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especialmente desde el siglo XVI, ha sido uno de los temas que más ha interesado a los
historiadores de la lengua española. La interpretación que hacen los lingüistas de ese crecimiento
es clara: se debió a factores extralingüísticos y su resultado fue la formación de una lengua
nacional. Uno de los factores extralingüísticos más relevantes fue la demografía: en 1348, época de
la peste negra, Castilla tenía entre 3 y 4 millones de habitantes; la corona de Aragón, 1 millón y
Navarra, 80.000. También fue un factor destacado la economía: Castilla se asomaba a dos mares y
alcanzó una fuerza humana y económica superior a la de los otros reinos; desde Sevilla se
establecieron relaciones comerciales con el Norte de África, que permitieron la entrada de oro y el
desarrollo de una incipiente fuerza naval; además, los banqueros genoveses fueron aliados de
Castilla desde mediados del XIV.
La expansión territorial del Reino de Castilla del siglo XIII propició un incremento de la actividad
económica pastoril, lo que favoreció la ocupación de los nuevos terrenos y el crecimiento de su
población. Por otro lado, la formación de una flota castellana, con base en Sevilla, y los avances
tecnológicos de la navegación durante el siglo XV, hizo posible la exploración de la costa occidental
africana y el arribo a las islas Canarias. Con ello se produjo, sobre todo desde 1478, la llegada a
Canarias de la lengua castellana, que incorporó a su léxico algunos elementos de origen guanche
antes de que esta lengua del tronco bereber desapareciera. La colonización de las islas se había
iniciado antes, con el viaje de dos normandos (Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle), y en ella
participaron marinos de otras procedencias europeas, aunque navegaran bajo el patronazgo de
Castilla.
Estos factores extralingüísticos, junto a factores culturales, como el desarrollo de una literatura
abundante y de calidad, hicieron del castellano una lengua de prestigio, lengua oficial de una
administración fuerte, con capacidad, por tanto, para penetrar en los dominios geopolíticos de las
lenguas vecinas. Dentro de Castilla, el peso del castellano fue reduciendo la lengua leonesa a los
usos locales y orales de las regiones de Asturias, así como de la frontera con el portugués y de
Galicia. Es Alfonso X en 1250 quien decreta el castellano como lengua oficial del reino de Castilla y
la impulsaría tanto en la documentación oficial como en la producción literaria y científica de la
época. Ademas, creo la escuela de traductores de Toledo.
En 1344, Alfonso XI consiguió la rendición de Algeciras. Desde ese momento, prácticamente toda
la Península estuvo gobernada por coronas cristianas y Castilla se convirtió en su Reino más
extenso. La culminación de las campañas militares iniciadas en el siglo VIII se logró en enero de
1492, con la rendición del Reino Nazarí de Granada. También en esta ocasión fue Castilla la
protagonista, dado que así lo habían previsto los acuerdos con la Corona de Aragón. Sin embargo,
este hecho, definitivo en la vida política y cultural peninsular, no fue el único de naturaleza
determinante que vendría a producirse entre 1469 y 1517, en el transcurso de apenas cincuenta
años (Moreno Fernández 2005). Isabel y Fernando se casaron en 1469. Fue este un enlace que, en
definitiva, no supuso la unión efectiva de dos de los tres grandes reinos peninsulares (el tercer gran
reino era Portugal), sino una simple unión dinástica, aparentemente más decisiva en términos de
sucesión que en el plano cultural y político. Con Isabel ya en el trono castellano, el Reino extendió
sus dominios hasta las islas Canarias, incluyéndolas en el ámbito castellano-hablante.
Los hechos geopolíticos que acaban de relacionarse hicieron posible la extensión geográfica y la
ampliación de los dominios políticos de la lengua española durante los siglos XVI y XVII. El español
se convirtió en la lengua del territorio nazarí (antiguamente Granada), se instaló en enclaves del
Norte de África y puso las bases de su asentamiento en las islas Canarias; además, la adhesión de
Navarra a Castilla fue definitiva para la intensificación de su uso en el Reino norteño. Por otro lado,
a partir de 1492, el castellano vivió el inicio de su traslado hacia el continente americano y, más
adelante, hacia Asia. La expansión del español en América se realizó mediante un proceso
paulatino de ocupación geográfica, proceso que supuso un desfase cronológico en la colonización
de las distintas áreas americanas (Sánchez Méndez 2002). Así, entre 1492 y 1530 se coloniza todo
el ámbito caribeño, desde las Antillas mayores hasta la costa de la actual Colombia, pasando por
México (1521) o Panamá; entre 1530 y 1550, se coloniza la zona andina, pero la colonización del
America del Sur no se completará hasta el siglo XVII y, aun así, grandes espacios geográficos de
Argentina, por ejemplo, no fueron poblados por hispanohablantes hasta el siglo XIX, resuelta ya la
independencia.
En el otro extremo del mundo, la expedición de Magallanes, iniciada en 1519 y concluida por Juan
Sebastián Elcano en 1522, supuso el inicio de la presencia española en las Islas Marianas y en las
Islas Filipinas, que no fueron exploradas ni conquistadas hasta 1570, aproximadamente, con la
expedición de López de Legazpi ordenada por el Rey Felipe II. La presencia del español en esta
región del mundo nunca fue comparable en intensidad a la conocida en América, pero marcó un
punto de inflexión en la situación lingüística de este territorio y permitió que la lengua española
alcanzara un protagonismo histórico del que aún existen importantes secuelas, como el amplio uso
de la variedad criolla llamada “chabacano”. Este periodo de ocupación culmino luego de la
independencia de Nueva España (México) que tenía bajo su jurisdicción estos territorios y la
invasión del imperio Britanico en 1762.
En lo que se refiere, a la costa occidental de África, el dominio del español se extiende por la actual
Guinea Ecuatorial (continente e islas), que comenzó a finales del siglo XVIII como consecuencia de
un acuerdo entre España y Portugal en el que las dos potencias intercambiaron algunos territorios
de África y de América. La llegada de los Borbones al trono, a partir de 1700, supuso un importante
cambio de orientación en la política interior de España. Ese cambio, que respondía a una
apreciable influencia de la política de Francia, tuvo dos claros objetivos: unificación y
centralización, fundamentadas en los principios del racionalismo y la modernidad. Y, en esa
circunstancia, el Estado y sus instrumentos institucionales y personales, por ser únicos y
centralizados, debían ejecutar sus acciones en una sola lengua y esa lengua debía ser la común y
general, el castellano. Por eso, en la época de Carlos III, en el último tramo del siglo XVIII, se dio
inicio a una política lingüística cuyo principal instrumento fue una Real Cédula de 1768, que en su
artículo VIII establecía la generalización de la lengua castellana en la enseñanza. De este modo, el
uso del latín (en los nieles cultos) o de otras lenguas (en los niveles populares) quedaba excluido
con fines educativos (Lodares: 2001: 94), aunque el objetivo principal de la ley, según se explica, no
era otro que buscar la armonía y cohesión de la nación mediante el uso de un idioma general. La
Real Cédula de 1768 tuvo su continuidad política en otra de 1770, que determinaba que, en la
América española y en Filipinas, solo se hablara la lengua castellana y que se extinguieran los otros
idiomas de cada territorio. De este modo, por primera vez en la legislación de España, se hace
explícita una política decididamente propugnadora del monolingüismo y contraria al espíritu del
Concilio de Trento, que propiciaba el apoyo a las lenguas vernáculas para la evangelización (Triana
y Antoverza 1993).
(Quilis 1992)