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Hacia el sur (Parte I)

Por Marie Brennan

Un viento polvoriento atravesó la aldea de Kosō, que era apenas una mota en el borde occidental
del Imperio. Shinjo Tatsuo cerró los ojos para protegerse de la arena, pero los abrió tan pronto
como pudo. Hasta que no pudiera establecer si había algún motivo real de preocupación, no le
gustaba la idea de que algo pudiera cruzarse con él o acercarse a hurtadillas.
Cuando abrió los ojos, todo estaba tranquilo. Después de echar un rápido vistazo a su alrede-
dor, se inclinó para estudiar el terreno delante suyo, que descendía hacia una hondonada cubierta
de maleza.
Sus ashigaru se habían desplegado en abanico a ambos lados de él, buscando a su vez. Escuchó
a lo lejos un par de voces, la de Iuchi Rimei interrogando a la encorvada anciana que lideraba
la aldea. No podía distinguir las palabras, pero no le hacía falta. Había podido oír más de una
vez la expresión “campesinos supersticiosos”. Se podría esperar que Rimei, en su condición de

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shugenja, diera crédito a las explicaciones espirituales con más facilidad que el samurái típico,
pero en realidad era al contrario. En su opinión, a menos que se demostrase lo contrario todos
los extraños avistamientos habían sido animales salvajes o granjeros borrachos.
No obstante, su patrulla tenía el deber de investigar los rumores. Un cerdo muerto, sonidos
extraños en plena noche, y movimientos a lo lejos, cerca del lindero del bosque.
Una zona de hierba seca aplastada llamó la atención de Tatsuo. La siguió hasta el arbusto,
donde encontró ramas rotas esparcidas por el suelo. Ninguna criatura tan grande se habría
molestado en adentrarse en la maleza... a menos que buscara un lugar discreto desde el que
observar el pueblo.
Tras varias dolorosas lecciones, el senséi de Tatsuo le había enseñado a permanecer atento a
todo lo que le rodeaba, no sólo al camino que tenía frente a él. Se enderezó y se volvió antes de
que Rimei le alcanzara. —No me digas que encontraste algo —dijo con la resignación de alguien
que ya sospechaba la respuesta.
Llevaba el tiempo suficiente trabajando con la patrulla como para saber que debía dejarle
suficiente espacio, para no pisotear ningún rastro. Tatsuo le enseñó lo que había descubierto. —
No parece un rastro humano —dijo—. O si lo es, estaban arrastrando algo.
—¿Hacia dónde conduce?
Siguieron juntos el rastro, a lo largo de una depresión en el suelo que habría ocultado al
intruso desde el pueblo. Esta criatura es inteligente, pensó Tatsuo. El rastro continuó y continuó,
hasta que levantó la mano para indicar a Rimei que se detuviese. —Deberíamos regresar, traer a
los caballos y a los ashigaru antes de continuar.
Ella le miró con los ojos entrecerrados, levantando una mano para apartar el sol de sus ojos.
—¿Continuar? Estamos cerca de la frontera meridional de nuestro territorio, y esta cosa se dirige
aún más hacia el sur. Deberíamos informar, no perseguirlo hasta tierras que no son responsabi-
lidad nuestra.
Sobre el papel, las tierras hacia el sur eran propiedad Imperial. En la práctica, prácticamente
nadie vivía allí, a excepción de algún ermitaño loco ocasional o de criminales huyendo de la
justicia. Ninguno de los cuales debería estar ahí, por lo que nadie tenía la responsabilidad de
protegerlos.
—¿Y si regresa? —replicó Tatsuo—. No sé qué es esta criatura, pero demuestra señales de
ingenio. Fuimos enviados aquí para investigar; no consideraré mi tarea cumplida hasta que no
haya encontrado algo más que un rastro.
Su posición era superior a la de Rimei, pero Tatsuo sabía que no podía ignorar sus opiniones.
Había un motivo por el que estas patrullas estaban compuestas por dos personas. Un shugenja
veía las cosas de forma distinta que un bushi, y no se podía esperar que un ashigaru discutiese
con un samurái.

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—¿Hasta dónde seguimos, entonces? ¿Cuándo considerarás que ha llegado el momento de
abandonar el rastro?
Tatsuo sonrió. —Somos Unicornio, Rimei-san. ¿Existe algo en este mundo a lo que no poda-
mos dar caza?

Rimei era demasiado educada como para hacer que Tatsuo se tragase sus palabras.
Podría haber culpado a los caballos de los ashigaru, que eran de peor raza que su caballo,
Naegi, o que el de Rimei, Irugel. Pero lo cierto era que, fuera lo que fuese lo que seguían, era
rápido. Y al igual que un jugador que intentaba recuperar sus pérdidas, Tatsuo no podía permi-
tirse admitir que deberían darse por vencidos, aunque con el paso de los días y las leguas el rastro
los fuese conduciendo cada vez más hacia el sur, siguiendo la frontera occidental del Shinomen
Mori.
El gran bosque era una sombra esmeralda a su izquierda, primigenia y salvaje, que ocultaba
en sus profundidades secretos inimaginables. Patrullas como la de Tatsuo, los Rastreadores del
Shinomen, vigilaban los lindes septentrionales del bosque para asegurarse de que nada saliera de
él y causase problemas en tierras Unicornio. Pero ni siquiera ellos solían adentrarse demasiado.
Si el rastro hubiese conducido al corazón del bosque Shinomen, Tatsuo se habría visto obligado
a poner fin a la persecución. Se contaban historias acerca de lo que le sucedía a la gente que se
arriesgaba a enfrentarse con el poder del bosque, y pocas tenían un final feliz. Era posible que
salieran un año más tarde, o un siglo. O que no saliesen nunca.
Pero el rastro siguió el lindero del bosque, zigzagueando entre los macizos de árboles donde
los caballos Unicornio podían seguirlo sin dificultad. Como si la criatura diese más importancia
a la velocidad que al sigilo. Y aunque esperaba que Rimei repetiría sus argumentos para abando-
nar la persecución e informar, cuanto más avanzaban, más comprometida se tornaba.
Averiguó por qué casi una semana después de iniciar la persecución, cuando se encontraba
sentado arrojando nudos de hierba a su diminuta fogata y haciendo una lista de todas las criatu-
ras que se le ocurrían que pudieran ser su presa.
Era una lista corta. Los espíritus animales rara vez se trasladaban de forma tan premeditada;
los hibagon nunca se atrevían a salir del bosque; las criaturas más malévolas, como los fantas-
mas hambrientos o los espíritus de la matanza, no dejaban los rastros que habían encontrado.
Cuando terminó su lista, Rimei dijo: —¿Te has preguntado adónde se dirige esta cosa?
Tatsuo dejó de atar hierba. —¿Qué quieres decir?
Ella hizo un gesto con el mentón en la dirección de su marcha. —No está persiguiendo a
ninguna otra criatura, o al menos no hemos visto rastros de ella. No está deambulando, como
lo haría si estuviera buscando algo. Creo que esta cosa sabe adónde va. ¿Y qué hay hacia el sur?
Nada digno de mención, hasta llegar a las Montañas del Crepúsculo. Hogar del Clan Menor
del Halcón... y del Cangrejo.
Que protegía Rokugán de las Tierras Sombrías.

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El viento volvió a soplar de nuevo, arrancando las briznas de hierba de las yemas de los
dedos de Tatsuo. Recordaba historias... los Moto enviaron tiempo atrás una aciaga expedición
a las Tierras Sombrías, confiando en que sus caballos y sus espadas les permitirían derrotar
cualquier cosa que se encontraran. Los pocos supervivientes regresaron con el cabello comple-
tamente encanecido a causa del miedo. Algunos lo consideraban todo exageraciones, pero los
Rastreadores del Shinomen habían visto demasiadas cosas extrañas como para que Tatsuo opi-
nase lo mismo. Los enemigos a los que se enfrentaba el Clan del Cangrejo ponían en peligro algo
más que el cuerpo.
Si alguna criatura de pesadilla había encontrado la manera de atravesar la Muralla Kaiu, en
esta desolada región occidental se encontraría con una forma fácil de cruzar el Imperio hasta
alcanzar las tierras Unicornio.

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Centró su atención una vez más en Rimei, mientras de repente el corazón le comenzó a latir
más rápido. —Entonces tendremos que prevenir a nuestro señor. Si desaparecemos, nadie será
consciente del peligro.
—Ahora mismo sólo es una conjetura —le recordó Rimei—. No tengo pruebas. No soy una
Kuni; no sé cómo hacer que los kami me digan si lo que estamos siguiendo está corrompido. Y
ninguno de mis talismanes puede ayudarme a hacerlo. Si hacemos saltar la alarma y luego resulta
no ser nada serio...
La reputación de los Rastreadores ya era discutible. Como sucedía con los Cangrejo, sus
informes eran a menudo demasiado extravagantes como para nadie que no hubiese visto nunca
el Shinomen Mori con sus propios ojos pudiese creerlos con facilidad. Tatsuo sabía que no debía
dejar que el temor a la vergüenza influyera en su decisión, pero Rimei tenía razón. Ahora mismo,
no había nada de lo que informar.
—Entonces seguimos adelante —dijo—. Pero en cuanto estemos seguros...
Ella asintió. —Cabalgo hacia el norte.
No había duda de que ella sería la que debía ir. Solo unos pocos elegidos eran capaces de
aprender el lenguaje de los nombres con el que controlar a los kami; en comparación con ella,
Tatsuo era prescindible. En caso de ser necesario, mantendría ocupada a la criatura el mayor
tiempo posible.
Como si pudiese oír sus pensamientos, Rimei dijo: —Pero asegurémonos de que no llegue a
ser necesario.
Dos días después, vieron humo.
Provenía del interior del bosque, pero no muy adentro, y era una columna de humo dema-
siado delgada para ser un incendio forestal. Pero el rastro no conducía directamente hacia ella,
así que se giró hacia Rimei. —¿Qué opinas?
—No hemos sido capaces de dar caza a esta cosa en una persecución directa —dijo—. Y
puede que hayan visto algo.
Si son humanos. O espíritus, supuso; si lo eran, le correspondería a Rimei hablar con ellos. A
menos que...
Rimei negó con la cabeza antes de que pudiese hablar. —Todavía no.
Tenía razón. Un fuego no era prueba de nada. Rimei aún no tenía que cabalgar hacia el norte.
Se acercaron al linde del bosque. Los árboles eran viejos y altos, y sus troncos más grandes de
lo que Tatsuo y Rimei podían abarcar juntos con los brazos. Sus raíces se extendían en montículos
desiguales, entre los que crecían helechos que ocultaban baches inesperados en el suelo. Cabalgar
hasta allí sólo serviría para dejar cojo a uno de sus caballos. Tatsuo hizo un gesto a Tama, el más
joven y menos experimentado de sus ashigaru. —Espera aquí —dijo—. Si no hemos regresado al
atardecer, cabalga hacia el norte. Coge mi caballo, y usa a Irugel como montura de refresco. ¿Lo
has entendido?

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El joven tragó saliva y asintió. El resto de los ashigaru desmontaron junto con los samuráis y
continuaron a pie.
Se movieron lentamente, poniendo tanto cuidado en dónde pisaban como en el bosque a su
alrededor, a sabiendas de que un paso en falso podría resultar en una caída que revelaría su posi-
ción. En poco tiempo Tatsuo perdió de vista a sus compañeros, y se planteó tratar de reagrupar-
los. Pero no estaba muy lejos del origen del humo. Un poco más adelante podía ver tres árboles
en lo alto de una pequeña colina. Si podía subir hasta allí...
No se produjo ningún sonido, ningún movimiento que pudiese ver, ningún cambio en el
viento. Lo único que notó fue cómo se le erizaban los pelos de la nuca.
Se giró y sacó su arco al tiempo que lo preparaba.
Sólo le sirvió para encararse con la punta de otra flecha. Y tras ella, una mujer con armadura,
encordada para que no hiciera ruido, con la cara pintada para fundirse con el bosque.
Con el acento cortante del Clan del Cangrejo, la mujer dijo, —Dime tu nombre antes de que
te ensarte con esa flecha.

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