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¿Cuántos años invertí en leer a Suárez? ¿!0? ¿15? No lo sé a ciencia cierta pero me lo
recrimino continuamente. ¿Qué había en él que me seducía? La sensación de que estaba
siempre a punto de hacer un gran descubrimiento. Pero su prolijidad hacía igualmente larga
la espera y al final, ¡oh! Al final sólo había una escueta respuesta que no tenía ni claridad ni
distinción. Y es que Suárez tenía esa maldita manía de dejar hablar a todo mundo antes de
pronunciarse con su propia voz. Si hubiese tenido un ayuda de cámara, lo habría
interrogado sobre lo “ente” sólo para no dejar fuera la opinión vulgar. Esto fue demasiado
para mí, ante todo por motivos estéticos. La filosofía debe ser como la arquitectura: cuando
se perciben los trazos originales de un solo artista carece de abigarramiento. Luego se van
sumando capas, opiniones, diversidad de estilos que la hacen híbrida. La mujer hermosa de
antes es ahora una vieja prematura sin coherencia en el habla y los ojos sombríos, llenos de
arrugas…
¿Por qué Suárez siendo español no cultivó el arte de la brevilocuencia? Quizá por
influencia de los italianos y los alemanes –me digo yo-. Mi principal objeción a todos estos
eruditos de alcantarilla es que su voz se pierde entre las otras: un jilguero entre loros y
guacamayas.
Yo me precio –por simples razones de método- del ser el primer europeo que ha
percibido esta umbrae silentes de la incertidumbre. Y por eso, soy el primero que se ha
enfrentado a sí mismo a través del uso reflexivo del pronombre personal. ¿Que cómo ha
sido todo esto? De modo… pavoroso. Cuando llegué a comprender que se puede dudar de
todo (de omnia dubitans), un escalofrió que empezó en la lumbar me llegó hasta el cogote y
después, como si creara un inmenso vacío, se asentó en mi diafragma… Fueron días y
noches en vela. ¿Sabéis lo que es estar mirando fijamente por horas el papel y la tinta y
sentir que el tiempo se escapa del alma como lo haría la sangre a través de una pavorosa
herida? ¡Detrás de mis confesiones hay nada menos que sangre, lágrimas! Y no puedo
imaginar a Suárez ni a Wolf sino gozando del confort de contar una respuesta conveniente
aderezada para no padecer este vértigo…
Ese es mi enojo con los filósofos europeos, siempre tan seguros de sí mismos. Su
respaldo es nada menos que el prestigio de ciertas ideas que nunca hemos sometido a
prueba alguna pero les hemos levantado altares. Y yo, a decir verdad, me he cansado ya de
esta hipocresía.
¿Pero qué me ha quedado entonces? Sólo mi modesto, mi pequeño yo. ¿Qué puede
hacer con él? Sólo comprender que es lo único real. No es un pensamiento sino algo que es
capaz de pensar y, hasta cierto punto, padecer. Pues, en efecto, la duda es un padecer. Y en
este padecer he querido descubrir algo más. Pero me han parecido poca cosa los
pensamientos porque ¿Qué se puede sacar en limpio de lo que sentimos, evocamos,
olvidamos, juzgamos ahora como bueno, después malo… tanta contingencia e
insignificancia me abrumó y por eso preferí concentrarme en la certeza del yo…
Y, a pesar de todo, esta fue la cosa más terrible, pues ¿Quién es ese yo que piensa?
Realmente lo conozco? Es evidente que algo piensa pero no es evidente ni lo he sostenido
nunca de qué está constituido este yo. Es como un convidado de piedra, está ahí, sin duda y
ejerce la actividad de pensar y… más aún: ¡soy yo! Pero este yo me es extraño por completo
y ha de bastarme saber que es real… Mas la duda también puede corromper esta visión
cristalina (y a la vez opaca de mi yo) pues ¿cómo podría saber que no soy más que un
pensamiento que pertenece a otra mente y que yo carezco de una? ¿Os parece una duda
ridícula, un poco obsesiva, o un mucho? Aún así puedo dudar legítimamente.
Ahora mismo siento ganas de llorar porque comprendo que me muevo en un terreno
fronterizo entre la razón y la fe. Y esto debería ser objeto de mi alegría y en lugar lo es de
mis tristezas. Pero me parece tan claro y distinto, no obstante, que no puede ser de otra
manera….