
del tiempo’, como no sea la episódica disposición con la que se mueve
la máquina de proyectar, la cual funciona con una convención estable-
cida por el realizador para hacer de nosotros espectadores de la pelí-
cula: que el film pase siempre de arriba hacia abajo, para que nosotros
en la película veamos siempre primero el antes y luego el después. Si
en todo el espectáculo hubiere tiempo, además de la convención
meramente física de ese sentido de marcha de la máquina de proyec-
tar el film, y en cuanto que haya espectadores, se trataría de nuestro
tiempo biológico; el proyector podría pasar el film de abajo hacia arri-
ba, sin que nada cambiara substancialmente, excepto en nuestra per-
cepción de la película; esta adquiere así para nosotros un sentido tem-
poral que en sí misma no tiene. El tiempo resultaría ser la proyección
de nuestro mero tiempo biológico —que sería la verdadera ‘flecha del
tiempo’— sobre la película que nos es proyectada y vemos según la
convención establecida por su realizador, quien además provee el pase
del film. La ‘historia’ sería, en definitiva, el producto derivado en nues-
tra sensibilidad de espectadores marcados por nuestro tiempo biológi-
co por la conjunción operativa del realizador de la película y del pro-
yector del film, persona única, además. Sensibilidad de un sujeto que,
como nos hizo ver Jacques Monod, el científico debe cortar ascética-
mente para que la ciencia se constituya como tal, es decir, como “cien-
cia objetiva”.
Pero, bastará con que algunos sabios imaginativos sean capaces de
hacer, enlatar y proyectarnos una película más compleja, aquella que
engloba la película que veíamos como espectadores en una nueva en
la que se “objetivice” también a estos, para que su tiempo biológico
quede inserto en esa nueva película que les muestre ya como persona-
jes de la nueva película que se proyecta. Como se sabe, toda una mane-
ra de considerar las llamadas ciencias del espíritu, ha tendido a inte-
grarlas en las ciencias naturales, incrustando al espectador en el film,
objetivando al máximo la película, la que ya no tendrá ningún ‘quién’
que la visione. Se piensa que la ciencia ha llegado así a ser una “cien-
cia sin sujeto”: llegados acá, las cosas han sido, al parecer, clarificadas
para siempre.

277
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Cierto es que toda metáfora tiene sus peligros. Cómo no, también la
recién utilizada. Porque, en esta manera de ver las cosas, probable-
mente neoempirista, es mucho y decisivo lo que no se recoge de la rea-
lidad en la metáfora de la película que vemos cuando se nos proyecta
el film.

Se ha querido ver que el tiempo aparece como el resultado del


direccional causa-efecto: la causa se da siempre antes y el efecto viene
siempre después, como consecuencia de la causa, y de ahí nacería la
‘flecha del tiempo’. Se ha supuesto que las leyes causales rigen tanto
el pasado como el futuro, y aceptado el determinismo causal, eviden-
temente, el futuro no nos será enteramente incognoscible, pensándose
que el estado presente del universo entero es efecto de su estado ante-
rior y causa del que debe seguirlo. Si así fuere, tendría razón
Reichenbach al decir que no hay más camino para resolver el proble-
ma del tiempo que el de la física o, mejor aún, que el que se encuen-
tra entre las líneas de los escritos de los físicos. Es la suya una física de
los procesos reversibles a los que se añadirán los procesos irreversibles
de la termodinámica estadística, que, como extrapolación de lo obser-
vacional, permite encontrar un grupo de conexiones causales, al supo-
ner que detrás de las relaciones observables se encontrará oculto
—¿por qué oculto?, ¿quién será el descubridor de lo oculto?— ese
grupo de conexiones causales; que las regularidades observadas se
extenderán a regularidades no observadas, lográndose así una teoría
determinística de la física, con lo que se acabará dando un sentido flu-
yente a lo que comienza siendo mero orden temporal. Para él, el orden
temporal —el orden necesariamente lineal del tiempo—, es reducible
al orden causal, pues este nunca es cerrado, sino que está siempre
abierto, por donde se da que el tiempo pasado nunca retorna. Más aún,
el orden causal es una relación entre acontecimientos físicos y puede
ser formulado en términos objetivos. Leibniz lo pensó así, es verdad,
¡pero cuán mayor era su sutileza filosófica!, ¿hubiera él enunciado ese
“reducible” tan comprometedor pues, seguramente, reducible al «reduc-
tible en última instancia» engelsiano?
Pero deberemos tener cuidado. ¿Dónde están la causa y el efecto?
Porque podría ocurrir que estuvieran insertos en el discurrir mismo de
las cosas, las causas serían condiciones reales e indispensables de la

278
¿Tiempo o incertidumbre?

existencia de sus efectos, o que estuvieran en nuestro discurso sobre el


discurrir de las cosas, y en este caso las causas serían condiciones de
posibilidad racional de nuestro entender la aparición de sus efectos.
Una postura pone su acento sobre la existencia de causas y efectos en
la propia realidad objetiva, es decir, fuera de nosotros, y la otra la pone
en nuestro discurrir explicativo sobre lo que acontezca con el ser de las
cosas. Para colmo, se podrá encontrar entre ambas una nube de posi-
ciones intermedias.
Las cosas serían sumamente sencillas si la ‘historia del mundo’
fuera un conjunto de hechos más o menos lineales —como si esta
vez fuera una variable-magnitud numerable— y en posesión siempre
de la cualidad de la analiticidad —presupuesto tan dado por
supuesto con evidencia que ni siquiera se es consciente de que, en
nuestro discurso científico sobre la realidad, es tal presupuesto; no
insistiré aquí sobre esto—, conjunto lineal de eventos que vinieran
dados unos detrás de otros —un detrás que significaría venir a la
derecha—, de manera que se pudiera decir: el hecho que está a
la izquierda es “causa” del hecho que está a la derecha, el cual será
“efecto” de ella. ¡Qué hermosa, ¿seguro?, esta magnífica claridad! Si
las cosas fueran así en la historia del mundo, todo sería fácil, y ade-
más habría ‘flecha del tiempo’, pues la causa sería quien daría naci-
miento al efecto. Ningún hecho a la derecha de la línea podría exis-
tir sin que antes, y dándole su existencia, hubiera tenido lugar el
hecho precedente, su “causa”, el que está inmediatamente a su
izquierda.
Pero, ¿por suerte?, las cosas no son así. Se podría todavía guar-
darlo todo del neopositivismo, quizá, si causa fuera todo un ‘esta-
do de cosas’ que se encuentra a la izquierda, y efecto el hecho que
está inmediatamente a su derecha. Como eso es algo demasiado
burdo, si se quiere, el efecto podría llegar a ser un ‘estado de cosas’
que se encuentra necesariamente a la derecha, aunque ni siquiera
se exigiría, dentro de unas condiciones rigurosas, que sean conti-
guos, etc.
Bastaría con que consideráramos la línea llamada ‘historia del
mundo’ como si fuera una ‘variable-recta real’, para que todo se
precipitara en el proceloso océano del continuo. Entonces, la conti-
güidad de los ‘puntos’ perdería su sentido. Deberíamos entrar a

279
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

considerar el ‘ahora’ como una cortadura. Causa podría ser ahora


todo grandor, por pequeño o grande que sea, que esté a la izquier-
da, y efecto todo grandor, por pequeño o grande que fuere, que
esté a la derecha, en vecindad de contigüidad. Pero ¿por qué la sen-
cillez de considerar la ‘historia del mundo’ como si fuera una varia-
ble-recta real, y no una variable-plano real, o una variable-volumen
real? Y ya que vamos de geometrizaciones, ¿por qué no emplear
analogías metafóricas de geometrías más bonitas, más complejas?
Más aún, ¿qué sentido tiene que, volviendo a la metáfora base, la
del como-si-fuera-una-variable-recta-real, hablemos de una ‘línea-
historia del mundo’ sin bifurcaciones? ¿Por qué no considerar la ima-
gen borgiana de los caminos que se bifurcan?
Tras la teoría de la relatividad, hay una concepción algo nueva del
tiempo, y por tanto de la historia. Si ninguna acción o información
puede viajar a mayor velocidad que la de la luz, resulta que la comuni-
cación entre eventos debe cumplir una serie de constreñimientos muy
precisos.

Figura 1

280
¿Tiempo o incertidumbre?

Consideremos, figura 1, un evento A0 en el instante t0. En el instante


+ti, cualquier comunicación que transmita no habrá podido llegar más allá
de la distancia cti, siendo c la velocidad de la luz. Cualquier evento Ai que
esté más allá de esa distancia, no puede haber recibido ninguna influen-
cia del evento A0, es decir, el evento A0 no puede ser causa del evento Ai,
y este no puede ser ‘efecto’ del evento A0. Lo que hemos hecho aguas
abajo, es decir, partir de A0 y hacer crecer el tiempo, considerando así un
evento del futuro, lo podemos hacer aguas arriba, es decir, caminar hacia
el pasado del evento A0, basta con poner -ti. El eje ti y la base perpendi-
cular cti, dan origen a un cono —diábolo más bien, si consideramos la
parte +ti del eje y la -ti, que da origen a dos conos como parte de un idén-
tico eje, precisamente la línea del tiempo, y unidos por sus vértices en
A0—, nos marca lo que podemos llamar el horizonte de la causalidad.
La cadena causal debe restringirse necesariamente a eventos que
caen dentro del diábolo; si están en el cono de aguas arriba, son even-
tos del pasado de A0, si están en el cono de aguas abajo, son eventos
del futuro de A0. Las cadenas causales deberán siempre ser líneas o ban-
das filiformes, que cumplan las condiciones de no salirse de los límites
del diábolo, nunca retroceder y siempre pasar por A0. Lo mismo que en
el conjunto entero del universo relativista hay líneas de universo, den-
tro de este diábolo relativista estaría toda la maraña posible de lo que
podríamos llamar ‘líneas históricas de universo referentes al evento A0’,
las cuales también tendrían que cumplir las condiciones de no salirse de
los límites del diábolo, nunca retroceder y siempre pasar por A0; serían
líneas o bandas filiformes tan complejas como se quiera, dentro siem-
pre de las condiciones que deben cumplir, y que tienen un máximo, la
de ocupar todo el diábolo, pero que, en todo caso, se adelgazarán siem-
pre en un punto, cuando pasen por A0.
Pero ¿cómo encontrar razones para dar prioridad a unas ‘líneas his-
tóricas de universo’ sobre otras en las que apoyar el evento A0 como
establecido determinísticamente? Fuera de la propia estructura de diá-
bolo, no parece que pueda haber razones para imponer determinismo
alguno en el modelo; al contrario, es posible que se nos sugiera con
este modelo que, en los límites establecidos, cualquier indeterminismo
es posible. Llevándolo al límite, todos los eventos que están en el cono
del pasado de A0 son causas del evento A0, y todos los eventos del cono
del futuro de A0 son efectos del evento A0. Pero que “todo influya en

281
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

todo”, para los efectos del saber a qué atenernos, es como si “nada
influye en nada”. Me pregunto si así la causalidad no desaparecía del
horizonte, si el indeterminismo no sería ahora moneda corriente, pues
cualquier camino —o todo camino— puede habernos llevado al ahora
en el que estamos, y cualquier futuro puede nacer en el ahora, simple-
mente con que nos mantengamos dentro de los límites del diábolo.
Así pues, los infinitos eventos que están dentro de los límites del diá-
bolo podrían pertenecer a las filiformes cadenas causales del evento A0,
y los infinitos eventos que caen fuera de él, no. Esta manera tan her-
mosa de mirar la realidad apenas nos dice nada sobre la realidad pro-
pia de las ‘cosas’, simplemente pone unos límites de imposibilidad
—por excesiva ‘lejanía’—, lo cual no es poco, dentro de lo que pudie-
ra ser la acción, la información o la comunicación. Pero nada afirma res-
pecto a la causalidad, como no sea decirnos que, dentro de la com-
postura del límite dado por la superficie del diábolo, “todo influye en
todo”, siendo este todo lo de dentro del diábolo.
Es evidente que en este modelo los eventos A0 no deben ser trata-
dos siempre como meras individualidades; aunque —¡horror!— eventos
A0 y B0 que sean coetáneos no pueden tener ninguna influencia diga-
mos que inmediata uno sobre el otro, por lo que todos los eventos coe-
táneos serán siempre irresponsables los unos de los otros en lo que es
su pura inmediatez.
Volviendo a los dos eventos A0 y B0, figura 2, la intersección de ambos
diábolos, que tienen sus ejes paralelos, da una parte común aguas arriba,
que marca la parte común de su pasado, aquella, pues, que es, o puede
ser, al menos, causa común a cada uno de los dos eventos porque pase
la filiforme cadena causal; y da otra parte común aguas abajo, que marca
la parte común de su futuro, aquella, pues, que es, o puede ser, al menos,
efecto común de cada uno de los dos eventos.

Esas causas y esos efectos comunes a los dos eventos, de nuevo,


nos indican sobre todo un límite, y todas aquellas partes de ambos
diábolos que no pueden ser causas comunes o efectos comunes de los
dos eventos, y eso está muy bien. Con todo, no hay verdadera acción
y comunicación en simultaneidad entre esos dos eventos —sé que
jamás hubiera debido decir en simultaneidad, pero busco una aproxi-
mación a la realidad, no un real-purismo del lenguaje relativista—.

282
¿Tiempo o incertidumbre?

Figura 2

Figura 3

283
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Sólo eventos que necesariamente están distanciados de ellos en el


tiempo pueden ser concausas de ambos; en ningún caso pueden tener
causas comunes en tanta cercanía temporal como se quiera, como no
sea que los acercamos espacialmente el uno al otro tanto como quera-
mos; lo malo es que comienzan a tenerlas rigurosamente sólo cuando
ambos eventos se convierten en el mismo evento. La cuestión se repite
con eventos Ai y Aj, para ellos parecería que sí se da una historia
común, pero, bien mirado, sólo bajo la relatividad de ser ancestros de
A0, pues en su propio momento de existencia ellos reprodujeron exac-
tamente lo que ahora acontece a los eventos A0 y B0.
De ahí que nos veamos obligados o a guardar la localidad y perder
que eventos coetáneos se influencien entre sí —lo que no podemos
estar en disposición de perder—, o perdemos la localidad —¿no es ya
una manera de apuntar la no-localidad que se discute en torno a los teo-
remas de Bell?—, o despedimos al modelo relativista con una simpáti-
co saludo porque nos hace concebir una rara idea de ella. En este
modelo, pues, es como si hubiera una inercia de la acción y de la comu-
nicación, idea bien bonita; como si hubiera tal complejidad en las cau-
sas y en los efectos que dos eventos distintos tienen muy difícil que
estos y aquellas sean los mismos, identificándose tanto más, cuanto más
tiendan los dos eventos a ser un único evento, idea menos interesante
por obvia. En este modelo se dará la posibilidad de encontrar ancestros
comunes y descendientes comunes, pero no una verdadera historia
común. Lo conseguido, ¿es poco, es mucho? ¿Nos servirá esta manera
de ver para explicar y comprender la realidad del orden temporal? ¿No
se tratará, más bien, de un “monadismo de eventos del universo”, sin la
grandeza y complejidad, quizá, de la filosofía leibniciana?

Algunos lógicos siguen otra manera de ver las cosas, figura 3.


Consideran la ‘flecha del tiempo’ como una línea, pero línea quebrada,
como un camino con sucesivas bifurcaciones que nace en el evento A0,
produciéndose una estructura de árbol en los caminos posibles que
pueden derivar desde él. Por esa línea arbórea acontecerán todas las
evoluciones posibles del evento A0, según que en cada una de las
bifurcaciones se vaya tomando un camino u otro; pero siempre líneas
quebradas que sin discontinuidad alguna tienen su origen en el even-
to A0. En esa estructura deberá estar contenida toda ‘historia’ futura del

284
¿Tiempo o incertidumbre?

evento A0, pues una ‘historia’ son los acontecimientos que siguen la
complicación bifurcatoria de una de las ramas del árbol que nació en
A0, la historia real y todas las historias posibles; le serán historias impo-
sibles, por el contrario, las que no tengan su origen en A0, o que, par-
tiendo de él, no coincidan con algunos de «los senderos que se bifur-
can». Así quedan establecidas las “historias en árbol” del evento A0.
Ninguna ‘historia’, evidentemente, puede dar saltos de una rama a otra;
se debe ir siempre por uno de los caminos posibles, pues cada “histo-
ria” es una pura línea quebrada con origen en A0. Este sistema arbóreo
es, evidentemente, determinista, por complicado que lo hagamos, pues
en cada bifurcación podemos poner una cierta probabilidad en cada
uno de los senderos que nacen en ella; pero lo que no cabe es que el
futuro del evento A0 no siga alguna de las “posibilidades” con las que
se encuentra. Si hubiera indeterminación, esta no sería sino una simple
medida de nuestro desconocimiento. Y es determinista en el sentido
riguroso del término, pues, por complejo que sea el mundo de las his-
torias posibles, nunca la historia real del evento A0 puede salirse de los
caminos que se le marcan; en ella cabe complejidad, pero no novedad
radical —sobre todo, como se viene haciendo desde los tiempos de
Laplace, si tenemos un sistema de ecuaciones diferenciales, o lo busca-
mos con esperanzas de encontrarlo algún día, y, en segundo lugar,
podemos definir las condiciones iniciales—.
En todo caso, en este modelo hay un problema grave para los lógi-
cos, el de cómo definir, siguiendo la maraña de líneas-ramas del árbol,
cuáles son los acontecimiento subsiguientes a A0 que se producen en
un mismo tiempo. Los lógicos están en él.
Pero hay otro problema que creo más importante, pues las ‘histo-
rias verdaderas’ saltan de unas ramas a otras, siguiendo caminos que
se dirían son ‘caminos reales’ y no “caminos lógicos”, pues no coinci-
den con ninguna de las líneas-ramas de la maraña del árbol. Las ‘histo-
rias verdaderas’ no se ciñen, o parecen no querer ceñirse, a esas “his-
torias”. Los que llamo caminos reales son los que va tomando la realidad,
cualquiera que esta sea. Los que llamo caminos lógicos son, evidente-
mente, los que va tomando nuestro razonamiento; si se trata de un mero
juego lógico, entonces no importa, pues cada uno pone las reglas que
quiere a su juego, y hace la calceta que le place; otra cosa es que, con
ellos, queramos dar cuenta, o aproximarnos todo lo que nos sea posible

285
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

a los caminos reales; cabe otra posibilidad, muy del agrado de algunos,
pero que se me antoja algo irrisoria, la de que decretemos que los cami-
nos reales, por la fuerza de nuestra interdicto, deben tender a coincidir
con los (meros) caminos lógicos, opinión muy relacionada con ese crea-
cionismo-que-deja-de-lado-a-Dios-y-olvida-sus-presupuestos, al que me
he referido; opinión que, quizá de manera indebida, además, pone a la
lógica en el lugar de las matemáticas. Incluso se diría que, hoy, los
determinismos han saltado por los aires, y que entramos, quizá para
siempre, en el reino de los indeterminismos.
Piénsese, por ejemplo, en todo lo que aconteció cuando, a partir de
1989, se hace realidad un salto de rama, si aplicamos a esa historia el
modelo lógico del árbol, pues se abandona la rama-URSS para seguir
por la rama-Rusia, que no tuvo continuidad desde 1917. Dentro de la
historia derivada de la Revolución de Octubre, historias que parten del
evento A0, cabían bifurcaciones que la llevaran por caminos muy diver-
sos, dándose lugar así a una enorme variedad de ‘historias posibles’ que
de aquella procedían, pero, en la aplicación de ese modelo lógico, era
clara una cosa: la rama del evento historia-rusa había quedado trunca-
da para siempre, sin ninguna historia posible que de ella descendiera,
ahí está precisamente la particularidad del hecho-revolución. Podía
acontecer lo que fuere, pero siempre en el esquema árbol que nació
con el evento A0. Sin embargo, setenta y dos años después, la historia
real descendiente de la Revolución parece taponarse y desaparecer en
las aguas del desierto, y al punto se continúa una historia desaparecida
durante todo eso tiempo, una historia taponada, truncada, comenzando
esta nueva historia, para colmo, en el mismo punto en que se había
cegado setenta y dos años antes. Hay un salto de rama, y salto a ramas
prohibidas puesto que “historia imposible”, ya que la historia sigue sus
propios caminos reales, que nada parecen tener que ver con los decre-
tados caminos de la “historia (lógica)”.
O cuando nos adentramos en las complejísimas consecuencias de los
teoremas de Bell que llevan a los problemas de la no-localidad o de la
no-separabilidad, que parecen dinamitar esas estructuras de árbol
haciendo saltar a los eventos de rama en rama por ‘historias’ distintas.
En todo caso, acontecimientos B, C, D, etc., a los que no se llega
siguiendo una única línea quebrada que parta desde A0, sino a los que
se llega siguiendo varios caminos bifurcados distintos, que habíamos

286
¿Tiempo o incertidumbre?

declarado incompatibles entre sí pues mostraban ‘historias contradicto-


rias’ del evento A0, sin embargo, resultan ser ‘hijos’ suyos. Aunque ni
quiero ni puedo adentrarme en este problema neblinoso y candente503,
no dejaré de decir que, con referencia a la considerada desde Hans
Reichenbach «causalidad normal» con sus tres condiciones: 1ª) causa y
efecto están conectados por un proceso causal que es continuo en el
espacio y en el tiempo; 2ª) el estado futuro de lo que antes he llamado
un evento es independiente de su pasado, puesto que la parte del diá-
bolo de aguas abajo, pende sólo del punto A0; y 3ª) la relación causal
es asimétrica, es decir, la causa precede al efecto; si se quiere seguir
guardando la causalidad, hay que abandonar alguna de estas tres con-
diciones. Nancy Cartwright opta por abandonar la primera: la conexión
causa-efecto se hace por un proceso no continuo, sino discontinuo en
el espacio o en el tiempo. Esto recoge, al menos, las discontinuidades
y saltos de rama a los que me he referido antes, lo que permitirá seguir
hablando de una ‘causalidad de realidad’ y no de una “causalidad en la
(mera) lógica” o de una “causalidad en la (mera) relativística”. En todo
caso, la segunda condición me causa problema: hace que del puro
punto A0 penda lo que llamaré un sistema infinito de futuro, toda la
parte aguas abajo del diábolo, y que él recoja lo que llamaré un siste-
ma infinito de pasado, toda la parte aguas arriba del diábolo, cuando
no es sino una mera puntualidad sin espesor, permítaseme que diga sin
espesor de carnalidad. De nuevo me encuentro con que nuestro even-
to es un ‘evento-monádico’. Estaré dispuesto a aceptarlo si se hace en
el marco de la complejidad de una filosofía leibniciana, y no en una
esquemática filosofía analítico-neopositivista.
La realidad parecería no querer dejarse encajonar en este prodigioso
y complicadísimo modelo lógico, que se ha creado, es obvio, para tra-
bajar en lo que sea el tiempo de la realidad. No creo que valga con
“estructuras de árbol”; me parece evidente que será necesario establecer
modelos con ‘estructuras de red’, en las que se pueda pasar, sin incom-
patibilidades ni contradicciones, de unos caminos a otros, convirtiendo
la “maraña-árbol” en ‘maraña-red’. Pero, aquí también, lo que decimos
aguas abajo, lo debemos decir aguas arriba, haciendo innumerables los

503 Luis Antonio Reyes, quien dentro de no mucho —¡espero!— publicará un

libro sobre ello, me ha hecho al respecto indicaciones atinadísimas.

287
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

caminos en red que la ‘historia’ ha tomado hacia arriba, el pasado de su


historia, y hacia abajo, el futuro de su historia. Redes que, además,
deberán por necesidad hacer solidarios de una historia común a ‘even-
tos coetáneos’, rompiendo esa maldición de la radical incomunicación
en las cercanías de un tiempo histórico común de los considerados
“eventos individuales”, que no son otra cosa, seguramente, que los anti-
guos “hechos”. Pero ¿cómo considerar esa causalidad que se da en la
discontinuidad espacial y temporal?, ¿qué serían esas redes, esos siste-
mas de red?, ¿cómo aprovecharnos de ellas para decir algo con sentido
sobre la realidad?, ¿cómo construirlas?, ¿basándonos en qué principios?
La manera filosófica del hacer leibniciano —como, por ejemplo, la de
Michel Serres—, me parece que puede ayudarnos. Nótese, en todo caso,
que estaríamos muy lejos de una seguridad en que, siguiendo caminos
que me gusta llamar de logificación, encontraremos posibilidades de
explicación y de comprensión de la realidad. Ahora, más bien, con
todas las herramientas de la racionalidad que nos damos con la ‘razón
práctica’, deberemos adentrarnos en la construcción de esas estructuras
de red que nos sirvan para pescar.
Para colmo, las maneras de ver a las que nos hemos referido en este
parágrafo, no parecen ser lo bastante consistentes para constituir el
núcleo de una historia, puesto que a lo más que hemos llegado ha sido
solamente a constituir la llamada historia del evento A0, sin que los
demás eventos coetáneos tengan nada que ver con él, como si se trata-
ra siempre de un mundo monádico en el que cada mónada es un mero
evento. En una palabra, dejando de lado sus dificultades, el modelo
sería tan sencillo que difícilmente podríamos ver en él un elemento ger-
minador del que pudiera nacer la historia.
Sin duda que todo lo anterior adquiriría un mayor espesor de reali-
dad, espesor de realidad histórica, si habláramos leibnicianamente de
mónadas, si antes hubiéramos hablado siempre de la ‘mónada A0’, por-
que ahora en ella misma, en su propia puntualidad, cabría una com-
plejidad infinita, incluso temporal, porque ahora esa mónada también
estaría relacionada con otras mónadas en infinita complejidad, incluso
temporal.

¿Nos ha servido de algo todo lo anterior? De una manera genérica sí.


Nos ha hecho ver, una vez más, que la idea de la ciencia clásica de que,

288
¿Tiempo o incertidumbre?

por tratarse de un mundo que ha sido creado por un Dios-Gran


Matemático para que lo expliquemos con nuestra razón matemática, la
realidad sigue a la matemática es muy endeble. Ahora, la matemática
hace lo que puede, y puede mucho, un mucho que, a la vez, es inmen-
samente poco. Para la explicación y comprensión de la realidad, nunca
podremos dejar de lado los instrumentos que tenemos; pero tampoco
nunca deberemos suplantar nuestra razón práctica por esos instrumen-
tos que ella se ha dado a sí misma.
Antes, el tiempo parecía estar inexorablemente ligado a una mirada
naturalmente determinista. Hoy parecería más bien lo contrario, que el
tiempo está ligado con una mirada más bien indeterminista. Esa ligazón
parecía venir, además, de una evidencia, la causalidad. Como si cada
uno de los puntos de la flecha del tiempo fuera un lugar obligado de
paso del discurrir histórico de los eventos del mundo, de manera tal que
unos son causas de otros, y otros efectos de unos, según la colocación
temporal. Cuando la causalidad venga a caer en dificultades graves, en
dificultades graves habrá de caer el tiempo, y viceversa. En física, la cau-
salidad ha quedado muy disminuida desde que la mecánica cuántica
arremetió por necesidad contra todas las ideas recibidas. Todavía hoy,
en los entornos y consecuencias de los teoremas de Bell, se prosigue
con las épicas discusiones que, a finales de los años veinte del siglo XX,
comenzaron Niels Bohr y Albert Einstein. Ha habido intentos podero-
sos, como los de Ilya Prigogine y sus amigos, para, mediante el desa-
rrollo de una física de los procesos irreversibles, introducir en la teoría
de la relatividad la manera temporal de tratar las cosas tal como lo hace
ya la termodinámica, pues aquella es con respecto al tiempo tan atem-
poral como la física clásica; pero no parecen haber convencido, y los
físicos relativistas siguen afirmando algo que resulta chusco, por más
que sea la postura tradicional de la física: en realidad, no hay tiempo.
Pues, diciéndolo de forma caricaturalmente simple, ¿cómo llamar tiem-
po a algo por lo que uno se pasea arriba o abajo con sólo poner en la
variable-t un signo + o un signo -?
Ahora, que se conoce como nunca la realidad física del mundo, sin
embargo, estamos muy lejos de un acuerdo sobre lo que sea el tiempo
que vaya mucho más allá, en su esencia, de lo que ya dijeran Aristóteles
y san Agustín. Ahora que pareceríamos estar tan cerca de saber casi
todo con respecto al mundo, el azar y el indeterminismo, tan de moda

289
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hoy, han roto cualquier imagen global de lo que sea la realidad física,
sobre todo de lo que sea nuestra comprensión global de ella, y del con-
junto de las explicaciones que nos ofrecemos sobre ella; porque, me
pregunto, ¿el indeterminismo y el azar son explicaciones globales de lo
que sea el mundo en sí mismo, o la medida de nuestras perplejidades?
¿Seguiremos, por siempre, hablando de azar y de indeterminismo, o
comenzaremos un día a hablar de complejidad? ¿Quién nos asegura que
esa línea fundante de la “intuición de la simplicidad” con la que se cons-
truyó la ciencia moderna desde el siglo XVII es hoy todavía una hipó-
tesis acertante, y que lo seguirá siendo en el futuro? La hipótesis acer-
tante del futuro, por el contrario, ¿no será la que procede de una
‘intuición de la complejidad’? Mas ¿cómo pensar todo esto?
Si consideramos el mundo como creación, y creo encontrar no pocas
razones para hablar de ello, deberemos considerar que, como he dicho
en otro lugar, en el comienzo, en un acto originario de su voluntad,
Dios crea el mundo en su dinamicidad; crea la ‘materia en su dinamici-
dad’ [el mundo en su dinamicidad], no una mera mecanicidad a la que,
como externalidad, haya que añadirle una fuerza, una materia que
desde el acto originario que la crea está siempre dinámicamente infor-
mada; y en ese acto originario de la creación del mundo en su dinami-
cidad están dadas las cuatro internalidades del mundo: espacio, tiempo,
geometría y legalidad. Me parece que de ahí se derivan no pocas con-
secuencias para una concepción del tiempo.

IV. El tiempo de quienes quieren comprender


la realidad de la historia

Ahora entramos en lo que aventuro es la parte más interesante de


mis consideraciones sobre el tiempo; no se trata de dar, sin más, un
salto desde él hasta la historia para seguir hablando de algo. En la refle-
xión anterior hemos visto cómo aquello que podría considerarse un
‘tiempo objetivo’, sin duda, está transido de historia, y la historia, a su
vez, está transida de relato. Las reflexiones aristotélicas y agustinianas
tenían muchas ‘razones’, y desde el siglo XVII, cuando nos construimos
la ‘ciencia nueva’ y con ella el “tiempo de las objetividades determinísti-
cas”, nuestra reflexión sobre el tiempo ha terminado, quizá, por dejarnos

290
¿Tiempo o incertidumbre?

muy lejos de la realidad; muy posiblemente en meras logicidades. Por


eso hay que aventurar algo más sobre el tiempo y la historia.
Nosotros veremos la historia como la manera en que recibimos en
nuestra memoria expresada, memoria individual y memoria colectiva,
ese discurrir de la temporalidad objetiva de lo real como tal tiempo.
Partimos de la temporalidad objetiva, como la acabo de llamar. De
todo lo que se refiere tanto a nuestra persona individual como lo que
en nosotros se da de societario, lo que nos toma a nosotros como
grupo; de todo nuestro habérnoslas con el pasado y todo lo que en ima-
ginación proyectamos sobre el futuro; por fin, de todo aquello que
‘imputamos’ a la realidad con nuestro instrumental científico, como, por
ejemplo, la historia del cosmos, que logra espesor de temporalidad.
Porque todo ello se da en nosotros a la vez que ese sentimiento de rea-
lidad como siendo una realidad que se nos da en el tiempo, es decir,
en lo que tomamos como una fluencia en donde, de una cierta mane-
ra, ‘las cosas ya no tienen remedio’ de realidad, en donde ‘no vale todo’
de realidad, en donde ‘no todo es indiferente y sin consecuencias’ de
realidad, en donde ‘no todo es igual’ de realidad, presentándosenos esta
con diferentes cualidades de realidad. En la temporalidad se nos ofrece
un modo diversificado de ser real de la propia realidad, esta se nos da
de maneras diferentes, en cuanto se trata de ‘aquello que ya no tiene
remedio’ para nuestra acción —cuidado, porque en esto, además de lo
que se toma como temporalidad, cabe también la lejanía espacial y la
que, provisionalmente, llamaremos lejanía causal—; de aquello ‘en lo
que todavía podemos incidir’ con nuestra acción —porque también hay
cercanía espacial y de las que, provisionalmente, llamaremos posibili-
dades causales—; o de aquello en lo que, actuando imaginativamente,
suponemos que ‘tendremos todavía algo en lo que actuar’. En el cómo
nos situamos con respecto a nuestra propia acción tenemos ínsita la
temporalidad. El tiempo nos existe en cuanto actuamos. ¿No habrá algo
que se refiere al tiempo, por tanto, fuera de nuestra acción? Sí lo hay,
pues, en cuanto a nosotros, la temporalidad es condición que permite
la acción, y no al revés, pues nos encontramos siendo ‘seres de tempo-
ralidad’. Además, en aquel acto originario que crea el mundo, se
comienza una dinamicidad mundanal que provoca en el mundo accio-
nes de las cuatro ‘internalidades’. Cierto que, como no sea, precisa-
mente, “la ciencia sin sujeto que se toma a sí misma como sujeto”, no

291
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hay testigo mundanal de ellas hasta que nuestra presencia consciente


se haga presente en esa dinamicidad mundanal, pero la ‘imputación’
de temporalidad que habremos de hacer a su debido tiempo, tiempo
nuestro que se engarza en tiempo mundanal, tiene ‘sus razones’, no es
una mera convención de realidad, aunque tampoco es una mera apro-
piación estructural de realidad, sino que es una ‘imputación de verdad’,
como la que hago sobre el acto originario de la creación, en donde
están contenidas las cuatro ‘internalidades’, una de las cuales es el
tiempo.
Todo lo que llevamos visto hasta ahora nos induce a subrayar inde-
terminismos, azares, posibilidades, imputaciones, emperramientos,
retos; nos lleva, a la vez, a no considerar el tiempo, sin más, como un
“tiempo cósmico objetivo”. Por eso nos podemos hacer la pregunta:
¿tiempo o incertidumbre? Hasta cierto punto, el tiempo es una ‘imputa-
ción de nuestras incertidumbres’. Incertidumbres, pues no vivimos, ni
siquiera en las cuestiones del tiempo, asentados en recias certidumbres,
en seguridades sobre lo que el mundo, y su tiempo, es en sí.
Determinismo, certidumbre, seguridad, se nos convierten, como me
gusta decir, en emperramientos, es decir, en actitudes bien meditadas de
nuestra acción de la razón práctica; no el ofrecimiento de un cierto des-
velamiento de la verdadera realidad, sin más. Pero, cuidado, el empe-
rramiento no es cualquier cosa, sino el resultado de nuestra actitud
racional, actitud racional que viene de lejos; es un reto racional que
busca, en medio de la incertidumbre, es cierto, lo que la realidad es en
verdad. ¿Podremos decir que el tiempo es la imputación de una medi-
da, la del emperramiento de nuestras incertidumbres en torno a esos
tres estadios de sensibilidad de nuestra actuación: ‘aquello que ya no
tiene remedio’ para nuestra acción, aquello ‘en lo que todavía podemos
incidir’ con nuestra acción y aquello en lo que, actuando imaginativa-
mente, suponemos que ‘tendremos todavía algo en lo que actuar’? Por
tanto, ligado por demás a nuestra sensibilidad —sensibilidad individual
y sensibilidad colectiva—, es el resultado de verdad de una imputación
de realidad. Sería falso, desde ahí, considerar que el tiempo es un inven-
to de nuestra imaginación, o que no hay tiempo fuera de nosotros, o
que es una convención. Pero, si es verdad lo que voy diciendo, tiempo
e incertidumbre tienen una ligazón estructural. ¿Tendría sentido decir
que, precisamente, esa ligazón estructural es la que llamamos historia?

292
¿Tiempo o incertidumbre?

Recibimos en nuestra memoria expresada, decía, ese discurrir de la


temporalidad objetiva de lo real como tal tiempo —lo que nos da un
definitivo espesor de seres ligados a él—, y desde la que, usando lo que
de inteligente tenemos, nos encontramos ante el reto de abrir perspec-
tivas para el presente y, sobre todo, para el futuro de una realidad que
está, obviamente, fuera del tiempo —y de la historia—, pues sólo se nos
da todavía en la imaginación, aunque, cierto es, si se puede emplear
esta paradoja, deja ya sobre el presente y el futuro la marca, quizá inde-
leble, de una huella, de una traza. Aquí, aunque sólo sea de una mane-
ra todavía muy embrionaria, cabe la historia, cuando menos, como reco-
gida de relatos por los que se busca la comprensión de lo que al
hombre le ha acontecido, a él y a los suyos. Pero cabe también la his-
toria como la recogida de relatos por los que se busca la comprensión
de lo que aconteció al paisaje en el que el hombre vive, desde el pai-
saje de su cercanía, hasta el paisaje global del mundo en cuya dinami-
cidad participa como viviente; en cuanto sea posible, por supuesto, un
relato científico. Cabría en ambas la falsa posibilidad de considerar que
el tiempo futuro, la historia futura, “existen” dentro de ese “mundo obje-
tivado”, pero esto es un claro engañabobos. Una cosa son ‘trazas’ y
‘huellas’ que podamos proyectar hacia el tiempo y la historia futuras
—¡menudo reto!—, y otra que digamos conocer lo que ha de acontecer
en el futuro. ¡Cuando llegue, ya veremos!
Supongo que en un principio, principio cronológico, el hombre esta-
ba tan inserto en la realidad [mundanalidad] circundante del paisaje que,
como los demás animales, se confundía con ella. La temporalidad, enton-
ces, es sesteo, vigilia, digestión, parada nupcial, caza o ser cazado, acci-
dente, envejecimiento, nacimiento y muerte. Pero el hombre tiene capa-
cidades mayores que los demás animales, que aumentan sobremanera
sus posibilidades de juego en su actuación. Capacidad, sobre todo, de
construirse un paisaje como tal paisaje, de darse el mundo como espec-
táculo, y de verse a sí mismo como espectador de ese espectáculo: por
tanto, de entrar en el juego de las representaciones. Esta capacidad, tan
ligada con lo que la compleja actuación evolutiva ha hecho de nosotros
como seres excepcionalmente únicos procurándonos ‘lo mental’, nos abre
a espacios por los que ningún otro animal puede pasear. El paisaje en el
que estamos inmersos, sin dejar jamás de ser paisaje, se nos hace un
mundo, se nos hace mundo [se nos hace realidad]. Nos abrimos, así, a la

293
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

realidad de lo real. El tiempo se nos da en ese juego de representacio-


nes, como parte del espectáculo del mundo, al que accedemos, evi-
dentemente, desde un paisaje, un punto de vista. Así, por ejemplo, el
sesteo se convierte ahora en consciencia de temporalidad; lo que pro-
viene de un mero sestear, sin, por supuesto, dejar de serlo, de simple
espera biológica deviene experiencia radicalmente nueva, que ya es
experiencia del tiempo. El tiempo queda, pues, radicalmente ligado a la
conciencia que convierte el paisaje en un mundo, lo meramente dado
ahí, como aquello en lo que se está en realidad.
La libertad en el espacio, la libertad del movimiento del cuerpo en
el espacio, nos viene dada, junto a nuestras cualidades biológicas, por
la pertenencia a un paisaje —pertenencia a una tribu en un paisaje, por
donde, a la vez, más tarde, se hará posible el paisanaje—. Es la más pri-
mitiva y sencilla de las libertades que nos constituyen; decisiva, pero
quizá todavía no cualidad fundamental de la hominización. La libertad
en el tiempo, la libertad del movimiento de los sentimientos del cuerpo
en el tiempo, nos viene dada en una superación, una superación de lo
que he llamado un mero sestear de una corporeidad que por ahora
estaba siendo sólo meramente espacial. Es esta una libertad nueva, dis-
tinta, que nos permite convertirnos en verdaderos espectadores del
paisaje en el que nos movemos —movemos nuestro cuerpo, un cuer-
po que, así, deviene en verdad ‘cuerpo de hombre’—, porque, con esta
nueva libertad que adquirimos, los sentimientos de nuestro ser cuerpo
afloran en tromba, haciendo de nuestro cuerpo eso que es, más allá del
que sería cuerpo del mero sesteo; y desde ahí podemos ahora contem-
plar el paisaje en el que estamos en su objetividad, una objetividad que
sólo podremos ya confundirla con la (mera) realidad del paisaje cuan-
do confundamos la riqueza complejísima que se nos produce en el
juego entre ambas libertades, con la propia realidad a la que ahora, con-
formándola, tenemos acceso. Es una libertad nueva, que va mucho más
allá de la que tenemos en el espacio; es en ella en donde descubrimos,
más allá de lo que ahora aparece ya como mera espacialidad, el espe-
sor de la vida; en donde se nos muestra un antes y un después de la
propia realidad —no de lo que no sería ya otra cosa que un estarse
relativamente al mero sesteo—, por donde descubrimos el presente
como algo en ‘fluencia’. Una fluencia que nos permite la libertad de la
representación que ahora comenzamos a hacernos del mundo como

294
¿Tiempo o incertidumbre?

una realidad de la que formamos parte. Esa libertad en el tiempo, pues,


queda indicada en el ‘deviene’ que expresa una fluencia; porque tene-
mos esa capacidad de fluencia, el tiempo —algo que tiene que ver, por
tanto, con aquella medición en el ahora entre un antes y un después—,
puede devenir fluyente, y puede comenzar a ser, en realidad, tiempo.
Pero, como vengo diciendo, ‘memoria expresada’, porque, para darse
la historia, esa memoria, ya lo he dicho, debe convertirse en relato; no
basta con que se trate de una interiorización de la propia sensibilidad,
tiene que convertirse en relato personal, autobiográfico, relato familiar,
relatos sobre el país o la sociedad, incluso relatos sobre lo que aconte-
ció con el universo desde el big bang. En donde no hay relato, tras la
sensibilidad temporal no hay todavía historia. En todo relato, por el con-
trario, se construye ya la historia, por más que pueda ser todavía en
esbozo. En todo relato se construye la historia como reflejo del juego de
representaciones que nos damos como espectadores, a la vez que acto-
res, aunque sólo fuere como relatores o escuchadores atentos del relato;
espectadores y actores del paisaje desde un particular punto de vista que
toma espesor en el relato, y mediante el cual queremos expresar nues-
tra memoria, colectiva primero, personal después, comprendernos en lo
que somos, explicarnos el mundo, idear una actuación en él y sobre él.

Tenemos que establecer ahora un punto de extremada importancia,


el que cabe bajo la distinción entre discurso y relato. Cuando creemos
que, bajo ciertas condiciones, todo lo que producimos como ‘discurso’
—por el hecho de producirlo o, como piensan algunos, por efecto de
alguna ascesis provocadora de lo científico— es “objetividad”, confun-
dimos lo que decimos ser nuestro mero discurso histórico con la reali-
dad misma; aunque lo mismo podría acontecer con nuestro discurso
científico o con cualquier otro discurso, si es de justicia guardar esta
palabra para un decir que se deja ganar, como vamos a ver, por la mera
ideología, por ello un decir negador de historia, alejándose, quizá para
siempre, de un ‘relato’, un decir provocador de historia.
En el que llamo mero “discurso” sobre lo que ya ha sido, se trataría
de un espumar “datos”, aceptémoslo así, que luego, insertados y recom-
puestos en un decir —que no deja de ser como un relato, pues, final-
mente, todo decir termina pareciendo un relato—, daría origen a eso
que decimos ser la propia realidad. Pero cuando, desde ahí, llegáramos

295
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

a más en nuestro discurso histórico, es obvio que, en definitiva, lo


importante sería sólo el propio destilado ideológico que constituyó la
urdimbre de nuestro discurso, y que se dice haberse hecho “objetiva-
mente” urdimbre de la propia realidad, cuando, en verdad, no ha hecho
sino suplantarla. Vemos cómo, así, un acercamiento tangencial a lo que
sea la historia —y el tiempo— proyecta sobre la realidad nuestra pro-
pia ideología, la cual, además y para colmo, definirá a partir de ahora
lo que sea la objetividad. No cabe duda, sin embargo, que algo de esto
se da siempre en cualquier ‘relato histórico’ nuestro. Lo rechazable es
esa actuación ideológica que no se hace respetuosa de la acción de la
razón práctica, sino que se convierte en un mero emperramiento para
hacer coincidir con nuestros prejuicios lo que haya de ser la realidad de
la historia; lo rechazable es que esta actuación ideológica no es respe-
tuosa, sino que, en definitiva, quiera suplantar lo que sea la realidad por
nuestros meros deseos y querencias, aunque pueda deberse, segura-
mente, a una poco inteligente inconsciencia nuestra.
Esta manera tan burda de ver las cosas del tiempo y de la historia
tiene, empero, un punto positivo. Hace que nos demos cuenta de que
nosotros estamos implicados para siempre en todo esfuerzo por decir
qué sea el tiempo y qué sea la historia, aunque, quizá, no sea cons-
ciente del ‘principio antrópico’ en el que se construye; por ello, de
manera bien primaria, confunde su primer decir, mejor aún, su queren-
cia del decir, con la “objetividad de la realidad”. Es así puesto que en el
tiempo y en la historia hay una paradoja fundante: no siendo creados
por nosotros, cuelgan de nosotros.
Lo que acabo de decir ya era claro desde antaño en las ciencias físi-
cas. Ahora debe serlo en toda consideración sobre el tiempo y sobre la
historia. No hay “punto de vista de Dios”. O, dicho de otra manera,
nosotros no somos vicedioses, y no podemos ponernos en ese punto
de vista sin incurrir en un objetivismo prometedor con el que tapar
nuestras vergüenzas. Para colmo, ese punto de vista estaba doblado con
una concepción determinista de lo que ha sido, es y será el mundo. Se
piensa que el mundo es como la película que se proyecta; nosotros
sabemos lo que ha sido proyectado y lo que está proyectándose; no
sabemos lo que queda por venir —caben indeterminaciones en nuestro
conocimiento—, pero quien la hizo sí lo sabe —no caben indetermina-
ciones en la realidad de lo que ha de venir—.

296
¿Tiempo o incertidumbre?

A mi modo de ver, más bien debe decirse que la complejidad de lo


que es y la complejidad de lo que fue es huella y marca de la comple-
jidad de lo que será. Si caminos bifurcantes llevan al futuro, también son
caminos bifurcantes los que nos hacen conocer el pasado, e incluso el
presente.
En el caso de la historia es claro, pues toda historia, por lo que llamo
‘principio antrópico’, nos tiene a nosotros los hombres como sujeto, sea
nuestra historia antigua, sea la historia de los antiguos reinos, sea la his-
toria del universo; en una palabra, como he dicho más arriba, todos
nuestros relatos. No me refiero, es evidente, a que, en el caso de la his-
toria del universo, por ejemplo, deba aceptarse que hubiera algún
‘alguien’ que hiciera de testigo y actuara de notario de lo que aconteció
en ella —¡cómo lo olvidaremos!, es el mismo físico-cosmólogo Stephen
Hawking quien lleva de la mano a Dios para enseñarle la obra de su
creación (¿qué creación, la de Dios o la de Hawking?), sus principios y
leyes—. Sin embargo, la historia del cosmos no es como un cuadro que
vemos en una exposición, sino el relato que nosotros, en cuanto cien-
tíficos, nos hacemos de su evolución, lo cual no puede jamás querer
decir, ni que nos la saquemos de la manga como nos venga en gana, ni
que la vayamos descubriendo como, geográficamente, se fue descu-
briendo América. La historia del cosmos es, como vengo diciendo, una
‘imputación’ racional, la mejor posible; llevando las cosas al límite,
podríamos decir: la única que nos es posible contar, puesto que es la
única que es verdad. ¿Olvidaremos cuán pocas actividades humanas son
tan cambiantes como las científicas?

He hablado de las trazas y huellas que el presente ‘deja’ en el futu-


ro. Me parece que es ahí donde está el centro mismo de la historia, pues
a ellas se refiere el relato histórico. De principio podríamos considerar
que la realidad es un conjunto, por intrincado que sea, de “datos” y que
todo nuestro arte estaría en encontrarlos, junto a su hilo conductor. Tal
sería la manera positivista o neopositivista de la historia. Mas ¿cómo ele-
girlos?, ¿cómo destacarlos del conjunto?, etc., es tal el marasmo en que
enseguida nos encontramos que nos ahogaríamos en ese proceloso océ-
ano. Hablo de marasmo para indicar que ese procedimiento a lo más
que lleva es a la tangencialidad a la que me he referido antes, substi-
tuidora de la realidad por nuestra ideología, la que queramos escoger,

297
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¡qué más da! Por ello, es necesario establecer líneas de comportamien-


to en el tratamiento de, por decirlo así, aquello de lo que queramos
hablar, que nos hagan ver claro lo que acontece, para constituirlo en
relato histórico.
Debemos buscar los ‘principios que dejan huella’, las ‘internalidades
que marcan la compleja realidad con su traza’. Ese es nuestro reto. Esa
es nuestra apuesta. Trazas y huellas, principios e internalidades que,
evidentemente, nos sirven tanto para mirar el pasado como el futuro, a
los que nos acercamos desde el presente en el que nos hallamos, cons-
truyendo nuestro relato.
El tiempo no hace, no puede hacer, que en cada instante del ahora
todo se haga como de nuevo, como si el mundo fuera algo que en cada
instante del ahora recomience un proceso abierto al fluir siguiente, y
en el que nada de lo ya pasado cuenta sino como un haz de condi-
ciones iniciales. El mundo, en esta manera de ver absolutamente ina-
ceptable, en cada instante del ahora es como creado en un conjunto
estructurado por dos elementos: sus leyes de desarrollo y sus condi-
ciones iniciales. De ahí, con tiempo positivo, saldría el futuro; con
tiempo negativo, el pasado. Casi dan ganas de pensar que lo único,
pues, que tendría existencia verdadera es un “ahora eterno”, con la
diversidad instantánea de sus modulaciones. Obsérvese que, en esta
manera de ver, hay algo genérico, las leyes, y algo específico, las con-
diciones iniciales, que dan un sistema conjuntado, el del mundo en
cada instante del ahora. Las leyes genéricas no tienen por qué ser
deterministas; por supuesto que en ellas cabe el azar. Lo dicho para el
mundo vale también para cada uno de sus subsistemas. En esta mane-
ra de ver no hay posibilidad alguna de ‘principios que dejan huella’, ni
de ‘internalidades que marcan la compleja realidad con su traza’, no
hay lugar para el relato, sólo para el discurso, por lo que no hay ni
tiempo ni historia.
Hablaba de aquel acto originario de la creación del mundo en su
dinamicidad, y de las ‘cuatro internalidades’. Es demasiado aventura-
do decir que el mundo está guiado (sólo) por el azar. Nótese que,
incluso entonces, se dice que el mundo es ‘guiado’, sin enunciarse con
claridad qué haya con respecto al sujeto escondido tras el es. Más aún,
nada se afirma tampoco sobre otro sujeto, mucho más importante,
implicado en ese decir, porque, ¿quién dice: “el mundo está guiado

298
¿Tiempo o incertidumbre?

por el azar”? Con esta pregunta nada afirmo sobre la verdad o false-
dad de dicha proposición, simplemente pregunto algo sencillo:
¿quién lo dice? Un sujeto humano es también el sujeto de esa pro-
posición.
El ‘principio antrópico’ es aquí decisivo. No me refiero de prime-
ras, por supuesto, a ningún ‘principio antrópico cosmológico’, ni fuer-
te ni débil. Digo, de manera muy simple, que esa proposición, como
cualquier otra proposición, es dicha por un sujeto humano, quien
tiene, seguramente, convicciones firmes, razones fuertes y emperra-
mientos racionales que apoyan su decir. Pero, es obvio, quien sostie-
ne la proposición es la fuerza de las razones que la apoyan, no, pri-
mariamente, la “objetividad-sin-sujeto” de lo que se dice. Puede
ocurrir que sea una proposición verdadera, pero, si lo es, se deberá
a la fuerza de las razones que nos llevan a una convicción racional
sobre lo que contienen y también al emperramiento racional que nos
hará sostener su contenido como contenido verdadero, es decir, acer-
tante sobre el aspecto de la realidad al que se refiere, por lo que,
abandonarlo, sería una renuncia parcial, o quizá total, a nuestra acti-
tud racional. Y la actitud racional está muy ligada a una actitud de
globalidad y de coherencia. Las proposiciones no van por suelto. Las
proposiciones se enraciman. La verdad está en el conjunto, como
resultado de la convicción y del emperramiento racionales, no en la
suma analítica de los detalles. Los detalles quedan empastados en ese
conjunto, no vienen dados por suelto —¡no son “hechos”!—. En lo
que toca a la historia, el que llamo ‘principio antrópico’ es igualmen-
te decisivo. El relato tiene siempre un sujeto; no puede haber relato
sin sujeto; en un relato, además del propio sujeto y sus intereses, es
decisivo lo relatado.
Mas al llegar acá me entran escrúpulos, ¿estaré siempre dando
vueltas y más vueltas a problemas epistemológicos, sin acabar jamás
de salir de ellos?, ¿serán las trazas y las huellas meros frutos de mi
infundado emperramiento?, ¿serán, por el contrario, trazas y huellas
que tienen su origen en aquel acto originario de la creación?, ¿habrá
en él algo que pueda ser llamado un designio?, ¿nos bastará con esa
inmensa platitud de decir que la afirmación de un designio para el
mundo ha quedado substituida por el “designio de la evolución dar-
winiana”?

299
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

V. ¿Qué será, pues, un tiempo existente desde el que podamos hablar


de la historia de un tiempo (o del tiempo de una historia) que señala
un ‘punto omega’?

Trazas y huellas que el presente ‘deja’ en el futuro. Pero ¿hasta


dónde llegan?, ¿qué importancia tienen?, ¿cómo marcan ese futuro?, ¿lo
dejan determinado, aunque sea en parte? Lo que acontezca en el futu-
ro, ¿de qué manera está marcado por ellas? ¿Cómo se hace ese ‘dejar’?
¿Hay marcas que nos hacen, desde ahora, prever el futuro?, ¿tiene este
una ‘dirección’ que sea racionalmente previsible por nosotros?
No podemos tener la extraña pretensión de que nada de lo que
hacemos tiene consecuencias para el futuro. Por eso, tenemos la certe-
za racional de que, al menos en parte, en una parte interesante y quizá
de importancia, todas las preguntas anteriores tienen una respuesta
positiva porque esas trazas y huellas ‘llegan muy lejos’. No podemos
tener tampoco la extraña pretensión de que nada de lo que sabemos,
con nuestro saber científico, tiene una doble consecuencia para el futu-
ro: la posibilidad de que actuemos ahora de manera tal que el futuro,
por causa de esa actuación, se vea ensombrecido —Michel Serres, uno
de los pensadores hoy más sugestivos de entre los que conozco, pone
en el principio de su pensar a la Hiroshima de 1945—, y la de que con
nuestra actuación teórica, que utilizará conjuntamente su pensar de
triangulaciones sucesivas y su ‘sistemática en red’, tendremos en lo que
actuar e imaginar, siempre con emperramiento de realidad, pues esa
actuación, al menos en una parte significativa, corresponderá a lo que
hemos imaginado.
¿Es irresponsable racionalmente que imaginemos un ‘punto final de
la historia’? O, lo que es lo mismo, ¿tiene sentido racional que busque-
mos y hagamos un ‘relato de ultimidades’ o ‘relato escatológico’, es
decir, un relato de aquello que, en nuestras previsiones, viene señalado
como un punto final? Claro que se podrá con facilidad acusar de mera-
mente “ideológico” a este relato. Es muy fácil que llegue a serlo. Pero,
este ‘relato de ultimidades’, ¿es necesariamente un fruto de la mera ideo-
logía, una simple proyección hacia el cielo del futuro de nuestras sim-
ples querencias, sin ninguna base de racionalidad? Ahí está la cuestión.
Por todo lo que vengo diciendo, es claro que, desde ese emperramien-
to al que tantas veces me he referido, y como fruto de esa labor de

300
¿Tiempo o incertidumbre?

empastamiento que ejercemos en el conjunto coherente —coherencia-


do, mejor— de nuestra acción racional de la razón práctica, tenemos
siempre —y lo tenemos como obligación— una última actuación racio-
nal, la de buscar y encontrar la dirección de un sentido, el punto en que
este se nos ofrece. Tenemos la posibilidad, esto es seguro; pero me
inclino a pensar que tenemos la necesidad de hacerlo, porque sin ello,
nada del enorme edificio de la racionalidad, en la que nos asentamos
fundantemente como hombres, funciona racionalmente.
Sería tan fácil ponernos ya desde ahora en ese punto final de la his-
toria: punto desde el que todo nos aparecería claro y nítido, desde el que,
de manera determinística, tiempo e historia estuvieran ya prefijados en el
lugar hacia el que, de manera inexorable —¡determinística!—, la punta de
la flecha del tiempo se dirige. Tan fácil, que es falso, obviamente.
Si hay punto final de la historia y del tiempo, si hay ‘punto omega’,
ese punto no puede ser más que racionalmente presentido. Punto de
convergencia posible al que, en el juego de la racionalidad de la razón
práctica, parecen apuntar las trazas y las huellas, los principios y la dina-
micidad propia de las internalidades. Si así fuera, ni habría ni podría
haber una dicotomía entre aquella parte de la realidad que tiene que
ver con las ciencias de la naturaleza y aquella que tiene que ver con las
ciencias del espíritu.
Una solución que me parece demasiado fácil es aquella que, apro-
vechando una terminología utilizada más arriba, ve unas “líneas históri-
cas de universo” que, escondidas en él, quizá como para Reichenbach
estaba escondido el orden causal, son como los hilos inexorables de la
historia, y que, al final de ella, se unen en haz, en un punto final, esca-
tológico, extremo, que termina dando sentido último, mirando ya desde
él, aunque todavía estemos en un hoy seguramente aún muy alejado en
el tiempo, a todo lo que ha sido. Esa manera de ver puede tener su sen-
tido, aunque incluso esto habría que verlo de cerca, en una visión pura-
mente religiosa, sobre todo judeo-cristiana, que ve nuestra historia
como una ‘historia de la salvación’ que nos lleva a un punto en el que
aparecerá en todo su resplandor ‘el reinado de Dios’. Sea. Pero si tene-
mos voluntad de hablar desde la filosofía, lo que significa hablar de,
según me gusta decir, lo que es una acción de la razón práctica, las cosas
son muy distintas. Aquello sería verdad si realmente esas “líneas de uni-
verso” estuvieran en cuanto tales escondidas en el propio universo,

301
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

y fuera mediante ellas como las leyes inmutables —¡y seguramente


deterministas!— establecidas por el designio del Creador en su creación
las rigieran en el ir haciéndose de la propia realidad. En todo caso, esa
manera de ver está en contra de todo lo que he afirmado en estas pági-
nas, y en todas las anteriores, espero que con afirmaciones cargadas de
razón. Esa manera de ver sería el “traslado escatológico” de lo que he
denominado una (inexistente como tal y en todo caso falsa) ciencia
objetiva y sin sujeto. Sí cabría, aunque estoy seguro de que no es la
intención de los sostenedores de esta manera global de ver la historia
(científica, evidentemente) del universo, en quienes, desde esa “ciencia
sin sujeto”, como espectadores privilegiados, creen ver, ¡ellos, que son
meros sujetos!, con sutil claridad los entresijos mismos del devenir del
mundo, y el lugar a donde lleva ese devenir. Claro, este es un (falso)
“ver profético” y, desde el pensamiento filosófico, nada hay que objetar
una vez que se ha dicho con extremada claridad: bien está, cuando lle-
gue el momento, ya veremos lo que ha acontecido. Por eso, evidente-
mente, dan ganas de decir «muy largo me lo fiáis». Entiendo, sin embar-
go, que, desde una teoría comprensiva del conjunto de lo que sabemos,
vemos y queremos, es decir, desde una “ideología”, el anuncio de esas
“líneas de universo” que mueven, ¿inexorablemente?, la historia, está
muy bien como principio orientador de la acción presente y futura; por-
que el problema está en dar a esa visión, que ahora es así mera “visión
ideológica”, el carácter de “inexorabilidad”. Creo que bastará con men-
cionar de nuevo una fecha: 1989, para que quede patente lo que digo.
Esa inexorabilidad de las “líneas de universo” de la historia que desem-
bocan en un punto de haz es una mera voluntad de actuación política.
Bien, quizá sea esta manera de ver la más acertada en la acción dentro
de la polis, pero en todo caso no lo será por su “carácter científico”, sino
como la construcción ordenada de una filosofía política. Y, en este caso,
hay todavía mucho que discutir sobre esa filosofía política.

302
10. DE CÓMO EL TIEMPO Y LA HISTORIA IRRUMPEN
EN LA CIENCIA Y EN LA TRASCENDENCIA.
SOBRE UNA TEORÍA DEL CUERPO

ahora, para Luis Antonio Reyes, claro:


la diferencia entre autoridad y mero poder es leve, pero abismal

La invitación de Alberto Dou para esta ponencia es maravillosamen-


te vaporosa. En ella se me dice que, como tema para la reunión de
1997, se estableció primeramente un núcleo inicial: «Ciencia y trascen-
dencia», entendiendo ciencia en su situación actual resultante de la cri-
sis de la filosofía neopositivista causada por la filosofía —Popper504—,
por la historia —Kuhn505— y por la lógica —Sneed506—; y entendiendo

504 Se refiere a Karl R. Popper, La lógica de la investigación científica

(Madrid, Tecnos, 1962), cuya edición original alemana es de 1933, pero que, sin
embargo, sólo comenzó a tener influencia tras la publicación inglesa de 1959,
con apéndices nuevos que ocupan la mitad del libro. Por ello, la fecha de 1934
puede ser absolutamente engañosa para indicar el comienzo de la ‘crisis’.
505 Se refiere a Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas

(México, FCE, 1971), publicado en 1962 y que es, sin duda, uno de los libros
más sugestivos e influyentes que se han escrito en filosofía de la ciencia. Como
he escrito alguna vez, fue la zorra que se introdujo en el gallinero neopositivis-
ta y se zampó todo lo que en él se movía. Desde entonces, nada ha sido igual
en la filosofía de la ciencia. Kuhn, no lo olvidemos, pues ahí esta seguramente
su fuerza, nació al pensamiento filosófico en un contexto en el que eran deci-
sivos Pierre Duhem, Alexandre Koyré, y también I. Bernard Cohen.
506 Se refiere a J. D. Sneed, The Logical Structure of Mathematical Physics

(Dordrecht, Reidel, 1971). A esta escuela pertenece uno de los pocos filósofos
de la ciencia hispanófonos que cuentan: C. Ulises Moulines. Con todos los res-
petos, hubiera preferido, si a lógica nos referimos, ver citado a Kurt Gödel, en
donde encuentro el origen de esa ‘crisis de la lógica neopositivista’, pues me
parece que Sneed es un intento de poner límites al esfuerzo carnapiano de ‘logi-
ficar’ la realidad entera, y de manera especial la física, para, precisamente, a la
larga, hacer posible el objetivo que Carnap se planteaba en su filosofía.

303
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

trascendencia en una amplitud que va desde el sentido de la vida y del


mundo hasta la trascendencia del Dios de Jesús; luego pareció que era
necesario añadir la historia. De ahí el título «Ciencia, historia y trascen-
dencia».
Dadas las, al parecer, muchas cualidades que en mí ocurren, se me
trasladó esa vaporosidad maravillosa, con el objeto, supongo —qué
digo supongo, ¡sin duda!—, de que hablara de lo que se describe en el
título de mi ponencia.
Como en ciertas bebidas, todo es cuestión de mezclar en un reci-
piente los ingredientes en sus exquisitas proporciones, de agitarlo con
arte y de servirlo muy frío. Para colmo, últimamente mis pensamientos
vagan por estos mismos vaporosos derroteros. Espero, pues, que la
bebida que ofrezco resulte adecuada a las expectativas de los tiempos.
Me gustaría que al final de este escrito y del pensamiento que quie-
re espabilar pudiera quedar clara al menos una cosa, que en el largo títu-
lo de mi ponencia la novedad está en el cuerpo. Quizá, simplemente,
cuerpo de jota, después de tan deliciosas y de tan embriagantes bebidas.

***

Hace ya tiempo que la historia irrumpió en la trascendencia, si es


que nos referimos a la trascendencia del Dios de Jesús, hasta el punto
de que, si la historia no fue su creación, al menos sí fue su recreación.
En este sentido es muy sintomático que tiempo e historia lleguen al
mundo de la reflexión tematizada, al mundo de la filosofía, de la mano
de san Agustín; al menos. lo que deberemos llamar el tiempo de la
memoria. La religión que nace con esta trascendencia es la religión del
tiempo y de la historia, las cuales, por tanto, hace ya tiempo que irrum-
pieron en nuestra historia.
Pero, como todos sabemos, no acontecía así en el ámbito de la cien-
cia, en la que el tiempo y la historia parecen nacer sólo ahora entre
vahídos y susurros. A diferencia del tiempo de la memoria, el tiempo
físico, imbricado ya para siempre con las congojas de la recta real, del
continuo y de la topología, surge tras las meditaciones aristotélicas. La
ciencia clásica ha sido a-temporal y a-histórica, y cuando, como en algu-
nas de las llamadas ciencias humanas o ciencias del espíritu, se ha visto
en la obligación de temporalizarse e historiarse, se buscaba con el

304
Sobre una teoría del cuerpo

mayor de los empeños, precisamente para poder constituirse en “cien-


cia” de verdad, hacer desaparecer ese carácter temporal e histórico,
diluyéndolo en una visión racional de pura razón. Pero hoy ya no es
así, ya no puede ser así en la ciencia.

II

En realidad, por su extremada ambigüedad, nada de exacto tiene


decir que el tiempo y la historia irrumpen en la trascendencia, si nos
estamos refiriendo al Dios de Jesucristo. No es que tiempo e historia se
apoderen de la trascendencia del Dios de Jesucristo para temporalizar-
la e historiarla, sino que él es el creador del mundo, es decir, el crea-
dor también de una de sus cuatro internalidades, el tiempo; y en el des-
pliegue mundanal de este nace el esbozo de eso que es la historia.
Cuando nos referimos al Dios de Jesucristo, lo que realmente aconte-
ce es que el Mesías viene cuando en la plenitud de los tiempos la his-
toria entera del mundo toma su rumbo definitivo. Dios es, pues, el crea-
dor del tiempo y de la historia, y en la concreción del tiempo, para llevar
la historia a su plenitud, en tiempos del rey Herodes, en Nazaret, nació
de la Virgen María Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios. En esta plenitud de
los tiempos, el tiempo y la historia son recreados de manera que, por
emplear la expresión de Pierre Teilhard de Chardin, todo lo que el
mundo es conduce ahora hacia el punto W. Pero esto, por supuesto, es
mirar las cosas del tiempo y de la historia desde la Revelación misma.
La ambigüedad está en que, vistas las cosas desde la mera historia
de las religiones, sí que se da esa irrupción del tiempo y de la historia,
de la que tomó amplia conciencia san Agustín. En un mundo de estati-
cidades irrumpe una visión dinámica; en un mundo de predetermina-
ciones surge la posibilidad misma de la libertad, la cual sólo puede
darse en la temporalidad, creadora de historia. Mientras lo que acontece
en el mundo es mero resultado de la voluntad de potencias divinas, aun-
que éstas den no poco juego si son potencias encontradas entre sí, en el
teatro del mundo se da una representación estática de lo que sea reali-
dad. Como si en todos los acontecimientos mundanales hubiera una ley
del destino que empuja inexorablemente lo que va siendo; un ‘va sien-
do’ que se da desde siempre. Hay paso de los días, evidentemente, pero

305
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

se da en la fuerza del destino, fuera del ámbito de la libertad, única-


mente se sigue el buen juego mismo de las potencias divinas. El mundo
que resulta de ahí es un mundo de radical estaticidad, concepción del
mundo que produce como consecuencia la estatalidad en la que ine-
xorablemente se enmarca la vida de los hombres. No quiero entrar
demasiado en esta manera que el hombre discurre para verse a sí
mismo y al mundo, y del lugar que en él ocupa, una de cuyas posibili-
dades de alargamiento en la sucesión de días ha de ser, obviamente, la
vuelta cíclica de los acontecimientos y también la idea de transmigra-
ción en seres sucesivos, en donde nada es dinámico en definitiva, sino
pura estaticidad que busca la tranquila posesión de la propia idea de sí
mismo, del mundo y de las relaciones entre ambos en el cerramiento,
en la circularidad que vuelve sobre sí, sobre las propias seguridades,
por peligrosas que puedan ser, pues siempre lo desconocido es más
asustante todavía, lo por venir que pueda ser distinto a lo ya venido y
asumido, el cambio; sólo cabe la crónica, la cual debiera ser siempre
igual a sí misma para dejar en estática tranquilidad a cronicadores y cro-
nicados. En esta manera de verse, el futuro como tal no existe; todo se
ordena para que no exista, si es que futuro se entiende como tempora-
lidad adviniente y construcción de la historia. Es un mundo sin libertad
posible.
Es curioso que sea así, pues todo nos indica que precisamente
somos fruto de la libertad. De lo que podríamos llamar libertad evolu-
tiva y de la libertad societaria y personal. Ahora bien, una cosa es que,
como tales, seamos fruto de la libertad y otra que construyamos nues-
tra concepción del mundo, de nosotros mismos y de nuestras relacio-
nes con él basándonos en esa realidad compleja de la libertad. Lo cual
plantea ya desde ahora el ‘principio antrópico’, como no se quiera sos-
tener la absurda postura de creer que todos los que nos precedieron
erraron al concebir la realidad y que sólo nosotros decimos lo que la
realidad sea.
Cuando nos acercamos al ámbito de la trascendencia del Dios de
Jesús —por emplear la expresión que me invita a estas reflexiones—,
todo es profundamente diferente. El Dios de la Biblia es creador del
mundo, un mundo creado ex nihilo, como lo entenderá la dogmáti-
ca, precisamente en el esfuerzo por pensar de qué manera se puede
sostener a la vez que Dios es creador del mundo, pero que nosotros

306
Sobre una teoría del cuerpo

—y, por tanto, aunque a su manera, el mundo— somos responsables


de lo que va a acontecer, puesto que creados para la libertad. Y esto es
así puesto que Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza”. Desde
este momento se comprende en la reflexión que en el Dios que se nos
revela en la Biblia hay un rasgo de extremada importancia: Dios es
libre, hasta el punto de que en la consideración que nos hagamos de
él, sin tener en cuenta el dato de esa extremada libertad con respecto a
nosotros y con respecto al mundo, el dios al que nos refiramos no
podrá ser jamás el Dios de la Biblia, sino un ídolo. Todo no se acaba
ahí, por supuesto, pues hay otro rasgo decisivo, el Dios de la Biblia es
un Dios amoroso, que creó el mundo con y por amor, queriendo que
todas las cosas fueran buenas, y viendo que efectivamente lo eran. Entre
estas, y como punto álgido de la creación, está el hombre —el hombre
en su ser cuerpo—, del que ya no puede decirse sin más que fue crea-
do bueno, pues esto reduciría de manera absolutamente drástica su
libertad, sino que fue creado ‘para ser bueno’, para que él pudiera ser
icono de quien lo creó.
Hasta ahora, por tanto, han aparecido acá varias cuestiones distintas.
Por un lado, el punto de vista de la historia de las religiones y, aunque
incluible dentro de ella, pero con aspectos que hacen que deba consi-
derársela de manera bien distinta, la religión revelada. Por otro, la cues-
tión de las realidades, la comprensión de lo que somos y la relación de
ambas, a las que se refiere toda religión y, especialmente, la realidad
trascendente, y lo que ella significa para la comprensión de lo que
somos y de nuestra relación con la realidad entera de la religión cris-
tiana. Además, quizá en general, pero en todo caso si nos limitamos a
esta, las diferencias esenciales que se dan entre la propia Revelación, la
religión de la revelación, la teología y la filosofía teológica.
Me pregunto si en la historia de las religiones no vemos, sobre todo,
los caminos por los que el hombre busca encontrarse con algo distinto
de sí mismo con lo que dominar un tiempo y una historia: tiempo de
los orígenes y tiempo de los fines, que marcan con huella indeleble el
tiempo presente, todo lo cual nos aparece como inexorablemente dado.
En la Revelación nos encontramos con la constancia primera de que lo
que se nos da es el tiempo mismo, su misma posibilidad, su existencia,
una existencia libre, porque lo que se nos da es la realidad y su senti-
do: realidad originaria de la que partimos, punto W hacia el que toda la

307
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

realidad se dirige, realidad presente que se nos da como posibilidad de


la libertad, que conlleva algo excesivo, la elección del punto al que que-
remos dirigirnos, pues el punto W no es para nosotros una realidad futu-
ra inexorable, necesaria. Ese conjunto de posibilidades que se van
haciendo realidad es la historia. Desde la Revelación, la historia es,
pues, algo nuestro. A la teología le toca pensar el tiempo y la historia,
hacer que la Revelación se haga palabra encarnada, discurso humano,
realidad querida por nosotros, realidad soñada, punto W hacia el que
dirigir la mirada de nuestra acción y de la vida entera. La filosofía teo-
lógica quiere entroncar este pensar en el conjunto del pensar, buscan-
do la posibilidad de la coherencia de la acción racional de la razón prác-
tica, porque cada ámbito de la actividad racional no puede ir por suelto,
pues la acción racional, como tal, es una única acción.
Además, en relación con todo lo anterior, pero quizá de manera muy
especial desde lo que he llamado filosofía teológica, ¿cómo podremos
olvidar que el punto de vista de la historia de las religiones está ligado,
evidentemente, con el principio antrópico? Si no, ¿quién hace la histo-
ria de las religiones? Nótese que no digo: ¿quién hace las religiones?,
que es otra cuestión por entero distinta; me pregunto por algo que, en
cuanto uno se da cuenta de ello, es pura evidencia: la historia de las
religiones tiene siempre un autor, y éste jamás es neutro.

III

El tiempo y la historia, pues, están estrechamente ligados con la liber-


tad. Pero, siendo así, ¿estará el Dios de Jesucristo inmerso en la tempo-
ralidad y en la historicidad? Más aún, ¿acaso Dios no será libre porque la
libertad está, como he dicho, tan ligada con tiempo e historia?
Sin embargo, lo he afirmado ya, el Dios de Jesucristo es soberana-
mente libre, lo es en sí mismo y lo es en relación con la obra ad extra
que es la creación del mundo. Es Jesús, el Cristo, quien se nos da de
manera esencial en el tiempo y en la historia. Es en Dios en quien se da
la libertad más esencial. Es en Jesús, el Cristo, en quien se da de la mane-
ra más esencial la libertad, libertad obediencial en su relación íntima con
el Padre, del que dice con verdad “el Padre y yo somos uno”. El Dios
trinitario mismo, a través del Hijo, vive el misterio de su entrega en el

308
Sobre una teoría del cuerpo

tiempo y en la historia; misterio que Dios vive ‘desde siempre’, pues en


él no hay otro tiempo ni otra historia que la del Hijo, hecho carne como
la nuestra, aherrojado por nuestra libertad-distanciadora-de-Dios —el
pecado— a un tiempo y a una historia alejada del proyecto originario y
que él quiere recuperar mediante su acción salvadora acrecentando en
nosotros la libertad-recreadora que, por él y en él, nos acerca de nuevo
a Dios, y lo que ello significa para nosotros y para la recreación de un
tiempo y una historia verdaderamente humanos, ínsitos en el proyecto
originario de la creación.
La libertad se da de manera radical en el Dios trinitario. Y esa liber-
tad radical se da en cada una de las personas divinas, pues ¿cómo cabría
una relación intratrinitaria, entre las tres personas, Padre, Hijo y Espíritu,
si no fuera una relación de esencial libertad, sin posibilidad de subor-
dinación del Hijo o del Espíritu con relación al Padre, una libertad que
nada tiene de rechazo ni de reserva de unas Personas para con las otras,
una libertad que se cimienta en el amor que constituye la definición
misma que de Dios se nos ha revelado, “Dios es amor”? Y esa libertad
radical se da, también, en el Hijo, que fue enviado al mundo como fruto
fecundo del amor que el Dios creador tiene por el mundo que creó,
“viendo que era bueno”, y, dentro de él, por el hombre, ‘para quien
todas las cosa fueron hechas’. No hay necesidad alguna en ese envío,
envío preñado de amor, amor compartido, amor que cimenta el Dios tri-
nitario, amor que, en el acto de la creación, da origen al mundo en su
dinamicidad propia con sus cuatro internalidades; y, sobre todo, si es
que se puede decir así, amor por la creatura humana que, jamás en cons-
treñimiento, sino en un ámbito de entera libertad, debe ser re-creada de
nuevo siguiendo la pauta que se nos da como modelo en el cuerpo
de Cristo. Pero, cómo lo olvidaremos, el amor del Padre por el Hijo pasa
por beber un cáliz extremo —“si es posible, pase de mí este cáliz”—, la
kénosis de Dios, el abandono de Dios —“Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado”—. Amor de Dios y kénosis de Dios, por tanto, que
modelan el cuerpo de Cristo.
El Dios que se nos revela en Jesucristo no sería comprensible, ‘no
cuadraría’, si no es libre, con libertad absoluta, respecto de la obra de
la creación, pues sin la libertad absoluta de esta acción suya ad extra,
si alguna necesidad hubiera tenido Dios en esa creación, su obra no
hubiera podido ser obra del amor más absoluto, obra de amor radical;

309
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

lo cual significaría que no sería verdad que Dios fuera amor, porque en
él, en su acción, la fuente primera, el amor, estaría enturbiada por la
necesidad, y hacer algo ‘por amor’ es muy distinto de hacer algo “por
necesidad”; no hay mixtura posible entre ambas maneras de hacer. Y si
Dios no fuera libre por completo en su obra ad extra, significaría que
no lo es porque no lo puede ser, y no lo podría ser porque en él, en
las relaciones entre las tres Personas, no se darían relaciones guiadas de
manera radicalmente absoluta por el amor y la donación, por la liber-
tad absoluta que permite el amor, pues entonces habría al menos una
sombra de necesidad en esas relaciones, necesidad que haría de él un
dios —un ídolo, por tanto— que en ningún caso podría ser el Dios que
se nos ha revelado en Jesús, el Cristo.
Quien, viniendo de la hondura de Dios mismo, se nos da de mane-
ra esencial en el tiempo y en la historia es Jesús, el Cristo, el Hijo de
Dios. Por su nacimiento de las entrañas de la Virgen María, irrumpe en
el tiempo para crear una historia nueva —“un cielo nuevo y una tierra
nueva”—, como carne mortal, en todo igual a nosotros excepto en el
pecado —por tanto, su libertad será siempre libertad-recreadora, liber-
tad obediencial, además, pero jamás libertad-distanciadora-de-Dios—.
El misterio de la encarnación nos indica, así, el momento del tiempo de
la creación en que irrumpe la culminación de la historia de la salvación.
En un tiempo que es fruto, como una de sus internalidades, del acto de
la creación del mundo, la encarnación señala el momento de la tempo-
ralidad en que irrumpe la trascendencia; más aún, señala también el
momento temporal en que a través de la carne del Hijo irrumpe la tem-
poralidad en el seno mismo de Dios, como algo nuevo, como comien-
zo de una historia nueva, historia de plenitud de amor en el mismo seno
de Dios, porque Dios no puede ser impasible a esta encarnación del
Hijo, al cuerpo de Cristo, punto refulgente de la creación, en el que la
creación se re-crea, se hace nueva, se hace otra en la posibilidad de
convergir hacia aquel punto W.
El punto W al que me refiero, al menos por ahora, quiere significar
dos cosas: hay historia, y la hay porque hay sentido en la temporalidad.
El discurrir de la temporalidad no es un ir por cualquier lado, sin rumbo
definido, sin lugar a donde ir. El discurrir de la temporalidad se nos
hace historia, es decir, tiene para nosotros sentido como historia, y lo
tiene porque, tras la irrupción encarnadora, la temporalidad misma

310
Sobre una teoría del cuerpo

como tal se hace historia, tiene un lugar hacia donde ir. No bastaría, por
tanto, con que nosotros creyéramos que hay sentido, pues lo encontra-
mos y con ello nos basta, sino que ese sentido es real, verdadero;
encontramos sentido porque lo hay en la realidad —el principio antró-
pico es un principio de realidad, no simplemente un obvio principio de
ordenación de nuestra sensibilidad—. El mundo creado tiene sentido, y
ese sentido viene por el acto de la creación, pero, sobre todo, tras la
irrupción re-creadora en medio de nuestra carne del cuerpo de Cristo.
En el cuerpo de Cristo y por él, la ‘carne de hombre’ creada y, sobre
todo, re-creada en la irrupción encarnadora, da sentido al mundo.

IV

Para nosotros, pues, el tiempo y la historia están estrechamente liga-


dos con la libertad. Es verdad que hay una historia del cosmos y una his-
toria de los animales, pero sería erróneo pensar que esta se da por el
mero hecho del paso de los días, por el simple movimiento de las cosas
que son. Hay, como mínimo, dos cosas más: la indeterminación y el
principio antrópico. Esto nos lleva, por ahora, a hablar de la ciencia.
Decía que hay una historia del cosmos y una historia de los anima-
les, que consideramos en el cosmos y en los animales la existencia de
tiempo y de historia; lo cual indica a la vez dos cosas, la que viene dada
por el ‘consideramos’ y la que queda encerrada en el ‘en’. Pues podría
parecer que estuviéramos ante una mera evidencia: hay historia del cos-
mos y de los animales; pero me parece que esa evidencia no es tal.
Sabemos que no ha habido historia del cosmos hasta, prácticamente,
finales del siglo XVIII. Bien es verdad que, por ejemplo, en los prime-
ros capítulos de la Biblia, y en relatos conexos, encontramos la historia
de la creación del mundo, pero esto es algo muy distinto, hoy lo sabe-
mos muy bien: son relatos de tinte teológico, cuando no meramente
mítico, en donde se nos quiere transmitir una concepción de Dios y de
su relación con el mundo y con el hombre, pero en los que, al menos
primariamente, no se nos quiere decir cómo acontecieron las cosas, tal
como hoy entendemos qué es lo que nos dice una historia del cos-
mos. Los relatos bíblicos de la creación nos transmiten lo que podría-
mos llamar datos teológicos, datos que confieren sentido a nuestra

311
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

existencia, a la existencia del mundo y a nuestra relación con ese


mundo del que somos parte, poniendo todo ello en el ámbito de la
acción de Dios. La historia del cosmos, en cambio, es algo muy dife-
rente, radicalmente diferente, pues se mueve en el ámbito de la ciencia.
No ha habido historia del cosmos hasta hace bien poco, y no la ha
habido porque ‘no hemos considerado que la hubiera’, o para ser más
claro, ‘no consideraron nuestros predecesores humanos que la hubiera’.
No bastaría con decir de ella como de las meigas que haberlas haylas,
aunque alguien considere que no las hay. Como decía, fue en tiempos
muy cercanos a nosotros cuando comenzamos a considerar que había
esa historia. El peligro está en decir que, una vez abierto ese ámbito de
pensamiento científico que llamamos historia del cosmos, nos hemos
abierto a una evidencia, porque ese historia existe como tal fuera de
nuestra propia acción racional de la razón práctica, lo cual significaría
que, como tales, las teorías científicas son verdaderas, sin más, cuando
sabemos muy bien el extremadamente complejo entramado teórico que
nos lleva a relacionar las teorías científicas con la realidad.
Mas no es el momento de repetir lo que he escrito en varias ocasio-
nes de ese orto de la ciencia, de sus maneras y de sus consecuencias,
de la importancia de la metáfora en el lenguaje, incluso científico, de las
consecuencias de las relaciones que se establecen entre el pensamien-
to experimental y la matemática; lo daré por supuesto acá. Lo que me
parece decisivo es que la ciencia, y con ella la historia del cosmos, y
también la historia de los animales, nacen datadas en el tiempo y en la
historia, tiempo e historia no sólo de temporalidad, sino también de his-
toricidad geográficas y societarias. La acción racional de la razón prác-
tica que da lugar al pensamiento científico, no es, por decirlo así, un
invariante universal que nada tenga que ver con quien le dio naci-
miento, sino que está estrechamente ligada con una concepción global
del puesto que el hombre se da en el cosmos y de sus propias posibi-
lidades de conocimiento de él y de acción sobre él. No se entiende qué
sea la ciencia fuera del principio antrópico; por ello, sin tenerlo en
cuenta, de seguro que no podremos calibrar el alcance de la ciencia
como conocimiento del mundo y como instrumento de acción sobre él.
Del mismo modo que en estos años es un debate lleno de ruidos, susu-
rros y gritos el que lleva por título «Mecánica cuántica y realidad», jamás
dejará de ser un debate cargado de tormentas el que lleve por título

312
Sobre una teoría del cuerpo

«Ciencia y realidad». Porque si alguien cree que la ciencia, globalmente


considerada, es cuestión de la exactitud del octavo o noveno decimal,
me parece que es como si se redujera la religión azteca al mero hecho
de la fantástica profesionalidad del sacerdote que con la exactitud mili-
métrica de su incisión con el cuchillo de opalina sobre el pecho arran-
ca un corazón con destreza manifiesta; es obvio que deberemos aplau-
dir con entusiasmo esa destreza, pero creo que es todavía más obvia la
ceguera, ceguera culpable, evidentemente, de quien creyera que todo
el problema se termina ahí. Sería este un reduccionismo tan obtuso que,
al menos a mí, me dejaría sumido en la perplejidad; en la perplejidad
de quien piensa que algo no marcha bien en la acción racional de quie-
nes así piensen o que alguna carta marcada deben esconder en la
manga.
El problema está, decía, en creer que, cuando se abre un ámbito de
pensamiento científico, nos hemos abierto a un ámbito de evidencia
—por difícil que esta sea— que existe como tal fuera de nosotros, como
si ahí no nos las hubiéramos también con nuestra propia acción racional
de la razón práctica. Pensar así sería incurrir en falsedad evidente, como
si, a partir de un cierto momento, las teorías científicas, producto, quizá,
de algún “cierre categorial”, fueran verdad, sin más; como si la verdad
no consistiera sino en una mera adecuación, en definitiva, entre “cosas”
y “conceptos”. En todo lo que llevo pensado —¡si es que algo he pen-
sado hasta el presente!— ni esa teoría de la verdad es válida, ni la vali-
dez de las teorías científicas se da de manera tan palmaria. Pero, repito,
no voy a repetir aquí lo que en otros lugares he intentado decir.

Pero, en los meandros de nuestro pensar, ahora debemos andar a


vueltas con la teología, puesto que en ella nos hemos metido de hoz y
coz. Para conseguirlo, me parece interesante comenzar por adentrarnos
en un pensamiento teológico clásico, el de santo Tomás de Aquino, por
la cercanía y por la distancia, es decir, porque la arquitectura de su teo-
logía es de una belleza magnífica y porque el basamento en el que
asienta su punto de arranque parece estar en una concepción del cuer-
po que me es muy lejana.

313
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Según Otto Hermann Pesch, para santo Tomás507 es más noble ver que
oír, conocer más que querer, y en la teología se trata de conocer, del
conocer supremo, de la comprensión de todas las cosas partiendo de lo
que es su fundamento supremo, Dios; esta es la sabiduría. La forma terre-
na de la salvación es la sabiduría; en cambio, en la consumación escato-
lógica —que aquí se ha llamado punto W—, en la bienaventuranza eter-
na, lo es la visión de Dios. Sin embargo, tenemos que preguntarnos por
lo que sabemos de Dios; y, para Tomás, lo último y definitivo del saber
humano sobre Dios es que, en definitiva, de él nada sabemos, mientras
que poder contemplar algo de él es lo que más gusto nos da.
De cierto que la filosofía nos proporciona conocimientos considerables
sobre Dios, y que nos acercan a él, pero se calla ante la pregunta del cami-
no que lleva a Dios; por ello, para Tomás, es necesaria una sabiduría que
viene de Dios por revelación. De esta manera, la sacra doctrina es como
una impresión de la ciencia divina en el espíritu del hombre. ¿Qué es,
pues, la teología? El esfuerzo de comprensión del hombre cuyo cometido
es el de contemplarlo todo a la luz de Dios. Por eso, la sacra doctrina es
a la vez dos cosas: palabra reveladora de Dios y esfuerzo humano de
comprensión. La palabra reveladora de Dios que se convierte en sabidu-
ría que el hombre debe intentar comprender de más en más.
Y ¿qué sabe esta sabiduría acerca de Dios? Que las criaturas salen y
vuelven a Dios, que en él tienen su origen y su fin, que se van convir-
tiendo en perfecta imagen de la bondad del Dios que fue la razón única
por las que fueron creadas por él. De Dios salen y a Dios retornan. En
el hombre, que entiende y sabe lo que hace, ese retorno se hace en
libertad y de buena gana, y el camino concreto para ello es Jesucristo;
en él, Dios ha elegido a los hombres desde la eternidad. Así, el miste-
rio de la encarnación, para santo Tomás de Aquino, queda incorpora-
do en la contemplación de los caminos de Dios como creador que lleva
a su fin a toda su creación. De esta manera, por anticipación, Dios ha
puesto en Cristo el remedio al pecado, que por eso se convierte en
felix culpa; pecado al que Dios no se opone por aniquilación, sino por
la gracia. La justificación del pecador, así, es el restablecimiento en el

507 Para las líneas que siguen, me inspiro de cerca en un bello libro, aunque

a veces farragoso y en ocasiones espantosamente mal traducido al castellano:


Otto Hermann Pesch, Tomás de Aquino. Límite y grandeza de una teología
medieval, Herder, Barcelona, 1992, pp. 58-63.

314
Sobre una teoría del cuerpo

hombre del estado original, lo que lleva a una conversión siempre más
profunda de toda la esencia del hombre hacia Dios, hasta que, al fin de
los tiempos, se dé en él la visión beatífica, la cual fascina de tal mane-
ra al hombre que ya desde ahora no sólo no puede separarse de Dios,
sino que no quiere hacerlo. Esta justificación es, obviamente, la más
importante de las obras de Dios.
Tras estas preciosas páginas, Pesch concluye que Tomás de Aquino
no tiene otro anhelo que contemplar las obras de Dios, y me alegro que
piense que, entre nosotros, el que más se asemeja a él en ese punto
decisivo sea Pierre Teilhard de Chardin.

***

Es verdad que si hubiera que escoger a palo seco entre ‘ver’ y ‘oír’
o entre ‘conocer’ y ‘querer’, habría poderosas razones para quedarse pri-
mero con el ‘ver’ y el ‘conocer’ y luego, profundamente a la vez, con el
‘oír’ y el ‘querer’. Pero las cosa no pueden ser así: con lo que nos que-
damos es con un ‘cuerpo’ que ve y oye, que conoce y quiere, puesto
que esas, y otras muchas, son funciones del ‘cuerpo de hombre’508.
Si habláramos, pues, de sabiduría, esta no podrá ser ya un conocer
que se construya en un ver. Hay un oír que es parte decisiva del ‘cuer-
po de hombre’, un oír que es tener entrañas de misericordia para escu-
char al menesteroso. El ver es todavía dominación, el oír es siempre
estar atento. En el oír nos encontramos con el tiempo, aunque
comience a ser sólo con el tiempo de los demás, con el tiempo dona-
do a los otros. El ver es señorío intemporal; el oír es ya tiempo. Así
pues, la sabiduría que se construyera en el ver sería una sabiduría
que no está ligada al tiempo, una sabiduría de la razón pura; por ello,
jamás puede ser nuestra sabiduría: la nuestra es siempre fruto de una
acción, una acción compleja puesto que es la acción del ‘cuerpo de
508 Sería demasiado poco decir ‘cuerpo’, que puede conllevar el reduccionis-

mo inadmisible de comprender nuestro ‘cuerpo’ como ‘cuerpo de animal’ o,


todavía peor, el de reducirlo a nada más que ‘materia’. Sobre eso voy a hablar
enseguida. De ahí que insista una y otra vez en lo de ‘cuerpo de hombre’, en
donde obviamente ‘hombre’ es un genérico que, con sus especificidades, se
refiere al cuerpo humano, es decir, al del hombre y al de la mujer, pero en donde
decir ‘cuerpo humano’ sería una manera abstracta de hablar en la que por nada
quiero caer, pues haciéndolo destruiría el pensamiento que acá quiero espabilar.

315
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hombre’. Un cuerpo, el del hombre, el de la mujer, cada uno con sus


características, en el que se mezclan de manera intrínseca el constreñi-
miento y la libertad. No un “cuerpo” con un “alma”, sino un ‘cuerpo de
hombre’.
Un ‘cuerpo de hombre’, además, creado por Dios, y que el Hijo de
Dios lo tiene igualmente como suyo. Cuerpo, es obvio, que no existía
en el acto de la creación, sino que es fruto de las cuatro internalidades
del mundo creado en su dinamicidad. Fruto de una compleja historia
evolutiva. Tiempo e historia, por tanto.
¿De qué se trata en la teología?, ¿de un conocer supremo? No de un
conocer, sino de la comprensión de todas las cosas partiendo de lo que
es su fundamento supremo, Dios. Comprensión que hace esto que
vengo llamando el ‘cuerpo de hombre’. No un mero conocer —por más
que sea partiendo de lo que es su fundamento supremo—, ya que en
nosotros ese mero conocer no se da. Lo menos que se debe decir es
que nuestro conocer es un conocer de comprensión, como tengo el
hábito de decir, que se engloba en una acción racional de la razón prác-
tica. Digo que se engloba, puesto que la teología no es filosofía, ni
siquiera es filosofía teológica, sino que, en ese ámbito de acción racio-
nal, es la comprensión de todo eso que nos va siendo la realidad par-
tiendo de su fundamento supremo, Dios. ¿Y por qué partir de ahí? Una
razón es que hemos llegado al convencimiento racional profundo de
que el mundo es creación, creación de Dios; lo cual es muchísimo y
demasiado poco; es conocer apenas nada de Dios y no comprender
nada de él. La otra, la Revelación que se nos ha dado en la historia,
mediante la cual se nos ofrece la comprensión profunda de la realidad
entera. Y la Revelación es revelación de una historia, de la historia de
la irrupción de Dios en el tiempo. Es una irrupción historiada por el
Antiguo y el Nuevo Testamento. El tiempo ya no será sólo tiempo físi-
co ni tiempo psicológico, si es que el tiempo se da de esa manera, sino
que ahora ha de ser para siempre ‘tiempo de la salvación’, porque hay
historia y esta nos es ‘historia de la salvación’.
Si Dios fuera, sin más, impasible, no sería posible esa irrupción, a lo
sumo sería un espejismo; Jesús no sería de verdad Dios —verdadero
Dios y verdadero hombre—, como afirma la Revelación. De algún
modo, por tanto, tiempo e historia irrumpen ahora en Dios, quien vivía
fuera de cualquier ‘ahora’. E irrumpen como kénosis, como muerte,

316
Sobre una teoría del cuerpo

muerte de Dios. Pero también irrumpen sobre todo como resurrección


y subida al cielo. Por ello, como acción del Espíritu de Dios en noso-
tros, y contando con nosotros, nuestro ‘cuerpo de hombre’ tiene un des-
tino final: la resurrección de la carne, ahora que la muerte ha sido ven-
cida de manera definitiva —pero todavía en una manera profundamente
misteriosa para nosotros, y además profundamente libre—. Mas ¿por
qué hablamos de un Dios muerto? Por nuestro pecado. El ‘cuerpo de
hombre’ es, en nosotros, terriblemente ambiguo, capaz de lo mejor,
pero también capaz de lo peor; hechizado por sí mismo, capaz de
rechazar con violencia el Rostro de su creador y, de ahí, capaz de todo
vilipendio hacia el rostro de quien es su hermano. Es verdad, pues, que
esa sabiduría que nos viene de Dios nos es necesaria; de otra manera,
la comprensión profunda del mundo y de nosotros mismos, compren-
sión de la realidad, de seguro que se nos escaparía.
La teología es ese esfuerzo racional de comprensión de la realidad. Y
hay una cosa que, desde ahí, se nos hace realidad profunda. El ‘cuerpo de
hombre’, así, no sólo tiene que ver con Dios porque este lo creó. Es
mucho más. Jesucristo, el Hijo de Dios, se ha encarnado en un ‘cuerpo de
hombre’, que ya por sí brillaba con el resplandor de la imagen y de la
semejanza. Por ello, el ‘cuerpo de hombre’ es icono de Dios; el cuerpo de
Jesús de manera primordial, paradigmática, ejemplificadora, pero también
el nuestro. Nuestro tiempo y nuestra historia son, así, tiempo e historia de
la justificación de Dios y de su gracia. Jamás en contra de nuestra libertad,
sino posibilitándola, animándola, llevándola a su fin último.
¿Sería posible decir que la forma terrena de la salvación es para noso-
tros llevar nuestro ‘cuerpo de hombre’ hasta el punto W ? ¿Habrá que decir,
además, que esa acción de llevar no la podemos hacer jamás por suelto
y que sólo lo llevaremos en verdad hasta allá si vamos acompañados por
otros ‘cuerpos de hombre’ e, incluso, por la creación entera?

VI

Estando las cosas en este punto, puede parecer poco lo que voy
diciendo, y, sobre todo, podría pensarse que hemos caído de una abs-
tracción rechazable, la que hablaba de una “razón pura” en otra casi tan
abstracta como ella, la que he llamado ‘cuerpo de hombre’. Se puede

317
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

pensar con razón que las categorías de visage y de autrui del pensa-
miento levinasiano son mucho más plenas, más hondas, más ricas de
humanidad. Hago notar, sin embargo, que todo cuerpo de hombre tiene
rostro, que el rostro es la clave de bóveda del cuerpo, su resumen, su
centro desplazado; que el cuerpo es siempre otro, una singularidad
cerrada que no se cierra sobre sí misma, sino que se abre a los otros
cuerpos —a los otros rostros—, que tiene esa capacidad maravillosa de
poder abrirse al totalmente Otro, y de ahí, quizá, puede abrirse a los
otros en cuanto que otros.
¿Por qué, entonces, sin tampoco abandonarlas, preferir la categoría
de ‘cuerpo de hombre’ a la de rostro o la de otro? Porque la categoría
de cuerpo es más englobante, más entroncada en la realidad primera,
más anunciadora de la globalidad de lo que hemos sido y de lo que
somos, por donde anunciadora también de lo que seremos.
Hay algo decisivo en esta categoría de ‘cuerpo de hombre’: en ella
se encierran de manera nuclear las categorías de tiempo y de historia.
Se da en la realidad que nos ha fundamentado y que nos fundamenta
como seres humanos una actividad compleja en la que se nos ofrece
este amasado que somos, en el que nuestra corporalidad es capaz de
temporalidad y de historicidad, ya que ella es, precisamente, el más per-
fecto producto de la temporalidad, aquella realidad en la que la histo-
ricidad se hace realidad patente. La historia sólo cabe en el ‘cuerpo de
hombre’. Es su irrupción en la realidad, producto de aquella dinamici-
dad con sus cuatro internalidades que se dio en el acto de la creación
del mundo, la que hace que, en el tiempo, irrumpa la historia como tal.
Déjeseme decirlo en analogía con lo que Aristóteles apuntaba con refe-
rencia al tiempo: sólo hay historia porque un ‘cuerpo de hombre’ está
ahí para vivirla, para percibirla, quizá para comprenderla, para, sabién-
dose él mismo un ser histórico, construir para sí y para la creación ente-
ra una historia encaminada a un punto W.
Aunque es verdad que en la realidad existe fuera de nosotros el
tiempo —e incluso la historia—, aunque no sea más que porque somos
fruto de las cuatro internalidades, una de las cuales es el tiempo, no es
nada obvio que podamos referirnos a él, sin más, como algo que,
teniendo existencia objetiva fuera de nosotros, cuando hablamos de él
—y siempre estamos ‘hablando de él’, incluso en la ciencia, por
supuesto—, estamos en una representación de él: de nuestra boca no

318
Sobre una teoría del cuerpo

fluye, sin más, el tiempo, sino que en ese fluir hay mediaciones extre-
madamente complejas de las que nunca podemos librarnos, aunque, sí
es verdad, podamos perseguirlas, explicarlas e incluso comprenderlas,
en parte. Pero, aquí, la pregunta es: ¿podremos alguna vez alcanzar el
tiempo en su misma realidad, fuera de nuestra mediación? Husserl, en
páginas de una belleza singular, parece decir que sí, pero no estoy tan
convencido de ello como él y sus seguidores. Estamos de tal manera
amasados con el tiempo que des-amasarnos de él para mirarnos “obje-
tivamente” es asesinarnos, es decir, no hablar más de esa realidad com-
pleja, temporal e histórica, gloriosa y terrible que somos, sino de algo
que, a lo sumo, pueden ser habladurías de las que tendencialmente algo
tenemos y que pueden servir para comprendernos algo más con tal de
que no creamos que ellas son nuestra más íntima realidad. Y no deje de
notarse que, incluso ahora, nunca podremos substituir la palabra ‘habla-
durías’, tan bella, tan expresiva de lo que es la manera en que nosotros
conocemos, incluso nos conocemos a nosotros mismos, por la de ‘rea-
lidades’, pues nosotros somos siempre quienes decimos. Lo complejo
del asunto es que, en cuanto que ‘decires’ o ‘habladurías’, también son
ya ‘realidades’, pues tenemos la capacidad de crear realidad. No se
olvide que, en esta concepción, el acto de creación del mundo con sus
cuatro internalidades es un acto dinámico, con una dinamicidad que es
lo más intrínseco al mundo. Dinamicidad que hoy, por supuesto, no
está agotada, pues su agotamiento significaría la muerte del mundo,
aunque fuera en un mundo por siempre fijado sobre sí mismo, igual a
sí mismo, en la estaticidad, un mundo sin tiempo y sin capacidad de
historia, un mundo en el que ya no cabría, evidentemente, ningún
‘cuerpo de hombre’, pues para este es esencial la creatividad. Pero
¿cualquiera de nuestro ‘decires’ o de nuestras ‘habladurías’ crea la rea-
lidad de la que habla? Cierto que se refiere a una realidad, pero, es
obvio, no la crea sin más. Si así fuera, el papel de la ciencia sería el
que algunos, confundiéndose de plano, dicen ser el suyo: ir de verdad
en verdad.
El ‘cuerpo de hombre’ tampoco es, sin más, ‘materia’. O si se pre-
fiere, para encerrar la fuerza de la realidad en un uso cuidadoso de los
diferentes entrecomillados, el ‘cuerpo de hombre’ sería <materia>, pero,
entonces, la cosa es clara: la <materia> no se reduce a ‘materia’. Ni se
puede reducir a cuerpo de animal, ni se puede reducir a materia.

319
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Estamos aquí en una de las discusiones más encarnizadas de estos


años. ¿Somos, sin más, animales, aunque en un estadio más evolucio-
nado? ¿Somos reductibles a máquinas? ¿No somos más que materia?
Es obvio que en la maravillosa ordenación de conocimientos que
supone la teoría de la evolución, el hombre ocupa el último lugar, el más
eminente dentro de la serie de los seres vivos: es su elemento más evo-
lucionado. Pero de ahí a suponer que no somos otra cosa que el ele-
mento viviente más evolucionado, que aquel en el que la evolución ha
llegado a su etapa probablemente final, que en la cadena evolutiva de
los seres vivientes se da una continuidad tan absoluta que, con explica-
ción de certezas, podemos ir deduciendo unos seres vivos de otros,
siguiendo la complejidad de las líneas evolutivas, llegando, en una de
ellas, la mejor, la más perfecta, hasta el homo sapiens sapiens, media un
gran abismo. Suponerlo, sin más cuidado, es como contar un cuento de
hadas que se cuenta, sobre todo, para realzar nuestro conocimiento ante
personas descuidadas de lo que es, en verdad, el conocimiento científi-
co. A lo sumo, habría que decir lo que sigue: todo eso es verdad, pero
no toda la verdad ni nada más que la verdad. Las cosas de la evolución
son extremadamente más complejas que esa manera ideológica de ver.
Más interesantes. En realidad, se plantea ahí el valor científico general de
las teorías científicas: en este caso, de la teoría de la evolución. Una cosa
es que una teoría científica vaya ordenando experiencias y conocimien-
tos nuestros, aunque lo haga de una manera absolutamente perfecta
—¡en su campo!—, y otra es que lo explique todo, que nos haga com-
prenderlo todo, que agote el conjunto entero de nuestras experiencias y
de nuestros conocimientos. Pero, en fin, lo repito, he hablado ya de esta
cuestión en otros lugares y no quiero insistir en ello.
¿Somos reductibles a máquinas509? Viejo tema que, hoy, vuelve a resur-
gir con vigor en el debate de la inteligencia artificial; de una manera más

509 Por claridad, utilizo ‘máquina’ en un sentido extremadamente general. No

sería una máquina del mecanicismo del siglo XVII o XVIII, sino una de aquellas tan
sibilinas que hoy somos capaces de construir. Una máquina, por tanto, será aquí un
artefacto que, valiéndonos de nuestros conocimientos científicos y capacidades téc-
nicas, nosotros somos capaces de crear y construir. Puede ser también una ‘máqui-
na mental’, de igual modo que se habla de un ‘experimento mental’, de modo que,
aunque de realización tan compleja que no seamos capaces de construirla, sí sea-
mos capaces de explicar y prever perfectamente su manera de funcionar.

320
Sobre una teoría del cuerpo

general, el debate mente-cerebro. Si fuéramos capaces de construir


máquinas que funcionen de manera tan perfeccionada como nuestro
cerebro, significaría que, esencialmente, nuestro cerebro no sería otra
cosa que una de esas máquinas tan perfeccionadas. Para ello hay una
estrategia deliciosa, la de Herbert Simon y sus numerosos amigos: díme
lo que es un comportamiento inteligente, y yo seré capaz de construir
una máquina que se comporta de esa manera, hasta el punto de que,
fijándose solamente en su comportamiento, no se pueda distinguir si se
trata de un cerebro o de una máquina. Es la misma que utilizara Karl
Popper para demostrar que era capaz de darnos gato por liebre en la
cuestión de si las leyes de la probabilidad son azarosas o no: díme cuan-
to tiempo vas a dedicar a estudiar una serie de, por ejemplo, tiradas a
cara y cruz de una moneda, y yo construiré artificialmente esa serie de
+ y de - con una ley conocida por mí, ley que irá siendo de una com-
plejidad cada vez mayor conforme vayas dedicando más tiempo a estu-
diarla, de manera que no seas capaz de descubrir esa ley con la que la
ha construido y, con los supuestos que hayas puesto para decir que una
serie de tiradas es azarosa y no tramposa, creas que en verdad te he
presentado una serie de tiradas de la moneda, y no una sabia disposi-
ción artificial de signos + y -. La estrategia popperiana es sibilina, pero
él, como buen filósofo, sabe que por ‘engañar’ a un estudioso de la rea-
lidad, no hemos todavía ‘engañado’ a la realidad. Son estrategias para
conseguir un mayor conocimiento de la realidad, de ese ámbito parti-
cular de realidad, pero que, es obvio, no la suplantan, es decir, estrate-
gias que saben muy bien —¿o deberían saberlo?— que no es labor del
científico suplantar a la realidad por lo que a él le plazca, sino cono-
cerla. De nuevo aquí deberíamos entrar en una larga discusión, pero,
por las razones indicadas, no lo haré.
¿Seremos reductibles a materia? Para qué seguir en lo que es ya para
mí un tan viejo debate; pero en fin, no será perder el tiempo continuar
un poco más por este camino. Será el cuento de nunca acabar. Somos
reductibles a materia si jugamos al juego de ir escondiendo esa palabra
de la siguiente manera: definimos materia y vemos que no nos cubre;
haremos una nueva definición que englobe lo que sabemos de noso-
tros, esta vez será ‘materia’; pero enseguida veremos que tampoco nos
cubre; definiremos ahora, pues, <materia>, que veremos cómo tampo-
co nos cubre; haremos una nueva definición que cubra lo que hayamos

321
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

sabido hasta ese momento, ésta será <<materia>>, pero descubriremos


que no nos cubre; entonces definiremos <<<materia>>>, que pronto
veremos cómo tampoco nos cubre, etc. Este juego maravilloso y, en una
estrategia de acciones racionales de la razón práctica, tan provechoso
para el conocimiento, ¿es un juego que algún día acabará porque lle-
guemos a ‘saber’ que esa última “materia” cubre todo lo que somos?
Pero, en todo caso y aunque llegue algún día ese tan feliz momento
—con lo que “materia”510 se ha convertido así en nuestras manos en un
término metafísico—, siempre vendrá algún aguafiestas que nos pre-
gunte con extremada ingenuidad: si, pero, ¿que es ‘saber’? Mas se da
otra posibilidad mucho más excitante: ¿no se asemejará nuestro juego,
más bien, a un nuevo teorema de Gödel? Dejémoslo estar, pero ya se
ve, creo, que las cosas se ven muy lejos de estar resueltas; mas de lo
que no cabe duda alguna es de que nos enfrentamos con apasionantes
problemas filosóficos, que, como suele acontecer, están muy lejos de ser
cuestiones de obvia resolución y que nos adentran en una de las labo-
res más hermosas que nos ha suscitado nuestra propia acción racional
de la razón práctica.

510 Hay que leer el espléndido, maravilloso libro de X. Zubiri, Espacio.

Tiempo. Materia, Alianza, Madrid, 1996, 714 p. Pero, aunque me haya quedado
pasmado ante él, especialmente por lo que en él se escribe sobre la materia, no
puedo dejar de expresar aquí mi profundo malestar ante la edición póstuma de
las obras de Zubiri. Los editores, en este caso Antonio Ferraz, nos piden que les
firmemos un cheque en blanco sobre la excelencia de su labor —sin que jamás
dejen en nuestras manos elementos de juicio suficientes para que nos hagamos
una idea cabal sobre ella—, mientras consiguen —¡lo que no es fácil!— que
jamás sepamos a ciencia cierta si nos encontramos ante un texto por entero de
Zubiri, o ante un pequeño arreglo que ellos hacen ahora para juntar varios tex-
tos zubirianos de los que dicen elegir el mejor, o ante pequeñas manipulacio-
nes redaccionales que dicen tocar apenas el texto, o incluso, ahora, cabe la sos-
pecha de que encontremos cosas de la mano de Ignacio Ellacuría; afirmando
siempre, con no poco desparpajo, que debemos tener entera confianza en su
labor. Ni que decir tiene que nunca sabemos, si no es vagamente y de manera
asaz contradictoria, cuándo escribió Zubiri las páginas que leemos, e incluso,
ahora, se nos advierte que algunas de ellas han sido tomadas de textos previa-
mente publicados —sin que sepamos de cuáles se trata, ¿por qué tendrá que
afanarse en buscarlas el sufrido lector?, ni, por supuesto, de cuándo son—. En
fin, déjenme que muestre mi enorme desasosiego y que lo diga con toda fran-
queza: como edición de textos póstumos, una vergüenza, impresentable, que la
obra ingente de Zubiri no se merecía.

322
Sobre una teoría del cuerpo

VII

Así, pues, en el ‘cuerpo de hombre’ se amasa la temporalidad y la


historicidad. Por decirlo más en sintonía con el título de estas páginas:
en él irrumpe en el mundo la temporalidad y la historicidad. No el tiem-
po, es verdad, puesto que este es una de las cuatro internalidades, pero
sí la historia, aunque vimos ya que esta irrumpe también como fruto de
la encarnación. Ahora trataré la primera irrupción y en un próximo
parágrafo intentaré ver la relación entre ambas irrupciones, es decir,
entre la irrupción de la historia en el ‘cuerpo de hombre’ y la irrupción
como historia de la encarnación.
Tarkovski511, un cineasta que me fascina, hablando del arte suyo y
mío, utilizó palabras como «el tiempo sellado» y «esculpir en el tiempo».
El hablaba sobre el cine, yo quisiera que esas palabras me sirvieran de
metáfora para hablar sobre el cuerpo. El cine es un juego de luz y soni-
do que, rompiéndolo, haciéndose con él, re-creándolo, esculpen el
tiempo como ‘nuestro tiempo’, creando historias reales ante nuestros
ojos. Y digo reales puesto que, como acontece siempre y en todo arte,
esos ‘entes de ficción’ representan, digámoslo así, lo más granado de
nosotros mismos, de nuestra concepción de lo que vamos siendo, de lo
que es la realidad, hasta el punto de que nosotros espectadores, en con-
junción con el creador de la película que vemos, que contemplamos,
que admiramos, que nos toma hasta lo más profundo de lo que somos
y queremos ser —¿o querríamos ser?—, lanzamos la realidad más allá
de sí misma y la re-creamos. La recreamos en lo que tenemos de dis-
cernimiento y juicio sobre nuestra realidad y la del mundo, de aspira-
ción para progresar hacia un más allá de esa realidad creando nuevos
sentimientos, nuevos caminos, nuevos quereres, nuevos amores; un
mundo nuevo. Esta es la doble función del cine, del arte: discernimien-
to y bienaventuranza. ¿Quién hace esto? El cineasta, que dirige el con-
junto, actores, productores y técnicos, cada uno en su lugar, y el espec-
tador; pero, no lo podemos olvidar, en el entretanto la cadena es larga:
distribuidores, críticos, etc. En su conjunto, todo un arte complejo, toda
una industria y un negocio también complejos: ‘cuerpo de hombre’.

511 Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la esté-

tica y la poética del cine, Rialp, Madrid, 1996, 2º ed., 273 p.

323
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Aunque, ya lo he dicho alguna vez, nací al cine, que ya amaba con


pasión, con el Otelo de Orson Wells, quizá la película que me impreg-
nó en lo más profundo fueron Los cuatrocientos golpes de François
Truffaut. Antoine Doinel, el protagonista inolvidable, con unos años
menos de los que yo mismo tenía entonces, en construcción de vida,
quien, al final de correrías por París y por la vida, cargadas de emoción,
en un maravilloso travelling final, en una playa gris, un día gris, pero
abierto a lo que ya es historia desconocida, corre para ver el mar: un
tiempo esculpido en algo que se evidencia como novedad, como futu-
ro, como construcción de un ‘cuerpo de hombre’. Una vida entera; vida
abierta. Cómo no mencionar también aquí la creación emocionante de
Víctor Erice, cuya película El sur todavía es para mí uno de los espejos
en los que encuentro lo que soy, lo que somos, lo que querríamos ser,
lo que seremos. El arte, el cine, es esto: re-creación. Recreación de
mundo; recreación de vida; novedad de emoción; apertura. La posibili-
dad querida de una historia por hacer. Son estas unas líneas escondi-
das, casi secretas —¡cada uno tiene las suyas!—, pero que quieren bal-
bucir el complejo hacerse —amasarse y esculpirse en el tiempo como
historia— de todo ‘cuerpo de hombre’.
Esculpir en el tiempo, un tiempo sellado que hay que abrir. Tal es la
metáfora a la que me refiero. Hay tiempo, claro es —lo repito: el tiem-
po es una de las cuatro internalidades con las que en su dinamicidad el
mundo ha sido creado en el acto de la creación—, pero nosotros somos
esculpidos en el tiempo; el tiempo es para nosotros como el mármol, la
materia en la que nos esculpimos. ¿Por quién? Por el artista, evidente-
mente. Y —¿cómo podríamos hacerlo de otra manera?—, poniéndonos
ya en el tiempo, es decir, tras la evidencia del acto de la creación, ¿quién
es ese artista? Por una lado, es obvio, la propia dinamicidad evolutiva;
por otro, es indudable, el propio hombre. En una palabra, dos liberta-
des muy diversas: la libertad de la dinamicidad evolutiva, una libertad
sin consciencia de sí, pero que, por el principio antrópico, opera con
fines, y la libertad del hombre en su gestación como tal, una libertad en
la que va emergiendo como ser libre, esculpiéndose en el tiempo como
ser capaz de historiarse a sí mismo, creador de historia; desde el comien-
zo de su estarse ahí como ‘cuerpo de hombre’, ligado a eso que va sien-
do ya para siempre: ser humano con una capacidad inmensa de re-crea-
ción. Capaz de re-creación en su grado máximo, pues, en libertad, con

324
Sobre una teoría del cuerpo

capacidad de entender, comprender y compartir en sí mismo ese fin de


su historia personal y societaria, más aún, de la historia del mundo.
Capacidad vislumbradora de eso que he venido llamando punto W.
Porque la historia no es tal si es mera crónica: la historia es, sobre todo,
‘un lugar a donde ir’.
Amasar. Esculpir. Poco importa. Ambas metáforas valen. Lo decisivo
es que el tiempo, aunque existiendo antes de nosotros, seamos noso-
tros quienes hacemos de él una realidad de temporalidad. La historia,
así, es una realidad re-creativa que se da en nuestra cercanía. Ninguna
historia se da fuera del principio antrópico, por más que ese darse
pueda ser en tangencialidad. No habría siquiera historia del cosmos ni
historia de los animales si no estuviéramos nosotros para contarla, para
habérnosla con ella, para crearla re-creándola. La historia, además, con-
lleva siempre la posibilidad de un ‘lugar a donde ir’; sin este, fuera de
esa posibilidad de perspectiva, la historia no puede existir; sería, a lo
sumo, un mero decir en crónica lo que ha sido, pero no un decir lo que
es. Cierto que lo que es está en relación de comunión con lo que ha
sido, pero en comunión de libertad, no de constreñimiento de prede-
terminación, ni siquiera de simple azar y necesidad. Mas, exagerando,
iba a decir que el anclaje determinante del presente es el que se extien-
de hacia el futuro. Nosotros, y el mundo, somos seres de perspectiva,
de prospectiva, no de repetición. Por eso, dentro de la creación, hay
que insistir una y otra vez en la re-creación. Y la realidad no es, sin más,
la realidad creada; a ella, a veces en solapamiento, otras en continuidad,
se le añade también la realidad re-creada. La realidad es, por de pron-
to, la conjunción de ambas.
En todo lo que vengo diciendo, el principio antrópico es decisivo.
Sin él no cabe nada. Es una manera de decir que el sujeto ha irrumpi-
do de nuevo en nuestros decires de realidad; que, tras no pocas per-
plejidades, de nuevo caemos en la cuenta de que todo decir de realidad
es nuestro; que no cabe ningún decir como no sea, quizá, sino un puro
juego creador de falsas expectativas de realidad, en el sentido de que
todo juego, sin más, crea realidad, como no sea que busquemos —y, de
todas las maneras, ¿quién lo busca?— quedarnos en él mismo, es decir,
en la pura realidad del juego que nos hemos inventado, con el probable
objeto de acrecentar las posibilidades recreativas de la realidad. El prin-
cipio antrópico, por tanto, es bifronte: una llamada que nos hacemos

325
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

sobre el problema del sujeto de toda acción, incluida, por supuesto, la


acción de conocimiento, desde una perspectiva decisiva: la búsqueda
de la verdad; pero es, también, una llamada sobre la realidad misma,
una llamada que nos hacemos sobre el problema de la realidad de
nuestra acción, incluida la acción de conocimiento, desde una perspec-
tiva decisiva: la pregunta por la realidad. Así pues, el principio antrópi-
co, a la vez y, quizá, de manera conjunta, nos pone frente al problema
de la realidad y nos incita a la búsqueda de la verdad.
Desde esto que llamo principio antrópico, por tanto, vemos cómo
hay un amasar, un esculpir, un romper los sellos del tiempo en el ‘cuer-
po de hombre’. Y, ¿qué es este? Un exquisito repujado del tiempo evo-
lutivo, una labor que comenzó en los mismos orígenes del tiempo,
habiendo, así, una ligazón profundísima de lo que él es, es decir, de lo
que nosotros somos, con el mundo. Lo diré a la manera leibniciana: el
‘cuerpo de hombre’ es una mónada en la que se refleja con todo deta-
lle lo que el mundo ha sido desde sus mismos comienzos y de lo que
ahora es. Entendiendo a Leibniz según la bella manera rescheriana, o
empleando viejas fórmulas medievales, hay una sincronía perfecta entre
el microcosmos que es el ‘cuerpo de hombre’, y lo que es el mundo. No
son evoluciones que vayan por suelto, sino ligadas, extremadamente
ligadas una con la otra, que hacen del conjunto una realidad existente
como tal, la realidad en la que estamos y con la que vamos siendo.
¿Qué tiene de raro, pues, que nos preguntemos por los fundamen-
tos de esta realidad en la que vamos siendo y con la que nos encon-
tramos, más aún, en la que nuestra acción es de re-creación? Esta pre-
gunta, pregunta de ultimidades, no es vana, sino que surge de la misma
fuente de la que manan las otras preguntas anteriores.
Hemos hablado ya del mundo como creación, con un hablar pedi-
do por nuestra acción de racionalidad. Ahora vemos el sentido explíci-
to que va teniendo la pregunta por el fundamento de la realidad. Todo
ello como produciéndose en un mundo en el que han hecho irrupción
el tiempo y la historia. Es posible que aquella afirmación sobre el mundo
y esta pregunta por el fundamento de la realidad, hayan aparecido siem-
pre en nuestro horizonte, pero las tonalidades con las que ahora apare-
cen ante nuestros ojos aportan una gran novedad, la que proporciona la
conjunción de temporalidad y de historicidad en ese sangrante y bello
amasijo esculpido como ‘cuerpo de hombre’.

326
Sobre una teoría del cuerpo

VIII

Pero volvamos a la ciencia. Apenas ahora mismo, decía, comenza-


mos a ver que es extremadamente difícil habérnoslas con el tiempo, y
no digamos con la historia. Hace muy poco tiempo se pensaba todavía
que la historia de la ciencia era un simple pasatiempo de historiadores
sin oficio ni beneficio, pero que nada tenía que ver con la propia cien-
cia. Sabemos que desde hace unos años no es así. Incluso, en esos
movimientos pendulares que se dan en la vida, por los años setenta del
pasado siglo resultó que la ciencia apenas era ciencia, que todo se que-
daba —¡también aquí!— en los relativismos de la historia y de la socio-
logía de la ciencia. Hoy, también lo sabemos, las cosas no son ya así.
Por eso vamos a ver de qué manera la ciencia se encuentra con el tiem-
po y con la historia.
La ciencia se encuentra con la historia cuando, como ahora aconte-
ce, vemos cómo las teorías científicas nacen datadas en el tiempo, son
producto de una época. Es cierto que ello no significa, sin más, que
sean meras relatividades sin otro fundamento que el de su fecha de
nacimiento, como, quizá, podría ocurrir con las modas. Pero, ya no lo
podemos olvidar nunca, el nacimiento de las teorías científicas se da
siempre en un sanguinolento amasijo de temporalidad y de historicidad.
Y, sin embargo, tenemos razones en eso que vengo llamando el ‘empe-
rramiento’. Razones decisivas cuando queremos que nuestra acción
racional sea lo que debe ser, lo que queremos que sea, una acción
racional de la razón práctica, y no un mero desbordamiento ideológico
—el cual, qué duda cabe, también tiene su interés—. La ciencia es cons-
trucción de esa acción racional y, por ello, está íntimamente ligada con
el conjunto entero de esa acción. Por eso, la ciencia jamás podrá sepa-
rarse ni de las preguntas sobre el fundamento ni de las respuestas meta-
físicas; al revés: nacerá junto a ellas y con ellas. Pero nuestro emperra-
miento es ‘emperramiento de realidad’ y ‘emperramiento de verdad’, no
es un mero emperramiento-porque-me-da-la-gana.
Es posible que haya movimientos pendulares también en este ámbi-
to, pero, en todo caso, hoy es muy frecuente admitir como algo nor-
mal que entre ‘metafísica’ y ‘ciencia’ ha habido en la historia muy estre-
chas relaciones. No veo de qué manera llegue a ser este un
‘emperramiento’ que dejemos caer próximamente. Mucho tiene que

327
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

cambiar nuestra concepción de la propia ciencia para que sea así. Sin
embargo, en dicho ámbito planea una tentación curiosa, la que dice así-
ha-sido-anteriormente-pero-nosotros-(¡no-ellos!)-somos-científicos-
anclados-en-la-objetividad. Puede. Pero, en todo caso, este pensamien-
to emperrado sobre nuestra propia capacidad cognoscitiva me parece
conllevar una actitud poco probable porque insidiosa: nosotros-somos-
mejores-que-nuestros-padres. Es obvio que no es así, aunque siempre
cabe el pensar que lo es (sólo) en el ámbito del conocimiento en el que
se basamenta la ciencia. Me parece que, al menos, cabe discusión sobre
que así sea; más aún, esa actitud no es, sin más, una obviedad científi-
ca, sino que, a lo máximo, es una propuesta filosófica. Aunque todo lo
que voy pensando me incita a sostener que estamos ahí ante una filo-
sofía de la ciencia cargada de “metafísica”, lo que supongo que sus
defensores niegan, o, lo que sería peor todavía, no son conscientes de
que así sea. Y lo malo del caso es que se trata de una mala “metafísica”:
sospecho que estamos acá ante una discusión filosófica a la que no veo
fin, pues en ella nos jugamos mucho de lo que decimos ser. Y, es obvio,
unos y otros ‘decimos ser’ porque tenemos razones para pensar que
efectivamente somos como decimos.
Así pues, se plantea aquí una problemática filosófica nueva y de
inmensa complejidad: la que atiende a la coherencia global de todos
nuestros decires. Veámoslo con mayor cercanía. Cierto que los enun-
ciados científicos tienen su basamento en experiencias. Sin embargo,
sería demasiado corto y quizá hasta confuso decir que se asientan en
hechos, pues sabemos muy bien que los “hechos” son siempre hechos-
con-teoría, es decir, no son hechos sin más, que se nos ofrecen en un
puro darse incontaminado de toda nuestra propia acción racional. Por
eso, aunque en todo enunciado científico se da ese basamento experi-
mental, ni los propios enunciados científicos van por suelto, pues se nos
ofrecen siempre —¡cómo los hechos!— en una teoría científica; ni ese
basamento es sencillo, pues la construcción experimental se hace a la
manera de las triangulaciones topográficas, las cuales por sucesivas eta-
pas, y sin perder su exactitud, van alejándose de más en más de su ‘base
experimental’. Y todo ello, es obvio, jamás se hace fuera del ámbito de
la valoración. No digo de la mera evaluación que podría ser una eva-
luación valorativa, me refiero a algo más concreto: no se hace fuera del
ámbito de los valores. Hacemos lo que hacemos porque nos movemos

328
Sobre una teoría del cuerpo

en un ámbito de la acción racional que está regido por valores. No digo,


claro es, que estos lo rijan de manera determinística, pero sí que lo
influyen de manera determinada y determinante. Precisamente por ello
se plantea el problema de la coherencia global de nuestros decires.
Precisamente por ello los enunciados científicos no van por suelto, ni
entre ellos mismos ni en el conjunto de los demás enunciados.
Punto clave de esa coherencia global es la valoración que demos al
basamento experimental. Porque, ¿podremos decir que toda experien-
cia es sólo una experiencia científica? Si así fuera hubiéramos hablado
de meros “hechos”, pero nos encontramos ya muy lejos de ese positi-
vismo —aunque el positivismo vuelve una y otra vez al ámbito del pen-
samiento, y sin duda que ha de volver todavía—. No es nada obvio
cómo sea ese ‘basamento experimental’, cuál sea nuestra experiencia, el
conjunto de nuestras experiencias. Evitaríamos lo que llamo problema
de la coherencia global, si redujéramos toda experiencia a la experien-
cia científica —en el fondo a los “hechos”, por tanto—, pero entonces
el reduccionismo y su validez —validez científica, además— se nos pre-
sentan como un presupuesto que no lleva consigo su propia racionali-
dad incuestionable, sino que es sumamente discutible. Terminaría sien-
do, una vez más, una pescadilla que se muerde la cola: porque sostengo
una cierta idea de lo que es la realidad, digo que toda mi experiencia
se reduce a esa experiencia que me lleva a pensar que la realidad es
como pienso, por lo que la realidad debe ser como yo pensaba desde
el propio comienzo de mi pensar.
Prefiero, pues, las brumosas dificultades de pensar la coherencia glo-
bal de todos mis decires. Me parecen más sugestivas, más ricas de con-
tenidos y de promesas, más respetuosas de lo que sea la realidad, a la
que me someto, por más que sea re-creándola.
Pero, hablando de la ciencia, volvamos al tiempo y a la historia ¿Qué
basamento experiencial del tiempo y de la historia tiene la ciencia? Puede
parecer una pregunta retórica, pero, como veremos al punto, no es en así.
En física, en la clásica y en la de finales del siglo XX, se da la muy
extraña circunstancia de que, en verdad, el tiempo ‘no existe’; es una
pura y simple variable que, sin mayores problemas, puede correr arriba
y abajo por su eje con valor +t o valor -t. El tiempo, acá, es una de las
cuatro coordenadas que sitúa los acontecimientos del espaciotiempo; en
la teoría de la relatividad, la espacialización del tiempo ha alcanzado un

329
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

carácter que parece irreversible. Así pues, en esta física, el tiempo tiene
mera existencia de variable independiente, pero en absoluto el carácter
de magnitud direccional que parecería ser esencial en el tiempo, al
menos de la experiencia temporal que se diría es la nuestra. La termo-
dinámica sí parece que habla de una ‘flecha del tiempo’, de su carácter
de irreversibilidad, pero, al menos hasta hoy, no se ha logrado impo-
nerla como basamento en el que descanse el conjunto entero de la físi-
ca. La física continúa impertérrita su camino montada en esas dos teo-
rías esplendorosas que son la teoría de la relatividad y la mecánica
cuántica, en ninguna de las cuales hay tiempo como magnitud irrever-
sible. Para colmo, los esfuerzos iniciados por Hans Reichenbach para
hablar del sentido del tiempo en la física, parecen haber llegado a algo
concluyente: el tiempo no tiene sentido. Ya he hablado de todo esto
antes; no insistiré más sobre ello.
Cierto que sí parece ser esencial esa flecha del tiempo en la teoría
de la evolución, por lo que el tiempo se introduce en la cosmología a
través de una teoría cosmológica evolucionista como la del big bang.
Pero ante ella viene a nuestras mientes una cascada de preguntas:
¿lograrán su éxito los esfuerzos por atravesar el ‘tiempo cosmológico
del origen’ a través de agujeros negros o de gusanos, o los que buscan
referirlo todo a no sé qué bellos cimbreamientos microcuánticos? Tal es
la diversión de muchos cosmólogos; la finalidad divertida de ellos es
clara: cargarse al tiempo. Porque nada parece ser más inseguro para un
físico de raza que el tiempo. En todo caso, ¿acaso hay algo más ‘antró-
pico’ que aquella teoría? ¿No dijo ya el viejo Popper, con mucha sen-
satez, que la teoría de la evolución era una teoría que racionalizaba el
vasto conjunto de nuestros conocimientos, los cuales de otra manera
serían una mera dispersión de enunciados inconexos? En fin, de nuevo,
se diría que no podemos evitarlo en este capítulo: nos encontramos acá
en una difícil y áspera discusión filosófica, plagada de enredos, de
valoraciones previas, y que no tiene otra salida que la tan clásica de
ponerse a filosofar. Quien no quiera hacerlo, sobre todo, quizá, si es
científico, absténgase en esta discusión —¡y en tantas otras!—, pues los
que queremos filosofar no nos dejaremos fácilmente engañar por las-
(malas)-razones-de-una-(mala)-metafísica-que-dice-no-ser-ella-otra-
cosa-que-pura-ciencia. Bien estará si los que así dicen engañan a los
(malos) filósofos. Pero no es el caso.

330
Sobre una teoría del cuerpo

Uno de los lugares en donde se juega la cuestión compleja del sen-


tido del tiempo es la cuestión de la irreversibilidad. Si llegáramos a una
“solución final” en la que encontráramos, por decirlo de manera breve,
una magnífica serie de ecuaciones diferenciales —¡diferenciales con res-
pecto a la variable tiempo!— y acertáramos con las condiciones inicia-
les en uno de los puntos de ella, el conjunto entero del universo, en
todos sus cambios y todas sus evoluciones, sea hacia lo que llamamos
‘pasado’, sea hacia lo que llamamos ‘futuro’, estaría perfectamente pre-
determinado. Entonces, la irreversibilidad sería un mero juego; a lo más,
una palabra para hablar de nuestros desconocimientos, pues quien estu-
viera en el ajo sabría con saber de ciencia que ella no se da, excepto
para alguien que tiene la sensibilidad a flor de piel de manera que ve
todo lo ‘pasado’ como ya acontecido y lo ‘futuro’ como por acontecer;
pero lo vería así en cuanto todavía no hubiera llegado hasta la radicali-
dad posesiva de lo que acabo de llamar “solución final”. Sería como
dejarnos caer a descansar en un anquilosado y raquítico mundo leibni-
ciano al que se le han quitado todas sus intrincadas bellezas, que son,
precisamente, las que le dan esa tonalidad de búsqueda de la verdad.
Pero ¿no es este, precisamente, el ideal de los físicos y de todos los cien-
tíficos al estilo de Herbert Simon?
Y aquí, una vez más, tenemos que entrar en sutilezas, pues hasta
podría convenir pensar que tal debe ser la aspiración de los científicos
para realizar su labor —hace ya muchos años me atrevía a afirmar que
los científicos llevan orejeras, y que, en cuanto que lo son, deben lle-
varlas—, pero de ahí a pensar que lo que ellos dicen es la verdad, toda
la verdad y nada más que la verdad, hay mucho, muchísimo trecho.
Demasiado para estar vacío. Ese es el trecho de la filosofía de la cien-
cia, de la filosofía, sin más, de la filosofía teológica, de la teología y
supongo que hasta el de la Revelación.
¿Cómo proseguir la reflexión? ¿Será que, en verdad, el tiempo no
existe sino como un mero cimbrearse de nuestras neuronas? ¿Será que
la historia no existe sino como una historia de la ciencia que, de nuevo,
tiene sólo que ver con la crónica de cómo, por fin, vamos descubrien-
do lo que es obvio por real?
Para responder a estas preguntas probablemente deberemos hablar
de matemáticas. ¿Son las matemáticas un ámbito de realidad existente
por sí, y que los matemáticos, tras grandes esfuerzos, descubren en

331
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

alguna de sus partes, y en el mismo momento de su descubrimiento


descubren que su descubrimiento es una obviedad? Dicho de una
manera tan breve que se convierte en sintomática, aunque injusta, tal
sería la filosofía platónica de las matemáticas. En ella, el tiempo no es
sino ese mero acto circunstancial del descubrimiento, que en nada afec-
ta a la esencia de las cosas mismas, excepto, como he enunciado antes,
en el cimbrearse orgulloso de nuestras neuronas. En lo que voy pen-
sando, las cosas no pueden ser así en las matemáticas, porque no son
así en la realidad ni nuestro descubrir es ese lerdo cimbrearse. Porque
hay realidad, hay tiempo. Y porque hay realidad temporal que nos ha
producido, nosotros somos una realidad temporal que comprende, o al
menos busca encarnizadamente comprender, sabiendo que ahí está la
tabla de su propia subsistencia en el tiempo, lo que se dilata en una
doble historia entremezclada, nuestra propia historia y la historia de
nuestro conocimiento de ella.
Para terminar este creo que confuso parágrafo, volveré al principio
antrópico. Principio antrópico fuerte y principio antrópico débil. Aunque
es obvio que los empleo por analogía con las dos variedades del princi-
pio antrópico cosmológico tal como se enunció por científicos cosmólo-
gos por los años sesenta del pasado siglo, no me remito a ellos, sin más.
Lo que acabo de llamar principio antrópico fuerte es una clara referencia,
por razones filosóficas de coherencia global, a que el mundo es creación
y que en el acto de creación el mundo fue creado en su dinamicidad con
sus cuatro internalidades, una de las cuales es el tiempo. Lo que acabo
de llamar principio antrópico débil es más obvio, quizá menos aparatoso
filosóficamente que el otro, pero, creo, íntimamente ligado a él: nuestro
estar en el mundo, nuestro conocimiento de realidad y las relaciones
entre ese estar y ese conocer nada tienen que ver con un “lugar de abso-
luticidad”, sino que son un ‘lugar de antropicidad’. Ese “lugar de absolu-
ticidad”, caso de existir, sólo podría ser el ‘lugar de Dios’, jamás el lugar
de la creatura, para nosotros ‘lugar del cuerpo de hombre’, pues, porque
ocupamos ese lugar, porque él es lo que somos esencialmente, tempora-
lidad e historicidad se amasan con el ‘cuerpo de hombre’, hasta el punto
de que jamás, al menos nosotros, podremos hablar de temporalidad o de
historicidad que no vengan dadas ahí, en el ‘cuerpo de hombre’.
El que llamaba principio antrópico débil se basamenta como real, y
no como mero espejismo —que, como tal, también sería realidad—,

332
Sobre una teoría del cuerpo

en el que he llamado principio antrópico fuerte. Es simple: no podemos


vivir en un espejismo, aunque sólo sea porque, entonces, en la realidad,
el ‘cuerpo de hombre’ hace tiempo que sólo se daría como ‘recuerdo’
—¡horror!, pues ¿en quién se daría ese recuerdo?—, ya que el hombre
habría sido vilmente zampado por los demás animales o por la penuria
de esa realidad que había sido la suya. Pero no es el caso. Y la cues-
tión de la coherencia global empuja con fuerza.

IX

Como anuncié al comienzo del parágrafo séptimo, ahora intentaré ver


la relación entre ambas irrupciones, es decir, entre la irrupción de la histo-
ria en el ‘cuerpo de hombre’ y la irrupción como historia de la encarnación.
Pero antes de llegar ahí, tenemos que hablar todavía de la irrupción
del tiempo en el ‘cuerpo de hombre’ y la irrupción originaria del tiem-
po en el acto mismo de la creación del mundo por Dios.
Porque en el comienzo, en un acto originario de su voluntad, Dios
crea el mundo en su dinamicidad, un mundo con sus cuatro internali-
dades: espacio, tiempo, ‘geometría’ y legalidad; el tiempo irrumpe como
internalidad del mundo de la que nunca podrá este desprenderse. Y
porque es así, la historicidad se hace posibilidad mundanal; porque es
así, la dinamicidad evolutiva de la materia dinámicamente informada
tiene ya historia, la historia de esa su propia evolución dinámica, cuyo
producto acabado, razón última de aquél acto originario de la voluntad
del Creador, es el ‘cuerpo de hombre’; el cual, por tanto, no sólo está
amasado de temporalidad y de historicidad, sino que hace que la razón
última del acto originario sea su historia de libertad.
Porque las cosas son así, y en cuanto que son así, dada la historia de
libertad que nos caracteriza en lo más íntimo, hasta el punto de que poda-
mos decir: la esencia del ‘cuerpo de hombre’ está en su historia como ser
libre, y dada la ambigüedad de esta nuestra historia como seres libres que
por comer del “fruto del árbol prohibido” nos hace seres del rechazo de
la ‘finalidad para la que fuimos creados’, aparece en la creación un gran
‘hiato’. La Revelación del mismo Dios creador nos enseña que dicho
‘hiato’ se llena mediante la irrupción del Hijo de Dios en el tiempo y en
la historia como ‘cuerpo de hombre’, Jesús, el Cristo.

333
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Si vale decirlo así, pues hemos sido hechos con el tiempo, el tiem-
po irrumpe en el mundo como ‘cuerpo de hombre’. Este es el ser tem-
poral por excelencia, no porque los demás seres creados del mundo
no sean también temporales, sino porque en él la temporalidad adquie-
re un sentido nuevo, el de la historicidad, pues con él, con su cuerpo,
nace la historia como posibilidad de la creación. Una posibilidad que,
estando ya ínsita en la misma dinamicidad originaria, sin embargo, sólo
por él y con él se hace verdadera historia. Y se hace verdadera histo-
ria puesto que sólo con él y por él cabe una posibilidad nueva: la del
sentido, sentido del tiempo, sentido de la historia. Sentido de com-
prensión y sentido de dirección. Con él y por él comienza a ser cosa
de sentido el punto W al que, ahora, todo lo que viene afectado por el
‘cuerpo de hombre’ puede dirigirse. Labor de consciencia a la que, por
él y con él, nada más que por él y con él, la creación entera puede
aspirar: tenemos un lugar a donde ir, porque hay un lugar a donde ir.
El ‘cuerpo de hombre’ ocupa así un lugar central en el conjunto ente-
ro de la creación. Originariamente central, puesto que sólo él fue crea-
do “a imagen y semejanza” del propio Dios, porque así lo quiso; un
origen de dinamicidad, fruto de esa materia evolutiva a la que me he
referido. Finalmente central, pues sólo por él y con él, el punto W
adviene como lugar de sentido. Pero en el entretanto, con él y por él,
el ‘hiato’, fruto de una libertad encarnada que elige otros puntos a los
que dirigirse o por los que regirse, que prefiere la posibilidad real de
la ambigüedad o del rechazo global, de la labor de incoherencia en la
acción, se produce un corrimiento: ¿a dónde iremos?, ¿a quién elegire-
mos?, ¿a quién serviremos?, ¿a quién dominaremos?, ¿a qué y a quién
destruiremos?, ¡comeremos de todos los frutos y seremos como dioses!
Es el rechazo de lo que tenemos de originariamente central; la nega-
ción del lugar finalmente central al que nos dirigimos. Un ‘tenemos’ y
un nos ‘dirigimos’ capaces con absoluta radicalidad de tomar las deri-
vas que, dentro de los constreñimientos que atenazan al ‘cuerpo de
hombre’ que somos, nuestra libertad escoja para sí y, por su medio,
para el conjunto entero del mundo, siempre solidario con nuestra suer-
te. Somos seres libres, pues hemos sido creados libres, esencialmente
libres. Libres para lo mejor; libres para lo peor; libres para la ambi-
güedad. Constreñimiento y libertad son palabras decisivas en lo que
somos.

334
Sobre una teoría del cuerpo

Si vale decirlo así, pues el tiempo fue creado por él, el Hijo de Dios,
por su encarnación en un ‘cuerpo de hombre’, irrumpe en nuestro tiem-
po como fajador de la historia de la salvación. El que voy llamando
punto W, debido al ‘hiato’, ha quedado tan prendido de las brumas de
nuestra radical ambigüedad que no sabemos ni hacia dónde ir, pues
vagamos perdidos “como ovejas sin pastor”. No valdría con que ánge-
les o hados nos señalaran el camino, pues somos más que ellos, la ima-
gen y la semejanza sólo en nosotros se da. La gnosis de todos los tiem-
pos —y, es seguro, todo parece apuntar a que entramos en un tiempo
fuertemente gnóstico— está ahí: rebajarnos a lo que no somos para
compensarnos con un falso saber y un falso lugar a donde ir —pues
“seréis como dioses”—, para que así nos perdamos lo que somos, y per-
diéndonos nosotros, con nosotros se pierda el mundo. Pero la salvación
se nos ofrece por medio de la encarnación del Hijo de Dios en carne
como la nuestra, nacido en Nazaret de la Virgen María. Carne la suya,
‘cuerpo de hombre’, en la que no hay ninguna ambigüedad, ningún
‘hiato’, y por la que —“tras su muerte en la cruz por nuestros peca-
dos”— se nos ofrece como historia de nuestra salvación la posibilidad
real de recuperar como nuestra la originalidad central de la que parti-
mos y la finalidad central para la que, en el mundo, fuimos creados.
Y ahora, lo que en nosotros era cuerpo de ambigüedad, sin destruir-
la por entero, pues la gracia no impone la justificación, sino que la hace
posibilidad real de nuestra radical libertad, se convierte en cuerpo de libre
realidad. ‘Cuerpo de hombre’ que, tras la irrupción del Hijo en nuestro
tiempo y en nuestra historia, se hace ‘cuerpo de Cristo’ en su doble acep-
ción revelada de ‘cuerpo eclesial’ y de ‘cuerpo eucarístico’. “Haced esto
en memoria mía”. ¿Hacer qué?, ¿el simple gesto, las puras palabras? No,
claro, eso sería heréticamente sectario por corto, por haber comprendido
mal la grandeza de la que somos capaces: “haced lo que yo he hecho”,
“sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”. ‘Cuerpo eclesial’ y ‘cuer-
po eucarístico’, que siendo el ‘cuerpo de Cristo’, ya nunca dejarán de ser
la posibilidad última del ‘cuerpo de hombre’. Tal es el punto W.
En fin, valgan estas páginas como llamada a espabilar una manera
de pensar que, en mi opinión, da cuenta por entero de lo que somos512.

512 Me permito, sin citarlas aquí, remitir a otras páginas mías sin las que estas

podrían parecer, quizá, como un meteorito caído de lejanas estrellas.

335
11. ¿INCERTEZA DEL TIEMPO? TIEMPO DE LA FÍSICA
Y TIEMPO DE LA HISTORIA. ESBOZO PREPARATORIO
PARA UNA TEOLOGÍA DEL CUERPO

para Miguel Pérez de Laborda y para María Mola

«Pero él hablaba del templo de su cuerpo» (Ju 2, 21)

I. Introducción

Estas páginas513 son una reflexión sobre qué sea el tiempo y la his-
toria. Y una reflexión desde una perspectiva que es casi una perple-
jidad: no parece tomarse suficientemente en serio esa terrible dicoto-
mía del tiempo, la que hay entre un ‘tiempo físico’ en el que no
termina de caber la irreversibilidad, y, sin embargo, en el que la histo-
ria puede entrar como de matute, sin que nadie parezca darse cuenta
de ello, y un ‘tiempo almal’ que, al menos como experiencia subjetiva,
está precisamente marcado por el ‘sentido del tiempo’. Del primero
habrá que decir algo ante su extraño destino, el de no poder repre-
sentar lo que nos parece ser como una certeza evidente. En cuanto al
segundo, habrá que enfrentarse con que la subjetividad, entendida
como tal, debe ser considerada con enormes complejidades, si es que,
sin más, no deba ser puesta en duda. En lo que sigue iremos viendo

513 Se trata, más bien, de ‘notas de lectura’ seguidas de algunas reflexiones,

fruto de un curso tenido, en primer lugar, en la Facultad de Teología de la


Université Catholique de Louvain los meses de septiembre y octubre de 1996 y,
luego, todo distinto y todo igual —qué estudiantes tan majos me han tocado en
suerte, tan condescendientes con mis balbuceos, ¡horror!, en italiano—, en la
Facultad de Filosofía de la Pontificia Università Lateranense, en marzo de 1997.
Hablar en clase, al menos para mí, es a la vez delicia y máximo susto, pero ese
hablar ante personas escuchadoras, amigas, atentas y participativas, aunque
sean pocas, provoca e impulsa antes y después la escritura y el pensamiento.

336
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

con mayor precisión qué significan estos dos tiempos y de qué mane-
ra parecen ser irreductibles el uno al otro, hasta el punto de que
tengo dudas razonables de si en estos asuntos nuestros pensares
están mucho más allá de lo que estuvieron los de nuestros lejanos
padres.
Y, sin embargo, llegar sólo hasta el que he comenzado a llamar
‘tiempo almal’ —si es que a él termináramos por llegar— sería toda-
vía demasiado poco, pues lo que a nosotros nos da vueltas en la cabe-
za es la historia, es decir, no una simple ordenación temporal, sea la
que fuere, sino mucho más. Porque no nos paramos con el tiempo;
queremos considerar que hay una historia. Llegar hasta ahí, a la his-
toria, es decisivo; quienes no se aventuran en ese terreno peligroso,
no han llegado todavía al final de una reflexión profunda sobre el
tiempo, y quienes lo hacen se topan de bruces, aun sin quererlo, aun
negándolo, con un pensamiento que es ya pura ‘teología’, puro pen-
samiento teológico.
¿Cómo salir de esta perplejidad? Me parece poder apuntar que sólo
hay una salida: una teoría sobre el cuerpo, pues es en ella en donde
quedan establecidas las líneas de fuerza de todo lo que, en coherencia
racional, pespuntea una solución a estos nuestros problemas sobre el
tiempo y la historia. En lo que somos y decimos, todo pasa por el cuer-
po, depende de él, se hace carne con él. Pensamientos, deseos, memo-
ria, cultura, ciencia, arte, religión, societariedad, todo es fruto de carna-
lidad. Incluso los más bellos y sublimes pensamientos del místico y del
poeta son producto de carnalidad, quizá de su ternura, o de su despre-
cio, de su despecho, de su desafección. El pensamiento es húmedo,
como alguno ha dicho del cerebro. Si fuéramos máquinas, como pien-
san tantos, seríamos máquinas húmedas, de carne y hueso, no asépti-
cos y secos constructos maquinales. Es la mera evidencia, un cuerpo
que no es una mera máquina, pues está lleno de pliegues. Plegamientos
en donde le cabe el mundo y su representación, que le hacen creador
de mundos nuevos y también destructor de mundos, cargado de posi-
bilidades y de peligros. Hoy, como nunca, sabemos que el mundo está
en nuestras manos, a la vez que conocemos nuestra extremada peque-
ñez, mejor, nuestra insignificancia mundanal. Y, sin embargo, hay que
decirlo al punto, un cuerpo que es templo; seguramente templo de
Dios.

337
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

II. En donde Aristóteles nos regala para siempre el ‘tiempo físico’


y sus circunstancias

En la Física de Aristóteles514 no encontramos ciencia, sino filosofía


en dependencia de una ‘filosofía primera’. Para tener por donde comen-
zar un pensamiento, Aristóteles presupone un ‘principio de inteligibili-
dad’: las cosas tienen naturaleza, es decir, tienen algo subsistente, algo
por debajo de lo que está a la vista, un sujeto, algo que es, y tienen ade-
más algo accidental, algo que se le atribuye, que se da en algún ahí
—o que no se le atribuye, de lo que, por el contrario, está privado—;
así pues, se da en ellas sujeto y forma —o privación—. Ahora bien, cuál
sea la naturaleza del sujeto nos es cognoscible por analogía.
La filosofía de su física se construye mediante principios, que son
siempre dos contrarios entre sí y un tercer término, una ‘metaxú’: mix-
tura, medianidad de ambos. Para Aristóteles, son tres los principios:
generación y corrupción; potencia y acto; materia y forma. Para él, la
materia no es engendrada, sino eterna; es el primer sujeto de cada cosa;
no una privación, sino ‘sujeto de deseo’.
De aquí que, para Aristóteles, ser natural es aquel que tiene en sí un
principio de movimiento o de fijeza, en cuanto al lugar, en cuanto al
crecimiento o decrecimiento; en cuanto a la alteración. Así pues, ‘ser
natural’ es principio y causa de movimiento y de reposo, en quien ha
de ser, por tanto, sujeto y no accidente. En cada caso, es necesario
conocer el porqué, la causa. Pero hay pluralidad de causas, pues la
causa es compleja, cuádruple más exactamente: es causa suya aquello
de lo que está hecha una cosa (causa material); lo que es su forma y
modelo (causa formal); aquello de lo que viene el primer comienzo del
cambio y del reposo (causa eficiente); aquello que es su fin (causa
final). Para Aristóteles, el físico conoce las cuatro causas.
La ciencia de la naturaleza, según él, trata de los grandores, del
movimiento y del tiempo. El movimiento es natural y violento. El movi-
miento natural puede ser doble: algo es movido por un motor o algo es
motor no movido. Las cosas naturales están movidas de manera conti-
nua por un principio interior para llegar a un fin, a menos que haya
impedimentos, pues la naturaleza tiene finalidad.

514 Cf. sobre todo, los libros I al IV de la Física.

338
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

Fortuna y azar, para Aristóteles, son causalidades accidentales, pues


son posteriores a la inteligencia y a la naturaleza. La necesidad en la
naturaleza se da como hipótesis, no como fin, ya que el fin es principio
de razonamiento, pues es aquello que la naturaleza tiene a la vista.
Y, ¿qué es el movimiento? La entelequia (intelejein: actividad, ener-
gía actuante y eficaz) de lo que es en potencia, en tanto que tal; es un
cierto acto, pero incompleto, porque la cosa en potencia es incomple-
ta. Así pues, la entelequia del móvil como móvil es lo que le acontece
por contacto del motor; el cual es un acto único, a la vez pasivo para
uno y activo para el otro.
Con respecto al in-finito, para Aristóteles, no hay infinito separado,
que se pueda recorrer, sino en potencia. No hay tampoco, por tanto,
cuerpo infinito. El infinito aparece en el tiempo, en la generación de los
hombres y en la división de los grandores, porque consiste en que siem-
pre tomamos algo nuevo, algo siempre diferente en algo que es limita-
do. El infinito, por tanto, no se da en lo que fuera de sí no hay nada,
sino en lo que fuera de sí hay algo, nueva cantidad a tomar.

***

Para Aristóteles, se conoce que hay lugar en el reemplazamiento y


en el transporte, los cuales tienen una cierta potencia: cada cuerpo sim-
ple, si nada se lo impide, es transportado hacia su propio lugar, su ‘lugar
propio’. El lugar tiene siempre seis dimensiones, que en la naturaleza
están definidas de manera absoluta. No es cuerpo, sino que el cuerpo
está en un lugar. Tampoco forma; es la envoltura primera del cuerpo
que contiene, un cierto límite, su parte extrema; las extremidades del
grandor. No es un intervalo. Es separable de cada cosa; forma y mate-
ria no se separan de la cosa; el lugar sí. Es diferente de lo que contie-
ne, lo que hace posible el transporte hacia el lugar propio. La forma es
de la cosa; el lugar, del cuerpo envolvente. El lugar es el límite inmóvil
del cuerpo envolvente.
¿Hay lugares eminentes? Sí: el centro del cielo y la extremidad del
transporte circular. Lo bajo, el límite que envuelve lo que está en el cen-
tro, es el lugar natural de las cosas pesadas. Lo alto, el límite del lado
de la extremidad y el cuerpo extremo, el de las cosas ligeras. La esfera
extrema no tiene lugar, pues nada hay fuera del todo. Porque no hay

339
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

vacío exterior. No lo es la materia, pues no es separable de las cosas, y


el vacío sí lo sería. El movimiento en el vacío es imposible, pues es una
alteración del lleno, en el que las cosas se reemplazan mutuamente
mediante torbellinos. En el vacío desaparecerían las direcciones privile-
giadas, las apetencias del deseo, los ‘campos’ dinámicos: la física de
Aristóteles no tendría posibilidad de ser. Vemos que sí hay movimiento
violento; por ello debe de haber el movimiento natural, pues el trans-
porte natural conlleva diferencias que no se dan en el vacío. ¡Véase el
movimiento de los proyectiles! ¿Por qué un cuerpo movido se pararía
en un lugar? O estaría en reposo, o sería transportado sin fin mientras
algo más fuerte no lo pare. Si el transporte hacia lo alto es proporcio-
nal al grado de rarefacción y vacío, cuando este sea absoluto, la rapi-
dez del movimiento será máxima, infinita. No hay tampoco vacío inte-
rior. La condensación y rarefacción habrán de ser explicadas desde aquí
por medio de distintas mixturas de los cuatro elementos.

***

¿Es real el tiempo? Hay graves dificultades en la consideración sobre


el tiempo. Primeramente, ¿es un ser o un no-ser (tiene existencia o no
la tiene)? Además, porque ha sido, y ya no es; va a ser, y todavía no es
—y de ambas partes se componen tanto el tiempo infinito como el tiem-
po cíclico—, pero ¿cómo lo compuesto de no-seres (no-existentes)
puede tener ser (existencia)? Pero, como tercera dificultad, lo divisible
en partes es (existe), por lo que todas o algunas de ellas existen; en
cambio, aunque el tiempo es divisible, algunas partes están por venir,
otras ya han sido, y ninguna es, ya que el ‘ahora’ no es una parte del
tiempo, pues una parte mide al todo y este está compuesto de partes,
pero no parece que el tiempo esté compuesto de ahoras. Finalmente, el
instante, el ahora, delimita el pasado del futuro, pero ¿es uno y el
mismo, o es siempre nuevo?; si siempre distinto, si se destruyera el
ahora incesantemente, nada sería simultáneo en el tiempo; mas ningu-
na cosa finita y divisible tiene un solo límite, ¿serán, pues, simultáneos
todos los acontecimientos?
Aristóteles, para salir de estas dificultades y basándose en que el
sujeto nos es cognoscible por analogía, toma aquí una decisión genial
y cargada de infinito futuro: por analogía, el instante es al tiempo como

340
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

el punto a la línea. Pero, si es así, como consecuencia aparece que


entonces la continuidad entre instante y tiempo es imposible.
Para él, la experiencia prueba que todo cambio y todo movimiento
se dan en el tiempo. En su relación con el movimiento y el cambio, por
todas partes y en todos es igual; pero el tiempo no es movimiento, aun-
que no es sin él. El tiempo es el elemento del movimiento, lo percibi-
mos percibiendo a este; es, pues, algo de este. Lo anterior y lo poste-
rior están originariamente en el lugar, y también en el tiempo.
Conocemos el tiempo cuando determinamos el movimiento utilizando
lo anterior y lo posterior, cuando sentimos ese paso. Cuando sentimos
el instante como único, no como anterior y posterior de un movimien-
to, o idéntico, fin de lo anterior y comienzo de lo posterior, no ha pasa-
do tiempo, ni ha habido movimiento. En cambio, cuando distinguimos
noéticamente un ‘metaxú’ diferente, declarando el alma dos instantes,
el anterior y el posterior, decimos que ahí hay un tiempo. El tiempo,
pues, es el número del movimiento según lo anterior-posterior. No es
movimiento sino en tanto que el movimiento comporta un número. El
tiempo es, así, una especie de número.
El tiempo, prosigue Aristóteles, tomado de una pieza, es único; el
instante mide el tiempo en tanto lo anterior-posterior, es ahí en donde
es numerable. Así, el instante en cuanto sujeto es único, pero es nume-
rable en cuanto a lo que es. Sin tiempo, no hay instante; sin instante,
no hay tiempo. Hay transporte, y el tiempo es el número de ese trans-
porte, del que el instante es la unidad del número. El tiempo es conti-
nuo por el instante, y es dividido por él. Por el movimiento continuo
del transporte, el instante es siempre diferente, de suerte que el tiempo
es número, si tenemos las extremidades de una línea que tiene partes
en acto. El instante no forma parte del tiempo, como tampoco el punto
de la línea; dos líneas sí son parte de una línea. El instante es un lími-
te, que no forma parte del tiempo, pero también es un número.
Medimos el movimiento por el tiempo, y el tiempo por el movi-
miento, pues se determinan recíprocamente. Decimos mucho o poco
tiempo, midiéndolo por el movimiento. Al grandor corresponde el
movimiento, y a este el tiempo, de ahí que sean dos cantidades conti-
nuas y divisibles. Hay que determinar un cierto movimiento como la
unidad de medida del total, y así existir en el tiempo será ser medido
por el tiempo.

341
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Todo lo que está en el tiempo, por tanto, está envuelto por él. Y este
produce una cierta pasión, una cierta destrucción, pues el movimiento
deshace lo que hay. Los seres eternos no están en el tiempo, pues este
no los envuelve ni mide su existencia. Siendo el tiempo número que
mide el movimiento, también lo será del reposo. Y de la destrucción y
generación, en el tiempo todo se engendra y se destruye; más de esto
que de aquello.
El instante aristotélico es la continuidad del tiempo, pues une el tiem-
po pasado con el futuro. Es el límite del tiempo, comienzo de una parte
y fin de otra. ¿Puede agotarse el tiempo? No el tiempo aristotélico, pues
el movimiento existe siempre. El tiempo aristotélico estará de continuo
terminando y comenzando, por tanto, de continuo es diferente.
Ahora bien, debe quedar muy claro que si no hubiera nadie que
numerara, nada habría numerable y, en consecuencia, no habría ni
número ni lo numerado. Pero como no hay nous sin alma, no puede
haber tiempo sin ella.
Pero ¿de qué movimiento es número el tiempo? Del movimiento
continuo en general, no de tal movimiento. Cuando los movimientos
son simultáneos, el tiempo es el mismo. El tiempo se mide por un tiem-
po determinado. Si lo que es primero es medida, el transporte circular
y uniforme es la principal medida, puesto que su número es el más
conocido. Por ello, el tiempo parece ser el movimiento de las esferas,
puesto que es el movimiento que mide los otros movimientos y que
también mide el tiempo.

***

El aristotelismo, a través de la analogía con la línea, es decir, con el


álgebra y con la geometría, ha llevado al tiempo a un lugar en el que
todavía está. Genial, porque, desde entonces, cada vez que hablamos
del tiempo sabemos de qué estamos hablando y cómo debemos hablar
de ello, pues hablamos de las infinitas complejidades de la línea, del
álgebra, de la geometría, y mucho más adelante, de la topología. Desde
entonces hablando del tiempo sabemos de qué hablar. Genial, también,
pero esto viene como de sí mismo, que la medición del tiempo venga
dada, o, mejor, cuasi-dada, por el geométrico movimiento de los astros,
lo que refuerza la analogía con la línea, pues la ha hecho posible

342
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

—el tiempo, y con él el movimiento, queda así ligado, atrapado para


siempre, por la línea circular, la línea de la repetición esencial, de la
falta infinita de ‘novedad’; por tanto, la que da seguridad a todas las
inseguridades de lo desconocido, pues es la línea portadora del eterno
retorno— y como algo que es evidente por sí.
Pero, hay que preguntarse al punto, ¿estamos hablando del tiempo?
Por analogía claro que sí, pero, por el hecho mismo de la analogía que
utilizamos y que tan bien nos viene, debemos saber igualmente que una
parte importante de lo que sea el tiempo se nos escapa porque no viene
considerada por esa analogía.
Sin embargo, y esto hay que subrayarlo con fuerza, en esa analogía
con la línea se introduce algo extraño, casi extravagante: el alma que
numera. Pues ‘el alma’ está íntimamente ligada con el tiempo, hasta el
punto de que sin ella nada podemos decir en verdad de ese tiempo al
decir que es lo que es. Pero, al llegar acá, con esa sospecha se nos intro-
duce a nosotros, lectores de Aristóteles, otra sospecha: por analogía de
lo que le pasa al tiempo, ¿acontecerá también que la línea, a partir de
estas consideraciones, quede tan ‘almada’ como ha quedado el propio
tiempo?
Además, el tiempo físico del aristotelismo es un tiempo astral. No se
confunde con él, pero se mide con y por el movimiento de los cielos.
En cuanto que, para Aristóteles, el movimiento de los cielos es un movi-
miento repetitivo, que finalmente termina por ser siempre el mismo, el
tiempo toma esas mismas características y se mide —si es que no se
confunde con él— como el tiempo del eterno retorno. El tiempo queda,
así, atrapado en la imagen de todo el mundo aristotélico: un centro y
una esfera. El centro, nuestra Tierra, el lugar-de-las-cosas-pesadas a las
que estas tienden con deseo inextinguible, y una esfera, la más alta de
los cielos —esfera in-finita, pero sin límite último, sin lugar, pues esto
supondría que hubiera vacío fuera de ese límite, y el vacío es imposi-
ble en el sistema de Aristóteles—, el lugar-de-las-cosas-ligeras a las que
estas tienden con deseo inextinguible. Todo movimiento, finalmente, se
acomoda a esta imagen del mundo. Y el tiempo queda atrapado ahí
como algo derivado, de hecho secundario, nada que sea en verdad
constituyente de novedad. Porque, quizá, si algo espanta en esta con-
cepción del mundo es la falta de límites y de reglas fijadas de antema-
no, la novedad, la libertad absoluta.

343
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

III. San Agustín da con el ‘tiempo almal’ y sus circunstancias

¿Podrá ser que Dios —se pregunta san Agustín515—, a quien pertene-
ce la eternidad, vea en el tiempo lo que en el tiempo acontece?
Nosotros, seres temporales, tenemos a Dios como objeto de nuestro
deseo —deseo lleno de obscuridades—, de ahí que él, en su Hijo Jesús,
Verbo encarnado, hombre y Dios, nos ha buscado, sin que le buscára-
mos, para que le busquemos. Audiam ut intelligam. ¿Me hablará Dios
en hebreo o en latín? Ni en hebreo ni en latín, ni en griego ni en bár-
baro, sino que dentro de mí, en el ‘domicilio de mis cogitaciones’, sin
servirse de boca, de lengua o de sílabas, me dirá: «dice verdad»; y yo me
asentaré en la certeza, confiante en ese hombre: «tú dices verdad».
El cielo y la tierra, prosigue, puesto que cambian, proclaman que
han sido hechos, que no se hicieron a sí mismos. Tú, Señor, los has
hecho: bello, los hiciste bellos; bueno, buenos, aunque distintos; ‘com-
parados’ contigo no lo son; nuestra ciencia, comparada con la tuya, es
sólo ignorancia. ¿Creación por una suerte de artesano, como los hom-
bres hacemos? No, Dios hizo el mundo de lo que no era; las cosas son
porque Dios es (quid enim est, nisi quia tu es?): dijiste y las cosas fue-
ron hechas, en tu verbo las hiciste. Resonó el verbo que expresaba la
voluntad eterna de Dios, las palabras expresadas al oído exterior las
transmitió a la mente, a la inteligencia vigilante, en donde el oído inte-
rior está en silencio, a la escucha del verbo eterno de Dios. No es en el
universo que ha hecho el universo, pues no había lugar en donde
hacerlo, antes de haberlo hecho, para que fuese: por tanto, dijiste y fue-
ron hechas, en tu verbo las hiciste. En tu verbo coeterno, simultánea y
sempiternamente, dices todo lo que dices, y todo lo haces diciéndolo;
y, sin embargo, todas las cosas que haces diciéndolas no son hechas
simultánea y sempiternamente. Lo que comienza a ser o termina de ser,
lo hace cuando debe comenzar o terminar en el conocimiento de la
razón eterna, que es el verbo, que es el principio que nos habla.

***

Pero antes de proseguir, Agustín debe considerar la objeción de


maniqueos y neoplatónicos: ¿a qué se dedicaba Dios antes de hacer el
515 Cf. san Agustín, Confesiones, libro XI.

344
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

cielo y la tierra?; ¿hay, de pronto, un movimiento nuevo de la voluntad


de Dios?; si esa voluntad —substancial— era eterna, ¿por qué la crea-
ción no lo es también? Quienes así dicen, opina él, nada comprenden,
no captan ni un poco del esplendor siempre estable de la eternidad,
que en ella nada pasa, sino que todo está presente, mientras que nin-
gún tiempo está presente por entero. Antes de hacer cielo y tierra, Dios
nada hacía. Pero es que no hay ‘antes’ con relación a la creación, pues-
to que el tiempo fue también hecho, y no podía pasar antes de haber
sido hecho. Dios no precede al tiempo según el tiempo, sino que lo pre-
cede por la excelencia de la eternidad siempre presente, sobrepasando
todo futuro que, al llegar, será ya pasado: anni tui omnes simul stant. Su
‘hoy’ es la eternidad, Y ¿qué es el tiempo? Si nemo ex me quaerat, scio;
si quaerenti explicare uelim, nescio. Si nada pasara, no habría tiempo
pasado; si nada adviniera, no habría tiempo futuro; si nada fuese, no
habría tiempo presente. Pero el futuro todavía no es; el pasado ha
sido: y si el presente fuera siempre presente, sería la eternidad; pero
el presente es tiempo, pues va pasando. El tiempo, por tanto, tiende
a no ser.
‘Tiempo largo’, ‘tiempo corto’, se pregunta Agustín, ¿cómo medirlo?
Si concebimos un tiempo que no puede ser dividido en partes de
momentos pequeñísimos, que es a lo que llamamos presente —no se
extiende en la menor dilación, no tiene ningún espacio—, sentimos los
intervalos de tiempo y los comparamos entre sí; los medimos, los medi-
mos en el momento que pasan, los medimos sintiendo. Así pues, el
tiempo presente lo podemos sentir y medir; cuando ha pasado, no, por-
que ya no es. ¿Serán tres los tiempos: pretérito, presente y futuro? Cierto
que el presente es; pero las cosas futuras se ven y las pasadas se narran,
por eso, también son. Pero ¿dónde son?, pues donde quiera que sean,
para ser, lo serán como presente. Lo que se narra está en la memoria,
no en las cosas mismas, sino en las palabras concebidas de las imáge-
nes de ellas que, pasando por los sentidos, se fijaron en el ánimo como
vestigios. Las acciones futuras las premeditamos, pero la acción que pre-
meditamos no es, porque es futura; sólo cuando actuemos la acción
será. Hay, pues, una ‘prepercepción’ de las cosas futuras, no que vea-
mos las mismas cosas futuras, que todavía no son —¡véanse los profe-
tas!—, sino que vemos sus causas o sus signos, que como ‘concepcio-
nes’ sí son ya; pueden ser predichas desde las presentes, que sí son.

345
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Los tiempos son tres: presente del pasado (memoria), presente del pre-
sente (contuitus: visión) y presente del futuro (expectatio).
Medimos los tiempos cuando pasan, es verdad, prosigue Agustín,
pero ¿cómo medimos el tiempo presente que no tiene espacio? Sed
unde et qua et quo cuando medimos, ¿de dónde, sino del futuro?, ¿por
qué, sino por el presente?, ¿en qué, sino en el pasado? Medimos el tiem-
po en un cierto espacio, pero ¿en qué espacio lo medimos? Para algu-
nos el movimiento del sol, de la luna y de los astros es el tiempo mismo,
pero no es así. Nos sea dado a los hombres ver en una cosa pequeña
las communes notitias 516 de las cosas pequeñas y de las grandes. El
movimiento del sol no puede ser quien mida el tiempo; si corriera a
doble velocidad, los días serían la mitad de largos517. Una cosa es el
movimiento de un cuerpo y otra con lo que lo medimos. El tiempo es
una cierta distensión.
Mido el tiempo, dice Agustín, y no sé lo que sea el tiempo. Veamos,
por analogía, lo que acontece con una frase latina como esta: Deus crea-
tor omnium, que debe leerse según el valor de sus sílabas largas y sus
sílabas breves. El tiempo, así, no es otra cosa que una cierta disten-
sión518. ¿Distensión de qué cosa? No lo sé, dice Agustín, pero me pre-
gunto si no de la misma alma. ¿Qué mido? Los tiempos que pasan, no
los pasados. Sírvanos la analogía del sonido. Ponemos en él intervalos,
incluso de silencio, y de ello tenemos sensación manifiesta, y de lo que
mido respondo con confianza, y lo que mido no son cosas que ya no
son, sino que mido algo que está en mi memoria, que en ella perma-
nece fijo. In te, anime meus, tempora metior, mido la afección que,
pasando, las cosas hacen en ella; mido esta cuando está presente y no
las cosas que han pasado para producirla.
Tres son, por tanto, los actos del ánimo: expectat, adtendit, memi-
nit. En él hay la expectación de las cosas futuras y la memoria de las
pasadas. El tiempo presente no tiene espacio, puesto que pasa en un
punto; pero, sin embargo, perdura en la attentio, por la que prosigue
hacia la ausencia. Ni el pasado ni el futuro son ‘largos’, sino que lo es
su memoria y su expectación. Así, la expectación se consume cuando

516 Noción de la lógica estoica.


517 Además, cf. Josué 10, 12-13. Sabemos lo que dio que pensar este texto.
518 Cf. Plotino, Enéadas, III, vii, 11, 41: diavstasi" (en la tr. italiana, ‘disper-

sione’; en la francesa, ‘distension’).

346
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

la acción entera, finalizada, ha pasado a la memoria. Esto acontece con


el sonido de las sílabas, o cuando la acción es más larga, o en todas las
acciones de la vida de todos los hombres, o en todo el siglo de los hijos
de los hombres, cuyas partes son las vidas de todos los hombres.
Por tanto, el conocimiento de Dios y el nuestro son muy diferentes.
Incluso si hubiera un espíritu dotado de tal ciencia y presciencia que
todo lo pasado y lo futuro fueran de él conocidos, sin que nada de lo
que acontece en los siglos se le escapara, en nada sería parecido a la
manera en que Dios los conoce, mucho más maravillosa, mucho más
misteriosamente (longe tu, longe mirabilius longeque secretius), pues en
él no se da esa variación distendente de los afectos, en él todo se da de
muy distinta manera, verdaderamente eterno creador de las mentes,
pues “conoce en el principio el cielo y la tierra” sin variación de cono-
cimiento, e “hizo en el principio cielo y tierra” sin distinción de su
acción. ¡Quien entienda, que lo confiese!

***

Dios, piensa san Agustín, habla como a los oídos del cuerpo, por-
que habla como a través del cuerpo, pero en realidad habla con la ver-
dad misma, si alguien es capaz de oír no con el cuerpo, sino con la
mente, lo mejor del hombre, y que sólo Dios supera519. El hombre,
hecho a imagen de Dios. La mente, razón e inteligencia, pero invalida-
da por los vicios para unirse a la luz inmutable. Podemos conocer lo
que está al alcance de nuestros sentidos; para lo que está lejos de ellos,
recurrimos a los que lo han visto; para las cosas invisibles, alejadas de
nuestro sentido interno, que se perciben por el ánimo y la mente, es
indispensable que creamos a los que las han conocido dispuestas en la
luz incorpórea, o las contemplan en su permanencia. La cosa visible
más grande es el mundo; la invisible más grande, Dios. La existencia del
mundo la conocemos; la de Dios, la creemos. La misma Sabiduría de
Dios que hizo todas las cosas, estuvo allá y nos lo dice. Algunos pien-
san que el mundo es eterno, y que no fue hecho por Dios, pero el
mundo mismo, sus cambios y movilidad tan ordenada, y su esplendo-
rosa hermosura, lo proclaman silenciosamente. Otros, que no hay

519 Cf. san Agustín, La ciudad de Dios, XI, 4-6 y XII, 11-20.

347
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

comienzo del tiempo, pero si las cosas son coeternas de Dios, ¿de
dónde le vino la nueva miseria que no tuvo desde la eternidad? Quienes
se preguntan sobre el tiempo del mundo, también deberán preguntarse
sobre su lugar, por qué aquí y no allá. Si imaginan infinitos espacios de
tiempo, también deben imaginar infinitos espacios de lugares. ¿Habrá
que soñar, pues, con Epicuro, en infinitos mundos?
¿Hay innumerables mundos?, se pregunta san Agustín; ¿el mundo
muere y vuelve a resurgir indefinidamente?, ¿por qué Dios no creó al
hombre en los anteriores espacios temporales? Pero, en todo caso, la
abstención creadora de Dios anterior al hombre es eterna y sin princi-
pio. Dos finitos, por grande que sea uno y pequeño el otro, son com-
parables, y sustrayendo el pequeño del grande, sucesivamente, siem-
pre terminaremos por dar cuenta de este. Así pues, encontraremos en
todo caso la misma cuestión por mucho que adelantemos la creación
del hombre. Bastante misterio es que Dios haya existido siempre y, sin
haber hecho nunca al hombre, decida hacerlo sin que cambie el con-
sejo de su voluntad.
Aunque se diga que “el tiempo existió siempre” —pues de los ánge-
les se dice que, aunque ‘existieron siempre’, son criaturas de Dios—,
podemos hablar de la creación del tiempo, puesto que en todo tiempo
hubo tiempo. No por eso es eterno como el Creador, pues sólo él ha
existido siempre en una eternidad inmutable; para nada puede decirse
en él que haya movimiento que fue pero ya no es, o que será, pero
todavía no es; en cambio, el tiempo transcurre gracias a la mutabilidad.
Así pues, una criatura no engendrada por él, sino hecha de la nada y
no coeterna con él, no causa ningún problema: antes que ella, existía
él, aunque no hubiera tiempo sin ella —los ángeles han sido hechos; si
decimos que han existido siempre, es porque han sido en todo tiempo,
y sin ellos el mismo tiempo no era posible, su inmortalidad no transcu-
rre con el tiempo, su movimiento, por el que se origina el tiempo, va
pasando del futuro al pasado—.
¿Que cuántos siglos han transcurrido desde la creación del hombre?
No lo sabe Agustín, pero le queda muy claro que no existe ninguna cria-
tura coeterna con el Creador. ¿Retornos eternamente repetidos del uni-
verso?, ¿ciclos cósmicos? Quien habla así quiere medir con su inteligen-
cia finita la inteligencia divina. Nosotros seguimos un camino recto, que
para nosotros es Cristo, y no esos quiméricos e inútiles ciclos cósmicos.

348
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

Ninguna necesidad nos obliga a pensar que el género humano ha care-


cido de comienzo temporal por fruto de esos ciclos. Ha habido una libe-
ración del alma que es profunda novedad: una novedad que es fruto de
la providencia y no de la casualidad. ¿Cómo tendríamos la temeridad de
negar a la Divinidad la posibilidad de crear cosas nuevas, no para ella,
sino para el mundo, nunca hechas antes y nunca improvisadas; la posi-
bilidad de hacer seres nuevos que nunca había hecho? En Dios no hay
cambio cuando está en reposo y cuando está operando. La inacción de
Dios no es pereza o indolencia: sabe obrar cuando está en reposo y está
en reposo cuando obra. Para una obra nueva sabe aplicar un plan no
nuevo, sino eterno. Si antes se abstuvo de obrar y después actuó, no es
porque se dio una voluntad antecedente que luego se cambió en una
voluntad subsiguiente, sino que la misma voluntad eterna e inmutable
hizo que hubiera un plan de la creación sucesiva de los seres; todos
ellos frutos no de una necesidad, sino de la bondad gratuita.

***

Primero con Aristóteles y ahora con san Agustín, por mucho tiempo
las cartas están echadas de una vez por todas. El tiempo aparece en su
dicotomía: ‘tiempo físico’ y ‘tiempo almal’. Tiempo del discurrir del
mundo astral, digámoslo así, y nuestro propio tiempo, sobre todo como
tiempo de la memoria. Tiempo de la objetividad y tiempo de la subje-
tividad, quizá. Pero entre ambos parece haberse abierto un foso infran-
queable, aunque, lo hemos visto, en el tiempo físico la voz de ‘nume-
rarse’ la debe dar el alma, un alma, por más que esto llegue a pasar
desapercibido para quien no mire las cosas con sumo cuidado.
Aristóteles, con la analogía entre tiempo y línea, instante y punto, ha
encarrilado por siglos una manera de hacérsenos patente el tiempo, y ha
dicho a la posteridad que ese es el tiempo de verdad, que por ahí se da
la solución al problema de la existencia del tiempo y de sus paradojas.
Pero en el aristotelismo hay una doble vertiente. Ésta, la procedente de
la analogía, y otra, la que enlaza al tiempo dentro del emparrillado fun-
damentado en la ‘localidad natural’ del punto central y de la esfera que
no tiene límite: involución hacia el centro —en el que estamos corpo-
ralmente, hacia él caemos— e involución hacia el cielo —en el que,
quizá, deberíamos estar almalmente, pues hacia él nos elevamos—,

349
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

como arrastrados por las dos involuciones que, en nuestra unidad —el
hombre aristotélico no es dualista como el platónico—, son, segura-
mente, constitutivas de dinamicidad.
Con san Agustín hay algo que avanza irresistiblemente, y también
llega hasta nosotros con fuerza: somos memoria, el alma adquiere espe-
sor, pero, no deje de notarse, espesor de carnalidad; quizá porque con
él el pensar filosófico ha sido engarzado en el pensamiento del Antiguo
y, sobre todo, del Nuevo Testamento. Y la memoria —«haced esto en
memoria mía» (Lu, 22, 19)— constituye el núcleo mismo de la historia,
que desde ahora se hace realidad en nosotros.
La llegada de los nuevos tiempos, los tiempos de la ciencia moder-
na, quién lo hubiera dicho, suponen el éxito más profundo del ‘tiempo
físico’ aristotélico con respecto al ‘tiempo almal’ agustiniano. Lo vere-
mos partiendo de la nuova scienza de Galileo Galilei.

IV. El tiempo de Galileo (que viene a ser ‘nuestro tiempo’)

Con Galileo, y lo que él representa en el nacimiento de la ‘nueva


ciencia’, el paso de la infranqueabilidad entre el ‘tiempo físico’ y el
‘tiempo almal’, por supuesto que en favor del primero, se da sin rubor
alguno, porque, con él, cambia todo el esquema del mundo y de la
manera en que nuestro conocimiento se enfrenta con el mundo.
Un pasaje muy singular del diálogo galileano sobre los dos máximos
sistemas nos dice cómo, a partir de ahora, hemos de contextualizar lo
que, luego, habremos de pensar sobre el tiempo520. Tras él queda per-
fectamente claro cuáles son las razones profundas de que, pensando
matemáticamente, acertaremos con la textura misma del mundo tal

520 Galileo Galilei, Dialogo sopra i due Massimi Sistemi, dialogo 1, in Opere

VII, 126-130: «Salv. (...) io direi sempre, diferentissime ed a noi del tutto inim-
maginabili, che cosí mi pare che ricerchi la ricchezza della natura e l’onnipo-
tenza del Creatore e Governatore. (...) dicendo che l’intendere si può pigliare in
due modi, cioè intensive, o vero extensive: e che extensive, cioè quanto alla mul-
titudine degli intelligibili, che sono infiniti, l’intender umano è come nullo,
quando bene egli intendesse mille proposizioni, perché mille rispetto all’infinità
è come un zero; ma pigliando l’intendere intensive, in quanto cotal termine
importa intensivamente, cioè perfettamente, alcuna proposiozione, dico que
l’intelletto umano ne intende alcune cosí perfettamente, e ne ha cosí assoluta

350
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

como Dios lo hizo en su creación. Leyéndolo con cuidado, se notará


que este texto afirma no sólo cosas decisivas sobre nosotros y sobre
nuestro conocimiento, sino sobre la estructura del mundo y, para
colmo, sobre la esencia misma de quién sea Dios, dando por supuesto
—lo que no es cierto— que esto que del Dios galileano se piensa es
algo inherente al pensamiento cristiano sobre el Dios trinitario. El texto,
y lo que conlleva, es un tejido complejo en el que, aparentemente, todo
viene dado por la ‘revelación cristiana’, cuando, en realidad, en mi opi-
nión, está tan lejos de ella como sea posible. Así se abre camino para
consideraciones extrañamente distintas a la retórica que, seguramente
con toda su buena intención, introdujo Galileo. No es la primera vez
que me fijo en este texto, pero lo creo tan decisivo que no veo incon-
veniente en volver una y otra vez a leerlo y a meditarlo con cuidado.

certezza, quanto se n’abbia l’istessa natura; e tali sono le scienze matematiche


pure, cioè la geometria e l’aritmetica, delle quali l’intelletto divino ne sa bene
infinite proposizioni di piú, perché le sa tutte, ma di quelle poche intesse dall’in-
telletto umano credo che la cognizione agguagli la divina nella certezza obietti-
va, poiché arriva a comprenderne la necessità, sopra la quale non par che possa
esser sicurezza maggiore. (...) Però, per meglio dechiararmi, dico che quanto
alla verità di che ci danno cognizione le dimostrazioni matematiche, ella è l’is-
tessa che conosce la sapienza divina; ma vi concederò bene che il modo col
quale Iddio conosce le infinite proposiozioni, delle quali noi conosciamo alcu-
ne poche, è sommamente piú eccellente del nostro, il quale procede con dis-
corsi e con passagi di conclusione, dove il Suo è di un semplice intuito: (...) l’in-
telletto divino con la semplice apprensione della sua essenza comprende, senza
temporaneo discorso, tutta la infinità di quelle passioni [del cerchio]; le quali
anco poi in effetto virtualmente si comprendono nelle definizioni di tutte le
cose, e che poi finalmente, per essere infinite, forse sono una sola nell’essenza
loro e nella mente divina. Il che né anco all’intelletto umano è del tutto incog-
nito, ma ben da profonda e densa caligine adombrato, la qual viene in parte
assottigliata e chiarificata quando ci siamo fatti padroni di alcune conclusioni
fermamente dimostrate e tanto speditamente possedute da noi, che tra esse pos-
siamo velocemente trascorre: (...) Or questi passagi, che l’intelletto nostro fa con
tempo e con moto di passo in passo, l’intelletto divino, a guisa di luce, trans-
corre in un instante, che è l’istesso che dire, gli ha sempre tutti presenti.
Concludo per tanto, l’intender nostro, e quanto al modo e quanto alla moltitu-
dine delle cose intesse, esser d’infinito intervallo superato dal divino; ma non
però l’avvilisco tanto, ch’io lo reputi assolutamente nullo; anzi, quando io vo
considerando quante e quanto maravigliose cose hanno intese investigate ed
operate gli uomini, pur troppo chiaramente conosco io ed intendo, esser la
mente umana opera di Dio, e delle piú eccellenti».

351
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Estas palabras de Galileo muestran su manera de pensar con tal cla-


ridad que, al menos aquí, no llevarán más comentario. Seguramente,
todo lo que hace años intento pensar sobre la filosofía de la ciencia no
sea otra cosa que un comentario por completo desfavorable de ellas; era
así incluso antes de haberlo descubierto, lo es de manera muy explíci-
ta desde que lo leí por primera vez, ahora hace unos diez años.
En la historia de la ciencia, aunque mejor sería decir en la historia
de la filosofía de la ciencia, después de esta manera galileana de ver las
cosas, todo cambiará —pues, no siendo ya adecuado para las nuevas
necesidades del conocimiento científico aquel su concepto de ‘crea-
ción’, suplantado ahora por “evidencias matemáticas” sobre necesarias
“matematizaciones”, dejará de ir siendo necesario el concepto del “Dios”
galileano— para que todo sea como él dijo —en lo tocante al punto
necesario del conocimiento como “conocimiento de objetividades”, más
aún, conocimiento de “objetividades matemáticas” de “objetos matema-
tizables”—. Desde ahí, por tanto, puede nacer ya con todas sus conse-
cuencias la muy humilde conceptualización del ‘tiempo galileano’, un
tiempo físico aristolélico de puras objetividades, en donde cualquier
almalidad ha sido diseccionada precisamente mediante la magnífica
retórica galileana de nuestras capacidades intelectuales, que si no exten-
sive, pues sólo al Dios creador pertenecen, sí compartimos con él inten-
sive, por ser sus criaturas predilectas.

***

La concepción galileana del tiempo es profundamente humilde,


pero, cómo lo olvidaríamos, conlleva una humildad que ha pasado por
la muy curiosa retórica que el texto anterior ha puesto en marcha. Me
parece que, ahora también, es bueno reproducir por entero, en nota, el
texto en el que se presenta su concepción del tiempo521; está sacado de

521 Galileo Galilei, Discorsi intorno a due nuove scienze, ed. Giusti, pp. 188-

189 «Salv. Voi [Simplicio], da vero scienzato, fate una ben ragionevol domanda;
e così si costuma e conviene nelle scienze le quali alle conclusioni naturali
applicano le dimostrazioni matematiche, como si vede ne i perspettivi, negli
astronomi, ne i mecanici, ne i musici ad altri, li quali con sensate esperienze
confermano i principii loro, che sono fondamenti di tutta la seguente struttu-
ra: e però non voglio che ci paia superfluo se con troppa lunghezza haremo

352
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

su última obra, posiblemente la más genial de las que escribiera, y una


de las menos dadas a la ‘retórica galileana’. En él, además, aparece el
Galileo experimentador que nos fue presentado por la obra de Bertold
Brecht y de Liliana Cavani. Sabemos, sin embargo, que hoy se insiste
más en la genialidad del Galileo como retórico que en la genialidad del
Galileo como experimentador.

discorso sopra questo primo e massimo fondamento, sopra ’l quale s’appoggia


l’immensa machina d’infinite conclusioni, delle quali solamente una piccola
parte ne habbiamo in questo libro, poste dall’Autore [il medesimo Galileo], il
quale harà fatto asai ad aprir l’ingresso e la porta stata sin or serrata agli’ingeg-
ni specolativi. Circa dunque all’esperienze, non ha traslaciato l’Autor di farne; e
per asicurarsi che l’accelerazione de i gravi naturalmente descendenti segua
nella proporzione sopradetta, molte volte mi son ritrovato io a farne la prova
nel seguente modo, in sua compagnia. In un regolo, o voglian dir corrente, di
legno, lungo circa 12 braccia, e largo per un verso mezo braccio e per l’altro tre
dita, si era in questa larghezza incavato un canaletto, poco più largo d’un dito;
tiratolo drittissimo, e, per haverlo ben pulito e liscio, incollatovi dentro una carta
pecora zannata e lustrata al posibile, si faceva in esso scendere una palla di
bronzo durissimo, ben rotonda e pulita; constituito che si era il detto regolo
pendente, elevando sopra il piano orizontale una delle sue estremità un brac-
cio o due ad arbitrio, si lasciava (come dico) scendere per il detto canale la
palla, notando, nel modo che appresso dirò, il tempo che consumava nello sco-
rrerlo tutto, replicando il medesimo atto molte volte per assicurarsi bene della
quantità del tempo, nel quale non si trovava mai differenza né anco della deci-
ma parte d’una battuta di polso. Fatta e stabilita precisamente tale operazione,
facemmo scender la medesima palla solamente per la quarta parte della lung-
hezza di esso canale; e misurato il tempo della sua scessa, si trovava sempre
puntualissimamente esser la metà dell’altro: e facendo poi l’esperienze di altre
parti, esaminando hora il tempo di tutta la lunghezza col tempo della metà, o
con quello delli duo terzi, o de i 3/4, o in conclusione con qualunque altra divi-
sione, per esperienze ben cento volte replicate sempre s’inontrava, gli spazii
passati esser tra di loro come i quadrati de i tempi, e questo in tutte le inclina-
zioni del piano, cioè del canale nel quale si faceva scender la palla; dove osser-
vammo ancora, i tempi delle scese per diverse inclinazioni mantener esquisita-
mente tra di loro quella proporzione che più a basso troveremo essergli
assegnata e dimostrata dall’Autore. Quanto poi alla misura del tempo, si teneva
una gran secchia piena d’acqua, attaccata in alto, la quale per un sottil canne-
llino, saldatogli nel fondo, versava un sottil filo d’acqua, che s’andava riceven-
do con un piccol bichiero per tutto ’l tempo che la palla scendeva nel canale e
nelle sue parti: le particelle poi dell’acqua, in tal guisa recolte, s’andavano di
volta in volta con esattissima bilancia pesando, dandoci le differenze e propor-
zioni de i pesi loro le differenze e proporzioni de i tempi; e questo con tal gius-
tezza, che, come he detto, tali operazioni, molte e molte volte replicate, già mai
non differivano d’un notabil momento».

353
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Con razón se consideraba Galileo a sí mismo como el ‘nuevo


Aristóteles’, pues, en lo que toca al ‘tiempo físico’, el humilde tiempo
galileano ha sido perfectamente geometrizado. Las «sensatas experien-
cias» nos han de abrir el ingreso por puertas que están para siempre
cerradas a los «ingenios especulativos». Háganse cuidadosos experimen-
tos, muy bien controlados. Véanse las diferencias del tiempo de caída de
las bolas que marchan por rodaderas inclinadas. Modifíquese la longitud
de esa caída por la rodadera a la cuarta parte, se comprobará que el
tiempo de caída de la bola por ella se reducirá a la mitad. ¿Cómo medi-
remos ese tiempo? Contando nuestro propio pulso —¡suprema retórica
antrópica!—, y al examinar así los tiempos, llegaremos a conclusiones.
¿Nos quedaremos en esa medición de tiempos? No; construyamos un reloj
mejor, por ahora un reloj de agua en el que, bajo unos supuestos, medi-
remos el tiempo pesando en la balanza el agua que en él se haya reco-
gido, pues pronto llegarán tiempos que sean capaces de construir mejo-
res relojes que nos midan los tiempos con infinitamente mayor exactitud.
Así, la retórica galileana nos hacer ver lo que sigue: para hallar la ley de
caída de los graves, debe considerarse que, lo mismo que los espacios se
dan en una continuidad de magnitud algébrica, también el tiempo deberá
ser una magnitud algébrica continua, para que todo sea cuestión de com-
parar experimentalmente escalas de espacios con escalas de tiempos.
Ya no se trata, simplemente, de aplicar al comportamiento del instan-
te en el tiempo la analogía del comportamiento del punto en la línea, sino
que el tiempo se ha convertido de verdad en un ‘tiempo físico’ al quedar
clara, de una vez por todas, la vinculación de la física con la geometría,
es decir, la rotunda ‘matematización’ de toda realidad física posible, hasta
el punto de que se puede decir que, desde ahora, cualquier novedad en
la “realidad física (posible)” vendrá dada de manera inexorable y única
por los nuevos avances de la propia matemática, lo que al punto queda-
rá muy claro con la aportación de Newton y Leibniz, el cálculo infinitesi-
mal. La retórica galileana vio muy bien que así habría de ser. Por eso, con
él nació la ‘ciencia moderna’, la que es todavía nuestra ciencia.
A partir de ahora, el tiempo es sólo ‘tiempo físico’, porque el tiem-
po es una cualidad primaria, un “tiempo objetivo”, y cualquier otro
tiempo es una cualidad secundaria, un mero “tiempo subjetivo”. Este
tiempo subjetivo, al menos en un principio, no es puesto en duda, sim-
plemente queda fuera del alcance de la ‘ciencia nueva’ que entonces

354
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

pone sus primeras bases; pero, evidentemente, llegará un día en que la


labor de los científicos será la de buscar por todos los medios cómo
estudiar de manera objetiva ese llamado “tiempo subjetivo”, puesto que
sólo este camino de objetividades es camino de conocimiento, hasta el
punto de que pueda decirse con absoluto desparpajo que sólo de lo
“susceptible” de conocimiento científico —ahora o en el futuro—, es
decir, de aquello que ha de tener la capacidad de poder ser conocido
por ese conocimiento científico objetivador, sabemos con certeza que es
algo existente en verdad, y en cualquier otro caso será algo inexistente.

V. En donde Leibniz, sin embargo, establece notables matizaciones

De todos son conocidos los terribles textos de la correspondencia


entre Newton y Leibniz que, poco a poco, llevan a la correspondencia
entre Leibniz y Samuel Clarke, un intercambio de cinco cartas de cada
uno, que se inicia con la primera de Leibniz, a comienzos de noviem-
bre de 1715, y se termina con la quinta de Clarke, de mediados de octu-
bre de 1716, que no pudo responder ya Leibniz, pues, en el entretanto
y abandonado de todos, había muerto522. Hay un texto leibniciano par-
ticularmente claro al respecto523. Pero, sin detenernos en él, pasaremos
a la correspondencia entre Leibniz y Clarke.
Para Newton, el espacio infinito sería como el sensorium Dei. El
espacio sería el órgano del que Dios se sirve para sentir las cosas, pues,
siendo omnisciente, percibe todas las cosas por su inmediata presencia

522 Véase Leibniz y Newton, vol. II, Física, filosofía y teodicea, Universidad

Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1981.


523 G. Leibniz, Initia rerum mathematicarum metaphysica, LMS, VII, 18-19:

«Si plures ponantur existere rerum status, nihil oppositum involventes, dicentur
existere simul. Itaque quae anno praeterito et praesente facta sunt negamus esse
simul, involvunt enim oppositos ejusdem rei status. Si eorum quae non sunt
simul unum rationem alterius involvat, illud prius, hoc posterius habetur. Status
meus prior rationem involvit, ut posterius existat. Et cum status meus prior, ob
omnium rerum connexionem, etiam statum aliarum rerum priorem involvat, hinc
status meus prior etiam rationem involvit status posterioris aliarum rerum atque
adeo et aliarum rerum statu est prior. Et ideo quicquid existit alteri existenti aut
simul est aut prius aut posterius. Tempus est ordo existendi eorum quae non sunt
simul. Atque adeo est ordo mutationum generalis, aut mutationum species non
spectatur. Duratio est temporis magnitudo. Si temporis magnitudo aequabiliter

355
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

a ellas en el espacio en el que están, de la misma manera que la mente


del hombre tiene presencia inmediata de las imágenes de las cosas que
se forman en su cerebro por medio de los órganos de sensación. El
espacio (el tiempo) sería, pues, un ser real absoluto.
Pero, entonces, arguye Leibniz, se trata de un ser eterno e infinito,
que es o Dios mismo o su atributo, su inmensidad. Si el espacio (el
tiempo) es absolutamente uniforme, un punto del espacio (del tiempo)
sin cosas colocadas en él, será absolutamente idéntico a otro, pero,
entonces, dos estados que guardan idéntica situación relativa de los
cuerpos entre ellos (en sus coexistencias o en sus sucesiones), ¿por qué
colocarlos en este espacio y no en el otro?, ¿por qué no haberlos crea-
do antes o después? Estaría fuera de razón invocar la mera voluntad de
Dios para lograr el distinguir lo indiscernible.
No es así, contesta Newton, a través de Clarke, pues dos espacios
son perfectamente distintos, aunque sean iguales. Pues qué, dos cuer-
pos idénticos creados en dos lugares distintos, ¿serán un cuerpo idénti-
co? La uniformidad del espacio (del tiempo) prueba que no hay otra
(externa) razón por la que Dios haya creado aquí y no allá que su pro-
pia voluntad; esta voluntad es la única razón suficiente.
Pero no, para Newton, dos cosas totalmente iguales no cesan de ser
dos, porque dos puntos del espacio y dos puntos del tiempo son dis-
tintos. Además, como la materia es finita en dimensiones, el mundo
material debe tener una naturaleza movible, por lo que decir que Dios
no podría alterar el tiempo o el lugar de la existencia de la materia, es
hacer a esta necesariamente infinita y eterna, reduciendo todas las cosas
a necesidad y destino. El espacio extramundanal no es, pues, imagina-
rio, sino real. Los espacios vacíos en el mundo no son meramente ima-
ginarios. Además, decir que la posibilidad de un universo finito y

continue minuatur, tempus abit in Momentum, cujus magnitudo nulla est.


Spatium est ordo coexistendi seu ordo existendo inter ea quae sunt simul. (...)
Extensio est spatii magnitudo. Male Extensionem vulgo ipsi extenso confundunt,
et instar substantiae considerant. Si spatii magnitudo aequabiliter continue
minuatur abit in punctum cujus magnitudo nulla est. Situs est coexistentia
modus. Itaque non tantum quantitatem, sed et qualitatem involvit. Quantitas
seu Magnitudo est, quod in rebus sola compraesentia (seu perceptione simulta-
nea) cognosci potest. (...) Qualitas autem est, quod in rebus cognnosci potest
cum singulatim observantur, neque opus est compraesentia. Talia sunt attributa
quae explicantur definitione aut per varias modificationes quas involvunt. (...)».

356
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

movible no es conforme con la sabiduría y razonabilidad de Dios, no


es la cuestión, pues de lo que se trata es de si es posible o imposible
que Dios mueva el mundo en el espacio y en el tiempo, sin que nada
dentro de él cambie, como no sea el choque producido por una acele-
ración súbita o de una parada brusca.
Mas, para Leibniz, es una ficción, es decir, un imposible, suponer
que Dios ha creado el mundo millones de años antes de lo que lo ha
hecho. Ficciones con las que no se puede responder a quienes argu-
mentan a favor de la eternidad del mundo. Además, aquella razón exter-
na no es tal, razones internas disciernen lo indiscernible de aquellos dos
cuerpos. Una voluntad sin razón es el puro azar de los epicúreos. Dios
se determina siempre por razones.
El espacio (el tiempo), prosigue Newton, sin embargo, no es un ser
eterno e infinito, sino la propiedad o la consecuencia de la existencia
de un ser infinito y eterno. El espacio infinito (¿también el tiempo?) es
absoluta y esencialmente indivisible. Es una contradicción suponerlo
dividido en partes, pues el espacio debe estar en la misma partición.
Tampoco la inmensidad y omnipotencia de Dios son una división de su
substancia en partes. Ahora bien, concluye Leibniz, si el espacio fuera
una propiedad de Dios, el espacio entra en la esencia de Dios, y como
tiene partes, Dios tendría partes; como tiene partes medio vacías y par-
tes medio llenas, también Dios las tendría, estando sujeto a cambio per-
petuo; los cuerpos que ocuparan el espacio, ocuparían una parte de la
esencia de Dios. Lo que está en el tiempo, estaría, igualmente, en la
eternidad de Dios. Este Dios con partes, es el Dios de los estoicos.
Para Leibniz, en cambio, espacio y tiempo son cosas puramente rela-
tivas, un orden general de las cosas. El espacio, un orden de las coexis-
tencias. El tiempo, un orden de las sucesiones. El espacio marca en tér-
minos de posibilidad un orden de cosas que existen al mismo tiempo (la
composibilidad de un orden de cosas en el tiempo). El espacio es el
orden que hace que sean situables los cuerpos existentes conjuntamen-
te; como el tiempo es ese orden con relación a sus posiciones sucesivas.
Pero, sin creaturas, espacio y tiempo no estarían sino en las ideas de
Dios. Espacio y tiempo son cosas ideales, como todos los seres relativos.
Es muy visible que el tiempo no es una realidad absoluta, puesto que,
como nunca sus partes se dan en conjunto, nunca se puede decir que
existe. Ahora bien, la gran analogía que hay entre espacio y tiempo hace

357
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que si este es un orden, también lo será el espacio. El tiempo y el espa-


cio pertenecen a las esencias, no a las existencias; como los números y
otras idealidades.
Así pues, arguye Leibniz, guardando la situación relativa de los cuer-
pos entre ellos, aquellos dos estados del mundo a los que hacía refe-
rencia Newton, son el mismo estado, pues su diferencia no está en la
suposición quimérica de la realidad del espacio (del tiempo), sino que,
para ser dos estados, deben distinguirse en la colocación relativa de sus
cuerpos o de sus sucesiones. Los instantes (los espacios) fuera de las
cosas nada son. No habría discernimiento posible entre ellos. El espa-
cio (el tiempo) sin cuerpos es imaginario.
Pero entonces, protesta Clarke por Newton, si tierra, sol, luna, en su
mismo orden hubieran sido colocadas en otra galaxia, no sería igual, pues
estarían colocados en otro lugar; decir que es el mismo lugar, es una con-
tradicción. Pero entonces, si Dios moviera el entero mundo material en
línea recta, continuaría en el mismo lugar y no recibiría ningún choque
si, de pronto, parara ese movimiento. Pero entonces, si el mundo hubie-
se sido creado millones de años antes, en realidad no hubiera sido crea-
do antes; más aún, decir eso es hablar de manera ininteligible, pues no
habría ninguna marca o diferencia por la que fuera posible conocer que
haya sido creado antes; suponerlo, por tanto, es una quimera.
Podría concebirse, contesta Leibniz, que un universo524 (un universo
posible, uno de los universos posibles) haya comenzado antes de lo
que ha comenzado efectivamente, pues aumentando el estado de las

524 «Mais absolument parlant, on peut concevoir

qu’un univers ait commencé plutôt qu’il n’a commen-


cé effectivement. Supposons que nôtre univers ou
quelque autre, soit représenté par la figure AF, que
l’ordonnée AB represente son premier etat, et que les
ordonnées CD, EF, representent des Etats suivants, je
dis qu’on peut concevoir qu’il ait commencé plutôt, en
concevant la figure prolongée en arriere, et en y
adjoutant SRABS. Car ainsi les choses sont augmen-
tées, le tems sera augmentée aussi. Mais si une telle
augmentation est raisonnable et conforme a la sagesse
de Dieu, c’est une autre chose; et il faut dire que non,
autrement Dieu l’auroit fait (...) Il en est de même de
la destruction. (...) Mais ce retranchement encore
seroit deraisonnable», Quinta carta de Leibniz, 56. Figura 4

358
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

cosas, habríamos aumentado también el tiempo; otra cosa es saber que


esto es razonable y conforme a la sabiduría de Dios. (Para Clarke, se
trata de una «plain Contradiction». No, responde Leibniz, pues se está
hablando de un (otro) ‘mundo posible’).
Las partes del espacio o del tiempo, prosigue Leibniz, también son
idealidades, se asemejan perfectamente como dos unidades abstractas,
pero nada de eso ocurre con dos unos concretos, o dos tiempos efecti-
vos, o dos espacio llenos, es decir, verdaderamente actuales. Como
espacio y tiempo son cosas ideales, los espacios (los tiempos) fuera del
mundo son imaginarios; lo mismo que el espacio vacío en el mundo.
¿Que hay espacios vacíos? Sí, llenos de rayos de luz, de líneas de fuer-
za magnética, etc.
Y ¿cómo se forma para Leibniz la noción de espacio? Consideramos
varias cosas que existen a la vez y encontramos entre ellas un orden de
coexistencias, según que sus relaciones sean más o menos complejas;
cuando una de esas coexistencias cambia, cambian las relaciones de
unas con otras, y se llama movimiento a ese cambio, que está en quien
es la causa inmediata del cambio, etc. No se puede aceptar que si sólo
existiera Dios, habría tiempo y espacio como al presente. Sin creaturas
no habría ni tiempo ni espacio. Los atributos de Dios no tienen necesi-
dad de nada que esté fuera de él.
Mas, arguye Newton, el espacio y el tiempo son cantidades, distan-
cias e intervalos, es decir, algo más que situación y orden. Situación y
orden pueden ser los mismos, cuando las cantidades de espacio y tiem-
po sean muy distintas. (Si es en una parte, siempre queda el recurso a
las relaciones globales del todo; si es en el todo, multiplicar el mundo
por dos, por ejemplo, en la perspectiva leibniciana es no cambiar nada,
pero ¿es esto exacto?). Espacio y tiempo no tienen la naturaleza de pro-
porciones, sino de cantidades absolutas.

***

¿Cómo comentar con brevedad esta fabulosa disputa de gigantes?


Experimentalidad y matematicidad son las dos palabras clave de
Newton, lo suyo son los principios matemáticos de la filosofía natural, el
título de su libro prodigioso. Para Leibniz, si las cosas quedaran reduci-
das a eso, quedaríamos en esquematismos que pierden toda la riqueza

359
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

compleja de la realidad. No sería grave mientras supiéramos que anda-


mos con meros esquemas, pero sería gravísimo si creyéramos que en
ellos se nos da la entera realidad, que al hacer así quedaría mutilada
hasta el absurdo. Por ello, la querencia del pensamiento es clara: son
principios metafísicos los que nos ofrecen el conocimiento de los ple-
gamientos infinitos de la realidad. La complejidad de lo real no se des-
pliega a las solas matemáticas. Este grito filosófico de guerra de Leibniz
es también el mío. Todo discurso que reduzca la ‘filosofía natural’ úni-
camente a sus ‘principios matemáticos’, es una “falsa filosofía natural”,
al elevar a realidad única y definitiva unos aspectos meramente esque-
máticos de ella, sin duda muy interesantes, pero que jamás pueden
suplantar la entera complejidad de lo real. Por ello, con Leibniz, para
estudiar la ‘filosofía natural’ hay que recurrir, sobre todo, a los ‘princi-
pios metafísicos’.

VI. La historia asoma en nuestras páginas de la mano de Dilthey

Toda ciencia es ciencia de la experiencia, nos dice W. Dilthey en su


libro Introducción a las ciencias del espíritu525. Mas la experiencia de la
que habla es muy distinta, obviamente, de la experimentada por
Newton. Para Dilthey, las ciencias del espíritu encuentran sus raíces en
lo profundo de la autoconciencia humana, en su experiencia interna, en
las condiciones de nuestra conciencia, en la totalidad de nuestra natu-
raleza. Por eso, los fenómenos históricos están en conexión con los
hechos de la conciencia; el análisis de ellos constituye el centro de las
ciencias del espíritu.
En el sujeto conocedor, prosigue Dilthey, no vale con el mero per-
cibir, representar y pensar, como si lo decisivo fuera una mera actividad
intelectual. Hay que colocar al hombre entero en la diversidad de todas
sus fuerzas, una naturaleza humana con sus procesos reales y vivos del
querer, del sentir y del representar. Para la mera representación, el
mundo exterior no es sino un fenómeno; para nuestro entero ser voli-
tivo, afectivo y representativo, la realidad exterior se nos da al mismo

525 Wilhelm Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, FCE, México,
1968.

360
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

tiempo que nuestro yo, por tanto se nos da como vida; el mundo exte-
rior se nos da al mismo tiempo que nuestra propia vida. Sabemos de él
no por conclusiones de causa a efecto, puesto que hasta estas son abs-
tracciones sacadas de la vida por nuestra voluntad. La vida jamás se
agota en representación.
Para él, por tanto, la vida es lo primero y está siempre presente; las
abstracciones del conocimiento son lo segundo y se refieren siempre a
la vida. La conexión de las cosas se fabrica originalmente por la totali-
dad de las fuerzas del ánimo y sólo poco a poco el conocimiento ha
podido desprender lo puramente inteligible.
El hombre como unidad de vida, prosigue Dilthey, es, a la vez, una
trama de hechos espirituales de la percatación interna y un todo cor-
poral en donde se da la captación sensible. De ahí, continúa, resultan
dos puntos opuestos. Si parto de la experiencia interna, todo lo exterior
se da en mi conciencia, y las leyes del mundo natural se hallan bajo las
condiciones de mi conciencia; por tanto, dependiendo de ellas —la
naturaleza se halla bajo las condiciones de la conciencia—. Si tomo la
conexión natural tal como se muestra como realidad ante mí, en mi cap-
tación natural, y encuentro que los hechos psíquicos se incardinan en
la sucesión temporal y en la distribución espacial de ese mundo exte-
rior, encuentro que de la intervención de la naturaleza o de nuestros
experimentos dependen cambios espirituales —el desarrollo del espíri-
tu se halla bajo las condiciones de la naturaleza—. ¿Hay, pues, se pre-
gunta Dilthey, unidad posible?
La naturaleza, arguye, nos es extraña como algo exterior; la sociedad
es nuestro mundo. Yo mismo, que me conozco por dentro, constituyo
un elemento del cuerpo social, y los demás elementos son semejantes a
mí y captables por mí en su interioridad; de esa semejanza se da una
comunidad de su contenido vital. Por eso comprendo la vida de la socie-
dad. Así pues, se da aquí el análisis progresivo de un todo que posee-
mos de antemano por saber inmediato y comprensión, nos dice. Se da
así un género especial de experiencia: el objeto se construye a sí mismo.
Además de esa semejanza, continúa Dilthey, hay otras fuerzas que
obligan con más poder a la asociación de voluntades: intereses y coac-
ción. Pues se da la conexión de fines y la organización externa, que
configuran un sistema. El individuo es el punto de cruce de una plura-
lidad de sistemas.

361
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Comprendemos cuando, basándonos en nuestra propia vida profun-


da, prestamos vida y aliento al polvo del pasado, dice con preciosa fór-
mula. Trasladamos nuestro propio yo de un lado para otro para com-
prender desde dentro la marcha del desarrollo histórico. La condición
psicológica para esto radica en la fantasía, que revive en la marcha his-
tórica sus puntos más profundos, surgiendo así una comprensión fun-
damental del desarrollo histórico. De entre las facticidades de la histo-
ria, sólo es comprendido lo revivido en la riqueza del ánimo, y en la
medida que esa vivencia entra en el fundamento hondo y central de la
cultura, nos transmite esta comprensión, aunque sea parcial.
Para Dilthey, la realidad exterior se nos da en la totalidad de nues-
tra autoconciencia no como fenómeno sino como realidad, como efec-
tividad, ya que produce efecto, resiste a la voluntad y se halla presente
al sentimiento en el placer y el dolor. Pero como el conocimiento no
puede colocar en el lugar de la vivencia una realidad independiente de
él, los conceptos desarrollados para su estudio son signos que se colo-
can como recursos auxiliares de la conexión exigida por la conciencia
para resolver la tarea del conocimiento y con el fin de detectar un sis-
tema de las percepciones; así puede fijar las relaciones constantes de
contenidos parciales que se dan una y otra vez en las múltiples formas
de vida de la naturaleza. En cambio, con la explicación mecánica de la
naturaleza, se explica tan sólo un contenido parcial de la realidad exte-
rior; se construyen condiciones que permitan deducir las impresiones
sensibles con la exactitud rigurosa de las determinaciones cuantitativas
y predecir impresiones futuras. Pero la naturaleza no puede mostrarse
todavía como algo aplicable a todos los puntos de vista de la realidad
exterior. No podemos estar seguros, prosigue Dilthey, de si no se escon-
derán en los hechos otras condiciones cuyo conocimiento haría nece-
saria otra construcción en todo diferente. No se llega así, pues, a una
conexión unitaria de las condiciones de lo dado; nuestra inteligencia
debe descomponer el mundo como una máquina para conocerlo, pero
como el mundo es un todo, no puede ser derivado de ello. Por eso,
concluye, cuando el monismo científico-natural sobrepasa los límites, la
investigación natural cancela su propia condición y supuesto.
La explicación mecánica de la naturaleza, según Dilthey, ha sido
separada de la conexión de vida en que se nos ofrece, ha eliminado
de la ciencia natural la idea de fin. Pero esta se mantiene dentro de la

362
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

conexión vital en que se nos ofrece la naturaleza, y así se reconoce la


teleología. La idea de la adecuación al fin resulta inextirpable en el
género humano. Más aún, siempre queda un núcleo irreductible en la
totalidad de las fuerzas de la vida que nunca puede ser explicado
exhaustivamente por la inteligencia.

***

Estamos en otro campo, el de las ciencias del espíritu enfrentadas a


las ciencias de la naturaleza; mucho más cerca de la sensibilidad agus-
tiniana que de la aristotélica-galileana. Lo decisivo acá es comprender,
no explicar. Buscar explicaciones, simplemente, es demasiado poco; es
no comprender siquiera el papel que nosotros jugamos en las propias
explicaciones científicas que damos del mundo de la naturaleza, no
saber quién explica; esto es una verdadera suplantación que no nos
toma en serio a nosotros y tampoco, en verdad, toma en serio a la rea-
lidad del mundo, que es vista sólo como mera exterioridad recursiva.
Ninguna explicación puede darse sin una comprensión previa. Pero ahí,
la sociedad es algo tangible, de lo que se habla, en lo que se piensa. Y
una sociedad, evidentemente, en la que la historia se da como una rea-
lidad tan aguda como la realidad de la propia naturaleza.
Tras tanto reduccionismo, bien poco astuto, leer a Dilthey, por más
que sea obscuro y complicado, es siempre como recibir una fresca brisa
en el rostro un día de calurosa calma chicha del que uno parece comen-
zar a hartarse y casi perder la paciencia. Su mundo —¡como el nues-
tro!— es un mundo en el que hay sociedad y hay historia, historia de
sociedades e historia de instituciones. Lo que somos tiene la maravillo-
sa propiedad de ser tomado en su espesor experiencial que quiero lla-
mar espesor de carnalidad. ¿No era hora ya de hacerlo así? ¿Cómo seguir
pensando con sentido que nuestros ojos ven sin ser vistos, sin nada
tener que ver con la propia visión? En un pequeño ripio, decía bella-
mente el poeta: El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo por-
que te ve. Es hora ya de que nos demos cuenta de ello y pensemos
desde ahí. El mundo es un espectáculo, pero un espectáculo del que
somos espectadores, actores e incluso autores creativos526.

526 «Estaban a distancia y contemplaban el espectáculo», como con bellísima

expresión traducen algunos Lu 23, 49.

363
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Algo es seguro: toda ciencia es ciencia de la experiencia. En la base


de todo lo que es nuestro conocimiento está, pues, la experiencia. Una
experiencia sin duda compleja, llena de dificultades y meandros. Pero
la cosa está bien vista. Podremos decir más: toda la acción racional de
la razón práctica está basada en la experiencia. La cuestión está en ver
qué sea esta experiencia, pues poco haríamos, evidentemente, si nos
quedáramos en una mera experiencia chatamente sensorial. A ello
habremos de volver, pues aquí nos aparece algo decisivo en nuestro
hablar sobre el tiempo, que nos es una experiencia, como hemos de ver
más adelante527.

VII. Husserl: a vueltas con su conciencia íntima del tiempo

Edmund Husserl, en sus Lecciones de fenomenología de la concien-


cia interna del tiempo528, pronunciadas en 1905 y recogidas por Edith
Stein en apuntes que él mismo revisó, dice con razón que los capítulos
13 a 28 del libro XI de las Confesiones de san Agustín todavía deben
estudiarse a fondo: la época moderna, opina, nada ha dado que vaya
sensiblemente más allá. Pero hay que dar cuenta de la conciencia del
tiempo, piensa; poner en relación tiempo objetivo y conciencia subjeti-
va del tiempo, y analizando esta, el contenido fenomenológico de la
vivencia del tiempo, comprender cómo la objetividad temporal puede
constituirse en la conciencia puramente subjetiva del tiempo.
Un análisis fenomenológico de la conciencia del tiempo, para Husserl,
supone la exclusión de cualquier especie de suposición, de afirmación,
de convicción respecto al tiempo objetivo. La cosa real, el mundo real, el
tiempo del mundo, no es un Datum fenomenológico. Se acepta acá el
tiempo, la duración, en su aparecer en cuanto tal; son ellos los datos
absolutos —la pregunta clave va a ser: ¿qué hay en ese aparecer?—.

527 Aunque es posible que no sea este el lugar más adecuado para hacerlo,

no me resisto a mencionar, y hablando bien, a Norbert Elias, Sobre el tiempo,


FCE, México, 1989. Sus análisis, sin embargo, se quedan demasiado cortos, pues
no me parece que considere seriamente la también realidad del ‘tiempo físico’.
528 Existe ahora, magníficamente realizada por Agustín Serrano de Haro,

Edmund Husserl, Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiem-


po, Trotta, Madrid, 2002, 173 p.

364
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

Se admite un tiempo que es no el tiempo de la experiencia, sino el


‘tiempo inmanente’ del curso de la conciencia. Esos dados son las apre-
hensiones del tiempo, las vivencias, los momentos de lo vivido, que
fundan específicamente las aprehensiones del tiempo en cuanto tales,
no el tiempo objetivo. De lo que aquí se trata es de un temporal senti-
do, percibido, cuyos Data no son sólo sentidos, sino que están carga-
dos de caracteres de aprehensión, que tienen sus propias exigencias, y
que ofrecen la posibilidad de medir unos con otros los tiempos y las
relaciones de tiempos que aparecen. Lo que se constituye ahí como ser
objetivamente válido es, finalmente, para Husserl, el único tiempo obje-
tivo infinito en el que todo acontecimiento, los cuerpos y las almas, tie-
nen su plaza temporal determinada, determinable por el cronómetro.
En el lenguaje fenomenológico husserliano hay que decir así: la
objetividad no se constituye en los contenidos ‘primarios’, sino en los
caracteres de aprehensión y en la conformidad a leyes, que les perte-
necen por esencia. La cuestión de los orígenes no apunta, pues, hacia
los orígenes psicológicos, sino hacia las formaciones ‘primitivas’ de la
conciencia del tiempo en las que, en un modo intuitivo y propio, se
constituyen las diferencias primitivas de lo temporal como fuentes de
todas las evidencias relativas al tiempo. No nos interesa, dice, la géne-
sis empírica, sino las vivencias en su sentido objetivo y su contenido
descriptivo. No insertamos, continúa, las vivencias en ninguna realidad;
no nos las habemos con la realidad más que en la medida en que es
apuntada, representada, intuicionada, pensada conceptualmente. Lo
que nos interesa, prosigue, es que en esas vivencias son apuntados los
Data ‘objetivamente temporales’, que los actos correspondientes apuntan
hacia tal o tal ‘objetividad’. Se intenta, dice, poner en claro el a priori del
tiempo explorando la conciencia del tiempo, poniendo en claro su
constitución esencial y los contenidos de aprehensión que pertenezcan
eventualmente de forma específica al tiempo y de los que dependan
esencialmente los caracteres aprióricos del tiempo.
La constitución del tiempo, para Husserl, no puede hacerse sin la
consideración de los ‘objetos temporales’, es decir, objetos que no son
sólo unidades en el tiempo, sino que contienen también en sí mismos
la extensión temporal.
Siguiendo el bello ejemplo agustiniano, tomemos con Husserl un
sonido como un puro dado hylético: comienza y cesa, y toda la unidad

365
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

de su duración ‘cae’ tras su fin en un pasado cada vez más lejano. Pero
en esa ‘caída’ lo ‘retengo’, lo tengo en una ‘retención’. Puedo dirigir mi
atención sobre la manera en que se da; tengo conciencia de él y de la
duración que llena en una continuidad de ‘modos’, en un ‘flujo conti-
nuo’. El sonido es dado, tengo conciencia de él como presente en tanto
que tengo conciencia de alguna de sus fases como presente; tengo con-
ciencia de una continuidad de fases en tanto que ha tenido lugar en un
‘instante’ y durante toda la extensión de su duración, desde su inicio
hasta el instante presente, en tanto que duración que ha fluido, pero
todavía no la tengo del resto de la extensión; en el instante final, tengo
conciencia de él como de un instante presente, y tengo conciencia de
toda la duración como de una duración que ya ha fluido. ‘Durante’ todo
ese flujo de la conciencia, tengo conciencia de un único e idéntico soni-
do, en tanto sonido que dura ahora: ‘antes’ no tenía conciencia de él;
‘después’ tengo todavía conciencia de él un ‘cierto tiempo’ en la ‘reten-
ción’ en tanto que pasado, alejándose cada vez más de mi conciencia,
por eso, aunque el sonido es el mismo, el sonido en su modo de apa-
rición aparece sin cesar como otro.
En cada instante de la extensión de la duración del sonido, prosigue
en su análisis, no es percibido sino el punto de la duración caracteriza-
do como presente. De la extensión ya fluida, decimos tener conciencia
en las retenciones; con claridad decreciente tenemos conciencia de las
partes de la duración más próximas al instante actual, y las más aleja-
das nos son obscuras. Acontece lo mismo tras la fluencia de toda la
duración: según se va alejando del presente actual, lo que se encuentra
más cerca de él tiene todavía una eventual claridad, pero el conjunto se
desvanece ya en la sombra, en una conciencia retencional vacía; des-
vaneciéndose, finalmente, en cuanto cesa la retención. Es ahí en donde
encontramos el ‘objeto temporal’, aunque distingamos en él entre el
objeto que dura, inmanente, y el objeto en su modo, del que tenemos
conciencia en tanto que presente o en tanto que pasado. La conciencia
se relaciona con su objeto por intermedio de una aparición.
Para él es preferible evitar el término de ‘aparición’ y hablar de ‘fenó-
meno de fluencia’, de ‘modos de la perspectiva temporal’. Hay una con-
tinuidad de mutaciones incesantes que forman una unidad indivisible;
una continuidad que, en cierta manera, es inmutable en su forma, pero
que, sin embargo, nunca puede tener lugar dos veces.

366
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

El objeto inmanente comienza a ser por el modo de fluencia, carac-


terizado como presente, y cuya fase ulterior de fluencia es ella misma
una continuidad, y una continuidad en crecimiento continuo, una con-
tinuidad de pasados. OE: serie de instantes presentes. OE’: descendi-
miento a la profundidad. EE’: continuum de fases.
El modo de fluencia, piensa Husserl, no puede tener lugar dos veces.
Tiene un comienzo, aquel en el que el objeto inmanente comienza a
ser. Se caracteriza como presente. En el proseguir continuo, cada fase
de la fluencia es una continuidad, y una continuidad en crecimiento
continuo, una continuidad de pasados.
El punto fontal en el que comienza la ‘producción’ del objeto que
dura es, para Husserl, una impresión originaria. Ahí, la conciencia es
asida en un cambio continuo, en el que el presente se cambia en pasa-
do. Cuando la impresión originaria (del sonido) pasa en la retención,
esta es a su vez un presente, y en tanto que ella es actual (pero no soni-
do actual), es retención del sonido pasado. Como cada presente actual
de la conciencia está sometido a la ley de la modificación, se cambia
continuamente en retención de la retención, dándose así un continuum
de la retención, y la conciencia pasa de ser una conciencia impresional
a una conciencia retencional siempre nueva. Así, cada punto anterior de
esa serie en tanto que ‘ahora’, se ofrece también degradado en la reten-
ción, haciéndose esta continuidad un degradado retencional. No se da
un proceso regresivo infinito, puesto que cada retención es en sí modi-
ficación continua que, en la forma de serie degradada, lleva en su seno
la herencia del pasado.
Pero, para Husserl, hay más en la conciencia de la temporalidad.
A la ‘impresión’ se liga continuamente el recuerdo primario, la reten-
ción; tratándose de un objeto temporal, el término de ello es una
aprehensión del ahora. Pero esta es como el núcleo con relación a
la cola de un cometa, puesto que está relacionada a los instantes pre-
sentes anteriores del movimiento. Incluso cuando la melodía termi-
na y se instaura el silencio, queda una fase de recuerdo reciente y,
tras este, otro recuerdo semejante, etc., dándose de continuo un
empujamiento en el pasado. La complexión continua sufre sin cesar
una modificación, hasta la evanescencia; con la modificación se da
la mano un debilitamiento que lleva, finalmente, a la impercep-
tibilidad.

367
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

El sonido retencional, prosigue Husserl en su bello análisis, no es un


sonido presente —no es una resonancia—, sino un sonido ‘rememora-
do de manera primaria’ en el presente. Pertenece a la misma esencia de
la intuición del tiempo, ser en cada punto de su duración consciencia
de lo acabado de pasar, y no consciencia del instante presente de lo que
aparece como objetividad que dura. La conciencia retencional, pues,
contiene una conciencia del pasado del sonido, un recuerdo primario
del sonido, no un sonido percibido; el recuerdo primario, la retención,
del sonido, no la sensación del sonido. Por eso, la retención debe estar
precedida por una percepción, de una impresión originaria correspon-
diente. Lo que se recuerda no es un presente; en la retención no se da
como ahora.
Utilizando su bella analogía, para él la retención se caracteriza por
una cola de cometa que cuelga de la percepción del momento. Hay que
distinguir el recuerdo primario, la retención, del recuerdo secundario, el
re-cuerdo, puesto que, desaparecido el recuerdo primario, el recuerdo
puede volver a surgir, sin estar ligado a percepciones. Re-cordamos una
melodía que hemos oído. Todo es parecido al recuerdo primario, y, sin
embargo, no es el recuerdo primario. En este nuevo re-cuerdo, el pre-
sente temporal es rememorado, re-presentado. De igual manera, el
pasado es pasado rememorado, re-presentado, y no pasado percibido.
Retención y re-cuerdo son bien distintos.
El enfoque retrospectivo del dado retencional (y de la retención
misma), para Husserl, encuentra su cumplimiento en la representación:
lo que se da como acabado de pasar se muestra idéntico a lo rememo-
rado. La percepción de la melodía como melodía en su conjunto, como
melodía percibida, se da cuando los sonidos no son ya sonidos perci-
bidos. Cuando la intención es dirigida, en su enfoque, hacia la melodía,
sobre el objeto en su conjunto, nada tenemos si no es la percepción.
Cuando se dirige al sonido individual tomado en sí mismo, sólo tene-
mos una percepción en tanto que es percibido lo enfocado, y una sim-
ple retención en cuanto es no ya presente sino pasado. Sin embargo, la
melodía en cuanto conjunto aparece como presente en tanto que ella
repique todavía, en cuanto lo hagan los sonidos que le pertenecen,
enfocados como un único conjunto de aprehensiones. El acto constitui-
do, edificado, a partir de la conciencia del ahora y de la conciencia
retencional es la percepción adecuada del objeto temporal.

368
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

Pertenece a la esencia de los objetos temporales, piensa Husserl, que


desplieguen su materia en un lapso de tiempo, como se nos muestra en
la conciencia que ase por intuición directa un objeto temporal, una
melodía, por ejemplo. Las aprehensiones pasan acá continuamente las
unas en las otras, siendo su último término una aprehensión que cons-
tituye el ahora, pero que sólo es un límite ideal: se trata de una conti-
nuidad de acrecimiento hacia un límite ideal; continuidades de apre-
hensión, o mejor, un continuo único que se modifica en permanencia.
Y lo hace en un ahora que no es percibido, es decir, dado en persona,
sino re-presentado.
La percepción husserliana es el acto que coloca alguna cosa bajo los
ojos como ella misma en persona, el acto que constituye originaria-
mente el objeto. La re-presentación, en tanto que acto que no coloca un
objeto bajo los ojos en persona, sino que lo re-presenta, lo coloca bajo
los ojos, por así decir, en imagen. Si llamamos percepción al acto en el
que reside todo origen, el acto que constituye originariamente, enton-
ces el recuerdo primario es percepción, puesto que sólo en él vemos el
pasado. El re-cuerdo nos proporciona sólo una re-presentación, es ‘casi’
la misma consciencia que el acto creador-de-tiempo, el acto-del-ahora
o acto-del-pasado; ‘casi’ el mismo, pero, sin embargo, modificado.
La significación constitutiva del recuerdo primario y secundario se
presenta, para Husserl, de manera diferente, pues en lugar de lo dado
de las objetividades que duran, se dan la duración y la sucesión mismas.
B sucede a A, uno viene tras otro. La consciencia de sucesión es una
percepción del ‘uno tras el otro’. En el recuerdo ‘repito’ la consciencia
de esta sucesión, recordando me la re-presento tantas veces como quie-
ro —pues, a priori, la re-presentación de lo vivido se encuentra en el
dominio de mi libertad—; pero es insuficiente decir que si fue A-B, me
represento A’-B’, pues hay no sólo una percepción de la sucesión de los
recuerdos, sino una consciencia-recuerdo de la sucesión: (A-B)’, un A’,
un B’, pero también un -B’. El pasado de la duración me es dado como
‘re-dado’ de la duración. Puedo volver sobre el presente, pero este no
me puede ser ‘re-dado’. En virtud de una ley de esencia, cada recuerdo
es reiterable, siempre dentro de la esfera del ‘puedo’.
Sea, nos dice Husserl, una sucesión de recuerdos: [(A-B) — (A-B)’]’,
un recuerdo en segundo grado, pues ahí están implicados en sucesión:
(A-B)’ y [(A-B)’]’. En la sucesión —que no coexistencia— de objetos

369
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

similares nos encontramos ante un recubrimiento sucesivo que se hace


en la unidad de la conciencia. Si fueran objetos no similares, pero con
momentos particulares similares, encontraríamos ‘líneas de similitud’;
encontrándonos así ante una relación que no se constituye en una rela-
ción reflexionada, sino que precede a cualquier comparación, cual-
quier pensamiento, en tanto que presuposición de la intuición de la
semejanza y de la intuición de la diferencia. Sólo es comparable lo que
se asemeja, y la diferencia presupone el recubrimiento, es decir, la uni-
ficación específica de lo similar que está ligado en la sucesión —o en
la coexistencia—.
El acto de re-presentación, tal como lo comprende Husserl, es tem-
poralmente extenso. Tras un tintineo, la conciencia que subsiste no
reproduce el tintineo mismo, sino el tintineo que acaba de pasar y que
todavía está siendo escuchado, y que se presenta como distinto al tinti-
neo mismo. Una cosa es la modificación que transforma el ahora, ori-
ginario o reproducido, en un pasado, y otra muy distinta la modifica-
ción de la conciencia que transforma un ahora originario en un ahora
re-producido, lo que es siempre algo libre; podemos con total libertad
re-presentar fragmentos más o menos largos de los modos de fluencia,
y recorrerlos más o menos rápidamente.
Las re-presentaciones son re-presentaciones ‘de’; tienen, pues, para
Husserl, una segunda intencionalidad, la que tiene la particularidad de
ser, en cuanto a su forma, una réplica de la intencionalidad que consti-
tuye el tiempo: de la misma manera que en cada uno de sus elementos
reproduce un instante de un flujo de presentación y, en su conjunto, el
conjunto del flujo de presentación, igualmente produce una conscien-
cia reproductora de un objeto inmanente re-presentado; el flujo se enca-
dena en un conjunto constitutivo en el que tenemos consciencia de una
unidad intencional, la unidad de lo rememorado.
Todo recuerdo comprende intenciones de espera, protenciones,
cuya realización conduce al presente, prosigue Husserl. En el recuerdo
tenemos una espera predirigida que tiene una estructura distinta que la
protención indeterminada, originaria. El recuerdo no es una espera,
pero tiene un horizonte orientado hacia el futuro, hacia el futuro reme-
morado, un horizonte puesto. Horizonte que, mientras prosigue el pro-
ceso de la rememoración, es sin cesar abierto de nuevo, y deviene más
vivo, más rico. Así, este horizonte se llena sin cesar de acontecimientos

370
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

nuevos. Aquellos que antes eran sólo prefigurados, ahora son casi pre-
sentes, casi en el modo del presente que realiza.
Distingamos en un objeto temporal, continúa Husserl, su contenido
y su duración. Sólo se puede representar o poner una duración si está
ella misma puesta en un encadenamiento temporal; si existen intencio-
nes que enfocan el encadenamiento temporal. Además, esas intencio-
nes deben tener la forma de intenciones o del pasado o del futuro. Por
ello, en cada re-presentación debe distinguirse la reproducción de la
conciencia en la que el objeto pasado que duró fue dado, y aquello que
se agarra a esta reproducción como constitutivo para la conciencia, la
característica de ‘pasado’, ‘presente’ o ‘futuro’. ¿Es esto último también
una reproducción? Se da aquí un punto fundamental de la génesis feno-
menológica a priori: el recuerdo se da en un flujo continuo, puesto que
la vida de la consciencia está en un flujo continuo; no se conjunta sólo
término a término de la cadena, sino que cada elemento nuevo actúa
sobre el antiguo, realizándose su intención anticipadora, lo que produ-
ce la coloración determinada de la reproducción. Se muestra así una
retroacción necesaria a priori; una fuerza retroactiva vuelve hacia atrás
a lo largo de toda la cadena. No, por tanto, intenciones asociadas unas
a otras, sino una única intención que enfoca la serie de las realizacio-
nes posibles. Intención no-intuitiva, ‘vacía’, cuyo objetivo es la serie
objetiva de los acontecimientos en el tiempo, el alrededor obscuro de
lo actualmente rememorado, con sus diferentes planos.
La espera no es un recuerdo, piensa Husserl, sino la representación
intuitiva de un acontecimiento futuro; algo de aquel tiene puesto que es
una intuición de la vuelta del recuerdo, sin embargo, en ella aprehen-
demos con ‘carne y huesos’ una realidad futura, y, además, termina en
una percepción; pertenece a la esencia de toda espera ser algo que va
a ser percibido, y cuando la espera se presenta, el presente deviene el
pasado de ella.
Muchas veces, arguye Husserl, cuando la retención de lo que acaba
de pasar está todavía viva, surge una imagen reproductora; recapitula-
mos así lo que acabamos de vivir y se realiza la consciencia de identi-
dad entre una y otra. La consciencia del ahora se transforma continua-
mente en conciencia del pasado, a la vez que simultáneamente se
edifica una nueva consciencia del ahora. Así, la intención objetiva per-
manece absolutamente la misma e idéntica. El momento del ahora se

371
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

caracteriza como novedad, que al punto es dejado de lado al caer de


aquella novedad, empujado por la nueva; se da ahí un cambio. Sin
embargo, habiendo perdido su carácter de ahora, se mantiene absolu-
tamente incambiado en su intención objetiva, es intención de una obje-
tividad individual, y desde este punto de vista, no presenta cambio algu-
no. Por esto, la aprehensión de conjunto del objeto tiene dos
componentes: la que constituye el objeto en sus determinaciones extra-
temporales, y la que proporciona la situación temporal, estar presente,
haber pasado, etc. El objeto, como materia del tiempo, como lo que
dura o cambia, que es ahora y luego ha sido, proviene puramente de la
objetivación de los contenidos de aprehensión, ahí está la composición
específica del objeto, y cuando esta se mantiene, podemos hablar de
una identidad; cae en el tiempo, y esta caída es una modificación feno-
menológica específica de la conciencia.
En el flujo del tiempo, en el descenso continuo en el pasado, conti-
núa Husserl, se constituye un tiempo que nos fluye absolutamente fijo,
idéntico, objetivo. ¿Cómo? Tomemos de nuevo un sonido. Instante pre-
sente, ahora actual, nuevo, que modifica al instante anterior, y este toda-
vía más al anterior; se constituye así un continuo de modificaciones en
los contenidos de aprehensión y en las aprehensiones elaboradas sobre
ellos que engendra la consciencia de la extensión del sonido, con aden-
tramiento continuo en el pasado de lo ya alargado. Así, contrariamente
al flujo del empujamiento temporal, del flujo de las modificaciones de
la conciencia, el objeto, que aparece como empujado, permanece como
mantenido por la percepción en una identidad absoluta, como un ‘esto’.
La objetividad del objeto temporal reposa sobre los momentos siguien-
tes: el contenido de la sensación y que la misma sensación en un ahora
y en otro ahora posee una diferencia, aquella que corresponde a la
situación temporal absoluta, fuente originaria del ‘esto’. El contenido
cualitativo del material de la sensación y la aprehensión de las repre-
sentaciones de las situaciones temporales. El punto sonoro en su indi-
vidualidad absoluta y la aprehensión que, manteniendo la objetividad
largada en su tiempo inmanente absoluto, hace aparecer el empuja-
miento continuo en el pasado. Un mismo do ahora y después, exacto
en cuanto a la sensación, es individualmente otro, pues cambia la
manera de darse, de darse al pasado. Consciencia de unidad del soni-
do, consciencia de identidad, del lo mismo. En la reproducción,

372
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

el campo temporal reproducido se alarga más allá del campo actual-


mente presente, en un proceso que se prosigue de manera absoluta-
mente ilimitada. Pero ¿como un orden fijo, único? Se da una puesta en
coincidencia continua de los campos temporales; las partes puestas en
coincidencia son identificadas individualmente en el momento de su
retroceso, intuitivamente continuo, en el pasado; retrocedemos en el
pasado a lo largo de una cadena fija de objetividades que se sostienen
unas a otras, identificadas de nuevo sin cesar.
Así pertenece al a priori del tiempo que sea una continuación de
situaciones temporales; que la sensación, la aprehensión, la toma de
posición, que todo ello tome parte en un mismo flujo temporal, y que,
necesariamente, el tiempo absoluto objetivado sea idénticamente el
mismo que el tiempo que pertenece a la sensación y a la aprehensión.

***

Tiempo objetivo y tiempo subjetivo, para Husserl, pueden ponerse


en relación. ¿Cómo? Precisamente, analizando con sumo cuidado el con-
tenido fenomenológico de la vivencia del tiempo tal como se da en
nosotros, y ver de qué manera ahí la objetividad temporal puede cons-
tituirse en nuestra conciencia puramente subjetiva del tiempo. No será,
pues, en el alargarse de nuestra alma en esa ‘distensión’ de la que habla-
ba san Agustín, quien parece hacer como Brouwer, el iniciador del intui-
cionismo matemático, quien ‘alarga’ también nuestra intuición del paso
del 1 al 2 en una intuición unitaria y ya dual, compleja, acto de intui-
ción con el que se da origen a la construcción activa de la serie de los
números naturales, y, desde ahí, al posterior alargamiento de todas las
matemáticas; para Husserl, decía, no será en ese ‘alargarse’ en donde se
dará el ‘nacimiento’ de un tiempo subjetivo que deviene objetivo, sino
que él se va a fijar únicamente en la complejidad casi infinita de esa
vivencia originaria nuestra que, en su propio aparecer, nos es ya viven-
cia de tiempo: tiempo subjetivo que, en el mismo acto de su complejo
aparecer, es ya y a la vez tiempo objetivo.
La suya, qué duda cabe, es una magia maravillosa: cómo encontrarse
con el verdadero ‘tiempo objetivo’ sin haber hecho la más mínima asun-
ción con respecto a él, ni siquiera la de su existencia, partiendo de lo
único que, para Husserl, parece estar a nuestro alcance, la duración en su

373
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

mismo aparecer naciente en la fluidez de nuestra propia conciencia vivi-


da —que nada tiene que ver, dice, con un origen psicológico, ni con
vivencia de realidad alguna—, que es pensada conceptualmente; lugar en
donde se va a dar, para él, esa aprehensión del tiempo surgiente.
Pero, en suma, ¿qué decir de este magnífico parágrafo, sino que esta
construcción husserliana de la fenomenología de la conciencia íntima
del tiempo es de una belleza casi afrodisiaca? Sin embargo, he de reco-
nocer que nos lleva tan lejos —¿o, quizá, tan cerca, por dejarnos sólo
ante las increíbles complejidades de las resonancias de los sonidos den-
tro de nuestra conciencia?—, a lugares tan distintos de los que me son
habituales, que difícilmente sé qué hacer con ellos, a más de mi propia
sorpresa y pasmo maravillado. Valga, quizá, con decir sólo esto: el hom-
bre husserliano parece ser un hombre descarnado, pura conciencia,
‘mera conciencia’. Parecería que, por más que la agudeza de sus análi-
sis dejen estupefacto al lector atento, en ningún caso su pensar es el
pensar de un ‘cuerpo de hombre’, o, quizá, sean sólo las primeras reso-
nancias de ese pensamiento que, en su complejidad, queda en un pen-
samiento todavía privado de la humedad de la carne.
¿Qué decir, pues? Simplemente espero y deseo que algún día los
análisis de Husserl sobre nuestra conciencia íntima del tiempo sean
aprovechables para un pensamiento como el que aquí se espabila; pero,
al menos por ahora, su intuición primera de lo que es el acto del cono-
cer vivencial del hombre está en un lugar que parecería inaccesible,
como si fuera un lugar perdido, pues no termino de ver en qué su
manera tan robusta de pensar cómo se da el aparecer del tiempo en
nuestra vivencia de él, hace que quede ya ‘probada’ la relación entre lo
que vengo llamando ‘tiempo físico’ y ‘tiempo almal’. Es posible, tras
estos análisis, que, por el contrario, quede probado algo que no pare-
ce prudente, como se verá después, haber puesto en duda, pues no se
trata de dos tiempos que, en principio, nada tendrían que ver uno con
el otro —como si lo decisivo fuera una filosofía que enfrente “sujeto” y
“objeto”, o una filosofía que se proponga resolver ese “problema”—,
por lo que uno tiene que acabar comiéndose al otro, por así decir, sino
que, como máximo, son dos vertientes, dos laderas o dos formas dis-
tintas de cómo nos apropiamos del tiempo y de cómo él se hace con
nosotros; ‘dos tiempos’, además, que no son los únicos, que no son
actores únicos en lo que sea la representación del tiempo.

374
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

VIII. Cuando Reichenbach nos hace volver a(las extrañezas de)l


‘tiempo físico’

Para Hans Reichenbach, en un libro tan influyente en la concepción


actual de lo que sea el tiempo como es El sentido del tiempo529, la solu-
ción al problema que se nos plantea con el ‘flujo del tiempo’ se habrá
resuelto sólo cuando hayamos encontrado su significado claro —escla-
recer un significado es un problema de explicación, y explicar es com-
prender el significado de un concepto —, y éste se halla no en sus desa-
rrollos emotivos, sino en los desarrollos de la física moderna. El estudio
del tiempo es un problema de la física, y no existe otro camino para
realizarlo. Lo importante es la estructura del tiempo que gobierna los
acontecimientos físicos. Investigar su naturaleza sin estudiar física es
una empresa sin esperanza. Si existe una solución al problema filosófi-
co del tiempo, está escrita en las ecuaciones de la física matemática; más
exactamente, la solución debe leerse entre las líneas de los escritos de
los físicos; en afirmaciones acerca de las ecuaciones, más que en sus
propios contenidos. Debemos hablar, pues, no tanto de física, como del
metalenguaje que habla acerca de la física.
Porque las leyes causales, piensa Reichenbach, rigen tanto el pasa-
do como el futuro, este no es enteramente incognoscible, pero si el
futuro estuviera tan determinado como el pasado, tendríamos que decir
que el tiempo es simétrico. El estado presente del universo es el efecto
de su estado anterior y la causa de su estado siguiente. La concepción
determinística del flujo del tiempo es comparable a los sucesos que
vemos en una película, aunque, es cierto, nosotros somos parte de los
acontecimientos. El tiempo es asimétrico.
Para él, el tiempo tiene propiedades cuantitativas, métricas, y pro-
piedades cualitativas, topológicas: 1ª) el tiempo fluye del pasado hacia
el futuro; 2ª) el ahora del presente divide al pasado del futuro; 3ª) el
pasado nunca retorna; 4ª) no podemos cambiar el pasado, pero pode-
mos cambiar el futuro; 5ª) podemos tener registros del pasado, no del
futuro; y 6ª) el pasado está determinado, el futuro es indeterminado.
Según Reichenbach, una explicación adecuada del tiempo debe bus-
carse sólo en un estudio de la relaciones de causalidad: el tiempo es
529 Hans Reichenbach, The Direction of Time, University of California Press,

Berkeley y Los Angeles, 1956 (tr. esp. El sentido del tiempo, UNAM, México, 1959).

375
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

reducible al orden causal. La conexión causal es una relación entre


acontecimientos físicos, y se puede formular en términos objetivos. Es
verdad que adoptando este significado del tiempo debemos abandonar
ciertas connotaciones del tiempo que nos son familiares. Para tener
éxito en esta reducción, deberemos caracterizar la relación entre causa
y efecto sin referirla al sentido del tiempo. El tiempo tiene un orden y
un sentido. La distinción entre pasado y futuro expresa el sentido del
tiempo. Las seis proposiciones anteriores parecen formular no sólo un
orden, sino también un sentido del tiempo.
La relación funcional es simétrica, pero ¿deberemos concluir de ahí
que también lo es la relación de causalidad? Definiremos, dice
Reichenbach, lo que sigue: un acontecimiento A está causalmente
conectado con un acontecimiento B, si A es causa de B, o B es causa
de A, o bien existe un acontecimiento C que sea causa de A y de B. Hay
leyes físicas —la ley de la conservación de la energía, la ley de Ohm
sobre los circuitos eléctricos— que son causales, pero no establecen
orden ni sentido. Aquí debemos encontrar leyes que describan los pro-
cesos físicos, y no que simplemente establezcan conexiones causales.
Sabemos, prosigue Reichenbach, que los procesos mecánicos son
reversibles y los procesos termodinámicos son irreversibles. Los prime-
ros lo son, porque si f(t) es una solución de la ecuación que indica, por
ejemplo, la trayectoria de una bala de cañón, también lo es f(-t). Los
procesos irreversibles son los únicos que pueden definir un sentido del
tiempo, pues definen una causalidad con un solo sentido. Ni las leyes
de la mecánica ni los observables mecánicos nos proporcionan un sen-
tido del tiempo, a menos que este haya sido definido previamente con
referencia a algún proceso irreversible. Pero lo que sí se puede deter-
minar es el orden relativo de dos procesos mecánicos; al menos es com-
parable el orden local del tiempo, pues podemos construir una red cau-
sal que, en su conjunto, tiene un orden lineal, es decir, que asignado un
sentido a una línea, queda determinado un sentido para cada línea. Una
combinación de esas líneas hace llegar a una cadena causal, viajando por
la cual descubrimos que nunca llegamos al punto de partida; empírica-
mente sabemos que no existen cadenas causales cerradas, la red es una
red abierta. Si fueran cerradas, podría suceder que encontráramos en
alguna revuelta del camino a nuestro yo más joven, pudiendo entrar en
conversación con él. Si fueran cerradas, no habría identidad unívoca de

376
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

un objeto físico —la identidad física nada tiene que ver con la identi-
dad lógica—, cuando decimos que distintos acontecimientos son esta-
dos de una misma cosa, hablamos de su genidentidad; dos aconteci-
mientos genidénticos no son simultáneos; si lo fueran, serían idénticos.
En virtud de que la red causal es abierta, es posible hablar de cosas y
personas que permanecen idénticas y unívocas en el flujo del tiempo.
Pero todo esto origina un orden, todavía no un sentido. Sí, en cambio,
si introducimos una causa alternativa de intervención —venía la pelota
y ponemos en su camino una raqueta—.
La relatividad de la simultaneidad supone una estructura de red cau-
sal abierta, de orden temporal, no del sentido del tiempo, concluye
Reichenbach. Los acontecimientos A y B —que está en el cono de futu-
ro de A— determinan un intervalo semejante-al-tiempo; A y C —que no
está en el cono de futuro de A— definen un intervalo semejante-al-espa-
cio. Esta distinción es idéntica a los acontecimientos ordenados causal-
mente y los indeterminados respecto al orden del tiempo.
En la termodinámica y microestadística, continúa Reichenbach, el
sentido de los procesos físicos y el sentido del tiempo se explican como
una tendencia estadística: el acto del devenir es la transición de confi-
guraciones moleculares improbables a configuraciones moleculares pro-
bables. Boltzmann supuso que todos los procesos elementales están
determinados por leyes causales estrictas y trató de mostrar que la tota-
lidad de dichos procesos se encuentra gobernada por leyes estadísticas.
Pero no llegó a las conclusiones esperadas. La entropía se entendió
como una función general que caracteriza el estado de un gas como un
todo, por lo que mediría el estado del desorden, la medida inversa del
orden, pues ella y la probabilidad aumentan con el número de ordena-
ciones pertenecientes a un estado. Pero, al hacer así, los cálculos de
probabilidad de la mecánica estadística se basan en la suposición de la
probabilidad métrica inicial, lo que nunca ha dejado de preocupar,
puesto que sólo puede ser introducida como una hipótesis física que la
observación deberá confirmar. Boltzmann enunció la hipótesis ergódica
—de la trayectoria (=odos) y de la energía (=ergos)—: el punto de fase
acaba por pasar por cada punto de la superficie de energía —se mos-
tró falsa, hay que decir que la trayectoria se acerca a cada punto den-
tro de una e > 0, tan pequeña como se quiera—. Esta hipótesis no debe
añadirse a las leyes causales que describen la trayectoria, sino que son

377
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

derivables de las ecuaciones canónicas530, es decir, partiendo solamente


de las leyes causales, que son determinísticas, como lo demostraron von
Neumann y Birkhoff. Se mostró que las leyes estadísticas que gobiernan
el macrocosmos son compatibles con leyes estrictas que gobiernan los
acontecimientos atómicos, sin que esto signifique que la suposición
determinista sea la única solución a los problemas de la estadística de
los gases. Integrando todos los impactos del exterior y todas las pertur-
baciones, se llega a un sistema, el universo, que está completamente
aislado, el cual, pues, “estaría” gobernado por leyes causales estrictas,
estrictamente determinado.
El determinismo, afirma Reichenbach, no es un hecho observacional,
sino una teoría derivada de observaciones mediante una extrapolación.
Lo que en definitiva se supone es que, tras las relaciones observables, se
encuentra oculto un grupo de conexiones causales. Es una extensión de
regularidades observadas a regularidades no observadas. Todo ello hace
que debamos usar el supuesto de la causalidad de forma condicional, por
lo que lo debemos completar con una hipótesis de probabilidad.
La causalidad, supone, se puede extender de forma incondicional
suponiendo que es físicamente posible, aunque no técnicamente posible,
conocer todos los parámetros del proceso y conocer las leyes físicas últi-
mas; este es el determinismo, una afirmación en el límite, por tanto, con
significado sólo en cuanto sea traducible a proposiciones de convergen-
cia que se refieran a observables reales y a leyes realmente conocidas.
Pero si el universo es infinito espacialmente, hay que concluir que care-
ce de sentido hablar de una descripción última. Sin embargo, la teoría de
la relatividad de Einstein ha hecho probable que el universo sea finito.
Para Reichenbach, si se sostiene que la física clásica demuestra el
determinismo, esto se debe más a la admiración producida por los
métodos matemáticos en la física que a un análisis serio de la eviden-
cia observacional. Si se dice que la física clásica presupone el determi-
nismo, hay que decir que en ningún capítulo de la física se emplea el
determinismo como presuposición indispensable. Se suponen sólo las

530 Una molécula es un sistema de m parámetros p y q , en un sistema n de


i i
moléculas: el estado instantáneo de ese gas puede ser representado geométrica-
mente como un punto en el espacio de fase de N =2nm dimensiones: si el siste-
ma es cerrado las ecuaciones del movimiento son: dH/dpi=dqi/dt, dH/dqi=dpi/dt,
en donde H es el hamiltoniano que representa la energía total del sistema.

378
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

propiedades de convergencia, que se pueden satisfacer sin que exista


una descripción última. El determinismo es lógicamente compatible con
la física clásica, pero ni está probado por ella ni resulta probable por la
evidencia inductiva.
¿La solución estadística del problema de la entropía, se pregunta,
además de ordenarlo, permite definir un sentido del tiempo, más allá de
un sentido del tiempo meramente local? Han surgido dificultades de
saber si es verdad que los cambios hacia estados de entropía más ele-
vada, o de probabilidad más alta, son más probables que los cambios
en el sentido opuesto. Todos los procesos elementales de la termodi-
námica estadística están gobernados por los procesos reversibles de la
mecánica clásica, y los procesos macroestadísticos son irreversibles.
¿Cómo reconciliar ambas cosas? Se da aquí una paradoja del sentido
estadístico.
En el sistema cerrado con distintos gases encerrados en dos com-
partimentos que ponemos en comunicación, continúa Reichenbach,
cuando se haya llegado a la mezcla, hagamos el experimento ficticio de
conseguir, por ejemplo, haciendo que cada molécula sea reflejada por
una suerte de espejo perpendicular a su trayectoria, que, por la reversi-
bilidad de los microprocesos, se produzca exactamente el proceso con-
trario a la mezcla; tras este experimento, los gases se separarían de
nuevo, volviendo a donde estaban al principio, antes de su mezcla.
Pero, en verdad, esos cambios en los sentidos de la velocidad de las
moléculas pueden surgir de manera natural como fruto de sus continuos
cambios de velocidad, por lo que en el curso del tiempo tal estado tiene
la misma probabilidad de suceder que cualquier otro, y de ahí que
tenga que suceder con una probabilidad que no sea nula. Ese sistema
gaseoso, pues, deberá sufrir algunas veces fluctuaciones tan grandes
que incluso pueda ocurrir de nuevo la separación de gases previamen-
te mezclados. Tal es la objeción de la reversibilidad: la reversibilidad es
así transferida de los microprocesos a los macroprocesos.
Así pues, si consideramos un tiempo suficientemente largo, piensa
Reichenbach, se ha de dar un ascenso y un descenso de la entropía en
el universo, por lo que no podemos hablar de un estado del tiempo
como de un todo; sólo ciertas secciones del tiempo tienen sentido, pero
este no es siempre el mismo. El tiempo tiene, pues, un sentido mera-
mente local.

379
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Figura 5
Nuestro sentido del tiempo, por tanto, se refiere en la figura531 sólo a la
sección ascendente de la curva de entropía en la que estamos viviendo,
pero “llegará un día” —¡expresión profética por excelencia!—, cuando este-
mos en la zona descendente de la curva de entropía —aunque, bien es ver-
dad, para ello deberá pasarse por estados de entropía que no permiten la
vida, la cual queda limitada a las regiones templadas—, en que el sentido
interno del tiempo será el contrario: nos encontraremos en la misma situa-
ción que en la de ahora, pero en lugar de caminar del nacimiento hacia la
muerte, entonces caminaremos de la muerte al nacimiento.
A partir de aquí me pregunto si Reichenbach no se convierte él
mismo en un verdadero visionario. En todo caso, es interesante notar
que el sentido del tiempo reichenbachiano está ligado a la localidad, y
‘en este tiempo’, el tiempo tiene —¡uf!, sería terrible para nosotros que
fuera de otro modo— un ‘sentido ascendente’.
Tras esos sustos, que Hans Reichenbach atraviesa impertérrito y lleno
de ardorosa intrepidez, como si nada hubiera pasado, volvamos ahora,
con él, a la macroestadística, y retomemos la cuestión de la causa y el efec-
to. El ejemplo que pone es bellísimo. Unas huellas de pisadas humanas en
la arena de una playa, suavizadas ya por el viento. Es seguro: las distintas
ordenaciones de los granos de arena, desde la superficie tersa hasta la
huella, tienen su probabilidad, pero, es evidente, no son ordenaciones
531 La figura 5 está tomada de Reichenbach, p. 186. Tiene este pie: «Un

ascenso y un descenso de la curva de entropía del universo. Algunos sistemas


aislados se derivan del sistema principal y luego vuelven a él». Esos sistemas ais-
lados son los bucles 1-2, 3-4, 5-6, en la parte ascendente de la curva de entro-
pía —el tiempo va ‘del nacimiento a la muerte’—, y 7-8, 9-10 y 11-12, en la des-
cendente —el tiempo va ‘de la muerte al nacimiento’—.

380
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

equiprobables; por la acción del viento una superficie lisa o una ondula-
da son más probables que una que tenga orificios en forma de huella,
dándose por ello una métrica de la probabilidad que establece que la
huella es un estado altamente ordenado, mientras que la arena lisa es un
estado no ordenado. Ahora sí podemos hacer la pregunta precisa: ¿cómo
podemos explicar la presencia de este estado ordenado? Por una causa:
la pisada del hombre, cuyo efecto es la huella en la arena.
La explicación en función de causas se requiere cuando encontre-
mos un sistema aislado con un orden muy improbable en la historia de
ese sistema: supondremos que el sistema no estuvo aislado en tiempos
anteriores, sino que sufrió una interacción en el pasado que provocó su
actual situación. Y esto establece un orden. Así pues, cuando explica-
mos el orden improbable en función de causas, la regla es extraer lo
improbable de la estructura derivada del universo: la causa es la inte-
racción, el estado de orden, el efecto.
Podríamos suponer lo contrario: primero hay huellas difusas, luego
sopla el viento de manera que esas formas de arena se hagan más nítidas
hasta adoptar el molde exacto de un pie humano, para que en ese momen-
to llegue el hombre caminando hacia atrás y vaya poniendo los pies en esas
nítidas huellas que se amoldan perfectamente a sus pies, y cuando levanta
su pie, la arena cae y llena por completo el agujero para quedar lisa.
El lenguaje primero es el de la explicación científica; el segundo len-
guaje —que deberíamos llamar “explicación espuria”, aunque no lo diga
Reichenbach así—, en lugar de conducirnos a la causalidad, nos llevaría a
la finalidad. De aquí concluye que, si definimos el sentido del tiempo en
la forma usual, no hay finalidad y sólo la causalidad es el constituyente de
la explicación. La finalidad nos haría considerar al tiempo como fluyendo
de estados de alta entropía a estados de baja entropía, lo que contradiría
el sentido del tiempo de la experiencia psicológica. El pasado produce el
futuro, y no al revés. La distinción entre causa y efecto es una cuestión de
entropía y coincide, dice, con la distinción entre pasado y futuro. El pasa-
do puede ser registrado por el lenguaje primero; el futuro, no.
El presente, nos dice Reichenbach, es el intercambio entre pasado y
futuro; contiene al agente activo que produce el futuro y los registros
del pasado, y una vez consumado, es ya irrecuperable. De esta mane-
ra, cada macroproceso, por más que sea reversible, tendría por sí mismo
un sentido del tiempo. Yendo todavía más allá, siempre de la mano de

381
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Reichenbach, podremos enunciar el principio de la causa común: si ha


ocurrido una coincidencia improbable, deberá existir una causa común,
por más que sepamos que las coincidencias al azar no son improbables,
por lo que, evidentemente, deberemos tratar este principio como un pro-
blema que se adentra en las graves complejidades de los problemas esta-
dísticos —¡en los que no seguiremos a nuestro autor, no sea que perda-
mos la cabeza!—. En todo caso, quede claro que la paradoja intrínseca al
sentido del tiempo, la de reconciliar la irreversibilidad de los macro-
procesos con la reversibilidad de los microprocesos, que es la paradoja
del sentido estadístico del tiempo, la resuelve Reichenbach siguiendo a
Boltzmann: reconociendo la naturaleza local del sentido del tiempo.
Mas las cosas se le complican de nuevo a Reichenbach cuando viene
al tiempo de la física cuántica, en donde los procesos cuánticos no dis-
tinguen, como ya acontecía en la física clásica, un sentido del tiempo.
Para colmo, la mecánica cuántica muestra su indeterminismo. Pero estos
nuevos problemas en nada arredran a nuestro autor. La relación de
Heisenberg en nada significa una limitación de la capacidad humana para
conocer, sino una ley física que se cumple para todas las magnitudes físi-
cas; la incertidumbre no viene causada por el acto de observación, es una
cuestión puramente física que puede expresarse como una propiedad
objetiva del mundo físico, sin necesidad de hacer referencia a un obser-
vador; es una ley física que expresa una relación entre el macrocosmos y
el microcosmos. Pero, en fin, ya no me quedan más fuerzas para seguir
los difíciles meandros del pensamiento de Hans Reichenbach532.

***

Tras tanto esfuerzo debo confesar que, finalmente, me he quedado


con toma mi hambre con respecto a lo que sea eso de la ‘flecha del
tiempo’. De si, por fin, el ‘tiempo físico’ tiene dirección, además de la
mera, obvia y tan pequeña dirección del tiempo local, o no la tiene. Y,
sobre todo, de si todo lo que leemos en el libro de Reichenbach tal como
ha llegado hasta nosotros —es un libro póstumo— hubiera podido ser

532 Si alguien quiere ver más de cerca la historia de los problemas a los que

aquí damos vueltas, y la amplia bibliografía a que han dado lugar, le aconsejo
vivamente que lea: Rafael Martínez, Immagini del dinamismo fisico. Causa e
tempo nella storia della scienza, Armando Editore, Roma, 1996.

382
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

aclarado en un último capítulo que nunca se escribió, debido a la muer-


te de su autor en abril de 1953. Dicho capítulo, según nos dice su mujer,
María Reichenbach, editora del libro, hubiera tratado de la relación
entre la experiencia subjetiva del tiempo en los seres humanos y las
propiedades objetivas del tiempo en la naturaleza. Es una pena, porque
es ahí, precisamente ahí, en donde está el verdadero problema que pro-
voca mis páginas.
Y bien, más allá de Reichenbach y después de Reichenbach, ¿qué pasa
con la ‘flecha del tiempo’ en la física?533 Por un lado, ¿se tratará ya para
siempre de la ‘flecha del tiempo’, fundamentalmente en ese ‘tiempo físi-
co’ al que nos hemos referido, pero tiempo ahora de la teoría de la rela-
tividad, de la gravitación, de la mecánica cuántica y de la teoría cosmo-
lógica del big bang?, ¿dependerá todo de por qué crece la entropía?534.
¿Qué significan y dónde están sus puntos claves?, ¿los físicos de hoy
aportan soluciones a este intrincado problema o, quizá, lo obscurecen
aún más?, ¿y los filósofos de la ciencia?535 ¿Lo que aportan, al menos

533 Véase, sobre todo, Steven F. Savitt (ed.), Time‘s Arrow Today. Recent

Physical and Philosophical Work on the Direction of Time, Cambridge University


Press, Cambridge, 1995. Tiene una amplia bibliografía. ¿Cómo dejar de notar
que en el índice de temas de este gran libro apenas si aparece, casi de casuali-
dad, el término ‘determinismo’, mientras que ahí sigue ocupando un buen lugar
lo que toca a la ‘causación’?
534 Savitt en su prólogo, justificando los temas de los artículos del libro que

edita, retoma las siete posibles flechas del tiempo a las que, en 1979, se refirió
Roger Penrose: 1) el comportamiento de los mesones neutros parece estar regi-
do por una ley de tiempo asimétrico, cuya inferencia es delicada, sin embargo,
y que sería la única ley de esta clase en la física de partículas; 2) el proceso de
medida en la mecánica cuántica, que suele entenderse con frecuencia con una
asimetría del tiempo debida al así llamado ‘colapso de la función de onda’;
3) la segunda ley de la termodinámica que asevera que la entropía de los pro-
cesos en sistemas aislados crece siempre; 4) la radiación de ciertas fuentes esfé-
ricas, en lo que no entro; 5) la dirección del tiempo psicológico, en donde se
incluye la cuestión del ‘viaje’ al pasado; 6) la expansión del universo; y 7) de
acuerdo con la teoría general de la relatividad, el colapso gravitacional de una
estrella suficientemente masiva que da lugar a un ‘agujero negro’, y la singula-
ridad inicial de un ‘agujero blanco’ que haría surgir todo un borboteo de mate-
ria ordinaria, cf. Savitt, pp. 4-6.
535 Todo parece señalar que el libro que haya que masticar para adentrarse

en cómo se plantean hoy las cosas del tiempo será el de Paul Horwich,
Asymetries in Time. Problem’s in the Philosophy of Time, MIT Press, Cambridge,
Mass., Londres, 1987.

383
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

por ahora, es algo más que difíciles elementos de solución parcial a


cuestiones muy determinadas que se plantean en sus campos específi-
cos de actuación? Por otra parte, cuando los filósofos que se encuentran
en la tradición que viene de la filosofía analítica hablan de la ‘asimetría
del tiempo’, ¿se presenta esta, quizá, sólo en nuestro lenguaje sobre el
tiempo, quedando por tanto reducido el problema de la ‘flecha del tiem-
po’ a un problema interno al lenguaje —o, para decirlo de una manera
más picante, a ‘un problema de nuestra manera de hablar’—?536. Muchas
preguntas, claro está, pero quedarán para alguna otra vez, dada la enor-
me complejidad de los nuevos planteamientos y la poca evidencia de
que, por ahora, alcancen soluciones537.
Por retomar las palabras de María Reichenbach a las que me he refe-
rido más arriba, de lo que se trataría es de ver la relación entre la expe-
riencia subjetiva del tiempo en los seres humanos y las propiedades
objetivas del tiempo en la naturaleza. La solución de este problema
pasa, en mi opinión, como se verá en lo que sigue, por romper un
encantamiento en el que parecemos encerrados desde hace tiempo. El
encantamiento que establece una disyuntiva entre dos ‘concepciones
del tiempo’, las que vengo llamando ‘tiempo físico’ y ‘tiempo almal’. La
mentira y el sortilegio está en que en cuanto se plantean las cosas de
este modo, como por encanto, parece que se establece entre ambas un
foso por completo insalvable, y al punto nos esforzamos, vanamente,
en solventar esa artificiosa imposibilidad.

536 Una útil recopilación de textos se encuentra en Robin Le Poidevin y

Murray MacBeath (eds.), The Philosophy of Time, Oxford University Press,


Oxford, 1993.
537 No sin antes expresar la mezcla de sorpresa y de sonrisa —lo que da que

pensar— que causa leer cómo Steven F. Savitt, en 1995, concluye la introducción
al libro que edita con éstas palabras escritas en 1974 por el filósofo de la cien-
cia de Pittsburgh John Earman: «very little progress has been made on the fun-
damental issues involved in ‘the problem of the direction of time’. By itself, this
would not be especially surprising since the issues are deep and difficult ones.
What is curious, however, is that despite all the spilled ink, the controversy, and
the emotion, little progress has been made towards clarifying the issues, it seems
not a very great exaggeration to say that the main problem with ‘the problem of
the direction of time’ is to figure out exactly what the problem is supposed to
be». Viejas palabras de Earman, a las que el propio Savitt sólo añade: «I hope that
the papers contained in this volume will help to clarify and perhaps even to
resolve some of the problems of the direction of time», cf. Savitt, p. 19.

384
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

Mas creo que el verdadero problema no está en el tiempo, sino en


la complejidad de la experiencia con la que nos encontramos; mejor, de
las distintas experiencias con las que nos habemos.

IX. En donde, por fin, aparece que el tiempo nos es una experiencia,
experiencia de un ‘cuerpo de hombre’

Mas el tiempo sólo puede ser el tiempo de una experiencia, la expe-


riencia del ‘cuerpo de hombre’538. Porque el tiempo es una cuestión de
experiencia; por eso, claro está que experiencia corporal, experiencia
del cuerpo. Si vale decirlo así, para comenzar, experiencia corporal
directa, cuando nos hacemos conscientes del ‘paso del tiempo por nues-
tro cuerpo’, y experiencia corporal indirecta, cuando, desde el cuerpo y
con él, pensamos sobre el ‘paso del tiempo por el cambiante mundo’.
No es uno de los modos con el que nuestra sensibilidad se acerca al
mundo —el otro, dicen, sería el espacio—, sino que es modo —uno de
ellos, seguramente no el único— en el que la dinamicidad mundanal de
la realidad se nos hace patente como tal realidad, pero sabiendo muy
bien que esta no es pura externalidad a nuestro cuerpo, sino que nues-
tro propio cuerpo, personal y societario, la entera corporeidad, forma
parte de esa dinamicidad mundanal de la realidad que se nos hace
patente en el tiempo. El tiempo sería, pues, algo que nos acontece en
cuanto que somos mundo y cuyo acontecer, por su mismo hecho, pro-
voca cambio debido a la dinamicidad interna que, desde el comienzo,

538 A partir de ahora, mientras no diga explícitamente lo contrario, siempre

‘cuerpo’ querrá decir ‘cuerpo de hombre’. Significa el deseo y la necesidad de mar-


car una diferencia neta entre el ‘cuerpo de hombre’ y el ‘cuerpo de animal’. Algunos
afirman, por ejemplo, que compartimos con los animales superiores la mayor parte
de nuestro material genético. Valga así. Sea el material compartido, si se quiere,
hasta un 99% o un 99,99% o más. Dicho así, vista la poquísima diferencia, parece-
ría obvia la conclusión de que “somos meros animales”. Pero basta con que utili-
cemos una explicación como la figura de una asíntota para que la ‘diferencia’ se
haga esencial. Esté significado el hombre por la asíntota; cualquier aproximación a
lo que él es por rectas paralelas que terminen en la curva asintótica —los demás
animales superiores—, aunque su ordenada esté a una distancia muy pequeña de
la asíntota, da siempre una diferencia esencial en las alturas. Utilicemos, pues, esta
analogía para hablar y marcar la ‘diferencia’ que quiero significar.

385
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

anima al mundo. El tiempo sería como uno de los frutos de aquella


dinamicidad, una de las que he llamado ‘cuatro internalidades’539. Algo
que se nos da como constituyente de experiencia racional, y se nos da
desde el mismo momento en que comenzamos a existir como tal cuer-
po, pues nuestro cuerpo tiene, posiblemente, la particularidad de no
sólo ser modelado por esa dinamicidad temporal, sino que, con el tiem-
po y en el tiempo, se abre a la consciencia.
Pero también encontraríamos el tiempo, sin duda, en la reflexión
sobre las sucesivas experiencias que tenemos del mundo; en la refle-
xión racional que nos lleva a la acción. Ahí está una experiencia que se
nos ha hecho primordial, la experiencia científica, la experiencia que
nos da que pensar eso que llamamos ciencia; mejor aún, el ‘emperra-
miento’ que nos lleva a plantear teorías científicas que nos sirvan para
nuestra acción racional de conocimiento y manipulación del mundo, y
de la posibilidad racional de que ellas, en verdad, nos digan algo sobre
la propia realidad del mundo, pues preguntamos al mundo para que
nos proporcione respuestas; entramos en diálogo con el mundo sabien-
do bien que nosotros somos parte de él y que las ‘palabras’ de esas res-
puestas siempre son nuestras, lo que no impide, por supuesto, sino que
lo complica aún más, que nos planteemos su verdad. Ahí, en este diá-
logo racional con el mundo, descubrimos igualmente el tiempo; un
tiempo, quizá, asimilable con dificultad al de esa experiencia más pri-
maria de nuestro cuerpo, pero no hay razones para pensar que sea dis-
tinto. El tiempo, así, no sería un nombre distinto de nuestra experien-
cia, sino que tendríamos experiencia del tiempo. Una experiencia de
‘verse vivir’ en medio de los demás, en medio de las estrellas, en medio
del mundo, de ‘verse cambiar’, de ‘verse suspirar por lo que ha de lle-
gar’. Una compleja experiencia corporal unitaria nos llevará a un com-
plejo hablar de un único tiempo y de lo que este sea.
¿Será cuestión de hablar de una “experiencia interna”, en la que se
daría en nosotros un tiempo subjetivo, contrapuesta a una “experiencia
externa”, en la que se nos daría un tiempo objetivo? Creo que no.
Nuestra experiencia, por más compleja que sea, es única; es experien-
cia corporal, la compleja experiencia del cuerpo, en la que, por supues-
to, caben toda clase de ‘triangulaciones’ desde experiencias primarias

539 Véanse los capítulos de la tercera parte de El mundo como creación.

386
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

hasta otras experiencias secundarias, pero secundarias sólo en cuanto


que son experiencias que tenemos basándonos en aquellas. Y este basa-
mento es el de las sucesivas construcciones de la razón práctica, en su
caso de las sucesivas teorías científicas que van haciéndose de más en
más generales, porque toda construcción de la acción racional de la
razón práctica, si no quiere dejar de ser lo que es, debe estar ligada por
entero a la experiencia del cuerpo y a sus construcciones teóricas. Pero
una ligazón que puede ser, que termina siendo terriblemente compleja
también, puesto que pasa siempre por ser una ‘ligazón de emperra-
mientos’.
De la misma manera que la experiencia estética claramente no es
una experiencia primaria, cuasi-sensorial, sino que está muy lejos de
ella, quizá porque se da de manera todavía más difícil o porque es de
muy costoso aprendizaje, pues requiere mucho cuidado y mucho mira-
miento y enorme reflexión, sin que por eso se vean razones para pen-
sar que no sea una experiencia de todo cuerpo, que sea sólo experien-
cia de algunos bien elegidos —otra cosa es la amplitud o la facilidad de
esta experiencia estética y de las posibilidades de su educación—, de
igual manera hay una experiencia científica que está también muy lejos
de la experiencia primaria del cuerpo, pero no por ello en ruptura o dis-
tanciamiento de ella, pues no deja de ser también una experiencia del
cuerpo y de las costosas triangulaciones que el cuerpo, mediante su
esfuerzo de conocimiento, elabora para ampliar hasta el infinito su
experiencia primaria, cuasi sensorial. Y por segunda vez digo cuasi sen-
sorial y no, meramente, sensorial para, de una vez por todas, no olvi-
dar que es el cuerpo el que nos da a sentir, que nuestra visión nada
tiene que ver con una cámara fotográfica, sino que vemos lo que en un
complejísimo proceso —complejísimo en cómo se ha llegado hasta él y
complejísimo cada vez que se ejerce activamente— el cuerpo nos da a
ver; sentimos lo que el cuerpo nos da a sentir.
El tiempo, en todo caso, es un ‘producto antrópico’, en cuanto es
algo que da que hablar y de lo que se habla, y siempre cualquier hablar
es antrópico, pues sólo habla el cuerpo. ¿Significará esto que es una ilu-
sión, que el tiempo no existe fuera de nosotros o que sea una proyec-
ción feuerbachiana de lo interno de nosotros hacia lo externo de los cie-
los? Claro que no. Es la realidad la que da que hablar y de la que
hablamos, y nunca podemos hablar de cualquier manera. Si así lo

387
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hubiéramos hecho, hace ya muchas generaciones que el cuerpo no


existiría sobre la faz del universo; si así lo hacemos alguna vez, será
como suicidarnos para desaparecer de sobre la faz de la tierra. Nunca
podemos hablar de cualquier manera, porque eso que somos, cuerpo,
con su extremada capacidad de una acción racional de la razón prácti-
ca, nos lo impide, si no queremos ser culpables de hacer lo que, en una
palabra, no es ‘racional’; pero nótese que esta racionalidad a la que me
refiero nada tiene que ver con una “razón pura”, una mera y falsa “razón
lógica” en la que no se comprende que ‘lógico’ procede de ‘logos’, y
que nada tiene que ver con un mero encadenamiento-de-razonamien-
tos-lógicos-bien-construidos-según-los-principios-de-la-lógica —pero,
además, ¿de qué lógica?—, sino, para entendernos, aunque sea mal, con
una ‘razón húmeda’, húmeda por ser la razón de carnalidad del cuerpo.
De esta manera, para hablar del tiempo con sentido se diría que, a
la vez, es necesario ir elaborando una teoría del cuerpo.

***

Podría pensarse que la experiencia es lo que encontramos desde el


principio, lo que ‘se nos da’; lo que se nos da a la mano, lo que encon-
tramos ahí. Como si la experiencia fuera algo meramente primario, algo
que obtenemos por los sentidos, sin más, como creían los empiristas.
Como si la experiencia se nos diera, sin más, por la actividad elemen-
tal y primaria de los sentidos que nos hacen recibir los datos que vie-
nen del mundo exterior, e incluso los que vienen, como el dolor, del
mundo interior. Sabemos que no es así.
La experiencia se construye. Se construye porque tenemos aptitudes
para aprender. La experiencia, pues, es algo aprendido por un cuerpo,
el nuestro, capaz de aprender, ávido de aprender. La experiencia es
resultado de aprendizaje, un aprender que comienza en el mismo
momento en que comenzamos a ser cuerpo.
Pero no es sólo aprendizaje, evidentemente, pues este se da por dis-
posiciones que nuestro cuerpo tiene y va teniendo, acrecentándose
estas de más en más. Porque tenemos disposiciones corporales, apren-
demos, nuestro cuerpo aprende, lo que provoca una mayor capacidad
cada vez de disposiciones nuevas que anteriormente no existían, eran
puertas cerradas, o paredes tapiadas en las que ahora se abren puertas,

388
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

corredores, ámbitos nuevos en donde habitar. El cuerpo tiene siempre


un lugar en donde estar, pero él es un lugar en donde ser y desde
donde ir siendo.
Aprender es abrir nuevos caminos, nuevas vías de conexión en
nuestro pensamiento, en nuestra sensibilidad, en nuestra percepción.
Las tres, esencialmente, corporales. Aprender, claro, significa también
olvidar, envejecer y morir.
El cuerpo nos da a ver, sí, lo sabemos; pero no lo hace de una vez
por todas, sino que aprende a ver más y mejor, de manera más selecti-
va, más cuidada, incluso más voluntaria. Al cuerpo se le abren nuevas
capacidades de percepción, nuevas sensibilidades que antes no poseía,
pero para las que sí tenía disposición, estaban entre sus posibilidades.
Pero posibilidades muy curiosas y extremadamente amplias, porque
entre las disposiciones del cuerpo está la de inventar caminos en lo que
no era ámbito de sus propias posibilidades de percepción y de sensibi-
lidad. Sus posibilidades se hacen nuevas, siempre mayores, siempre dis-
tintas. El cuerpo no está limitado al ámbito de sus primeras posibilida-
des, puesto que entre ellas están las que le vienen dadas por el trabajo
que realiza con los instrumentos que se construye. El cuerpo inventa
creativamente artefactos para percibir más allá de lo que son sus posi-
bilidades dispositivas, por más que no sean ya sus primeras posibilida-
des, sino que sean nuevas, y esto lo hace de manera continua, sin lími-
te y sin fin. No sólo para percibir, sino también para manipular y, de
manera general, para actuar en el mundo y en sí mismo. Esta manera
de actuar en sí mismo, por ejemplo, y ya que estamos hablando de
aprendizaje, son el invento y puesta a punto de nuevas técnicas de
aprender. Pero todo esto, claro, significa también olvidar, envejecer y
morir.
No sólo su percepción, sino también su sensibilidad, lo apunté ya con
la experiencia estética, se acrecienta también sin límite y sin fin, porque
es capaz de aprender, y de aprendiendo abrirse a ámbitos de experien-
cia que, de entrada, no parecían siquiera poder soñarse, o de adentrar-
se en ámbitos sólo soñados antes. Entre esto que llamo la sensibilidad,
además de la aludida sensibilidad estética, está de manera muy especial
lo que podemos llamar la sensibilidad ética, que obtenemos para noso-
tros mismos mirando hacia fines que creemos decisivos para nosotros
mismos, como cuerpo individual y como cuerpo societario. Y somos lo

389
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que somos, somos el cuerpo que somos desde el cuerpo que se nos
ofreció de primeras, porque miramos ‘más allá’, y este mirar más allá es
cuestión de fines y de valores.
Pero no todo queda en la percepción y en la sensibilidad, hay toda-
vía algo tan importante como el pensamiento, pues el cuerpo no sólo
percibe y siente, sino que piensa. Y el pensar se aprende, se aprende
también la capacidad de pensar, se establecen nuevas conexiones de
pensamiento. El pensamiento es lo más decisivo y hermoso que ha reci-
bido y se ha dado a sí mismo el cuerpo. Y lo ha hecho incrementando
una posibilidad que la evolución del cuerpo le había conseguido desde
que, con la disposición prensil de nuestra mano, quedamos libres para
erguirnos mirando al frente, y para seguir, como algunos tan bellamen-
te quieren, el gesto del jefe de la horda humana que, con los ojos fijos
en la posible presa, gira su brazo desde su posición de descanso junto
al tronco, primero hacia atrás, para, marcando con el gesto un semiar-
co completo que indica el cielo entero, terminar señalando con el índi-
ce, punto final de su brazo bien extendido, la pieza que, por su invita-
ción, el grupo entero cazará. Gesto, dicen, que es una señal en la que
se unen cielo y tierra en una única acción humana grupal provocada
por el lenguaje incoativo del signo, y que en toda su extraordinaria
complejidad inicia el pensamiento. Porque el pensar es cosa del cuer-
po, de una sociedad de cuerpos. De un cuerpo que aprende, que
aprende señales y significados, aprende lenguaje y comunicación,
aprende convivencia, aprende a pensar.
Un cuerpo que también aprehende el tiempo. Pues como todo en lo
tocante al cuerpo hay disposiciones de percepción de realidades, pero
de realidades que nunca nos son dadas como “datos”, de una manera,
sin más, primaria y objetiva. El cuerpo da que pensar en el tiempo. El
tiempo se aprende; dicen que el niño tarda siete u ocho en ‘aprender
el tiempo’. Pero, es evidente, es un aprender de un tiempo que también
existe ahí, con el que nos encontramos, que no ‘inventamos’ por ente-
ro. En todo caso, es claro también que el tiempo es algo de lo que se
habla, y sólo nuestro cuerpo habla, por lo que en un aspecto muy
importante el tiempo es una cuestión que toca al cuerpo.
Que toca al cuerpo en cuanto que somos seres temporales, cuerpos
que están preñados de tiempo, y que toca al cuerpo en cuanto que sólo
él es capaz de percibir el tiempo como tal, tiene la sensibilidad abierta

390
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

a él, es capaz de pensarlo y, llegado el caso, de dominarlo sobrepo-


niéndose a él. Y sólo el ‘cuerpo de hombre’ es capaz de hacerlo entre
los seres mundanales. De ahí la especificidad de nuestro cuerpo, el ser
temporal por antonomasia de entre todos los seres mundanales, el
único en verdad temporal en cuanto que aprende de él y con él. Otros
seres mundanales son moldeados por el tiempo, cambian con él, pen-
den de él, pero no se sobreponen a él, no son capaces de hacer algo
tan sencillo y grandioso como aprender a pensar en él.
La experiencia, por tanto, nos la vamos construyendo. Dentro de esa
construcción, la experiencia científica, que se va construyendo sobre
bases muy estrechas, entre las cuales parece que deba contarse siempre
con la intersubjetividad y la atención cuidadosa a medidas que gustaría
que siempre pudieran agarrarse a cuestiones apodícticamente elemen-
tales, lo que muy difícilmente se consigue, y que, luego, por triangula-
ciones sucesivas que de manera metódica se van alejando más y más de
esas llamadas ‘bases intersubjetivas y empíricas’ para, siempre median-
te nuevas construcciones teóricas, interpretar qué se está haciendo, de
qué se está hablando y qué se va obteniendo, la experiencia científica,
digo, nos es particularmente interesante en nuestro habérnoslas con el
mundo, con su conocimiento y con la necesidad absoluta de su mani-
pulación. Así vamos teniendo una imagen del mundo y de nosotros mis-
mos que, evidentemente, quiere ajustarse a realidad, aunque es muy
consciente de las graves dificultades de este ‘ajuste’ tan buscado, pues
buscamos no cualquier cosa, sino la verdad.
Pero la experiencia científica no es la única, ni siquiera la más ele-
mental e importante porque sea la que se encuentra en la base de toda
otra experiencia posible. Eso sí que no. Pues la experiencia es lo que la
acción racional de la razón práctica acepta como la base misma desde
la que construir su tan decisiva labor, y que, por ello, se da a sí misma
para comenzarlo todo a partir de ella. La experiencia, así, es fruto de
una labor de racionalidad, de racionalización.
Círculo de hermenéutica: sin experiencia no hay razón, sin razón no
hay experiencia. No todo es experiencia, pero cualquier cosa no es
razón. Aquí, como en todo, hay una decisión racional última, la de la
acción racional de la razón práctica que siempre debe guiarnos.

***

391
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Pero, entretanto, viajaremos por el tiempo mediante ‘experiencias


imaginarias’, pues tenemos la posibilidad de construir los mundos posi-
bles que se nos ocurran; siempre lo hemos hecho, y esto ha sido clave
para nuestra razón. ¿Qué mundos? Los que nos venga en gana. ¿Quién
nos lo impediría siendo la imaginación una cualidad maravillosa que
posee el cuerpo, cualidad que le da que pensar hasta dejarle exhausto?
Ahí está el mundo absorbente, rico, emocionante, fastuoso y grande
que, por ejemplo, nos ha creado Elsa Morante en sus novelas. Un
mundo que, abriendo nuevas posibilidades de comprensión del mundo
que es el nuestro, nos hace mejores. Ahí está trabajando la imaginación
artística. Nunca deberemos olvidar que esta ‘experiencia artística’ es
decisiva en lo que sea el hombre y en la comprensión que de nosotros
mismos tengamos. Un pensamiento que no la tenga en cuenta es, en
definitiva, falso, un pensamiento falsario, pues no está hablando del
cuerpo y de sus experiencias, sino que en su discurso lo ha substituido
—¡se ha substituido a sí mismo!— por una abstracción meramente
esquemática, como les aconteció en su día a Galileo, a Newton y, en
parte, a Wittgenstein —quien, es verdad, no rechazaba ‘lo otro’ de fuera
del muro alzado para encerrar al hablar científico, y a eso otro es aque-
llo a lo que dedicó su vida entera y en donde estaban sus intereses vita-
les, pero, desgraciadamente, pensó que en ese ámbito de ‘fuera del
muro que encierra a la razón científica’ no cabía la razón—. Así, un pen-
samiento que no comprenda, explique y aliente lo que podríamos lla-
mar ‘sensibilidad estética’, la atracción por la belleza, su deseo irrefre-
nable, no es un pensar del cuerpo, sino un mero logificar de algo que
se disloca a sí mismo como abstracción de lo inexistente como tal.
Pero, dentro de ese ‘que nos venga en gana’, hay mundos que tienen
importancia decisiva para nuestra acción racional de la razón práctica;
aquellos, precisamente, que nos proporcionan ‘experiencias imaginarias’
de mundos con leyes precisas de existencia; puede que mundos muy
extraños, para que imaginariamente veamos cómo funcionan y, así,
aprendamos, quizá, el funcionamiento de nuestro mundo. Pues bien,
pongámonos ahora a viajar en el tiempo de esos mundos posibles. No,
mejor será que, por ahora, no lo hagamos, podríamos perder la cabeza540.

540 John Earman, con el humor que le caracteriza, se pregunta si los cientí-

ficos han decidido, de pronto, ponerse a competir con los escritores de ciencia

392
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

¿Llegaremos con tales ‘experiencias imaginarias’ a conocer algo


sobre nuestro mundo, sobre la complejidad de nuestra experiencia y
sobre el tiempo? La imaginación científica está trabajando y, como en la
canción del hombre, amigo de Alfred Hitchcock, que sabía demasiado,
quizá algún día lo que sea será. Pero al punto nos vendrá un cúmulo
de preguntas sobre estas ‘experiencias imaginarias’. ¿Los mundos posi-
bles tienen alguna existencia?, pero ¿en dónde la tendrían, como no
fuera en nuestros decires?, o es que, por causa de nuestra creatividad,
¿somos acaso ‘constructores de mundos’ y el deseo irrefrenable de que
se conviertan en nuevos mundos reales hará que esos mundos posibles
lleguen a ser algún día en verdad mundo real, como si de un nuevo
argumento ontológico anselmiano se tratara? ¿Dónde está el ‘mundo de
las ideas’ —si es que el mundo de las ideas ‘está en alguna parte’, y sin
que nos asuste ya el impedimento que, sin razones, algunos quieren
poner a este tipo de preguntas—? De cierto que ‘el mundo de las ideas’
no se encuentra en el platónico-popperiano mundo 3, sino en las com-
plejidades y plegamientos infinitos del cuerpo, de la corporeidad, de las
corporalidades y de la personalidad individual y societaria.
Así pues, hablar del cuerpo es hablar, a la vez, de corporeidad, de per-
sonalidad y de corporalidades. Corporeidad o carnalidad, que tiene todo
que ver con esa primera manera de ser cuerpo a la que hasta ahora me
he ido refiriendo. Corporalidad, que indica esas extra-corporeidades en las
que se encarna la acción del cuerpo, en el sentido en que decimos que
una obra de arte existe en aquello que realizó el artista, que no está sólo
en su pensamiento y sensibilidad, sino que se ‘hizo obra’ y que, por ello,
quien la contempla la hace suya, de su sensibilidad y de su pensamiento,
valiéndose, precisamente, de ‘eso que se hizo obra’ y que ya no es cor-
poreidad del artista, ni todavía corporeidad de quien contempla la obra de
arte, sino que es eso, precisamente, una ‘obra’ de arte, un trazado urba-
nístico, un libro, un cuadro, una película, una novela, y tantas y tantas
‘obras de arte’ más; es una obra, pues, que adquirió corporalidad. Persona,
en la que se origina eso de la personalidad. Persona, me atrevería a decir,

ficción y los productores de Hollywood. Esas complejas investigaciones de via-


jes en el tiempo, se pregunta, ¿nos llevarán algún día a poner luz en los pro-
blemas y puzzles que se plantean? No está nada seguro de que así sea. Cf. John
Earman, en Savitt, pp. 268: «The philosophical literature on time travel is full of
sound and fury, but the significance remains opaque».

393
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

en el sentido tan bello, tan rico, tan decisivo en el que el teólogo Juan
Zizioulas habla del concepto de persona, sin el que el cuerpo no ha adqui-
rido su espesor definitivo. Importante, decisivo, pero demasiado largo y
complejo para hablar aquí y ahora de corporeidad y personalidad, de cor-
poralidades. También ello queda para otra vez.

X. Es ya el momento de ver, con suma brevedad,


cómo la historia es la manera en que el tiempo se hace ‘nuestro’

El tiempo, decía al comenzar el parágrafo anterior, es una cuestión


de experiencia, experiencia corporal, experiencia del cuerpo. El tiempo
es para el cuerpo, pues, una experiencia. ¿Y qué pasa con la historia?
La historia es la manera en que se hace ‘nuestro’ el tiempo, en que hace-
mos nuestro el tiempo. Hacemos nuestro el tiempo dándonos espesor
de encarnación, porque nuestro cuerpo, ya existente, siempre se encar-
na más y más con el tiempo. Todo lo que se nos da en y con el tiem-
po lo hacemos nuestro ‘engordando’ el cuerpo, pues a nosotros todo se
nos hace cuerpo [‘cuerpo de hombre’]. Pero hay más, hay un segundo
aspecto, aquel por el que hacemos nuestro el cuerpo; no simplemente
somos sus ‘pacientes’ porque el tiempo nos ‘engorde’, sino que tam-
bién, y quizá sobre todo, somos sus ‘actantes’: nos construimos en el
tiempo siguiendo lo que es nuestro diseño creativo, modelamos el tiem-
po y, con y en él, modelamos nuestro cuerpo [‘cuerpo de hombre’].
Ambas vertientes de ese proceso de nuestra relación con el tiempo
constituyen la historia. Historia que es siempre nuestra, historia de nues-
tro cuerpo —de nuestra personalidad, de nuestra corporeidad, de nues-
tras corporalidades—, e historia de aquello que no es nuestro cuerpo, tal
como, con los instrumentos de la acción racional de la razón práctica, lo
vamos haciendo, lo vamos modificando, vamos viendo nuevos aspectos
que antes no habíamos tenido en cuenta; historia de nuestra relación con
el mundo y de qué manera, desde nuestros ‘emperramientos científicos’,
vamos viendo cómo es él. Historia que es siempre nuestra construcción,
la manera que vamos teniendo de leer, interpretar, explicar y compren-
der lo que hemos ido siendo y lo que vamos sabiendo. Como en la ‘cien-
cia dura’ —como gustan decir algunos—, producto, es verdad, de ‘empe-
rramientos’, pero aquí —en la ‘ciencia blanda’— no de cualesquiera,

394
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo

sino de difíciles y muchas veces obscuros ‘emperramientos racionales’,


siempre en el filo del cambio de página, de nuevas bases, orientaciones
y puntos de vista. ‘Historia científica’, sí, pero nunca una “(mera) historia
científica”541. Más bien, ‘historia científica (de nuestros emperramientos)’.
La historia es, por eso, la corporalidad por antonomasia, no cual-
quiera de las que nos hablan de diferentes “obras”, sino aquella otra que
nos habla de cómo se las vieron un conjunto, ya ido, de corporeidades,
y, por ende, de personalidades. La historia es siempre, en primer lugar,
historia de cuerpos, de corporeidades, [de ‘cuerpos de hombre’], pero, por
analogía, solemos hablar también de la ‘historia de los animales’ o de la
‘historia del cosmos; porque la historia es, primordialmente, lo que acon-
teció a una cierta corporeidad cuando el tiempo se le fue escapando,
cuando lo que iba siendo con ella quedó fijado en la memoria como ya
pasado. Pero, claro es, una memoria que no es crónica, sino memoria de
quien hace suyo ese tiempo de la historia. Por tanto, no se trata, simple-
mente, de aquella ‘distensión’ de nuestra alma de la que nos habló san
Agustín, sino de que nuestra corporeidad alcance de manera consciente,
reflexiva y dicha, el espesor de temporalidad que hace todo lo que es y
va siendo, lo que, como hemos visto, se amasa con y en el cuerpo.
Pero todavía, casi al final, podríamos equivocarnos si es que tomá-
ramos lo que vengo llamando cuerpo como algo en lo que no se ‘cen-
tra’ también y, con él y en él, no tuviéramos en cuenta lo que construi-
mos, es decir, todo lo que tiene que ver con lo que construimos
convirtiéndolo así en nuestras corporalidades: la urbanística maravillo-
samente abigarrada y compleja de la ciudad de Roma, la organización
jurídica de las sociedades y de los estado por medio de códigos y de
cuerpos de sentencias judiciales firmes, la filosofía, la ciencia, la teolo-
gía, las obras de arte, en fin, todo lo que tiene que ver con la labor hacia
el mundo, la labor de manipulación del mundo que realiza nuestra
acción racional de la razón práctica, y que queda fuera como una ‘obra’
suya, como una parte de la corporeidad, desde ahora ya con existencia
mundanal propia, independiente, pero, es claro, con real existencia sólo
para el cuerpo, pues nadie más que el hombre las ve, y las puede ver,
como tales corporalidades; fuera del cuerpo ninguna realidad tienen
—como no sea para Dios—, pero con él y en él tienen una verdadera
541 Es interesante leer: José Andrés-Gallego, Recreación del humanismo.

Desde la historia, Actas, Madrid, 1994.

395
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

realidad, son ya parte de la realidad, como lo son las galaxias. Así pues,
todo esto es también, hay que decirlo así, ‘cuerpo de hombre’.
Ahora, ya al final, tendríamos que hablar del cuerpo martirizado. No
porque yo tenga una especial atracción por ese cuerpo, mayor que por el
cuerpo gozoso, sino porque, en lo que vamos viendo, finalmente, si nos
atenemos a realidad, debe aparecernos el ‘misterio de iniquidad’. No hubié-
ramos hecho una representación verdadera del ‘cuerpo de hombre’ sin
haber tenido presente el cuerpo martirizado del inocente, incluso el cuer-
po condenado del culpable. También esta es obra del cuerpo, y obra hacia
fuera de sí, hacia el otro cuerpo al que se trata como lo que no es. El cuer-
po martirizado nos da ocasión, precisamente, de darnos cuenta de algo que
es esencial: del valor del cuerpo [del ‘cuerpo de hombre’]. Valor infinito
el suyo. Nada más valioso en el entero mundo. Por eso, precisamente
el cuerpo martirizado es la obra del ‘misterio de iniquidad’, terrible mis-
terio que habita también en nosotros, que se apodera de nosotros con
un deseo infernal y nos empuja a la violencia y la muerte del otro; otro
como yo, otro cuerpo como yo soy cuerpo. Misterio inexorable este,
puesto que fruto de nuestra propia libertad. El cuerpo martirizado es,
precisamente él, fruto de lo que no es necesario, pues el cuerpo se rea-
liza con absoluta verdad en el amor a los otros cuerpos, amor al entero
mundo y amor a quien lo creó todo, a la creatividad del todo. Digámoslo
así, el cuerpo está hecho para el amor y de amor será examinado al caer la
tarde. Y, sin embargo, nuestra gran tentación es la de estremecer el cuerpo
del otro, esclavizarlo, aplastarlo, golpear su rostro, ahí en donde, precisa-
mente, el cuerpo se nos hace mirada y escucha. Por tanto, también historia
del cuerpo martirizado, pues sin esta no hay historia verdadera, porque sin
ella sería una historia olvidadora de los tiempos.
El cuerpo, misterio de vida y de muerte, de odio y de amor, de respe-
to y de afecto. Puesto que al cuerpo todo le es posible en extremada liber-
tad. Evidentemente, ‘misterio de iniquidad’, pero, quizá, sobre todo, ‘mis-
terio de salvación’. Muerte y resurrección. Cuerpo aplastado por el odio y
cuerpo resucitado por el amor, porque —¡afirmación de pura locura, de
deseo realizado ya desde ahora!— el destino final del cuerpo es la resu-
rrección de la carne. «Pero él hablaba del templo de su cuerpo». El cuer-
po, así, es icono, mejor, templo del mismo Dios que lo ha creado.
Por ello, todo lo que llevo dicho en estas páginas es, como se ve,
un esbozo preparatorio para una teología del cuerpo.

396
SEGUNDA PARTE

HACIA UNA FILOSOFÍA DEL CUERPO


Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

398
12. PARA UNA FILOSOFÍA DEL CUERPO

Estas páginas fueron escritas cuando se gestaba la última parte de un


libro mío publicado no hace mucho tiempo542. Creo que pueden aclarar
la extraña expresión que desde él me he habituado a utilizar: ‘cuerpo
de hombre, en su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de
mujer’. Simone de Beauvoir nos ayudará de primeras en esta tarea,
introduciéndonos en una manera que no comparto de comprender el
‘cuerpo de mujer’, pero dejando claro que no se puede hacer una filo-
sofía del cuerpo, del ‘cuerpo de hombre, en su identidad-dual de cuer-
po de hombre y cuerpo de mujer’, sin adentrarse también en la consi-
deración del ‘cuerpo de mujer’. Luego ya, proseguiremos sin ella.

I. Simone de Beauvoir, o los líquidos y humores del cuerpo de mujer

La mujer, dice, no es otra cosa que lo que el hombre decide. Y al


hombre la mujer le aparece como un ser esencialmente sexuado; para
él, es el sexo absolutamente. La mujer se determina en relación al hom-
bre y no en relación a sí misma, «es lo inesencial frente a lo esencial. Él
es el Sujeto, él es el Absoluto: ella es lo Otro»543.

542 Notas escritas en diálogo con mis alumnos de antropología filosófica del

curso 1999-2000 en la Facultad de Teología de San Dámaso. Aunque corregidas,


en ningún caso he querido que pierdan ese carácter de espontaneidad.
543 Simone de Beauvoir, Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, Gallimard,

París, 1949, 396 p.; la cita en p. 15.

399
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Cómo es que uno de los dos sexos «se ha afirmado como el único
esencial, negando toda relatividad con relación a su correlativo»? Ningún
sujeto se plantea espontáneamente como inesencial; «no es el Otro
quien definiéndose como Otro define el Uno: es enunciado como Otro
por el Uno que se enuncia como Uno»544. ¿Por qué se da esta sumisión?
La división de sexos es un dato biológico, y de ahí lo que caracteriza a
la mujer: «es el Otro en el corazón de una totalidad cuyos dos términos
son necesarios el uno al otro»545.
Ahora bien, cuando un individuo o grupo de individuos es mante-
nido en situación de inferioridad, «el hecho es que es inferior; pero
habrá que ponerse de acuerdo en el alcance de la palabra ser». Sí, es
verdad que las mujeres «en su conjunto son hoy inferiores a los hom-
bres, es decir, su situación les abre menores posibilidades: el problema
está en saber si este estado de cosas debe perpetuarse»546.
Ningún problema humano es tratado sin tomar partido, por ello
Simone de Beauvoir reconoce el suyo. No hay otro bien público que
aquél que asegura el bien probado de los ciudadanos, y las institu-
ciones son juzgadas por las oportunidades concretas que ofrecen a
los individuos, sin por ello confundir felicidad con interés privado. La
perspectiva que adopta es la de «la moral existencialista», que expli-
cita así:

«Todo sujeto se plantea concretamente como una trascendencia a


través de proyectos; no realiza su libertad más que por una perpe-
tua superación hacia otras libertades; no hay otra justificación de la
existencia presente más que su expansión hacia un porvenir indefi-
nidamente abierto. Cada vez que la trascendencia recae en inma-
nencia hay una degradación de la existencia en ‘en sí’, de la libertad
en facticidad; esta caída es una falta moral si es consentida por el
sujeto; si le es infligida, toma la figura de una frustración y de una
opresión; en los dos casos es un mal absoluto»547.

544 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 17.


545 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 19.
546 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 25.
547 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 31.

400
Para una filosofía del cuerpo

La situación de la mujer viene dada porque, siendo como todo ser


humano «una libertad autónoma, se descubre y se escoge en un mundo
en el que los hombres le imponen asumirse como el Otro»; se le fija
como objeto y se la dedica a la inmanencia, «pues su trascendencia esta-
rá perpetuamente trascendida por otra conciencia esencial y soberana».
Lo esencial es reivindicación fundamental de todo sujeto, pero la mujer
se encuentra en «una situación que la constituye como inesencial». Ese
es su drama. ¿Cómo salir de ahí?548.
Éste es el punto de partida del pensamiento de Simone de Beauvoir
sobre el segundo sexo.
¿Es verdad, como piensa ella549, que la actividad sexual no está nece-
sariamente implicada en la naturaleza del ser humano? De acuerdo, si a
la actividad sexual como tal se refiere; no tanto si supone que esta es
la que define los sexos; nada, en todo caso, si piensa que el hombre no
es un ser sexuado. Suponerlo es quitarle su espesor de carnalidad, sin
el cual el hombre —el hombre y la mujer— ya no sería ‘cuerpo de hom-
bre’. El hombre es un ser esencialmente sexuado, siendo eso que es, es
decir, ‘cuerpo de hombre’.
Como ella propone, trascenderse, proyectarse, «empastarse en un
proyecto»550 —¡hermosísima expresión!—, muy bien, de acuerdo, pero
nunca descorporalizarse, desencarnarse —ni siquiera tras la resurrec-
ción que será resurrección de la carne o no será sino chanfainas—; pero
ella, debido a la importancia que ha dado a la libertad, y esta entendi-
da a su especial manera, parece en cada momento quedar liberada de
todas las ataduras del pasado, de la carne, de la corporeidad, también
de las corporalidades, en libre disposición para el futuro, pero, se diría,
despejada ya de las viejas ataduras: «desde el momento en que la mujer
es libre, no tiene otro destino que el que se crea libremente»551.
La mujer no queda definida ni por «las fórmulas, ni por las singula-
ridades anatómicas», pues es «su evolución funcional la que le distingue
del macho»552. Valga; pero fisiológica y no psicológicamente hablando,

548 Cf. Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 30-31.


549 Véase Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 39.
550 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 43.
551 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 302.
552 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 62.

401
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

nos dice, las mujeres «encierran en ellas un elemento hostil: es la espe-


cie quien las carcome»553, y sólo escapando a ello, cuando «la mujer se
encuentra liberada de las servidumbres de la hembra», se ofrece el
momento en el que, como veremos después, «ella coincide consigo
misma»554. Los datos biológicos tienen extrema importancia, pero «no
constituyen para ella un destino fijado»555; como dice, y dice bien, de
ellos no se obtiene una jerarquía de sexos. Añade, siguiendo a Maurice
Merleau-Ponty, que el hombre no es una especie natural, sino que es
«una idea histórica», por lo que la mujer es no una realidad fijada, sino
un devenir, y que en este es en donde «habrá que confrontarla al hom-
bre, es decir, habrá que definir sus posibilidades»556, pues, para el hom-
bre, «la naturaleza no tiene realidad en tanto que no es retomada por su
acción»557; poco después, añade un dato esencial en su pensamiento,
«no hay realidad vivida sino en tanto que asumida por la consciencia
a través de las acciones en el seno de la sociedad»558. De nuevo esa
idea: el ser, el serse, es la esencial novedad del proyecto de futuro,
por más que proyecto también y sobre todo societario. Aunque, bien
es verdad, Simone de Beauvoir reconoce que esa libertad «no es
incompatible con la existencia de ciertas constancias»559; el psicoanáli-
sis las muestra: el valor concedido al pene, tan ligado con la aliena-
ción. Insiste en la audacia «de asirse como actividad autónoma, de rea-
lizarse en su singularidad»560. Forja y conquista. Y ahí, la relación de
los dos sexos es de lucha, «llegada a ser un igual para el hombre, ella
aparece tan temible como en los tiempos en los que estaba frente a él
la Naturaleza extranjera»561.
Y todo esto no es cualquier cosa, «en el acto sexual, en la mater-
nidad, la mujer no compromete tiempo y fuerzas, sino valores esen-
ciales»562. Para ella, engendrar, dar de mamar, no son actividades, sino

553 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 67.


554 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 68
555 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 70.
556 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 72.
557 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 73
558 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 76.
559 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 87.
560 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 99.
561 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 302.
562 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 102.

402
Para una filosofía del cuerpo

funciones naturales, «ningún proyecto se encuentra comprometido en


ello», no es más que mero «destino pasivo sufrido pasivamente»563; en
cambio, «no es dando la vida, sino arriesgando la vida» como el hom-
bre se eleva por encima del animal, y ahí está la clave de todo el mis-
terio; la creación de valores se da en ese ir más allá564. Por eso, pien-
sa, las mujeres reivindican «ser reconocidas como existentes con el
mismo título que los hombres y no someter la existencia a la vida, el
hombre a su animalidad»565.
Toma nota de la «inmensa importancia» de los cambios que se están
dando en la sociedad: «por la inseminación artificial se acaba la evolu-
ción que permitirá dominar la función reproductora». La mujer, redu-
ciendo el número de partos, integrándolos en su vida, en lugar de
dejándose esclavizar por ellos, podrá «conquistar el dominio de su cuer-
po». Sustraída en buena parte «de las servidumbres de la reproducción»,
podrá «asumir en gran parte el rol económico que se le propone y que
le asegurará la conquista de su persona entera». La evolución de la
mujer, pues, se explica por la convergencia de estos dos factores: «par-
ticipación en la producción, y manumisión de la esclavitud de la repro-
ducción»566. Qué razón tiene cuando exclama jubilosa: «parece que la
partida está ganada»567.
El libro está lleno de los necesarios líquidos, humores, olores, mens-
truaciones, oquedades, posesiones, falos y vaginas. Belleza de la mujer,
de la mujer joven. Atracción casi irresistible por las prostitutas. Por fin,
crisis de la menopausia, «cuando la mujer escapa al dominio de la espe-
cie», y «es entonces cuando la mujer se encuentra liberada de la servi-
dumbre de la hembra»; no es un eunuco, pues su vitalidad resta intac-
ta, pero «ya no es presa de potencias que la desbordan: ella coincide
consigo misma». Han dicho que se trata entonces de un tercer sexo, y
así es, en efecto, dice, pues no son machos, no son hembras, y muchas
veces, añade, el equilibro fisiológico se traduce en salud, equilibrio,
vigor que antes no poseían568.

563 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 110.


564 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 111.
565 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 113.
566 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 203.
567 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 216.
568 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 68.

403
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Le encanta a Simone de Beauvoir «el sorprendente destino»569 de


Teresa de Jesús, pues «ella manifiesta con brillantez que una mujer
puede elevarse tan alto como un hombre cuando por un azar sorpren-
dente le son dadas las ocasiones de un hombre»570. ¿Santa Teresa como
espléndida mujer menopáusica? ¿Santa Teresa como capitana del tercer
sexo? Terrible, ¿no?
Para Simone de Beauvoir, «el cuerpo es un (mero) [esta palabra la
añado yo] instrumento de nuestra captura (prise) del mundo»571. Claro,
pero eso es mero desencarnamiento. Ya no somos cuerpo, al menos no
somos ‘cuerpo de hombre’, ‘cuerpo de mujer’.

¡Dios mío, menudo pedrisco nos cayó encima! ¿No ha caído final-
mente Simone de Beauvoir, a quien veo ahora que la he leído con tier-
na simpatía, en una esclavitud del hombre, del macho, del macho
moderno, de sus ideales existencialistas, tan férrea o más que aquella
que tan bien y con tantísima fuerza critica? ¿No ha deseado Simone de
Beauvoir tan ardientemente que llegaran tiempos de neo-liberalismo
descarnadamente utilitario y de mundialización explotadora, que aquí
los tenemos? Y ahora, ¿qué? ¿Qué pensar del pensamiento de Simone de
Beauvoir y de su segundo y tercer sexos?
En primer lugar, que no me gusta su cuerpo. Que no me gusta su
libertad. Su cuerpo no es, en su caso, verdadero ‘cuerpo de mujer’. Su
libertad es un desquiciado remedo de libertad, la libertad del aire, de los
flatus vocis. ¿Por qué? La razón me parece sencilla, porque tiene una con-
cepción falsa de lo que es el ‘cuerpo de hombre’, aunque muchas de las
cosas que dice Simone de Beauvoir son de extraordinaria agudeza. Y
tiene una concepción falsa de lo que es el cuerpo debido a que no lo
considera con su real espesor de carnalidad. Es una mujer que sabe
mucho, y dice muy bien lo que sabe, pero que no tiene el espesor de la
memoria, y sin espesor de memoria no hay carnalidad, no hay cuerpo;
evita por todos los medios intelectuales y personales ser carne enmemo-
riada. Para ella, los constreñimientos, entre otros el de la pesantez del
cuerpo, son desgracias, alienaciones, acciones de enemigos a batir, que
debemos evitar, malograr, hacer desaparecer a toda costa como nuestros
569 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 173
570 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 174.
571 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 70.

404
Para una filosofía del cuerpo

enemigos máximos, los que nos impiden proyectarnos libremente en


cada momento hacia el futuro diseñado por nosotros. Pero así, todo es
vano, todo es nadería, todo es nada. Nadie somos, en ningún lugar esta-
mos, y, por tanto, a ningún sitio iremos, pues no tenemos ningún sitio a
donde ir. Pura vanidad, puro desvanecimiento, pura desencarnación,
pura libertad de cartón piedra. Pura preparación de la sociedad global,
mundializada, que por todos los medios busca desperdigarnos, reducir-
nos, dominarnos, deshacernos, subyugarnos, desmocharnos, vencernos.
¿Lo conseguirá? Voto a bríos que no. Aquí estamos para impedirlo.
En segundo lugar, que tampoco me gusta su ser, su manera de com-
prender el ‘ser’. Dicho a mi manera: su ‘realidad’, ninguna ligazón tiene
con el ‘mundo’; su ‘mundo’ en nada expresa la ‘realidad’. Es como si,
para ella, naciéramos en cada instante, sin pasado, sin cariños que ven-
gan de antes, por eso digo que sin espesor de carnalidad, por eso, creo,
sin futuro de realidad, sin imaginación creativa de nuevos mundos que
se hacen realidad, sin corporalidades, sin tiempo, sin espacio. De pura
delgadez, su ser ha desaparecido también entre las sutilezas del espíri-
tu gaseoso. Desencarna totalmente el cuerpo de hombre. La suya, por
tanto, nada tiene que ver con la filosofía del cuerpo que buscamos.
En tercer lugar, que respeto a Simone de Beauvoir con una simpatía
grande, que en modo alguno tenía antes de leerla572.

II. Una filosofía del ‘cuerpo de hombre’

Una vez, posibles editores de un libro que había escrito573, me dije-


ron: levantas muchas liebres, pero cazas pocas. Quizá lo de que las

572 Sus libros de memorias son maravillosos: Mémoires d’une jeune fille rangé,

La force de l’âge y La force des choses, Gallimard, París, 1958, 1960, 1963, 359, 622,
686, p., respectivamente. Un inmenso cúmulo que hay que leer por necesidad.
573 La razón y las razones, Tecnos, Madrid, 1991, p. 241. Por extrañas e ines-

crutables fuerzas del destino, quizá el destino de aquellos años, este libro fue
publicado —¡tengo en casa la prueba!—, pero nunca fue distribuido —¡al menos
nunca lo encontré en ninguna librería, siendo como soy un infatigable comprador
de libros!—, y ni siquiera estoy seguro de haberlo visto en algún catálogo de esa
editorial. Siempre me he preguntado el porqué, entonces, lo publicaron aquellos
probos editores. Quizá, sin más, se debió a que al punto quedó claro que nadie
lo compraría. Algo ha ganado el pobre libro: ahora es una verdadera rareza.

405
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

levanto se debía a que eran amigos; puede ocurrir que en realidad ni


las levante ni las cace. ¡Si al menos en estas páginas se oyeran ladridos!
Para alguno de vosotros574 todo esto va siendo casi poesía, ¿sólo poe-
sía?; pero, además, ¿es que sería malo que fuera sólo poesía?
¿Cómo debería ser una filosofía del cuerpo, del ‘cuerpo de hombre’?
Creo que contendría varios apartados; por supuesto que imbricados
unos en otros. Esos apartados serían los siguientes. El ‘cuerpo de hom-
bre en su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer’ como
centro, producto de una evolución. El ‘cuerpo de hombre’ como centro,
resultado de una historia. El ‘cuerpo de hombre’ como centro de per-
cepción. El ‘cuerpo de hombre’ como centro constructor de lenguaje. El
‘cuerpo de hombre’ como lugar de un continuo mirar más-allá. El ‘cuer-
po de hombre’ como centro de deseo. El ‘cuerpo de hombre’ como cen-
tro de imaginación. El ‘cuerpo de hombre’ como centro de pensamien-
to. El ‘cuerpo de hombre’ como centro de decisión. El ‘cuerpo de
hombre’ como centro de acción. El ‘cuerpo de hombre’ como centro de
proyección. El ‘cuerpo de hombre’ como centro constructor de corpo-
ralidades. El ‘cuerpo de hombre’, en todos esos apartados, como lugar
siempre de descentramiento. El ‘cuerpo de hombre’, finalmente, como
lugar en el que ir, de verdad, más allá de sí.
Planteadas las cosas del cuerpo de esta manera, se establece una dis-
tinción esencial: la que hay entre el mundo y la realidad. Mundo es, por
así decir, lo que llega hasta el cuerpo y sus percepciones decisorias; rea-
lidad es lo que sale por la puerta de su acción, pues se produce un cam-
bio esencial entre lo que entra en él, constituyéndolo como tal cuerpo,
que viene desde muy lejos, y lo que sale de él, producido por él, a la
vez que constituyéndolo en un exceso de su propio ser, de manera que,
ahora, su mirada es capaz de ver sus excesos, de actuar en ellos, de
expresarlos, de expresarse en ellos, de ser en ellos, y que saliendo de
él va también muy lejos. Ese exceso sobre lo que es el mundo, exceso
que se produce en él, junto a él y para él, exceso que le es donado en
el ámbito agrandado del ‘cuerpo de hombre’ y de sus corporalidades,
eso es la realidad, o, si se me permite, el portillo por el que se nos ofre-
ce la realidad, siempre en exceso, el portillo que da acceso a la realidad,

574 Recuerdo al lector que originariamente son unas notas escritas en diálo-

go con mis alumnos.

406
Para una filosofía del cuerpo

siendo ya esencialmente realidad, mucho más que mundo, en exceso


sobre la mundanalidad del mundo. Se podría pensar que al fin y al cabo
todo es lo mismo; pero no, hay un exceso, y ese exceso es el que,
desde el mundo en el que estamos, estamos nosotros como cuerpo de
hombre, como cuerpo de mujer, con nuestras corporalidades, nos da
acceso a la expresión de la realidad que somos y a la que se nos da
abrirnos. Si se pudiera hablar de un estar en dinamicidad, y no en sim-
ple y mera estaticidad, como creo se puede hablar, podríamos decir que
el mundo tiene que ver con el estar de nuestro ‘cuerpo de hombre’ y la
realidad con su ser. Un estar que viene de muy lejos de sí; un ser que
lleva muy lejos de sí. Empleando una metáfora que me gusta: el ‘cuer-
po de hombre’ como figura en el paisaje, mundo sería lo que toca al
mero hecho de ser figura —aunque algo es figura porque alguien la
percibe como tal, nótese, pues, la importancia decisiva del principio
antrópico—, en cuanto al cuerpo, pues, el estar ahí como figura; reali-
dad, el saberse siendo figura en un paisaje, es decir, con capacidad de
verlo todo como paisaje y verse a sí mismo como una figura destacada
en él, diferenciada de él, el serse, empleando el hermoso modo una-
muniano.
Centro que en ninguno de aquellos apartados tendría nada que ver
con una especie de átomo, sino, de imaginar algo, como centro de una
esfera viva, a la que llegan rayos de todos los lados y de la que salen
rayos hacia todas las direcciones. De ser algo, más mónada leibniciana
que mero átomo, punto de vista que expresa el universo entero. Centro,
pues, de una esfera, de un universo. Ese centro tiene que ver con lo
que me gusta llamar principio antrópico; indica que el ‘cuerpo de hom-
bre’ es lugar decisivo de evolución, de historia, de percepción, de len-
guaje, de mirar más-allá, de deseo, de imaginación, de pensamiento, de
decisión, de acción, de proyección, de construcción de corporalidades,
de irse más allá de sí mismo, en una palabra, de serse. El hablar de cen-
tro sugiere enseguida la esfera, pero sería mejor hablar de red y de
nudos en la red, puesto que esto sugiere la conexión con otros nudos
o centros, conexión cercana o lejana, conexión directa o indirecta, pero
bien real, a través de otros nudos o centros, hasta lejos, hasta lo más
lejos, hasta constituirse en red con el conjunto entero de centros. Por
eso digo que el centro, o nudo en esta nueva metáfora, más tiene de
mónada leibniciana que de mero átomo.

407
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

El ‘cuerpo de hombre’ como centro, producto de una evolución. Lo


que somos como cuerpo nos es dado en un complejísimo proceso que
comenzó, si la teoría cosmológica hoy recibida se mantiene, en la gran
explosión inicial. Muchos son los aspectos que aquí deberán entrar.
Entre ellos está el de ver de qué manera la evolución material, de la
materia física, es productora o no de procesos abiertos, es decir, proce-
sos en los que, mirando hacia atrás en el tiempo, quepa novedad, en
los que el conocimiento exacto de lo precedente nada diga, en defini-
tiva, sobre los caminos a seguir en el tiempo futuro, o al menos no lo
diga todo. Es posible, las cosas ahora en la ciencia parecen apuntar
hacia ahí; aun cumpliéndose leyes físicas con estructura dada por ecua-
ciones diferenciales en las que los resultados puntuales están de tal
manera atrapados que son —¡serían!— predecibles por completo, sin
embargo, las condiciones de contorno sean tales que el producto final
aparezca como totalmente impredecible. Por ejemplo, basta con hacer
que los bordes de una mesa de billar estén alabeados para que, siendo
totalmente predecible la dirección que va a tomar la bola en cada golpe
en ellos, el camino de la bola enseguida se hace totalmente impredeci-
ble; sabemos que ese camino es impredecible, que es azaroso. Además,
como segundo punto, el juego entre probabilidad y estadística rige los
destinos del mundo. Y en la estadística ese es un juego muy sutil. Todo
resultado macroscópico es estocástico, está compuesto de millones y
millones de comportamientos de elementos microscópicos, mas ofre-
ciéndosenos en un proceso global que, como consecuencia del juego
que entre ellos se establece, tiene resultante predecible, pero en donde
cada uno de ellos es puramente azaroso, muy difícilmente predecible,
si no imposible, incluso con imposibilidad absoluta. Aquí la mecánica
cuántica y las teorías sobre el espaciotiempo lo han revolucionado todo
con respecto a la ciencia clásica, y ahora estamos sacando las conse-
cuencias, tan decisivas. Del absoluto desorden producido, por ejemplo,
por las vibraciones meramente cuánticas de las partículas espacio-tem-
porales, piensan algunos que nacería el orden cósmico, y no de una
explosión inicial como nos cuenta la teoría cosmológica recibida. Hoy
se estudia con ahínco el paso del caos al orden, el nacimiento de pro-
cesos de estabilidad macroscópica sobre bases de inestabilidad
microscópica. Incluso el decirse hoy materialista en modo alguno sig-
nifica lo que significaba hace unos años, porque la materia hoy nos

408
Para una filosofía del cuerpo

aparece de más en más abierta. Un “materialismo de la materia cerra-


da”, no deja espacio para la libertad, con lo que prohíbe alma y Dios
—pues siempre cabe el razonamiento spinozista del Deus sive Natura,
o lo que es lo mismo, Dios, es decir, la Naturaleza—; mas un “materia-
lismo de la materia abierta” sólo si se clausura, dentro de la manera de
hablar que es la mía, negándose a acceder a la realidad, por haberse
emperrado en quedarse encerrado en el mundo, en la mundanalidad,
seguramente contra toda evidencia de coherencia racional, puede negar
el alma y Dios, pero si no se clausura, si, como aquí buscamos, se
encuentran razones para no clausurarlo, todo queda por ver, por decidir.
El ‘cuerpo de hombre’, así, es resultado último de una complejísima
evolución material [mundanal], pero de una ‘materia abierta’. Hasta
ahora pensaba yo que materia no era palabra adecuada, puesto que no
lograba encerrar todo lo que el cuerpo de hombre es en realidad. Lo
sigo pensando, pero ahora con matices. Algunos hablan de “emergen-
cia”, de que en la materia emergen estadios distintos de ella misma, de
más en más compleja, de manera que, de ella, emerge novedad con res-
pecto a estadios inferiores, hasta el punto de que los superiores no son
reducibles a inferiores, pues se ha dado esa emergencia de novedad en
el mismo estadio inferior de la materia. La reducción, en cambio, lo que
haría es convertir en última instancia todo estadio superior de la mate-
ria en estadio inferior de la materia, es decir, bien miradas las cosas,
reconvertirlas en procesos de la terrible complejidad del desarrollo
material; el pensamiento ahí, por ejemplo, sería reductible en última ins-
tancia a funcionamiento del sistema nervioso central. Pero pienso que
hoy no es defendible racionalmente esta reducción. Un paso adelante
fue el emergentismo, por ejemplo, el de Mario Bunge. Quería seguirlo
teniendo todo atado y bien atado; había que, simplemente, establecer
distintos estadios de emergencia en la misma materia, con lo que
podríamos seguir manteniendo la “materia cerrada” y, de esta manera,
un “materialismo de la materia cerrada”. Pienso que no es así, y que, por
el contrario, encontramos una ‘materia abierta’ que hace posible el sur-
gimiento en ella de esto que vengo llamando ‘cuerpo de hombre’. Hace
posible, pero ¿cómo?, y ¿por qué? Enseguida encontramos, pues, incluso
en la evolución, el problema de la finalidad: la afirmación del ‘punto
rojo’ del árbol de la evolución indica seguramente no que la evolución
es antrópica en sí misma —pero ¿qué significaría esto?—, sino que todo

409
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

lo que decimos sobre ella expresa nuestra manera de ver el mundo, por
más que, evidentemente, nos emperremos con razón, y cargados de
razones, en que esos nuestros decires sobre el mundo son verdaderos.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro es el resultado de una historia.
La historia de nuestra tribu, de nuestra familia, siempre desde los más
viejos tiempos, todas las ciencias históricas nos dicen cómo se ha ido
constituyendo eso que somos como resultado; nuestra propia historia
personal, de la que tanto aprendemos también mediante la interpreta-
ción psicológica. Todo ello nos constituye en lo que somos de princi-
pio. Evolución e historia nos proporcionan el nicho en el que se nos da
lo que somos, lo que somos en la sociedad que es la nuestra, y lo que
somos personalmente cada uno de nosotros, en lo que estamos siendo
de principio. Todo lo que somos nos ha sido dado en el proceso de la
evolución y en la historia. Ambos, pues, nos ofrecen los constreñi-
mientos a los que debemos atenernos, desde la mano prensil y la capa-
cidad craneana, hasta el hecho de hablar una lengua y poder contar las
historias de nuestra familia. Constreñimientos, pues estamos impelidos
a proceder con eso que nos ha sido dado como ‘cuerpo de hombre’,
cuerpo individual y cuerpo societario. Jamás podremos saltar sobre él a
lo largo de nuestra acción, y durante toda la vida; son nuestro espesor
de carnalidad, impiden que podamos ser considerados como platónicos
“espíritus puros”, que todo se nos resuelva en la mera almalidad. Para
nosotros, el cuerpo es un dato fundante, es el lugar desde el que cons-
truimos, con él nos expresamos, con él nos hacemos lo que vamos sien-
do, hasta el punto de que nada tiene de pesada carga que debemos
arrastrar la vida entera, sino que es la condición de posibilidad de ir
siendo lo que podemos ser, de lo que escogemos ir siendo, es el lugar
individuado de nuestro serse; con él expresamos realidad, nos hacemos
realidad. Si hay la pesantez del cuerpo, si hay pesada carga, al menos a
veces, es la pesada carga del ir siendo; todo lo contrario de la levedad
del ser de la que algún insensato habla. El serse es ese juego sutil entre
los constreñimientos y la libertad —pues somos libres—, que a lo largo
del tiempo nos constituye en eso que somos. Tenemos un nicho en el
que ser, sería mejor decir en el que comenzar a ser, pero buscamos
incesantemente un lugar en el que estar, siempre nuevo y distinto, aun-
que sólo fuera porque el cuerpo, el ‘cuerpo de hombre’, es esencial-
mente temporal, para ser en él, siempre el mismo y siempre distinto,

410
Para una filosofía del cuerpo

siempre en búsqueda, siempre en encuentro. Y este juego sutil es a la


vez personal y también comunitario. Ese es el juego sublime del serse.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro de percepción. Hay ahí algo
obvio y que nos viene enseñado por la psicología. Me bastará con el
dicho sorprendente de que «vemos lo que el cuerpo nos da a ver». Pero
hay más. Aquí entra en juego lo que llamo principio antrópico. Nada de
lo que decimos está fuera de nosotros como centro de percepción.
Jacques Monod en su fantástico e insidioso libro El azar y la necesidad,
quiso que pensáramos algo que se nos revela falso por demás: sabemos
que nuestro discurso científico es nuestro, pero mediante una ardua
labor ascética debemos cortarnos de él, haciendo de él un “discurso
objetivo”, y esa ascética sería la que constituiría el método fundador del
discurso científico. La ciencia, así, sería esencialmente una ciencia sin
sujeto. Son mil y más las razones que nos indican la falsedad de esta
postura, fruto último y bien curioso de un calvinismo jansenista, que
busca, en definitiva, distanciarse ascéticamente del cuerpo del hombre
para caer en la mera almalidad. Falsa por razones internas a la propia
filosofía de la ciencia, pero, sobre todo, falsa en la coherencia del con-
junto, en cuanto que la corta, la echa a un lado, la desprecia, la aban-
dona, falseando el conjunto con una coherencia desencarnadora.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro constructor de lenguaje. El len-
guaje es hacedor del ‘cuerpo de hombre’. Me basta decir lo que sigue.
Para muchos, en afirmación bellísima, pero quizá discutible pues me
temo que se trata de afirmación de Noam Chomsky y de sus choms-
kyanos, la diferencia definitiva entre el lenguaje de los animales, que
puede llegar a tener mayor riqueza de lo que pensábamos hasta ahora,
y el de un niño está en que este, aun cuando tenga una menor canti-
dad de signos para conectarse con los de su especie que los de un ani-
mal desarrollado, sin embargo, posee una riqueza esencial: la gramáti-
ca; pues el niño primero domina la gramática y después utiliza las
palabras y lo que estas significan. Hay ahí algo apasionante. Pura dis-
cusión todavía. Apasionante discusión.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro de imaginación. Esa capacidad
asombrosa que tenemos de imaginar es seguramente lo más central de
nuestra distinción dentro del género de los animales. Factores constre-
ñientes de nuestra morfología nos la posibilitan. Factores de nuestras
propias internalidades nos la hacen real. Imaginación que, dentro de

411
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

ese saberse figura en el paisaje, es capaz de construirse mundos posi-


bles para, jugando con ellos, manipular este mundo real. Imaginación
que me pregunto si no será pura y simple inteligencia, o al menos capa-
cidad inteligente de escapar a la mera mundanalidad, de lo cual segu-
ramente ninguno de los otros seres del mundo es capaz, y que está en
la base del ‘exceso’ al que antes me referí. El ‘exceso’ nos es posible a
nosotros, quizá además sólo a nosotros, y nos es posible haciéndonos
escapar de los constreñimientos mediante ese poder increíble de la ima-
ginación. Siendo de esa manera, la imaginación es una facultad cons-
tructiva que posibilita la realidad; sería, por así decir, el camino al por-
tillo al que antes me refería. La imaginación es juego de aperturas, pero
nótese bien que no es juego de meras locuras. Lo imaginado debe
poder sostenerse. No es la imaginación un mero sueño, un mero deli-
rio. No siempre cualquier ensoñación es realmente imaginativa, pues
también la imaginación está sometida a constreñimientos muy estrictos.
Un arquitecto imagina espacios urbanísticos, imagina edificios. Luego
hay que realizarlos. Los espacios urbanísticos son más libres, pero no
todos se hacen posibles, pues algunos son mera destrucción. Los edifi-
cios deben sostenerse en pie, deben servir para lo que fueron pensa-
dos. Podemos imaginar cómo sería un mundo, por ejemplo, sin pesan-
tez gravitatoria, pero no liberado de todas las leyes físicas, pues en este
caso ni siquiera podríamos imaginarlo. Imaginación y pensamiento,
pues, van ligados en el más íntimo acoplamiento.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro de pensamiento. Porque los pen-
samientos no se hacen “fuera” del cuerpo, sino ‘en el cuerpo’.
¿Recordáis ahora la importancia que en páginas anteriores dí a que lógi-
ca y matemáticas no se dan en un mundo platónico descarnado, en una
especie de mundo 3 popperiano? Ahí, en última instancia, nos jugamos
la vida. Mas, es obvio, el pensamiento no es un mero epifenómeno de
ciertas funcionalidades del cuerpo. Entonces, ¿qué es?, ¿de qué manera
se da ‘en el cuerpo’, pero saliéndose de él?, pues los pensamientos no
son corporales, ni siquiera corporalidades, y si lo fueran lo serían de
una manera muy singular. Terrible cuestión.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro de decisión. ¿Se podrá decir que
decidimos con el cuerpo? Claro, pero un hablar así puede llegar a
hacer pensar que hay un “fantasma” en el cuerpo que es quien lo diri-
ge. No es esto. ‘Yo soy mi cuerpo’, sí; pero ¿‘yo soy mi mero cuerpo’?

412
Para una filosofía del cuerpo

En definitiva, ¿qué es el ‘cuerpo de hombre en su identidad-dual de


cuerpo de hombre y cuerpo de mujer’? Ya sé que el viejo Popper que-
ría prohibirnos todas las preguntas ‘qué-es’, pero no me gusta que, sin
más, me prohíban nada. ¿Qué relaciones se dan entre eso que llamamos
el yo y nuestro cuerpo, ‘cuerpo de hombre’, evidentemente? El yo sería
ese centro de percepción, de decisión, de acción, unificado en cuanto
que es consciencia; consciencia individual, por lo mismo y de la misma
manera que el ‘cuerpo de hombre’ es individual.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro de acción. Esto es decisivo. En
ella, el ‘cuerpo de hombre’ se hace voluntad, voluntad de acción, fuer-
za de acción.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro de proyección. Imaginación, pen-
samiento, decisión, acción, en su darse unificado en el ‘cuerpo de hom-
bre’ es siempre proyectivo, mira a lo que no se da todavía, mira futuro,
mira más-allá. Todo lo demás coadyuva a que esa proyectividad vaya
siendo realidad, se vaya construyendo como realidad, y lo hace en un
proceso retroductivo. ¿Toda?, ¿una parte?, ¿cuál?, ¿por qué esa y no otra?
El ‘cuerpo de hombre’ como centro constructor de corporalidades.
¿Se entiende bien qué es esto que llamo corporalidades? En un tiempo
solía decir que ‘llevamos todo puesto’, que como los caracoles llevamos
siempre la casa a cuestas. Es verdad, pero no es toda la verdad. Siempre
dejamos mucho fuera del cuerpo, de cualquiera de nuestros cuerpos,
fuera de nuestro ‘cuerpo de hombre’. Esos constructos nuestros que
quedan fuera de nosotros, ‘cuerpos de hombre’, son las corporalidades.
Y así las corporalidades son parte de nuestro paisaje, a su manera, cons-
triñen nuestros cuerpos, las relaciones entre nuestros cuerpos, ‘cuerpos
de hombre’, evidentemente. Mas ¿caben corporalidades mentales? Claro.
La filosofía, por ejemplo.
El ‘cuerpo de hombre’ como lugar siempre de descentramiento.
Porque, no nos puede caber duda alguna, el ‘cuerpo de hombre’ no siem-
pre es centro, sino que muchas, demasiadas veces, es descentramiento.
Enfermedad. Culpa. Falta. Ininteligencia. Dejación. Abandono. Desidia.
Traición. Desafecto. Odio. Ruptura. Violencia. Guerra. Destrucción.
Muerte. Nada de esto podemos olvidar en una filosofía del cuerpo.
El ‘cuerpo de hombre’ como lugar en el que ir, de verdad, más allá
de sí. Pero esto es ya pura metafísica, también pura teodicea. Y basta
por hoy.

413
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

III. «Todos temen la palabra alma»

«Todos temen la palabra alma», dice el viejo pintor chileno Roberto


Matta575. Leyéndolo me han temblado las carnes. ¿También yo, que tan
poco me gusta hablar del ‘alma’, temo esa palabra? Es verdad que ape-
nas nunca hablo de ella, y si lo hago es para fustigar su comprensión
platónica —la que olvida que el dogma de la resurrección habla de la
resurrección de la carne—, que no es otra cosa que suma incompren-
sión de quienes somos en verdad, o, para que se me entienda, añado,
la digo entre comillas.
Siempre hablo del cuerpo; aunque, bien es verdad, siempre hablo
del ‘cuerpo de hombre’, pero nunca —al menos desde que me di cuen-
ta de la importancia de ello— diciendo solamente cuerpo, sino, claro
es, ‘cuerpo de hombre’. Hago hincapié profundo en que ‘somos cuer-
po’. Me parece que entendido siempre como ‘cuerpo de hombre’, en su
doble vertiente de cuerpo de hombre y de cuerpo de mujer, y como las
corporalidades que producimos como obra decisoria de lo que somos;
nos enfrentamos ahí a la especificidad más propia de la antropología
filosófica.
Del alma sólo se puede hablar ahí, en ese complejo ámbito.
Dejando de lado lo que acontezca tras la muerte personal —lo que,
aun siendo mucho dejar, haremos aquí—, ‘alma’ sería el núcleo más
íntimo del ‘cuerpo de hombre’, por decirlo así, el núcleo más íntimo de
las infinitas complejidades de lo que somos como ‘cuerpo de hombre’,
con las derivaciones que, desde él, cuerpo personal y cuerpo comuni-
tario, llegan a las corporalidades, las construyen. No hay manera de, en
esta vida mortal, hablar de alma si no es, pues, hablando del ‘cuerpo
de hombre’ y de sus corporalidades. Entendidas las cosas como indi-
co, aquí, en esta vida mortal, no hay posibilidad alguna de hablar de
‘alma’ comprendiéndola como “alma separada” del cuerpo, al margen
de él, con “vida” propia, independiente, que, evidentemente, sería
mejor, sería más propia de nuestro ser hombres, sería más elevada.
Pero me temo que si se habla así, no estamos hablando de lo que
somos, no es un hablar de nuestro ser de hombre; como mínimo es un
hablar meramente ideológico.
575 En una entrevista aparecida hoy, 17 de enero de 1999, en ‘El cultural’ de

La Razón.

414
Para una filosofía del cuerpo

Decía que, desde hace tiempo, toda mi labor de pensamiento se va


desarrollando en una doble vertiente: ¿qué hombre, para que tenga
apertura hacia Dios?, ¿qué Dios, para que esté abierto al hombre?
¿Quién es el hombre para que ‘quepa’ ahí? ¿Quién es Dios, que ‘cabe’
ahí, que quiere ‘caber’ ahí? Ahí, pues, en esa conjunción de aperturas
se da un punto de confluencia entre el hombre y Dios. Para quien
escucha la revelación cristiana es claro: ese punto nodal de confluen-
cia es Jesús, el Cristo, se da en él. En los entornos de ese punto de con-
fluencia es en donde, aunque fuere al margen de la Revelación, cabe
y debe hablarse del alma; pero en ningún otro lugar. “Creados a su
imagen y semejanza”.
El alma no es principio de inteligencia, ni de incorporalidad inmate-
rial, que no somos, pues nunca somos otra cosa que cuerpo, ‘cuerpo de
hombre’; ni de sublime espiritualidad que escaparía de lo que somos,
dándose en lo que no somos ni podemos ser. Somos seres esencial-
mente tocadores, no nos valen las meras almalidades.
El alma se refiere a ese punto de nodalidad que nos define en lo que
somos en definitiva en nuestro camino por ser, mejor, en lo que vamos
siendo en un camino de depuración interna —pero, ¡ay!, no siempre
camino ascendente, también de descenso, de rechazo, de vacío y
nada— que se da en nosotros, conforme dentro de nosotros mismos
vamos ‘ascendiendo’ en un largo camino de ‘preparación’, de ‘huellas’
y de ‘trazas’ —camino de metáforas y de analogías, por tanto—, hasta
hacernos conscientes de ese punto nodal, y dada esa nuestra conscien-
cia, por así decir, acampamos en él para vivir desde él, construimos
desde él lo que vamos siendo, lo que somos —un lugar donde serse—;
pero, y esto es decisivo, en un ‘somos’ que nunca deja de ser corporal
ni creador de corporalidades. Pues “creados a su imagen y semejanza”.
En una concepción así del ‘cuerpo de hombre’, cabe hablar de alma,
hay que hablar de alma, pues hay que indicar cómo el ‘cuerpo de hom-
bre’ que somos no es reductible a materia576, a mera materia, ni a mero

576 Aunque esta sea materia y luego, sucesivamente, se tenga que hacer una

reconversión en algo más complejo y menos material de lo que se pensaba era la


materia, a la que, el empeñado en ser “materialistas”, ahora llamará <materia>,
luego, inasequible al desaliento, tendrá que cambiar a <<materia>>, más tarde a
<<<materia>>>, etc., etc., en un camino que busca como sea poder seguir dicién-
dose “materialista”, pero que nunca llega a alcanzar de verdad la materialidad.

415
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

cuerpo de animal. Hay en nosotros algo que, aparentemente, por lo que


parecemos saber, al menos hasta hoy, nos hace seres únicos en el
mundo577. Precisamente lo que nos hace únicos es aquel punto de noda-
lidad, punto de fuga de nuestro ser578, de nuestro ser ‘cuerpo de hom-
bre’, existente con realidad decisiva, aun en el caso de que llegáramos,
o hubiéramos llegado ya a la conclusión —lo que no es nuestro caso,
al contrario— de que “no hay Dios”, es decir, de que el punto no es,
en realidad, punto nodal, sino inalcanzable punto de fuga, pues no indi-
ca en dónde, mejor, en quién se da la unión a la que me refería antes,
ya que, si es punto de encuentro para nosotros que, siendo ‘cuerpo de
hombre’ y por serlo, no somos “qué”, sino ‘quién’, ahí debe hacérsenos
transparente un ‘quién’ y no un “qué”.
Ese punto de nodalidad —o, quizá, sólo ese punto de fuga, si es que
decidimos que “no hay Dios”— en lo que somos como ‘cuerpo de hom-
bre’, productores de corporalidades, es lo que deberá ser denominado
alma.

Leyendo a Plotino, en el seminario sobre él, andamos cabizbajos y


medio alocados o abochornados porque no sabemos decir qué es el
alma —beneficiado lector, si es que quieres ser lector filósofo, no te rías,
comienza a decírtelo tú mismo, y luego repíteselo a tus amigos, verás
lo difícil que es—, por más que todos tengamos la sensación correcta
de que deberíamos llegar a decirlo, pues lo tenemos en la punta de la
lengua.
Claro, para Plotino todo era muy fácil. Lo que él creía ver por enci-
ma de todo era el mundo de los inteligibles, de los resplandores de la
inteligencia. Para entendernos, el mundo, por ejemplo, en el que se
desenvuelven las matemáticas. Los números primos existen: el 1, 2, 3,
5, 7, 11, 13, etc. Ahí están. Sigamos con la lista, construyéndola.
Llegamos al número primo m. Sabemos que no es el último, pero no
conocemos cuál es el siguiente. Buscamos y lo hallamos: el n. Tampoco
es el último, pues sabemos que habrá otro después. Lo buscamos y lo

577 Por más que sólo fuere porque somos los únicos que podemos pregun-

tarnos qué sea lo propio del hombre.


578 Mas, como defiendo en estas páginas, punto nuestro, de nuestro ‘cuerpo

de hombre’, como lugar en donde serse.

416
Para una filosofía del cuerpo

encontramos: ñ. Nos cansamos, ya está bien, no vamos a gastar la vida


en algo tan obvio. Pero, entonces, ¿acaso pensaremos que el número
primo ñ es el último de la serie de los números primos?: evidentemen-
te no, hay más, lo que pasa es que me he cansado de buscarlos, pero
existir existen otros números primos que todavía no conocemos, el o,
p, q, r, etc. De acuerdo, pero ¿dónde existen? La respuesta de los ploti-
nianos es obvia: en el mundo de los inteligibles, en el mundo 3 en el
decir de Karl Popper (es importante notar que esto nada tiene que ver
con lo que denomino ‘corporalides’, estas nunca son idealidades, meras
inteligibilidades, por más que, algunas, sean fruto de nuestra inteligen-
cia más sutil). Ese es, en verdad, al menos para Plotino, el mundo majo
y bonito, el mundo de las aspiraciones hacia arriba, el mundo de la
Belleza, del Bien, del Uno, en definitiva, de Dios. Hay otro, el de los
cuerpos, con sus atractivas y engañosas bellezas, el de la materia, el que
nos da terribles tirones hacia abajo, el mundo de la corrupción, de lo
que no dura: en definitiva, el mundo del mal. Nosotros somos mezco-
lanza de alma, mundo de arriba, inteligencia, y mundo de abajo, cuer-
po, mera y desapacible materia. ¿Qué debemos hacer?, ascender,
desembarazarnos del cuerpo mediante la ascesis —la ascesis fundadora
de la objetividad del discurso científico de Jacques Monod a la que me
referí más arriba, ¿no es de esta clase?—. Vistas así las cosas, todo es
muy claro.
Lo malo es que las cosas no parecen ser así; no pueden ser así para
nosotros; no son así. Al menos nuestra experiencia es extremadamente
distinta. De ahí la dificultad de encontrar una manera racional de hablar
del alma que no sea un bizquear hacia Plotino. Por difícil que sea, debe-
mos hacerlo, pero ¿cómo?
Es verdad que podemos aristotelizar y decir que el hombre es un
compuesto unificado e indivisible en cuanto tal que tiene dos princi-
pios, un principio formal y un principio material, el alma y el cuerpo,
lo espiritual y lo material, y que el alma es la causa formal del hombre,
etc. Bien, muy bien, lo malo es que ese lenguaje, si queremos repetir-
lo, sólo nos va a servir para decir esto del alma, y para nada más; nin-
gún otro ámbito de nuestros decires, desde los científicos a los de la
experiencia más íntima y personal, podrá decirse con esos mismos con-
ceptos: “principio”, “principio formal”, “causa formal”, etc. ¿Y entonces?,
¿estamos haciendo otra cosa que afirmar porque sí, lo que opinamos,

417
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

creemos o nos viene en gana? El discurso sobre el alma, si quiere ser,


como todos los demás, un discurso racional, tiene que, como los demás,
llegar a ser exactamente eso: un discurso racional sobre el alma. Si no,
no juego.
Lo que digo nada tiene que ver, por supuesto, con una negación del
alma, pero sí muestra una dificultad grave de cómo decirla de manera
que sea dentro de un discurso de racionalidad, y no meramente en una
afirmación de porque-sí. El acabose es que en estos nuestros momen-
tos de terrible relativismo nadie se meterá con nosotros porque tenga-
mos ese discurso —nos dirán respetuosamente: bueno, es lo que tú
piensas, es tú discurso, no me meto con ello, allá tú, el mío es otro—,
pero así habremos roto toda relación del discurso con la verdad, acep-
tando que nada tiene que ver con la realidad, sino solamente con lo-
que-me-place-creer-o-decir, sin ningún esfuerzo por ver si lo que digo
es verdad, y de que sea verdad porque es una realidad. Y, si no, si os
parece que exagero, ensayad por favor vuestro discurso sobre el alma.
Para terminar de emborronarlo todo, ¿puedo decir que la ligazón
entre palabra y ser planea por cima? En fin, algún día tendremos que
precipitarnos al costado de Heidegger. Nuestro lance parece ser no el
de ir de claridad en claridad, sino de obscuridad en obscuridades.
¡Locura! ¿No?

En la vieja página que precede al inciso sobre Plotino, parezco decir,


pues, que el alma tiene que ver con lo que en estas páginas estoy lla-
mando ‘exceso’.
Es obvio que no somos materia comprendida de una manera reduc-
tora. Otra cosa es si habláramos de esa extraña ‘materia abierta’ que
parece hacérsenos visible hoy. Si así fuera, parecería que en ella se dan
varios ámbitos, varios lugares, varios nodos en los que aparecen pun-
tos de fuga, puntos asintóticos en el infinito, en los que la mundanali-
dad muestra un más allá de sí misma, un más lejos, más complejo, en
donde aparecen niveles superiores, niveles de propia espiritualidad.
Sería prueba de que cuando nosotros, desde nuestro propio discurso,
siempre regido por el principio antrópico, descubrimos ese ámbito
nuevo y distinto de la realidad, más allá del mundo, no estamos, sin más,
inventando lo que nos viene en gana sino que percibimos y llegamos a
expresar la complejidad de lo que es, de la realidad de lo que es. Así,

418
Para una filosofía del cuerpo

la separación de mundo y realidad no es separación esquizofrénica,


sino significación de dos ámbitos existentes, profundamente interrela-
cionados, unificados, en definitiva, incluso por encima de nuestros pro-
pios decires, pues estos son limitados, provisionales, perceptivos de
chisporroteos en lo que nos es obscuro. El alma es, en lo tocante a
nosotros como eso que somos, ‘cuerpo de hombre’, esa unificación, esa
realidad de unificación entre mundo y realidad, el portillo de esa unifi-
cación. ¡Uf!, basta ya por hoy de decir vaguedades tenebrosas, espere-
mos otro día más favorable.
Mas, para no terminar en el puro moje de un mar de lágrimas de
desconsuelo, de hastío y de decepción pensando que ya-lo-decía-yo-
todo-esto-del-pensar-no-sirve-para-nada, quizá las cosas comiencen a
tomar nueva luz si nos vemos impelidos en nuestro discurso racional a
hablar del ser y nos parece necesario decir que este es ser-activo. En
otros papeles, por ahí van mis pensamientos. Creo que es en estos con-
textos de discurso en donde cabe hablar de alma, en donde es pura
obligación racional hablar de alma.

Interludio de amistad que hace pensar. Hoy viernes 26 de noviem-


bre de 1999, poco antes del mediodía, vengo de visitar a un amigo
enfermo, viejo amigo de nuestros filosofares salmantinos, el P. Enrique
Rivera de Ventosa, capuchino de 86 años, que vive su momento pos-
trero en la enfermería del convento de Bravo Murillo, junto a mi casa.
Le visito con relativa frecuencia. Siempre hablamos de mística, pues en
ella está.
Su gran preocupación es que la teología, incluso la de los que pasan
por místicos, tiene una mirada de abajo a arriba, de nosotros a Dios.
Comienzan, como dice, por la sociología para llegar a Dios. La prueba,
el que Dios, invisible, se hace visible desde las criaturas; en una pala-
bra, lo que yo trato una y otra vez. Lo suyo es un quejido; porque las
cosas son así nos hemos quedado sin palabra. De más en más concibe
que la teología — en definitiva, también la filosofía, añado— debe venir
dada de arriba a abajo. Dice que es esta la única manera seria, decisi-
va, escuchable hoy, de hablar de Dios, la de quien, en definitiva, se
halla hablando con Dios; no obstante, con gran prudencia añade siem-
pre que este no es incompatible con el camino anterior, aunque se le
ven los gustos, las ganas, las necesidades. El de la búsqueda de Dios no

419
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

será, por tanto, un camino intelectual; en definitiva, dice, el camino


ascendente lo que lleva es a ver a Dios, simplemente a ver, a verlo con
la inteligencia; trata, por tanto, con un Dios intelectualizado, al que lle-
gamos con lo que de inteligible tenemos. No será este, añade siempre,
el Dios Amor de san Juan, ni del último período de san Francisco de
Asís. Él insiste de continuo en que no es ese el camino, en que hoy es
importantísimo realizar que el camino teológico —¿el filosófico tam-
bién?, me pregunto y os pregunto— debe ser descendente, debe partir
de Dios, de un Dios que, desde las entrañas mismas de su propia inte-
rioridad amante, nos da el ser y la existencia, y añade con poéticas
palabras de Fernando Rielo, de un Dios que nos da el ser y la existen-
cia como un beso, un cariñoso beso. Entonces, prosigue, el encuentro
con Dios no termina en un ver, sino en un tener, en un poseer lo que
hemos recibido como donación en ese beso. El camino posee a Dios
desde el comienzo mismo, por obra de ese beso maravilloso que el
cielo nos da. Magnífico.
¡Ay!, no obstante, ¿tan distinto es esto de lo que yo pienso? Me gus-
taría poder decir que, finalmente, no lo es, ¡nos conocemos hace tantos
años! Quizá al P. Enrique y a mí sólo nos separa el esfuerzo de vivir,
pues él está en ese lugar que es ya antesala del cielo, él tiene los ojos
y el corazón allá aposentados, en el lugar de quien anhela. Siempre ha
sido así. Mas ¿no es así también con nosotros, vosotros y yo? Creo que
sí, pero ocurre, quizá, que (¿todavía?) no lo vemos con la limpidez con
la que él lo siente. Si vale decirlo así, nosotros todavía vemos mucho y
tenemos poco. Siempre he dicho que el ver es nuestro, y el oír nos es
dado, más aún el tener, el don que se nos ofrece, el beso que nos pro-
pone el ser.

IV. Me duele el alma con dolor de cuerpo

El hombre es una unidad. El hombre es un compuesto. Ambas afir-


maciones parecen ser verdaderas. La segunda nos aparece clara. Se
puede llegar a saber la proporción de agua, de carbono, de fósforo, que
componen nuestro cuerpo. Sabemos cómo esos componentes elemen-
tales se entrelazan en extremada complejidad haciendo posible la vida.
Somos un haz de complejidades. Basta que algo de ese hacinamiento

420
Para una filosofía del cuerpo

falle, para que la vida falle, y el ‘cuerpo de hombre’ se corrompa, disol-


viéndose en sus componentes. Pero, ha aparecido ya con extremada
claridad, si hablamos del compuesto, enseguida nos referimos al cuer-
po de hombre, pues es en él en donde encontramos la unificación
complejísima de esos compuestos que constituyen al hombre como tal
‘cuerpo de hombre’.
Nótese que para hablar de compuesto nos hemos al punto referido
a componentes. Hemos buscado las bases físicas que componen el
‘cuerpo de hombre’ en su individualidad. Deberíamos buscar también
las bases físico-evolutivas, el modo en que la evolución física del
mundo ha ido dando origen en procesos específicos a esos estadios de
complejidad que posibilitan la existencia del ‘cuerpo de hombre’. Por
eso es tan obvio decir que como el cuerpo de hombre es un com-
puesto, el hombre es también un compuesto. Sin embargo, debe
notarse que ahí hombre, en realidad, no es otra cosa que una manera
abreviada de llamar al ‘cuerpo de hombre’. Desde este punto de vista
de la complejidad de los componentes, somos hombres puesto que
somos ‘cuerpo de hombre’; todo estudio de cómo sea este nos indica
la manera en que se da lo que decía de que el hombre es un com-
puesto.
En un estudio así se llega lejos. Finalmente nos diría mucho sobre el
‘qué’ del cuerpo de hombre.
Veamos ahora cómo sea eso de que el hombre es una unidad.
Comenzaremos a mirarlo desde fuera. En primer lugar volvemos a eso
que acabamos de notar: cuando queremos mirar al hombre, de prime-
ras, vemos al cuerpo de hombre. Digo de primeras porque nos topare-
mos con ulteriores complicaciones. Mirándolo descubrimos enseguida
una unidad espacial a la vez que una unidad temporal. No nos extraña,
pues todo cuerpo por el hecho de serlo tiene ambas unidades. Nos
parece normal que así sea, estamos acostumbrados a ver cómo todo lo
que vemos como cuerpo vivo, todo lo que encontramos como algo
similar a un cuerpo, aunque no sea vivo, sea una piedra o una estrella,
se nos ofrece siempre en una unidad espacial y en una unidad tempo-
ral. Ambas unidades, además, no son puntuales, atómicas, sino que tie-
nen espesor; el cuerpo es en un cierto espacio y es un cierto tiempo,
se da en un cierto espacio y en un cierto tiempo. Esa doble unidad nos
configura un individuo.

421
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Descubrimos también una unidad de comportamiento y de acción.


El individuo en cuestión se mueve siempre conjuntadamente; jamás es
su movimiento un ir cada parte por su camino, se da un comporta-
miento unificado. El individuo puede corretear, ir y venir, pero siempre
es una acción unificada lo que realiza, por más que luego descubramos
mayores sutilezas en su comportamiento y en su acción. Es cierto que
comportamiento y acción unitarios tienen como constreñimientos la
unidad espacial y temporal; bastaría con que sólo se dieran estas, para
que aquellos siempre tuvieran su punto decisivo de unidad.
Un ‘cuerpo de hombres’ es siempre ese individuo con unidad espacial
y temporal en su espesor, con su unidad de comportamiento y de acción.
Así, el cuerpo se me aparece siempre, de primeras, como unidad.
Estas cuatro unificaciones que acabo de plantear las estudiamos en
profundidad mediante ese instrumental científico que nos hemos crea-
do con las diferentes ciencias. No es mi mirada la que produce esas cua-
tro unificaciones, aunque, cierto es, las veo, las estudio, las reflexiono
desde mi propia mirada. Sé que podría darse algo insólito, que mi mira-
da no fuera capaz de verlas, e incluso puedo imaginar que fuera capaz
de ver otras diferentes a estas. Todo lo que soy yo mismo como cuer-
po, ‘cuerpo de hombre’, se ha elaborado de manera que las vea, que
sean decisivas en el reconocimiento del mundo que hago, que es el
mío, que es el nuestro. No puedo tener la pretensión, sin sentido, de
decir que esas cuatro unificaciones las produzco yo con mi mirada, pero
creo que sí debe decirse con toda la fuerza que soy yo quien las ve y
habla de ellas. En el acto mismo de mirarlas y de hablar de ellas está
implicado algo decisivo: yo mismo como ‘cuerpo de hombre’. Serán
constructo mío en mi hablar y en lo que de ellas diga, o para lo que
ellas me sirvan. No lo serán en su hecho bruto de estar-ahí-a-la-mano,
aunque nunca podré olvidar que incluso esto mismo soy yo, y sólo yo
como ‘cuerpo de hombre’, quien lo dice, y lo dice porque lo ve. Ningún
otro cuerpo, fuera del ‘cuerpo de hombre’, lo habla, ningún otro cuer-
po lo sabe, lo imagina, especula con ello, se entera de que se dan esas
unidades en eso que vemos.
Precisamente ahí, por tanto, es cuando descubrimos algo nuevo, que
como condición misma de todo hablar sobre esas cuatro unificaciones
debemos hablar de la unidad radical que se da en el ‘cuerpo de hom-
bre’. El ‘cuerpo de hombre’ como unidad de consciencia, que lleva a

422
Para una filosofía del cuerpo

poder decir, y decirlo porque sabemos que lo es, que el hombre es una
unidad. Porque desde la mera consideración de nuestra composición
algo decisivo se nos escapa. Que todo eso que somos en infinita com-
plejidad de compuesto, los constreñimientos que producen el ‘cuerpo
de hombre’, reciben su unificación de manera que ahora podemos decir
que es esta la que nos hace en verdad ser lo que somos, hombres, tener
consciencia de que somos, ser unidad consciente y de acción.
El ‘cuerpo de hombre’ como compuesto de extremada y frágil com-
plejidad nos ofrece nuestros constreñimientos, nuestro nicho, pero ello
sólo sería poco, faltaría algo esencial, y es que ahí, desde ahí, se nos da
la posibilidad de la libertad, de sabernos libres y de serlo en verdad, de
ser conscientes de ello, y ahí se nos ofrece nuestra unificación última y
decisiva, hasta el punto de que sin ella no somos siquiera cuerpos de
hombre. Por ahí, creo, se nos abre la posibilidad filosófica de hablar del
alma.

423
13. DEL SENTIMIENTO TRÁGICO
EN EL ABISMO UNAMUNIANO

a Olegario González de Cardedal, amigo

Expresión trágica por demás: en el fondo del abismo. Mas abismo el


de Unamuno en cuyo fondo, en desesperanza esperanzada, queremos
luz, deseamos salida, urgimos futuro, anhelamos apertura. Un abismo
en el que, sin embargo, la fuerza de nuestro deseo nos apunta una sali-
da, nos columbra una luz, nos señala un futuro; salida única, no obs-
tante, porque es encuentro con Dios, realidad de inmortalidad ganada,
ofrecida, donada. Así rezan las palabras que recogen los despojos de
Unamuno en el cementerio de Salamanca:

«Méteme, Padre santo, en tu pecho,


misterioso hogar.
Descansaré allí, pues vengo deshecho
del duro bregar».

Las páginas que siguen serán un enfrentamiento con un libro her-


moso por demás, Del sentimiento trágico de la vida, que leo con pasión,
admirando, con sorpresa, con crujir de dientes, venerando, compasiva-
mente, acongojado, con simpatía infinita, rebelde, en limpio grito, deján-
dome gustoso llevar a su huerto, respetando las diferencias, en temblor,
en puro arrastre, llenando toda desesperanza, conmocionado, emocio-
nado, encelado, esperanzado579. Una puñada en medio del rostro.

579 Al terminar su nueva lectura, el 14 de agosto de 1999, puse en la última

página de mi ejemplar: ‘Atrayente, embrujante, apasionante y apasionado. Tras


la [nueva] lectura de sus novelas, vuela conmigo su pensamiento’.

424
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

«La caridad no es brezar y adormecer a nuestros hermanos en la iner-


cia y modorra de la materia, sino despertarles en la zozobra y el tor-
mento del espíritu»580. ¿No es el suyo también un pensamiento de la
imposible-posibilidad? Bendito Unamuno que nos zarandea con la
pura evidencia: «El que no aspire a lo imposible, apenas hará nada
hacedero que valga la pena»581, pues, es verdad, deseamos, imagina-
mos y buscamos con la razón llegar mediante nuestra acción a la
imposible-posibilidad582.
Leyéndolo sé quién es el hombre, aunque esté en desacuerdo. Y
esos desacuerdos ahorman mis propios pensamientos en busca de
quién sea el hombre.
De primeras, dos son las preocupaciones decisivas de Unamuno.
Una, la afirmación rotunda de que somos de carne y hueso. Con él, y
en cuanto es realmente una preocupación suya, comparto por comple-
to esa acentuación de nuestra carnalidad. Es lo que suelo decir de que
somos ‘cuerpo de hombre’; que ahí es en donde se nos da nuestro ser,
y que este se nos ofrece de una manera compleja en extremo. El pro-
blema de la razón, la otra. No comparto con él su dejación de la razón,
su irracionalidad, por así llamarla, aunque, si nos ponemos de acuerdo
en la selva de lo que decimos, quizá estemos de acuerdo en mucho, o,
mejor, seguramente estaremos de acuerdo en nuestros desacuerdos,
desacuerdos que a ambos nos son radicales por demás.

Unamuno se encuentra filosofando en un terreno similar, en cierto


modo, al que presenta, por esos mismos años, Ludwig Wittgenstein,
quien construye un espacio de racionalidad que rodea de un alto muro,
de manera que en ese espacio estén todas las proposiciones bien cons-
truidas, las proposiciones científicas, por lo que son todas las proposi-
ciones con sentido, verdaderas583. Fuera de ese espacio de racionalidad

580 Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y

en los pueblos (1913), en Obras completas, VII, Meditaciones y ensayos espiri-


tuales, Escélicer, Madrid, 1967, 107-302; la cita en p. 275.
581 Del sentimiento trágico de la vida, p. 274.
582 Véase Sobre quién es el hombre. Una antropología filosófica, Encuentro,

Madrid, 2000, el capítulo 15, sobre todo pp. 400-409; en el capítulo 16, pp. 435,
442 y 451; en la introducción, pp. 17, 23, 23, 27, 36 a 39.
583 Véase Sobre quién es el hombre, pp. 442-443.

425
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

ya no hay razones, aunque, bien es verdad, una vez subida la escalera,


Wittgenstein la tira, pues a él lo que le interesa es vivir fuera del muro,
aunque se quede sin palabras, en silencio, silencio de racionalidad para
él584. Pero hay una diferencia esencial: Unamuno no quiere en ningún
caso, por ninguna causa, perder la fuerza de las palabras, la fuerza de
las razones. Unamuno es contrario, radicalmente contrario, está ene-
mistado para siempre con esa razón, la razón (mera-)razón-raciocinan-
te, pero busca la palabra, no quiere quedarse en silencio. Unamuno se
niega a la inexpresabilidad, quiere seguir gritando razones, aunque fue-
ren razones de irracionalidad. Toda su obra es buscar caminos para
expresar eso que parecería inexpresable, y que, efectivamente, lo será
por completo si no logramos una concepción radicalmente distinta de
lo que sea la razón.
Desde aquellos tiempos, la lógica —la de los Principia logica de
Whitehead-Russell, decisiva en el esfuerzo constructor del muro— ha
cambiado por demás, y además aquel muro cayó hace muchos años
produciendo más fragor todavía que el muro de Berlín en su caída.
Pero en filosofía las cosas con frecuencia suelen ir más despacio que
en la geopolítica, porque los muros no están construidos con ladri-
llos y bloques de hormigón, sino con sentimientos e ideologías; son
más tenues, pero más difíciles de ver, de montar y, sobre todo, de
desmontar; están llenos de invisibilidad, construidos en cristal de
roca.
No fue toda ella, sin embargo, una operación de pura pérdida. El
esfuerzo por montar el muro y, luego, por desmontarlo, fue una de
las operaciones más fastuosas de la filosofía del siglo que se nos fue,
y abrió las puertas de nuevas concepciones de la lógica y de los len-
guajes formales, lo que ha posibilitado tantas cosas de las que hoy
tenemos que sin ellos, por ejemplo, no estaría escribiendo con el
ordenador. Si hubo derrota, fue, sin duda ninguna, una gloriosa
derrota. Pero lo que ahí estaba y sigue estando en juego es la con-
cepción de la racionalidad, el qué sea la razón; en definitiva, pues, el
quién sea el hombre.

584 ¿No se entiende así mejor el «¡que inventen ellos!» de Unamuno? Hace

referencia a él en Del sentimiento trágico de la vida, p. 288.

426
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

El trajín de algunos lógicos585 en las cuestiones conectadas con la


fundamentación de la lógica, del que, no quiero ni engañarme ni men-
tir, no entiendo una letra, creo que, finalmente, va en el mismo sentido
del que me esfuerzo por construir en el terreno de las meras palabras
filosóficas. Quien pueda, que vaya a él, sacará mucha luz.
Pero volvamos a lo nuestro. Se diría que para Unamuno entrar en
razones es perderse, perder lo que de más propio tiene uno mismo, ese
ser hombre de carne y hueso, perder esa sed de inmortalidad que le
remueve las entrañas, romper la unidad y continuidad de la vida, de la
suya y de la del pueblo del que forma parte; habría que hacerse otro
del que se es, abandonarse, dejar de ser uno mismo, caer en una mera
abstracción. A esto se une, entremezclándose, y como consecuencia,
esa convicción plena de que lo real, lo realmente real es irracional, y
que la razón construye sobre las irracionalidades. En lo primero, cierta-
mente, Unamuno no tiene razón. En lo segundo, no puede tenerla.
La razón sería, para Unamuno, un producto de la abstracción —nos
dice: «la lógica tira a reducirlo todo»— de lo que de más real tenemos
nosotros mismos, nuestra carne y nuestra sangre —«la mente busca lo
muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corrien-
te fugitiva, quiere fijarla»586—, un abandono de la lucha decidida por la
unidad y continuidad de la vida, para dejarse llevar por puridades que
nada tienen que ver con nosotros, que traiciona lo que somos; un aban-
dono de sí mismo a evitar por todos los medios. Por eso, para él, lo
realmente real es irracional, aquello en lo que estamos, que nos consti-
tuye como lo que somos, lo realmente real, no puede ser sino irracio-
nal, si la razón fuera de verdad esa abstracción de meras puridades que
nada tienen que ver con nosotros, con nuestra realidad. Y de ahí que
la razón, su razón —aunque, nótese, «y, sin embargo, necesitamos de la
lógica»587—, lo que queda de la razón, construya sobre irracionalidades.
Mas no puedo estar de acuerdo con Unamuno en dos cosas: en
su manera de entender la razón y en definir lo realmente real como

585 Por ejemplo, Pablo Domínguez, Indeterminación y Verdad, Nossa y Jara,

Madrid, 1995, 289 p.; Teoría del Contorno Lógico, Nossa y Jara, Madrid, 1999,
125p.; Lógica Modal y Ontología, Nossa y Jara, Madrid, 2001, 158 p.
586 Del sentimiento trágico de la vida, p. 162.
587 Del sentimiento trágico de la vida, p. 163.

427
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

irracional. Eso sería si la razón pudiera ser algo que nada tiene que ver
con nosotros, ‘cuerpo de hombre’, y se tratara de una mera razón racio-
cinante, “razón logificante”588, que se da en un mundo etéreo bien lejos
de nuestro mundo, del mundo en el que se nos da el ‘cuerpo de hom-
bre’. Pero, en mi opinión, no es así. La razón, ¿podré decirlo de esta
manera?, viniendo de él, porque en el surgimos, en definitiva, nada
tiene que ver con el mundo en el que obtenemos nuestro ‘cuerpo de
hombre’, sino que es uno de los instrumentos más poderosos —junto
con la imaginación, con la voluntad, con el deseo— que se nos ofrece
en cuanto que hacemos el paso del mundo a la realidad. Porque pasa-
mos del mundo a la realidad tenemos razón; ella, junto a las otras, es
el camino de ese paso, quien lo provoca. Podemos decir que, en un
movimiento circular, retroductivo, la razón nos produce la realidad y la
realidad nos ofrece la razón. Siendo así, y en cuanto que pueda ser así,
en cuanto que sea así, el problema unamuniano queda planteado de
manera distinta en la raíz.
Claro que esto apunta a problemas graves, como, por ejemplo, el
planteado por Pablo Domínguez con respecto a la lógica, y que de igual
manera se plantea con respecto a las matemáticas. ¿Son ellas fruto de la
mera creatividad humana? Sí y no, o si se prefiere, no y sí. La clave está
en la palabra “mera”. Toda acción racional de la razón práctica es capaz
de alcanzar realidad. Por eso, siendo esta un constructo humano, del
‘cuerpo de hombre’, sin embargo, no es sólo una “mera” construcción
suya, sino que tiene esa capacidad asombrosa de crear realidad, de
expresar realidad. Una realidad que, por supuesto, no es, sin más, una
“mera” imaginación suya, sino que, arrastrada por el deseo de llegar
más allá, a otro ámbito, en otro terreno, siendo producto incoado de su
imaginación, es mucho más que eso, es realidad creada, es sorpresa de
una realidad que nos sobrepasa, a la que, de pronto, hemos tenido
acceso, expresión de una realidad que se nos dona. Fruto de la creati-
vidad humana es obvio que lo son —los libros de mis lógicos llevan
nombre de autor, deben llevarlo, son libros con sujeto, que no pueden
dejar de tener sujeto—, pero son mucho más que frutos de una “mera”
creatividad humana. Si la creatividad humana fuera algo circunscrito al

588 Constructora de lo que llamo la “carcasa”, cf. Sobre quién es el hombre,

p. 14-15, 33, 35, 38, 270, 272.

428
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

mundo, reflejo de él, reductible a él, sería así “mera” creatividad huma-
na, producto, seguramente, de una historia evolutiva que en nosotros
llega a alcanzar ese poder de creatividad como ‘punto rojo’ del árbol de
la evolución que somos. Pero no está circunscrita ahí, al mundo, sino
que es el instrumento, uno de los instrumentos, con los que, creando
ámbitos totalmente nuevos, modos nuevos producidos por esa capaci-
dad que sólo nosotros tenemos de ser, y saberlo, ‘figuras en un paisa-
je’, imaginativamente creados, ardientemente deseados, y buscados para
subsistir en la vida mundanal, aunque irreductibles a “mera” mundana-
lidad, accedemos a ese ámbito diferente, infinitamente más rico y com-
plejo que el mundo: la realidad. Una realidad que, a la vez, en íntima
complejidad, es creada porque nos es dada589.
Para Unamuno, la razón del racionalismo es razón raciocinante. La
razón tiene, así, sus límites; está cerrada, encerrada dentro de sus lími-
tes. Y por eso, esa razón pura, él la rechaza por entero. Prefiere la fe,
el deseo, la consolación. Hay que romper los límites de ese vano racio-
nalismo. Como si riñera con el Kant de la razón pura echándose en los
brazos del Kant de la razón práctica, del uso práctico de la razón. Si
fuera así, sería poco, demasiado poco; como me gusta decir, también la
razón pura no es sino práctica. Pues, me pregunto, ¿hay que aceptar una
“razón” así? ¿Es esa nuestra razón, la que utilizamos de continuo, inclu-
so la razón con la que construimos la ciencia? ¿No siendo unamunianos
en este punto decisivo, caemos en el absoluto relativismo del escépti-
co, como él pronostica a los seguidores de la ‘razón’? Mas aún, ¿no
habría que discutir ásperamente la opinión kantiana de que la razón
tiene límites? Me explico, claro que los tiene, pero ¿de dónde surgen y
cómo son esos límites?, ¿de nuestro propio ser ‘cuerpo de hombres’ y
de la realidad de lo que con ella alcanzamos, en un uso de absoluto
régimen abierto, como parece que debamos pensar, o de unos límites
pre-definidos de antemano, aún antes de comenzar a utilizarla?, ¿no es
esto, precisamente, lo que se juega en la distinción problemática de la
univocidad del ente y la analogía del ser, en donde se nos ofrecen dos

589 Para entendernos, si habláramos como teólogos, mejor, si hiciéramos filo-

sofía teológica, diríamos, para comenzar, que la realidad es la relectura de sentido


—y de tantas cosas más— que hacemos del mundo porque hemos sido creados
“a imagen y semejanza” del creador del mundo, que es fundamento de la realidad.

429
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

concepciones extremadamente distanciadas de qué sea la razón y de


sus potencias, lo que llega a influir de manera decisiva en la imagen del
mundo y de la realidad que producimos? El absoluto caer en el escep-
ticismo que denuncia Unamuno se produce de manera necesaria quizá
en la primera de las comprensiones de la razón, que presupone la uni-
vocidad del ente, desde el momento mismo que queramos transgredir
los límites de esa razón; pero no es así en la segunda, en la que se razo-
na en el ámbito de la analogía del ser, donde el juego de la razón se
transforma en una como potente luz que describe, comprende y expli-
ca mundo, ilumina la realidad, descubriéndola, produciéndola, creán-
dola, recreándola590.
No, es claro que no. La razón del ‘cuerpo de hombre’ es esta: la
acción racional de la razón práctica. Porque en definitiva la razón es ese
instrumental que nos lleva a producir una acción racional, una acción
racional de una razón que nada tiene de raciocinante, de pura, sino que,
siempre y en todo caso, es razón práctica; mejor, es en todos sus usos
razón de sopesamiento, de empastamiento, de juicio, de valoración,
incluso de imputación. No es la razón algo que nos es dado de ante-
mano como ya hecho, como que se juega en otro plano, en otro lugar,
a lo que no tenemos más que echar mano, pues que está ahí como tal.
Nada de eso. La razón es fruto de nuestro esfuerzo, producción de
nuestro ‘cuerpo de hombre’ en tanto y en cuanto se ve y se sabe ‘figu-
ra en el paisaje’. La razón es imaginativa, deseosa, afectuosa, consola-
dora, desazonadora, buscadora de caminos, de soluciones, de proble-
mas, todo lo cual debe estudiar con cuidado, sopesando posibilidades,
imaginando caminos, estudiando resultados, ensayando actuaciones
comunes, incluso consensos. La razón, desde ahí, se construye como
corporalidad.
Razón y fe son enemigas para Unamuno. O una o la otra, nos dice
con fuerza suprema. «La fe en la inmortalidad es irracional». Lo es, cier-
tamente, si de su “razón” se trata, la que ha dejado ya todo el ámbito
de la racionalidad a la “razón seca”; no tan seguro si de la ‘razón húme-
da’ se tratara, la razón del ‘cuerpo de hombre’. Ahí las cosas son, pue-
den ser, muy distintas. Y, sin embargo, luego asevera Unamuno algo
que nos es obvio, que son «dos enemigos que no pueden sostenerse el

590 Ver en Sobre quién es el hombre desde el capítulo 9.

430
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

uno sin el otro»591. Distintas, sí; muchas veces en conflicto, evidente;


pero enemigos siempre y por siempre, me parece patente que no. Son
a modo de enemigos amistosos, siempre necesitados uno de otro, como
aquellos dos personajes fugitivos, en Figuras en el paisaje de Joseph
Losey, desconocidos para nosotros, que encadenados el uno al otro,
marchaban por montes y valles, por olivares del mundo, asociados en
lucha, por más que en puridad de obligación, corriendo siempre, esca-
pando sin cesar, perpetuamente perseguidos, en busca del lugar en
donde estarse, el lugar de su descanso en donde, siendo, estarse para
siempre. Ahí, evidentemente, es cierto, «creer es, en primera instancia,
querer creer»592. Ahí, evidentemente, vivimos siempre «en ese rumor de
la incertidumbre»593. Ahí, evidentemente, nuestra vida es siempre reto,
apuesta incierta, búsqueda, no búsqueda sin término, porque para
serse hay que estarse en un lugar, por más que sea lugar provisional,
tienda, campamento, sino búsqueda con fin. Imaginación, deseo,
voluntad, sobre todo, son decisivos aquí. La fe se amasa con ellas. La
razón también.

Somos de carne y hueso era la otra afirmación clave de Unamuno.


Preguntar a uno por su yo es, dice, preguntarle por su cuerpo, princi-
pio de unidad espacial, principio de acción y propósito, principio de
continuidad en el tiempo. Somos un animal afectivo o sentimental, y
que sea así tiene consecuencias amplias. Algunos, nos dice con pasión,
parece que piensan sólo con el cerebro, «mientras otros piensan con
todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los hue-
sos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida»594.
Qué hermosura la de esta expresión: «No basta curar la peste, hay que
saber llorarla»595.
Para Unamuno, la filosofía, que busca comprender el mundo y la
vida, brota del sentimiento que tengamos con respecto a la misma vida, y
es claro para él que el verdadero problema vital es el de nuestro destino

591 Del sentimiento trágico de la vida, p. 175.


592 Del sentimiento trágico de la vida, p. 176.
593 Del sentimiento trágico de la vida, p. 180.
594 Del sentimiento trágico de la vida, p. 117.
595 Del sentimiento trágico de la vida, p. 119.

431
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

personal, el de la inmortalidad del alma. Nos confiesa Unamuno que ya


cuando era mozo nada se le aparecía tan horrible como la nada misma.
De ahí que todo lo que contribuya a romper aquella unidad y conti-
nuidad de la vida, conspire a destruirnos, y, por tanto, a destruirse.
Romper esa unidad y continuidad es dejar de ser: «Y esto no: ¡todo antes
que esto!»596. El hombre es, así, fin, nunca medio. De ahí que deba decir-
se que el mundo se hizo para la conciencia, para cada conciencia, y que
un alma humana vale por todo el universo. Comparto lo que dice
Unamuno, excepto lo que trae tras ese concepto de “vida” que es el
suyo, aparentemente obvio, pero que en nada lo es, aunque sólo fuera
porque en sus días la vida quedaba fuera de los quehaceres de la cien-
cia, pero hoy no. Para decirlo con brevedad telegráfica, se asemeja a lo
que suelo señalar del principio antrópico —entendido a mi manera, que
no es necesariamente la manera del principio antrópico cosmológico—
y a lo que tan ligado está a ello, la afirmación rotunda de que la cien-
cia tiene sujeto.
Para Unamuno, el conocimiento reflexivo es lo que nos distingue
de los animales, «el conocer del conocer mismo», pero, evidentemen-
te, un conocer ligado a la necesidad de vivir y de procurarse el sus-
tento. Sólo después puede darse algún «conocimiento de lujo o de
exceso»597, que incluso puede llegar a hacerse él mismo una necesi-
dad. Por eso, «es el instinto de conservación el que nos hace la reali-
dad y la verdad del mundo perceptible, pues del campo insondable e
ilimitado de lo posible es ese instinto el que nos saca y separa para
nosotros lo existente»598; hasta el punto, dice, que la existencia objeti-
va depende de nuestra existencia personal, mejor aún, existencia
societaria, y es de la sociedad de donde brota la razón, primero como
lenguaje, lenguaje exterior, y luego como pensamiento, lenguaje inte-
rior. Así como es el hambre, el instinto de conservación, el funda-
mento del individuo humano, el fundamento de la sociedad humana
es «el instinto de perpetuación, amor en su forma más rudimentaria y
fisiológica»599.

596 Del sentimiento trágico de la vida, p. 115.


597 Del sentimiento trágico de la vida, p. 122.
598 Del sentimiento trágico de la vida, p. 123.
599 Del sentimiento trágico de la vida, p. 124.

432
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

Por eso, la razón unamuniana en nada es razón raciocinante, sino


‘razón de exceso’, pero lo es en nuestro defecto, en nuestra incapaci-
dad, en nuestro fracaso. Buscamos razón y encontramos irracionalidad.
Buscamos objetividad y nos encontramos con que el pensamiento y sus
razones es lenguaje interior. Marasmo de la contradicción, enfermedad
de la razón. Pero esto, y ninguna otra cosa, para él, es lo nuestro.
Chapoteamos en la irracionalidad, pero deseamos con ardor la razón
del exceso. Unamuno no quiere quedarse sin las palabras de la razón,
por difíciles que le sean, aunque sólo puedan ser nivola o poesía. Pero
no puedo compartir ese irracionalismo unamuniano, aunque mi realis-
mo no llegara a ser sino un ‘realismo agónico’600.
Razón de exceso, con exceso de imaginación, facultad que todo lo
personaliza y que sirviendo al hambre de perpetuación «nos revela la
inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un producto social»601.
¿Cómo sería de otra manera cuando, para Unamuno, filosofamos con
todo lo que tenemos, es decir, «no con la razón sólo, sino con la volun-
tad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda
y con todo el cuerpo: filosofa el hombre»602? Por eso, lo definitivo para
él no es la causa, sino la finalidad; el porqué nos interesa con vistas al
para qué, «para mejor poder averiguar adónde vamos»603. Y la imagina-
ción, el deseo, la querencia de Miguel de Unamuno es clara por demás:
«Porque no quiero morirme del todo»604. Si no muere, ¿qué será de él?,
y si muere, ya nada tiene sentido. Descartes no tenía razón, sino que la
verdad es sum, ergo cogito: siento, luego soy; quiero, luego, soy; soy,
luego pienso. Y sentirse y quererse es sentirse imperecedero y querer
no morirse. Nos es imposible, pues, concebirnos como no existentes.
Queremos ser yo y los otros y todo, extendernos en el espacio ilimita-
do, prolongarnos en el tiempo inacabable: «De no serlo todo y por siem-
pre, es como si no fuera»605; porque el amor entre los hombres es sed
de eternidad. Es muy interesante este afán unamuniano de afirmar esa

600 La expresión aparece ya en mi La razón y las razones, Tecnos, Madrid,

1991 [¿seguro?].
601 Del sentimiento trágico de la vida, p. 125.
602 Del sentimiento trágico de la vida, p. 126.
603 Del sentimiento trágico de la vida, p. 128.
604 Del sentimiento trágico de la vida, p. 129.
605 Del sentimiento trágico de la vida, p. 132.

433
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

apertura del hombre, del hombre de carne y hueso, del ‘cuerpo de


hombre’, por el amor, la cual en alguna ocasión, hablando de la analo-
gía del ser, me he encontrado afirmando con todo el vigor del que soy
capaz. Aunque, lo reconozco, en mi pensar, el amor imagina, desea,
produce, conduce a la inmortalidad para ser efectivamente amor, amor
donado, amor recibido.
Por ahí encuentra Unamuno la «vehemente sospecha» de que ese
hambre de inmortalidad personal «es la base afectiva de toda filosofía
humana, fraguada por un hombre y para hombres»606. El deseo unamu-
niano, su imaginación deseosa, anhelante, buscadora, infatigable, siem-
pre saltando sobre su sombra, agobiado con el exceso de su razón, bus-
cando lo inalcanzable, expresando lo que sólo se susurra en el silencio,
rindiendo culto a la inmortalidad, no a la muerte, sin por ello quedarse
en mero griterío, bien que buscando afanosamente sus razones, como
respuesta al ¿para qué?, nos lanza este hermosísimo grito:

«¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!,
¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!,
¡ser Dios!»607.

Riesgo, sí, pero es que, con Unamuno, «no quiero morirme, no, no
quiero ni quiero quererlo»608. Y no lo quiero para mí ni para nadie.
Quiero la inmortalidad para todos. Esa es mi querencia. Con arrebata-
dora fuerza persuasiva, con su inmejorable retórica de la persuasión, con
la razón del exceso, logrando que pensemos como él, nos convence:

«Tiemblo ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiem-


blo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible
y material, de toda sustancia. Sí, acaso esto merece el nombre del mate-
rialismo, y si a Dios me agarro con mis potencias y mis sentidos todos,
es para que Él me lleve en sus brazos allende la muerte, mirándome
con su cielo a los ojos cuando se me vayan estos a apagar para siem-
pre. ¿Que me engaño? ¡No me habléis de engaño y dejadme vivir!»609.

606 Del sentimiento trágico de la vida, p. 131.


607 Del sentimiento trágico de la vida, p. 132.
608 Del sentimiento trágico de la vida, p. 136.
609 Del sentimiento trágico de la vida, p. 137.

434
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

La prueba de Dios por el deseo. La imaginación soñadora del deseo


que se hace realidad. Y, como nos dice, «no me despertéis de él»610.
Vuelvo a decir que yo no insistiría tanto en la inmortalidad, como en el
amor que la crea, la recrea, la recibe, la produce, la dona, la ofrece.
Fuerza pasmosa de la razón por el exceso que me retrata como a él,
¡qué otra cosa podría anhelar en el fondo de mí mismo, sobre todo,
quizá, enfrentado al sufrimiento y a la muerte de los otros a los que
quiero para siempre! ¿Enfermedad, locura?, se pregunta Unamuno al
escuchar a los racionalistas quejumbrosos y de corta razón —razón
raciocinante, razón secadora, la que “prueba” que la conciencia no
puede persistir tras la muerte, la que programa el triunfo absoluto del
escepticismo, de la incertidumbre—; nos grita, no se somete a la razón
y se rebela contra ella, «y tiro a crear en fuerza de fe a mi Dios inmor-
talizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros»611. ¿Orgullo?,
como algunos piensan, nos dice; no, «sino terror a la nada»612.
Pero, lo vamos a ver, lo vengo diciendo ya, Unamuno se encuentra
pillado en una manera de comprender la razón, y, por tanto, la verdad,
que quizá no sea la más razonable, que nosotros no podemos sostener.
Hela aquí:

«Llamamos verdadero a un concepto que concuerda con el sis-


tema general de nuestros conceptos todos, verdadera a una per-
cepción que no contradice al sistema de nuestras percepciones;
verdad es coherencia. Y en cuanto al sistema todo, al conjunto,
como no hay fuera de él nada para nosotros conocido, no cabe
decir que sea o no verdadero. El universo es imaginable que sea
en sí, fuera de nosotros, muy de otro modo como a nosotros se
nos aparecen, aunque ésta sea una suposición que carezca de
todo sentido racional»613.

Creo que esta postura no es racionalmente defendible; más aún, se


puede afirmar que en esa consideración —madre de todas las batallas—
se incurre en error, error decisivo, porque desde premisas parecidas se

610 Del sentimiento trágico de la vida, p. 137.


611 Del sentimiento trágico de la vida, p. 139.
612 Del sentimiento trágico de la vida, p. 142.
613 Del sentimiento trágico de la vida, p. 171.

435
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

puede —¿habrá que decir: se debe?— defender una postura realista. Si


fuera así, como creo, Unamuno tendría razón, por más que sea razón
de exceso —pero ¿no es siempre la razón, ‘razón húmeda’, ‘razón de
exceso’?—, en lo que dice, en su ‘prueba’ de Dios por el deseo. Mas
quedamos en deuda con qué sea la verdad y qué ese realismo. Todo
ello fruto seguramente de la manera tan decididamente distinta de cómo
debemos hoy plantearnos el problema de la racionalidad, siendo así,
precisamente, para estar de acuerdo, al menos, con los desacuerdos de
Unamuno.
Nuestros conceptos son claramente nuestros y no es fácil decir de
ellos que sean verdaderos, como no se trate de cuestiones, en medio
de todo, de extrema candidez: «“la nieve es blanca” si y sólo si la nieve
es blanca». De ahí se pasaría a sistemas conceptuales, y a la considera-
ción de su verdad. Mas creo que la cuestión de la verdad se plantea en
lugar bien distinto, más allá de los conceptos, cuando se dan afirma-
ciones de mucho mayor talante, afirmaciones más globales sobre el
mundo: «la teoría de la evolución es verdadera» o «la teoría cosmológi-
ca de la explosión inicial es verdadera», y, sobre todo, afirmaciones que
se refieren a la realidad, y afirmaciones que expresan realidad. No tene-
mos ninguna razón para decir que el mundo sea distinto a como, en
emperramiento racional, vamos diciendo que es; si así fuera, diríamos
otra cosa, o bien sabríamos que estaríamos diciendo falsedades aposta.
La cuestión es que cuando decimos, nos emperramos en que decimos
bien, en que nuestro decir es verdadero, y —¡cuidado!— tenemos razo-
nes para decirlo así. Nuestras ‘pruebas’ —y, por tanto, también las ‘prue-
bas’ de que hay Dios— se dan siempre en este ámbito de la verdad,
bien distinto al que Unamuno anuncia.
Si es así, como creo y defiendo, la razón ocupa plaza bien diferen-
te a la que Unamuno le concede.
Estamos ahora preparados para, cuando en el capítulo VI comienza
la segunda parte de su libro, irnos con Unamuno hasta el fondo del
abismo:

«Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidad humana halla confir-


mación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de
vida y verdadera felicidad a ésta. Mas he aquí que en el fondo del
abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el

436
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos.


Y va a ser de este abrazo, un abrazo trágico, es decir, entrañada-
mente amoroso, de donde va a brotar manantial de vida, de una vida
seria y terrible. El escepticismo, la incertidumbre, última posición a
que llega la razón ejerciendo su análisis sobre sí misma, sobre su
propia validez, es el fundamento sobre el que la desesperación del
sentimiento vital ha de fundar su esperanza.
Tuvimos que abandonar, desengañados, la posición de los que
quieren hacer verdad racional y lógica del consuelo, pretendiendo
probar su racionalidad, o por lo menos su no irracionalidad, y tuvi-
mos también que abandonar la posición de los que querían hacer de
la verdad racional consuelo y motivo de vida. Ni una ni otra de
ambas posiciones nos satisfacía. La una riñe con nuestra razón; la
otra, con nuestro sentimiento. La paz entre estas dos potencias se
hace imposible, y hay que vivir de su guerra. Y hacer de ésta, de la
guerra misma, condición de nuestra vida espiritual»614.

Anhelo vital de inmortalidad que no encuentra consuelo racional y


lógico; razón que no da consuelo ni felicidad a la vida. Desesperación
sentimental y volitiva; escepticismo racional. Tras verse abocado a aban-
donar las posiciones de hacer racional el consuelo o de hacer de la ver-
dad racional consuelo, finalmente, trágico abrazo de ambas posiciones
en el que el escepticismo, la incertidumbre racional, fundamenta la
esperanza de un sentimiento vital desesperado. Y de ahí manantial de
vida, «de una vida seria y terrible». Ahí está el entramado último del pen-
sar unamuniano.
Ahora bien, ¿no acontece que la acción racional de la razón prácti-
ca nos lleva, o quizá sólo puede llevarnos, a ‘emperramientos raciona-
les’ sostenidos por nuestras consideraciones racionales tomadas en su
entera globalidad, que señalan un ‘punto rojo’ en el árbol de la evolu-
ción, más aún, que señalan un ‘punto omega’ de estilo teilhardiano? ¿Es
esto pura chanfaina? No estoy nada seguro. Creo que puede darse ahí
un muy claro emperramiento racional, es decir, que, tras madura refle-
xión y contando con todo lo que nos ha sido dado saber hasta hoy de
nuestra situación como ‘cuerpos de hombre’, digámoslo así, tengamos

614 Del sentimiento trágico de la vida, p. 172.

437
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

razones suficientes, tengamos las mejores razones para pensar de esta


manera, de manera que podamos estar seguros de que tal posición es
defendible racionalmente, hasta el punto de que quien, por encontrar-
se en otras diferentes maneras de ver dentro de la complejidad del con-
junto, no comparte esa posición, al menos no pueda decir que ella es
irracional, insostenible racionalmente, contraria a todo lo que sabemos
sobre el conjunto de qué es el mundo y de qué es el hombre. Y creo
que se trata de tomar ahí una decisión que venga producida por el
mejor empastamiento del conjunto, pues la labor última de la razón es
esa de empastar el conjunto de todo lo que vamos sabiendo. Sin embar-
go, no deje de notarse, no hablo, sin más, de “razones” o cosa parecida,
sino de ‘emperramientos’, pues tenemos certeza racional de que debemos
emperrarnos en defender esa postura, nos emperramos en ella, pero
nunca olvidados de que esa postura, por muy racional que sea, es siem-
pre fruto del tiempo, de un saber, de esa labor de empastamiento, de
una acción racional, es la que hoy aseguramos como racional; otras
consideraciones nuevas vendrán a su tiempo, y nunca tendremos empa-
cho racional en variar en poco o en mucho lo que creamos oportuno a
su debido tiempo. La razón, pues, como razón del ‘cuerpo de hombre’
y de sus corporalidades, es siempre una acción racional de la razón
práctica que se da en el tiempo, con todo lo que ello significa de fragi-
lidad. Si es así como digo, se ve que no puedo estar de acuerdo con
Unamuno en esa riña, en esos desengaños, en esa su guerra. Y es así
porque, en una parte decisiva, comprendemos de manera diferente
quién es el hombre.
Incertidumbre, sí, tomándola como reto, como apuesta, como deci-
sión de vida, como corporeidad frágil siempre, como dejarse arrastrar,
aspirar por aquel ‘punto omega’, conscientes de ser ‘punto rojo’, como
empeño y afán de toda una vida, como dejarse ir a lo que venga, a lo
que se nos ofrezca en el mar de lo amoroso, del amor recibido, del
amor donado. Pero, escepticismo, no, en absoluto.
Por todo ello, ¿es finalmente el suyo mi abismo? Se me remueven las
carnes, pero todo me induce a pensar que no. Se queda sin razón por-
que Unamuno antes, como veremos después, ya se ha quedado sin
cuerpo. Nos ha llevado de su mano a la consideración del sufrimiento,
del dolor, a su manera también del amor, pero, de puro elevados y suti-
les, dolores y sufrimientos espirituales, de sutilísima delgadez espiritual,

438
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

meramente almal. Qué decepción tremenda, pues, ¿dónde queda final-


mente el cuerpo en el pensar de Unamuno? En mi confusión estaba feliz
porque creía, con él, que «somos de carne y hueso», pero al final ter-
mina por no ser así. Quiere eternizarse, sí, pero ¿no es sólo en el espí-
ritu, en la conciencia, por más que sea un espíritu expandido, espíritu
expandido a los otros, a las cosas del mundo, al universo, al todo, a
Dios?

Vayamos ahora con lo que quiero llamar el teilhardismo de


Unamuno, pues, de pronto, en el capítulo VII, con sorpresa irrefrenable
creí comenzar a oír voces semejantes a las de Pierre Teilhard de
Chardin615. Curiosamente también este, como Wittgenstein, fija las intui-
ciones básicas de su pensamiento durante la primera guerra mundial, es
decir, dos o tres años más tarde de que Unamuno publicara el libro que
nos traemos entre manos. Es verdad que este nos lleva a la conciencia,
y a la Conciencia Universal, por la imaginación, la fantasía y el amor,
mientras que Teilhard esto mismo lo disfraza con física y con evolución,
pero los lamentos finales son muy similares.
¿Qué dificultad, nos dice Unamuno, imaginar cómo la conciencia
personal, a medida de nuestros deseos, se expanda hacia la Conciencia
Universal? Amor deseoso, por el que «sentimos todo lo que de carne
tiene el espíritu»616, como dice. Amar es compadecer, sin embargo, ¿por
qué «amar en espíritu», aunque haya que decir, «amar en espíritu es com-
padecer, y quien más compadece más ama»617? Compadecer a todo lo

615 «El amor personaliza cuanto ama», prosiguiendo luego: «lo personaliza

todo y descubre que el total Todo, que el Universo es Persona también, que
tiene una Conciencia, Conciencia que a su vez sufre, compadece y ama, es
decir, es conciencia. Y a esta Conciencia del Universo, que el amor descubre
personalizando cuando ama, es a lo que llamamos Dios. (…) Personalizamos al
Todo para salvarnos de la nada, y el único misterio verdaderamente misterioso
es el misterio del dolor», Del sentimiento trágico de la vida, p. 192. Estas reso-
nancias teilhardianas llegan hasta el final del capítulo VII. También: «Se sale uno
de sí mismo para adentrarse más en su Yo supremo; la conciencia individual se
nos sale a sumergirse en la Conciencia total de que forma parte, pero sin disol-
verse en ella», p. 225.
616 Del sentimiento trágico de la vida, p. 88.
617 Del sentimiento trágico de la vida, p. 188. Pues ¿no llegaremos a decir

que todo amor es ‘amor de tocamiento’, hablando incluso de ‘tocar a Dios’?

439
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que vive, a todo lo que existe. Creciendo el amor, crece el «ansia ardo-
rosa de más allá y de más adentro»618, siempre más y más, siendo otro,
todo otro, siendo todo, hasta llegar «a compadecerlo todo, al amor uni-
versal»619. Sentirlo todo, personalizarlo todo, pues «el amor personaliza
cuanto ama»620, hasta descubrir que el todo, el universo, también es per-
sona, que tiene una conciencia, y esta conciencia del universo es a lo
que llamamos Dios. Desmadre desaforado del amor compadecedero y
ansioso de Unamuno. Personalizamos al todo para librarnos de la nada,
de la nada que tan horrible se le aparecía cuando era mozo. Y ahí, en
ese ámbito que acaba de descubrirse, se encuentra con ser para siem-
pre, siendo por siempre:

«Si hay una Conciencia Universal y Suprema, yo soy una idea de


ella, y ¿puede en ella apagarse del todo idea alguna? Después que
yo haya muerto, Dios seguirá recordándome, y el yo por Dios recor-
dado, el ser mi conciencia mantenida por la Conciencia Suprema,
¿no es acaso ser?»621.

Subsiste sólo el misterio del dolor. Límpida compasión unamuniana.


Por la compasión nos asomamos al universo, en semejanza total con
nosotros. La fantasía «anima lo inanimado, lo antropormiza todo; todo
lo humaniza, y aun lo humana»; sobrenaturalizamos la naturaleza, la
divinizamos al humanizarla, ayudándola a «que se concientice»622. El
anhelo furioso de dar finalidad al universo, de hacerlo consciente y per-
sonal, es «lo que nos ha llevado a creer en Dios, a querer que haya Dios,
a crear a Dios, en una palabra»; y lo hemos hecho para salvar al uni-
verso de la nada. «Y necesitamos a Dios para salvar la conciencia»623.
Errando «por los páramos del racionalismo», dice, «se me encendió el
hambre de Dios», y por ello manifiesta con esa violencia frenética, tan
típica de él: «quise que haya Dios, que exista Dios. Y Dios no existe,
sino que más bien sobreexiste, y está sustentando nuestra existencia

618 Del sentimiento trágico de la vida, p. 190.


619 Del sentimiento trágico de la vida, p. 191.
620 Del sentimiento trágico de la vida, p. 192.
621 Del sentimiento trágico de la vida, p. 198.
622 Del sentimiento trágico de la vida, p. 199.
623 Del sentimiento trágico de la vida, p. 201.

440
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano

existiéndonos»624. Unamuno cree en Dios como cree en sus amigos. En


él es el universo «que vive, ama y pide amor». Amando, se sale uno de
sí mismo «para adentrarse más en su Yo supremo; la conciencia indivi-
dual se nos sale a sumergirse en la Conciencia total de que forma parte,
pero sin disolverse en ella»625. Tampoco en el pensamiento de Teilhard
se da esa disolución. También en Unamuno, como en aquel, hay largas
derivaciones sobre el papel de Cristo. «En las profundidades de nuestro
propio cuerpo, en los animales, en las plantas, en las rocas, en todo lo
vivo, en el Universo todo», hay «un espíritu que lucha por conocerse,
por cobrar conciencia de sí, por serse —pues serse es conocerse—, por
ser espíritu puro, y como sólo puede lograrlo mediante el cuerpo,
mediante la materia, la crea y de ella se sirve a la vez que de ella queda
preso»626. El cuerpo, pues, es materia, mera materia. El suyo termina no
siendo cuerpo de hombre, sino, finalmente, mera materia. Mi alma, mi
alma, mi alma. El alma, la conciencia de Unamuno. Pero ¿no hay ya
resurrección de la carne?
Aunque «de carne y hueso», termina no siendo ‘cuerpo de hombre’.

Pero luchar, al menos para mí, con Unamuno es labor vana. La fuerza
de su escritura, de su incertidumbre, de su fe, de su trágico sentimiento,
del abismo luminoso en el que lo encontramos, está en él, viene de él, nos
subyuga, nos arrastra, nos sofoca, nos gana, nos hace estar junto a él.
Él se atreve a pescar «a anzuelo desnudo, sin cebo; el que quiera
picar que pique, mas yo a nadie engaño»627. Yo no, no soy capaz.
Unamuno, con su vendaval de palabras, me ganará siempre, y yo me
dejaré ganar con gusto. Su lenguaje es de una fuerza arrebatadora,
maestro de retórica. El mío no; yo no. Unamuno es, además, filósofo en
las fronteras, pensador en la crisis, alumbrador de obscuridades, fajador
de esperanzas; de una terrible actualidad. Todos los maestros de la sos-
pecha son barridos por él de un solo gesto, como por crecida súbita que
todo lo arrastra, que lleva consigo todo lo que estaba en mal lugar
—en mal lugar racional—, pero que con la fuerza de sus palabras deja
los campos preparados para la simiente. No puedo, no quiero, no me

624 Del sentimiento trágico de la vida, p. 209.


625 Del sentimiento trágico de la vida, p. 225.
626 Del sentimiento trágico de la vida, p. 234.
627 Del sentimiento trágico de la vida, p. 183.

441
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

da la gana estar contra él. Sublime Miguel de Unamuno, no quiero que


él se me muera entre las mis manos, sea por siempre también él:

«En una palabra, que con razón, sin razón o contra razón, no me
da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no
me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que
me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la
cabeza, o mejor aún que la cabeza, el corazón, yo no dimito de la
vida; se me destituirá de ella»628.

Por eso, ¿qué decir contra él? Ciertamente, nada. Sólo apuntar de forma
callada que no tiene razón con su “razón” y tampoco tiene razón con su
“de carne y hueso”, pues no termina de ser ‘cuerpo de hombre’. En todo
lo demás —en casi todo; no comparto tampoco el énfasis que pone, y tal
como lo hace, en la “vida”— soy unamuniano, pues Unamuno ha confor-
mado desde su comienzo las entrañas mismas de mi pensamiento, desde
que los veranos de mis 19 y 20 años me había ido a la mili en Monte la
Reina con los dos volumencillos de los Ensayos de Unamuno publicados
por la editorial Aguilar. Volver a él es como encontrarme de nuevo comen-
zando a ser. Pero debo apuntar, por más tímidamente que sea, que la
razón es otra cosa, porque el ‘cuerpo de hombre’ es otra cosa, y que dife-
rencias aquí conllevan a diferencias radicales allí. Sus enemigos son mis
enemigos, pero quizá él se confundió tomándolos demasiado en serio, y
creyendo que ellos le habían ganado para siempre la batalla por la pose-
sión de la razón. Puede que sus tiempos no sean nuestros tiempos en
demasiadas cosas, que el ámbito en el que se le plantean los problemas
—por más que estos sigan siendo los nuestros— tenga demasiado poco
que ver con el nuestro; miserias maravillosas de la filosofía, tributo que
pagamos al pensar. Temporalidad de todo emperramiento racional.
Pero no es así, los enemigos de Unamuno no habían ganado para siem-
pre la batalla de la razón; por eso, en este campo, sus rechazos no pueden
ser los nuestros. Unamuno no fue adelante en esa comprensión apuntada
de que somos de carne y hueso, se quedó a medio camino; mejor aún, se
retiró a la pura almalidad de la conciencia, por más que fuera conciencia
solidaria. Pero la razón es siempre razón de ‘cuerpo de hombre’.

628 Del sentimiento trágico de la vida, p. 186.

442
14. PRIMEROS APUNTES SOBRE EL CONCEPTO
Y COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA

para Benjamín González Buelta, s.j., en un nuevo encuentro

Introducción 629

Las páginas a las que esta introducción sirve de prólogo comienzan


abruptamente hablando del ‘cuerpo de hombre’. Es un lugar —lugar de
mundanalidad, lugar de realidad y lugar de originación filosófica— al
que tras no pocas vueltas he llegado para indicar la respuesta a la pre-
gunta ¿quién es el que hace filosofía?, y ¿desde dónde se hace esta filo-
sofía?, la segunda de las cuales, al menos, hace años que me ronda.
Creo que la mía es una filosofía del cuerpo, pero de un cuerpo muy
particular, el de la especie humana, el que cada uno de nosotros nos
encontramos siendo. Para indicarlo con perfecta claridad, he tenido la
ocurrencia de decirlo explícitamente y hacer de él el lugar en donde se
comienza la reflexión; siendo él mismo, además, quien hace esa refle-
xión. Este lugar es nuestro cuerpo. Haber dicho simplemente “cuerpo”,
y hablar de una filosofía del cuerpo, creo que hubiera creado una ambi-
güedad, pues no me quiero referir a eso que evidentemente somos,
“cuerpo de animal”, y que en un tanto por ciento muy elevando somos
realmente. Pero cada día me parece más obvio que sin dejar de ser
cuerpo de animal, lo decisivo, lo que en realidad nos constituye en

629 Estas notas, escritas tras la calentura de la clase, quieren reflejar las con-

versaciones filosóficas que mantuvimos en el aula. El curso se desarrolló en el


Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó que la Compañía de Jesús tiene en
Santo Domingo, República Dominicana, en junio de 2000.

443
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

‘cuerpo de hombre’ es la diferencia, ese apenas nada que tenemos de


más con respecto a lo que podría ser nuestro cuerpo de mero animal.
Todo me lleva a pensar que somos más que eso, más que “cuerpo”,
como mero cuerpo de animal; que ello es lo que corresponde a la res-
puesta a la pregunta ¿qué es el hombre?, pero que la pregunta definiti-
va en antropología filosófica no es esa, sino ¿quién es el hombre?, y que
la respuesta más clara y definitiva a esta segunda cuestión consiste en
decir ‘somos-un-cuerpo-de-hombre’.
Por eso, desde la primera página del curso, el abrupto comenzar
hablando del ‘cuerpo de hombre’, tomándolo siempre, es evidente, en
su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer. Porque de
eso, es decir, de él, es de lo que quiero hablar, y, además, él es quien
está hablando ya desde el mismo comienzo de este y de todo hablar; él
es el constructor de corporalidades; él crea la realidad; él es quien hace
la historia y vive en ella, y sólo a él le corresponde esa característica
decisiva de la historicidad y de la hermenéutica. Unas palabras de san
Pablo indican un desaforamiento de realidad, que nada tiene que ver ya
con lo mundanal, sino que revelan la absoluta —¿absurda e irreal?,
quizá, pero no lo creo, de ello también se deberá hablar en su momen-
to— profundidad de ese mirar-más-allá que nos ha ido apareciendo en
nuestra reflexión: “Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condición
en un cuerpo glorioso, semejante al suyo” (Flp 3, 21); “¿No sabéis que
vuestro cuerpo es Templo del Espíritu Santo?” (1 Cor 6, 19); “Y todos
nosotros, reflejando como en un espejo en nuestro rostro descubierto la
gloria de Dios, nos vamos transformando en su propia imagen” (2 Cor
3, 18). Ahí se nos muestra la sorprendente hondura, profundidad y rela-
ción inefable consigo mismo del ‘cuerpo de hombre’, infinitamente leja-
na del mero “cuerpo”; aun en el caso de que todo ello fuera falso
—que, insisto, no lo creo—, quedaría la grandiosidad de quien es capaz
de proferir con sentido —y sentido tienen, pues las comprendemos ple-
namente en su extremada grandeza, aun en el caso de que no se esté
de acuerdo en su verdad— esas ‘locuras’. Sea lo que fuere, queda claro
que la imposible-posibilidad nos lleva a no ser ya, sin más, “cuerpo”,
sino a ser ahora extremadamente más, ‘cuerpo de hombre’.
Por supuesto que no es la primera vez que hablo como lo hago en
este texto, sino que todo en mi pensar me ha ido llevando a estas
‘habladurías’. Los párrafos que siguen creo que indican algo de cuál es

444
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

el contexto de la reflexión de este maravilloso curso filosófico domini-


cano —maravilloso por la escucha atenta e ilusionante de los oyentes
de la palabra, por la ciudad que en los alrededores del Centro Bonó
parece ahogarle a uno en ruidos interminablemente delicados, en olo-
res que cautivan la vista y en colores lujuriosos, por el bello paisaje de
la isla: el valle de Loma de Cabrera, Monte Christi, la vista desde el Santo
Cerro y desde el monumento de Santiago, Manabao y las lomas del
camino que conduce hacia el pico Duarte; maravilloso por la calidez
entrañable de su gente—. El primero está sacado de la pequeña intro-
ducción que precedía a unas cuantas hojas desordenadas en torno a mi
curso de antropología filosófica de este año que termina ahora:

«Sin embargo, sí puedo decir desde el comienzo que la idea


profunda que me está llevando desde que me di cuenta de
ello, porque muchas veces tardamos en darnos cuenta de lo
que luego es patente y claro como un día luminoso, tiene un
enunciado que resulta doble: ¿quién es el hombre para que
esté (que está) abierto a Dios?, ¿quién es Dios para que esté
(que está) abierto al hombre?
Todo lo que anteriormente he ido cogitando me ha llevado
ahí, y ahí se encuentra mi pensar. Así pues, para mí, la antropo-
logía está profundamente ligada a la teología. El hombre se
entiende desde Dios, y Dios se entiende desde el hombre. Y, cier-
tamente, el ‘punto de fuga’ en donde se unen ese hombre abier-
to a Dios y ese Dios abierto al hombre tiene un nombre para
nosotros los cristianos. Ahora bien, la labor de pensamiento —y
aquí quiere hacerse labor filosófica— tiene sus propias exigen-
cias, se hace en un ámbito propio de racionalidad, busca un
‘espacio de racionalidad’. No lo podemos olvidar. No lo olvido».

El segundo procede del final de una ponencia tenida en un congre-


so en Madrid el mes de enero pasado, que se titulaba ‘La metáfora de
los tres lugares’630, lugares en los que hablamos, lugar de ciencia, lugar
de metafísica, lugar del hablar de Dios:

630 Es el capítulo 13 de Sobre quién es el hombre. Una antropología filosófi-

ca, Encuentro, Madrid, 2000, pp. 353-367; la cita en 366-367.

445
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

«Aquí, en estas reflexiones, se ha esbozado una filosofía-del-


‘cuerpo-de-hombre’, la cual, en nuestra metáfora de espacialidades,
podemos ver como un cono que, bien enraizado en la tierra, ascien-
de hasta su vértice —el ‘punto rojo’ de la evolución cósmica, ade-
más— en el que, fugándose ya, está el ‘cuerpo de hombre’, pero, es
claro, en el que el cosmos entero está representado, pues en ese vér-
tice se encuentra quien lo recoge y resume enteramente, solidario
con él, pues parte integrante de él; quien, escapándose ya, sin
embargo, es su centro, su recapitulación —no fuera más que como
recapitulación de conocimiento—, su consciencia, quien lo entien-
de, quien sabe lo que es, por tanto, punto de fuga hacia un más allá
—un más allá que podría darse que nunca apareciera, que sea una
pura ilusión—, deseando imaginativa y creativamente ese más allá.
En la preciosa ponencia de Juan José Ayán, presentada en este
mismo Congreso, nos apareció otro cono, un cono cuyo vértice está
abajo, y que se abre hacia arriba, que nos representa una teología-
de-la-‘carne’, de la encarnación —singular y preciosa palabra—, una
teología ligada a los antiguos padres orientales, teología cósmica
también, de la que encontramos aspectos interesantes en el pensa-
miento de Pierre Teilhard de Chardin.
¿Qué acontecería si los dos conos, esa filosofía-del-‘cuerpo-de-
hombre’ y la teología-de-la-‘carne’ identificaran sus ejes y juntaran sus
vértices? Tendríamos entonces una filosofía del cuerpo que, por su
punto de fuga, el ‘cuerpo de hombre’, encuentra entrada en una teo-
logía de la carne. ¿No disfrutaríamos así de un diábolo que nos daría
mucho juego para indagar sobre quiénes somos y a dónde vamos?»

Es posible que así se pueda llegar a comprender algo mejor el texto de


este capítulo al que estas páginas sirven de prólogo. Ahora bien, entién-
dase que son muchas las cosas de las que aquí no se habla —aunque
están en los entresijos de lo dicho—, sea porque ya están habladas en
algún escrito previo, sea porque todavía no he llegado a hablar de ellas
con suficiente claridad, sea porque aún no me he metido con ellas, sea
porque estén fuera, quizá, de mi horizonte de pensamiento. Espero que,
finalmente, todo llegará, aunque también todo lleva su tiempo. Entiéndase,
pues, que estas ‘habladurías’ vienen detrás de otras ‘habladurías’ anterio-
res, y que espero precedan a otras nuevas ‘habladurías’ posteriores. Vale.

446
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

I. (No) somos (otra cosa que un) ‘cuerpo de hombre’

Quien habla, quien se presenta, quien está ahí delante es un ‘cuer-


po de hombre’; emplearé siempre ‘cuerpo de hombre’ en su identidad-
dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, lo que, es evidente, tiene
numerosas implicaciones. Un cuerpo que va mucho más allá del mero
anuncio de que se trata de un cuerpo, pues lo que este es no queda ter-
minado con la afirmación de que estamos ante el cuerpo de un cierto
tipo de animal, la especie homo sapiens sapiens, sin que esto deje de
ser una afirmación veraz. Y, además, un ‘cuerpo de hombre’ que nunca
y en ningún caso es un cuerpo dejado o alejado de los demás ‘cuerpos
de hombre’: parido por un ‘cuerpo de mujer’, fruto de la unión —¡ojalá
siempre unión amorosa!— entre un ‘cuerpo de hombre’ y un ‘cuerpo de
mujer’. Amamantado, cuidado, educado, en relación siempre con otros
‘cuerpos de hombre’, hasta el punto de que no será de verdad eso que
debe ser, ‘cuerpo de hombre’, si no está en comunión con otros ‘cuer-
pos de hombre’; comunión de trato, comunión de tribu, comunión de
lengua, comunión de afectos o, quizá, de odios, comunión de imagina-
ciones, comunión de pensamientos, comunión de proyectos, comunión
de querencias, comunión de acciones, comunión de deseos y de finali-
dades; voluntad de comunión. Nunca, pues, un mero cuerpo, ni siquie-
ra nunca un mero y aislado ‘cuerpo de hombre’; siempre un ‘cuerpo de
hombre’ en comunión inextricable e indisoluble con otros ‘cuerpos de
hombre’, pues el ‘cuerpo de hombre’ es esencialmente comunional.
Mas cuando venimos aquí con eso que somos, nuestro ‘cuerpo de
hombre’, parece que, de primeras, todo lo traemos con nosotros: viaja-
mos siempre con todo puesto, como los caracoles. Bueno, en realidad
no con todo, pues en casa dejamos trazas nuestras: nuestras posesiones,
nuestros escritos, nuestras cosas querenciadas, todo eso que luego,
quizá, incluso una vez que hayamos desaparecido de la vida, serán las
trazas que puedan servir para que otros ‘cuerpo de hombre’ sepan
sobre nosotros, rehagan algo de lo que fue nuestra vida y se interesen,
quizá, por nuestra biografía; pero sabiendo siempre que, en este caso,
lo que se debe ‘rehacer’, ‘reencontrar’, ‘buscar’, no son ellas mismas,
como si esas huellas fueran fin en sí, sino ese ‘cuerpo de hombre’ que
tuvo vida como tal, que respondió a un ‘quién’ y no a una suma de
meros ‘qués’, reencontrados entonces como importantes, decisivos para

447
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

el hacer memoria, aunque no otra cosa que trazas y huellas de eso que
fuimos.
Por esto, debemos darnos cuenta enseguida también, y de una
manera preeminente, un ‘cuerpo de hombre’, siempre comunional,
que es creador de ‘corporalidades’: constructor de casas, de mesas, de
ordenadores, de aviones, de la teoría general de la relatividad y de la
teoría de la evolución, de leyes innumerables, de constituciones, de
obras de arte y de religiones, fruto todo ello de la obra común de otros
‘cuerpos de hombre’ que trabajaron de arquitectos, de ingenieros, de
artesanos, de cocineros, de artistas, de estudiantes, de pensadores, de
sacerdotes, y haciéndolo siempre desde eso que somos, ‘cuerpo de
hombre’, en una relación de unidad extremadamente compleja con
otros ‘cuerpos de hombre’. Las corporalidades, nuestra creación pro-
pia y colectiva, nos acompañan siempre, nos proporcionan nuestro
nicho propio y comunitario, nos dan el lugar en el que estar; un lugar,
pues, construido por nosotros, de manera personal y, sobre todo,
construido comunitariamente, en común con otros ‘cuerpos de hom-
bre’, algunos todavía vivientes como nosotros, otros ya desaparecidos,
de los que, quizá, nos quedan sólo esas trazas, además de lo que, de
ellos, si es el caso, en nosotros mismos se ha hecho carne de nuestra
carne.
Así pues, siempre somos ‘cuerpo de hombre’ entre ‘cuerpos de hom-
bre’, en comunión obligada con ellos. Nunca somos otra cosa, al menos
mientras estamos en vida, que un ‘cuerpo de hombre’; nunca salimos
de él, como no sea sino en sueños. Siempre nos sustentamos en él,
hasta el punto de que tenemos que decir: «yo soy un cuerpo; mas yo
no soy, sin más, mi cuerpo», si por cuerpo, en este caso, entendemos la
mera animalidad que tocamos y pellizcamos con nuestras propias
manos; no vale con decirnos sólo ‘cuerpo’, aunque lo seamos, pues soy
más que cuerpo, en cuanto que soy ‘cuerpo de hombre’ en su identi-
dad-dual, lo que me lleva a afirmar con rotundidad que no soy reduc-
tible a mero cuerpo. En mi discurso filosófico, ‘cuerpo de hombre’ es la
manera que encuentro de señalar que nunca somos sólo meros animales
específicamente evolucionados —lo que se quiere significar, en un horri-
ble lenguaje abstractivo y, por tanto, nefando, con la expresión de que
somos “seres humanos”—. Si estos papeles terminan yendo por donde
debieran, se verá finalmente que el mejor y más exacto equivalente para

448
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

designar eso que denomino ‘cuerpo de hombre’ en su identidad-dual de


cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, es ‘persona’.
Porque aquello que dice quiénes somos de verdad está dentro de
esa expresión: ‘cuerpo de hombre’. Nunca somos, pues, un cuerpo
puramente material al que, quizá, y en todo caso sólo por algunos
—cada vez menos—, se le añada luego algo que se dice un alma espi-
ritual. Nunca un mero compuesto de eso que materialmente somos al
ser estudiados en nuestra composición química: agua, carbono, azufre
y hierro, convenientemente medidos y combinados en sus exactas pro-
porciones; en definitiva, unos kilos de carne y de sangre. Nunca tam-
poco un alma platónica que ha tenido la desgracia de ser aherrojada en
un mero cuerpo material, como si eso que somos, ‘cuerpo de hombre’,
no fuera sino una horrible cárcel de algo exterior a lo que de verdad es
él mismo, el susodicho y maravilloso elemento espiritual que nos cons-
tituiría. Siempre eso, y sólo eso: ‘cuerpo de hombre’. Cuerpo de ‘encar-
nación’, no lo olvidemos. Hasta el punto de que cuando llegue la muer-
te, esta tendrá la fuerza terrible de dejarnos convertidos en algo que ya
no es ‘cuerpo de hombre’, ni siquiera un mero cuerpo animal y vivien-
te, nos dejará arrojados ahí como un mero cadáver; entonces, ya no
seremos eso que hemos sido, que ahora estamos siendo. Y, sin embar-
go, para nosotros los cristianos nos llena de esperanza y de estupor
hablar de la ‘encarnación’ del Logos de Dios, que “se hizo hombre y
habitó entre nosotros, nacido de mujer”.
No un ‘qué’, sino un ‘quién’, pues lo que de decisivo tenemos noso-
tros como eso que somos de verdad, ‘cuerpo de hombre’, no se con-
quista, no se explica por ninguno de los posibles ‘qués’, pues la pre-
gunta fundadora de eso que somos es la que queda plasmada con el
¿quién eres?, no quedando jamás conformados con ninguno de los posi-
bles ¿qué eres?, que alguien nos pueda espetar. La ciencia busca el ‘qué’,
nos dice ‘qué es el hombre’, cuando lo estudia naturalizándolo —y bien
hace, pues ¿qué otra cosa mejor podría ser su labor?—, mas ¿nos dice
la ciencia ‘quién es el hombre’? Lo dudo con un enjambre entero de
razones. Lo hemos de ver en los días siguientes.
Un ‘cuerpo de hombre’ que mira de frente al rostro de otro ‘cuerpo
de hombre’; del que siempre podremos tomar posesión y esclavizarlo,
desgraciada evidencia, pero al que le quedará siempre esa capacidad
sorprendente de libertad que ilumina la mirada del rostro. Porque

449
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

somos nosotros los únicos seres de la creación que tenemos rostro. Y


lo que realmente somos lo ofrecemos en nuestro rostro y se nos ofrece
en el rostro del otro —aunque, es verdad, con notables posibilidades de
afeites y ocultamientos diversos, para lo que solemos ser maestros,
excepto, quizá, en esos momentos decisivos de la alegría desaforada y
del dolor y el sufrimiento—, lo que muy bien captó el dicho de que la
cara es el espejo del alma.

II. Estamos en el mundo, siendo en el espacio y en el tiempo

El tiempo y el espacio son elemento esencial en eso que somos,


siendo ‘cuerpo de hombre’ en su identidad-dual de cuerpo de hombre
y cuerpo de mujer. Nunca, como no sea en sueños, salimos de ellos.
Cierto que estamos siempre en el espacio, pero el tiempo, en el que
también siempre estamos, nos configura en lo que somos de una mane-
ra todavía más profunda.
Nos encontramos siendo en el espacio y en el tiempo; en ellos nos
movemos como pez en el agua, ellos son siempre el marco de nuestra
contextura, hasta el punto de que podemos afirmar sin dudarlo un ins-
tante que el ‘cuerpo de hombre’ está amasado con espacio-tiempo; pero
en ambos lo somos de maneras notablemente distintas, pues, así como,
de una manera general, podemos hacer y rehacer cuantas veces nos
plazca el camino en el espacio, nunca podemos hacer y rehacer el cami-
no en el tiempo, es decir, el espacio es reversible, mientras que el tiem-
po tiene la curiosa propiedad, decisiva para lo que nosotros estamos
siendo, de ser esencialmente irreversible. Esto hace que el ‘tiempo físi-
co’, el tiempo que utiliza la física clásica desde Aristóteles, tiempo este,
como el espacio, esencialmente reversible, nada tenga que ver con el
tiempo que nos constituye en lo que vamos siendo, siempre y en todo
momento esencialmente irreversible —sin embargo, la física está toman-
do en consideración la irreversibilidad y el caos como constitutivos de
su núcleo más duro, pero esto es rigurosa novedad de muy pocos años
a esta parte, y con ello, nos parece a todos, cambiarán muchas cosas en
la filosofía de la ciencia—. Este segundo tiempo sería el que podríamos
llamar el ‘tiempo almal’, el que desde que nos lo inventara san Agustín
hemos ido conociendo cada vez mejor. Aunque, claro es, aquí se nos

450
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

plantea un problema irresoluble, pues el tiempo, por más que sea de


terrible complejidad, no puede ser más que eso: tiempo, sin que valga
—a la manera de la solución que creyó dar Rudolf Carnap a los com-
plejos problemas de la probabilidad hablando de dos probabilidades,
una p1 y una p2, con lo que esos problemas, ¡creía él!, quedarían resuel-
tos para siempre— hablar desconjuntadamente de dos tiempos, un t1, el
tiempo cosmológico —el tiempo de los relojes, el decurso del tiempo
cosmológico, el de la teoría general de la relatividad, siempre esencial-
mente reversible—, y un t2, el tiempo psicológico —nuestro tiempo
interior, el tiempo de nuestra vida, el tiempo de la historia, siempre
esencialmente irreversible—, sin preocuparse de encontrar sus interre-
laciones que hacen de ellos el puro tiempo, o de hacer de ellos dos ele-
mentos que no son composibles —es decir, que no forman parte de lo
que llamaremos luego una realidad en la que, como mínimo, tienen
relaciones de composibilidad, lo que no se ve cómo acontece ahora con
nuestras dos concepciones del tiempo, el tiempo cosmológico y el psi-
cológico—. Esa solución es demasiado sencilla, al no tener otro objeto
que evitar una dificultad. Pero las dificultades tienen la particularidad de
ser muy cabezonas, de furibunda tozudez, de resolverse difícilmente, y
nunca con meras cacofonías de palabras. Pues mal que nos pese el
tiempo tiene esencialmente eso que viene dado por la metáfora de la
flecha del tiempo. El tiempo, pues, siempre tiene punta. Y en cuanto
que no la tiene, algo raro pasa, hasta el punto de que ese “tiempo rever-
sible” algo tiene de un puro y simple tiempo que termina siendo no otra
cosa que una, digámoslo así, cuarta variable —x1, x2, x3 y t— en un
espaciotiempo que tiene ahora cuatro dimensiones, como acontece en
una sencilla explicación de la teoría de la relatividad. Lo malo del caso
es que por más esfuerzos que los físicos relativistas están haciendo por
encontrar la punta de la flecha del tiempo, tiempo irreversible para la
física, no dan con ella; durante unos años se pensó que habría que
poner en el centro de la física no la relatividad, que como toda la físi-
ca clásica maneja, ya lo he dicho, un tiempo reversible, sino un extraño
trozo de la física, la termodinámica, que sí maneja una flecha del tiem-
po, es decir, un tiempo irreversible, pero parece desde hace unos años
que la batalla, y las razones, la han ganado los físicos relativistas. ¿La
solución vendrá por el caos? Hoy se está estudiando, junto a lo del caos,
el que, variando lo que se llaman las condiciones iniciales o cuestiones

451
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

de contorno, lo que es decisivo en la resolución de las ecuaciones dife-


renciales de toda la física, que por su propia esencia son siempre deter-
ministas —dejando de lado la singularidad de la termodinámica—, se
obtienen soluciones a esas ecuaciones que son esencialmente no deter-
minísticas631. A esto se añade el tan extraño comportamiento de todo lo
que viene tocado por le mecánica cuántica, que trae al retortero a todos
los físicos desde los años 20 del pasado siglo. Lo que se está jugando
aquí es el problema del determinismo y del indeterminismo en física,
por donde se mete en su ámbito la cuestión de la esencial impredicti-
bilidad del futuro. No es poco.
Nos movemos en el espacio, estamos en él, lo modificamos y cons-
truimos en él nuestro nicho, hacemos en él nuestra casa, el lugar en
donde estar. Y porque estamos en un lugar podemos dirigirnos a otro.
Construimos en el espacio, nos valemos de él; hasta cierto punto, hace-
mos de él un mundo que llega muy lejos.
El espacio lo manejamos e incluso lo dominamos con gran maestría.
La ganadería y la agricultura nos lo enseñan; por todas partes por donde
se mire se ve la mano del hombre. La arquitectura, la construcción de
pueblos, ciudades y vías de comunicación, el urbanismo, nos lo prue-
ban. Saltamos de un lugar a otro con extremada osadía. Dominamos
con frecuencia el entorno espacial; buscamos dominarlo, mejoramos
nuestro dominio.
El tiempo, en cambio, se nos presenta de manera bien distinta. Es
él quien nos domina, es él quien nos da la hondura de lo que somos.

631 Para entender esto, oí una vez a un físico italiano un ejemplo genialmente

sencillo. El juego del billar —desde Descartes ya— es el paradigma de la física


determinista. Midiéndolo todo con rigurosa exactitud: ángulos, fuerza de la taca-
da, lugar de golpeo de la bola y lugar donde la bola choca con las otras bolas
y con las bandas, todo, absolutamente todo el futuro del movimiento de las
bolas es predecible. Ahora bien, y este es el ‘amaño’ de las condiciones inicia-
les, basta con que construyamos una mesa de billar con sus bandas ligeramen-
te alabeadas, para que, sin que ninguna de las ecuaciones matemáticas que ine-
xorablemente seguirán rigiendo los movimientos de las bolas pierda ni un ápice
de su absoluta y extremadamente rigurosa predeterminación, ya desde los mis-
mos primeros choques, el juego en esa mesa de billar sea ‘esencialmente impre-
decible’; de pronto, el juego en este billar, y por más que esté dominado por
las mismas ecuaciones, es ahora un juego esencialmente caótico. Los físicos
parecen tener puestas sus esperanzas en este tipo de cosas para llevar la ‘flecha
del tiempo’ a la física.

452
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

Nos modela. Nos da profundidad. Huye siempre de nosotros dejando


un poso esencial en eso que somos: la memoria. Nótese que no digo el
mero recuerdo, sino la memoria, en el sentido en que podemos decir
que somos ‘carne enmemoriada’. Por y con el tiempo ‘hacemos memo-
ria’, y haciéndola vamos siendo lo que hemos de ser. Y la memoria no
es mero recuerdo pues no es algo que nos hace mirar hacia atrás; es
aquello que llevamos con nosotros, porque constituye eso que vamos
siendo, para dar el salto hacia adelante —del pasado al futuro apoyán-
donos en el presente en el que estamos, y estaremos siempre— de
nuestra vida que irreversiblemente nos señala hacia adelante; es, por el
contrario, aquello que nos ayuda haciéndonos mirar hacia adelante. En
el intríngulis de lo que somos, pues, el tiempo está en su mismo hon-
dón. Y en nosotros, de una manera decisiva, el tiempo es memoria; vivi-
mos el tiempo como memoria, esta es nuestra manera de vivir eso que
llevamos ínsito en nuestro ser esencialmente temporal, lo que hace que
seamos ‘carne enmemoriada’. Una memoria, se comprende enseguida,
que no es nuestra mera memoria, sino que siempre, incluso cuando sólo
es nuestra propia memoria, es la memoria de la comunión de lo que
vamos siendo con todo eso que somos porque nos ha sido donado. Por
eso son decisivas esas palabras de “haced esto en memoria mía”.
El tiempo, además, es apertura decisiva a ser más, de mejor manera,
a ir siendo en plenitud. El tiempo, así, es gradiente que nos empuja
hacia un más allá de lo que vamos siendo, que señala eso que desea-
mos llegar a ser. El ‘cuerpo de hombre’, amasijo de espacialidades, es
de manera fundante temporal. Es verdad que puede darse en nosotros
sed de aventuras en nuevos lugares, de conquistas de nuevos espacios,
pero el deseo, la imaginación y la creatividad —notas fundadoras del
‘cuerpo de hombre’— están dadas en una aventura sobre todo tempo-
ral. Una aventura, por tanto, ligada a la flecha del tiempo. Y una flecha
siempre indica una dirección, un hacia donde.
Desde este punto de vista, el tiempo, si vale decirlo así, es mucho
más constitutivo de lo que somos como ‘cuerpo de hombre’ que el
propio espacio, aunque, es obvio, sin él no habría cuerpo, sin más. El
tiempo, pues, nos da el más profundo lugar en el que somos, lugar de
un presente preñado de memoria, lugar que, por el mismo hecho de
serlo de presentes, nos lanza a otros lugares, lugares de un futuro
adviniente.

453
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Terminaré estas reflexiones de hoy con una pregunta: viendo lo que


antecede, ¿a alguno se le ocurre pensar que ‘somos’ espacio y/o tiem-
po? Me parece obvio que no. Sí, en cambio, habrá que decir que esta-
mos en el mundo, siendo en el espacio y en el tiempo.

III. Estamos en el mundo, siendo en la materia

La historia evolutiva del mundo nos ha dado forma, tal como nos lo
dice el árbol de la evolución. Estamos enmarcados en la historia cos-
mológica que, según parece, comenzó en una gran explosión inicial de
un magma primitivo a temperaturas tan extremas que todavía no había
siquiera partículas elementales. En ambos casos se utiliza de manera
exacta la palabra historia, que, es obvio, es una palabra tomada de otros
ámbitos. Pero no por eso dejan de ser esas verdaderas historias.
Cambios en el tiempo, y cambios interrelacionados entre sí —el próxi-
mo día hablaremos de que falta todavía por expresar una condición
esencial, sin la que, veremos, no se daría de verdad historia—.
Digámoslo de manera vulgar y rápida. Si se saca una foto en un
momento, sea en la historia de la evolución, sea en la historia del cos-
mos, y se saca otra foto en otro momento posterior, sabemos que se ha
dado un movimiento de todo lo retratado en el paso del primer momen-
to al segundo, y este paso ha tenido sus reglas —que suponemos las
podemos conocer, al menos en parte—, de manera tal que decimos a
la vez estas dos cosas: lo consignado en la segunda foto ‘surge’ de lo
consignado en la primera, y nosotros podemos conocer las reglas —al
menos en parte, insisto— de la evolución de ese surgimiento de la foto
segunda desde la foto primera. En una primera aproximación, esas de
la evolución y de la cosmología son, pues, historias científicas.
La teoría de la evolución y la teoría cosmológica de la explosión ini-
cial son parte aceptada de la ciencia de hoy. Rechazarlas es salir —cosa
bien peligrosa— de lo que es el conocimiento científico de hoy. Yo, al
menos, no lo haré. Aunque de todos es sabido que hay discusiones furi-
bundas en casi todas las páginas de la ciencia, también aquí; y aquí si
cabe aún más.
Porque las cosas en estos ámbitos son así, nos encontramos inmer-
sos en un mundo que es material, y, vamos a decirlo así, tenemos la

454
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

certeza de que nosotros hemos ‘surgido’ de esa materialidad del mundo.


Pensar otra cosa es dejar de lado la razón. La fe cristiana, sobre todo la
vieja fe católica —para su desgraciada desgracia, no tanto la fe de los
protestantes luteranos como Rudolf Bultmann—, no puede estar en
oposición insalvable con la razón, y la ciencia es la más vistosa cons-
trucción de la razón. ¿Recordáis la última encíclica de Juan Pablo II,
Fides et ratio? Nótese que no he hecho ni haré nunca la afirmación de
que “el mundo es sólo materia”, porque, entre otras cosas, no sé nada
bien qué se quiere decir al poner ahí la palabra materia: si hay palabras
de frecuente uso y que parece que pocos se toman la molestia de expli-
cárselas, esta es una de las que más; lo malo es que cuando alguien dice
“todo es materia” parece querer decirnos que sabe muy bien eso que es
“todo”, y que ese todo es “materia”; aunque, demasiadas veces, cuando
comienza a explicarse, balbucea.
Así pues, ‘surgimos’ de la materia —aunque, insisto, no es nada claro
lo que queremos decir cuando afirmamos que todo es “materia”, y fal-
taría por ver de cerca que significa ese ‘surgir’, pero ambas cuestiones
quedarán para cuando haya más tiempo—. Bien, de acuerdo. Pero ¿sig-
nifica esto que “sólo somos materia”? Ya, entre los científicos serios,
como los filósofos Paul y Patricia Churchland632, o su amigo el biólogo
Crick633, nadie pone en duda los fenómenos que se han llamado espiri-
tuales. Incluso se acepta, ¿cómo no?, la “sorprendente hipótesis del
alma” que cree poder llegar a explicarla desde la ciencia. El materialis-
mo de hoy, al comienzo del siglo XXI, no es un materialismo bruto,
burro y poco inteligente. Ya no se niega lo evidente, sino que se sigue
otra estrategia: se intenta explicar y comprender, y se cree esencial para
ello que esto sólo se hace en los adentros de la ciencia. Para este mate-
rialismo, lo decisivo es la ‘naturalización’ de los fenómenos, incluido el
alma, por supuesto. Como las meigas, los fenómenos llamados espiri-
tuales, haberlos, haylos; la cuestión es que nos esforcemos por expli-
carlos (sólo) con el instrumental científico (por ser el único que nos

632 Paul M. Churchland, The Engine of Reason. The Seat of the Soul:

A Philosophical Journey into the Brain, MIT Press, Cambridge, Mas.,1994. ¡Lo sien-
to, pero no tengo acá más referencias sobre la obra del matrimonio Churchland!
633 Francis Crick, The Astonishing Hypothesis. The Scientific Search for the

Soul, Scribner, New York, 1994, 317 p. (hay traducción castellana en Crítica,
Barcelona).

455
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hace conocer la verdad), por lo que es este instrumental científico


—que cada día se hace mejor y más potente— el único que, dicen, nos
puede llevar a explicar y comprender. Para no ocupar mucho tiempo
con esto, valga con una muestra: lo mismo que en su día la humanidad
pensaba que truenos y relámpagos eran voces de los dioses, y hoy sabe-
mos su explicación científica, así debemos explicarlo todo, incluida el
alma. Piensan que estamos ya por el buen camino, y que, dentro de no
mucho, las cosas estarán claras. Creo que en el fondo esta manera de
ver toma la historia entera del cosmos como el conjunto de lo material,
haya dentro de este lo que quiera que haya; lo único que, según ellos,
debe quedar bien claro es que no hay nada fuera de esa gran “morcilla
de la materialidad” —esta expresión no es despectiva, simplemente
quiere hacer referencia al dibujo de la pizarra de esta mañana, que
ahora no repetiré—, es decir, que no hay nadie fuera de la “materiali-
dad”, y la razón es clara: “puesto que no hay Dios”. Todo lo demás, si
es que lo hay, es explicable y comprensible, sea ya hoy, sea en el futu-
ro, bajo la condición, por tanto, de ‘naturalizarlo’.
Dificultades infinitas de esa posición.
Recordad lo que he dicho esta mañana sobre el árbol de la evolución
—con su punto rojo— y la vaciedad esencial de todo lo que no es la
capa puramente exterior de dicho árbol, es decir, de que sólo tenemos
en vida real hoy las especies existentes, y la historia que nos traza la teo-
ría de la evolución —como acontece con todas las historias, cualesquie-
ra que estas sean, incluida, por tanto, la historia del cosmos—, es una
reconstrucción racionalmente científica de lo que las cosas fueron, pues
dentro del árbol sólo nos quedan la puntualidad de los fósiles y la fuer-
za inexorable de nuestras teorías. No insistiré en ello, pues creo que en
clase ha quedado claro. ¿Pongo así en duda la cientificidad de la teoría
de la evolución? Evidentemente no. Pero con simplicidad y fuerza
recuerdo lo que ella es: una teoría científica. Y ahí es donde encontra-
mos eso que nos aparece obvio: en el árbol de la evolución ‘surgimos’
como seres materiales, arreboladamente ligados a todos los seres mate-
riales dentro de la evolución de la que somos, no lo olvidamos, ‘el punto
rojo’. Y ahí hemos de ser eso que somos: ‘cuerpo de hombre’.
La historia cosmológica nos dice de otra manera lo mismo: en la his-
toria de toda la materialidad del mundo ‘surgimos’ como eso que
somos. Y ahí hemos de ser eso que somos: ‘cuerpo de hombre’.

456
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

Ahora bien, viendo lo que antecede, y de acuerdo con los materia-


listas a los que tan brevemente me he referido, ¿a alguno se le ocurrirá
pensar que ‘somos’ materia? También me parece obvio que no, si lo que
con ello quiere decirse es que “sólo somos materia”. Sí en cambio habrá
que decir que estamos en el mundo, siendo en la materia, por compli-
cado que termine siendo eso que llamamos materia, pues, como digo,
es no ya difícil, sino delicado contestar a la pregunta por la “materia”,
como tan brevísima y esquemáticamente he apuntado aquí. En todo
caso, no se olvide que los materialistas más listos de hoy, para decir que
“todo es materia”, donde ponen el acento es en la ‘naturalización’: estu-
diaremos todo lo que sea que haya —descontando, por supuesto que
haya Dios— con el instrumental científico, al que nada puede escapar
(“materia” es todo lo ‘naturalizable’, y lo demás no tiene existencia).

IV. Pero “si todo es materia”, no hay de verdad historia

Lo decisivo para nosotros está en que con la afirmación de que “todo


es materia” se está negando la historia —y con la historia, la libertad—,
porque, de otra manera, no tendría demasiadas consecuencias que
alguien, con un lenguaje que no es el mío, dijera que “el alma ‘surge’
de la evolución de la materia”. Mi lenguaje habla siempre del ‘cuerpo
de hombre’ y, desde él —como hemos de ver en lo que seguirá los pró-
ximos días—, no tiene inconveniente, creo, en hablar de materia, con
tal que, conforme avanzamos en el estilo de la cuestión, vayamos
encontrándonos con una materia que va surgiendo ante nosotros de
más en más complejificada. El homo sapiens sapiens es un animal. De
eso sabemos mucho.
Nótese, pues, que para mí, creo, no es tanto la cuestión de la mate-
ria, porque entrar en su consideración es encharcarse en metafísicas
—y, déjeseme que lo diga muy sonriente: ¡si nos adentramos en la meta-
física, ganaremos la partida!—, como la cuestión del determinismo y de
la naturalización en donde nos la jugamos, porque si no hay historia y
si no hay libertad, no puede darse esto que he llamado desde el primer
día ‘cuerpo de hombre’, es decir, nosotros no estaríamos acá pensando
en la sutileza de quiénes somos, de si somos libres y de cuál será nues-
tro futuro.

457
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

El determinismo dice, en una palabra, que sacando la foto 1, que


corresponde a un cierto estado sincrónico de la cuestión del conjunto
de eventos que consideremos, si conocemos al detalle las leyes de la
evolución de esos eventos que acontecen en ella y de sus relaciones,
predeciremos el desarrollo diacrónico de ese conjunto, lo que nos lle-
vará a predecir con absoluta exactitud la foto 2 que corresponderá al
nuevo estado sincrónico de la cuestión del conjunto de eventos consi-
derados pasado un cierto tiempo. Conocida la foto 1 y las leyes de
desenvolvimiento, predigo la foto 2; pero, igualmente, conocida la foto
2 y las leyes, predigo la foto 1. La foto de la que parto como bien cono-
cida me da con exactitud el estado de la cuestión en t1, las llamadas
condiciones iniciales o cuestiones de contorno; conocidas con exactitud
además las leyes del desenvolvimiento de los eventos y de sus relacio-
nes, conoceré con exactitud el estado de la cuestión en cualquier tiem-
po ti, esté a la derecha de t1, con un tiempo +t (con lo que físicamente
habríamos ido hacia el futuro) o a su izquierda, con un tiempo -t (físi-
camente habríamos ido hacia el pasado). Así, la predictibilidad es abso-
luta. La ‘historia’ se nos habría convertido en una ‘física’. Es esto, en
cuanto sea posible alcanzarlo, lo que busca la ciencia. Y hacerlo así está
muy bien, pues para eso la hemos inventado
Repito que aquí se habla de tiempo, t, pero es un tiempo reversible,
es decir, no es el tiempo, sino que es una mera ficción física —pero
¿será posible que la física trabaje con una mera ficción?, o, por el con-
trario, ¿ocurrirá que nuestro ‘tiempo almal’ no sea sino una mera ficción
psicológica?—, si es que pensamos que el tiempo es necesariamente
irreversible, es decir, que el tiempo siempre se nos presenta como la fle-
cha del tiempo.
‘Naturalizar’ sería reducir las cosas a lo dicho, siempre que tengamos
una idea de la ciencia de manera que esta esté transida —¡como lo
está!— por unas matemáticas que, por decirlo brevemente, se formulen
mediante ecuaciones diferenciales del estilo, para entendernos y poner
una de las primeras de la serie, f = m (dv/dt). En ellas, fijadas unas cier-
tas condiciones de contorno o iniciales, a partir de ahí, todo queda
absolutamente determinado, predeterminado, sin que quepa ninguna
determinación más, exterior a lo que ahí decimos. Los eventos consi-
derados quedan radical y absolutamente constreñidos por, vamos a
decirlo así, la causalidad necesitante de este proceso. La ciencia, en

458
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

definitiva, funciona con esta particularidad. Cuando decimos que bus-


camos ‘naturalizar’, decimos que buscamos llevar las cosas hasta aquí.
Insisto en que es esto lo que busca la ‘naturalización’, en cuanto sea
posible alcanzarlo. Y hacerlo así está muy bien. Lo que es más discuti-
ble, por las razones que daremos en días sucesivos, es que “todo” lo
que hay y “todo” lo que somos quepa en un proceso de este estilo.
Hemos de ver que no —¿hemos de convencer, también, de que no?—.
Pero prosigamos.
Se entiende que, en este huerto, no hay de verdad historia, no hay
de verdad suficientes grados de libertad para que de verdad haya liber-
tad. Si nosotros somos llevados algún día a él, habremos sido perfecta-
mente predeterminados, seremos por completo determinables; máqui-
nas mucho más complicadas que las soñadas por algunos de los
hombres de la Ilustración, pero seremos máquinas perfeccionadas:
nuestra biografía no será sino el ir viendo lo que sale del gran fandan-
go del predecir, sea que lo hagamos funcionar hacia el futuro, sea que
lo hagamos funcionar hacia el pasado. En adelante, pues, fuera con
todos los secretos y misterios. El hombre no sería así sino un animal per-
fectamente preprogramado, predeterminado, sin misterios. La metáfora
del hombre computerizado sigue siendo, en esencia, esta misma. De esta
manera, sólo los científicos estarían en el secreto y conocimiento exacto
de esa preprogramación. Cierto que, por ahora, quedamos lejos de esta
situación, pero esa es la que se busca, y se trabaja desde ahora ya con
la hipótesis de que ahí se ha dado nuestra entera naturaleza. Mas ¿tienen
razón quienes así lo hacen? Creo razonablemente que no.
He apuntado ya, y aquí lo señalaré muy brevemente, que en los últi-
mos decenios se dieron en ciencia varios movimientos encontrados. La
insistencia desde mediados de los años veinte en las ‘extrañezas’ deri-
vadas de la mecánica cuántica que llevaban a hablar de incertidumbre
y de que conocemos la realidad envuelta en la acción del sujeto cognos-
cente, formando unidad inescrutable e indistinguible entre ellos, es
decir, no la conocemos tal como ella sea, sino que sólo podemos cono-
cer la interacción aparato de medida-evento físico, que conocemos sólo
como fruto y producto de nuestra manipulación, según la explicación
“indeterminista” clásica de la física desarrollada por Werner Heisenberg
—llamada de Copenhague porque el jefe de filas y su máximo propa-
gador era el gran físico danés Niels Bohr—, chocó frontalmente con

459
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Albert Einstein, quien seguía pensando que la física debe ser realista y
determinista, como de hecho lo es la teoría general de la relatividad que
él trajo al mundo. La discusión Bohr-Einstein, una de las más largas, sor-
prendentes, fructíferas, confusas e interesantes de todo el siglo XX,
parece ser que ha llevado a un consenso: no hablaremos ya de incerti-
dumbre sino de indeterminación estadística, volveremos al realismo,
diremos que las teorías científicas expresan lo que el mundo sea en sí
mismo, y si para ello hay que hablar, por ejemplo, de la no-localidad,
es decir, negar que los eventos físicos se dan en un “lugar”, lo que se
venía afirmando al menos desde Aristóteles, tiraremos a la basura la
localidad sin que nos tiemblen los pulsos.
Por los años setenta y ochenta del pasado siglo se pensó, sobre todo
por parte de Ilya Prigogine y sus seguidores, que la solución del pro-
blema del tiempo físico podría estar en poner en el núcleo duro de la
física no a la teoría de la relatividad, sino a la termodinámica, la cual
(parece) que toma en consideración un tiempo irreversible, es decir,
que toma en consideración un tiempo que viene dado por una flecha
del tiempo. Sin embargo, se diría que la partida la ganaron decidida-
mente los físicos relativistas. Y en esas estamos y seguimos.
A partir de los ochenta han aparecido dos novedades. Las teorías del
caos y de la ciencia de la complejidad, por un lado, y el estudio más
detallado de las condiciones de contorno —recuérdese la mesa de billar
con sus lados ligeramente alabeados— que llevan a ‘resultados’ inde-
terministas con el uso clásico de las leyes físicas expresadas con unas
matemáticas fundadas en ecuaciones diferenciales —no se cambia el
billar como paradigma cartesiano de la física, pero con la ‘nueva mesa’
de billar, todo es radicalmente distinto—. Creo que ambas novedades
son extremadamente interesantes, pues ambas aventuran el aumento
indefinido de los ‘grados de libertad (física)’, lo que deja entrever una
posibilidad para una consideración más abierta de la física a la historia
y a la libertad.
Ahora bien, cuidado, nadie se confunda y quiera echar al vuelo —si es
que le da por ahí— las campanas de su gozo espiritualista. Stuart
Kaufmann, por ejemplo, uno de los creadores de la ciencia de la comple-
jidad, no por eso deja de ser materialista y buscador de la naturalización.
Mas lo que ahora se adivina es una consideración de la “materia”
extremadamente complejificada, en la cual encontramos por caminos de

460
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

ciencia —‘nueva ciencia’— corredores que apuntan hacia retoños de


historia y de grados de libertad subidos de tono. No es poco. Antes,
algunos de los cientificistas eran extremadamente romos; aunque, todo
hay que decirlo, no pocos de los espiritualistas también lo eran. Ahora,
seguramente, el diálogo se asienta en nuevas bases. No se trata, al
menos para mí, de un diálogo entre materialistas y espiritualistas, sino
entre quienes piensan que la explicación definitiva del mundo y de
quiénes somos es, en definitiva, una “explicación física” y quienes pen-
samos que es una ‘explicación metafísica’.
¿Hemos ganado algo? Sí y no. Sí, en cuanto que se nos han abierto
perspectivas de conocimiento más exacto del mundo y de lo que
somos. No, en cuanto que tampoco será ahora la ciencia quien nos diga
—¡por fin!, ¿por fin?— la última palabra en estas cuestiones de quién sea
el hombre, de la historia, de la libertad, en una palabra, pues las cues-
tiones que nos traemos entre manos se resuelven más-allá-de-la-física,
se resuelven en la metafísica. A partir de la segunda semana de nues-
tros encuentros nos echaremos a manos llenas en su amplio seno.

V. El principio antrópico, o la cuestión del saber

Es el ‘cuerpo de hombre’ quien sabe, quien piensa, quien decide,


quien actúa, quien conoce mundo y lo habla; lo nuestro son las habla-
durías. Somos un entendimiento esencialmente corpóreo, con corpora-
lidades de ‘cuerpo de hombre’. No es verdad que, sin más, nuestra
visión, ni ninguna de las acciones de conocimiento que efectuamos, nos
ofrezca de manera objetiva y sin más lo que las cosas son; todas nues-
tras acciones, cualesquiera que sean, por lejanas a él que parezcan al
final, son acciones del ‘cuerpo de hombre’, y las creaciones que de ellas
resultan, corporalidades suyas. Por así decirlo, es el ‘cuerpo de hombre’
quien nos da a ver, es él quien conoce, es él quien actúa; y sólo él. Lo
cual en ningún caso quiere decir que lo que veamos y lo que entende-
mos por conocimiento sean puras subjetividades que nos lleven a decir:
“todo vale porque todo es igual”, “lo que me vale es mi verdad, pues
no hay la verdad”, “todo es puramente subjetivo”. Este escepticismo de
pacotilla, tan extendido, hasta el punto de que está tan en el sonsonete
de nuestra vida como un anuncio de coca cola, no da cuenta de lo que

461
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

somos, ni de cómo conocemos, ni de cómo actuamos, ni de que, en


definitiva, cuando tan desgraciadamente se aprieta el botón de la
bomba atómica, esta explota y mata. No tener en cuenta esta situación
de objetividad radical de nuestra actividad, incluida esa actividad tan
decisiva con la que construimos la ciencia —una de nuestras más
importantes ‘corporalidades’—, es no entender nada de lo que somos
de verdad.
Nuestro conocimiento parte siempre de un hablar metafórico —el
lenguaje es siempre esencialmente metafórico, analógico, mimético y
retórico—, y las metáforas fundadoras son siempre metáforas corpora-
les, que comienzan con un delante y un detrás, con un arriba y un
abajo, con un a la derecha y un a la izquierda, con un suave y un vio-
lento, con un agradable y un desagradable, con un dulce y un amargo.
Todo decir, sea el del arte, sea el de la ciencia, sea el que quiera que
se considere, es siempre metafórico con una metaforicidad primaria-
mente corporal, que se construye desde el cuerpo alejándose de él. Y
no es que sea esta una desgracia para nosotros y para nuestro conoci-
miento, sino que es esta metaforicidad corpórea el motor y el camino
en el que siempre se inicia el conocimiento, el que le da su arraigo y
su fuerza, el que nos permite conocer, siempre en relación con un ‘cuer-
po de hombre’, jamás el conocer de un “espíritu desencarnado”.
Nos introducimos siempre en la búsqueda del conocimiento de algo
a través de metáforas, las cuales nos dan el cuadro general en el que
buscamos desarrollar un pensamiento. Por ejemplo, se dirá: el hombre
es una máquina o la mente del hombre es una computadora. A partir
de ahí buscaremos alcanzar una cierta idea de lo que sea el hombre.
Esta es siempre nuestra manera de actuar en las cuestiones del conoci-
miento.
El conocimiento es siempre la proposición de alguien, proposición
que los demás rechazan o aceptan, o simplemente ignoran con indife-
rencia. El conocimiento se construye, se enuncia, se pronuncia, se dice,
se hace un hablar; deviene habladuría en y de una comunidad. Y siem-
pre es una acción del ‘cuerpo de hombre’, que, en su caso, bien puede
constituirse en una verdadera ‘corporalidad’: por ejemplo, en una teoría
científica, o en un manual en el que se presenta una cierta ciencia acep-
tada por la comunidad de los científicos para que aprendan en él las
nuevas generaciones.

462
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

La teoría de la relatividad, por ejemplo, fue construida por alguien,


Albert Einstein, que tenía una cualidad muy importante: se interesaba
en pequeñas cuestiones de detalle del electromagnetismo de Maxwell
que le traían al retortero porque en ellas veía que las cosas parecían no
estar conceptualmente claras puesto que llevaban a faltas de paralelis-
mo en el razonamiento, para él absolutamente inaceptables. Y, dado
que tenía bien pagada su vida en la Oficina de Patentes de Berna —de
seguro, no hubiera tenido la libertad de trabajar sobre sus cosas en el
caso de haber estado en una universidad—, podía dedicarse a investi-
gar esas mínimas fallas de la teoría electromagnética, llevado de lo que
para él debía ser esencial en la ciencia: la simplicidad, la belleza y la
coherencia de las teorías científicas. Así, le pareció obvio que la veloci-
dad máxima absoluta nunca podía superar la velocidad de la luz, pues-
to que los fotones que la componen no tienen masa, por lo que cual-
quier otra partícula que se mueva, por tener masa, sólo puede moverse
a velocidad menor que la de la luz; también le pareció obvio que si algo
debemos decir con carácter general en cualquier lugar del mundo en
que nos encontremos, tendremos que suponer que las leyes físicas son
las mismas en todas partes. Fuera de ahí, y para mantener esos dos pos-
tulados, que cambie todo lo demás si es necesario; allá todo lo demás.
Y, efectivamente, todo cambió. Si queremos poner en hora dos relojes
que estén alejados uno de otro, sólo lo podremos hacer enviando infor-
mación al otro de la hora que tiene el uno, pero eso significa que el
tiempo que marcan los relojes se verá esencialmente mediatizado por la
información, que viajará como máximo a la velocidad de la luz. La teo-
ría de la relatividad especial —la más elemental, enunciada en 1905—,
acaba de nacer. Para que no cambien los dos postulados admitidos por
Einstein —y, con él, por todos los que piensen a partir de él en estas
cosas—, la concepción del espacio y del tiempo va a cambiar radical-
mente, anegando la física entera. Desde entonces, la teoría de la relati-
vidad no ha dejado de estar en el núcleo duro de la física moderna.
En la teoría general de la relatividad de 1916, Einstein llegó a unas
ecuaciones, que llamó cosmológicas, que son las ecuaciones que rigen
la cosmología, es decir, el conjunto entero del universo. Son, como
todas las demás en la física, como también la ecuación de onda de
Schrödinger que rige la mecánica cuántica, ecuaciones diferenciales, en
las que, ya lo sabemos, el tiempo es reversible. Mas son tan complejas

463
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que no tienen ninguna solución. Para buscar alguna solución hay que
jugar por necesidad con condiciones de contorno o iniciales que per-
mitan simplificarlas hasta poder buscar alguna solución. ¿Cuáles? A par-
tir de ahora, cada quien hará lo que pueda en cosmología. Si para ello
tenemos que aceptar unas hipótesis precisas que nos lleven a un mundo
que no contiene ninguna materia, como en la cosmología de
Friedmann, pues muy bien, parecerá muy raro, pero nos quedaremos
tan panchos, pues, en todo caso, habremos construido un modelo cos-
mológico.
El sacerdote belga, profesor en la Universidad Católica de Lovaina,
Georges Lemaître, fue uno de los que primero y mejor ideó una solu-
ción posible a las ecuaciones cosmológicas de Einstein. Había que
suponer que el universo se había expandido en la historia desde la posi-
ción inicial de un ‘átomo primitivo’ que contenía toda la masa-energía
del mundo actual, y que esa expansión, que había dado origen al tiem-
po, se había hecho desde una gigantesca explosión inicial que hace que
desde ese momento siguiente al t = 0, el mundo esté en expansión
constante. Las cosas funcionaban con este modelo. El único problema,
que Einstein hizo ver a Lemaître, es que: claro está, van a decir que es
el modelo físico que un sacerdote católico y un judío se han inventa-
do para hacer del mundo creación de Dios, puesto que se habla de un
t = 0 y de una historia del universo.
Este modelo fue un puro y simple modelo hasta 1964, cuando se dio
la conjunción casual, tomando café en la misma mesa un grupo de inge-
nieros de telecomunicaciones que habían ‘oído’ un extrañísimo ruido de
fondo en todo el cosmos correspondiente a la emisión de un cuerpo
negro a 3° K, que no podían comprender ni interpretar, con unos cos-
mólogos que esperaban poder ‘oír’ los restos de la explosión inicial que,
según sus cálculos, debía corresponder a la radiación de un cuerpo
negro a 3° K. Desde entonces no hay otra manera de explicar este dato
experimental sino a través de la cosmología que nos ofrece la teoría
cosmológica de la gran explosión inicial.
¿Se corresponde esto con la sed de ‘experimentalismo’ y de una cien-
cia basada sólo en experiencias que durante tanto tiempo se ha soñado
por tantos científicos y filósofos de la ciencia?
Recuerdo ahora también esa extraña cuestión que vimos uno de
estos días pasados cuando el árbol de la ciencia, con su punto rojo, nos

464
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

aparecía como un árbol del que sólo existe con existencia de mundo la
superficie última y externa del árbol, y que de todo el ramaje interior
sólo tienen existencia de mundo un pequeño conjunto de fósiles y
nuestra red de teorías y seguridades que constituyen el andamiaje últi-
mo levantado dentro del árbol con ayuda de la teoría darwiniana de la
evolución, y sus múltiples continuaciones.
¿Qué quiero decir con todo esto? Que las teorías científicas son una
maravillosa construcción del ‘cuerpo de hombre’, que son una de sus
‘corporalidades’ más geniales y sofisticadas.
Dos años antes, en 1962, se había publicado el celebérrimo libro de
Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, quien,
apoyándose sobre todo en filósofos e historiadores de la ciencia de la
tradición francesa, daba una feroz dentellada a la filosofía de la ciencia
heredera del Círculo de Viena: las teorías científicas no se “verifican”
—ni siquiera se “falsan”, a la manera popperiana—, son simples cons-
trucciones de la comunidad de los científicos que caen y son aceptadas
dentro del “paradigma” vigente, y los que cambian y constituyen las
revoluciones científicas son los cambios de paradigma. La zorra que se
comió a todas la gallinas del gallinero neopositivista. Sarampión de his-
toricismo, de sociologismo, de relativismo, de “todo vale” y “todo es
igual”, que comenzó a curarse —no en todos los cuerpos, pues algunos
estaban demasiado infectados, quizá porque eran cuerpos demasiado
endebles— de manera generalizada desde 1990.
Por entonces también, Brandon Carter enunció por vez primera el
principio antrópico: la evolución del cosmos en su historia, desde la
explosión inicial, ha sido tan compleja en las infinitas bifurcaciones de
los infinitos caminos posibles, que el hecho de que estemos nosotros
en corro hablando de cómo ha sido la historia del universo, es tan
improbable, con probabilidad rigurosamente cero, que ese hecho debe
de haber “influido” decisivamente en la elección de los infinitos veri-
cuetos de las infinitas bifurcaciones de los infinitos caminos posibles de
la historia evolutiva del cosmos, porque de otra manera no hubiéramos
llegado a donde estamos. Ergo, nosotros somos la finalidad de toda la
historia del cosmos, o cosa parecida.
Todos entendieron enseguida que esto parecía de nuevo plantear
algo antiguo: luego el mundo ha sido creado con una finalidad. Más
tarde, sobre todo con Tipler y Barrow, fue degenerando cada vez más,

465
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

hasta convertirse en un nuevo gnosticismo —¡que repudio absoluta-


mente, y creo que con muy buenas razones!—, en una especie de mis-
ticismo new age.
Dejémoslo aquí, aunque ya he afirmado que de esas cosas sólo
podemos hablar cuando nos vayamos —¡y ya nos estamos yendo!—
más-allá-de-la-física.
En todo caso, creo que del follón apuntado ligeramente acá es nece-
sario entrar en la consideración de un ‘principio antrópico’ con el que
he comenzado la crónica del día de hoy: es el ‘cuerpo de hombre’ quien
sabe, quien piensa, quien decide, quien actúa; somos un entendimien-
to esencialmente corpóreo, con corporalidades de ‘cuerpo de hombre’.
Y por eso no podemos aceptar, antes al contrario, lo consideraremos
como un engaño atroz, el principio que enunciara en 1971 Jacques
Monod en El azar y la necesidad: el discurso científico, discurso de obje-
tividades, discurso de los saberes intersubjetivos, discurso del saber, sólo
se logra cuando, en un arrebato de eticidad —fundador de la moral, pen-
saba él, ¡que tremenda sandez!—, cogemos las tijeras de capar y cortamos
nuestro discurso de nosotros mismos para, por esa acción ascética, hacer-
lo discurso de objetividad científica. ¡Señoras y señores, quién da más!
Mi discurso, evidentemente, en nada se parece a este. No quisiera
que ninguno de los que estamos aquí se convirtiera en un nuevo
Orígenes-el-capado-a-sí-mismo. En esto nos jugamos la vida y el saber
quiénes somos.

VI. La acción racional de la razón práctica

De nuevo paseando como eso que somos, ‘cuerpo de hombre’.


Vamos a examinar de qué manera salimos de nosotros mismos para la
acción en el mundo. En primer lugar, debe notarse que salir al mundo
lo hacemos siempre mediante una acción. Somos seres de acción. Y
siendo seres en el mundo, salimos para una acción sobre y en el
mundo. ¿Cuáles son las características decisivas de esa acción, el pro-
cedimiento con el que la logramos?
Ya dije que, según creo, deseo, imaginación y creatividad son cen-
trales en eso que somos como ‘cuerpo de hombre’. Deseo de siempre
más, de siempre ir-más-allá. Vivimos siempre con el deseo de un ir

466
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

yendo hacia un allá de aventura, un allá que nos saca de nuestros qui-
cios, un deseo que nos hace querer tener lo que no tenemos, querer
estar donde no estamos, querer poseer lo que no poseemos. Incluso
comparándonos con los demás animales somos insaciables, los únicos
insaciables. Sobre todo, un deseo que nos hace querer ser lo que no
somos, quizá lo que todavía no somos, pero que nos empeñamos en
ser. Una querencia insaciable, un deseo irreprimible por ser más, por
mirar más allá. Nada llena ese deseo nuestro, nada lo completa, nada lo
apaga. Ese deseo es central en lo que es el ‘cuerpo de hombre’. No es
un añadido, sino que es parte de su núcleo duro, de lo que lo consti-
tuye como tal. Somos seres deseantes, esencialmente deseantes.
Deseamos lo que no podemos alcanzar, lo que no se nos da de princi-
pio, incluso lo inalcanzable, lo vedado. El deseo transfigura nuestra
vida, le da sentido, le da dirección. Nos hace subir a la montaña para
encontrar el portillo desde el que veamos el otro lado, y por el que
podamos descender a ese otro lado. Deseo de aventurarnos en ese
caminar, en ese ascender, en ese abrir nuevas perspectivas.
Pero con el deseo, junto a él, tenemos la imaginación. Imaginación
para conseguir vislumbrar como real en nuestra vida eso que deseamos.
Imaginación para precisar como existente eso que, es obvio, no es exis-
tente. Somos animales esencialmente imaginativos. Imaginamos nuevos
caminos, imaginamos cómo alcanzarlos. Imaginamos lo imposible. Con
el deseo y la imaginación rompemos eso que se nos da dentro del
mundo de los posibles. No cabemos ya más en ninguna conceptualidad,
ya no nos dejamos regir en el esquematismo de ninguna “racionalidad
logicista del ente unívoco” que, en él, nos ofrezca todo aquello que
tenemos posibilidad de alcanzar. La imaginación, espoleada por el ina-
cabable e ingobernable deseo, busca, diseña caminos para alcanzar lo
imposible. Somos seres que quieren lo imposible, que nunca se quedan
satisfechos con lo que les es posible, con lo que se les da como posi-
ble. Que quieren ir más allá, en un caminar sin descanso yendo en
busca de lo que les es imposible. Buscadores de lo imposible.
Pero con el deseo y la imaginación no hemos terminado todavía,
pues el ‘cuerpo de hombre’ dispone de esa capacidad de creatividad
inmensa, infinita, con la que lo imaginado espoleado por el deseo se
hace una entrada en la realidad de lo imposible. Con ella, lo imposible
se nos viene a las manos. Los mundos posibles cerraban lo posible de

467
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

lo mundanal, pero nosotros construimos algo radicalmente novedoso,


que ya no es meramente mundanal, pues hacemos posible lo imposi-
ble. Nos hacemos creadores de la imposible-posibilidad. El ‘cuerpo de
hombre’, así, es un animal que se ofrece imposibles; no sólo desea impo-
sible e imagina imposibles, sino que se ofrece la realidad de los imposi-
bles. Tenemos la asombrosa capacidad de ofertarnos la imposible-posibi-
lidad. En el mundo se abrió así un portillo a la realidad, el ‘portillo de la
imposible-posibilidad’, como seguiremos viendo en lo sucesivo de estos
papeles. Nada de ella nos era dado, porque nos era terreno de imposi-
bles, fuera de la instintualidad mundanal, pero se nos ha abierto como
realidad de imposibles. De nuestros constreñimientos de mundanalidad,
‘surgió’ ese portillo que nos da acceso a la realidad que creamos.
La gestión de todo este juego del deseo, de la imaginación y de la
creatividad, es obra de la razón. El cocinero gestiona la compra y la ela-
boración de la comida con sabia prudencia y mucha sabiduría pruden-
te, con una inmensa práctica y un gusto delicado y amoroso por su deli-
ciosa profesión. Así pues, la razón es como el cocinero de toda esa
labor de búsqueda de imposibles, el instrumental con el que nos ofre-
cemos esos imposibles deseados e imaginados, y que los crea como rea-
lidad. La razón es nuestra herramienta de creatividad. No es mera razón,
no es razón pura, no es lógica, sino que es razón de un ‘cuerpo de hom-
bre’; es palabra, es diálogo consigo mismo, con los otros, con las prác-
ticas anteriores; es diálogo con el mundo, mejor, con lo que desde
ahora nos aparece como realidad del mundo. La razón se da en las
habladurías. La razón del ‘cuerpo de hombre’ es una acción, la acción
racional de la razón práctica. Y es una acción porque todo el proceso
busca y lleva a la creación como realidad de los imposibles: su crea-
ción como corporalidades. No es una gestión de posibles, sino una
creación de imposibles.
El proceso que aquí se diseña corre paralelo a ese que nos hace ver
cómo no hay ningún procedimiento para encerrar dentro de férreos
árboles lógicos ninguna de las creaciones del hombre: ni el álgebra, ni
la física, ni ninguna de las ciencias. El teorema de Gödel es aquí abso-
lutamente sintomático al quebrar las pretensiones de quienes quisieron
lo que no se da, aquello que no es real, de quienes quieren dar de ante-
mano el árbol entero de los posibles; y, a la vez que lo hace, abre un
nuevo mundo del lenguaje formalizado que permite el lenguaje de la

468
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

computación. No es decisiva la razón pura, puesto que inexistente; nada


está fijado y prefijado de antemano, todo es fruto de una acción, por
tanto, de una cuidadosa acción racional, acción muy práctica de sope-
samiento, de medida, de ideación, de diálogo, de retroducción, acción
de inteligencia. Nunca una razón pura que nos haría conocer las cosas
de una vez por todas, que nos haría avanzar en el conocimiento de ver-
dad en verdad. Nunca, por supuesto, una razón pura que quedaría en
manos de la ciencia y de los científicos. No, de eso nada. Siempre una
razón práctica que es la acción delicada del cocinero en su cuidadoso
y sabio obrar.
Con todo este largo y laborioso proceso, miramos hacia delante,
miramos más allá, miramos al futuro, un futuro que se nos ofrece allá a
lo lejos en el tiempo. Pero sabemos —bien es verdad que sin saberlo
de real verdad— que moriremos, y que así nos quedará roto eso que
miramos en el más-allá de nuestra creatividad, quedará rota esa meta
que deseamos e imaginamos. ¿No valdrá con decir que, cuando noso-
tros muramos, otro mirará entonces hacia donde nosotros ahora mira-
mos, ocupando nuestra plaza, y luego otro substituirá a este, etc., en
cadena ininterrumpida? No nos vale, pues no nos engañamos, eso sig-
nificará que desde ahora, excepto que entremos en gnosticismos pan-
teístas de la new age, sabemos muy bien que ese lugar deseoso al que
imaginábamos mirar no era otra cosa que eso, una mera imaginación,
una mera ficción sin sentido y sin realidad, pues la humanidad un día
necesariamente terminará, desapareciendo en ella, pues, aquel más-allá
de nuestra creatividad; y, lo que todavía es más importante, no consi-
dera a lo que soy en lo que tiene y quiere tener de más importante: que
soy persona, persona única, irrepetible, insustituible, infinita en su mor-
tal pequeñez, puesto que capaz de esto de lo que hablamos; que somos
personas. De ser así, ¿no sería mejor adoptar la lúcida postura de Jean-
Paul Sartre que sabe que eso que mira morirá con su misma muerte, y
que en-el-entre-tanto él seguirá viviendo con la inmensa lucidez de
quien no quiere engañarse? Pero nosotros miramos aquella meta final
que deseamos, que anhelamos, que imaginamos, que creamos con
nuestra inmensa creatividad, que creamos como realidad, ¿y no dire-
mos, como en todas las demás creaciones de realidad, no hablaremos,
no lograremos la realidad de ese punto omega que nos creamos?
¿Resultará que en este proceso de creación de realidades, la mayor de

469
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

todas las imposibles-posibilidades, la que nos habla de finalidades, de


metas, de creaciones últimas —en una palabra, que nos habla de Dios—
será la única que se nos resista y no se convierta en realidad para noso-
tros? Malo sería, sería el fracaso final de todo el proceso.
¿Una realidad que sólo sería pura virtualidad imaginativa, que se nos
resistiese como verdadero imposible? Todo me empuja a pensar que no.
Además de este proceso que ahora señalo, nos encontraremos toda-
vía con muchas pistas que apuntan a lo mismo. El proceso de la acción
racional de la razón práctica será un continuado preguntarse por los
porqués que nunca terminan, hasta llegar a la pregunta última: ¿por qué
existe algo en vez de nada?, cuya respuesta nos lleva a la afirmación
razonable de que el mundo es creación, y de que, por tanto, debemos
hablar de un Creador. Cuando entramos en la consideración de la evo-
lución de la historia del cosmos, ¿no encontraremos razonable el decir
que la consciencia del punto rojo del árbol de la evolución apunta hacia
algo, más allá de nosotros mismos, que es una finalidad de la evolución
que ‘surge’ de lo material, de algo como a lo que Pierre Teilhard de
Chardin llamaba el punto omega? Cuando entremos en la consideración
de la realidad que nos construimos, veremos la necesidad imperiosa,
necesidad de razonabilidad, de hablar de un fundamento de la realidad.
Cuando, considerando lo que somos, dentro de lo que vamos siendo,
nos descubramos como ser, siendo, precisamente, la acción lo que nos
hace ser eso que somos, enseguida llegaremos a la necesidad de hablar
de que eso nos es posible sólo porque hay un Ser que es esencialmen-
te un ser en acto.
No, esa meta final de la imposible-posibilidad no es mera ficción
irracional, sino que se hace filosóficamente composible con multitud de
líneas de razonabilidad.

VII. La diferencia entre mundo y realidad

Los animales sólo viven el mundo. Nosotros, también vivimos en la


realidad; porque sólo nosotros tenemos la capacidad de ser figuras en
el paisaje, figuras que se mueven dinámicamente en el paisaje. Sólo
nosotros tenemos la capacidad de consciencia, de sabernos, de vernos,
de contemplarnos, de actuar como figuras en un paisaje: los demás

470
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

animales viven encerrados en la mera instintualidad que les deparó su


ser mundanal. Nuestro ser mundanal, en cambio, tiene esa particulari-
dad tan peculiar de ser capaz de atravesar, de crearse un portillo por el
que adentrarse en ‘otro mundo’, esta vez mundo sólo suyo, mundo de
su plena invención, producto de su creatividad, de su acción, que es la
realidad. Desde ahí, en la otra pizarra —recuerden que pintaba el ‘cuer-
po de hombre’ a caballo entre las dos pizarras de la clase, la izquierda
titulada ‘mundo’ y la derecha titulada ‘realidad’—, aposentado en el
ámbito de la pizarra de la derecha, con su corro de comadres dedica
sus ‘habladurías’ al ámbito de la pizarra de la izquierda, la pizarra del
‘mundo’, e igualmente las dedica al nuevo ámbito recién abierto, el de
la realidad. Porque sólo él tiene esa capacidad asombrosa de dedicarse
a hablar de lo que se proponga, de lo que le plazca, de lo que con-
venga, de lo que quiere hacer, de lo que desea, de lo que imagina, de
lo que va a crear. Sólo él tiene esa capacidad asombrosa de, con esa
machacona y extremadamente inteligente insistencia que le es tan pecu-
liar, encadenar en sus ‘habladurías’ una y otra vez la pregunta de ¿por
qué?, y sólo él tiene la capacidad todavía más asombrosa de respon-
derse a sus preguntas mediante sus continuas ‘habladurías’. Y todo esto
porque sólo él está en posesión de esa herramienta asombrosa que es
la razón.
‘Habladurías’ me ha dado por decir, puesto que el hablar, el comu-
nicarse con los otros ‘cuerpos de hombre’ mediante el lenguaje, de tan
extremada complejidad, de tan extremada inventiva, de tan extremada
capacidad de modulación expresiva, de tan extremada capacidad de
acción, con lo que consigue poder transmitir a los que son como él tal
cantidad de datos, de afectos, de ideas abstractas, hasta arrastrar a los
otros a sus mismos proyectos y acciones, que nada ni nadie en el
mundo tiene, le hacen a él capaz de ‘inventar’ todo ese ‘otro mundo’
que es la realidad. Él es su inventor; él es su creador. Es fruto de su
inmensa creatividad. Lo inventa y lo crea mediante sus ‘habladurías’,
como resultado del juego de la razón, dentro del complejo funciona-
miento de esta, que vimos ayer.
Desde ahí, desde su mirada al otro lado del ‘portillo’, en su corro de
comadres, dedica sus ‘habladurías’ a la pizarra que él mismo llama
‘mundo’, en el que también él se encuentra, porque de él forma parte,
pero mirándolo ahora desde lejos, como desde otro lugar exterior,

471
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

en una como re-creación, al menos parcial, dentro de lo que es ya pro-


piamente suyo, de lo que es más propiamente suyo, el ámbito de la
pizarra ‘realidad’. Colocado, pues, ahí, lo observa, hace con algunos de
sus elementos los experimentos que imagine, tal como él mismo los defi-
nía, y comienza a hablar de él; nótese que ningún otro de los animales
o de los seres del mundo tiene esas conversaciones consigo mismo y con
los suyos sobre el mundo. Y él habla para dominarlo, para manipularlo,
para hacerse dueño del mundo, al menos en parte, para conocerlo, para
hacerse con él, para saber a qué atenerse; buscando incluso dominarlo
por entero con el conocimiento.
Y entre sus hablares está, por ejemplo, el que el corro de comadres
allá por los años 1924-1925 denominó mecánica cuántica, o el que en
1687 Isaac Newton enunció como ley de la gravitación universal, o lo
que, desde Darwin, un conjunto largo de científicos ha ido desarrollan-
do como teoría de la evolución, que se hablan y se escriben a este lado,
en la pizarra de la derecha, en el ámbito de la realidad. En la pizarra de
la izquierda está la infinitud de especies que hemos observado, como
cascarón externo de un árbol; pero el árbol de la evolución como tal,
con sus ramillas, ramas y tronco, ya lo hemos visto, sólo está en el ámbi-
to de nuestras ‘habladurías’, en la pizarra de la derecha. Y muchas de
estas se hablan y se escriben con signos matemáticos, con ecuaciones
en derivadas parciales, a veces tan imposibles de resolver por su com-
plicación intrínseca que si no inventamos hipótesis ad hoc nunca ten-
dremos la capacidad de resolver, y cuando las resolvemos, por tanto,
hemos tenido que meter la zarpa de nuestras ‘habladurías’ simplificato-
rias en lo que ya de primeras sólo estaba en el puro ámbito de lo que
eran nuestros propios hablares, que se plasman en blancas páginas.
Todo esto está aquí, a este lado, son nuestras ‘habladurías’ —por tanto,
nuestras corporalidades—, están impresas en los libros, se habla sobre
ellas, se investiga sobre ellas, se diseñan experimentos para ver qué decir
de ellas, la comunidad de los científicos dedica su esfuerzo y su tiempo
a ellas, pero estas ‘habladurías’ que se dan en la pizarra de la ‘realidad’
hablan de aquel otro ámbito, el de la pizarra del ‘mundo’, algunas de
nuestras ‘habladurías’ dicen que quizá hasta lo ‘expresan’. En la pizarra
del mundo no está la fórmula F = k mm’/d2 que nos da la fuerza central
con que se atraen dos partículas, sino que está ella, esa fuerza actuante
sobre ambas partículas, la que, en el caso en que sean de verdad sólo

472
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

dos partículas las que se toman en consideración —en donde podamos


suponer como despreciable el efecto gravitatorio de todo el resto de las
partículas del mundo sobre el juego de ellas dos, porque si fueran tres
o más partículas las que estuvieran en danza, el movimiento resultante
sería caótico, es decir, impredecible, como ya demostró a principios del
siglo XX Henri Poincaré—, la cual fuerza nos sirve para calcular y pre-
decir, en la pizarra de la derecha, claro, lo que en la pizarra ‘mundo’
acontecerá con esas dos precisas partículas. Pero, insisto, la fórmula, los
cálculos, las condiciones de uso son todo ‘habladurías’ que están sólo
en la pizarra de la ‘realidad’.
Ese ‘otro mundo’ de su plena invención, producto de su creatividad,
que es la realidad, decía. Hemos visto, mejor, quedan simplemente
apuntados, los instrumentos del ‘cuerpo de hombre’ con los que se abre
acceso a ese ‘otro mundo’, en el que se le da la imposible-posibilidad,
y la cuestión decisiva es ésta: ese ‘nuevo mundo’, el de la realidad, es
invención suya, del ‘cuerpo de hombre’, de sus ‘habladurías’, es su crea-
ción, es el conjunto entero de sus corporalidades. No es algo que se le
haya dado con su instintualidad mundanal, sino que él se da a sí mismo
con el amplio y espectacular juego de su razón. ‘Cuerpo de hombre’,
pues, a caballo entre el mundo y la realidad. Encontrándose en uno,
el mundo, como una mundanalidad más; inventando creativamente el
otro, el de la realidad.
Ahora bien, ¿pensaremos por ello que este ‘otro mundo’, un
‘mundo’ que ya es sólo suyo, de los suyos, es algo meramente virtual,
una pura y simple invención, quizá una mera convención? No, claro
que no. Piénsese en algo que, para comenzar, parece decisivo: desde
sus blancas páginas, desde sus ‘habladurías’, imputa realidad a lo que
dice del mundo, y este, en ocasiones numerosas, parece responder con
la afirmativa, como si le dijera: pareces acertar con lo que de mí afir-
mas. Ya lo dije páginas más arriba: habla, discute, proyecta, construye
la bomba atómica, y cuando tan desgraciadamente se aprieta el botón,
esta explota y mata. La realidad se construye sobre el mundo, con él,
rodeándolo. A veces, también, es verdad, para manipularlo de manera
tan grave que ponemos en trance de muerte a nuestra tierra, por ejem-
plo, y a nosotros con ella. Realidad y mundo están estrechamente vin-
culados, pero nos encontramos con esa vinculación en el ‘cuerpo de
hombre’.

473
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Hablar de la verdad sólo se dará en la pizarra de la derecha, la de


la ‘realidad’. La cuestión de la verdad, pues, es una de nuestras ‘habla-
durías’, quizá la más importante de todas. Sólo ahí, en la pizarra de la
derecha, cabe el engaño, sólo ahí cabe el que nuestras ‘habladurías’
sean puras palabras sin ningún significado, que nada expresen, sea del
mundo sea de las parcialidades de la realidad, o que busquen confun-
dir y engañar; sólo ahí cabe, también, que lo que hablemos de la piza-
rra de la izquierda, la del ‘mundo’, sea acertante o no, aceptable o
rechazable, verdadero o falso. Quede insinuado, por tanto, que aquí,
hablando en la pizarra de la ‘realidad’, nos las habemos con la verdad,
con el grave y decisivo problema de la verdad; que es ahí, en él, en
donde hacemos la apuesta del ámbito de la realidad, sea apuesta par-
cial sea apuesta total.
Pero la realidad de nuestras ‘habladurías’ va mucho más allá del
conocimiento científico de lo que el mundo —¡y nosotros con él!— sea.
Entre ellas está esa que, como veíamos ayer al final de la clase, consis-
te en nuestra mirada, la que va hasta el último más-allá, esa ultimidad,
esa meta, que creamos para nosotros mismos como nuestra realidad
más profunda, la que más y mejor nos atrae. Miramos a un más-allá que
trasciende la muerte, y que es precisamente el que da sentido último a
eso que nos consideramos en realidad, poniendo en él la punta defini-
tiva de nuestra entera realidad. Esa es nuestra invención suprema, nues-
tra mejor creación, el fruto maduro de nuestra creatividad, la obra defi-
nitiva de nuestra razón. Si de las demás acciones racionales de la razón
práctica que constituyen la realidad no se nos ocurre ni por asomo decir
que no tengan ninguna relación con lo que de verdad sea el mundo,
¿resultará ahora que sólo aquí, en el momento álgido y definitivo de lo
que es la perspicacia de nuestro mirar, en su definitiva sazón, sólo aquí
tenemos unas ‘habladurías’ que en nada se confrontan con la verdad de
lo que dicen?, ¿que sólo ahí se convierten en mera imaginación? No
parece razonable. Deseo, imaginación, creatividad, acción racional de la
razón práctica nos llevan a mirar a la ultimidad del más-allá, y, ¡cosa
rara!, sólo ahí ese proceso, maravilloso todas las demás veces que actúa,
nos ofrecerían ahora meras imaginaciones sin sentido, sin fundamento,
sin verdad. Insisto, ¡cosa rara!
No sé en definitiva si el tiempo de la pizarra ‘mundo’ es o no rever-
sible —ni en este momento me preocupa demasiado—, pero lo que sí

474
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

sé es que la pizarra ‘realidad’ está tejida de tiempo. Y lo está, como


vamos a ver, por dos razones. La primera, porque es invención o crea-
ción de ‘cuerpo de hombre’, casi me dan ganas de decir que es, de prin-
cipio, su más imponente corporalidad, la suma de todas las corporali-
dades, y siendo él esencialmente temporal, estando esencialmente
amasado con tiempo de irreversibilidad, parece obvio pensar que este
ha de tejer necesariamente el conjunto entero de esa pizarra de la dere-
cha. Pero, además, porque ese mirar a la lejanía del más-allá, en donde
ciframos nuestra meta, es también esencialmente un mirar en el tiempo
en cuanto que es un mirar hacia el futuro, un mirar que traspasa nues-
tra propia muerte y, seguramente, la muerte de todos los ‘cuerpos de
hombre’, como hemos visto.
Y quien habla de este tiempo irreversible, está ya hablando a manos
llenas de historia. La realidad, así, es esencialmente histórica. Todo en
ella es necesariamente histórico, el tiempo que la teje es tiempo de his-
toricidad y las relaciones de temporalidad que se establecen en ella
están sumergidas en la hermenéutica. ¿Cómo podría ser de otra manera
en lo que es creación del ‘cuerpo de hombre’?
Pasando el portillo por el escotillón, evidentemente, de lo que
somos, ‘cuerpo de hombre’ a caballo entre las dos pizarras, nos descu-
brimos siendo de verdad y en lo más profundo personas. El que poda-
mos decir que somos personas, por tanto, está ligado esencialmente no
a nuestro estar en el mundo, sino a nuestro ser en la realidad.
Además, y de otra parte, esa creatividad del ‘cuerpo de hombre’ que
le lleva a la invención y, quizá mejor, a la creación de la realidad, ¿no
es, en verdad, re-creación? Que sea así, nos llevará muy lejos.

VIII. La construcción de la realidad

La realidad, por tanto, no es algo que se nos ha dado —o que noso-


tros inventamos o construimos o creamos o re-creamos— de una vez
por todas, sino que la vamos haciendo, la vamos construyendo, la
vamos creando, la vamos re-creando. Así, en esa acción nuestra, la rea-
lidad nos va siendo.
Nada en la realidad es fijo y definitivo, sino que todo en ella está
siendo, todo en ella está en fluencia, y esta es una fluencia temporal.

475
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Porque en la realidad hay tiempo, porque, como nuestro propio ‘cuer-


po de hombre’, la realidad está transida por el tiempo, y este siempre
es en ella un tiempo irreversible. Lo que en la realidad se nos ofrece
siempre es esencialmente histórico, con esa cualidad de provisionalidad
que tiene siempre todo lo que fluye en un tiempo irreversible, y que
hace de la historia algo provisional, inacabado, tendente a lo que está
por venir, por llegar.
La temporalidad esencial de nuestro ‘cuerpo de hombre’ marca con
su esencial temporalidad a todas sus construcciones, a todas sus corpo-
ralidades, haciendo que la realidad se nos muestre como esencialmen-
te temporal, y con un tiempo, evidentemente, de irreversibilidad. El
‘cuerpo de hombre’ tiene historia, no puede no tenerla. Historia de la
evolución de la materialidad, llamémosla así, de donde ‘surgió’ en el
ámbito puramente mundanal —tal como nos lo muestra la mirada que
desde el ámbito de la realidad echamos a esa parte de mundo en donde
encontramos, imputándola, es decir, emperrándonos con nuestras razo-
nes bien pergeñadas y sopesadas en que las cosas mundanales son,
quizá mejor, van siendo, como decimos— esa evolución de la materia-
lidad. Historia de su sí mismo como ‘cuerpo de hombre’ que nació y fue
encarnándose en lo que actualmente va siendo, y, quizá, sobre todo,
historia de lo que vengo llamando la mirada en que ve el más-allá de
la meta hacia la que está yendo, porque deseo, imaginación y creativi-
dad, gestionados por la acción racional de la razón práctica, le mues-
tran la finalidad de su ir, tan decisivamente importante para lo que
actualmente va siendo, que, en definitiva, es su propia mirada hacia lo
fundador, como hemos entrevisto los dos días anteriores. Historia, ade-
más, de las corporalidades que se van construyendo, cambiantes, de
extremada labilidad, siempre en perpetuo cambio, siempre en provisio-
nalidad, pues el paso irreversible del tiempo las deteriora o provoca la
necesidad de su cambio, o la revolución las barre y construye otras,
pero siempre también en perpetuo emperramiento, racional unas veces
—las más, creo—, sin embargo, irracional no pocas.
La razón de continuo teje penosamente la retahíla de sus porqués,
procurando respuestas razonablemente adecuadas. Preguntas por la
pizarra del mundo y, también, preguntas por la propia pizarra de la rea-
lidad. Porque nuestra sed de preguntas es absolutamente insaciable, y
ningún ‘cuerpo de hombre’ como nosotros acepta que se nos imponga

476
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

un corte final a nuestra sed de preguntas por qué, y si se nos impone


es fruto de una violencia, de un engaño, de una sugestión, siempre
indignos de la pasmosa libertad del ‘cuerpo de hombre’. Una vez que,
en cualquiera de los dos ámbitos, encuentra una respuesta que cree
razonable, se emperra en ella y el ‘cuerpo de hombre’ hace de ella el
lugar de su descanso, el lugar en donde estarse; lugar también desde
donde podrá ir a otros lugares nuevos, prosiguiendo su aventurada bús-
queda sin término. Se dan ahí las imputaciones al ámbito del mundo en
las que decimos cómo es, y se dan ahí también las corporalidades
—pues en este ámbito de la realidad toda respuesta es ya construcción
de corporalidades nuevas—.
Pero todo lo concerniente al ámbito de la realidad, y en cuanto es
sólo de dicho ámbito, va más allá de la física, más allá de toda ciencia.
Todo ello viene desde lo que no es conocimiento científico de mundo,
sino que es ya metafísica, pues se trata de algo regulado por la más
amplia y conjuntada acción racional de la razón práctica y por los resul-
tados —emperramientos— a los esta llega —y en los que descansa,
aunque sólo sea provisionalmente—. Y digo que es metafísica porque
la solución a las preguntas por qué, cuando estamos de verdad en el
ámbito de la realidad, son respuestas razonables, fruto de la acción
racional de la razón práctica, mas no —darse cuenta de esto es esencial
en todo mi discurso— de la que algunos han llamado racionalidad cien-
tífica; esas respuestas no son fruto de ‘cientificidad’ alguna, porque son
las acciones racionales fundadoras de la propia ciencia, que, por tanto,
están más allá de esta, porque son acciones de empastamiento, de coci-
namiento, de búsqueda sopesada de composibilidades. Me explico. Las
cuestiones de fundamentación del método científico —si es que existe
este, pues debo reconocer que creo muy poco en él—; las cuestiones
de relación entre las afirmaciones de las teorías científicas y lo que el
mundo es en sí mismo —fue paradigmática, como ya dije más arriba, la
que, hasta mediados de los ochenta, tuvo por título ‘Mecánica cuántica
y realidad’—, o la cuestión de saber dónde está el árbol de la evolución
y qué significa eso de su ‘punto rojo’. La gran y decisiva cuestión de la
‘construcción’ de las matemáticas. La cuestión de por qué con la gran
acción racional de la razón práctica que construimos en la ciencia,
‘acertamos’ mundo, por más que sea parcialmente. Las cuestiones de
sentido, entre ellas, por ejemplo, la cuestión del sentido de la historia.

477
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

La acción de empastamiento, pues hay que cohonestar muchas afirma-


ciones que tienen orígenes muy diversos, y que tienen que tener, por
así decir, una ‘cuadración’ racional, pues en la acción racional de la
razón práctica no caben afirmaciones por suelto, sino que unas y otras
tienen que ser posibles al mismo tiempo, es decir, tienen que ser com-
posibles. Por ejemplo, uno no puede afirmar a la vez estas cosas: la
‘naturalización’, el que todo debe poder ser naturalizado, resuelto en la
ciencia, para tener existencia de mundanalidad, y la afirmación de que
‘hay Dios’, siendo un Dios trascendente al mundo, y no un mero ídolo
o un alma del mundo que responda al Deus sive Natura spinozista,
entendiendo la expresión como “Dios, es decir, la Naturaleza”; si
alguien se emperra en ellas a la vez, violentamente no composibles,
habrá que afirmar sin dudar un instante que tiene un emperramiento cla-
ramente irracional. La pregunta por la verdad. La cuestión de la ética. La
cuestión de la belleza. Todo lo que va a venir a continuación en estas
páginas representa un intento parcial y muy limitado de respuesta de
razonabilidad empastada y representando composibilidades.
Es verdad que de manera continuada parcialidades, elementos,
maneras, se convierten en imputación de mundo —la neurociencia, que
comenzó hace bien poco, puede ser paradigmática, igualmente puede
serlo la ciencia de la complejidad—, pero esta labor no reduce, ago-
tándolo, el ámbito de la realidad. Nadie piense —porque se equivoca-
ría— que el ámbito de realidad se nos da como tal, de manera estática,
de una vez por todas. Está siendo, y están continuamente pasando par-
tes de él al ámbito que llamaba mundo. Y no se olvide tampoco que
todas nuestras habladurías sobre el ámbito del mundo se realizan siem-
pre en el ámbito de la realidad. La mirada, con toda su profundidad, la
habladuría, siempre están en el ámbito de la realidad, y sólo en él. Mas
la mirada y la habladuría nunca son sólo mundanales, sino que, sin
dejar nunca de serlo —como acontece a todo lo que el ‘cuerpo de hom-
bre’ es—, son esencialmente parte del ámbito de la realidad.
Hay un porqué decisivo y final en virtud del cual la acción racional de
la razón práctica se pregunta sobre el mundo, el único que, por su propia
manera esencial de ser, aunque cuestión sobre el mundo, no es munda-
nal, sino que, por ser metafísico, sólo tiene su ser en el ámbito de la rea-
lidad, el que dice ¿por qué existe algo en vez de nada?, es decir, conside-
rando el conjunto entero de lo mundanal como un todo, mirando en su

478
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

totalidad global, se pregunta por las razones de ese conjunto del todo,
puesto que hubiera podido darse otra posibilidad, la de que en lugar de
ser eso que es en su totalidad —como quiera que sea en su detalle esa
totalidad, pues lo único decisivo en este preguntarse es haber acepta-
do, lo que se ha hecho mucho antes, la viabilidad de que las preguntas
por qué, que se hace la razón, llevan a respuestas que se va constru-
yendo la acción racional de la razón práctica, de manera que si hasta
ahora ha valido este procedimiento, no hay razón para suponer que
sólo ahora, llegando a la suprema pregunta por la totalidad, ya no sea
válido—, no fuera. Esta pregunta última sobre la totalidad del mundo
nos lleva a la consideración del mundo como creación y a la respuesta
de que es así porque hay un Creador.
La realidad, así, tiene dos características que la transitan por todas
sus líneas, superficies y volúmenes, por todo lo que ella, en su fluen-
cia, va siendo, y estas pueden representarse por dos palabras: historici-
dad y hermenéutica.
La realidad, pues, es siempre una realidad histórica, nunca está
hecha de una vez por todas. Como el ‘cuerpo de hombre’, pues de su
creación se trata, está siempre en un yendo. Siempre en construcción.
Nunca terminada y a nuestra disposición. Por eso, característica fun-
dante de la realidad es la historicidad, su ser en la historicidad. Siempre,
pues, se nos da en la historia, como historia. Jamás se trata de una obra
acabada, sino que de continuo es una obra en recuerdo y en proyecto.
Nada se nos da en ella fuera de la historicidad; ni, por supuesto, la cien-
cia, que, al menos para algunos, confundiéndose, parece ser cosa tan
distinta de su historia. Podemos mirar hacia atrás viendo cómo era la
realidad de los primeros ‘cuerpos de hombre’ que existieron sobre la
tierra, tan distinta de la nuestra. Podemos hacer memoria de lo que era
la realidad a comienzos del siglo XX. Podemos, por supuesto, y con
imaginación poderosa, desear una nueva realidad, y, ya desde ahora,
comenzar ese esfuerzo creativo de la acción racional de la razón prác-
tica que nos lleve hacia ella. Siempre, por tanto, ese mirar más-allá
hacia nuevas metas, hacia lo todavía por lograr, hacia la desconocida
apuesta.
Por lo mismo, nuestra labor dentro de esa historicidad radical en la
que estamos inmersos es de interpretación, porque tampoco aquí nada
se nos ha dado. Tenemos que colocarnos, tomar partido; y tomamos

479
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

partido siempre desde aquel más-allá, para entendernos, para entender


la realidad. También aquí, nada nos está dado de una vez por todas.
Nada nos está asegurado. Todo es fruto de una acción que en cada
momento debemos comprender y renovar; mas para ello tenemos que
buscarnos los puntos de apoyo que nos permitan la comprensión, segu-
ramente parcial, de toda la inmensidad infinita que nos ha surgido como
realidad, que, siendo nuestra invención, parece escapársenos de las
manos con vida propia. Ninguna comprensión de nosotros mismos
como ‘cuerpos de hombre’, de nuestras corporalidades, de la realidad
en la que estamos inmersos re-construyéndola de continuo, nos es dada
en seguridades, sino que es fruto de una elección cuidadosa por nues-
tra parte, elección del punto de vista donde colocarnos para lograrla, de
qué tener en cuenta para ello y qué despreciar como poco relevante
para el asunto que tengamos entre manos. Una inacabable y a veces
agotadora labor hermenéutica la nuestra. Y todo ello, siempre, cada vez,
para comprender, para actuar, para proseguir, para mirar a aquel más-
allá.

IX. El ‘cuerpo de hombre’ y la realidad, por tanto,


son esencialmente históricos

Pues están amasados con tiempo irreversible, y lo están de tal modo


que todo lo que viven, en todo lugar en donde están, todo lo que son
se da en la historicidad, es decir, se producen como historia, y nunca
fuera de ella. No tenemos manera de librarnos de la temporalidad,
como no sea en sueños, y los sueños, sueños son, esencial irrealidad.
¿Es esta temporalidad esencial, que conduce a la historicidad abso-
luta en la que nuestro ‘cuerpo de hombre’ y todas sus corporalidades,
un constreñimiento que nos priva de la libertad? Un constreñimiento de
cierto que lo es, pues nos impide con necesidad ser fuera de la tempo-
ralidad, de construir nada que sea nuestro, que tenga realidad, fuera de
ella, pero es él, precisamente, una característica nuestra que nos per-
mite la fluencia del ir yendo, del ir siendo, de alcanzar la imposible-
posibilidad, es decir, que nos permite ser libres, y siendo libres, capa-
ces de inventarnos y de inventar realidad; que nos ofrece la creatividad.
De otro modo seríamos lo que fuéramos de una vez por todas,

480
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

sometidos sólo a fuerzas exteriores para cualquier cambio. De esta


manera, por el contrario, el motor del cambio está ínsito en nosotros
mismos, es nuestro propio ‘cuerpo de hombre’ que como tal vive en la
cambiante y fluyente temporalidad, irreversible temporalidad que nos
impide el continuo dar vueltas, el ser siempre un sí mismo fijo o muy
cercano a ese sí mismo, y que como tal es capaz de corporalidades
siempre distintas, siempre cambiantes, siempre nuevas. Sometiéndonos
al cambio incesante en el tiempo irreversible nos hace un patrón móvil,
movido por la novedad continuada, buscadores de lo que esté después,
siempre más allá, mirando siempre más-allá. Nos hace de tal manera
que toda vuelva atrás es, en realidad, un continuar necesariamente hacia
adelante; todo círculo es para nosotros una espiral. De esta manera, el
constreñimiento, nuestra destinación en la temporalidad, se convierte
en ocasión irremediable de novedad, de invención, de creatividad.
Considerar esto un desgraciado constreñimiento, es como si alguien
maldijera la gravitación universal porque provoca la terrible pesantez
que nos liga para siempre al suelo, sin darse cuenta de que gracias a
ella tenemos la libertad absoluta de caminar por donde nos plazca.
Como si alguien, visto este constreñimiento de la pesantez, dijera: ya lo
sé todo del hombre; sin darse cuenta de que, con esas palabras, mues-
tra que no ha olido siquiera el ‘otro mundo’ de infinitos caminos bifur-
cados que, con ella, se nos presenta, por donde se hace realidad esa
imposible-posibilidad cuyo surgimiento continuado desde el ‘cuerpo de
hombre’ en su esencial comunión con otros ‘cuerpos de hombre’ pro-
voca la realidad. Así, el constreñimiento de la temporalidad se nos hace
espacio de ocasión para la imposible-posibilidad que nos abre desde
nosotros ese ‘otro mundo’ que es la realidad. La temporalidad, pues, es
una de las fuentes en las que bebemos esa imposible-posibilidad; es,
por así decir, el lugar —¡curioso lugar tratándose del tiempo!— en
donde se nos ofrece la libertad de movimientos que caracteriza al ‘cuer-
po de hombre’ y a sus corporalidades, a la realidad que se va constru-
yendo. Porque todo lo que vamos siendo, todo lo que llegamos a ser,
todo lo que somos, se nos da en radical temporalidad.
¿También se nos da en radical temporalidad aquel mirar nuestro hacia
ese más-allá definitivo que es la meta hacia la que tendemos con toda la
tensión de nuestro deseo, de nuestra imaginación, de nuestra creativi-
dad, modulando el camino la acción racional de la razón práctica?

481
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

¿Cómo sería, si está por necesidad, lo sabemos, sobrepasando nuestra


muerte? ¿Nos empuja algo hacia ese lugar que está más-allá y que, quizá
sólo en el deseo, en la imaginación, en la creatividad, en la acción racio-
nal de la razón práctica se nos da?, ¿no será, entonces, real? ¿Podrá ser
que ese lugar en donde está ese más-allá que nos conmueve, que nos
arrastra hacia sí, que anhelamos, nos esté para siempre vedado? ¿Cómo
será esto posible? Seremos, finalmente, un mero animal iluso cargado de
la-imposibilidad-de-ese-más-allá-al-que-su-deseo-le-lleva, arrastrándole.
De ser así, ¡desgraciado sino el nuestro! Destino terrible: ser conscien-
tes de eso que queremos ser y que nunca seremos, porque nos está
prohibido serlo. ¿Podremos contentarnos con la manera de Jean-Paul
Sartre? Quizá sí, si llega el caso, porque es verdad que a la fuerza ahor-
can, pero nos rebelaremos contra ello con todas nuestras fuerzas, con
todas nuestras ansias, con todos nuestros deseos, con toda nuestra vida.
Más aún, con todo y con eso, seguiremos jugando el juego del más-allá,
porque si no, es nuestro juego del más-acá, el de la temporalidad en la
que vivimos y somos, quien saldrá perdedor hasta hacernos difícil vivir
sin ninguna esperanza. Porque ese mirar al más-allá es decisivo retro-
ductivamente para nuestra acción en el más-acá, en el ahora. Nada
podríamos ahora si no fuera porque miramos hacia el más-allá. Nos
movemos en el ahora desde ese nuestro mirar más-allá.
Hablábamos también de una aceleración del tiempo, lo que tomó al
comienzo de la historia de la humanidad decenas de miles de años
para llegar a ser, luego necesitó sólo siglos, más tarde decenios, ahora
parece que sólo años, como si todo aconteciera cada vez más deprisa.
¿Por qué esa aceleración del tiempo de la evolución y de la compren-
sión? Hay algo en ella de increíble, de irreal. Como si algo tuviera de
espejismo.
¿Por qué hasta Dilthey nadie ha tenido esa necesidad de interpretar-
se, de la hermenéutica?, ¿nadie ha sido hasta ahora consciente de que
habla desde un lugar, y de que ese lugar marca lo que decimos, de que
siempre hablamos desde un lugar? Antes parecía que todos querían
hablar desde una tradición. Plotino no quería otra cosa que comentar
por lo menudo a Platón, creía no ser nada más que el hermeneuta de
Platón. Nunca pensó que con él se iniciaba otra manera de pensar dis-
tinta de la platónica, se hubiera quedado pasmado de oírnoslo decir,
pero aún sin quererlo ni saberlo toda nueva lectura produce la realidad

482
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

de un nuevo texto. Ahora, cuando el tiempo ha comenzado a desbo-


carse, en cambio, parece que buscamos desapegarnos de toda tradición,
viéndonos como en un lugar personal, suelto, individual, en el que nos
gustaría no depender de nada ni de nadie. Desde el siglo XVII nos hace-
mos conscientes de que ocupamos una posición singular, de que no
somos, sin más, meros continuadores, seguidores de quienes nos pre-
cedieron. Jean-Paul Sartre, además de aceptar sin chistar que su mirar-
más-allá quede truncado por la muerte, cree también que no estamos
ligados con nada del pasado, ni del pasado común ni del pasado per-
sonal, que la libertad es cortar cualquier dependencia de lo que haya
acontecido antes, en pura disponibilidad libre con respecto al instante,
creadores de futuro, mientras nos quede vida. ¿Es eso posible? ¿No se
rompe la carnalidad de lo que somos como ‘cuerpo de hombre’?, ¿no se
construye así una actitud puramente desencarnada, como si fuéramos
un mero espíritu desencarnado, como si nuestro “cuerpo” no fuera sino
mero cuerpo de animalidad?
Permítaseme un ejemplo que me parece paradigmático. ¿Cómo debe
entenderse la Biblia? Muchas de sus cosas, ciertamente, mediante los
métodos de la crítica textual y literaria que la ciencia nos proporciona,
y que nunca podemos, sin más, saltar, sin caer en puro subjetivismo
fundamentalista. Mas ¿se encuentra en ellos la ultimidad de su com-
prensión? Me parece evidente que no, si lo que voy diciendo tiene algo
de verdad. Con ellos entenderíamos, por hablar de la manera en que
ahora estamos haciéndolo, sólo la mundanalidad del libro de la Biblia,
pero no entenderíamos su realidad. Déjeseme que hable desaforada-
mente: la Biblia sólo tiene interés para nosotros y sentido en ella misma
para nosotros, interés y sentido de realidad, si se entiende su conjunto
desde el ‘cuerpo de Jesucristo’. No es, pues, en una lectura científica de
la Biblia —en la que sólo encontraríamos mera mundanalidad, por inte-
resante que esta sabemos que es, pues nunca hemos dejado de lado ni
insinuado siquiera el rechazo de lo que llamamos ‘mundo’— en donde
encontraríamos la ‘realidad’ que se nos ofrece, pues sólo tendremos
construcción de realidad desde ese ‘cuerpo de hombre’, y sólo ahí se
nos ofrecería un ensanchamiento decisivo de nuestra realidad en cuan-
to que insinúa, perfila, señala, sostiene, enseña un dónde mirar en nues-
tro mirar-más-allá. Una interpretación de la Biblia, pues, es desde aquí
una hermenéutica de realidades, de realidad. Lo otro, por interesante

483
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

que sea, repito, hermenéuticamente, para nuestro mirar-más-allá, es


quedarse no en la letra de su texto, sino —como gusta de afirmar una
y otra vez un viejo amigo— quedarse en la pura tinta del texto; es con-
vertir un texto vivo y empeñativo para ese nuestro mirar-más-allá en la
rebusca del ‘rabo de la a’. ¿Que uno se gana la vida con ello?, pues estu-
pendo, bendito sea; pero no quiera convencernos a todos, mejor, no
nos dejemos convencer nosotros de que la mera mundanalidad de su
sueldo es el principio hermenéutico de la realidad toda.
En la historia, producto siempre de esa característica que define al
‘cuerpo de hombre’ que es nuestra radical historicidad, nos vamos
haciendo conscientes —y la interpretación y la hermenéutica son una
manera radical de hacernos conscientes—, dentro de una evolución que
se acelera —¿será producto de un espejismo?, repito—, de que en las
habladurías sobre nuestro mirar nos contamos lo que hemos sido y lo
que nos ha llevado a lo que vamos siendo, para encontrarnos, final-
mente, hablando nuestro propio habla; como si en nuestras habladurías
termináramos en lo que es nuestra actualidad, para, desde ella, mirar-
más-allá. Ese discurso, esas habladurías construyen, inventan, crean
nuestro final, bien es verdad que creándolo como propio hablar que
empuja a la acción constructiva de futuro que busca hacer realidad lo
que mira ese nuestro mirar-más-allá.
Ese mirar-más-allá no es un paroxismo espiritualista, platónico, sino
que es un mirar de los ‘cuerpos de hombre’ en solidaridad mutua, en
común, en comunidad, y es un mirar que construye corporalidades.

X. ¿Hay un punto omega de la historia?

En la flecha que indicaba el mirar-más-allá he solido poner la pala-


bra meta, o mejor, la letra W. Fue Teilhard quien primero habló de ese
punto omega. Mantengo, sin embargo, una diferencia esencial con él.
Para Teilhard de Chardin, el punto omega claramente era la meta final
(objetiva) de la evolución del universo, es decir, hablando el lenguaje
que hemos empleado acá, está ínsito en el mundo, un mundo, además,
que existe y conocemos en su pura objetividad. Tengo tendencia de
más en más a hablar también yo de punto omega, pero su lugar es muy
otro. Para mí, el punto omega se concibe de manera distinta. Podría

484
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

hablarse de que existe un punto omega en nuestra imagen del mundo,


es decir, en lo que, desde nuestro estar en la realidad, vamos diciendo
sobre el mundo —según lo vamos ‘naturalizando’—, lo que siempre
han de ser nuestras propias ‘habladurías’ sobre el mundo, pues siempre
ellas se hacen contando con eso que llamaba principio antrópico y
desde él, nunca, creo, desde aquel principio de objetividades de las tije-
ras de Monod. Si no tanto como de un punto omega, al menos no creo
que haya duda en que hay que hablar de una finalidad —o como quie-
ra que se la llame— de la evolución, pero creo que nosotros, el ‘punto
rojo’ del árbol de la evolución, somos ese punto omega —nunca olvi-
daremos aquí, repito, el principio antrópico—; por el contrario, a dife-
rencia de lo que piensa Teilhard, no creo que haya en la propia evolu-
ción de lo que es el universo un punto rojo más lejano que nosotros,
más allá de nosotros. Aunque, bien es verdad, queda abierto un pro-
blema por demás interesante: ¿la evolución sigue siendo activa?; parece
evidente que sí debe serlo, en cuyo caso, ¿hacia dónde apunta esa fuer-
za evolutiva que actúa también ahora en nosotros y en nuestro mundo?
Pero, sobre todo, el punto omega me parece que es la meta de nues-
tro mirar-más-allá; y es ahí donde se nos plantea el problema de su rea-
lidad. Que ese punto omega sea una parte, y parte esencial de la reali-
dad, no cabe duda: sin mirar-más-allá, sin él, no hay la esencial
retroducción al más-acá que nos pone en camino hacia aquel más-allá,
nótese bien, hacia cualquier más-allá, porque sin un más-allá no hay un
más-acá, sin un lugar a donde ir no hay un lugar de donde partir, sin
un lugar en donde ser no hay un lugar en donde estar. Y es ahora cuan-
do cabe preguntarse por la verdad de ese punto omega. Recuérdese
que la verdad aparece siempre y sólo cuando estamos implicados en el
ámbito de la realidad, es decir, en lo que sale de la actuación del ‘cuer-
po de hombre’, nunca aparece sólo en el ámbito del mundo como tal;
la verdad es siempre por referencia a nosotros, ‘cuerpo de hombre’. La
verdad, así, indica la operatividad como acción en-realidad de aquello
que son nuestras ‘habladurías’ —la cuestión de la verdad nunca es sólo
y en definitiva la consideración tarskiana de que «[la oración] ‘la nieve
es blanca’ es verdadera, si y sólo si la nieve es blanca», o como quiera
que se enuncie, sino que siempre es una cuestión mucho más amplia y
englobante—. De cierto que podemos decir lo que nos plazca, pero con
ello no vamos a ningún sitio, pues sólo podemos ir hacia lo que mira-

485
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

mos con nuestro mirar-más-allá, con la condición de que ese mirar, el


punto omega de ese mirar y la retroducción en el más-acá de nuestra
acción para llegar allá, sean verdaderos. No insistiré en esto de la ver-
dad. Valga simplemente con enunciar que si empleáramos un lenguaje
de ser, llevando hasta sus últimas consecuencias la cuestión del ‘ir sien-
do’ —lo que acá no hemos hecho—, diremos que ese punto omega se
enuncia como que yendo hacia aquel más-allá buscamos ‘ser en pleni-
tud’, y entonces la verdad expresa que son verdaderas las ‘habladurías’
que nos empujan hacia la realización de ese ‘ser en plenitud’. Valga con
esta mera insinuación. En todo caso queda planteada la cuestión de la
verdad de la realidad de ese punto omega. No se pone en duda que sea
parte decisiva de la realidad, la cuestión está en ver su verdad: ¿hay
punto omega de nuestro mirar-más-allá? Si pudiéramos decir que ‘hay
Dios’ —cuestión en la que aquí no hemos entrado—, como creo es el
caso, también, seguramente, podríamos decir que ‘hay punto omega’,
que no sólo nos mueve como mera construcción imaginaria nuestra
—lo que no es poco—, sino que tiene ‘existencia de realidad’.
Dejémoslo ahí, quizá sólo por ahora.
Mas, también, ese mirar-más-allá está transido de historicidad. Todo
lo dicho hasta ahora muestra la historicidad radical de todo mirar de
‘cuerpo de hombre’, de todas sus acciones; por ello, ¿cómo no habría
de estarlo ese mirar-más-allá? Además, si remiramos lo que sabemos de
nuestra propia historia, sea personal, sea comunitaria, sea evolutiva, nos
lo enseña a las claras. Eso es claro. Pero ¿estará transido de historici-
dad lo que vengo llamando punto omega? Sí y no. Sí, en cuanto es fruto
de nuestro deseo, de nuestra imaginación, de nuestra creatividad,
modelados y conducidos siempre por la acción racional de la razón
práctica. Ahí todo se da con esa característica fundadora de la historici-
dad. No, seguramente, si a lo que me refiero es a ese W que vislumbra-
mos, pero que no asimos, que siempre queda más allá de nuestros
deseos, porque nunca lo podemos alcanzar, mas allá de nuestra imagi-
nación, porque siempre nos supera, más allá de la creatividad porque
él mismo es creador de toda novedad, hasta el punto de que compren-
demos que, en realidad, nosotros no somos sino re-creadores. Si eso es
así, en cuanto esto es así, esa meta que es la de nuestro mirar-más-allá
también está más allá de todo lo que nosotros podamos alcanzar, desear,
imaginar, re-crear; nos trasciende, haciéndosenos así no ya realidad

486
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

construida, sino fundamento de todo en-realidad, de toda la entera rea-


lidad. ¿No veremos cómo convergen las líneas de reflexión, aquella que
se inició con la pregunta por el todo del mundo que nos llevó a consi-
derarlo como creación y a hablar racionalmente de un Creador del
mundo, y aquella que llama ‘ser en plenitud’ a eso que, finalmente, lle-
gamos a ser y que somos en el lugar de nuestro descanso, dándosenos
como ser, lo que conlleva la consideración de un ‘ser en completud’,
que también nos trasciende, y a la consideración de un ser en acto, un
ser en perfecta actualidad, que nos da la acción de nuestro mismo ser
y que es el Ser? ¿No podremos así columbrar un nombre que está por
detrás, en cuanto que nos es siempre inasible, de eso que llamo punto
omega?
Si es así, en la historia nos aparece, por tanto, algo como un punto
de fuga, un punto atractor en torno al que todo lo nuestro, todo lo refe-
rente al ‘cuerpo de hombre’ termina gravitando. Como punto atractor,
no es un punto por el que pasamos, al que necesariamente llegamos,
sino que es un punto que hace algo singular: todo movimiento se hace
en su entorno, como si fuera el movimiento de un péndulo que ha sido
movido de manera irregular, y que se mueve caóticamente, pero tenien-
do siempre como punto atractor el punto más bajo de su trayectoria,
por el que, quizá, nunca pasa, pero que constituye un ‘centro lejano’
inasible para ese movimiento caótico del péndulo, centro atractor del
conjunto entero de su movimiento. Este punto atractor de nuestro mirar-
más-allá, que, por ahí, va siendo punto atractor de la propia historia, es
el punto omega, es decir, si es válido en su convergencia y composibi-
lidad racional lo que hemos apuntado, Dios, el Creador del mundo,
quien es fundamento de la realidad, el Ser en puro y perfecto acto. Si
las cosas son como voy diciendo, ahí es en donde podemos poner
nuestra esperanza.
La pregunta clave, pues, es la de ver si esto que voy diciendo es real
fruto de una acción racional de la razón práctica que sopesa, mide,
compara y decide la conjunción de razones y de composibilidades que
se le ofrecen en su trabajo de empastamiento. Puede que haya otros
empastamientos distintos, como lo es, por ejemplo, el de la ‘naturaliza-
ción’ llevado a su ser radical de negación del ‘hay Dios’, con lo que el
ámbito de la realidad no es sino una parte del mismo ámbito del
mundo. Pero habrá que preguntarse por la racionalidad global que dan

487
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

al conjunto un empastamiento y otro. Ahí está la clave. No estoy segu-


ro que el uno o el otro sean el único racionalmente posible. Supongo
que ambos lo son. Lo que queda por ver es cuál de los dos, si es que
de dos se trata, da mejor cuenta racional del conjunto, cuál cocina mejor
todos los materiales a llevar a la boca.

XI. Somos constructores de la historia

Todo en nosotros, ‘cuerpos de hombre’, comenzando en la memo-


ria fundadora de lo que vamos siendo y que nos empeña a proseguir
hacia lo que hemos de ser, está teñido de historicidad, porque nuestras
entrañas personales, comunitarias y de las corporalidades están amasa-
das con temporalidad, haciéndose historia en el tiempo irreversible en
el que estamos siendo. Y ahí somos constructores de la historia. Lo
somos, personal y comunitariamente, porque vivimos en plena libertad,
porque la libertad es parte esencial de eso que somos, ‘cuerpo de hom-
bre’, no sólo la libertad que nos viene ganada por los grados de liber-
tad en que se construye mundanalmente el que es nuestro cuerpo —lo
que no es poco—, sino por la capacidad de alcanzar la imposible-posi-
bilidad con la que vamos construyendo realidad, que es aquello que
nos hace real y radicalmente libres. Constructores de una historia, per-
sonal y colectiva, que, como fruto de ese mirar-más-allá que alcanza
meta, al que venimos llamando punto W, es un ir yendo hacia allá, hacia
él. Constructores de la historia en cuanto que vamos construyendo la
realidad de nuestras corporalidades, pero también en cuanto que vamos
dirigiendo lo que es nuestra vida personal y nuestra vida comunitaria
—empujados, violentados, subyugados por mil impedimentos y cons-
tricciones a las que difícilmente podemos vencer, pero con las que
luchamos a brazo partido para dirigirla cabalmente— en la dirección de
esa carnalidad, de esa encarnación que nos va procurando el paso del
tiempo irreversible. Constructores de una realidad que es siempre esen-
cialmente histórica; constructores de la historia de ese ‘ir yendo’ en que
se va desgranando la acción de nuestra vida. Tal es la historia. Por eso,
sí, nosotros, personal y comunitariamente, nosotros somos los cons-
tructores de la historia. De manera distinta en cuanto que sea historia
propiamente dicha, es decir, en el ámbito de la realidad, en la cual

488
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

somos, personal y colectivamente, verdaderos sujetos agentes de ella, o


de que sea historia dentro del ámbito de la mundanalidad, como por
analogía con aquella acostumbramos a llamar a la historia del cosmos o
a la historia de la evolución, en donde nosotros no somos el sujeto
agente —pues lo que de nosotros cuente no es más que, a lo sumo, de
nuestro ‘cuerpo animal’— sino el ‘hablador’ de ella, su relator.
La historia nada tiene de un proceso determinista que pase por enci-
ma de nosotros. El punto omega teilhardiano tenía el gravísimo incon-
veniente de, por estar ínsito como final de la flecha de la evolución
mundanal, ser un atractor determinista, que impulsaba necesitantemen-
te la acción del hombre y su historia. Siendo así, la historia termina sien-
do de obligado cumplimiento, y no es algo construido por nosotros con
libertad. La historia marxista es parecida: un proceso inexorable, al que
se llegará incluso por encima de nosotros y de nuestra acción —qué
contradicción, pues, entonces, ¿para qué los revolucionarios si la revo-
lución llegará por necesidad?—. Seguramente, también, la del teólogo W.
Pannenberg. Algo tienen de inexorable, como que, cayendo en las mue-
las de la naturaleza, quedamos hechos pulpa asimilable a la mera natu-
raleza que nos arrastra hacia el punto omega, punto de obligado paso,
de obligado cumplimiento para la naturaleza. Esa inexorabilidad siem-
pre me ha parecido que arrasa en nosotros la libertad. Y sin libertad no
puede haber ni ‘cuerpo de hombre’ ni historia, ni nada que merezca la
pena de verdad para nosotros.
No, de eso nada. Entre otras cosas, ya lo sabemos, las cosas no son
así porque el punto omega del que hablo está en el ámbito de la rea-
lidad, y sólo en él, y es la meta de aquel mirar-más-allá; pero no hay
punto omega alguno en el ámbito de la mundanalidad fuera del
‘punto rojo’ del árbol de la evolución y el enunciamiento del princi-
pio antrópico, importantes, decisivos como hemos visto, pero que
nada tienen de W. El punto omega, ahí, en ese ámbito de realidad, es
ciertamente como un atractor de nuestra acción que se convierte en
un ‘ir yendo’ hacia aquel más-allá al que miramos; pero somos noso-
tros quienes lo hemos deseado, somos nosotros quienes lo hemos
imaginado, somos nosotros quienes lo hemos construido creativamen-
te, toda nuestra acción racional de la razón práctica hacia él nos lleva,
y, por su lado, él retroduce activamente en el más-acá, configurándo-
lo, como hemos visto.

489
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

Así pues, ¿nosotros somos los constructores de la historia? Hay que


responder con un rotundo sí. La historia, como la entera realidad, es
nuestra construcción, nuestra obra. No puede haber dudas; no hay
duda. Pero ¿sólo es eso la historia? No, porque también hay algo más.
Hay algo más, pero sin salirnos nunca del que llamo ámbito de la rea-
lidad, sea que nos vamos al ámbito del mundo, como Teilhard, sea que
nos vamos a algún ámbito de revelación. Lo primero no lo haremos,
sabemos que sería falso. Lo segundo nos lo prohíbe nuestra decisión de
hacer y hablar sólo como filósofos, es decir, el hecho de aceptar que
nuestras ‘habladurías’ se han de limitar a todo y sólo lo que sea una
acción racional de la razón práctica —pero, fijémonos bien, ¿no es lo que
quiso hacer, e hizo, santo Tomás de Aquino en la Summa contra genti-
les, como explicita con claridad en los primeros capítulos del libro I ?—;
por más que sepamos que muchas de las cosas que decimos han entra-
do en el acervo del pensamiento como temas filosóficos y maneras de
hacer filosofía a través de la influencia decisiva del cristianismo, y que
sin esta, además, no hubieran sido posibles, y por más que sepamos,
como sabemos, que la ciencia ha nacido, y no podía haber sido de otra
manera, en una cultura impregnada por el cristianismo.
Porque la historia es también algo más. La historia es lo que resulta
de ese ‘ir yendo’ hacia ese W que está en la meta de nuestro mirar-más-
allá y que retroductivamente conmueve hacia él nuestro más-acá.
Incluso en el caso que supusiéramos que es una pura y simple cons-
trucción nuestra, y nada más, seguiría siendo un punto atractor para
nosotros, sería decisivo como señalador de caminos para lo que no es
otra cosa que nuestra historia personal y colectiva. Pero es que, ade-
más, como hemos vislumbrado, ese W tiene una real entidad propia,
pues, aunque siempre inasible, se abre a quien es fundamento de la rea-
lidad entera, a quien, a la vez, es el Creador del mundo, a quien es el
Ser en puro acto que sostiene nuestra actualidad de ser, a quien es el
‘ser en completud’ que posibilita nuestro ‘ser en plenitud’. Y ahí encon-
tramos, por tanto, un punto atractor que nos subyuga, que nos sedu-
ce, que nos llama, que nos posibilita, en definitiva, la imposible-posi-
bilidad. ¿Es esto un determinismo final que nos acorta o suprime la
libertad? Quiera Dios que no. Malo sería que habiendo descubierto a
través de los sutiles y complicados caminos de la racionalidad —en
otros lugares de estas largas ‘habladurías’—, a través de la analogía del

490
Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia

ser, y considerando que aquello que a nosotros, ‘cuerpos de hombre’,


lo que nos hace ‘ser en plenitud’ es el amor, el que somos seres que-
renciales, amorosos, que ese Dios del que hablamos y que hay es un
Dios-amor, ahora, a estas alturas definitivas del discurso de la historia,
descubriéramos que esa atracción —atracción amorosa, pues, de seduc-
ción, de quien en definitiva dice como el profeta: “me has seducido, nos
has seducido”— es una imposición contraria a la libertad, mero deter-
minismo en el que para nada se cuenta con lo que somos, ‘cuerpo de
hombre’. No y mil veces no, porque si así fuera sólo nos quedaría la
decepción y la rabia. Mas no es así. Pero nunca es imposición, mero
determinismo. Si hay atracción, que la hay, esta es fruto de la seduc-
ción, del amor que tira hacia sí al amoroso.
Somos, por tanto, constructores de la historia, pero de una historia
que también nos es dada, ofertada. Pues, seguramente, nuestra historia
es en definitiva la ‘historia de una seducción’, y si fuera así tendríamos
que convenir en que todas nuestras historias, incluidas las historias
mundanales que relatamos, son preparatorias de esta historia definitiva
que es la ‘historia de nuestra seducción’.

491
PROCEDENCIAS

Los siguientes capítulos han sido publicados en revistas o en libros


en colaboración, a veces de complicado acceso y en varias ocasiones
en otra lengua que el castellano; a la de publicación, añado la fecha de
escritura: ‘Kepler y Galileo: la ciencia moderna’, en Cuadernos salman-
tinos de filosofía, VI (1979) 31-46 [Salamanca, primavera 1979]; ‘Leibniz,
pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad’, en Cuadernos
salmantinos de filosofía, XVI (1989) 5-18 [Salamanca, 9 de julio de 1989];
‘El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz: el vínculo subs-
tancial’, en M. Sánchez Sorondo (ed.), Teologia Razionale, filosofia della
religione, linguagio su Dio, Roma, Herder–Università Lateranense, 1992,
pp. 121-157 [Salamanca, 25 de enero de 1991]; ‘La cosmología de
Leibniz: teología de la razón pura — filosofía de la razón práctica’, en
M. Sánchez Sorondo (ed.), Physica. Cosmologia. Naturphilosophie.
Nuovi approcci, Roma, Herder–Università Lateranense, 1993, pp. 133-
170 [Lovaina, 31 de diciembre de 1991]; ‘Isaac Newton: filosofía natural
y religión’, en G. Tanzella-Nitti y Alberto Strumia (eds.), Dizionario
Interdisciplinare di Scienza e Fede, Urbaniana University Press – Città
Nuova, Roma, 2002, pp. 1986-2003 [el texto tal cual: Madrid, 30 de
diciembre de 1999]; ‘Galileo y la retórica de la naturaleza: el mito cos-
mológico del «nuevo Aristóteles»’ en Cuadernos salmantinos de filosofía,
XXVI (1999) 41-64 [Pittsburgh, mayo de 1994]; ‘Cosmologías y dogmáti-
cas: un problema de interferencia y de representación’, versión francesa,
en J.-F., Stoffel (ed.), Mgr Georges Lemaître, savant & croyant, Louvain-
la-Neuve, Centre interfacultaire d’études en histoire des sciences, 1996,

492
Procedencias

pp. 119-142 [Lovaina, 21 de diciembre de 1994]; ‘Con Descartes, «yo


defiendo la causa de Dios»’ en O. González de Cardedal y J. J.
Fernández Sangrador (eds.), Coram Deo. Memorial Prof. Juan Luis Ruiz
de la Peña, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1997, pp.
155-192, y en Maurizio Mamiani (ed.), Scienza e Sacra Scrittura nel XVII
secolo, Napoli, Vivarium, 2000, pp. 107-155 [Avila-Lovaina, 6 de enero
de 1996 (retocado el 9 diciembre 1996)]; ‘¿Tiempo o incertidumbre?’, en
Anuario filosófico, 30 (1997) 135-171 [Ávila, 3 de junio de 1996]; ‘De
cómo el tiempo y la historia irrumpen en la ciencia y en la trascenden-
cia. Sobre una teoría del cuerpo’, en Alberto Dou (ed.), Pensamiento
científico y trascendencia, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 1998
pp. 23-59 [Ávila, 15 de febrero de 1997 (Torredembarra, miércoles 8 de
abril de 1997)]; ‘¿Incerteza del tiempo? Tiempo de la física y tiempo de
la historia. Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo’, en
Thémata, 18 (1998) 117-151 [Lovaina—Roma, 13 de marzo de 1997];
‘Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia’, en
Estudios sociales (Centró Bonó, Santo Domingo, Rep. Dominicana),
XXIII (2000) 59-106 [Santo Domingo, 21 de junio de 2000]. Quedo muy
agradecido a quienes tan amablemente hicieron posible aquella prime-
ra publicación.

493
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

494
Del mismo autor

Leibniz y Newton
I: La discusión sobre la invención del cálculo infinitesimal
Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1977

Leibniz y Newton
II: Física, filosofía y teodicea
Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1980

Ciencia y fe. Historia y análisis de una relación enconada


Madrid, Marova, 1980

¿Salvar lo real? Materiales para una filosofía de la ciencia


Madrid, Encuentro, 1983

Historia del cosmos


(con ilustraciones de Sandro Corsi)
I: Los antiguos astrónomos
II: La astronomía moderna
III: La formación del universo
Madrid, Encuentro, 1984

Dios y la ciencia
Madrid, SM, 1985

Poder y bienaventuranza,
Madrid, Encuentro, 1984

La ciencia contemporánea y sus implicaciones filosóficas


Madrid, Cincel, 1985

Discernimiento y humildad
Madrid, Encuentro, 1988

La razón y las razones.


De la racionalidad científica a la racionalidad creyente
Madrid, Tecnos, 1991

Sobre quién es el hombre. Una antropología filosófica


Madrid, Encuentro, 2000

La filosofía de Pierre Teilhard de Chardin:


la emergencia de un pensamiento transfigurado
Madrid, Encuentro, 2001

Filosofía de la ciencia: una introducción


Madrid, Encuentro, 2002

El mundo como creación.


Ensayo de filosofía teológica
Madrid, Encuentro, 2002
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

496
497
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

498
499
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

500
501
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo

502
503

Вам также может понравиться