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¶ II
Luego de casi una hora de viaje, que Mónica Beatriz había aprove-
chado para descansar y olvidar la penosa realidad de sus vidas pasa-
das y Cabrera para ponerse al corriente sobre los nuevos talentos lo-
cales del Truco con el colectivero, llegaron a la terminal de Suipacha.
Antes de bajar, Mónica Beatriz se tomó de los asideros laterales de la
puerta, dejó caer el peso de su cuerpo hacia adelante e inhaló tan pro-
fundo como pudo el olor verde del campo. Desde de la calle, le pidió a
Cabrera que le alcanzara el conejo, lo acomodó adentro de la cartera y
se dispuso a atravesar la rotonda que la conduciría a la ciudad. A me-
dio camino frenó y miró a su alrededor. Estaba sola. Observó el paisaje
por encima de la montura de sus anteojos de sol, se agachó para ver si
aparecían las piernas de Cabrera por la hendija que se formaba entre
la parte inferior del chasis del colectivo y el cordón de la vereda. Nada.
Salvo por las ruedas, el pasto de la mano de enfrente era una larga línea
recta sin interrupciones. Mónica Beatriz emprendió el regreso hacia el
autobús y Naranja fue víctima de una violenta secuencia de sacudones
como consecuencia del paso apurado de su ama.
Asomó la cabeza y barrió con la vista el interior del coche, del fon-
do hacia el frente. Cuando sus ojos se toparon con los del chofer, éste,
mediante una seña, le indicó la primera hilera de butacas. Mónica
Beatriz sonrió al descubrir en el piso la cola desteñida y temblorosa
de Segundo.
–¡Cabrera…! ¡Cabrera…! –insistió.
–¡Piro si está acá la patrchoncita, Sengundo! –dijo Cabrera aso-
mándose por entre los asientos.
–¿Vamos? Lo estoy esperando…
–Por supuesto, patrchoncita, por supuesto.
Mónica Beatriz volvió a andar el camino desandado, solo que esta
vez escoltada por Cabrera y Segundo. La imagen de los tres atrave-
sando la rotonda evocaba la de una banda de rock desconocida a la
mañana siguiente de un concierto en una ciudad remota: Suipacha,
pongamos.
Al llegar del otro lado, donde comenzaba la ciudad, Cabrera entró
a la primera panadería que se cruzaron y salió de allí con una bolsa de
papel en la cabeza y dos agujeros a la altura de los ojos.
–¿Qué hace con eso, Cabrera?
–¿No le dije acaso que me andan guscando, pachroncita? Con esta
máscara ni el Segundo me chreconoce –dijo Cabrera con su incon-
fundible acento correntino.
El pobre Segundo se encontraba, en efecto, muy desorientado.
Había comenzado a ladrarle a su amo y de vez en cuando le largaba
un tarascón a los tobillos.
–¿Qué hizo con la plata que le di? ¿No se la habrá gastado ya, no?
Cabrera negó con la cabeza.
–Entonces no tiene porqué tener miedo, si aparece su prestamista
le paga y ya... Está bien que estemos en Suipacha, pero disfraces no
–Mónica Beatriz trató de quitarle la bolsa pero Cabrera se la aferró
a la altura del cuello y aminoró el paso para ahorrarle el bochorno y
evitar futuras insistencias.
Si en Mercedes le costaba pasar desapercibida, en Suipacha le era
prácticamente imposible. Sin embargo, ésta era una de las cosas por la
que más le gustaba ir –como ella decía– “de visita al campo.”
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–¿Sí?
–El señor Cabrera, acá presente, viene a renunciar por propia vo-
luntad a la vida de Oblonga Tzonga.
–Mmmeeeeeeeeee podría repetir el nombre de la reencarnación
–sonrió la gorda.
Hablar dando balidos era un chiste habitual durante el año de la
cabra. Cimentaba la cohesión del grupo.
–Oblonga Tzonga: T – z – o – n – g – a.
La empleada anotó el nombre en el envoltorio platinado de un
chicle Beldent y desapareció detrás de una puerta. Volvió diez minu-
tos más tarde, transpirada y con una carpeta entre las manos.
–Disculpen la demora, pasa que los archivos de África son un de-
sastre, muy poca gente viene a reclamar por los negros ¿vieron? Pero
bueno… acá tengo el expediente de la señorita Tzonga, ¡linda chica,
eh, y además albina! ¿Puedo saber el motivo de la renuncia, si es tan
amable?
–Lo que pasa es que Oblonga nos fue atribuida a los dos, y si no
me equivoco eso me anula automáticamente la vida pasada –dijo pre-
potente Mónica Beatriz.
–Disculpeme, pero... ¿usted quién es, señora?
–Mónica Beatriz, yo también fui Oblonga Tzonga. En vida pasada,
me refiero.
La cabra miró recelosa a la patrona que le entregó el DNI con cier-
to desdén y luego se abocó a ojear el expediente siguiendo la lectura
con el índice para no perderse.
–Sí, efectivamente, acá aparece el nombre de ambos –corroboró
indignada–. ¿Está seguro de que quiere renunciar a la vida de Oblon-
ga Tzonga? Mire que fue una princesa. Y además albina, ya le digo.
La bolsa de cartón que llevaba Cabrera asintió.
–¿Quiere hacerme el favor de sacarse eso de la cabeza, señor? ¡Está
en una institución seria, caramba! –se quejó la cabra enojada y señaló
un cartel que prohibía el ingreso al registro con gorros, anteojos de
sol y armas–. Además, para el trámite necesitamos sacarle una foto
cuatro por cuatro.
Cabrera negó con la cabeza. La patrona lo miró desconcertada,
dejó a Naranja sobre el mostrador, tomó al jardinero por el brazo y se
alejó de la empleada.
–¿Qué hace, Cabrera? ¡Si ya le di la plata!
La bolsa realizó movimientos indescifrables.
–¿Todo bien allá? –retumbó la voz de la empleada que estuvo a
punto de aplastar al conejo con sus enormes tetas cuando se echó
sobre el mostrador en un intento por escuchar mejor la conversación
que se desarrollaba en el rincón.
Con una sonrisa freezada en la boca, Mónica Beatriz se alejó aún
más.
–¡¿Más plata?! ¿Es eso lo que quiere? ¡No se la voy a dar! Así que
sáquese ya mismo la bolsa de la cabeza si no quiere que se la saque yo
de una trompada.
Lo que más impresionó a Cabrera fue el contraste entre el imper-
ceptible movimiento de los labios y la violencia del tono en la voz de
su adorada patrona.
En Suipacha, Cabrera le debía plata al Loco Burrás, que se encon-
traba en el Registro –como dijimos– para reclamar la herencia de una
vida pasada como Luis XIV. En su camino hacia la puerta, no había
podido sacarle los ojos de encima a aquella rubia que llevaba un conejo
blanco en brazos. A pesar de que la respuesta de la empleada había sido
tajante (“Burrás, para el trámite le hace falta el pasaporte de la Unión
Europea, o que algún familiar de Luis XIV lo reconozca como tal”), el
Loco Burrás seguía ahí, prendado de la patrona. Burrás vivía bajo un
puente y era uno de los pocos y desafortunados argentinos que no tenía
ascendencia italiana (al menos hasta donde él sabía). Resignado, ya se
iba (¡finalmente!) cuando el tipo que acompañaba a la rubia se sacó, no
sin cierto forcejeo, la bolsa de la cabeza. ¡Era Cabrera, el jardinero de
Mercedes que le debía treinta pesos de un partido de truco! En el apre-
mio por no dejarlo escapar, el Loco corrió a arrancarle los cuernitos a la
empleada y amenazó a Cabrera con perforarle la yugular si no saldaba
su deuda ahí mismo. Mónica Beatriz, que no le había dado mayor im-
portancia al revuelo que se había armado entre los dos hombres, cayó
de pronto en la cuenta de que Cabrera no había firmado aún el acta de
renuncia a la vida de Oblonga Tzonga y corrió a agarrar una pila de
expedientes con la que empezó a pegarle al Loco Burrás.
–¡Suéltelo, desgraciado, que todavía no firmó!
El Loco Burrás largó los cuernitos y corrió a parapetarse detrás de
la gorda. Cuando se recuperó del susto y recobró el aliento, se asomó
por detrás de la empleada y con voz finita y agitando el dedo dijo:
–¡Más respeto que están hablando con Luis XIV, eh!
La administrativa, cuya paciencia había alcanzado un límite, se
sacó la chiva blanca y dio un golpe sobre el escritorio.
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¶ III
Mónica Beatriz dormía y Naranja, el conejo blanco, se le había
trepado a la cabeza. Cabrera se dio vuelta y la miró. La hilera de letras
hollywoodenses sobre el parquecito de la avenida 40 anunció la en-
trada a Mercedes. La patroncita, con su gorra de piel natural, parecía
el sueño tranquilo de un coronel siberiano.
–¿Y? ¿Qué me dice? –el taxista le guiñó un ojo a Cabrera y cabeceó
en dirección del asiento trasero.
Cabrera, confundiendo el gesto con el saludo que permite reco-
nocer a los integrantes de una cofradía –en este caso la de los tahúres
del truco–, se arrimó al taxista y con paranoica discreción susurró:
–A deshora, en el Porvenir apuéstele al gurí Gallardo… háigame
caso –y volvió a su posición inicial no sin antes devolverle el guiño.
La risa del taxista fue excesivamente masculina y fuerte, algo in-
cómoda.
–No sé quién es Gallardo, pero la muñeca no cabe duda que es ésta
–y repitió el cabezazo y la mueca.
Cuando Cabrera finalmente comprendió el verdadero significado
de las señas, corcoveó como cuadrúpedo chúcaro ante lo que él con-
sideraba la más grave de las faltas en cuestión de cortesía.
–¡Piro, yo no sé de ánde sacan los modales ustedes los de la ciu-
dad! En Cochrrientes un caballero no anda preguntando esas cosas!
–Al recobrar el talante sereno que lo caracterizaba, agregó–: ¡Y que
ni se le ocuchrra pasarse por el Porvenir! –Cabrera continuó lo que
faltaba del viaje mirando triste por la ventanilla.
El aire brumoso del atardecer era lo único que había quedado del
paisaje original. Donde antaño los cañaverales bordeaban las vías del
viejo tren y conformaban un remanso al abrigo del sol –ideal para
desafiar el ardor de las tardes tomándose unos mates–, se levantaba
ahora una hilera de casas con ladrillos a la vista y techos de chapa
azul. La sombra de las cañas había sido reemplazada por la que pro-
yectaban unos toldos de lona de acrílico que, en la mayoría de los
casos, nacían como una prolongación del muro para resguardar a las
ventanas de las inclemencias del sol. Si bien no podía decirse que el
ejército de mujeres deportistas, abocadas al cuidado de sus muslos,
desagradaba por completo a Cabrera, tampoco podía negarse que la
ausencia de caballos y sulkys le producía una extraña melancolía. ¡Ay,
la desidia de la tradición! Pocas cosas lo enfurecían tanto. El comen-
tario del guanaco que conducía el auto no era más que una prueba
de esto. ¿Dónde se había visto pasarse por alto lo mejor del amor: el
cortejo? “¿Qué me dice?” Cabrera rumiaba la frase e imaginaba po-
sibles respuestas que le hubiese gustado asestar pero que debido a la
inmediatez del diálogo no le habían salido. “¡Le digo que tiene suerte
de que no sea de noche y estemos en la esquina del Porvenir!” “¡Le
digo que si la güelve a ofensar le corto la luenga con un facón!” “¡Le
digo que p’andar hablando así no se debe ser muy macho!” “¡Le digo
que…” Y la lista continuaba como un inventario interminable.
Cabrera se dio cuenta que estaba enamorado de Mónica Beatriz
cuando, tres años atrás, Vladislav Sergéevich Smirnov, alias “el chruso
traga sable”, estuvo a esto de quedársela. Desde que Cabrera trabajaba,
hacía tres años, como jardinero en casa de la patrona, le había cono-
cido solo dos amores: Alfio, el ex marido y, desde su fuga con Vanesa
–artista circense–, “El innombrable” (apodo harto contradictorio si
se tiene en cuenta que Cabrera sólo sabía de él a través de las historias
de la patrona), y Vladislav Sergéevich Smirnov. A fuerza de reprimir
sus sentimientos, Cabrera, como buen hombre de campo, había lo-
grado acallar el miedo de perderla que lo invadía en la soledad de las
noches pampeanas. ¿Cómo era posible que el comentario de un don
nadie derrumbara el muro de negación qué tanto trabajo le había cos-
tado erigir? Todo, todo había quedado chatito como pasto tras el paso
de un malón. La idea de que la patrona jamás se enamoraría de un
taxista lo tranquilizó. En tanto que su jardinero –figura indispensable
en la vida del amateur de las plantas–, Cabrera conocía con certeza
de botánico cada una de las nervaduras de los gustos de Mónica Bea-
triz. La constancia era una de las cualidades que ella más buscaba en
las flores con estambre. Por esto mismo, Cabrera no faltaba ni una
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tardecita –¡ni una sola!– a tocarle el timbre para regarle los rosales.
Tanto era así, que en numerosas ocasiones la voz de la patrona trona-
ba en el extremo opuesto del portero: “ ¡¿Pero usted sabe algo de jar-
dinería?! ¡¿Me quiere ahogar las rosas?! ¡Váyase inmediatamente de
acá!”. Y Cabrera se marchaba satisfecho de saber que la patroncita se
sentía cuidada. Pero cuando a mitad del camino lo asaltaba la duda,
Cabrera volvía a casa de la patrona y la miraba pasar por la ventana
para cerciorarse de que el objetivo había sido cumplido. Cuando la
patrona lo descubría espiándola, cosa que ocurría cada vez que daba
la vuelta y se paraba en medio de la calle con los brazos en jarra…
¡Viera uno las expresiones de júbilo que dejaba escapar de su cuerpo
crispado!... ¡Eran de no creer! Entonces ahí sí, Cabrera emprendía de-
finitivamente el regreso al rancho. No había nada que temer… ¿Qué
sabían los de la ruta sobre la constancia de los de la tierra? A pesar de
que el laberinto de inseguridades había sido atravesado y que el sol
nuevamente le entibiaba las mejillas, Cabrera seguía triste.
El recuerdo del infierno vivido durante el romance de la patrona
y Vladislav Sergéevich Smirnov le produjo unas terribles ganas de
llorar. Como aquella vez, Cabrera se limitó a toser y secarse la frente
con el revés de la manga. Lo dicho: era hombre de campo.
1. ¡No me digás que sos Natalia Oreiro que muero acá mismo!
2. Sí, la mismísima.
3. ¡Dios, ayudame a aprender argentino! ¡Si la pierdo te juro que me muero, me
muero!
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4. Estoy salvado: le regalo al tipo este la casilla donde Svetlana levantaba la qui-
niela, quedo como un duque y, de paso, me deshago de la evidencia.
bizcochitos porque sabía que eran los preferidos de Cabrera. Cabrera,
por su parte, procuraba que a la garrafita nunca le faltara gas y hasta
había invertido en la compra de un termo para que el agua no se les
enfriara durante sus interminables charlas al atardecer.
A pesar de no compartir idioma, Cabrera nunca se había sentido
tan acompañado en su vida. Ni siquiera la Mary, su primera esposa
(“Ahora güelvo, Negrita –le había dicho la última vez que la vio–, guá
comprar cigachrro al pueblo y chregreso”), había sido capaz –incluso
durante los primeros meses de noviazgo– de insuflarle tal grato sen-
timiento. Solamente Cebolla, un caballo criollo que Cabrera había
cuidado cuando trabajaba de peón en un campo de Entre Ríos, había
grabado en su memoria de adolescente la calidez de la escucha que el
ruso ahora le ofrecía.
Gaucho arisco, Cabrera se cansó rápido del centro y le pidió ayuda
al ruso para trasladar la casa rodante a un lugar más tranquilo, donde
las cotorras fueran sus únicas vecinas.
–¡Ah, piro el Chrocky Balboa ese es un poroto al lado suyo, Chru-
sito! –exclamaba Cabrera, que so pretexto de una ciática, rengueaba
en procesión detrás de Vladislav mientras éste empujaba solo el ve-
hículo.
Sí, Cabrera y Vladislav Sergéevich Smirnov se habían vuelto in-
separables. Incluso en el nuevo barrio, allá lejos, por donde comen-
zaban las vías que corrían paralelas a la avenida 40, los dos amigos
mantuvieron sus encuentros. A modo de agradecimiento por todo lo
que el ruso había hecho por él, Cabrera se comprometió a enseñarle
español, que Vladislav –desconfiado– luego corroboraba y corregía
gracias a un diccionario bilingüe que había comprado de segunda
mano en la librería del Club de Leones. Poco a poco, el ruso iba ha-
ciendo frases completas y la primera que le salió fue: “Natacha, mi
pimpollito” y una lágrima grande –como todo él– cruzó cachete aba-
jo. Cabrera, que en materia de consejos amorosos se consideraba más
bien torpe, pensó que lo mejor que podía hacer por su amigo era re-
velarle su única y preciada táctica de seducción: “Se dechrriten cuan-
do uno las llama ‘patchroncita’”. El ruso no sólo fue instruido en el
dominio de la lengua, sino también en el delicado arte de la jardinería
y el folklore. Cabrera consideró que ya no podía enseñarle nada más a
Vladislav Sergéevich Smirnov, cuando en la última clase de serenata
para bombo legüero el ruso logró erizarle la piel no bien empezó a
entonar “Amor salvaje” del Chaqueño Palavecino.
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con Svetlana, que terminó por resolverse cuando el ruso aceptó –muy
a su pesar– cambiárselo por su preciadísima fotografía autografiada
de Leonid Ilich Brézhnev. Así hicieran 45º C grados de sensación tér-
mica, no se lo sacaba de encima porque, además de todo, combinaba
a la perfección con Naranja, su conejo blanco.
El invierno había pasado de largo. Cabrera caminaba tranquilo
por la avenida 29 mientras se preguntaba qué habría sido de la vida
del ruso. ¿Habría logrado conquistar a esa Natacha? ¿Se habría vuelto
a Rusia? ¿O lo habrían –finalmente– metido en cana por levantador
ilegal de apuestas? Una limousine de vidrios polarizados estacionó a
su lado. Bajaron la ventanilla del conductor.
–¡Piro, hablando de Chroma el buchrro se asoma! Míremelo ahí,
sentado en semejante coche, ni que estuviera velando a uno de sus
compatchriota!
–¡Cabrrerra! –exclamó el ruso emocionado al punto de largar un
lagrimón.
–¡Déjese de mariconeadas, hombre, que a las chinas eso no les
hace gracia! –Cabrera se acercó a la ventanilla y se estrecharon la
mano–. Y hablando del hembraje, ¿qué ha pasao con la Natacha?
Detrás del ruso, con anteojos negros y envuelta en el tapado de
piel, Mónica Beatriz bajó su ventanilla y asomó la nariz. El ruso, or-
gulloso, la señaló: “Natacha, mi pimpollito.”
–¿Usted quién es? ¿Qué hace ahí parado? ¡Monedas no tengo!...
¡Vladislav, mi amor, menos charla que se nos hace tarde! Todavía hay
que comprar los tomates para el almuerzo y pasar a ver si la moldava
tiene turno para el martes.
Cansada de la alharaca, Mónica Beatriz subió la ventanilla. La li-
musina arrancó y estacionó cinco metros más adelante, en la verdu-
lería Los Bolivianos.
Un bocinazo sobresaltó a Cabrera que se había quedado parado
en medio de la 29 sin poder reaccionar. Subió a la vereda, apoyó la
espalda contra uno de los plátanos que orlan la avenida por miedo a
perder pie y se quedó boquiabierto mirando esa mano que surgía del
coche y asía –¡con cuánta gracia!– el kilo de tomates que el ruso le
pasó desde el cordón. ¿Cómo era posible que nunca antes la hubiese
visto? ¿Cómo su condiscípulo foráneo la había descubierto y él no?
Al pensar en el ruso, aquella máxima sobre las mujeres y los ami-
gos le vino a la mente: “El hembraje del aparcero tiene bigotes”… A
decir verdad, Cabrera nunca había comprendido el significado de la
frase y ahora, bajo el embrujo de la rubia, le era aún más remoto. En
Corrientes, todas las mujeres a quienes había amado, (su madre y la
Mary) habían exhibido –y con orgullo, además– el bozo… algo anda-
ba mal, o el refrán veía una contrariedad estética en lo que Cabrera
calificaría el epítome de la belleza, o el proverbio incitaba abierta e
impúdicamente a robarle la mujer al prójimo. Sea como fuera, una
cosa estaba clara: Cabrera debía saber más sobre aquella china con
los cabellos de luz mala que lo había dejado hipnotizado y de quien
su amigo –su único amigo– estaba enamorado. Luego de juntar in-
formación por aquí y por allá sobre Mónica Beatriz, su patchroncita,
Cabrera se vio atrapado en un enredo moral que decidió resolver de
la misma manera que gestionaba todas las amarguras que lo abruma-
ban: bebiendo.
Echó a andar, cabizbajo, hacia El Porvenir. Camino del club, un
perro color sombra salió de un zaguán y lo siguió. Cabrera intentó
ahuyentarlo con gritos y gestos, pero lo único que consiguió fue que
el perro se sentara por unos segundos en medio de la calle, y ni bien
Cabrera se daba la vuelta, el animal retomaba el trotecito para alcan-
zarlo. Cuando quiso ingresar al club, Cabrera se plantó en la entrada
y extendiendo una mano hacia delante, la otra en la cintura, berreó:
–¡Aquí se entchra en dos patas o no se entchra!
Como si hubiese comprendido que su condición de cuadrúpedo
no era bienvenida, el perro flexionó las patas traseras y apoyó el rabo
en la vereda. Horas más tarde y habiendo cumplido su cometido –sin
por ello haber logrado ordenar el barullo moral–, Cabrera salió a la
calle gateando. Al ver que el perro aún seguía allí, le dijo:
–¡De aquí se sale en cuatchro patas o no se sale!
Cabrera logró arrastraste hasta la esquina y se acostó sobre un
cantero de malvones. El sueño extendió sobre él un manto de olvido.
A la mañana siguiente, una mano lo sacudió.
–¿Desayunó ya? –era Cacho, el dueño del club.
Cabrera se levantó confuso, se quitó unos pétalos del cachete, le
dio unas pataditas al perro y volvió a ingresar al Porvernir.
–Esto corre por cuenta de la casa, pero no se olvide que me debe
lo de ayer y lo de la semana pasada, eh.
–La perdí, Cachito, la perdí –Cabrera, a pesar de haberla visto por
primera vez tenía el sentimiento de que siempre le había pertenecido.
–¡No me venga otra vez con el cuento de que perdió la billetera,
Cabrera! Miré, acá no tiene más crédito, caramba.
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Mazamorra dorada
para la niña mimada,
mazamorra caliente
para la vieja sin dientes.
Empanadas sabrosas
para las buenas mozas.
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–Usted baila en Lesionados por el corcho para los corsos, ¿no, patrona?
–Sí, Jesús, ¿qué tiene que ver?
Tito y Jesús miraron al Hormiga, había tensión en el ambiente.
–¿Qué? ¿Qué dije, loco? –el horno no estaba para bollos y las mi-
radas convergentes de todos a todos generaron unos segundos de si-
lencio.
–Déjeme terminar, patrona –pidió Jesús–, ¿vio durante los car-
navales todas las mascaritas y la gente que se junta más allá del Club
Mercedes, como para el lado del Automóvil Club Argentino?
–Sí, los vi, Jesús, vivo en Mercedes, no en Júpiter ¿qué pasa con ellos?
–Pasa que ellos son sus votantes, patrona, a ellos les tiene que hablar.
Mónica Beatriz permaneció en silencio un momento. Trataba de
proyectar una imagen adusta, seria, de política verdadera. Por dentro,
la realidad era otra. Un frío eléctrico le recorrió la médula: ¿cómo
se defendería (a sí misma y al pueblo grosso modo) de futuras Nelis
Ehules, si ella misma se había convertido en lo que trataba de com-
batir? Sintió vergüenza, no se trataba sólo de convencer a los “opri-
midos” –palabra que le pareció adecuada vista la piedad que le pro-
vocaban sus tres albañiles–. Según la lógica binaria del karma, estaba
transcurriendo su vida “buena” y ella era la primera que tenía que
convencerse de eso para alcanzar su potencial. Bajó la mirada y trató
de quitarse la arruga de la pollera del trajecito sastre color rosa pálido
que llevaba puesto.
–Lo sé, Jesús, lo sé. Aunque a veces lo parezca, no vivo en un fras-
co de mayonesa, se los aseguro –y luego inhaló de manera bestial, lo
que dio la impresión de que suspiraba frente a las imposibilidades de
la áspera realidad, pero era más que nada un anacoluto por falta de
conceptos.
Se paró y fue a buscar a la alacena del mueble verde, detrás de
ella, una botella de whisky. El alcohol la devolvió a sus cabales, alegre
estado anímico que en Mónica Beatriz significaba una pérdida total
de la compostura.
–¡Ay, esto va a ser más difícil de lo que parecía! ¿Me pueden decir
cómo voy a hacer para conseguir el voto de la negr… de los opri-
midos? –Mónica Beatriz se sirvió un segundo vaso de whisky y se
lo mandó de otro trago–. Y por cierto, Hormiga –añadió haciendo
muecas por el ardor en el esófago que le producía el descenso del al-
cohol–, ¿te creés que me olvidé de que el año pasado aprovechaste la
confusión para llenarme las tetas de espuma mientras bailaba?
–Eeeeh, no se ortibe, patrona. Ahora estamos todos del mismo lado.
–Usted tranquila, no se desespere que las cosas hay que hacerlas
bien pero no son tan difíciles –la tranquilizó Tito–. Llegar a la gente
es más fácil de lo que uno cree, alcanza con que se los tome en cuenta,
que no se los margine, como usted dijo al principio de la reunión.
–Claro –se sumó Jesús–, lo más importante es que ellos conozcan
a la patrona que nosotros conocemos, así de sencillo ¿ve? La mujer
cariñosa, bella, comprensiva que todos queremos.
–¡Rescatate, barrilete! ¡Pará de una vez con la chupada de medias
que si se llega a enterar la Sandra se te arma la podrida! –exclamó el
Hormiga, que no perdía oportunidad de cizañear a Jesucristo.
–¡Te voy a embocar una que te voy a dejar la mandíbula como una
puerta giratoria, pelotudo! ¡Cortala con la Sandra! –Jesús se incorporó
pero al ver que el Hormiga prefería chasquear con la boca hacia un
costado mirando el piso, volvió a dirigirse a Mónica Beatriz–. Usted es
buena gente, patrona, no se olvide nunca de eso. Usted saca placas gra-
tis de querusa en el hospital: eso cuenta como servicio público, nos da
laburo a nosotros, que somos unos vagos de cuarta, porque nos quiere,
¡admitaló! –risita general–, usted le hace la segunda al chino clavagu-
jas… Usted es una mina laburadora con buen corazón y todos tienen
que saberlo, ¿me entiende? Ésa es su carta, la carta que tiene que jugar.
¡Queremos una ciudad donde las mascaritas también tengamos voz!
–Jesús se había embalado y sin pedir permiso se hizo con el martillo y
comenzó a martillar entusiasmado el cuaderno de tapas duras.
Mónica Beatriz no se atrevió a interrumpirlo. Tito sirvió un vaso
de whisky y se lo pasó a Jesús.
–¿Qué le parece, patrona, si la semana que viene largamos la cam-
paña con los vecinos de El Blandengue, el barrio del Hormiga, para
que vayan conociéndola? –propuso Tito, tratando de que su capaci-
dad no quedara opacada por el entusiasmo de Jesús.
–¡Uh, la rubia en el barrio! ¡Eso sí que no me lo pierdo por nada,
loco! –exclamó el Hormiga agitando las manos y haciendo chascar
sus dedos–. Ahora, no se le ocurra aparecerse disfrazada de Mirtha
Legrand porque le va a ir para el culo, doña.
–No te sigo, Hormiga.
–Nada, patrona –terció Jesús–, lo que el Hormiga quiere decir es
que se vista más como… como nosotros, ¿vio? Para que no la vean
tan ajena ¿me entiende? Para que el pueblo se identifique con usted,
nada más.
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las esperanzas de superar los setenta y siete metros y medio del Obe-
lisco dentro del plazo estipulado y seguía siendo, por sobre todas las
cosas, una fiel telespectadora del canal Infinito. Desde hacía seis años
y para aliviar en un principio el estrés de la construcción, todos los
días a las once de la mañana encendía el televisor, buscaba el canal 55
y se ponía a hacer yoga junto a Wai Lana. Encontraba en la práctica
de aquella disciplina milenaria un método eficaz para ejercer el tan
añorado autocontrol –sin la necesidad de recurrir a fármacos– y en-
durecer el temple. Tan serena y dueña de sí misma se sentía cuando
terminaba la secuencia del saludo al sol, que sin pensarlo dos veces,
Mónica Beatriz decidió que para paliar el nerviosismo que le pro-
vocaba hablar en público, asistiría a su primer acto de campaña en
calidad de yogui.
¶ VI
Atesoraba Mónica Beatriz la ferviente convicción de que el yoga
era una disciplina oriental en el sentido más restrictivo del término:
que provenía de China. Esta fusión se producía en uno de los vericue-
tos de su inconsciente producto de que los ojos de Wai Lana, su Kri-
shna televisada, carecían de la típica redondez occidental. Para Mó-
nica Beatriz, lo más distintivo de un yogui no era su tercer ojo sino el
primero y el segundo. Por aquí decidió comenzar su metamorfosis.
A pesar de que en su trabajo como técnica radióloga en el hospital
Blas Dubarry había visto toda clase de atrocidades, Mónica Beatriz le
temía a los bisturís. La idea de pasar por el quirófano para tensarse
los párpados la aterraba y por eso mismo quedó descartada desde el
comienzo. Dejándose guiar por su empeñada naturaleza, no se dio
por vencida y trató –generalmente sin obtener el resultado deseado–
con artilugios caseros. Uno de ellos, excepcionalmente exitoso, con-
sistió en estirarse las patas de gallo hacia arriba y pegarlas a las sienes
con cinta adhesiva. Mónica Beatriz encontraba engorroso tener que
reemplazar con frecuencia las bandas y además le parecía que el re-
sultado final carecía de la elegancia mínima que consideraba natural
en su persona. Por otro lado, le molestaba la cercanía del pegamento
con la córnea, cosa que le nublaba la visión. Incapaz de distinguir
nada que no fuese el contorno de los objetos, Mónica Beatriz pasaba
la mayor parte del día sentada (temía que habilitarse la movilidad
la llevase a chocar con los muebles), probando el tan alabado poder
liberador de la mente e imaginaba que se paseaba en kimono por las
calles mercedinas mientras Naranja, atado a una correa, le indicaba el
camino. Contrariada por no poder ver su clase de yoga con Wai Lana
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–Perdón, patrona– aún sin haberla tocado Jesús sentía que estaba
cruzando un límite.
Esa tarde quedaría grabada en su memoria como una de las más
eróticas de su vida. Antes de apoyar sus dedos sobre la sien de Móni-
ca Beatriz, Jesús se tomó unos segundos para mirarla toda, de arriba
abajo, de muy cerca, y enseguida después controló el pulso, como si
hubiera estado a punto de terminar ese revoque fino del que habían
hablado, apoyó sus dedos y preguntó:
–¿Así le parece bien?
Mónica Beatriz, que no tenía manera de darse cuenta si los ojos le
habían quedado parejos, propuso que fueran hasta el espejo que or-
naba la parte superior de la cómoda. Luego de un par de indicaciones
vagas a las que Jesús respondió estirando los ojos de la patrona cada
vez más hacia arriba, Mónica Beatriz se dio por satisfecha. No veía en
el reflejo más que dos siluetas borrosas. Hubiese sido incapaz de decir
quién era cuál de no ser por el distintivo halo amarrillo que se posa-
ba sobre sus hombros. Jesús, en cambio, trató de hacer perdurar en
su memoria la nitidez de esa imagen que le pareció la de una pareja
de recién casados. Lo entristeció recordar que con Sandra no habían
tenido plata para un fotógrafo profesional el día del casorio.
–Permítame la curiosidad, patrona, pero… ¿por qué china?
–Por el yoga, Jesús, necesito toda la chinedad posible para conver-
tirme en una verdadera yogui, no me queda otra.
–¿Yogui… como el oso?
–¡Pero será posible! Usted abre la boca y caen sólo boludeces, será
de Dios. ¡Yogui! ¡Yogui de yoga! ¿De qué oso me habla?
–¡Ah! Pero esos son hindúes, patrona, no chinos.
–Mire, Jesucristo, se lo voy a poner muy en claro una vez y des-
pués no volvemos a hablar más del tema, ¿estamos? Wai Lana hace
yoga, yo la miro. Wai Lana es china, se le ve en los ojos. El yoga, por
lo tanto, es chino. Es la época que nos tocó vivir, Jesucristo, hoy en
día todo es made in Taiwan, ¡todo viene de China! Hasta el dulce de
leche es made in China.
El albañil no se atrevió a contradecirla y sintió alivio de que Tito
no estuviera allí. El comentario de la patrona lo hubiera irritado. Pero
si debía ser totalmente honesto, en algo tenía razón Mónica Beatriz.
La industria nacional no era el sector más vigoroso de la economía
y tal vez era ésa, justamente, la dirección que Amigos del Centro, el
partido de la patrona, debía tomar.
–¿Está listo, Jesús?
La pregunta lo sustrajo de sus reflexiones económicas.
–Sí, patrona, ¿para qué? ¿Qué más tenemos que hacer ahora?
–Perfecto, entonces relájese, respire, sígame. Iniciemos la práctica,
siempre es mejor de a dos.
Mónica Beatriz se llevó las manos al pecho en posición de rezo,
inspiró, luego estiró los brazos hacia arriba y se arqueó hacia atrás.
Jesús comenzó a pensar que aquello bastaba para que Sandra le pi-
diera el divorcio y se quedara con la casita de la calle 48 y las gallinas.
Para evitar cualquier tipo de roce, se hizo un bollito. Mónica Beatriz
expiró ruidosamente y llevó los brazos hacia adelante hasta quedar
doblada como una ele acostada. Jesús transpiraba, inmóvil en su lu-
gar, dudaba sobre el carácter sagrado del matrimonio, ¿tal vez era
él quien debía pedir el divorcio? La última vez que Sandra le había
mostrado el pan dulce desde ese ángulo habían seguido cuatro días
de lumbalgia aguda. Un intento fallido por hacerse la sexy la agachó
demasiado rápido para sacar el pollo del horno y la dejó de cama.
En puntitas de pie, sacando culo y haciendo esfuerzo –no siempre
fructuoso– para que el aleph patronal no le desviara la mirada, Jesús
procuró mantener cinco centímetros de distancia entre los cuerpos
en todo momento.
–Prepárese que ahí vamos, Jesús, eh. ¿Está listo?
–¡¿Cómo?! ¡¿Todavía no empezamos?! –preguntó Jesús acalorado.
–Esto es apenas el precalentamiento, hombre, ¿nunca hizo activi-
dad física?
Turbado como estaba, Jesús no quiso ni imaginarse lo que sería
el yoga sin prefijo, la vida sin Sandra, sin los pollos, sin la casita de la
calle 48 y sin pensarlo más, se incorporó a los gritos:
–¡Ahí voy, Tito, ahí voy!
–¿Pero qué hace, Jesús?
–¿No escuchó, patrona? Me acaba de chiflar el Tito –Jesús se calzó
de nuevo el sombrerito de papel de diario y salió él también por la
puerta ventana como expulsado por una fuerza oscura.
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como secretaria los días que no hacía guardia como técnica radióloga
en el Hospital Blas Dubarry.
–¿Quién golpea puelta?
–Soy yo Dr. Lee, Mónica Beatriz, ¿puedo pasar?
–¡Clalo! Alelante, alelante.
Detrás de la inmensa nube de sahumerio que inundaba el consul-
torio, Mónica Beatriz vislumbró la camilla donde un paciente boca
abajo era ensartado por las agujas del Dr. Lee. Al acercarse, no sólo
notó las uñas largas y bien cuidadas de Lee, sino también la cara del
paciente. Era el Hormiga.
–¿Se puede saber qué hacés acá, Hormiga, que no estás trabajando
a las tres de la tarde?
–Calma, calma –intervino el Dr. Lee a favor de su flemático clien-
te–, Holmiga tenel dolol en homblo izquieldo y doctol Lee ayulal.
–¡Por favor, Dr. Lee! –gritó indignada Mónica Beatriz–. ¡A mí no
me va a venir con ésas! ¡A este sinvergüenza lo único que le duele es
el trabajo! ¡Bajá ya de esa camilla y andá a revocar con los otros dos
porque te reviento!
Aturdido por la acupuntura y la amenaza de la patrona, el Hormi-
ga se incorporó, agarró la remera de Viejas Locas con la que circulaba
por la vida desde hacía por lo menos dos semanas y salió del consul-
torio con la espalda como un alfiletero.
–Doctol Lee vel Mónica Beatliz tensa –observó el fisioterapeuta
con voz suave.
–Tensa es poco decir Dr. Lee… por eso vine a verlo, creo que usted
es el único que puede ayudarme.
–Ah, que intelesante, y ¿qué podel hacel pol usted doctol Lee?
–Necesito achinarme lo más posible, doctor, y como necesito que
sea ya, estoy probando varios métodos al mismo tiempo y como us-
ted es el único chino que conozco y es muy bueno en lo que hace,
pensé que con las agujitas podría…
–¿Y pol qué quelel china? –interrumpió el Dr. Lee cautivado.
–Porque según la lógica kármica ésta es mi vida “buena” y según
el tarot voy a ser la próxima intendenta de la ciudad de Mercedes.
Pero depende también de mí… ¿me entiende? –el Dr. Lee asintió más
intrigado aún–. El sábado es mi primer acto de campaña frente a los
vecinos de El Blandengue, el barrio del Hormiga, el que se acaba de
ir, no se imagina el estrés que tengo. Hablar en público no es lo mío.
El yoga me calma, con lo cual pensé que lo mejor sería asistir al acto
en calidad de yogui… para estar serena y poder aunque sea sonar
coherente… Por lo cual necesitaría achinarme, para en ese mismo y
único movimiento, enyoguizarme de manera definitiva, doctor, para
que la fuerza de los chakras esté de mi lado, ¿me entiende?
–Doctol Lee entendel, Mónica Beatliz no entendel. Chino: tai-chi-
chuan, India: yoga, no misma cosa –explicó Lee mientras en una pi-
zarra esbozó un croquis para resultar lo más claro posible, consciente
de sus limitaciones fónico-lingüísticas.
–¡No me diga que Tito ya pasó por acá y le anduvo llenando la
cabeza con cosas raras: que Yogui es un oso, que los que hacen yoga
vienen de la India! –Mónica Beatriz sacudió la cabeza sintiéndose
desahuciada–. ¿Ahora también me va a negar que los chinos comen
arroz, que no conocen a Wai Lana?
–Chinos no conocelse todos, en China mucho chino, mucho chino.
Aloz en China sí, en Algentina no, en Algentina calne, calne muy cala.
Superada por las dificultades momentáneas, Mónica Beatriz se
largó a llorar de manera irreflexiva.
–¡¿Usted vio el precio de la carne en este país?! Hay pescado, sí,
¡pero qué tristeza! –Mónica Beatriz agarró una de las mangas del Dr.
Lee y se secó las lágrimas.
Más calma prosiguió, tras pucherear algunos segundos:
–¿Ahora entiende por lo que estoy pasando? ¡Un estrés tengo! Es-
trés pretraumático es el mío, que es el peor. ¿Qué le voy a prometer a
esta gente el sábado: asfalto, trabajo, asado todos los domingos? ¡Si la
Argentina está vaciada, completamente vacía, no hay un peso partido
al medio!
–Tlanquila, tlanquila, doctol Lee ayulal Mónica Beatliz… cama, cama
–y con pequeños golpecitos sobre la camilla le indicó que se acostara.
Mónica Beatriz se recostó y pronto el sueño la había vencido.
El Dr. Lee clavó y clavó y cuando clavó la última aguja en el ante-
brazo derecho de Mónica Beatriz, se dirigió hacia su escritorio, alzó
al conejo, que estaba ahí desde el principio, aburridísimo, y acarició
con aire conspirativo sus largas orejas.
Al cabo de cuarenta minutos, Mónica Beatriz abrió los ojos. De-
trás de la dulce bruma de té verde con notas de jazmín, Lee la obser-
vaba desde detrás de su escritorio. Sonreía, Naranja parecía dormitar
sobre su regazo.
–¡Ay, doctor, me siento como nueva! ¿Dónde le dejo esto? –inqui-
rió Mónica Beatriz quitándose las agujitas del brazo derecho.
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尊敬的各位外籍人士:
最後,我們的犧牲,水稻和大豆飼料得到了回報。我們正在一步征服世界,當我
們對其餘的人可以言之鑿鑿至上,以及我在我的運動,早餐,午餐和晚餐阿根廷牛排
承諾甚至重複當然,如果我們喜歡它的感覺。
但在我們的夢想成為現實,我們必須處理好人口過多的問題,困擾著我們的人
民。所以請記住,如果你在一個無人居住的國家,原材料和人民輕信夠不被我們的意
圖保持警惕生產生活,贊助中國家庭。不要忘記,每百中國誰管理,安裝在您的家國
的中國共和國給你紅旗 HQ3轎車是零公里。
所有一起為稻米消費中國只有腸胃炎。
胡錦濤
總統。6
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ideando una serie de videos paso a paso para YouTube titulada Chau,
complejo: transplante su bonsái al jardín. En un momento, en lo que a
Mónica Beatriz le pareció un exabrupto, el Dr. Lee dijo:
–Yo podel enseñale autocontlol, disciplina y selenidad, ¿estal dis-
puesta Mónica Beatliz a seguil el camino de la sabilulía?
Emocionada, Mónica Beatriz asintió. Luego de un rápido ritual
con un sahumerio, el Dr. Lee se quitó la bandana que llevaba en la
cabeza y la anudó a la de Mónica Beatriz.
–Lee plomete enseñal, usted plometel aplendel. Yo digo, usted ha-
cel sin hablal, sin chistal, ¡en silencio!
–Pero no entiendo bien cómo…
Lee levantó el índice y las cejas en rotunda señal de amonestación
y la alumna acató.
–Comprendido, maestro –respondió Mónica Beatriz juntado las
manos contra su pecho e inclinando levemente hacia abajo la cabeza.
El Dr. Lee salió del consultorio y volvió con un balde, un cepillo y
un trapo de piso.
–Plimelo laval suelo con cepillo, luego secal con tlapo –ordenó
mientras trazaba círculos en el aire con cada una de sus manos.
–¿Como en Karate Kid? ¿Me está cargando, Lee??
–¡Sin hablal, Mónica Beatliz, sin chistal! Plotestal mala suelte.
Mano delecha cepillo, mano izquielda tlapo. Laval, secal, inspilal na-
liz, expilal boca. Laval, secal, no olvidal lespilación ¡muy impoltante!
Dicho lo cual, Lee desapareció entre los humos del sahumerio.
Una vez a solas, Mónica Beatriz se aplicó a llevar a cabo las ins-
trucciones de su mentor. Se ajustó la vincha, abrió las ventanas para
orear un poco el ambiente, se arremangó y comenzó a lavar, secar,
lavar, secar. En eso escuchó que alguien le hablaba desde afuera. La
tarde hacía rato había caído.
–¡Cuidado, patchroncita, que así perdió mi agüela!
Antes siquiera de escuchar la segunda sílaba, Mónica Beatriz ya
había reconocido la voz de Cabrera.
–¡No sea guarango! ¿Qué hace ahí en la ventana, mirándome
como una chusma, no tiene nada mejor que hacer?
–¡Ja, usté dice eso porque no se ha visto! ¿Quiere que lo alce, Se-
gundo, pa ver a la patchroncita en cuatro patas igual que usté?
Al escuchar su nombre, el perro ladró.
–¡No me desconcentre, Cabrera, que estoy en viaje interior!
–¿Y con la política qué? ¿Ya chrenunció?
–No me haga reír, Cabrera, se lo pido por favor. Estoy en un viaje
interior justamente por el tema de la política así que ¡hágame un favor
y déjeme en paz!
–Lo único que va cultivar así son muchos muchachitos y más con
un chino dando güeltas, prenden como los yuyos los desgraciaos esos.
–Usted para la grosería es mandado a hacer, Cabrera –opinó Mó-
nica Beatriz autootorgándose un descanso–. Váyase de acá de una vez
por todas y llévese a ese perro que no deja de ladrar con usted que
tanto barullo me está dificultando la paz interior.
Cabrera sonrió, sacudió la cabeza, le dio una palmada en la cola
a Segundo y enfilaron, uno al lado del otro, para la esquina de la 29.
Antes de que doblaran la calle, Mónica Beatriz se asomó a la ventana
y gritó:
–¡No se olvide el sábado en El Blandengue, eh, lo quiero ver ahí
en primera fila!
Sin darse vuelta, Cabrera levantó una mano con los dedos en V.
Más allá, el Dr. Lee iba por la avenida 29 camino del correo.
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¶ VII
El auto frenó y fue inmediatamente engullido por una nube de
polvo. A través de la tierra que flotaba desordenada en el aire, los
vecinos de El Blandengue vislumbraron los pasos cortos y ligeros de
un hombre vestido de rojo que rodeó el vehículo y se dirigió hacia la
puerta trasera. Al abrirla, repitió tres veces una reverencia. Un par
de tobillos en tacos altos se posaron graciosamente sobre la calle de
tierra. Antes de bajar del automóvil, la pasajera reventó de una cache-
tada a un mosquito que había elegido su pantorrilla para alimentarse
y luego estiró con gracia la mano asesina para ser asistida y salir del
Hongqi HQ3 negro 0 km.
–Hágame acordar de decirle al Hormiga que la próxima vez llame
a la regadora municipal cuando toque visita al barrio… ¡Parece el
desierto de Sahara esto!
El Dr. Lee la observó durante un momento en silencio e inmovili-
dad y Mónica Beatriz no supo si aquella mirada se debía al polvo, a la
incomprensión o simplemente a su fisionomía oriental. Como fuera,
se sacudió el pelo cuidando de no estropearse el rodete.
–¿Cómo no me dijo antes que tenía auto? ¡Y yo que pensaba que
para lo único que le daba era para la bicicleta destartalada que esta-
ciona junto a la puerta del consultorio! Por lo visto la acupuntura es
más negocio de lo que pensaba… –Naranja asomó curioso las orejas
por el cierre entreabierto de la cartera Luis Botón de su ama.
Lee esgrimió una sonrisa artificial y rígida, no supo qué responder.
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¶ IX
Los días que siguieron al desembarco de los chinos, la ciudad de
Mercedes se convirtió en tierra de nadie. El mate había desapareci-
do de las mesas mercedinas para darle paso a infusiones de té verde
al jazmín. Hubo quienes lo consideraron refinamiento inglés. “Ya la
hemos pifiado dos veces con los británicos por culpa de los porte-
ños, perdiéndonos la oportunidad de convertirnos en la Australia de
América Latina, no volvamos a meter la pata, tenemos la oportuni-
dad de convertirnos en cachorro de tigre asiático.” Frases que se de-
jaba oír en lugares como el piano-bar del Gran Hotel Mercedes. En-
tre las capas populares mercedinas, sin embargo, el acontecimiento
produjo indignación y gran desconcierto. Que las teteras era cosa de
puto, que ¿qué se hace ahora con el termo?, que los dedos no cabían
por el asa de esas tacitas minúsculas y que dónde mierda se ponía la
bombilla en ese chiste de porongo. A esto se sumó la escasez de carne,
que funcionó como catalizador del odio contra el intruso oriental.
Las heladeras de las carnicerías exhibían avergonzadas su desnudez,
apenas mitigada por la presencia de unos pollos, que más parecían
palomas que otra cosa. Todo el resto era arroz en las góndolas mer-
cedinas. Los pocos estancieros ganaderos que quedaban en la zona se
armaron con facones y boleadoras para combatir el abigeato. Se había
creado, incluso, un mercado paralelo de carne vacuna, ilegal, sin cer-
tificación ni sanidad de ninguna especie, llamado cariñosamente “La
vaca loca”, que cotizaba en divisa extranjera. Los más desfavorecidos
llenaban la sala de urgencias del Hospital Blas Dubarry alegando car-
cinomas epidérmicos a causa del color verdoso que desarrollaban en
la piel por exceso de ingesta de pescado. Los que podían no dudaron
en viajar a Uruguay o excavar pozos en sus jardines para recuperar los
ahorros en dólares y no privarse de los asaditos del domingo que de-
bían llevarse a cabo con custodios privados (pobres caídos en desgra-
cia –en realidad– que se alimentaban del olor de la carne sobre el asa-
dor). La gota que rebalsó el vaso, inesperadamente, fue el barbarismo
–que alcanzó a ricos y pobres por igual– de la escasez de cubiertos.
Todos los argenchinos de Mercedes ofrecían palillos de madera, esos
que los chinos llaman kuàizi o kuài’er, “objetos de bambú para comer
rápidamente.”
En medio del clima levantisco que vivía la ciudad, los chinos, que
habían llegado con la falsa promesa de Hu Jintao de trabajo y pros-
peridad, pobres, no entendían el chauvinismo de los mercedinos, que
se rehusaban de pronto a salir a la calle sin un ejemplar del Martín
Fierro bajo el brazo y se largaban “Aquí me pongo a cantar” cada vez
que se cruzaban con alguno de ellos, a modo de conjuro.
Mónica Beatriz vivía su peor crisis en años. Había dejado de salir
de su casa y sobrevivía gracias a los amorosos cuidados de Jesús, el
Tito y el Hormiga. También a Lee parecía habérselo tragado la tierra.
A Mónica Beatriz le aterraba pensar en qué le harían los mercedinos
cuando unieran cabos y se dieran cuenta que, de alguna manera, ella
estaba detrás de la invasión oriental. Era la ventaja que las Tres Yolís
utilizarían para derrotarla en su para siempre incipiente carrera polí-
tica. Comprendió que tenía que deshacerse de los chinos como fuera
antes de que los vecinos del barrio El Blandengue echaran a rodar la
versión del acuerdo bilateral con el “manochanta clavagujas” por toda
Mercedes. No tenía otra opción.
Mónica Beatriz corrió la cortina de la ventana de la cocina, busca-
ba a Cabrera. Miró hacia las hortensias, hacia los malvones, al jardin-
cito en general, parpadeó para ganar segundos hasta caer en la cuenta
de que Cabrera también la había abandonado.
Preocupados por la extraña conducta de la patrona, Tito, Jesús y
el Hormiga decidieron intervenir para salvar el partido Amigos del
Centro de la disolución. Como miembros fundadores y exclusivos del
partido, tomaron coraje y le hicieron frente.
–Bueno, patrona, desembuche… ¿en qué quilombo se metió con
el chino ese? Acuerdesé que nosotros, mal que mal, estamos de su
lado. Todo lo que diga quedará protegido bajo secreto profesional.
–¡Ay, Tito, por favor, no sea tan melodramático! ¡Ni que lo hubiese
aprendido de mí!
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–¿Qué le dije ese sábado, en el barrio? ¡Los peores son los que tie-
nen cara de dolobu! Andan por la vida con esas caras de giles y cuando
menos se lo espera, ¡zaaaaasssss!, te clavan un cuchillo en la espalda.
–Hormiga, si tu idea es ayudarme…
–Patrona, estamos en confianza –la cortó Tito–, estamos en con-
fianza, entre amigos, ¿usted tiene algo que ver o no tiene algo que ver
con la invasión china de Mercedes?
–La verdad, Tito, no lo sé. Te soy muy sincera. Yo le firmé una cartita
a Lee, un acuerdo bilateral económico entre China y Mercedes. Como
últimamente el tarot y los astros me venían favoreciendo, ¡qué sé yo!,
firmé. En el momento no me pareció nada del otro mundo.
–Pero, ¿qué decía la carta, exactamente?
–¡No sé, Jesús! ¡Usted vio la fotocopia que les mostré a los vecinos
de El Blandengue! ¡Estaba en chino!
–Para mí, el chino le clavó un par de agujas, le nubló el juicio y la
hizo firmar a la fuerza –intervino, macanudo, el Hormiga dándose
aires de resolvedor de misterios.
–¡Dejate de decir pavadas, Hormiga! –pidió Tito fastidiado por
la interrupción–. Haga memoria, patrona, el chino algo debe haberle
dicho para que usted firmara la carta…
–Hablamos de los precios de la carne y el arroz, de los negocios
que se abrirían en Mercedes, de la prosperidad del pueblo, de la crea-
ción de innumerables puestos de trabajo, de la felicidad de la gente
simple… –Mónica Beatriz quedó tildada unos momentos y luego ex-
plotó–. ¡¡Me quiero matar, Tito!! ¡¡Muerta quisiera estar!! ¡¡Por bolu-
da crédula!! ¿Ahora quién me va a votar? ¿Qué va a ser de Amigos del
Centro? Todo está perdido.
–¡¿Pero cómo no nos consultó antes de firmar la carta, patro-
na?! –coló una recriminación Jesús–. Nosotros estamos acá para
asesorarla.
–¿Qué me iba a imaginar yo que las promesas de Hu Jintao eran
tan… tan…? Además –la cara de Mónica Beatriz se iluminó–, yo no
soy siquiera la intendenta de Mercedes, ¡no todavía! ¿Se podrá accio-
nar para que…?
–Sí, todo lo quiera, patrona, pero ahora ¿quién va a sacar a los
chinos de la ciudad? –se lamentó Tito.
–¡¿Qué voy a hacer, qué vamos a hacer?! ¡Si las Tres Yolís se ente-
ran de esto, estoy muerta y enterrada, adiós a todos, adiós a mi carre-
ra política, adiós a mí.
–No cante derrota antes de antes de tiempo, patrona –puso paños
fríos Jesús sin saber bien porqué.
–¡Pero, Jesús! ¡Ni siquiera sabemos dónde está Lee! Desde el mitin
en El Blandengue aquel sábado que no lo vi más. ¡Es como si se lo
hubiese tragado la tierra!
–¿Sabe por qué me dicen el Hormiga, patrona?
Mónica Beatriz lo miró con los ojos abiertos como platos.
–Además de negro y chiquito, jamás me doy por vencido. Deme
una semana y le encuentro al chino, le pongo una estampilla en el
culo y se lo mando de vuelta, junto a los otros, a Shanghái.
La moción fue aprobada por unanimidad por todos los integran-
tes de Amigos del Centro.
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• un dictáfono
• su teléfono celular
• una camarita de fotos digital Samsung
• su cepillo para brushing
• tres metros de cuerda
• una caña de pescar mojarritas
• un estetoscopio (que había robado del hospital para escuchar
el ritmo cardíaco del ruso cada vez que terminaba de cantarle
Tu veneno y que había olvidado devolver)
• un labial rojo
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chino más corpulento, de cuyo cuello colgaba una cadena con una
llave, la escondió bajo la remera con disimulo.
–¿Se puede saber qué están haciendo con Julieta? Es la salchichita
de los Razetto –los regañó Mónica Beatriz alejando al cachorro, que
parecía dormido pero estaba en realidad knock out, de la olla en la
que el agua ya hervía–. ¿No era que ustedes comían arroz? ¡Caníbales!
Jesús registraba todo en la camarita. Los chinos miraban a Mónica
Beatriz como si fuese una extraterrestre hablando bajo el agua. Per-
plejos, no atinaron a moverse. Mónica Beatriz miró entonces a Jesús
–a cámara– con una lograda expresión de horror. Tras ella, Cabrera
se dejaba lengüetear por Segundo a través de la malla de alambre. El
Dr. Himenóptero entró en escena sin saber si actuar de médico o de
agente del FBI.
–¡¿Para quién trabajan?! ¡Respondan, cobardes! –inquirió arran-
cándole la cadena del cuello al chino corpulento y silente.
Ante la falta de respuesta, el Hormiga se arremangó el guarda-
polvo e improvisó una pose de combate. Deseoso, al fin y al cabo, de
comunicación, el chino gordo ilustró con sus dedos el número tres.
A su lado, el otro, que no se perdía nada de lo que estaba sucediendo,
dijo con su vocesita delicada: Sholís.
Los ojos de Mónica Beatriz brillaron de odio, en un relampagueo
formidable que Jesús captó a la perfección con la Samsung y corrió a
liberar a los perros que aullaban tristes a causa del encierro. En medio
de la polvareda levantada por la jauría, Mónica Beatriz saltó de júbilo
y en lo más alto de su salto, cuando se encontraba todavía en el aire,
las rodillas dobladas hacia atrás, gritó: ¡IÉs, güi Can!
¶ XI
El único capítulo de “Dubarry Hope” que vería la luz tuvo un efecto
viral en YouTube y fue un factor decisivo en la carrera política de Mó-
nica Beatriz. La frase “Ies güi can” se convirtió en eslogan de campaña y
comenzó a escucharse en todos lados, en los medios de comunicación,
en conversaciones callejeras. El desenmascaramiento del origen de la
carne usada en los “Asados para todos” derrumbó la popularidad de
las Tres Yolís y subió la de Mónica Beatriz en igual proporción. Mó-
nica Beatriz se ganó la simpatía de la alta sociedad mercedina: con las
calles una vez más atiborrada de canes, las damas copetudas del oeste
bonaerense se sintieron una vez más útiles trabajando ad honorem en
los refugios para perros abandonados. En cuanto a los sectores más
populares, la alegría de los pichichos liberados resultó contagiosa de
forma que, salvando algunos casos, los vecinos del barrio El Blanden-
gue volvieron a encariñarse con la candidata de Amigos del Centro.
Si bien con la liberación de los perros y los chinos atrincherados
por miedo a posibles saqueos la ciudad seguía siendo una olla a pre-
sión esperando el estallido final, Mónica Beatriz mantenía la calma y
trataba de potenciar al máximo su felicidad. Confiaba en la victoria
futura de su partido Amigos del Centro, pero sobre todo confiaba
en Cabrera. En efecto, el día en que Mónica Beatriz y sus secuaces
atropellaron –queriendo– a Cabrera y descubrieron –sin querer– la
reserva secreta de carne que abastecía los “Asados para todos” de las
Tres Yolís, Cabrera, agradecido por la vuelta de su fiel y querido Se-
gundo, se comprometió a encontrar al Dr. Lee y a neutralizar, “por la
güenas o por las malas”, el impacto negativo que los orientales tenían
en la ciudad.
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Y el chino:
Y Cabrera:
Da la pena su vigüela
y más tchristeza su cantar,
¡dejese de jorobar!
Si no me hace caso amigo,
que a marcharse yo lo obligo
el Segundo lo va a atacar.
La orden de ataque coincidió con un rayo que partió el cielo en
dos. Segundo se le fue encima al chino. Sorprendido por el destello
y el asalto de la bestia, Lee lanzó el violín oriental y cayó de espal-
das al suelo. Sus músculos austeros pero tenaces no se dejaron vencer
fácilmente y por una milésima de minuto Cabrera dudó de que el
perro pudiera con él. Bajo los chicotazos de la tormenta eléctrica se
desarrollaba, reñida, la pelea: Segundo parado en cuatro patas sobre
Lee, Lee con las piernas abiertas, Segundo panza arriba con el hocico
a punto de dar un tarascón, Segundo dándole la pata a Lee. Lee dán-
dole la pata a Segundo.
–¡Piro déjese de tanto circo, Segundo! ¿Dónde se ha visto un pe-
chrro bailarín? ¡Cóchrrase de ahí y deje hacer a los hombres, ahijuna!
Cabrera desanudó unas boleadoras del cinto, las agitó bajo el cielo
cargado de noche, apuntó a los tobillos de su adversario. Lee, que ha-
bía logrado ponerse de pie y forcejeaba con Segundo, cayó de bruces.
Cabrera lo dio vuelta. El cuerpo del chino se sacudía en violentos
espasmos de un llanto desconsolado.
–¡Piro no llore ansí hombre, que pa lo chridículo de finito que es no
ha aflojau ni un poco! ¿O no está usté de acuerdo conmigo, Segundo?
El perro asintió trémulo, incómodo por el llanto de su adversario.
–¡Se me controlan, carajo! ¡Ni que juesen parte del hembraje pa
andar con tanto sentimiento a flor de piel! –exigió Cabrera, tratando
de poner un poco orden.
La voz de Lee, delicada como la escarcha del alba invernal, irrum-
pió entonces desde abajo del cuerpazo de Segundo.
–Yo sel homble bueno, nunca hacel daño… pelo cael en tlampa
de Hu Jintao, sin quelel, doctol Lee inocente… ahola nada impoltal:
Monica Beatliz odialme, yo quelel molil –confesó convulso el acu-
punturista.
Cabrera se apiadó ante un dolor que bien hubiera podido ser el
suyo y pensó una vez más en su amigo Vladislav Sergéevich Smirnov.
–¡Yo no sé, ha de ser la Sudestada que levanta tiechrra y nos hace
lagrimear! –dijo Cabrera que ante el amor no correspondido y el re-
cuerdo del ruso no podía aguantar el llanto.
Infló el pecho, le palmeó el costillar a Segundo y puso la voz grave.
–¡Güeno, basta de mariconeada! Guamo a chresolver la historia
esta con sus paisanos. Me tchrae a todo el mundo para acá, chrapidito.
Pálido ante la posibilidad de que sus coterráneos lo consideraran
responsable de su (mala) suerte, Lee hizo “no” con la cabeza y trató en
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¶ XII
Naranja le olfateó la oreja y Mónica Beatriz abrió los ojos. El des-
pertador no sonaría hasta dentro de media hora pero la dicha que
sentía era tal que le pareció un despropósito malgastarla por treinta
minutos de remoloneo. Alzó a Naranja, le dio un beso ruidoso en ese
hocico rosa que parecía una frutilla desteñida por el sol, volvió a de-
jarlo en la cama y se dirigió dando giros de felicidad hasta la ventana.
Allí, se detuvo a observar la calma de la normalidad y comenzó a ta-
rarear una canción que desconocía. Un gorrión, seguramente atraído
por el melodioso canto de Mónica Beatriz, se acercó a la ventana para
defecar. El proyectil, que le rozó la punta de la nariz, perdió su con-
sistencia maciza al estamparse contra el reborde –aún sin revocar– de
la ventana. Mónica Beatriz no se inmutó, sentía que la vida le son-
reía: los perros de vuelta con sus amos, una aplastante mayoría de los
orientales gozando los beneficios de sus respectivas nacionalidades,
tramitadas de urgencia con la ayuda macanuda de los contactos de
Tito, las Yolís desaparecidas en acción. Las primeras planas de El pro-
tagonista y El nuevo cronista se arriesgaban a pronosticar una victoria
rotunda para Amigos del Centro. Frente al espejo del baño, Mónica
Beatriz empezó a arreglarse para el encuentro de esa tarde. Un to-
que de amarillo en las raíces, máscara facial y dos rodajas de pepino
para deshincharse los ojos la obligaron a recostarse nuevamente en la
cama por unos minutos.
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–Et c’est tout ! Dimanche, votez les Tres Yolís pour une ville plus
européenne ! –concluyó orgullosa una de las tres haciendo una reve-
rencia emulada en seguida por sus dos hermanas.
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y sobre todo en mi corazón, les juro que amo tanto a este pueblo que
no tengo palabras para expresar la emoción que me embarga.
Familiarizados con el sistema de recompensa que se sigue a los ac-
tos políticos, los borrachos empezaron a aplaudir y a ovacionar des-
aforadamente. Los chinos los emularon. Mónica Beatriz levantó una
mano, pidiendo silencio.
–Pero antes de continuar recibiendo estas inmerecidas muestras
de afecto, afecto de un pueblo que me es profundamente querido,
quiero decirles que si su voluntad me convierte en la dirigente de
Mercedes, haré lo imposible, y más, para recuperar el brillo con el
que alguna vez brilló esta ciudad, antes conocida como “La perla del
Oeste” –Mónica Beatriz tomó aire y aprovechó para mirar con detalle
hacia la multitud–. Por eso, por eso, mis queridos mercedinos, mi
querida gente, los invito a que trabajemos juntos para devolverle el
esplendor a esta joya opaca que sólo ustedes pueden lustrar. Podemos
lograrlo, juntos, todos. Un futuro para todos, por todos, para Merce-
des –los nervios comenzaban a jugarle una mala pasada y la hundían
por momentos en la incoherencia.
Los aplausos y vítores de los autoconvocados llamaron la atención
de los vecinos del canal, que fueron sumándose a la muchedumbre.
Por entre la multitud se colaban frases como “Aguante la patrona”,
“Gracias Dios por la patrona y por el Diego” y otras un poco más
subidas de tono como “Les vamos a romper el culo a los de Luján”.
–Antes de terminar este discurso, mi PRIMER discurso, discurso
que no logra transmitir el inmenso amor que siento por este pueblo,
mi pueblo, mi gente, quiero decirles, que la verdad, la única verdad
que importa se encuentra en el corazón de cada uno de ustedes, y
es a ese corazón al que yo me dirijo para pedirles, para implorar-
les, que no se dejen impresionar por idiomas pitucos, por números
y encuestas, por los buenos modales… ¡Somos pueblo, carajo! No
necesitamos tanta finura, tanta vuelta rococó –aquí una carcajada
popular acompañó el gesto de asco que hizo Mónica Beatriz–. Yo
conozco y he sufrido en persona las ofensas de esta clase de calan-
drias embusteras. Yo sé lo que son, a mí no me engañan. Por eso,
quiero pedirles que el próximo domingo voten por mí, voten por
ustedes, pero por sobre todo voten por nuestra queridísima ciudad
de Mercedes –Mónica Beatriz se llevó una mano al corazón, bajó la
cabeza y se dejó empapar por el tsunami de gritos y aplausos que le
llegaban desde abajo.
Emocionada hasta las lágrimas, levantó su cartera del piso, besó
a Naranja, se puso los anteojos de sol, saludó a don Alberto Luna,
miró satisfecha a sus contrincantes que la observaban con desaire de
brazos cruzados, la rodilla flexionada y el pie derecho contra la pared
y salió del estudio escoltada por sus asesores.
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¶ XIII
Durante los dos días que duró la veda electoral, Mónica Beatriz dio
pruebas de que podía ser una persona discreta. Por miedo a transgre-
dir las prohibiciones legales, decidió vestirse de negro y no salir de su
casa para no llamar la atención.
Ansiosos por verla antes de que se convirtiera en un mito populis-
ta y que, como suele pasar, se volviera demasiado lejana, los vecinos
del barrio El Blandengue no paraban de amucharse en la puerta de la
casa de la calle 32. Si –efectivamente– ganaba, podrían decir que ha-
bían creído en ella cuando nadie más lo había hecho y así conseguir
algún favor. Mónica Beatriz se asomaba de a ratos a la ventana del
segundo piso y miraba con cara de aprensión a sus seguidores para
esconder su alegría loca, que le parecía de persona poco seria. “La
felicidad no es política”, se repetía mirando a través de la ventana a los
vecinos que montaban guardia con teléfonos celulares, dispuestos a
obtener una foto o un video para luego subirlos a Internet.
Las breves apariciones de Mónica Beatriz vestida de negro por la
ventana, con cara de mártir y Naranja en brazos, no hacían sino pro-
fundizar el aura de misterio que empezaba a crearse en torno a su
persona. “Parece que se hizo de abajo”, “No siempre fue rubia, antes
era oscurita como nosotros”, “De chica parecía una ardilla con ojos
de susto y problema en las caderas”, “Si sale elegida, igual va a seguir
bailando en bolas en el carnaval” eran algunas de las cosas que se
escuchaban por las calles de Mercedes.
Siguiendo por la avenida 29 hacia el lado del Parque Municipal,
la zona más paqueta de la ciudad, en el búnker de las Tres Yolís tam-
bién se respiraba un clima de victoria. Éste, por supuesto, mucho más
refinado. Lo que se veía desde la ventana del living de su casa era un
paisaje mucho más sobrio y despoblado. Nadie montaba guardia en
la vereda y los vecinos que pasaban por ahí sacudían discretamente la
cabeza a modo de saludo.
Tras su espectacular rescate el día del debate televisado, Cabre-
ra había vuelto a la casillita que el ruso le había regalado, siempre
acompañado por su fiel Segundo, sita cruzando las vías que orillan
la avenida 40. Para combatir el frío, preparó un fuego y cuatro cho-
rizos, dos para él y dos para Segundo. En momentos como ese, en
que no podía evitar la excitación residual que le aceleraba el cerebro
y el corazón, sentía la necesidad de exponerse a las inclemencias de
la naturaleza para que las mariconadas que lo aquejaban recobraran
su justa proporción. Por eso aquella noche durmió a la intemperie en
compañía del perro y el fuego.
Lo despertó un extraño ruido metálico, como el gruñido de una
bestia desconocida. Cabrera abrió un ojo, buscó a Segundo y miró
el cielo. Por la altura del sol dedujo que debían de ser las once de la
mañana. El ruido se oyó más cerca. De un salto, se puso en posición
defensiva ante lo que presintió como el devenir de su más terrible
pesadilla. De chico en Corrientes, Cabrera solía introducirse, entra-
da la noche –cuando su madre dormía y su hermano mayor partía
a aprovisionarse al club–, en el galponcito lindante con la cocina,
donde se guardaba el arado viejo y dormían las ponedoras. En esa
piecita tiznada y maloliente el hermano dejaba los cigarrillos exigi-
dos por el Cho Pombé, duende de la mitología guaraní, retribución
obligada por los favores pedidos. Las cuentas claras conservan la
amistad. Los encargos que el hermano de Cabrera le hacía al duen-
de podían resumirse en tres palabras: alcohol y mujeres, lo sabía
todo el mundo. Entrada la noche, el mayor se iba al club. Cabrera
bajaba del catre, agarraba en la cocina el sol de noche y entraba al
galponcito siempre con el temor de sorprender al Cho Pombé en el
momento justo de la colecta. Seguro de que no había nadie, Cabrera
sorteaba el arado viejo, en medio de la pieza, y seguía hasta la punta
del gallinero. Contra la pared, entre el corral y un platito con veneno
para ratas, sobre el ladrillo de hormigón hueco se encontraban los
cinco Winston rubios, dispuestos como los radios de una rueda de
bicicleta. Cabrera introducía con sumo cuidado los cigarrillos entre
los labios para no mojarlos con saliva y transportaba el ladrillo con
sus manos hacia afuera. Tomaba asiento contra la pared de adobe y
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Estimado sobrino:
No dudo de la sorpresa que le causarán estas líneas. Tal vez le resulten
un poco bruscas, pero, la verdad, no tenía ningún otro modo de comu-
nicarme con usted.
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…de la estancia San Alonso en los Esteros del Iberá. Lo dejo, pues, so-
brino, con esta noticia, que a pesar de la desgracia, espero sea un motivo
de felicidad.
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Plan A: Cita
尊敬的各位外籍人士: 最後,我們的犧牲,水稻和大豆飼料
得到了回報。我們正在一步征服世界,當我們對其餘的人可以
言之鑿鑿至上,以及我在我的運動,早餐,午餐和晚餐阿根廷
牛排承諾甚至重複當然,如果我們喜歡它的感覺。 但在我們
的夢想成為現實,我們必須處理好人口過多的問題,困擾著我
們的人民。所以請記住,如果你在一個無人居住的國家,原材
料和人民輕信夠不被我們的意圖保持警惕生產生活,贊助中國
家庭。不要忘記,每百中國誰管理,安裝在您的家國的中國共
和國給你紅旗 HQ3轎車是零公里。 所有一起為稻米消費中國
只有腸胃炎。 胡錦濤 總統。
La novela inicia con una reencarnación, lo que sea que hoy es bajo
la forma Valeria Lynch, ha sido (entre otros seres y cosas) foca; y asu-
me –esta foca que ya no– que el futuro que le aguarda será de pájaro
en extinción. Valeria Lynch nos saca ventaja, semejante saber se lo
ha revelado una vidente y éste es su teléfono, llamen: 0800-345-2525.
Cuando el Concilio de Constantinopla suprimió del Antiguo Tes-
tamento la reencarnación, las razones fueron varias, la más conocida
evoca aquello de no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy; en
otros términos: no era domeñable postergar la santidad moral para la
vida seguidera, no se podía legitimar la canallada dejando para nunca
se sabe cuándo el menester cristiano del día; se consideró que esas
herencias al infinito apostaban a una vida inigualablemente fiestera.
Entonces se acordó una vida y chau, se acabó. En la patria de Mónica
Beatriz las reencarnaciones y el karma regulador son ley y están a la
orden del día en un registro de reencarnaciones en la vecina ciudad
de Suipacha, y la verdad que subyace o ilumina a todos los personajes
y a nosotrxs en tanto personajes lectorxs es que nadie sabe a ciencia
cierta quién es desde el origen de los tiempos. Con lo cual: todos se-
ríamos o habríamos sido otrxs y lo ignoramos, y por esos otrxs que
fuimos e ignoramos nos pasa todo lo que nos pasa. Si a la historia se
la ignora la desgracia es porvenir.
La patria necesita memoria, mejor dicho: la reconstrucción de
una memoria, y si falta uña de guitarrero, habrá que acudir a un vi-
dente pa’ que revele.
Una cosa es la resurrección, otra la transmigración y otra la reen-
carnación. En particular, la reencarnación que expone Mónica Bea-
triz saluda la discordancia superpuesta, dado que la multiplicidad
que propone esta última opción es de una excentricidad insuperable.
Bomboncito para el banquete del devenir deleuziano.
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Adquirir una conciencia, ay, pero qué digo… Vamos de nuevo: ser
tocados, apenitas, por este real de no saber quién se es en esta vida
porque el pasado nos devuelve otra imagen en el espejo o acaso nos
lechucea con un espejo atiborrado de seres y enseres, es equivalente a
volverse una extrañeza. Experimentarlo puede tener diversas conse-
cuencias, en el caso puntual de Mónica Beatriz, produce un momento
trascendental en el que la acción queda suspendida:
Estupor y declinación
–¿Quién/ qué/ quiénes fui antes, cuando yo no era yo?
–(Lo que haya sido, pero, ojalá, rubia.)
¡Es por eso que para lograr esta gran metamorfosis hacia la
civilización, comenzaremos por nuestro capital más grande, aquello que
nos define: ¡la lengua! La langue! –luego de que la de la derecha sacara el
órgano situado en el interior de la boca y lo señalara, las Tres Yolís rota-
ron en un coordinado movimiento digno de un equipo olímpico alemán
y otra, la de la izquierda, apoyó las manos sobre los extremos del atril–.
¡Para alcanzar nuestro objetivo civilizador, es menester abandonar este
idioma de vagos impuesto por un país que bien podría ser considerado
el más boreal del continente africano y reemplazarlo por el idioma de
las luces! Para ello impondremos la enseñanza obligatoria del francés
en las escuelas y crearemos una Comisión de Defensa de la Pureza del
Lenguaje que se ocupará de la urgente rehabilitación de las letras de la
más bárbara expresión de la cultura popular: la cumbia –luego de una
pequeña pausa y otra rotación, ocupó el centro aquella que aún no ha-
bía hablado–. Éstos son algunos ejemplos de los títulos que la Comisión
modificará ni bien las Tres Yolís asuman la Intendencia: Haceme un pete,
de Damas Gratis pasará a llamarse Donne-moi une sucette. Laura, se te ve
la tanga, del mismo grupo de degenerados, adoptará el nombre Laura,
comme elle est belle ta robe! y así rebasaremos de género en género hasta
llegar a la canción por excelencia: el Himno Nacional argentino. ¡Sere-
mos la primer ciudad de la République en cantar nuestro querido Himno
en francés!
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Vanesa Guerra
Buenos Aires, 22 de abril de 2017
Índice
I.................................................................................................................. 7
II............................................................................................................... 18
III............................................................................................................. 26
IV............................................................................................................. 39
V.............................................................................................................. 47
VI............................................................................................................. 53
VII........................................................................................................... 64
VIII.......................................................................................................... 73
IX............................................................................................................. 84
X............................................................................................................... 89
XI............................................................................................................. 97
XII.......................................................................................................... 106
XIII........................................................................................................ 116