Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
El tiempo que un retrato proyecta no está dado solamente por la figura, los atuendos, por
la mirada, la pose y por los objetos que preserva. Ni el plano de la expression, ni el plano
de la significación. Se trata de sacar a la superficie la historia que comunica la imagen,
aquella que se hace presente por medio del lugar en el que ésta tiene su sede. Este retrato
que a nuestros ojos de hoy parece una imagen integral, con una característica específica
que se relaciona con su época, de aquella Venezuela previa a las luchas estudiantiles de
1928, tiene muchas historias que van más allá de la anécdota y la pose.
Personaje prístino, poco amante del oropel y de los himnos, gran escritor, mejor
pensador, Mario Briceño Iragorry (1897-1958), vivió con inusitada fuerza y pasión la
primera mitad del siglo XX venezolano. Fue problablemente uno de los intelectuales más
respetados dentro y fuera del país. Estudió Derecho –como era la usanza-- pero se formó
como historiador, cronista, literato y filósofo social de las ideas y de los hechos de la
historia venezolana e hispanoamericana. Su presencia en el ámbito de la crítica histórica
ha sido insoslayable por varios decenios. La razón, con todo, como lo muestra su aguda
mirada, su impertérrita postura corporal, no se reduce a un conjunto de ideas eficaces que
han iluminado diversos campos del saber –su nacionalismo crítico, su credo religioso, su
influencia pedagógica, su interpretación de la cultura y del Estado, el abordaje del país
desde la literatura-- sino que también habría de verificarse en la creación de una “voz”,
que no se ve en el retrato pero se intuye, mediante la cual su pensamiento acerca del
venezolano, la defensa de su historia, el alerta sobre su “crisis de pueblo”, delata
fidelidad profunda y respetuosa a la revelación estética, a las bondades del pensamiento y
de la reflexión sobre lo que somos y, particularmente, sobre lo que no hemos llegado a
ser y el porqué no lo hemos alcanzado (“nuestro empeño de olvidar y de improvisar ha
sido la causa primordial de que el país no haya logrado la madurez que reclaman los
pueblos para sentirse señores de sí mismos”).
Detenidos ya sobre la adusta figura y sus tropicales prendas de vestir, dominadas por
colores claros y parcos, voy espantando los ruidos de mi imaginación personal, para dejar
aparecer esa conjunción de saber y de voluntad de expresion que es lo que hace de su
labor, además de intelectualmente memorable, fidedigna: podemos creer en el pensador,
en el crítico y en el escritor, incluso si alguna vez no concordásemos con él; podemos
creer porque antes de la comprensión percibimos en su figura y en sus posturas el
entusiasmo y la celebración del intelecto, de la obra imperecedera, del escrutinio eterno
del mensaje –acaso sin destino-- de toda una sociedad, de sus instituciones, de sus
memorias, de sus riesgos y desatinos. Escrutinio que se traduce en goce. Blancas y tersas
manos que permiten al espíritu el acto de escribir, mostachos a la moda aún negros que
no espantan la palabra sino que la modulan para mejor penetrar los escondrijos de una
realidad social en formación y en discusión, el mayor conjuro para evitar la “quiebra de la
cultura”.