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Algo tan trivial

Algo tan trivial

Primera edición, 2015.


© Fausto Alzati Fernández.
© Liz Mevill, por la ilustración de la portada.
© Emmanuel Peña, por el diseño de la colección.
© Montzalez Editores, S.C.
Bajo el sello editorial FESTINA PUBLICACIONES M.R.
Santa María la Ribera 151, A-201,
Col. Santa María la Ribera, Del. Cuauhtémoc,
C.P. 06400, México, D.F.
Tel. 55 41 26 74

Corrección de estilo: Ainamar Clariana Rodagut.


Cuidado Editorial: Festina Publicaciones.

ISBN: 978-607-96996-0-4

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por


la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier me-
dio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores.

Impreso en México.
Printed in Mexico.
Algo tan trivial
Fausto Alzati Fernández
Wor l d i n my eye s

1. Este libro no es un exorcismo. Este libro es una declaración


de amistad para mis demonios. Sin demonios mi vida hubiese
sido más apacible hasta ahora, quizás habría sido más orde-
nada. Pero sin ellos no habría saboreado el mundo, ni hubiera
sido masticado y escupido, crudo, ante la vida, para descubrir
de qué estoy hecho. Sólo habría dormido y seguido la rutina
hasta el final. Solamente habría seguido instrucciones, sin si-
quiera revolcarme en las olas de la angustia y la duda. Básica-
mente habría perdido todo indicio de candor. Y eso sí es triste.
Entre otras cosas, este libro trata sobre la naturaleza de la
adicción. Porque los demonios tienen nombre y “adicción” es
uno de ellos. Apelativo que conlleva más azufre que Belcebú o
Satanás. Pero esta obra no es una historia de redención; es un
testimonio, nada más. Consiste en un ejercicio por el cual me he
obligado a visitar lugares a los que no quería volver. Y menos aún
compartir. No es un lamento y mucho menos una advertencia.
Estoy lejos de arrepentirme del pasado y tampoco he escrito esto
considerando que pueda ayudar a alguien. Si los demás se dro-
gan o dejan de hacerlo me tiene sin cuidado. No me incumbe. Y
escribir un testimonio sobre la adicción, buscando, de entrada,
informar a otros o arreglarles un problema que quizás no tienen,
me parece de lo más desatinado e insípido; mientras ignore cómo
se entrelazan nuestros sufrimientos, si soy sincero, no puedo decir
que me importe.

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La adicción abarca mucho más que las drogas; sin embargo,
el enganche a éstas sigue siendo su demostración más explíci-
ta. Los narcóticos a veces son un placebo, y otras pueden ser
llaves para abrir todo tipo de puertas. La adicción, en cambio,
si llegamos al chicloso relleno de su naturaleza, es una educa-
dora salvaje, despiadada. Pareciese estar diseñada para hundir
y humillar a quien la porte. Las estadísticas no son favorables
respecto a los que sobreviven a tal lección. A ratos pienso que
me hubiera encantado ser un consumidor prudente de drogas;
no un adicto —que no es para nada lo mismo—. Me hubiese gus-
tado cosechar las mejores motas del mundo para sólo fumarlas
en ocasiones especiales, por gusto, por hedonismo. Escoger de
cada sustancia lo mejor, estudiarla, conocerla y preparar cada
experiencia con curiosidad y avidez. Las drogas aún me parecen
geniales como tal: sus efectos, su inmediatez para dislocar la
percepción. Son elementos del mundo; mismo al que no me
niego. Pero jamás fui capaz de ser consumidor. Y lo intenté. Y
lo intenté.

2. Cuando mis padres fueron por mí al psiquiátrico les vi la piel


morada. Después de tantos incidentes y tropiezos, ya ni siquiera
lloraron. Aún me negaba a tomar el medicamento que me habían
recetado los doctores para bajarme del avión. Cuando al fin salí, tras
ingerir las pastillas y con ello reconocer la pista de aterrizaje, tuve
que limpiar mi casa durante semanas. En una de tantas alucina-
ciones con temática metafísica que tuve aquel verano había dejado
encendida una vela frente a un altar, donde tenía, elaboradamente
colocadas, todo tipo de deidades (hindúes, católicas, santeras, sa-
tánicas, mágicas, budistas, wicca, etc.). El incendio se limitó a un
solo cuarto de la casa. La puerta logró contener el fuego.
Ya había retirado todos los aretes de mi cara y ahora me
disponía a sacar la alfombra chamuscada, y tallar las paredes y
el techo para quitar los rastros del humo. Fue necesario pintar

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todo el interior de la casa, de nuevo, de blanco. Aún así, al
entrar a esa habitación que había evidenciado el cauce de mis
demonios, sentía escalofríos.
El fuego no es lo mismo que aquello que quema, pero
tampoco es ajeno a su material de combustión. Justo así son
los demonios: no son iguales a quien los padece, pero sus voces
e impulsos tampoco son ajenos al que los sufre. Ese incendio
se llevó mis ganas de fumar mota. No porque ésta fuese mala,
sino porque mi relación con esa sustancia que no generaba
adicción fisiológica estaba dictada por la desesperación. No
era ella, era yo. No conocía la calma necesaria para esperar la
siguiente dosis; sentía pánico al ver que mi guardadito se iba
acabando. No angustia, pánico.
Pero el incendio fue aún más generoso: a su paso quemó
toda una colección de fantasías metafísicas que llevaba años
coleccionando. Eran un síntoma. Me dejó solo ante el mundo,
a secas; solo con mi condición de adicto y la mente quebrada.
Así son los demonios, inadvertidamente generosos, a pesar de
sus métodos malditos. De otro modo no son demonios, sino
meras bestias, torpes y crueles.

1a. A lo largo de estes ensayo he intentado articular algunas de


mis experiencias, con la ambición de que al enunciarlas se rom-
pa otro pedazo de su hechizo. Deseando que, al pronunciarlas,
aquellas partes antes obviadas de mis vivencias dejen, a su vez, de
señalarme a mí como uno más de sus síntomas. Este libro no es
un exorcismo; es una declaración de amistad para mis demonios.
Porque si los lastimo, me lastimo yo. Es así de sencillo.
Esto lo he escrito evitando cualquier nota al pie. He pro-
curado expresar lo que ronda en mi mente y no los índices de
los libros que he leído, acaso. No he pretendido comprender
la adicción, sólo he procurado recordar y transmitir una ex-
periencia. Lo he escrito de modo algo fragmentado, porque

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las vivencias son así. Mientras vivo una cosa, pienso en otra y
recuerdo otra. Las vivencias, así como el tiempo, no son tan
lineales como a ratos nos gusta creer. Estas páginas están llenas
de errores, y no tardará algún lisiado emocional en corregirlos,
cualesquiera que sean sus motivaciones. Pero para su satisfac-
ción está Google o Wikipedia a mano; este libro, en cambio,
versa sobre una experiencia, y como tal está repleto de las men-
tiras que la memoria cuenta, según el estado de ánimo en que
lo escribí. Pero a pesar de las jugarretas de la memoria, las dis-
torsiones de la vanidad, mis cobardes omisiones y la engañosa
prudencia, he buscado ser franco. Aunque con frecuencia he
fallado, el ejercicio mismo de intentarlo ha valido las madruga-
das en cafés 24 horas de esta voraz ciudad.

2a. ¿Quién, alguna vez, ha pedido dinero afuera del supermer-


cado, inventando que tu auto se quedó sin anticongelante, todo
para comprar una jeringa, porque la que traías ya no tenía filo?

1b. También me propuse este ejercicio porque continuamente


tengo la impresión de que no siento nada. Drogado o no. Puede
que sólo me abrume con facilidad y con ello acabe bloqueado,
pero dudo haber conectado realmente conmigo, con los demás,
con el mundo, con la vida. Y sin más evidencia que los gestos de
otros en la calle o alguna conversación a medias, intuyo que a
algunos les pasa algo similar. Es como si en el núcleo de la sub-
jetividad hubiese una hielera, de ésas que se llevan a los picnics
llenas de cervezas enlatadas. Sólo que esta hielera está sellada y
vacía. Aún huele a formol. Ahí, nada ha sucedido. Eso temo.
Quizás esperaba que el contacto con el mundo fuese más
contundente, más frontal, repleto de coincidencias y significa-
do. O que los sentimientos fuesen menos ambiguos, ¡carajo!
Como cuando se prueba una droga nueva por primera vez.
Pero no es así. Y si me sincero un poco, ni en esas circunstan-

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cias es así. No realmente. Quizás esa hielera es tan sólo la frontera
del Yo; quizás sea un delgado muro que permite, y no impide, el
contacto, por efímero que éste sea. No lo sé, pero me parece que
el acercamiento a la vida sigue siendo algo que pasa entre líneas.
Esto lo he escrito por gusto, pero también por necesidad.
En el proceso me encontré mucha resistencia. Pero si escribir no
altera la textura y ritmo de la realidad, no tiene chiste alguno. Este
libro es como si me hubiese recostado, sin quitarme los zapatos…
cerrado los ojos… y contado lo siguiente…

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Swe etest per fe ct i o n

1. Compré el casete de Violator de Depeche Mode en un mer-


cado afuera del metro Observatorio a los doce años. Lo escuché
en un walkman amarillo que usaba pilas AA. No recuerdo en qué
pensaba entonces. Seguro en alguna chica, de modo abstracto y
prepubescente. En aquel entonces me gustaba una niña rubia
de piel morena que no iba en mi salón. Creo que era peruana.
En aquel entonces me metía al cuarto de mis padres a mirar
las películas que me prohibían ver. Las veía sin volumen y con
el control remoto en la mano, para cambiar rápidamente si lle-
gaban a entrar. Me decepcionaron bastante; esperaba más des-
nudez, más penetración, más aberración. Algo que revelara la
naturaleza de la vida. Robé mi primera revista porno ese año.
Ésa sí era explícita. Y a pesar de las mariposas en el estómago, el
asco y la curiosidad, tampoco bastó. Quería algo inconcebible.
Envuelto en esa música me sentía comprendido. Las letras
alusivas al deseo, el hipnótico bajeo, la incitación a transgre-
dir, eran un bálsamo a todas las preocupaciones que entonces
conocía. Violator era mío, no de mis padres, ni de quien yo pre-
tendía ser para ellos y los demás en ese entonces. Algo oscuro
en esos beats invocaba en mi pecho un porvenir desconocido,
uno del que yo ansiaba participar. En los sintetizadores y la
reverberación de la voz, brotaban partes de mí que desconocía,

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pedazos que me daban miedo y que ya se asomaban a través de
mi angustia. Pista tras pista indagaba las pulsiones y la imagi-
nación que me habitaban. Los audífonos me proporcionaron
un amortiguador para el mundo, una guarida desde la cual
podría después resurgir, si bien algo sacudido, un poco menos
incompleto.

2. La primera vez que fumé mota, de hecho fumé hachís. Es-


taba lejos de casa. Vivía con un tío en Suiza. Lejos de los car-
gos importantes de mi padre, lejos de sus guaruras y todos los
lambiscones que decían que yo era un niño muy inteligente
para quedar bien con él. Subiendo una colina, con patinetas
bajo el brazo, hablábamos de Burroughs y Jim Morrison. Nos
sentamos en una banca en un cementerio. El humo era dulce
como el piloncillo. Procuré no toser, para no evidenciar que
estaba perdiendo mi virginidad psicodélica. Imaginaba una fo-
gata enorme, un rito, una danza extraña para pasar al otro lado.
Pero no sentí nada. Un hombre calvo pasó bajando la colina.
Llevaba la cabeza entre las manos, gritando de agonía. Gritó y
gritó hasta esfumarse en la ciudad. Él no notó nuestra existencia,
ni lo dulce del humo. Nosotros nos reímos de él. Terminando de
fumar propuse ir por más, pregunté dónde la vendían.
Y fui por más. Y más. Y la yerba fue amable conmigo.
Desalentó muchas ideas sobre el mundo que había acumulado
durante la niñez y me regaló tardes lluviosas de tocar música
y nada más. Escuchar un sonido tras otro, su textura, durante
horas. Porque eso era lo que quería: no tener la cabeza llena de
ideas sobre el mundo. Sólo la lluvia y unos cuantos acordes.

2a. A los 18 ingerí 20 gotas de LSD. Inicialmente lo compré para


compartir con mis amigos al regresar al DF. Pero en el transcurso
de aquella tarde fui comiendo pedazo de papel tras pedazo de
papel, hasta que la planilla entera se acabó. Los colores eran

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vívidos, veía códice azteca moviéndose como holograma traslú-
cido en la piel de las personas. Esos componentes químicos
terminaron de explicarme, en carne propia, el modo en que la
percepción y el destino se entrelazan. No tenía idea de qué estaba
pasando. Estaba tan colocado con la fórmula del Dr. Hofmann
que pensaba que aún no me había hecho efecto.
No estaba preparado para visitar todos esos sitios tan primales
de la mente. Recorría los paisajes de la sinestesia sin otra guía que
Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, que había leído
alguna vez. Sólo quería que algo pasara, que la vida tuviese un
sentido de fondo. Quería una explicación, un entretenimiento
infranqueable y absorbente; algo que me concediese un lugar
dentro de su orden. Pero sólo llegué a palpar cuán extraño es
el sonido de mi propia voz y lo glorioso que puede ser un cielo
azul y cómo giran las nubes en espiral.
Al comenzar ese día, llevaba un discman morado donde es-
cuchaba un CD de música trance. Esa tarde perdí el discman en
algún sitio, pero continuaba escuchando el disco. Las proyec-
ciones de mi mente, con o sin audífonos, iban acompañadas de
beats electrónicos y una voz etérea.
Al día siguiente, triste y confundido, paseé y comí un croissant
de jamón con queso con el poco apetito que reuní. Las paredes
aún se movían y todavía veía códice en la piel de las personas.
Para colmo, mi padre me invitó a comer a un restaurante donde
las paredes estaban decoradas con escenas de Casablanca. Mis
pupilas aún gigantes, hambrientas, dándole play a las escenas
en la pared.
Pasaron meses antes de que este efecto se borrara. Fue her-
moso, pero no, no lo volvería a hacer.

3. Tengo 21, estoy sentado en la oficina del director de otra


clínica de rehabilitación. El Dr. C, psiquiatra, experto en adic-
ciones, le explica a mi madre que estoy loco. Le detalla las tantas

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cosas raras que hace mi mente. A ella le tiembla la quijada, está
pálida. Él dice que ya no me pueden ayudar. Lo dice todo como
si yo no estuviese en esa habitación.

2b. A los 16 comí hongos por primera vez. Me sentí provisto


de una tremenda agilidad. El miedo estaba ausente, tanto
como la rigidez de mi imagen propia y el cúmulo de expec-
tativas que la acompañaban. Bailé entre los árboles, admiré
los espirales que se creaban cuando la crema se mezcla con
el café en un Sanborns. Presencié cómo se formaba todo el
panteón de dioses de la mitología griega, cómo se amaban y
batallaban entre las hojas, todo desde una azotea a las afueras
de la ciudad.

2c. No tardé en comer hongos a diario. Era temporada de lluvias.


Terminé con fiebre, vomitando en la regadera de un amigo. Es-
cuchaba a lo lejos una voz tenebrosa, me propuse que si decía que
la amaba me quitaría el dolor, todo el dolor. A la voz la escuchaba
afuera, pero venía de adentro. Fue la primera vez que ese demo-
nio se presentó formalmente. Mi madre pasó por mí, con todo y
cobija, y la mar de preocupación. Me llevó a casa, recostado en el
asiento trasero del auto. Dormí durante 16 horas seguidas.

3a. A los 23, me pasaron a una casa de medio camino, para la


reinserción gradual a la sociedad, tras meses de estar encerrado
en una clínica de rehabilitación. Era la segunda casa de este
tipo en la que estaba internado. Buscaban que me reintegrara
a la sociedad. La gente con la que alguna vez fui a la secundaria
ya estaban acabando sus carreras. Yo estaba fumando cigarrillos
en el balcón de una casa para desadaptados.
Mi compañero de cuarto juraba que yo era Jesucristo.
Entonces tenía el pelo largo, la barba descuidada, y cuando
nos conocimos yo vestía nada más una toalla café que me

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asignaron. Me tomó una semana dejar de creer que en efecto
yo era una manifestación de un palestino autodenominado
hijo de una deidad, muerto hace miles de años.
Un día intenté escapar. No llegué ni a la esquina y me re-
gresé. No sabía a dónde ir. Una chica me amenazó con llamar
a la policía si me acercaba a ella. Así me veía. Así de desorien-
tado. Pensé en recluirme en una iglesia. Pensé en tomar un taxi
e ir a mi casa. No lo logré. Me regresé caminando a la casa de
medio camino y acepté tomar el litio.

2d. A los 25 volví a comer hongos. Vivía en una isla, lejos del
resto del mundo. Pasaba mis días estudiando herbolaria, na-
dando con tortugas ancestrales y comiendo mangos y aguaca-
tes que bajaba de los árboles a los que trepaba. Meditaba dos
veces al día, 20 minutos cada vez, frente a un pequeño altar que
armé, en mi cabaña. No tenía electricidad, usaba velas y cada
noche escuchaba las olas y los bichos de la jungla.
Los vi crecer, de la humedad de la tierra, de la jungla. Un
vecino los recolectó y los preparó en un té. Bebí hasta que mi
intuición me dijo que parara y sin más continúe con mi día.
No esperaba nada. No quería magia, ni efectos especiales. Ya
no. Paseé descalzo todo el día, deteniéndome con cada planta,
cada persona, admirando cada cosa por sus cualidades irrepe-
tibles. De noche me senté en una colina y atestigüé una lluvia
de estrellas. No esperé epifanía alguna, mi mente estaba fresca
y libre de pretensión.

4. En el Sermón de la flor, el Buda le transmite directamente su


experiencia a Mahakashyapa. En vez de dar su sermón de cada
domingo (no sé si era en domingo que los daba, pero así me da
por suponerlo), el Buda tan sólo tomó una flor en su mano y
la giró entre los dedos. Con ello Mahakashyapa entendió. De tal
suceso se origina el Budismo Zen, con toda su tradición de

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pensamiento no lineal, que supone que al interrumpir el afán
por racionalizar y explicarlo todo discursivamente se abre una
grieta por la cual se revela la naturaleza de la realidad. Después
del gesto, el Buda declara, no sin grandilocuencia, algo así como:
Poseo el verdadero ojo del dharma, la mente maravillosa de Nirvana,
la verdadera forma de la No-forma, la puerta sutil del dharma que no
se basa en palabras y es una transmisión especial fuera de las escritu-
ras. Ésta confío a Mahakashyapa.
Es algo megalómano. Seguro. Y hay que tener en cuenta
que en tiempos remotos —antes de MTV— lo más cerca de ser
un rockstar era ser un místico de renombre. Lo que vale la pena
considerar aquí es aquello de la transmisión directa. Es mas
común de lo que pudiese parecer en primera instancia. ¿Acaso
en la compañía de ciertas personas no empezamos a participar,
sin querer, de su malestar o su visión del mundo? ¿Acaso no
hay con quienes podemos estar en silencio y tener la certeza de
haber compartido una experiencia, sin tener que mencionarla o
aludirla siquiera? Si los estados mentales son contagiosos —y lo
son—, ¿cuántas veces no hemos recibido una transmisión direc-
ta, desde ese Buda, o tantas otras budas, tantas de ellas bailan-
do en los más húmedos escondites del mundo? Cada partícula
de la realidad ha sido acariciada por una infinidad de budas.

1a. Violator es un disco impecable: 9 canciones y ninguna sobra,


ni por un segundo. Es la cumbre de la carrera de Depeche Mode.
Después de Violator hicieron otro par de discos respetables, y
después su producción mejora, quizás, pero el contenido se
vuelve soso. Ha desaparecido ya aquella crudeza neorromán-
tica de su lírica. Ya no hay sudor, lágrimas ni plegarias. Ya no hay
transgresión ni descubrimiento. Pero pasan los años, y al pasar lo
puedo volver a escuchar, y volver a escuchar, de principio a fin
sin desperdiciar un solo segundo de mi vida.

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Per so na l J esu s

1. Todo rito tiene su liturgia. Algunas liturgias ya están escri-


tas y consagradas, otras las improvisamos repetidamente, para
afianzarlas con la reiteración. Algunos ritos son deliberados,
pero la mayoría ocurren por inercia. Su función es siempre
la misma: tomar una realidad, desvestirla, manosearla y man-
darla a la calle de nuevo.
Si bien somos adeptos a disociarnos del mundo, abstrayén-
donos en las erráticas ideaciones de nuestras mentes, también nos
empeñamos en buscar un modo de regresar al mundo, al cuerpo,
al abrumador extrañamiento del presente. Algunos lo llaman re-
ligión; otros simplemente lo hacen. En aquel entonces, a los 18,
yo me procuraba la comunión a través de las plantas. Mis imple-
mentos rituales eran una jeringa de insulina, una cuchara y un
encendedor. En ocasiones más afortunadas incluía también una
cajetilla de cigarros y algún disco de jazz. La ceremonia se llevaba
a cabo a diario, a toda hora. La vida religiosa es demandante: con-
seguir, consumir, conseguir, consumir. Es un oficio 24 horas, más
riguroso que atender un Oxxo sin ayuda.
Alguna vez gusté del carnaval, de los ritos compartidos,
pero para entonces el uso y abuso de plantas retiró esa opción.
La ceremonia la oficiaba yo y sólo yo conmigo. Bueno, y los
demonios; esos que únicamente se asoman desde los escondri-

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jos de la historia y los albores del ADN. La cuestión era que si
había más personas habría que compartir la dosis. Aunque a
veces eran necesarias otras personas para conseguir una dosis, ya
obteniendo la sustancia no había más disposición de hablarles,
escucharlos o compartir con ellos nada de mí. Solos yo y la dosis.
Es la novia más celosa que haya tenido.

1a. Ahí parado, a la orilla de la carretera, a la hora indicada,


sólo quedaba esperar. No había celulares como ahora. Aún era
necesario enviar un aviso al beeper del dealer para que llevara el
pedido. Era un acto de fe. La esperanza consiste en eso: sostener
una expectativa, creyendo que valdrá la pena la espera. Fumaba.
Y fumaba. A la espera de una dosis mi mente no daba para
leer, oír música, ni jugar videojuegos, nada. Era como un niño
haciendo la tarde insoportablemente prolongada, mirando por
la ventana, esperando alguna visita. Salvo que no esperaba una
visita, sino un poco de polvo.
La percepción cerrada. No había cielo. No había árboles,
no había banqueta, no había pasado, no había familia, no
había amigos, no había historia, no había posibilidades. Ansias
y la mirada fija a la espera de un objeto: el auto del dealer. La
percepción, salvo raros casos, está sesgada. Toma partido de los
anhelos y temores. Así, nos dedicamos a buscar validación para
nuestros prejuicios sobre el mundo. Yo sospechaba que ya no
tardaba la coca.
Pero primero llegaba el pensamiento mágico. Tal como
los religiosos esperan que su dios los exima de las crudas vicisi-
tudes de la vida y la muerte, así también un adicto, como yo,
entregado a la trama de una obsesión, esperaba la llegada de
la compulsión para al fin evitar la voz en la cabeza. Sólo la
compulsión distrae con el debido rigor; su exigencia es total.
Ambos, el fanático religioso y el yonqui, quieren olvidar; olvi-
dar y tapar cualquier recordatorio de dos simples e irrefutables

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verdades de la condición humana: moriremos y no somos todo
(ni cuando somos uno con el universo). El religioso atribuye
orden al mundo, imputándole la supuesta voluntad de su dei-
dad; el yonqui lo hace sometiéndose, sin querer queriendo, a la
obligación totalitaria de la siguiente dosis, y así el mundo por
fin tiene un sentido, un propósito inmediato.
Esperando, parado, fumando. Comenzaba a contar autos
o a sumar los números de las placas. Cinco autos azules y ya,
mejor me meto a la casa y lo olvido por hoy. Pero pasaban cinco,
diez, quince autos azules y yo seguía ahí. Cinco autos más, que
sus placas sumen cinco, que sean azul marino, que sean Nissan. La
adicción concede dirección y una trama.
La voluntad se parte en dos. Llegué a tirar gramos y
gramos de coca al escusado, después de los delirios, tras estar
escuchando suspiros y patrullas, debajo de la puerta durante
horas. Todo lo anterior para al día siguiente empezar a con-
vencerme, poco a poco, con mi propia voz, de que no era mala
idea ir por más. Que no volvería a pasar como ayer, que lo
que había sucedido era producto de no comer bien o de estar
nervioso. Conocer el autoengaño perturba la psique, irrumpe los
cimientos de la identidad, confunde. Se genera gran desconfianza
hacia la voz propia.
¿Qué se hace cuando un demonio te habla con tu voz?
¿Asumes que tú eres el demonio o te consideras poseído? No
importa, el resultado es el mismo: otra jeringa en el brazo. Co-
moquiera, si no te matan, esos demonios te dejan claro que
no eres lo que crees que eres y que tu pensamiento no puede
abarcar tu experiencia.

1b. Es notable cuánto hablaba con dios y el diablo, y cualquier


deidad de cualquier mitología que se me ocurriera en ese enton-
ces. Era un ecléctico desesperado. A ratos me peleaba con uno
o con el otro, tratando, además, de convencerme de su inexis-

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tencia. El soliloquio en mi cabeza era más ruidoso que cualquier
bocina, que el mundo, o que cualquier voz ajena. Quizás por eso,
una inyección tras otra, un tipo de anestesia y luego otra, me in-
clinaban a oír música a 220 bpm. Escuchaba Terror Trance From
Hell, y era un reflejo certero de mi realidad interna. El crescendo
de la dosis no para, el silencio interno es cada vez más elusivo.
Aún me impresiona lo civilizados que son algunos de mis
amigos consumidores. Jamás tuve esa opción; carezco de esa fibra
que les indica cuándo contenerse, o cómo divertirse atascándose,
o cómo ir a trabajar al día siguiente, o interesarse en cualquier
otra cosa. Para un consumidor, hasta para el más enganchado,
drogarse es un divertimento; para un adicto es un solemne deber.

2. No soy budista. A pesar de mi interés en algunas de sus prác-


ticas y ciertas escuelas filosóficas, sostengo un desacuerdo irrepa-
rable con el budismo: no creo en la reencarnación. De entrada,
porque jamás puede ser otra cosa que una creencia. De hecho me
parece que el budismo podría prescindir de tal idea; es un bagaje
que heredó, por inercia, del hinduismo y del estricto sistema de
castas que éste osa justificar. Sirve para mantener jerarquías y una
versión del orden social. Me parece una coartada, un modelo
escuálido para intentar dar resolución al complejo tema de las
diferencias fisiológicas y socioeconómicas. Alguna escuelas del
budismo zen parecen haberse deshecho de este bagaje, pero en
general suelen hacerlo desde un punto de vista paradójico.
Ante la muerte soy occidental. Occidental en el sentido trági-
co: la concibo como algo definitivo, irreparable, horrible. Desde
el empirismo no hay experiencia alguna para el individuo (o con-
tinuo de conciencia o whatever) pasada la bruta medianoche de la
muerte. Game over. Fin.
Como sea, he pasado temporadas estudiando con monjes,
horas y horas meditando, quemando incienso, leyendo y partici-
pando en ceremonias. A pesar de sus tantos defectos (menos que

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los míos, sin duda), su entendimiento en torno a la naturaleza y
funciones de la mente es formidable, y así su plétora de métodos
y prácticas. Aunque no soy budista puedo decir que lo soy. Par-
ticipé en la ceremonia en que uno se proclama como tal. Tomar
refugio, la llaman. En esta ceremonia se toma refugio en el Buda,
como un ejemplo, en su método de investigación y en aquellos
que sostienen y pulen ese método a través del tiempo. Tiene otros
sentidos, más personales, pero en resumen eso es. La contraparte
de esto es una especie de exilio; al tomar refugio en las tres joyas
(Buda, Dharma, Sangha), se deja de tomar refugio en la supuesta
satisfacción proveniente de la neurosis propia. Al menos a eso se
aspira. La ceremonia sigue un sentido ritual y todo un protocolo.
Lo crucial es la serie de reflexiones que puede suscitar, posterior-
mente, dicho acto simbólico.
La práctica más contundente de toma de refugio se lleva
a cabo mucho después, como parte de una serie de contem-
placiones que van, se supone, revelando la naturaleza sagrada
del mundo. La atención del practicante se vuelve un foco de
infección para ese mundo inmanente; todo cuanto toca se
contagia. Cada partícula. Así lo entiendo, o malinterpreto (y
sólo así me llega a interesar). Pero las postraciones son deman-
dantes. Arrojarse al piso una y otra vez es cansado. A simple
vista parece un acto torpe de superstición, y no dudo que para
algunos practicantes sea justo eso. Sin embargo, adentrarse de-
liberadamente en la devoción trastoca las fibras más básicas de
nuestra naturaleza.

1c. Cuando no encontraba al Adán, el dealer habitual, me veía


obligado a emprender el peregrinaje a San Fernando. Bajando
por las barrancas de casas sin pintar, el pesero me dejaba a un
par de cuadras del Boggarts. No recuerdo su nombre, aunque
más de una vez lo leí en un diploma de la Policía Judicial que
colgaba de una de sus paredes. Tampoco sé por qué se hacía lla-

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mar Boggarts (yo pensaba en Casablanca, pero no le encuentro,
hasta la fecha, parecido alguno con Humphrey Boggart). Lo
único que me importaba era que vendía la sustancia.
Rezaba mucho de camino allá para llegar sin problemas.
Y rezaba aún más de regreso, para que no me pescara la policía
—cosa que llegó a pasar en más de una ocasión—. Rezaba para
que no me subieran a la patrulla, para que ya me dejaran ir.
Alguna vez me metí a mi casa y les di una videocasetera a los
polis para que me regresaran mi coca. Funcionó. Rezaba para
no verme involucrado en alguna de las tantas balaceras que
hubo entre el Boggarts y su rival el Connies (me hacía pensar
en Conney Island, no el lugar aquel en Nueva York, sino un
local donde jugaba maquinitas cuando era niño).
No recuerdo cómo rezaba, qué orden tenían las palabras,
cómo visualizaba a quién o qué me dirigía, pero sé que pedía y
pedía, y pedía con premura. También sé que en ocasiones in-
tentaba negociar con algún deformado concepto de deidad en
mi cabeza. Seguro prometía que era la última vez, que regresaría
a la escuela de música, que cambiaría mi vida. A veces trataba
de negociar con el diablo y venderle mi alma. (Pero, ¿cómo
haces para venderle algo que no tienes a alguien que no existe?)
No puedo citar mis plegarias, pero esos eran algunos elementos
de aquella novena improvisada por el pánico.
Al acercarme a la casa se escuchaban los chiflidos, avisan-
do que alguien iba en camino. Llegando, tocaba la puerta y
decía que iba a ver al Boggarts. La casa estaba en perpetua re-
modelación. Pasaba a un cuarto a lado de la cochera. Bájale el
espejo al güero. Acto seguido, alguno de sus monstruos iba a por
el espejo del baño, lo ponía sobre la cama y Boggarts hacía apa-
recer un par de líneas. Yo las desaparecía con la nariz.
Los monstruos miraban con ojos brillosos y los labios secos.
Eran criaturas miserables. Gracias a ellos sé que los monstruos
existen. Se abandonaron por completo, eran devotos de la coca.

22
La adicción está diseñada para eso, para que te arrodilles, para
que te abandones. Carecían de voz; espantados, sólo movían
la cabeza y acaso llegaban a balbucear. Era evidente que úni-
camente se bañaban porque Boggarts los obligaba a hacerlo.
Ropa usada, ojos hundidos, la mirada aplacada por la resig-
nación, iban y venían según les ordenaba su jefe: a la tienda
por una Bonafina, a la puerta para abrir, a la ventana de arriba
para vigilar. Los trataba con desprecio, ¿y quién podía culparlo?
Eran despreciables; su condición humana los había convertido
en subhumanos. De vez en cuando, de una bolsita de plástico,
Boggarts sacaba una piedra (cocaína cocinada con bicarbonato)
y como quien arroja migajas de la mesa a una mascota, así se
las tiraba. Pero sin palmadita en la cabeza. Se regresaban a su
esquina y darse su piedrita. No había asientos para ellos, se sen-
taban en el piso.
Cada vez que lo visité, Boggarts vestía pants y tenis nuevos.
Siempre recostado en un catre, dirigiendo su operación. Ahí
echado se veía tan tranquilo: un arma en la mesilla y el control
remoto en la mano para subir o bajar el volumen de Animal
Planet. Así pasaba sus horas de trabajo, observando en la pan-
talla la lógica predatoria de la jungla, mientras la aplicaba de
primera mano en su entorno.
Claro que sentía miedo, nervios y preocupación por no in-
comodar a nadie. Puedo distinguir el apetito, la sed, las ansias
de coca y el estar expuesto ahí, entre desconocidos; a quienes les
importa un carajo si vives o mueres, si paras o sigues, y quienes
sólo son amables contigo para que seas cliente frecuente, y por
si algún día te acompaña una amiga, la enganchan y le cambian
perico por favores sexuales, hasta que no tenga dignidad que
profanar y la tiren de vuelta a la calle.
Me gustaba la coca y la emoción barata de correr ese ries-
go. Pero la tendencia mía, como de cualquier visitante, era la
de sentirme exento. Al mirar a los monstruos temía terminar

23
así, aunque no me parecía factible. Juraba ser demasiado listo
o privilegiado para eso. Pero la adicción es severa y carece de
prejuicios. Esos monstruos alguna vez fueron niños, alguna vez
alguien se desveló para arrullarlos y amamantarlos.

2a. Se recetan 111,111 postraciones al practicante. En mi caso,


me dejaron de tarea sólo 11,000. No pregunté el porqué. En
la postración 8,337 renuncié. No es que yo crea que un indio
de hace 2,500 años, que ahora llamamos Buda Sakyamuni, me
vaya a salvar. En serio. De hecho, con frecuencia pienso en por
qué para rellenar el mito le atribuyen haber nacido de una con-
cepción inmaculada. Dicen que su madre fue preñada, de leji-
tos, por un elefante con una trompa blanca. Una gran trompa
blanca. También muy a menudo pienso en cómo dicho buda
fue uno de esos tipos que abandonaron a su familia, a su mujer
e hijo, y jamás se preocupó por pagar pensión. Si en el sistema
legal actual es complicado, imagina querer cobrarle la pensión
alimenticia a un príncipe hindú hace más de 2,000 años. Ah,
pero eso sí, andaba por la vida iluminando a cuanto vago se
encontrara afuera de los parques. Candil del parque, oscuridad
de su castillo. Sobre todo, me parece que tal mito sirve para
reivindicar la vida monástica, que a su vez presenta toda suerte
de problemas edípicos.
De todos modos, me puse a hacer postraciones. No puedo
aun decir con certeza por qué. Pero en su momento hacía senti-
do. De entrada, porque sí es palpable la receptividad de aquello
que llamamos mente, el hecho fundamental, la sensibilidad de
la conciencia misma, la interfase que registra el mundo y lo
cuenta y le afecta según lo entiende. Ésa es la materia básica de
estudio del budismo. Y cuando aquello que llamas yo se vuelve
objeto de sospecha, gracias a los demonios que lo entretejen,
ya estás postrado, pero aún no lo sabes. Pero la mente, en su
fundamento, no es discursiva; la discursividad puede incluso

24
saborearse tan sólo como una textura. Éste es el punto central.
La mente y sus estados son trabajables. Y yo necesitaba saber
que no era permanente la locura que ya conocía. Por esto, es-
taba dispuesto a ponerme calcetines en las manos y aventarme
sobre una plancha de madera frente a un altar.
Mi tiempo es limitado y, dentro de este rango restringido
de exhalaciones que me quedan, formo hábitos; y estos deter-
minan, en gran medida, mis circunstancias futuras. Tiendo por
inercia a apostarle a mi insaciabilidad. Tiendo a apostarle a mi
ignorancia y terquedad. Tiendo a entretenerme con mi propia
insatisfacción, porque a menudo no se me ocurre otra cosa que
hacer. Tiendo a otorgarle tanta credibilidad a esa voz en mi
cabeza sólo porque suena a que es mía.
Una vida humana, cualquier vida humana, puede con-
templarse como una sola postración. Nada nos llevamos una
vez muertos, de entrada porque no habría ni quién se lo lleve.
Nuestra vida, nos guste o no, estemos de acuerdo o no, será
un sacrificio. Una ofrenda. Regalamos nuestro pulso, nuestra
vitalidad, el entramado de nuestras decisiones. Nos parezca o
no. Como aquellos cactus que sólo florecen una vez en la vida
y a los 15 minutos se pudren y nutren la tierra. ¿Será posible es-
coger, deliberadamente, ante qué seremos una ofrenda? ¿Cómo
fertilizar la realidad con nuestras vidas?
Al arrojarme sobre el piso una y otra vez, recitando la
liturgia, consideraba cuánta vergüenza me daría que alguien en-
trara en esos momentos y me viera así. ¿Me daría más vergüenza
a que alguien me viera inyectarme alguna vez, o andar taloneando
para una dosis afuera del supermercado?
Quizás parece paradójico: postrarse es ser libre. Suena
como una de esas declaraciones del Hermano Mayor en 1984
de Orwell. Sin duda, tantos budistas así se lo toman, hacen
de su gurú una suerte de dios personal. Toman por amo a al-
gún hombre asiático en túnicas. Al postrarme procuraba no

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hacer eso, y postrarme, más bien, ante mi propio potencial para
aclarar mi mente. Sudaba, y tirado en el piso brotaba en mí un
estado emocional perturbado, sazonado con todo tipo de neuro-
sis que salían a la superficie. Así me enteré de que no postrarse es
postrarse ante la fantasía franksinatresca del lo hice a mi manera.
Ante el Yo cartesiano y cualquiera que sea el enredo de pulsio-
nes que lo gobiernan. Pero bien lo dice Miss Kittin: You know
Frank Sinatra? He’s famous; he’s dead. Ahora mismo hay algún
valor, principio, idea o ambición a la cual nos ofrendamos, a la
que dirigimos nuestra devoción. Asumirlo es el mínimo nece-
sario para considerar alguna otra ruta de acción. Todos somos
devotos. Estemos enterados o no de ello.

3. Alberto Sicilia Falcón fue uno de los grandes capos de la


coca en década de los 70 y 80. Cubano-americano, exagente de
la CIA —si acaso es posible alguna vez tener a la CIA como ex—.
Sicilia Falcón no sólo es recordado por sus gustos excéntricos
(viajaba siempre acompañado de un niño de 12 años en traje
de lino blanco, como listo para su primera comunión), sino
también por fugarse de Lecumberri en una maniobra digna de
Bugs Bunny. Su asistente personal (no el niño de 12 años) com-
pró la casa más cercana a la celda donde el Estado mexicano lo
retenía. Literalmente mandó hacer un túnel desde la casa hasta
su celda, y adiós (El Chapo no fue el primer narcotraficante en
llevar a cabo tal maniobra).
Cuenta la leyenda que alguna vez Sicilia Falcón viajó a Lon-
dres, donde mandó fabricar un Rolls Royce chapado en oro.
Completamente colocado en la mejor y más pura cocaína que
el dinero pueda comprar, se subió a su Rolls dorado y rondó
por la ciudad. Se cuenta que, trabado de risa, iba chocando au-
tos como quien anda en los coches chocones de la feria. Como
quien juega Grand Theft Auto en la vida real, como a quien
todo le parece una ilusión. Dada la información que tenía a

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su alcance y las cantidades desorbitantes de poder adquisitivo,
seguro así le parecía el mundo: como un sueño tonto. A cada
coche que chocaba le arrojaba un fajo de miles de dólares para
que su dueño fuera a comprarse otro. Otro menos jodido.
Es posible que cada que alguien inhalaba o se inyectaba su
producto en aquella época se creara un nuevo escalón para esta
pirámide del narco. Encarnación del carnaval, interrupción del
sentido de la vida oficiosa, cacheteada al propósito apolónico
de la utilidad, festín de la impunidad. ¿Cuántas postraciones
no hice, inhalando, sin saber, agregando un milímetro de la
chapa dorada de ese Rolls?

3a. Consideremos que Sicilia Falcón era tan sólo un gerente


regional de dicho negocio. Y él traía como para jugar a los au-
tos chocones con un Rolls dorado. Si pienso en las cantidades
que genera el narcotráfico y en los más altos círculos de este
negocio, es fácil concluir que han acumulado suficiente dinero
como para producir toda una realidad. Los paradigmas de una
época. Guerras enteras, y sus discursos, han sido financiadas
con ese mismo dinero. Tanto dinero. En efectivo.

1d. El cuarto del Boggarts tenía muros cubiertos de imágenes


religiosas. Elaboradas, costosas. Niños ricos las habían robado
de sus casas o de las de sus abuelitas, para cambiarlas por una
bolsita. Despilfarrando utilidad y propósitos de futuro a cam-
bio de suficiente intensidad en el presente como para conse-
guir olvidarse de sí mismos. Sólo un ratito. Lo que le dura a un
católico la hostia que se disuelve bajo su lengua, y toma asiento
en la iglesia, intentando tener una experiencia significativa.
Casi saboreando su propia confusión.
Supongo que Boggarts se sentía reafirmado en su ejercicio
de poder, ahí en su catre, con sus monstruos a sus pies, rodeado
de imágenes que denotaban la profanación de lo que en algún

27
hogar era sacro. El hogar de alguien más; no el suyo. El hogar de
gente con dinero. Dinero con el que él no creció. Quizás esto le
aseguraba que él iba ganando, que iba arriba en el marcador. Tras
escalar el edificio socioeconómico, ahora mandaba a sus hijos a
escuelas privadas, a la par que los hijos de aquella gente que ya no
tenía esas imágenes religiosas en su casa. Esos niños ricos ahora
eran agentes suyos, infiltrados en cualquier hogar, cada vez más
dispuestos a profanar en nombre del espíritu santo que él guar-
daba en tabiques en algún cuarto de esa casa donde despachaba.
En más de una ocasión consideré robar una imagen reli-
giosa de mi casa. Casa de mi madre, para ser precisos. Y sufría,
como lo hacemos los drogadictos, nomás de pensarlo. Mi ca-
beza era un sitio habitado por supersticiones de toda índole.
Esas imágenes eran imponentes. Vírgenes, con gestos piadosos,
cargando niños con ojos brillantes, encarnaciones del sol. En
esa época mi madre padecía de salud. Los detalles no son para
contar, pero convalecía, desorientada por los medicamentos.
Mientras, en el cuarto adjunto, yo intentaba curarme la adic-
ción con una dosis más, y luego otra. En tales circunstancias,
a pesar de meterme en su bolsa para sacar algún billete más de
una vez, o de vender las monedas de plata de mi padre, no fui
capaz de robar una imagen religiosa de su casa y metérmela por
las venas. Supongo que el pensamiento mágico, aún con de sus
fantasías psicóticas, marca ciertos límites.
La leyenda del Boggarts cuenta que en una riña contra el
Connies, su rival, éste le pagó más a la policía y fueron juntos
tras él. Boggarts logró brincar una barda en medio de la balacera,
pero no sin pagar un precio: catorce plomazos en la pierna iz-
quierda. Me pregunto cómo se fugó, si alguien lo ayudó, si lo
esperaban en un auto y qué tipo de auto era. Nunca lo sabré.
Boggarts se libró, luego recuperó la salud y sanó su pierna,
a tal grado que hasta corrió un maratón. Esto le daba un halo
de beatitud o protección divina. Tampoco lo sé, pero puedo

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suponer que hubo algo de brujería en el asunto. Quizás ése era
el motivo de todas esas misericordiosas caras de vírgenes y san-
tos que lo miraban recostado en su catre, mientras él miraba
Animal Planet.

3b. Hace unas décadas, hubo una organización que en verdad


buscaba desmantelar el narcotráfico. Central Tactics Unit o
Centac fue una rama de la DEA en los ochenta, que pro-
curaba no sólo exhibir arrestos espectaculares o campañas his-
téricas, como la llamada Guerra contra las drogas. Más bien
se enfocaba en establecer todo el organigrama de un cártel,
para luego tumbarlo entero. En vez de amputarle una cabe-
cilla aquí o un gerente regional por allá, buscaba desmantelar
toda la organización y dejarla sin hojas, frutos, ramas o raíz.
Centac coordinaba múltiples operaciones a la vez. Diferentes
operativos infiltrados e investigando cómo desarmar cárteles
en todo el mundo.
Centac resultó ser demasiado eficiente. Así lo relata James
Mills en su monumental Underground Empire. Mills pasó cinco
años como observador en Centac para escribir dicho libro.
Podrían quemar todos los demás libros sobre el narcotráfico y
dejar sólo éste, y no habría pérdida alguna. Conforme avanza-
ban los operativos de Centac en sus misiones, iban desenma-
rañando cada vez más los lazos del narco con los alto círculos
del poder político y financiero. Llegaban hasta la cocina. Era
el negocio más extenso y lucrativo del mundo, no podría es-
perarse menos. Además, notaron que el negocio de la droga
no tenía un mero interés comercial, sino también informa-
tivo y de poder. Muchos de los grandes capos eran agentes
encubiertos, quienes al dirigir sus empresas delictivas tenían
acceso a información con la que podían extorsionar e inter-
cambiar secretos con los gobiernos y dirigentes de cualquier
país, banco o empresa.

29
Cuando el olfato investigativo de Centac llegó demasiado
lejos –o demasiado cerca–, la DEA lo reabsorbió. Hacia el fi-
nal del libro Mills entrevista a Dennis Dayle, quien fuese el úl-
timo director independiente de Centac. Un tipo genial, como
sacado de un viaje de opio de John le Carré. Entre bocanadas
de humo de su pipa, Dayle declara estar convencido de que
si en verdad hubiese interés en terminar con el narcotráfico y
su criminalidad, se podría lograr en tan sólo una generación.
Si Centac hubiera seguido su camino y contase con el apoyo
federal y militar adecuado, ya, ahora en el 2015, se hubiese
terminado con el narco. Le creo.
Los ochenta fueron un momento crítico para ello, como
hemos ya atestiguado. Fue como una transición del antiguo al nue-
vo testamento del narco. Posteriormente el narcotráfico acrecentó
su capacidad adquisitiva, su acceso a la tecnología y recursos hu-
manos, y se enredó más y más con los poderes que se suponía de-
bían ir en su contra. En lenguaje demoniaco, eso es una posesión.
Así se ha dificultado cada vez más el cese de dichas organizaciones
criminales dedicadas, en gran medida, al tráfico de narcóticos.

4. Previo al lanzamiento de Violator, a finales de 1989, Depeche


Mode elaboró una campaña promocional invasiva para la in-
timidad de su público, como el disco mismo. Colocaron en la
sección de anuncios personales en el periódico —un medio por
el cual extraños podían entonces citarse anónimamente—, un
pequeño clasificado que decía tan sólo "Personal Jesus", junto
a un número telefónico. Quien llamase, quizás en busca de un
encuentro, no se encontraba del otro lado de la línea con un
mesías del sadomasoquismo, sólo con una canción, una canción
inédita y entonces desconocida.
Quizás llamaban para confesarse. Confesar partes de sí
que sólo podían articular bajo luz tenue y gracias a la pérdida
de pudor que caracteriza una orgía. Quizás querían retirarse

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las máscaras de su supuesta autenticidad y, en la falsedad de
un álter ego, sentir una voz ajena, pero a la vez propia, y poder
decir lo indecible. Quizás, hartos de tanto manipular al mun-
do día a día, querían olvidarse de sus responsabilidades y ser
usados por un imbécil cualquiera. Quizás agotados del abuso
continuo de la supervivencia, las jerarquías habituales, querían
un esclavo a quien humillar, mandar, y con quien desahogarse.
Y en la catarsis rozar su propia ternura imprevista al compren-
der el contrato que tiene un amo para con su esclavo. Quizás
querían límites nuevos o perder de vista los ya asumidos. Se
encontraron escuchando el potente estribillo de Personal Jesus,
con aquella primera frase “Reach out and touch faith”. Posi-
blemente algunos se sintieron parodiados por la pista, como
una burla inesperada, otros seguro que hablaron y hablaron,
pensando, deseando, que alguien estuviese del otro lado, po-
niendo música en la bocina. “Pick up the reciever, I’ll make
you a believer”.
Uno de los méritos más prominentes de Depeche Mode
es el modo en que subvierten el lenguaje religioso para repre-
sentar lo erótico. Una venganza semántica, recuperaron térmi-
nos que antaño fueron eróticos pero que la religión organizada
colonizó con su impulso transcendentalista de la culpa. No
olvidemos que muchos de los ritos y símbolos que la religión
organizada usa hoy en día la preceden. Se los fue apropiando
en su voracidad kitsch, junto a todo lo que encuentra a su paso.
Es una estrategia para dominar y expandir su influencia: simu-
lar familiaridad. Consideremos por ejemplo la imagen de una
virgen con un niño en sus brazos, o una virgen embarazada.
Como La Virgen con el Niño entronizada (1433) de Roger van der
Weyden, en que una virgen amamanta a su niño. Pensémosla
lejos de la psicótica interpretación que generalmente hace el
catolicismo de este símbolo, tomándolo al pie de la letra, como
algo literal (¿en verdad creen que es una virgen que fue preñada

31
sin jamás haber sido penetrada por la verga de algún mortal
o sin ayuda de un laboratorio genético?). Consideremos, más
bien, que el símbolo precede a la cristiandad como un modo
mitológico de representar la paradoja fundamental de la exis-
tencia: ¿cómo puede haber un origen que a su vez no tenga
origen? Eso parece preguntar dicho símbolo. Tomadas de tal
forma, estas imágenes no sirven de justificación ideológica para
promover biopolíticas de control sobre la sexualidad humana,
que atrofian así el libre flujo del deseo y la voluntad individual.
Sirven, más bien, como diagramas para instigar una contem-
plación torno a la existencia misma. Son un koan, un aforismo,
mas no una prescripción de castidad.

1e. Nunca me gustó la coca. Sin embargo la ingerí hasta la náusea


y el hartazgo, una inyección tras otra. Sin poder salir del baño. O
ya fuera de éste, y sin poder siquiera afinar la guitarra, pero inten-
tándolo de todos modos. Y luego otra dosis, y luego otra. Todo
para terminar aterrorizado, encerrado, escuchando a través de la
puerta. Y no escuchaba lo que había del otro lado de la misma,
sino lo que temía que hubiera en algún rincón de mi cabeza. En
estado de pánico. O para intentar rebanarme las venas entre de-
lirios, alucinando que así expulsaría la sangre contaminada de mi
cuerpo. Tirar lo que quedaba de papel al escusado, aterrorizado,
indignado. Todo para despertar a media tarde, deshecho, y bajar
los brazos por el borde de la cama —porque amanecía con los
brazos adormecidos de tanto arpón—. Todo para empezar a con-
vencerme poco a poco de ir por más.
Corrijo, la coca me gustaba. Lo blanco del polvo, el modo en
que adormece las encías y, sobre todo, el olor cuando la cuchara
se calienta y se evapora un poquito de perico con el agua. No
poder parar. Inyectarme cada cinco minutos. La cuchara, la vela
prendida, la soledad, el ritual, la jeringa. La aguja traspasando la
piel, la sangre entrando, el efecto inmediato, la taquicardia, el

32
zumbido en los oídos. Me encanta la coca; sólo que no me gustan
sus efectos en mí. Me encantan sus efectos; sólo que no me gus-
tan las consecuencias. La repetición obligada sin espacio para la
incertidumbre, sin lugar para la sorpresa, sin espacio para sentir,
sin sitio alguno para la vida y todo su grotesco caos. Igual que
cualquier miembro de una secta.
No, no me gustaba la coca; sólo que la morfina ya no
bastaba. Había que mezclarla con algo. La morfina ya quita-
ba solamente el asco, las ganas de vomitar y la insoportable
densidad del ser —aquella tortuosa invasión de la vida y todas
sus pequeñas irritaciones que van sumando hasta hacer que
todo sea dolor—. Pero ya no sentía la morfina, sólo su contraste
después de una y otra dosis de coca. Arriba, arriba, abajo, aba-
jo. Cada día igual al anterior, sólo un poco peor.
Me da gusto que haya personas que disfruten la coca, y hasta
lo hagan incluso socialmente. Que se compartan una raya. Lo
mío era no poder salir del baño o encerrarme en una esquina
del clóset con la TV en estática y sin volumen. Abandoné inclu-
so la música que me mantuvo vivo, por utilizar el cerebro y los
sentidos con cualquier otra droga, por no poder despegarme de
la aguja. Una dosis y la que sigue y la que sigue y la que sigue.
Un monolito. Una postración.

5. A finales de 1970, el psicólogo canadiense Bruce Alexander de-


cidió hacer una prueba sobre la adicción. Tras observar los efectos
de sustancias adictivas en ratas de laboratorio, tuvo una epifanía.
Su epifanía, como cualquiera que valga la pena, ahora parece
obviedad, pero a él se le ocurrió. Observando a las ratas ingerir
droga sin parar, hasta morir, Alexander tuvo en cuenta algo más
que el comportamiento de las ratas ante la sustancia: su entorno.
El buen Bruce pensó algo así como: pues no jodan, las ratas
estas todas adictas viven aisladas en jaulas sucias y jodidas, con nada
más que metal frío y sus propias heces de compañía. ¿Cómo esperan

33
que no se la pasen enchufadas consumiendo hasta morir? Si tú vivieses
aislado, sin conocimiento de otro tipo de vida, sin opción de salida,
en un lugar todo jodido rodeado de tus heces y te dieran drogas, ¿qué
harías? Seguro que él no lo formuló tal cual, pero ésa es la idea.
Alexander se propuso demostrar su hipótesis, que la adic-
ción no es un fenómeno estrictamente bioquímico, sino también
ecológico y social. Para ello construyó Ratpark, el equivalente a
Dinamarca pero para ratas. Espacios amplios, ordenados, con
buena iluminación, vegetación, higiene y una comunidad de ra-
tas nutridas, saludables y buena onda. Y claro, también les puso
algo de merca a la mano. A un lado de los bebederos colocó otro
bebedero con drogas mezcladas, incluso con azúcar.
Los resultados fueron muy distintos. No hubo ratas yon-
quis. Ocasionalmente alguna que otra rata excéntrica se fue a
dar un llegue con fines recreativos o por mera curiosidad. Pero
no volvía por más y luego más. Y no empezó a robar partes de
las ruedas para correr de las otras ratas para luego venderlas
en el mercado negro y así juntar un billete para la siguiente
dosis. Además llevó a ratas ya enganchadas, ésas que vivían ais-
ladas dándole duro a las drogas día y noche, a Ratpark. Estas
ratas, gradualmente y sin programas de metadona, psiquiatras,
grupos de doce pasos, clínicas o terapeutas expertos en adic-
ciones, fueron bajando su dosis, hasta dejar de consumir. Claro,
las ratas no tienen que pagar renta, ni tienen uso del lenguaje, ni
tienen concepción de su propia mortalidad, es decir, carecen de
un registro simbólico de su experiencia y, con ello, de tantas de las
complejidades de la vida humana. Comoquiera, la libraron. Bruce
Alexander llegó a ellas como un dios del Antiguo Testamento y las
llevó en la arca de Bruce a un mundo postdiluviano, mientras que
nosotros, en el mejor de los casos, quizás alguna autoridad puede
que nos lleve al reclusorio o a un psiquiátrico a consecuencia
de la adicción, para salir de ahí con una borrachera seca y en-
tonces regresar al mismo entorno de antes.

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En nuestro caso es uno mismo quien se ve obligado a
ratparkificar su propia vida. Pero enchularse la vida no es sólo
una cuestión de tener acceso a los mejores restaurantes, can-
chas de squash y lofts amueblados. Muchos ricos y famosos se
quiebran a consecuencia de la adicción. La ratparkificación impli-
ca sobre todo aliviar la miseria emocional y su cúmulo de distor-
siones cognitivas. Sanar la percepción y toda la serie de chantajes,
sueños y resentimientos atravesados que portamos con mínima
dignidad. Pero aliviar nuestra lastimada relación con el entorno
es un lío titánico. Sin embargo, es la única opción; eso o se-
guir percibiendo el mundo como un lugar aislado y hostil, que
huele a nuestra propia territorialidad, y darle y darle a nuestra
anestesia hasta quedar tiesos y faltos de aliento.
Sería lindo que fuese cuestión de meramente desearlo;
desear no estar enganchado, desear mejores circunstancias ex-
ternas y subjetivas. Pero el anhelo no basta. Además, en cierto
punto, cualquier mejoría implica un cambio, y eso significa en-
frentarse a algo desconocido. El organismo ya está adoctrinado
por la sustancia y su ausencia trae consigo náusea, irritabilidad,
insomnio. Pero, sobre todo, para un adicto el autoengaño ya
funciona a todo vapor y el pensamiento se enarbola de mane-
ras retorcidas.
¿Alguna vez te has llevado una jeringa al brazo cuando ya
no querías hacerlo, mientras te jurabas que sería la última?

35
Hal o

1. El recuerdo aún es vívido. Todavía las puedo ver, ahí, paradas


frente a la pared, sin poderse recargar. Tenían los pies hincha-
dos, llevaban tres días completos, día y noche, de pie. Y digo
día y noche por la interminable sucesión de horas; antes de
que nos acomodaran encimados en el piso, usando las chanclas
como almohada y cobijas que no querrías oler, para dormir.
No había luz natural ahí adentro, el sol no nos visitaba ni acari-
ciaba nuestra piel o pestañas. Sólo un foco pelón, colgando del
techo. Ellas tres con el pelo rapado —lo que hacía que sus ojos se
vieran bonitos—, y las pestañas largas; lo que ayudaba a distinguir
la feminidad de sus rostros, así como lo hacían la curva suave del
labio y la quijada. Sus pies en cambio parecían de hipopótamo,
y ya mostraban manchas, como las caras de los boxeadores.
Tres días y tres noches estuvieron de pie, alternando el peso de
sus cuerpos de un pie a otro, y poniéndose de cuclillas para un
breve alivio cuando ninguno de los padrinos miraba.
Nunca supe por qué motivo las tuvieron así tres días. Sólo
escuché a la madrina gritarles que eran unas pinches puercas hijas
de su perra y sarnosa madre. Las tres venían de la calle, de vivir
en la calle, de inhalar chemo y, en ocasiones de mayor lujo,
fumarse una piedrita. Las tres se prostituían para drogarse, que
no es lo mismo que ser prostitutas. Las tres tenían hijos de
padres ausentes, y dos de ellas estaban entonces embarazadas.

37
Nada de maquillaje, nada de acondicionador, uñas pintadas
o aretes vistosos; vestían ropa de hombre, pants rotos y alguna
playera percudida. Era difícil imaginarlas de cualquier otra forma,
sin embargo, no faltaba quien intentara un arrimón o sacarles
una sonrisa. Tampoco faltaba quien, en su presencia, les dedi-
cara una chaqueta, sólo para terminar también golpeado, y de pie
todo el perro día. Con el paso de los días era inevitable verlas cada
vez un poquito más atractivas.

2. Me confesé con ella, detrás de la cortina de la tina. Se baña-


ba en agua tibia, con la luz apagada, mientras yo me esforzaba
por articular todo el dolor que, gracias a la abstinencia, mas-
ticaba mi anémico cuerpo. Cigarrillos y un intento por decir
quién era y qué había sido de mi vida.
Nos encontramos en la calle horas antes esa noche. No so-
portaba ya el peso de la realidad, el aislamiento de pensar en una
dosis e intentar mirar una película. No era capaz de gestar interés
en cosa alguna. Ella cantaba en una esquina y recibía monedas
en la funda de su guitarra. Ahora cantaba entre risotadas y el sal-
picar del agua, con esa voz robusta y dulce. Su canto interrumpió
todo por un instante, me vi obligado a detenerme; su voz puso
pausa a la méndiga letanía sobre la siguiente dosis.
Me escuchó. Pasamos toda esa noche hablando en los
columpios del parque y dormimos detrás de una pizzería, cu-
biertos con un par de manteles. Olían a costras de pizza. Al día
siguiente la invité a mi apartamento. Sentí vergüenza de aquel
privilegio y de poseer tantos objetos; ella reía. Si me hablas bonito
quizás y me convenzas de que te cante una de Tracy Chapman. Era
inevitable considerarlo, ya que era tan parecida. Y sí, lo logré.
Después de confesarme a ella en la tina, me cantó Fast Car.
El aire regresó a mis pulmones y pude sentir tibieza en el pecho.
Nos recostamos a media tarde. Ya no era el estacionamiento de
la pizzería, era una cama king size. Su mano acariciaba mi abdo-

38
men. Era brillosa su piel, plateada, con los pedacitos de luz que
entraban por las persianas. Su mano iba rumbo a mi bragueta.
No había sexo en mí, sólo había tristeza. Tomé su mano, la besé
despacio y se la devolví. Dormimos. Luego se marchó. En mi
cumpleaños me grabó una cinta con sus canciones. La perdí.
En alguna estúpida mudanza. Pero de haberla oído y oído, hu-
biese desgastado el efecto inmediato de su voz. Como un jarrón
de miel en la oscuridad.

1a. Fue en ese cuarto en Ecatepec que escuché por primera vez
a Tracy Chapman. Sólo en otra ocasión he llorado así, en toda
mi vida, y fue, de hecho, escuchando a Whitney Houston. Es
la tesitura de la voz, el sentimiento que mana desde las tripas,
y todo el cúmulo de confusión de una vida embotellada en el
árbol de las venas. Quisiera poder llorar así una vez al año. El
llanto desenfadado no tiene pudor alguno, y a su paso hace es-
tallar la fragilidad. Redimensiona todo cuanto toca, despeja el
pecho y recuerda que lo más vulnerable en nosotros es también
lo más digno.
Llevaba días hablando con las paredes; en un mundo de
insultos, hambre, conversaciones inconexas y olores humanos
insospechados, lo más viable es hablar con una pared. Poder
fumar un cigarro entero, sin tener que compartir un jalón,
era la mayor calma a la que tenía acceso. Nos dieron descanso
en el trabajo que tenía, de armar canastas para las fiestas de
quinceañeras, recipientes a los que pegaba los jodidos moños y
perlitas que adornarían alguna efímera y estúpida celebración.
No había dormido en tres semanas. Las noches las pasaba mi-
rando el techo. La única ventaja de no dormir era que de vez en
cuando algún padrino le daba pan dulce a los veladores y de
paso me tocaba un pedacito, o un cigarro de madrugada. De vez
en cuando me regalaban caramelos, para ver si algo de azúcar
me ayudaba con la supresión.

39
Durante el descanso, a mi lado estaba sentado el Abuelo.
A sus 70 y tantos, chimuelo y pelón, cada mañana se ponía a
hacer cien lagartijas antes de que lo llevasen a bañarse a jica-
razos. Hábito que sin duda había adquirido durante sus 20
años de cárcel por asesinato. Lo suyo lo suyo era inhalar gaso-
lina. Eso y tenía tendencia a masturbarse mientras se metía un
dedo en el culo, durante las juntas de AA que nos tocaban a
diario. Gemía grotescamente en los momentos más inapropia-
dos. Cuando un tipo lloraba, relatando cómo golpeaba a su
mujer, por ejemplo.
Su madre, una suerte de momia piadosa, de 90 y tantos, lo
visitaba los domingos. El Abuelo la ofendía. La insultaba. Los
padrinos lo tenían que someter, meter en agua fría y empastillar
hasta que quedara sedado, acariciándose su propia cara como
si recién la hubiese descubierto. Decidieron, al otro domingo,
mejor medicarlo antes de que llegara su madre.
En un descanso, después de estar decorando canastas para
fiestas de quince años durante 4 horas, el Abuelo comenzó a
decir incoherencias. La llanta, la avalancha, Hitler y el chapopote.
Cuánto odiaba yo en esos momentos estar viendo su cara.
Tener que ver esa facha, que ésa fuese mi realidad. Quería,
más que nada, negar esa realidad, y entonces hablaba no sólo
con la pared, sino también con dios y el diablo y cualquier
deidad que se me ocurriera que pudiese estar en todos lados,
incluso ahí adentro. Buscaba disolverme en la locura y hacer
desaparecer cualquier rastro de conciencia. El Abuelo empeza-
ba a hablar con más sentido. Al menos gramaticalmente. Pinche
güerito, se me hace que eres culero, pinche güerito. Era ya rutina oír
el sentido peyorativo de tener los ojos claros y no haber crecido
en un barrio. Te voy a matar, pinche güerito; a ti y a toda tu familia.
Me miraba a los ojos. En sus ojos no había nada. Nadie en
casa. Intentaba ignorarlo. Pero ésa era mi realidad. Ahí llegaba
entonces la inercia de mi vida. Extrañaba tantas cosas: desde

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una cama no sólo seca, sino para mí solo, hasta poder ir al baño
solo o acaso oír una voz que portase un grado de empatía, no
digamos ya poder salir y andar por la calle e ir a la tienda y
comprar lo que quisiera.
Mi realidad era ese cuarto con noventa drogadictos, locos,
criminales, rapados, el olor a patas, el pinche foco pelón, las
ochenta juntas al día, las dos tortillas contadas para comer
y un anciano asesino amenazándome de muerte. Ésa era mi
realidad. Estuviese donde estuviese. Mi mente era así. Así vivía
y así percibía el mundo. Adentro o afuera de ese anexo, ésa
era mi realidad. Había un confort retorcido en el hecho de
que al menos podía verme y reconocerme tal cual. Me drogaba
hasta cuando no quería, como si parte de mí fuese un viejito
enfermo y loco que quisiera matarme. En mi cabeza todo era
maltrato, como si estuviese llena de padrinos ignorantes y vio-
lentos. La droga no me dejaba comer, así que dos tortillas no
estaba tan mal.
Ahora escuchaba al viejito ese amenazarme de muerte. Él
no tenía nada que perder. Le importaba una chingada cualquier
consecuencia. La voz de Tracy Chapman entró por la ventanita
enrejada. Forgive me, is all that you can’t say. Su voz, con esa pena
de la pérdida y las noches en las calles, hacía aún temblar sus
cuerdas vocales. Dulce trémolo, su aullido viajó en el tiempo
y penetró el infierno congelado de la adicción. Me quebró.
Lloré. Sin temor a ser visto, sin temor a ser oído, sin temor
a que me partieran la madre, sin temor a no parecer fuerte;
entre ladrones, vagabundos y asesinos, adictos, como yo a fin
de cuentas, lloré. Las lágrimas corrieron solitas, derramando
el garrafón de mi torpeza. La canción terminó y por fin pude
echarme una siesta, apretado entre un tipo que violó a su
madre y otro que asaltaba afuera del metro La Viga. Apenas
unos minutos de siesta; pero después de 3 semanas sin dormir,
fueron un oasis.

41
Días después el Abuelo me miraba a los ojos. Cámara, el
güero es chido, no se metan con el güero, culeros. Luego continuó
con su secuencia de incoherencias.

3. De joven, mi abuela M era tremendamente hermosa. En su


época debió ser deslumbrante. Yo la conocí mayor y en calidad
de nieto. Tenía los ojos más piadosos por los que jamás he sido
visto. Hoy veo algunas de sus facciones en la cara de mi hija.
M era católica. Muy católica. Misa cada domingo. Y a diario,
cuando me quedaba con ella, la escuchaba rezar sus oraciones.
Práctica con la que era tan atenta y elaborada como lo era con su
maquillaje cada mañana. Pasaba poco menos de una hora cada
mañana pintándose frente al espejo. Era lindo verla; cada trazo,
cada gesto había sido ensayado inadvertidamente durante años
de contemplar su propio rostro, así como el efecto que tenía en
otros y cómo había ido cambiando con el tiempo.
Supongo que no le fue fácil envejecer tras haber sido tan
guapa y tan coqueta. Tampoco supongo entender cómo fue para
ella casarse a los 15 con un hombre de 40 (recuerdo que cuando
mi abuelo murió, ella decía que quería comerse sus cenizas). Pero
envejeció con dignidad, gracias a su sentido del humor. Aquí,
haciendo el ridículo y sin mayor esfuerzo. Pero hacia el mero final,
también el sentido del humor la abandonó. No dejó de sentir
culpa por la crianza de sus hijos y sus deficiencias de carácter.
Uno de ellos, incluso, abusó de su tendencia penitente y la
chantajeó para que vendiera los negocios y terrenos que mi
abuelo le había dejado para su vejez. Todo para pagarse un es-
tilo de vida de fantasía y su sustancia preferida.
Cada vez que me despedía de ella me persignaba de mane-
ra detallada. Ella abría un pequeño altar donde colgaba mila-
gros. Algunos se lograron, otros sé que hasta la fecha no. Era
su santuario. Tomaba tiempo que me persignara así. Yo sentía
una intimidad, un modo de ser querido. Me importa un carajo

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toda la obra de Nietzsche que leí a los 15, y de hecho detesto al
dios al que ella rezaba (o al menos al que yo creo que le rezaba)
y a la institución genocida que dice representarlo, repartiendo
superstición y abuso a diestra y siniestra. Ahí, con su modo de
entender el mundo y el ser, entre su liturgia y sus rezos suspirados,
me sentí cerca. No de una deidad metafísicamente disfuncional.
No. Me sentí cerca de ella. De otro ser humano.

1b. No recuerdo si se llamaba Miguel o Daniel, o quizás Ro-


drigo. Recuerdo su labio hinchado y su cara toda pintarrajeada
con plumones. Cada vez que se madreaban a alguien, ponían
canciones de Kiss. Así que si sonaba I was made for lovin you
baby, invariablemente iba acompañada de un sordo impacto y
luego alaridos. Lo vistieron de jaina, así decían, en un vestido
roto, y lo pararon enfrente del cuarto, para su junta de ayuda.
Uno por uno, los padrinos pasaron a tribuna y lo insultaron
como jamás he visto de nuevo a alguien ser insultado.
Se había escapado tres días antes. Cuando llegó a casa de
sus padres, éstos llamaron al anexo y fueron de nuevo por él.
Se había fugado de madrugada, por una ventana de 30x30 que
después sellarían con barrotes. Salió por la ventana, esquivó
al rottweiler del patio, luego subió unas escaleras, sin que lo
escucharan, trepó una barda y saltó al menos seis metros, para,
al caer del otro lado, correr en chanclas por la calle, llegar a
alguna avenida y tomar un taxi a casa de alguien que le pagara
el viaje. En cierto sentido, ahí, todo pintarrajeado, madreado,
con un vestido roto, era un héroe. O lo fue por cinco minutos.
Obvio, lo castigaron tres días por tres noches a estar de pie.
Pensé que sería muy cristiano, muy místico, que alguien le lavara
los pies. Los pequeños gestos de amabilidad ahí adentro eran
monumentales: un cigarro, un pedazo de pan o acaso un cara-
melo de contrabando, ofrecían un pedacito de distracción, casi
un par de segundos de fuga para la mente.

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Lo hizo de nuevo. Un día de visita. Nos bañaban o incluso
nos dejaban rasurarnos. Jamás recibí ninguna visita. Pero sé
que mi madre llevó cajas de galletas y cigarros. Me tocaron una
cajetilla y medio paquete de galletas alguna vez. Tampoco vi mi
cara ahí adentro. No había espejos. Alcancé, en una ocasión,
a ver parte de mi cara en el borroso reflejo de aluminio donde
iría el rollo de papel de baño. Digo iría porque para cagar to-
caban dos cuadritos, contados, y había que doblarlos, una y
otra vez, y hacer magia ecologista. Menos mal que no recibí
visitas. Hubiese llorado como Magdalena y hecho un patético
espectáculo, desesperado. Y ahí sí me hubieran madreado sin
remedio. Cada día de visita me lo pasé en el cuarto de arriba,
donde nos amontonaban a ver películas siniestras. Recuerdo
vagamente una de un payaso asesino y otra de una enfermera
drogadicta. Ahí arrumbados, con la cabeza sobre el brazo de
alguien y la cabeza de alguien más sobre el muslo, veíamos una
jodida película tras otra. Daniel o Miguel logró escabullirse
al cuarto de lavado, donde encontró una ventana y otra vez
huyó. No tardaron en notar su ausencia. Salieron a buscarlo.
Agitación, gritos, expectativa en el ambiente. Sonó una explosión.
A los diez minutos entraron por la puerta dos padrinos
cargando a Miguel, o Daniel, uno de cada lado. Se convalecía,
quejándose a cada paso. Ya en el cuarto de juntas, ahora sin
visitas, lo dejaron entre nosotros. Su ropa se había socarrado,
pero no sólo su ropa. Lo que alguna vez fue un tatuaje de
un águila en su espalda se había descarapelado y, cuando le
arrancaron la ropa, también los huevos se le habían chamusca-
do. Los tenía carbonizados y encogidos como pasas. Se había
escondido en una caja de luz. Desconozco el voltaje, pero he
visto sus efectos.
No lo llevaron al hospital. No de inmediato, como ha-
bría sido sensato. No, porque un adicto es considerado un
enfermo, incapaz de hacer uso de su autonomía o de su voz

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o de reconocer su propio dolor. Enfermo es otra palabra para
vicioso; se consideran gente responsable de sus vicios, pero sin
voluntad. Bajó la madrina E. Tenía cara de bulldog rabioso. Si
sigue viva, podría apostar a que aún tiene así la cara. Llevaba
un bate en la mano. Por ello, no hay teoría sobre los beneficios
utópicos del matriarcado que baste para convencerme. Desnu-
do, un chico blanco, cubriendo sus genitales chamuscados con
las manos, recibía una tunda brutal por parte de aquella mujer
morena. ¿Ya entendió, hijo de su pinche madre? El sonido seco del
bate golpeando la piel. Sí, madrina, sí. Terror en su voz que-
brada. Si está enfermo y debe ser atendido contra su voluntad,
¿por qué suponen que puede entender? Si no lo está y es capaz
de ejercer su voluntad y cognición, ¿por qué no dejarlo en la
calle hasta que cometa un crimen o muera drogado?
No sé. No importa. En serio. La adicción sólo la entiende
quien la porta, quien la padece, quien incluso la ha gozado. De
otro modo es como intentar explicarle el color azul a un ciego.
Sin embargo en un anexo no hay más que adictos a merced
de nuestras propias cabezas colonizadas y de los fantasmas del
día. Daniel o Miguel, o como se llamara, murió una semana
después de aquella tunda, en la cama de un hospital al norte
de la ciudad.

3a. Vodka tonic la bebida preferida de mi abuela C. Hasta la


fecha, cerca de cumplir 80, sino se le olvida por completo, bebe
al menos un par al día. Mi madre, durante alguna de sus visitas,
procura rebajar la botella con agua. No sé si hay algo en mis
genes, traducido a mi sistema límbico, que haya generado tal
patetismo con las drogas, o si es sencillamente algo de mi dis-
curso interno, algún patrón de conducta que asumí sin querer.
No importa. El hecho es que la primera vez que bebí, vomité y
perdí el estilo, tomando shots de tequila con dos compañeros,
a los 13 años; y la primera vez que fumé hachís a los 15, ya

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había leído la biografía de Jim Morrison, todo Huxley, todo Bu-
kowski, William Blake, Burroughs, y después del primer toque
lo primero que dije fue: vamos por más. Fue hondo el alivio, era
algo que había querido siempre, pero no sabía qué era.
He observado a mi abuela fumar durante años. Fuma
cigarros Vantage y los fuma con boquilla. Da un golpe al
cigarro sin la boquilla y el siguiente, —después de una coreo-
grafía con sus dedos, los de una sola mano— con ésta. Fuma
con languidez, con un desplante de pathos, elegante, teatral,
con la frente invariablemente en alto.
Puede que sobre mencionar cómo los meseros caminan de
puntitas tras ella cuando se levanta para ir al baño en un res-
taurante. Sería complicado para el gerente si, en su borrachera,
mi abuela se llegara a caer o descalabrar. Ella, con su blazer al
hombro, ni se entera de que la van siguiendo. Lleva botellitas de
perfume en la bolsa, rellenas de vodka, para a escondidas hacer
que sus tragos duren más. No es que no le alcance para pedir otro
trago, pero yo la entiendo, es el gusto de hacer algo a escondidas.
Fue la primera persona a la que vi robar algo del súper.
Me hacía cómplice, lo hacía tan divertido. También me dio a
fumar mi primer cigarro, en su clóset frente a ese mueble de
madera precioso con una colección de cajitas de plata. Anda,
para que veáis que no os gusta. Algo así dijo, a mis doce, y jalé el
humo esperando que supiera a cerezas. No me supo a nada,
fue confuso. Pero ella me hizo partícipe. Tampoco es necesario
mencionar la incomodidad en la mesa, durante una cena de
cumpleaños de mi madre, cuando C le acarició coquetamente
la mano a una hostess húngara, quien con cautela la retiró y
se despidió con cordialidad protocolaria. Ni es importante
hablar de su gusto por el Rivotril, ni de aquella vez que pasé
la noche en vela buscándola, porque a sus casi 80 decidió salir
por cigarros teniendo una cajetilla llena en su mesilla. Apa-
reció al día siguiente, orinada, en la puerta de la casa donde

46
vivió hacía más de 20 años. Quizás quería regresar el tiempo,
quizás quería asirse a una historia que cada vez se hace más
borrosa para ella.
Reitero, lo importante es otra cosa. A pesar de ser una cosa
muy básica es algo que no se puede emular. La llamamos fero-
cidad. Ella la tiene. A ratos parece cruel, a ratos bruta, a veces
necia, pero defiende sus convicciones y dice lo que piensa empa-
ñado de lo que siente. Quizás con cierta incontinencia verbal,
pero pasa lo siguiente: puede intimidar u ofender a quienes
carecen de ese mismo carácter con facilidad, lo que ella quiere,
lo que busca, es que alguien conecte con ella, con cómo ella
siente la vida, coño. Si lo permites, te destruye, pero si no te
destruye, te regala temple y carácter. Y eso no se puede comprar
o aprender en ningún instituto.
Jamás le dije “abuela”. Creo que probé una vez y enérgica
me contestó que de esas gilipolleces nada, que su nombre era
C. Así lo dejamos. Me encantaba el modo en que regañaba a
mis primos porque contestaban el teléfono diciendo mande.
¿Pero qué, sois gilipollas? ¿Cómo que “mande”?, ¿no tenéis cojones?
No se dice “mande”, se dice “bueno”, joder. Tenía toda la razón.
Aún lo creo. La posmodernidad no llegó a endulzarle el oído,
no tiene empacho aún en decir La Verdad y nada de esas cur-
silerías de “su verdad”. Tiene manos fuertes y de niño apretaba
mis muslos y me hacía reír de cosquillas. Ser querido por ese
monstruo ha sido una fortuna indiscutible. En su temple, en
su convicción, a pesar de haber visto a su padre colgarse con un
cinturón a causa de la pobreza, y que su hermano se hubiera
autodegollado con una sierra eléctrica, ella era realeza. Y a su
lado tú también, porque así lo había decidido ella. Porque así
asumió, sin titubear o morderse la lengua, el arte de vivir.

4. A veces oigo lobos correr en mi cabeza. No siempre aúllan,


pero su dolor es tierno como la pulpa de una granada china.

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1c. Rezar y hablar con una pared es, en sentido estricto, lo mis-
mo. Pero la desesperación carece de ciertas formalidades. Lo
triste de la adicción y toda esa relación abusiva con la química
puede que no sea el sudor frío cuando la sustancia abandona tu
cuerpo, o las lágrimas de tu madre, sino el haberse desahuciado
a uno mismo, sin querer. Ver la propia voluntad quebrada en
pedazos desconcierta, pero no tanto como observar al autoen-
gaño tomar tribuna en tu cabeza y no parar su discurso hasta
que ya tienes otra dosis en la mano. Me temo que Descartes no
se drogó lo suficiente. No poder confiar en esa voz, tu voz que,
como tu cabeza, es un lugar extraño.
Llevaba casi un mes ahí adentro, sin dormir. Las juntas
maratónicas, los insultos y la tristeza acumulada se sumaban
exponencialmente a la tragedia ajena, las golpizas, las caras
marcadas con plumones y la denigración sobrada de quienes ya
se habían abandonado.
Le pedí su Biblia a una de las tres putitas. Cerré los ojos.
Necesitaba una señal. Abrí el libro al azar y puse el dedo índice
sobre la página. Cayó en un verso del Éxodo: Moisés abrió el
Mar Rojo y los esclavos pudieron escapar de Egipto. Con eso
tuve para consolarme y sobrevivir una noche más al borde de
una locura irrevocable. Más que profecía, me queda claro que
es la desesperación apareándose con el pensamiento mágico.
Aún pienso que es más digno drogarse que creer en Jesús. A los
pocos días salí de ahí. Al paso de los años, en efecto, he sido
liberado de aquella servidumbre. Tal como en el Éxodo, en mi
organismo, se pudo establecer una Ley. La paradoja reside en
que de no haber sido amarrado en contra de mi voluntad un
18 de diciembre, hoy no sólo no sería libre, ya habría muerto.
Poco antes de salir, pasé el año nuevo del 2000 ahí aden-
tro. En mi fantasía yo habría querido recibir el nuevo milenio
en tachas en Tulum. Cosa que no hubiera logrado. En el me-
jor de los casos lo hubiera pasado en mi baño inyectándome e

48
inyectándome. Sin embargo, asistí a un evento espeluznante-
mente exclusivo. Esa noche en el anexo pusieron manteles en
las mesas. Comimos pollo rostizado con todo y refresco. Los
padrinos fueron nuestros meseros. Poco antes de cenar, de pie
frente a las mesas, todos rezamos. Uno por uno, pedimos en
voz alta por nuestras familias, por nosotros y por poder sobre-
vivir a la adicción. Tulum suena más bonito, más Caribe, más
chavas fresas internacionales follando en MDMA, escuchando
música house. Pero ésa no era mi realidad. Mi realidad era triste
y culera, pero era ésa.
Al terminar la cena, bailé cumbia por primera vez en mi
vida. La misma chava, rapada, de ojos brillosos y tristes, que me
había prestado su Biblia, sonreía ante mi falta de ritmo o gra-
cia, o acaso fuerza para bailar. Pero no estábamos para más, ni
para juzgarnos, ni para tomarnos una burla en serio. Sonaban
Los Socios del Ritmo y esa noche nos dieron cigarros y refresco,
y nos dejaron bailar.

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Wa i t i ng fo r t he ni ght

1. Rara vez sueño. En general sólo sucumbo al cese de la vigilia,


sin mayor trama. Pantalla en negro. Punto.

1a. A diario pienso en mi muerte. A veces lo hago deliberada-


mente, mientras me rasuro o mientras me pongo el reloj. Imagi-
no —hasta donde mi imaginación permite— cómo mis sentidos
cesarán, cómo el pensamiento se fundirá y desvanecerá la ex-
periencia consciente. En ocasiones esto me causa cierto páni-
co; en otras, apenas toco el pánico y paso a un apetito voraz
por todo lo que involucre a la vida.
No me detengo mucho en los escenarios mórbidos, en de-
talles de si muero degollado en un accidente o por una bala
perdida o por un ataque al corazón repentino e inexplicable.
Procuro, más bien, acentuar la inevitabilidad de la muerte a la
par de cuán precaria es la vida humana y lo tanto que depende
de una infinitud de factores bien orquestados (temperatura,
oxígeno, gravedad, alimentación), y todo está relacionado con
el caos. La muerte da vueltas en mi psique durante el día. La
pienso a menudo. Por eso me tatué una calavera en el ante-
brazo. Es un recordatorio con el cual cubrí mi primer tatuaje,
una mariposa por cuyo centro solía pasar la aguja de la jeringa.

51
No creo en forma alguna de más allá, incluida la reen-
carnación. Considero, en un mínimo margen de posibilidad
caleidoscópica, que las causas y condiciones que me consti-
tuyeron como tal, dada una infinidad de tiempo, se vuelvan a
juntar. Pero las posibilidades también pueden seguir variando
interminablemente sin incluir repetición alguna. Además,
aunque llegase a suceder ésta, la sensación de ser “yo” no
incluiría una memoria de esto que pasa ahora. A pesar de
ese mínimo margen de posibilidad, lo que mis sentidos en
su inmediatez dictan y deducen es que la muerte es el cese
definitivo, instantáneo y total de toda emoción, percepción y
sensación. Punto.
Asumir nuestra condición mortal nos obliga a vivir. No me
refiero a esa visión malbaratada de sólo se vive una vez, que impli-
ca entonces la urgencia de probar todo y saturarse los sentidos
cuanto antes. Me refiero más bien a una plenitud inmediata.
Una apreciación vivaz del presente. Un sentido de candor. Una
disposición a la vulnerabilidad. No sin un dejo de tristeza que
delinea los bordes de este accidente que llamo mundo.
Sin embargo, ya he reencarnado. Dejé de ser un fantasma
hambriento para convertirme en humano.

2. Uno de mis drogos favoritos de la historia es Sigmund Freud.


Consumidor de coca y morfina, aficionado al tabaco y a la se-
xualidad humana. Un hombre cabal que se puso en juego, una
y otra vez, por su obra. Además de inventar un nuevo modo
de escuchar, Freud, a diferencia de la vasta mayoría de psicoa-
nalistas que ha dado su linaje, tenía la habilidad de escribir
bien. Era claro y contundente con sus ideas. No temía equivo-
carse. Sin evidencia de angustia, se retractaba de algo previa-
mente publicado o afinaba algunos puntos, aunque fuera tres
libros más tarde Además su obra es tan vasta como la cocaína
le permitió.

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Yo no me imagino elaborando tal cantidad de trabajo en
coca. Imposible. Me pasaría el tiempo preocupado porque se
fuera a acabar la bolsita. Con los años he tenido el gusto de
leer y releer algunas obras de Freud, y con cada lectura nueva
encuentro precisiones que antes ignoré y admiro un poco más
a su autor. Ahora, la temática en cuestión dirige mi atención
y vaga memoria a un texto suyo de principios de siglo XX: La
transitoriedad.
Según recuerdo, en dicho texto Freud (en modalidad de
socrático situacionista) camina con un par de colegas por la
campiña (o por la orilla de un río, puede ser). Mantiene el
anonimato de sus amigos, los llama Joven poeta y Amigo taci-
turno. Así, cuenta que JP admira la naturaleza, pero sin regoci-
jarse en ella. Freud se percata de una desazón en JP, quien a su
vez declara estar triste porque todo aquello que le resulta bello
habrá de perecer. La inminente desintegración de aquello que
lo maravilla le impide maravillarse sin reservas. Freud propone
entonces que JP está viviendo una suerte de duelo adelan-
tado. Es como si JP viera el mundo de antemano perdido y
así evitara enamorarse de dicho mundo, para luego no sentir
desilusión.
AT, como su nombre indica, no dice mucho, pero Freud
le atribuye otra postura ante la transitoriedad. AT en vano in-
tenta negar por completo a ésta. Se pelea con la posibilidad de
que el mundo y los elementos que lo componen de manera tan
elaborada sean indiferentes. Reniega ante la posibilidad de que
cualquier cosa, incluso lo bello, pueda ser destruido. Reniega
y lo niega. Niega el caos y el sinsentido, niega el accidente tan
poco probable que es la vida inteligente en el universo, y po-
dríamos suponer que suscribe a una suerte de teoría de diseño
preestablecido del universo. Tanto quiere creer en un orden or-
ganizado y bondadoso que lo toma por realidad. Una realidad
que sin embargo necesita defender.

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Para Freud eso es una tontería (aunque por respeto a su
colega no lo dice así). También lo doloroso puede ser verdadero.
Freud toma la voz de un principio de realidad y considera que
ambos, AT y JP, son presa de un duelo no resuelto y además
irresoluble. Pagan su duelo por adelantado, en cómodas men-
sualidades, para seguir aplazando el peso bruto de la realidad
de la transitoriedad. La psique, sugiere Freud, teme al dolor
y lo bloquea cuando puede. En el caso de AT, como avestruz,
esconde la cabeza bajo la tierra para ensordecer la estampida
que se avecina, pero también deja de ver el cielo abierto. JP, en
cambio, recurre al método homeopático, probando un poquito
de duelo cada vez para no asumir la impermanencia.
Freud los reclama, apasionado, y los invita a ver cuánto
más bello es lo bello [sic], cuando se tiene en cuenta, sin trabas,
su transitoriedad. Pero sus compañeros de caminata parecen
no entender. Al final, Freud habla de la guerra que se suscitó
un año más tarde, y toda la devastación que trajo consigo.
Inclemente. En un giro de astucia, Freud acude a esa misma
transitoriedad para proclamar que tras tal barbarie habrán de
reconstruir y que, incluso, lo harán mejor que antes.

3. Vamos rápido por el segundo piso del periférico. Hemos


recorrido este tramo, de la casa al hospital y de regreso, día tras
día. Su padre lleva 30 días en coma. En la visita anterior vi a
mi mujer, con nuestra hija en su vientre, usar un tapabocas y
guantes de látex para acariciar lo que quedaba de su padre. Lo
peinaba y acariciaba, y tanta era la ternura en su voz cuando le
contaba pequeños chistes sobre su apariencia que a veces hasta
lograba opacar el repetido sonido del respirador. Él había enve-
jecido 30 años en 30 días, sólo quedaba el reflejo del cuerpo al
respirar; el padre de mi mujer, el abuelo de mi hija, ya se había
disuelto en el espacio.

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La tomo de la mano en el auto. Está entera, pero su mira-
da es inconsolable. Ha sido agotador, además de ver a su padre
así, tener que luchar con parientes que niegan la realidad de la
situación, la realidad de la muerte. Quieren creer que alguna de
sus supersticiones, que alguna de sus cobardías, es igual a ser bue-
nas personas y ahora le pueden cobrar a una deidad un milagro.
Han pegado estampas de algún santo u otra divinidad en la cama
del hospital. Pero él no lo hubiera querido así. Hubiese sido el
primero en pedir la desconexión. Su voluntad es otra, no la de es-
tar así, causando pena, agonizando, sin poder usar su ingenio, sin
reír, sin poder vestir moderno como le gustaba, sin poder hacer
sonreír a alguna enfermera moderadamente guapa.
Pero ya, por fin lo van a dejar ir. Los médicos han decreta-
do que ya no hay retorno. Se ha previsto una dosis terminal de
morfina. Los detalles varían, todos los protocolos tanatológicos
que borran mi memoria. Pero sí recuerdo que íbamos en el
auto, por el segundo piso, y el shuffle hacía sonar Waiting for the
Night, de Depeche Mode. I’m waiting for the night to fall / When
everything is bearable. Cobra otro significado la canción. Me en-
canta que las canciones tengan la capacidad de hacer eso. Es-
tamos esperando la noche, su noche, la noche del padre de mi
mujer, que llegue el alivio. Tarda 4 horas, después de la muerte,
la pupila humana en dejar de reaccionar a la luz. Esperamos
que llegue eso para él. Juntos, recorriendo el segundo piso en
esa inmensa noche. Esa noche a la que regresa aquel brote de
luz y minerales y cariño que mi hija llegará a ver en fotos de su
abuelo. Tomados de la mano, escuchando Depeche Mode, creo
que nunca me he sentido tan cerca de otra persona.
Esperando la noche y una inyección. Las estrellas se
alumbran, una por una, como instigadas por el dedeo de un
sintetizador. Cielo pop. Rigidez, lividez, enfriamiento, deshi-
dratación, autolisis y putrefacción. Eso nos espera. La pérdida
total de la circulación y respiración.

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4. Ahí yacía el cadáver de su madre. En una caja. Algún día
ese vientre fue fértil y el mundo se enteró por la curva del la-
bio, por el dilatar de la pupila, por un rubor preciso. Ahora en
ese féretro, dormían aquellos senos que antaño lo nutrieron,
haciendo de la luz leche. La piel ya no es piel, es ya un del-
gado muro gris que apenas cubre la descomposición. Se van
soltando, separando, desintegrando millones de factores que le
dieron chispa, que la hicieron su madre.
Somos apenas un pestañeo, una fracción del sol. Cuán im-
potente es el hombre ante la muerte. De aquel cuerpo alguna
vez se nutrió directo del envase. Apenas la euforia del primer
aleteo de una mariposa extraña. Una flor sensible a la palabra.
Georges Bataille no se hincó a rezar frente al cadáver de su
madre. Quizás no supo qué hacer, quizás la tristeza lo revolcó
y la confusión gritaba entre sus oídos. Todo a la vez. Era su
madre, la madre, el origen, la materia misma. Mamá.
Ante algo tan contundente, Bataille respondió como
sabía: sacándose la verga. Solo, en ese cuarto, con el cadáver
de su origen ya en un féretro, se masturbó y, se dice, se vino
sobre el cadáver. Quizás fue un intento por saldar ese potlach
irreparable llamado vida. Quizás quiso regresarle la leche.
Quizás fue lo único que el desconsuelo le permitió. Quizás
sólo así pasó. Y ya.

1c. Mirando a una anciana en el parque supe que quería tener


hijos, de nuevo, antes de los cuarenta. Al ver a esa anciana
tratar de andar, pensé en mi madre y en mis abuelas. Tuve
claro lo importante que es que mis crías pasen tiempo con mi
madre antes de que ella llegue a perder la lucidez. He querido
que sean partícipes de una mirada, de un tono de voz, de una
serie de gestos. He querido que conozcan esa forma exacta de
ternura. Es el legado humano más importante. Que en la piel,
en las rutas del sistema nervioso, registren un modo singular

56
de quererse. Lo demás, monumentos, premios, Muralla China
incluida, tarde o temprano se fugará, hasta de las migajas de la
memoria. Cada vez que escucho a mi mujer cantarle a nuestra
hija los boleros que su abuela le cantaba de niña, sé que logré
lo más importante.

5. Mi abuelo H no es un hombre particularmente expresivo.
Digo, no puede evitar ser expresivo estando vivo, pero no es
locuaz; es más bien un tipo callado. En mi vida no lo he oído
emitir opiniones políticas o religiosas. Tampoco parece un tipo
muy apasionado. Podría decirse que es un tipo mustio, que se
ha dedicado, con esfuerzo, a trabajar y a pasarlo bien.
Esa tarde, vestido con su suéter Lacoste rosa, bebía tequi-
la con jugo de naranja. La luz entraba por las ventanas de la
cocina de mi madre, haciendo relucir el azul acapulqueño de
sus ojos. Sonaba el vapor de la olla exprés, donde preparaban
frijoles, y las voces de mi madre y hermana murmurando, ale-
gando algo sobre la comida. El rugir de los autos pasando por
la carretera y el canto de algunos pajaritos insertaban notas de
fondo. El cielo azul, tan azul.
Quizás yo estaba receptivo esa tarde. Mi abuelo, entre sor-
bos de su tequilita volteó y me miró; una sonrisa breve en su
cara y supuse que habíamos pensado lo mismo. Cuando habló
supe que sí. Es que esto es el cielo. Entendí a qué se refería. Este
mundo es el único mundo, la única gloria. Una transmisión
directa, no hablamos más, pero por instantes compartimos un
estado mental, una pizca de certeza.

57
Enj oy t he si l ence

1. Después de dejar una pequeña ofrenda a los demonios del lugar,


comienza el retiro. Cada sitio tiene sus demonios. La interdepen-
dencia de los fenómenos es infinita, por ello, en cierto sentido
todo es una alucinación. Una alucinación llena de historia. Con la
ofrenda los demonios favorecerán la práctica. Todas esas com-
pulsiones y los patrones que muerden y muerden la atención
son invitados. La ofrenda es para adentrarse por completo en la
práctica, sin beatitud ni astucia, completo, a sabiendas de que
el autoengaño invariablemente participa en el meneo entre el
temor y la esperanza. A sabiendas de que soy yo, tal y como soy
en tal momento, quien medita, y que la mente con la que lidio
y el orden de deseos que me mueven son esos que me trasto-
can, y no otros. De otro modo, meditar pronto se vuelve otra
forma de agresión, otro intento correctivo por hacerse sereno a
la fuerza. Sin una disposición amistosa interior, no hay práctica
posible. Si no se parte desde el sitio donde estamos, no hemos
siquiera empezado.
Nada de WiFi, nada de teléfono, nada de contacto con
otras personas. Pronto deja de haber en quién proyectar. Sin
trama de la cual engancharse, la neurosis se desnuda y exhibe
su absurdo fundamental. Exhibe el dolor al que responde. Ya
no hay a quién echarle la culpa o dónde imaginar algún idilio.

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Estaba a solas con mi mente. Con su textura y con el flujo
de mi atención. Es contundente, y si bien no se caen las más-
caras todas de golpe, se palpan en el silencio todas esas pequeñas
tretas que jugamos con nosotros mismos. Todos esos modos de
engancharse y entretenerse con el sufrimiento.
Meditar al despertar, meditar después de desayunar, meditar
de nuevo, caminar, meditar, meditar, leer algo sobre la práctica,
comer, meditar, caminar, meditar, cenar, meditar, meditar. La
atención se afina y expande, cada gesto es aparente, el cuerpo
entero es atención, la mente una receptividad espaciosa cuya ubi-
cación es imposible de determinar. Meditar. Meditar. Y así al día
siguiente, y el siguiente.

2. Conocí el fin del mundo. Dos amigos me llevaron por la tarde


a la costa de Finisterre y comimos lechón y pulpo a la gallega,
escuchando el rugir de aquel intempestivo mar. Después me lleva-
ron a la vieja casa de Man. Entre extrañas esculturas de piedras y
algas, llegamos a una choza frente al mar. Adentro había pequeños
vitrales hechos de pedazos de vidrio que las olas habían regresado
a la costa, y una ventana amplia en el techo, para mirar las estrellas
de noche desde una cama de concreto.
A Man de Camelle le decían así porque era alemán (man),
se llamaba Manfred (Man) e hizo su vida y leyenda en la costa de
Galicia, en Camelle. En la web lo presentan como una suerte de
loco, un freak que usaron como poster boy de alguna organización
ecologista cuando el Prestige derramó petróleo en esas costas.
Pero, la versión de Wikipedia me importa un carajo, y más frente
al relato de R, cuyo padre fue de los pocos amigos de Man.
La historia va así: Man, un profesor de artes, se enamoró de
una gallega. No bastando que era gallega, además era filóloga.
Puedo imaginar al joven profesor fascinado por la verbosidad
y el temperamento de aquella mujer; mareado por su brutal
pasión y dominio del reino de la palabra. Puedo imaginar cuán

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encendido, cuán despejado sentía su pecho cada vez que la iba
a visitar. Algo en su olor lo tendría hipnotizado, replanteando
todos sus planes a futuro, intoxicado por algo inclasificable en
las pupilas de aquella mujer.
Después, claro, viene una incógnita en la historia. Un detalle
perdido ya en el teléfono descompuesto de los chismes de un
pueblo junto al mar. Nadie sabe exactamente qué pasó. Algo en
ese amor se rompió. ¿Ella lo engañaba?, ¿ella lo pescó con otra?,
¿ella lo encontró, de pronto, aburrido?, ¿ella cambió de parecer?,
¿ella regresó con un marido al que había dado por muerto? No
lo sabremos nunca.
Man se resignó y, de paso, renunció al mundo que conocía,
incluyendo el de las palabras. No regresó a su país de origen y
dejó de hablar, se construyó una cabaña a orillas del mar, se
despojó de su ropa y de sus aspiraciones de hombre de mundo
y ahí se quedó. En ocasiones algún pueblerino compartía comi-
da con él, pero en general comía lo que pescaba y, sobre todo,
algas. A veces usaba taparrabo, pero solía andar en pelotas, sin
palabras siquiera para cubrirse. Puedo suponer que, no sin in-
comodidad e incluso después de intentos de hablar con él, los
camellienses terminaron por dejarlo en paz. Era, en todo caso,
un alemán civilizado y no se metía con nadie.
La gente del pueblo lo adoptó, quizás por curiosidad, como
un animal de circo, tal vez como un recordatorio de algo primi-
tivo y digno que habitaba en cada uno de ellos. Man tampoco
hablaba con sus ocasionales visitas, pero a veces les prestaba
lápiz y cuaderno, y les pedía que dibujasen algo, lo que se les
ocurriera. De los dibujos tomaba ideas para su obra: un jardín
de esculturas de piedra que montó usando algas como cemen-
to. Era, con o sin palabras, un artista.
Años más tarde, y con una vasta obra en su patio trasero,
Man murió de tristeza. Rondando entre las extrañas formas
que aquel hombre había esculpido en ese tramo de la costa,

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R nos contaba sobre el derrame petrolero y cómo éste mató
a Man, quien se negó a moverse de ahí y a dejar de comer
algas. Murió, al final, envenenado. Quizás era esa misma deter-
minación infantil y necedad la que aquella gallega un día no
soportó más.
No me llevé ni una piedra de su jardín, ahora dispuesto
como una suerte de museo por autoridades que jamás pasan
por ahí. Recorrimos el muelle, también bordeado por esas es-
culturas que Man tan esmeradamente elaboró. Ni una piedra
me llevé; sé que eran suyas, de la costa es decir.

1a. Al tercer día del retiro solitario llega de nuevo la duda:


¿acaso no es ridículo estar aquí, meditando una y otra vez, ha-
biendo tanto que hacer en el mundo? Podría estar en un cine,
en casa, trabajando, paseando, con alguna amiga, leyendo un
libro, conociendo el mundo, ganando dinero, qué sé yo. Pero
no, estaba ahí, solo, en silencio, incomunicado, observando mi
mente, dejando que se aquietara por su propio peso y así quizás
reflejara el mundo con mayor verosimilitud.
Esto resulta algo terriblemente ordinario. Por ello, al
tercer día, también llega el aburrimiento. Se van agotando las
expectativas, las fantasías de que algo trascendental ocurra,
de que brote una epifanía, de entrar en un estado de con-
ciencia superior o alterado, de que ponga. Nada, sólo sigue
la rutina con la que se ha hecho el pacto. El entretenimiento
se va agotando. Meditar, caminar, meditar, comer, meditar,
meditar… Observar la respiración, observar la mente, con-
tinuar. Y confiar, confiar en que la naturaleza de la mente
contenga sanidad básica.
Sí, también es aburrido. Pero el aburrimiento es fuente de
libertad. Se vuelven aburridos los juegos que la mente juega consi-
go misma, las identidades, las imposturas, la continua narración
de todo lo que pasa, el ritmo despiadado del pensamiento, car-

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gado de promesas de satisfacción. Se tornan aburridas las secuen-
cias de fantasías y conmiseraciones, los temores acomodados y la
cantaleta de una historia personal trillada.
Al concluir el retiro es cuando pega. Al salir, cae de golpe
la amplitud de la atención cultivada, su calidez y, sobre todo, su
precisión. Esa precisión todo lo transforma. Cada gesto es per-
ceptible, cada pensamiento no sólo es concepto, sino también
tiene una tonalidad específica. Me sentía como recién nacido,
con la mente fresca y clara, el pecho tierno y valiente, y la es-
palda un poco adolorida de tanto estar sentado en posición
de meditar. El problema es que lo aprendido ya es imposible
de desaprender, y sí, he buscado mil y un maneras de negarlo.
Ha sido una constante en mi vida: negar mi propia experien-
cia y luego pagar el precio por intentarlo.

3. Desprecio a las personas que hablan mientras toca una orques-


ta. Me irritan tanto como quienes apenas terminando la obra
estallan en aplausos. Sí, me pongo algo neurótico cuando voy a
escuchar la sinfónica. Pero también estimo que hay algo en el
silencio, la falta de significación que perturba con facilidad.
El silencio total debe ser algo aberrante. Imagino algún tipo
de vacío cuyos bordes sean de materiales antivibración, un espa-
cio donde no se escuche ni el latir del corazón propio, ni tu voz
al gritar. Seguro John Cage hizo un experimento del tipo. Perder
cualquiera de los sentidos debe ser terrible. Sin embargo, ante la
ausencia de entretenimiento o ruido, pronto parece ofuscarnos
una ansiedad morbosa. Cualquier espacio, cualquier hueco, en
vez de una invitación a la receptividad, se torna rápido en obli-
gación de rellenar o predecir el vacío.
Ni ha concluido la pieza, los instrumentos aún vibran, el
recinto, los poros todavía se estremecen. Ni hemos terminado
de saborear la pieza que aún lame el oído por dentro, ni hemos
paladeado cómo se dispersan las notas y ya hay algún eufórico

63
de pie, entusiasmado, haciendo notable cuán inspirado es,
atascando el recinto de aplausos, con la angustia que causa el
silencio. No vaya a ser que un quiebre en la fábrica del pensa-
miento nos obligue a confiar un sólo instante en la infinitud.
Rápido, rápido, la experiencia debe ser bautizada y catalogada
para pasar pronto a hablar de ella, sin haber siquiera termi-
nado de ingerirla propiamente.
Tanto tiempo, de nuestras vidas, en que somos más bien fan-
tasmas. Aprisa, pasando de una cosa a otra, habitando un reino
de conceptos. Coleccionando el recuento de experiencias a me-
dias, acumulando la idea de las vivencias, para pronto darles
significado y colocarlas en un cajón de la memoria, y chismear
solos al respecto.
Si tuviese los medios, seguro que fusilaría a todas las perso-
nas que no se comportaran según mis estándares mientras toca la
sinfónica. Pero de tener los medios me evitaría la molestia y más
bien contrataría a la sinfónica de Londres para que me tocara una
temporada en privado. Comoquiera, tal incapacidad de estar pre-
sentes, de soportar el silencio, me parece una forma de violencia.
Como si la vida fuese demasiado, fuese imprudente, inadecuada,
y a cada instante necesitase ser barnizada y amortiguada por el
reiterativo discurso que elaboramos al respecto.

1b. La meditación se ha ganado una pésima reputación. Sus fans


han logrado atascarla de conceptos metafísicos, mientras la reta-
can, como pavo navideño, con vagas aspiraciones de superioridad
moral (como suelen hacer los fans de cualquier cosa que valga la
pena). Prácticamente la han sepultado en un ejercicio de autohip-
nosis, con el cual pretenden sustraerse del mundo en pos de una
perfección enraizada en la inercia de una vida no examinada. Por
ello los seminarios de meditación están repletos de personas in-
tentando huir de sus traumas, buscando una ruta rápida hacia el
bienestar; gente que te mira demasiado tiempo a los ojos cuando

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te habla, veganos temerosos de eyacular, chicas con tetas opera-
das pretendiendo huir de su propia idea de superficialidad con
tatuajes en sánscrito, y toda sarta de gurús de pacotilla lucrán-
dose con alguna versión piñata de la iluminación.
Sin embargo, defenderé la meditación ante tales confusio-
nes. Meditar es cultivar la atención. Nada más. Aquel registro
que tenemos de nuestra experiencia mientras estamos vivos,
puede, también, ser ejercitado, afinado. Es una práctica para de-
sempolvar la luminosa receptividad natural de la mente. Ésa que
llevamos a todos lados, nos guste o no. Y por luminosa me refiero
a que alumbra todo lo que se le cruza. Y por mente me refiero a
la consola donde se mezclan los sentidos.
Al sentarse en quietud y observar la respiración, se observa
también todo el ruido que hay en la mente, y el efecto de esta
verborrea —a veces llamada pensamiento— en nuestras vidas. Se
desnuda la insensatez, mientras se saborean un sinfín de posi-
bilidades. Nada más. No hay truco. No hay esperanza; no hay
salvación. Sólo la posibilidad de generar algún tipo de amistad
con quienes somos y dejar de agredirnos con ideas de cómo de-
beríamos ser. Algo así.
Por otro lado, la meditación es un acto de soberanía. En la
quietud, la atención es una flama y consume sin discriminación
todo lo que los sentidos (incluido el pensamiento) le arrojan.
Sin mayor propósito futuro o utilidad, paladea la experiencia
viva, vívida, fresca, que en ese momento sucede. La consume
sin otra finalidad más que atestiguar cómo se incinera y ver los
colores de la flama. Es un sacrificio ritual. Eso es, en todo su
ordinario resplandor, mientras te sientas sin hacer nada más
que observar tu respiración y contemplar la naturaleza de tu
experiencia presente.

4. Cuando empieza a zumbar la máquina se calla mi cabeza.


Tomó años, pero me reconcilié con las agujas.

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El primer tatuaje me lo hice a los 15, una mariposa en el
antebrazo derecho. Estaba pacheco. Como todos los días entonces.
Después me inyectaba justo en las alas de la mariposa. A diario.
Además de evadirme de un mundo de apariencias y control, un
mundo de políticos, que tanto observé de niño, la mariposa fue
un patrón de aterrizaje para las jeringas.
Quince años más tarde cubrí la mariposa con una calave-
ra. Como si llevase la misma fragilidad a su extremo: la muerte.
Había crecido y la mariposa era también un recuerdo de las jerin-
gas. Pero me reconcilié con éstas. Cada viernes iba por más tinta.
Con el paso de las agujas, procesaba dolores emocionales impo-
sibles de articular en palabras. Así aprendí un poco de tolerancia,
en vez de siempre huir y patalear.
Así como hice las paces con las agujas, las hice con cada
sustancia que probé y de la cual abusé. Como aquella vez que
encontré una amapola en las faldas de un volcán. Me bajé del
auto y caminé hacia ella. La admiré y me quedé platicando con
el rojo volátil de sus pétalos hasta que mutuamente nos recono-
cimos. Así, aquella aguja que antes me callaba en su oleaje, que
me adormecía, que me sometía a la compulsión de una fe ciega
y mortal, se hizo instrumento de expresión. Lo tengo escrito en
la piel. Y ahora también lo escribo en piel ajena, externando algo
que alguien lleve dentro. Además pude darle un lugar al hecho
de que lastimar y ser lastimado, si bien no siempre me gusta, me
resulta inevitable e incita mi curiosidad.
Vibra la máquina. Los guantes negros cubren mis manos.
Deposito la aguja en el tintero y la llevo a la piel. La música a todo
volumen arranca el discurso de mi cabeza. Mi atención se queda
ahí, donde pasa la aguja. También ahí, conozco el silencio.

5. Durante una época de mi vida, de camino a casa cada noche,


pasaba por la Glorieta Insurgentes y compraba piratería. Así vi
todas las películas del 007 en orden, y toda Lola la Trailera y

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todo Pedro Infante, Tin Tan, Cantinflas. La mayoría de los DVD
venían bien, calidad en la imagen y sonido, menús y todo. Sin
embargo, de vez en cuando había fallas. Como algún estreno re-
cién grabado en una sala de cine local con una cámara de video
digital. Evidente la falta de definición, el cambio de encuadre y la
ocasional cabeza de otro espectador que se levanta para ir al baño.
Un par de veces me tocaron películas dobladas al ruso, donde un
sólo tipo dice todos los diálogos. Todos, sin importar el género
del hablante o la emoción del personaje, es el mismo tipo con su
voz de ultratumba.
Pero mi fenómeno de imprecisión pirata favorito es otro:
los subtítulos hechos por Demon y Scorpion. Hay una serie
de películas que fueron quemadas y subtituladas, como indica
la leyenda al inicio de cada película, por Producciones Demon y
Scorpion. No tengo idea dónde operan DyS, aunque tiendo a
imaginar que en algún pequeño recinto en Tepito, con las pare-
des tapizadas de puros DVD en blanco. Desconozco también
dónde aprendieron inglés DyS.
Para quien es bilingüe, la discrepancia entre lo que se dice
en la película y los subtítulos de DyS se va haciendo evidente
a lo largo de la cinta. En general atinan en la traducción, pero
van perdiendo detalles que se van sumando. La historia se ve
alterada, el sentido de los sucesos y la trama. Con los diálogos
cambiados, acaban por contar otra historia pero con la misma
secuencia de imágenes. En sentido estricto se vuelve, más bien,
otra película. Como si te fumas un par de porros con alguien y
miras la TV sin volumen, inventando lo que dice la gente que
aparece en la pantalla.
Un clásico ejemplo es cuando un personaje dice: “she will
come back”, DyS con frecuencia traducen: “ella le ha dado la
espalda”. Así, uno de los elementos recurrentes en las versiones
DyS es la traición de la mujer. Como tantos de nosotros, tienden
a ver mujeres traicioneras hasta donde no las hay.

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Mientras me pregunto cómo carajos dan sentido a las pelícu-
las quienes siguen al pie de la letra los subtítulos de DyS, también
me pregunto cuán fragmentada es nuestra noción de la narrativa
en general. Pero sobre todo, me obligan a reflexionar sobre cuán-
to padezco mis propios rellenos ignorantes ante las incógnitas de
la vida y qué tanto confío en mis proyecciones. Mucho, supongo.
Esto es el efecto DyS: una traducción fallida de la realidad
que en mi cabeza adquiere, extrañamente, sentido, porque va car-
gada con todo lo que asumo por default sobre dicha realidad. La
mente imita al mundo como un DVD pirata.

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Po l i cy o f t r u t h

1. Desde los 18 tengo una cicatriz en el nudillo del dedo ín-


dice izquierdo. No volvería a vivir mi adolescencia ni por un
millón de dólares. No recomiendo a nadie ser un adolescente
hipersensible, grosero, engreído, aislado, drogado, con la cabe-
za llena de Nietszche y poesía romántica. Golpeé la pared. De
modo teatral, claro. En medio de un berrinche, seguro. Pero es
demasiado fácil descalificar el malestar como berrinche. Hasta
la fecha tiendo a sobreproteger cualquier indicio de fragilidad e
impedir la empatía con mi adolescencia. Tanto como tiendo a
disculparme por mis impulsos una y otra vez. Lo odio.
Tenía la 9mm de mi padre sobre el escritorio. La había
tomado de su clóset, sin preguntarle. A un lado del arma es-
taba mi huato de mota, abierto, envuelto en periódico. No sé
si quería matar a alguien, pegarme un tiro, llamar la atención,
tener una epifanía, resolver mis problemas o intimidar a mis
padres para que me dejaran drogarme tranquilo en su casa, con
su dinero. Una combinación, probablemente. Mi confusión
era total, la tristeza no acababa de llenar el hueco en mi tripa,
estaba aterrado de la vida que conocía y del ruido en mi cabeza.
Entró mi padre en la habitación. Discutimos. Trató a su
modo de ayudarme. No tengo la más mínima noción sobre qué
discutimos. Me encanta cómo podemos alegar hasta la muerte
un día, para luego, con los años, olvidar por completo lo que

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tanta convicción nos generó en dicho instante. La discusión
escaló, estaba nublado por toda la impotencia contenida. La
confusión. Golpeé un cuadro que colgaba de la pared. No re-
cuerdo de qué era el cuadro. Sólo recuerdo, vagamente, la rabia
que había en mi flaco pecho. Rompí el vidrio y con ello me
hice la cicatriz en el nudillo.
No soy el único ser humano que atravesó la adolescencia
torpemente. Ni soy el único que ha tendido a la exageración y
al histrionismo para lidiar con problemas, hormonas y angus-
tias, las cuales no tenía la capacidad de gestionar.
Hay una peculiaridad en esta historia: soy diestro, escribo
y uso un martillo con la mano derecha. Si ahora mismo gol-
peara a alguien, y así ha sido cada vez que lo he hecho, lo haría
inicialmente con el puño derecho. ¿Por qué motivo golpeé ese
cuadro con la mano izquierda? Quizás por cómo estaba situado
frente al cuadro. Pero me hubiese podido mover un poco para
darle con la derecha. El cambio de mano se lo atribuyo a lo
siguiente: los seres humanos poseemos una curiosidad morbo-
sa. Tenemos pequeños espasmos de conciencia en medio, in-
cluso, de las situaciones más cargadas de emociones (así como
los sueños de cada noche están llenos de guiños para instigar
un sueño lúcido). Creo que en su momento pensé en que la
mano derecha es la que más usaba para hacer música. Es decir,
creo que hubo un instante en que lo decidí (por así decirlo).
Un instante durante el cual me pude haber retractado, un instan-
te durante el que opté por seguir y ver qué pasaba.
No es cinismo, propiamente, sino una morbosa curiosidad
humana. Y creo que la tenemos todo el tiempo. Como cuando
vemos que un par de autos están a punto de chocar, hay un
instante en el que incluso deseamos que pase. Bueno, al menos,
confieso, así me pasa a mí. Ni siquiera es malicia, sólo curiosidad
por ver qué pasa. Es como aventar a alguien al agua fría antes de
meterse, para ver si no le pasa nada, para ver cómo reacciona.

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No es que ahora cada vez que vea la cicatriz piense mucho
en lo que pasó aquella tarde. No me parece que sea para tanto.
Sí lo lamento. Lo lamento como lamento cualquier acto estúpido
(violento y prescindible) que haya cometido en mi vida. Ni más
ni menos. Hasta la fecha jamás he lamentado una omisión. Pero
la ignorancia es cabrona, el modo en que acaricia todo el sistema
nervioso. La forma que adopta al abordar el tren del pensamiento.
Lamento la torpeza de mi adolescencia. Con el tiempo me he dis-
tanciado sanamente de aquel hombre que en su momento fue
mi padre. Aquél que me revisaba los ojos en la entrada de casa
para asegurarse de que no estuviesen rojos, aquél que regresaba
de sus viajes con la maleta llena de libros que yo devoraba. No
me entiendo con quien dejó en su lugar. Pero no me debe nada.
Nada. Ni yo a él.

2. Para mi generación la ironía dejó de ser un recurso retórico


y se volvió una obligación. Posiblemente es uno de tantos sín-
tomas postideológicos de la época, como si al caerse el muro de
Berlín, también se derrumbara cierto compromiso lingüístico.
Ya no se usa la ironía, en general, para desestabilizar certezas,
sino para poner cualquier declaración en entredicho. Es ya sólo
otra muestra del temor a equivocarse.
Esto suena medio apocalíptico. No lo es. No marca el ini-
cio de ningún declive particular de la humanidad, ni de una
pérdida irreparable. Ni me tiene personalmente preocupado.
Toda época histórica está repleta de abusos y avances. Cabe,
comoquiera, señalarlo. Sobre todo cuando se especula con la
autorrepresentación en la virtualidad (redes sociales), la ironía
se utiliza al mayoreo. Si bien es una muestra de ingenio, sirve
en general para procurar inmunidad. Al ironizar lo que se dice,
se evita cualquier muestra de fragilidad.
Aunque demuestra una aparente sospecha ante las propias
convicciones, este modo de ironía también sirve de analgésico
sofista, un atletismo retórico escurridizo, para evitar la vergüen-

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za presente o futura. Sócrates (se dice) usaba la ironía para
problematizar algún concepto ya obviado por las costumbres, y
los poetas del romanticismo la usaban para señalar las parado-
jas de la vida y la naturaleza humanas, o acaso Wilde para dotar
de encanto al mundo y quebrar maniqueísmos propios de su
época. Pero en mi generación se usa como refugio de un nar-
cisismo quebradizo y por ende rígido. Para soportar el acecho
de las dudas que nos calan, en un intento de huir de lo que
queda de historia. La manada exige y exige, y regula el lenguaje
y sus usos a través de las redes, y respondemos, complacientes,
modulando nuestra representación. Sin ironía alguna.

2a. No tengo idea de por qué motivo acabo de argumentar lo


anterior. Probablemente estoy racionalizando, evitando ahondar
un poco más en la adicción. En mi adicción.

3. Contemplar la obra fotográfica Mobile Homes, de Peter Garfield,


genera extrañamiento. El extrañamiento es una de las dos funcio-
nes básicas del arte. La otra es el asombro. La primera quiebra la
obviedad de lo que por inercia consideramos natural e inevitable,
así logra generar apertura en un destello de fascinación.
Mobile Homes consta de una serie de imágenes de casas sus-
pendidas en el aire. Así como la casa de Dorothy en El Mago de
Oz, las casas vuelan por los aires. Ese símbolo de estabilidad y
arraigo, flotando, volando, en movimiento, dirigiéndose a otro
sitio, a ningún sitio.
Al verlas supuse que las imágenes estaban manipuladas digi-
talmente. En los sueños manipulamos imágenes con los plugins y
efectos especiales del inconsciente. Pero suponer es siempre sólo
eso. Indagando un poco me enteré del método de Garfield para
armar las imágenes.
Primero construye las casas. O bien las fachadas. Casas tradi-
cionales norteamericanas de madera. Alguna vez viví en una casa
así. Sentía que no había muros, sólo una delgada línea entre la

72
habitación y el exterior. Con un poco de determinación, alguien
podría atravesar ese muro. Las puertas suelen ser poco más que el
símbolo de un pacto social, un mínimo indicador del encuentro
entre dos voluntades.
Pero Garfield sólo construye las casas para dinamitarlas. Es-
pera la hora del día en que la luz sea propicia y las hace volar por
los cielos. Mientras vuelan: click. Es bella la licencia que se otorga
el arte para lo absurdo. A veces, sólo mirando una casa volar en
pedazos, sólo por el hecho que se vea volar en pedazos, la mente
detiene el tren de la verborrea que conduce.

3a. Cierto que en este capítulo intento reflexionar sobre el peso


de la verdad. Cierto que a estas cosas las asocio con la verdad,
¿serán evasivas?

1a. No me detengo a reparar en la simbología del brazo izquierdo.


Su esoterismo. Su cercanía con el corazón o con alguna posible
lectura mística o política. El hecho es que se me trabó la mano
izquierda. Perdí sensación en la mano y el brazo se me fue enre-
dando por dentro con un calambre hueco. Luego se me paralizó
la mitad de la cara. Sentí un par de puntadas fijas en la nuca,
como si hubiese un par de agujas invisibles atoradas ahí.
Hacía estiramientos y respiraciones. Doblaba la muñeca ha-
cia atrás lo más que podía, inhalando hondo, exhalando lento.
Buscaba alivio. Recostado en el piso, visualizaba cómo cada poro
de mi cuerpo respiraba hasta por fin quedarme dormido.
Podría, tan sólo, ser el túnel carpiano. Pero sobre todo
fue por tantas horas frente a una pantalla. Era la motivación
lo que me empezaba a lastimar. La obsesión. Leer y leer y leer
y leer más y más teoría y más teoría y el último de Baudrillard
y Jameson y Žižek y Butler y Lacan y Kristeva y un poco de
Dzogchen mezclado con Derrida y algo de Deleuze y ciberné-
tica y neurociencias y el universo holográfico y otro seminario
sobre la psicosis y el objeto del deseo. Me refugié ahí, en el

73
reino de las ideas. Buscaba una ruta hacia la teoría suprema,
una comprensión final desde la cual posarme y ser, al fin,
invulnerable.
Traducía y traducía los libros más complejos que encontrara.
Todo mientras intentaba, a pesar de mi historial, actuar como un
alcohólico funcional y andar con una mujer también terrible-
mente compleja. Claro que acabé con media cara paralizada.
Mínimo. Discutir durante horas con una mujer complicada y
articulada, mientras tienes la cabeza llena de teoría crítica, es
un deporte extremo que no recomiendo.
En mi defensa agregaré que años antes, al salir de otro
psiquiátrico, balbuceando por el litio, tuve que dejar de fu-
mar mota y comenzar a estudiar y estudiar. Y leía libros y
tomaba cursos, además de los de la universidad, sobre lectura
veloz y ejercicios de memoria. Intentaba a diario leer el Wall
Street Journal, por sugerencia de un psiquiatra harto de mi
jerga metafísica. Luchaba por rescatar mis facultades mentales
después de un roce con su disfunción.
Quizás, al huir demasiado aprisa de un abismo, no pude
evitar acabar en una cueva, para estamparme contra las pintu-
ras de la pared.

5. Cuenta la leyenda budista del mahasiddha Naropa sobre el ex-


traño proceso por el cual éste llegó a la iluminación. Naropa era
un erudito, un sabelotodo, rector de Nalanda, la gran universi-
dad budista de la época (siglo X). Versado en todos los tratados
budistas, y conocedor de cada minucia de cada texto, ameritaba y
recibía la admiración y envidia de sus colegas.
Una buena tarde, entró una mujer en su oficina. Una mu-
jer no debería estar en Nalanda, una universidad monástica.
Claro, así empieza lo bueno, con el arribo de un agente prohi-
bido. Puedo suponer que ella intentó seducirlo. O quizás él a
ella. Esto, los textos jamás lo mencionarían. Quizás él quería,

74
pero le daba miedo ser visto y perder su prestigio. Si algo era en-
tonces Naropa, es que era el mero mero amo del conocimiento.
Ella, en cambio, algo abyecto y detestable. Una suerte de pros-
tituta, imaginemos.
Puedo suponer, también, que en algún lado de nuestras
psiques nos enteramos de algo cada vez que nos hacemos pende-
jos. Algo ahí nos anuncia cuán relativos son los halagos e insul-
tos que coleccionamos a diario. Quiero pensar que algo en la
mente, algo con cableado directo a los pies, a los poros, al
hígado, algo viscoso, sabe que nos estamos quedando cortos,
que nos vendemos un cuento, a cuenta gotas, y nos estamos
perdiendo la vida misma.
Mirando sus textos, nutriendo su memoria, ella se acerca
a él. Quizás Naropa juró estar frente a un fan, un miserable
ser buscando palabras sabias que aliviaran su sufrimiento e
ignorancia. Quizás él estaba confundido. Quizás algún texto
sobre tantra y las dakinis había llegado a sus manos. Hay textos
que destapan los sesos, que te enredan en su ritmo, que trans-
miten como estaciones de radio subterráneas. Abren puertas
que luego no puedes cerrar a voluntad. Ella apunta a los textos
y le pregunta al gran rector: ¿conoces las palabras de todo esto? Él,
claro, contesta que sí, que claro, que por supuesto, haciendo
alarde disimulado de su diligencia. Ella se alegra, su sonrisa es
total. Pero, ¿conoces el significado?
La memoria puede recordar libros enteros, la inteligencia
sintetizarlos y explicarlos con elocuencia, acaso. Puede ser mera
repetición, como un perico dictando silogismo correctos y hacien-
do mezcla de ellos, sin por ello haber entendido una sola palabra.
Naropa se enfurece ante tal osadía, se refugia en el núcleo de su
identidad: su saber. ¿Quién se ha creído esta vulgar mujerzuela?
Claro que lo entiendo. Ella monta en cólera y llora inconsolable. Es
un horror que hasta el hombre más educado pueda llegar a ser
tan ignorante que ignore su propia ignorancia.

75
Ella lo invita a seguirla. En su canasta lleva implementos tán-
tricos. Lleva bebidas, utensilios, todo lo necesario para adminis-
trar el éxtasis, la confusión necesaria que lo libere de su exagerada
identificación consigo mismo. Lleva la invitación de la carne para
romper los sofismas de la inteligencia. Esos sofismas con los que
se recubre el sufrimiento. Si no hubiese alternativas, si no hu-
biese plenitud posible, no habría sufrimiento. No habría indicio
alguno de mejoría, ni el anhelo. Naropa la rechaza, solidificando
su narcisismo herido.
Antes de marcharse, ella le dice que lo lamenta. Le dice que
si algún día se aburre de su necedad busque a su hermano, Ti-
lopa. Naropa, irritado, la despacha. Ella se retira, triste. Él regresa
a sus labores.

1b. Renuncié a mi empleo de ese entonces. Nada de traducir.


Nada de computadora. Ni con muñequera. Inyecciones, cada dos
días, de vitamina B y diclofenaco. Resultó útil saber inyectarme
solo. Por fin. Estaba todo trabado. Hecho mierda nuevamente.
Consumido por el insomnio. Y ni siquiera había bebido una cer-
veza en casi dos años. Nada de alcohol en el cuerpo.
Rara vez te dicen lo extraño que te vas a sentir cuando estás
sobrio al principio, y por un largo rato, antes de empezar a sen-
tirte mejor. Cuando te lo dicen no lo oyes. Lo dicen bajito, entre
el ruido del mundo. Tampoco te explican que cuando truenes
una relación imposible, estructuralmente idéntica a la de las dro-
gas, te vas a sentir desahuciado, no vas a dormir y cada vez que
veas una chica con el mismo estúpido peinado en la calle vas a
entrar en pánico, y no sabrás si correr tras ella o esconderte tras
un árbol. Intentarás ambas.
Comencé a enseñar meditación en centros de yoga en vez
de traducir libros complejos. Los centros de yoga son un reino
peculiar donde huele a incienso y donde hay personas que se
paran muy rectas y te intentan convencer de lo profundamente

76
bien que se encuentran. Menos mal que tuve la fortuna de tener
alumnos gentiles y un par de maestras de yoga tan risueñas como
flexibles en la cama. Fue lindo verme obligado a meditar para
pagar la renta.
En cuanto me sentaba frente al monitor de la computadora
comenzaban los síntomas: la mano trabada, poco a poco el brazo,
hasta tensarme todo el lado izquierdo de la cara. Fui a fisioterapia
y acabé, más bien, escuchando todo el historial de celotipia de
la doctora. Pensé en cobrarle por tener que escuchar cómo solía
espiar a su marido basquetbolista. Fui a una escuela de masajes y
me ofrecí como maniquí de práctica para los alumnos. Me tocó
un masaje a ocho manos. Fui con un viejito medio brujo medio
médico que atendía a boxeadores en un edificio de un sindicato
priista. No sé qué me inyectó en el cuello y luego me sugirió re-
costarme en una cama vibratoria, de ésas que han de haber estado
muy en la onda hace 40 años en los hoteles de paso. No lo hice.
Una noche insomne, después de ser emocionalmente in-
capaz de follar con una amiga, estuve recostado, mirando el te-
cho, intentando rendirme. Pasaron horas y horas antes de que
me diera cuenta: me quería morir. Así de básico. Llevaba horas
pensando en morir, sin darme cuenta. El pensamiento ofrece
líneas subliminales también. Chismes y susurros constantes.
Como una radio entre estaciones.
Salí de casa. Me encaminé al Oxxo a comprar panditas (du-
rante todo un año tuve la necesidad de comer panditas, al menos
una vez al día. La psique hace sustituciones simbólicas con sus
objetos pulsionales. Cambié las drogas por gomitas de colores).
De camino me detuve e hice una llamada. De no ser por mis con-
versaciones con E durante esos años, no habría sobrevivido. Le
he contado todo. Cada detalle penoso de mi adicción. Cosas que
este libro jamás verá sobre sus páginas. Eran las 3 de la mañana.
Me contestó. Por primera vez no tuve chistecitos que contarle,
ni minucias con las cuales hacer plática. No tenía la capacidad

77
de pretender estar bien. No me era posible sostener máscara al-
guna. De eso estaba cansado. Sobre todo. Lloré y le conté que me
quería morir y que llevaba horas, sin querer, pensando en eso.
Del otro lado del teléfono no había un pariente, un pro-
fesional, un terapeuta, un gurú. Estaba otro ser humano que
había vivido lo mismo. Supo qué decirme. Comí panditas.
Descansé.

5a. En algún momento la angustia venció a Naropa. Todo su pres-


tigio era una broma ante la muerte. Quizás le dio cáncer, quizás
sólo el aburrimiento lo alcanzó. Salió, dejó su puesto y, contra
todas las advertencias, dejó atrás el castillo de su conocimiento.
Le tomó su tiempo encontrar a Tilopa. Buscaba a un gran
sabio, a un yogui excepcional, no a un vagabundo desquiciado.
Cuenta la leyenda que lo encontró cociendo peces a orillas de un
río. Después de cocinarlos, los revivía y arrojaba al agua de nuevo
(cagado de risa, imagino). Naropa tomó esto como seña de una
gran realización y se dispuso a ser su alumno.
Como tantas relaciones de tutoría (la universidad, Ameri-
can Idol, etc.), ésta fue una relación sadomasoquista. Apenas
un pizca de enseñanzas le daba Tilopa a Naropa, y luego con
la promesa de más lo enviaba a ser golpeado, a tirarse de un
cerro, e incluso le clavó astillas de bambú entre las uñas en al-
guna ocasión. No dudo que, de paso, se lo haya violado un par
de veces, nomás por pasar el rato o enfatizar su desesperación,
pese a tanto saber acumulado.

5d. No me estoy comparando con Naropa. Pero a veces los mitos


pueden ordenar la realidad un poco.

1c. Estando completamente agotado se tiene disposición. Yo


estaba muy agotado. Fui a hacer lo último que hubiese hecho
antes en mi vida: ir a clases de salsa.

78
Antes me hubiese dado pena. El sudor, el esfuerzo, el
torpe entusiasmo por vivir. Sin embargo, comencé a ir cada
martes y jueves al deportivo del Seguro Social, con mis 50 pesos
en la mano para dos horas de salsa en línea. Tardé al menos
un mes en lograr la secuencia básica de pasos, más o menos a
ritmo. Lo intentaba una y otra vez, dejando que a cada paso se
desmantelara otro pedazo de quien creía yo ser y no ser.
Tales desplazamientos identitarios regalan apertura, una
apertura que no nos pertenece. Son tantos los errores que te
van volviendo indulgente. Después de ir y beber, una y otra vez,
de tantas aguas de las que se jura jamás beber, se deja de creer
que se sabe de cuáles habrás de beber y cuáles no. L se volvió
mi gurú. La miraba bailar, rebosante de claridad, como una
vajrayogini en llamas de guaguancó. Se tomaba el tiempo para
explicarme cada punto de los pasos. Terminé por renunciar a
lo que me quedaba de timidez. En la salsa hay roles bien deter-
minados, y si bien son lúdicos, generan tensión, atracción, y la
posibilidad del baile. Es igual en el sexo. Es igual en una buena
conversación. En la salsa hay que saber llevar, si se va a llevar, y
saber dejarse llevar si te van a llevar. Suena obvio, pero no lo es.
Hay que discernir si das muy duro la pauta y jaloneas a la chica o
si lo haces muy guango y no te explicas. Si bailas muy lejos todo
es tirones, si bailas muy cerca le pisas los pies.
L me contó cómo se curó de las tiroides bailando. De
cómo se cambiaba a escondidas, en el baño de un Vips, porque
su marido tenía que pensar que ella iba sólo a un gimnasio y no
a salsa. A él le parecía de mujerzuelas eso de la salsa. L bailaba y
bailaba, y con cada paso pisoteaba la rigidez de mi ego.
Comencé a escribir a mano. Eso cambió todo el modo en
que escribo. El modo en que pienso. El modo en que explico
qué me pasa día a día. En la computadora se corrige y se regresa.
Con la pluma sigues y te equivocas y sigues. Mi cuerpo se movía
de un modo antes insospechado. Dejé de contar chistes sinies-

79
tros o de intentar hablar de temas sesudos en las fiestas. Me puse
a bailar. Salí y bailé con señoras guapas y señoras monstruosas,
y chicas bonitas y chicas desnutridas y chicas engreídas. Bailé en
antros y en quince años y en casas de desconocidos.
Todo intelectual que ha intentado escribir sobre la mexi-
canidad ya ha perdido antes de empezar la tarea, por un sen-
cillo hecho: no sabe bailar. Las fibras de su sistema nervioso no
están educadas para entender el entorno del que tanto arma
teorías. Ya no quería morir. Tuve apetito. Como nunca antes.
Subí diez kilos en un mes y me cogí a cuanta mujer me sonriera
y me causara una erección. Por gusto, por deporte, por un ham-
bre voraz que por fin me habitaba. Porque ellas, con su rubor, y
los tacos de guisado, con sus hojas de pápalo, eran el mundo. El
mundo me había golpeado y golpeado, hasta que decidí levan-
tarme y pegarle de vuelta. Éste exige nuestra ferocidad. Clama
por ella con su lengua de fuera. También exige que adiestremos
ese rugido, para afinarlo como un instrumento de viento con
las manos sudorosas. Hasta las piedras y las ventanas están vi-
vas y pulsan ahora mismo, suspiran mantras que me recuerdan
que ya estoy crucificado en el axis mundi y más me vale aullar y
devorarlo todo con los bordes de la atención.

80
Blue d ress

1. Cualquier cosa que haya construido, a lo largo de mi vida,


como una forma de salvación, tarde o temprano se llena de espi-
nas. Considero que para quien ha probado la vida, ha dudado y
recorrido su lengua por la naturaleza de la conciencia, ésta se va
armando de pactos que luego regresan a acechar. Los ángeles se
muestran como demonios, y los demonios a su vez salivan y de
pronto su saliva se convierte en el néctar de la sabiduría.
Yo también busqué salvarme del vacío entre las piernas de
una mujer, en el vórtice de su mirada, al observarme, hincada,
ofrendando su cuerpo. Y si bien en su momento, como toda
transgresión, este rito despojó al mundo de su obviedad y con-
juró al león que habita en mis venas, después se tornaría un
tedio obligado por algún fantasma asustado.
Cuando tus transgresiones se vuelven anestesia, ya no son
transgresiones.

2. El budismo es un método de investigación contemplativa


que se tornó religión gracias a su institucionalización. Con ello
aprendió a servir a muchas supersticiones, intereses políticos y
a la cobardía generalizada de esperar que una institución valide
la experiencia subjetiva. Tanto es el peso del temor a la arbi-
trariedad del deseo propio.

81
Por otra parte, la institucionalización lo dotó de recursos
para elaborar un sistema epistemológico y estimular la práctica
y estudio de muchos adeptos. A la par, a lo largo de la historia,
se han mantenido linajes de transmisión de enseñanzas fuera
de las puertas de los monasterios. En algún sitio lejos de la
vanidad espiritual. Varios de estos linajes tienen sus orígenes
no en monasterios o palacios, sino en cementerios. Ahí, donde
se mira a la descomposición, la muerte, el abandono –donde
la especulación en torno a la reencarnación sobra–, y donde los
gusanos comen el entretejido de lo que alguna vez fue consciente,
ahí donde los sentidos se funden. Ahí donde el sistema de castas
y su colección de tabúes no opera. Ahí.
La práctica del Chöd surge en tal entorno: se hacía en
cementerios, de noche, para usar el miedo como factor que
despabilara al adepto. Ya también se ha institucionalizado, pero
apostaría a que no del todo. Machig Labdrön —mujer y madre,
figura lejana al celibato monástico de su época— es conocida
como la fundadora de esta práctica. Se cuenta que ella, en un
sólo día, podía recitar todos los sutras del Corazón de la sabiduría
en su versión extendida. Dichos sutras versan sobre la vacuidad.
La vacuidad es el concepto central del budismo mahayana
—el tipo de budismo que se extendió en el norte de la India y el
Tibet y, posteriormente, en variaciones, en China y Japón—. La
vacuidad, contrario a la interpretación de Ciorán o Schopen-
hauer, no es “nada”. Casi que todo lo contrario, tan sólo refiere a
la ausencia de sí mismo que tiene cualquier fenómeno. Es decir,
que cualquier fenómeno, para aparecer tal y como lo hace, de-
pende de tantas y tantas causas y condiciones que no podríamos
decir que tenga esencia propia. Nada se sostiene por sí mismo.
Perdón Frank Sinatra, pero insisto: no lo hiciste a tú manera.
El practicante del Chöd visualiza que su cuerpo es destaza-
do y servido en forma de mándala, un mándala geométrico
hecho de órganos, fluidos y miembros, como banquete para los

82
demonios de la región. No se busca esconderse bajo las faldas de
algún buda potente e higiénico, sino que se ofrenda el cuerpo a
todo tipo de demonios. Estos, a su vez, devoran la carne y beben
la sangre, mientras el practicante irradia compasión y los invita a
desenmarañar su naturaleza búdica.
En vez de negar ciertos aspectos del mundo a cambio de
otros, y privarse de la realidad a cambio de una versión santi-
ficada y estéril del despertar, se extiende la amistad a todo lo
que hay en el mundo y en nosotros. A lo grotesco y aberrante, a
lo estúpido y cruel. Así se va abandonando un pequeño mundo
dualista, para entrar en uno donde nada es sagrado y, por ende,
cualquier cosa lo es.
La imagen hagiográfica de Machig es una suerte de pinup
de la época. No es un buda sentado en santa paz sobre una flor
de loto, sino una mujer bailando, desnuda, mostrando los col-
millos y los labios de su vagina. Hace sonar un tambor e irradia
su sabiduría hacia todas las direcciones. Hasta la fecha su tambor
sigue sonando.

1a. Yo también oficié misa. Di mi carne y semen para la sagrada


comunión. La catedral era un pasillo de un bar. Al fondo, se
abrían las pequeñas puertas para entrar en los baños. Flores tapi-
zaban en negro y dorado los muros de estos pequeños cubículos.
Conocí sus bocas. Aproveché sus ansias, su apetito de algo
que no fuese la rutina de morir a plazos absurdos, día tras día.
Me correspondieron con el deseo hecho espiral en sus pupilas,
y cada una con su modo singular de abordar mi falo. Sus
gemidos opacados por el zumbido del ventilador y el bombo
retumbando afuera. De nuevo aprendí a aullar en silencio.
Hincadas, ruborizadas, hambrientas. Me volví derrame so-
bre sus caras, sus pezones erguidos, sus lenguas expuestas. El acto
puede describirse hasta el cansancio. La secuencia de mociones
mientras se nombran los órganos en juego. Pero me enteré de

83
algo más: de las ganas, que nos mueven de pronto a querer de-
jar de ser un nombre, una historia, una función en un mundo
de utilidades; y de abandonarnos, desahuciarnos al punzar del
extrañamiento cósmico en la carne, y ser sólo eso: una verga,
una boca, una injuria, un pulso, la expulsión de un fluido.

1b. La psicoanalista me recomendó leer Choke de Chuck


Palahnuik. Novela sobre un sexo adicto que se niega a hacer su
cuarto paso. Se niega a considerar la posibilidad de vivir de otra
manera o de que acaso exista alguna otra forma de satisfacción.
Es curioso cómo cambiaron el final cuando la hicieron
película. En el libro, el personaje principal acaba en la oscuri-
dad, solo, expuesto y aterrado. En la película, en cambio, acaba
en una relación monógama con una mujer a la que le gusta
follar en los baños de aviones.
Pero a mí y a la analista no nos importaba la variación
de final en la película. Claro que intenté hablarlo con ella,
como alusión a alguna crítica social/literaria u a otra forma de
evasión. Lo importante, según ella, supongo, es que yo no soy
pura verga. Pero vaya que lo intenté. Follé y follé (me gusta la
palabra “follar” más que “coger”). En baños, estacionamientos,
parques, hoteles. Puede que lo parezca, pero esto no es una
jactancia. Sólo es un recuento. Tampoco me causa vergüenza.
Sólo es un recuento.
Me contaban sus vidas. Una tras otra, día tras día, noche
tras noche. Hasta que dejé de oír sus historias; hasta que em-
pecé a repetirme lo que les decía. Me convertí en una fórmula.
Casi. Le conté a la analista sobre una cubana rubia, hermosa,
y cómo me había bailado con su culo precioso. Pero no fun-
cionó. Tomé Cialis y tampoco. Dos días después, con otra mu-
jer, entre risas, hice que gimiera por la ventana de un hotel
con vistas al viaducto. Usted cree que es pura verga. No entendía
a la analista.

84
Después de tanta teoría, después de tanta química, sí quise
ser pura verga. Había sido desahuciado una y otra vez, por todo
tipo de instituciones. Era un intento de comunicarme, supongo.
Un intento de ser aceptado. Pero la medicina se tornó veneno. Así
es la compulsión. Responde a una idea, a un ritmo de pensamien-
tos en la mente. Una obsesión. Un circuito cerrado. Perseguía una
idea, una que creía que no era tal, que no era abstracta. Desde ahí,
desde esa recurrencia, se folla la mayoría de las veces. Huyendo,
quizás, de la perra vida y de toda esa intimidad que nos arroja a la
cara. El cuerpo, en silencio, en su pulsar, no es idea, es otra cosa,
por más atravesado de palabras que lo habitemos. El cuerpo no
siempre quiere follar. La mente sí. Y la vida también es otra cosa:
un constante afinar entre el nihilismo y el esencialismo. Una na-
vaja cada vez más fina que va cortando las distorsiones. Y arde.
Intentamos apropiarnos de todo lo que nos logra disolver
en el espacio. Intentamos olvidarnos de nosotros mismos a
propósito. Y no funciona. Habitar el mundo de los pensamien-
tos es hacerse fantasma, comiendo nubes, coleccionando expe-
riencias como si fueran tarjetas de álbum del mundial. Y duele;
tiro por viaje duele. Hasta que el dolor nos empuja por la borda
y regresamos a descansar en el sonoro rugir del silencio interno.
Así se aprende a dejarse —porque de todos modos pasa— trasto-
car por todo y seguir como si nada.
Si algo me ha deletreado la adicción al oído es que se re-
prime hacia adentro tanto como hacia afuera. Quien grita en
vez de tragarse el enojo también lo reprime, en un intento por
expulsarlo. Nuestros berrinches son intentos por eludir el hecho
de que no hay a donde ir. No hay sitio a donde ir en el que no
estemos ya ahí, esperándonos. Gritar es tan represivo como que-
darse callado; en ambos casos no se saborea la emoción, sus tex-
turas y contornos, su efecto, no cuando palpamos la emoción
sin esa pequeña trama que tomamos por mundo de por medio.
Follar y follar es un modo de reprimir la sexualidad.

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1c. Sí que era pequeño ese cuarto de hotel. Lo renté por 4
horas. A ella le sudaban las manos al pasar por la puerta. Le
pidieron su identificación en la recepción. La miré de nuevo,
temiendo, de pronto, que tuviese 17. Recuerdo sus mallas de
red, los shorts negros, la playera cortada de los Rolling Stones,
la piel tan pálida y eso tan dulce en el rastro de su olor. No
me había dicho su edad. Yo tenía 30. Yo no pregunté. Le dio
la credencial a la señora del mostrador. La miró y la devolvió
junto con las llaves del cuarto. Pusimos Telehit en la TV para
ofuscar el ruido. El de afuera y el nuestro. Fumamos en la ven-
tana. Algo dije que la hizo reír. Se desvistió despacio. Era yo tan
ligero como su playera cayendo al piso. Sus ojos tan oscuros. Eva
era su nombre. Y había algo bíblico en sus caderas. El origen de
una jungla.

1d. Todo era logística. A tal hora en tal sitio. Luego en tal otro
sitio tal otra chica. Administración de líbido. Ni siquiera me
gustaban. No importaban quiénes eran ellas, o quién era yo,
mientras estuviesen dispuestas.

1e. Dulce humo de hachís en cascada por mis fosas nasales.


Ella chupaba y chupaba. Aún alcanzamos el metro de las 12 en
la estación Balderas.

1f. Era tan solemne el modo en que, sudando, declaraba que


su culo era mío.

1g. Aún le sabían a gomichelas los labios. Miró alrededor,


checando que no hubiese nadie cerca, y se hincó sobre el pavi-
mento. Pensé en venirme sobre sus pestañas cada vez que veía
el cielo de noche reflejado en sus pupilas. Pero la levanté y
empotré sobre la cajuela del auto. Sus bragas, empapadas, ca-
yeron. Eran del mismo azul cósmico que el coche. Mi cabeza

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era un revoltijo de enunciados errantes. Al tomar su culo en
mis manos, regresó un silencio sólido. La penetré. La rendición
recorría su linda cara de coneja de caricatura. Su culo comenzó
a moverse de tal modo que apostaría que no pudo hacerlo a
propósito. Me dejé ir.

1h. Estaba aburrido. Pero no lo suficiente. Le dije que me


llamaba Pedro.

1i. Lo peor de la adicción no es el vacío y la desesperación.


Lo peor es el tiempo que se pasa con personas con las que no
quieres estar, sólo para conseguir la dosis.

1j. Aún se veía el sudor en su cuello, las licras evidenciaban que


venía de un gimnasio. Miraba y miraba mi bragueta en la fila
del Seven Eleven. Salí al estacionamiento y prendí un cigarro.
La saludé. Hablamos de nada unos minutos. Era insistente su
manera de mirar mi bragueta. Me tomó de la mano. Recién
habían instalado las máquinas de Nescafé en los Seven. Lo sé
porque fue detrás de una de unas lonas que anunciaban la pro-
moción, donde bebió mi semen. Fue muy cortés la despedida.
Reí mientras caminaba al cuarto de azotea que llamaba casa. Es-
tuve cerca de creer en un orden divino esa noche. Llevaba casi
dos años sin drogarme.

1k. Esa mañana amanecí y supe que lo más importante era


ir a comprar una luz negra e instalarla en mi pequeño cuarto
de azotea.

1l. Ni siquiera eran cuartos. Los muros eran sábanas percudi-


das, que separaban una cama de otra. El baño, una cubeta y
un poco de papel de baño que te daban al pagar 60 pesos. Al
entrar a esa casa en la Colonia Obrera, le pagabas a una señora

87
que estaba sentada en su sala con otra. Nadie hacía preguntas.
Nadie se miraba a los ojos. Ellas miraban la televisión, a buen
volumen, intentando quizás disimular los gemidos. Ahí, entre
el vaho de sudores y ruidos ajenos, entre cortinillas, pude callar
a mis demonios y recordar cuán frágil soy.

1m. ¿Tienen idea de la desconexión con el mundo que uno siente


cuando sale de un café internet, de esos con cabinas para chaque-
tear, a las 3:24am, después de pasar 8 horas pegado a un sitio de
web chat, sacándosela frente a una cam, procurando que debajo
de la cabina no se note que uno se bajó los pantalones, mientras
se piensa en las dos citas que se cancelaron para estar ahí? En
la virtualidad no hay olores, sólo la obsesión que lleva hasta el
clímax del aislamiento. Para un adicto es la muerte. Es perfecto.

1n. Debajo de la mesa, sus manos eran una mantarraya. El man-


tel largo era nuestro aliado. Afuera llovía y las parejas corrían,
buscando dónde refugiarse.

1o. Escuché rechinar la cama de ese hotel. Lo bonito era la


caza; lo demás: rutina y la angustia de la siguiente y la siguiente.

1p. Sí, era un hombre con peluca. Lo supe desde el principio.


Tenía bonitos pómulos. Sí, yo tenía 20 y llevaba 6 meses sin
drogarme. Me la chupó en un parque, entre los árboles. Sí, le
pagué. Me gustó más la historia de su infancia que me contó, y
probablemente se inventó, que la mamada que me dio.

1q. Follamos detrás de los tinacos de su edificio. Fue hace tan-


to tiempo. La transgresión aún no era rutina u obligación. El
cielo era salvaje esa noche.

1r. Era la segunda de la noche. Le dije que me llamaba Elías.

88
1s. Después de follar fumábamos, mientras contemplábamos
videos musicales en la TV del hotel.

1t. Me hubiese ahorrado mis $500.

1u. Quedamos de vernos en el sótano del edificio. Sólo ahí las


cámaras no la verían y no perdería su trabajo. La luz fluorescente,
las máquinas zumbando, creando un opaco mantra para mecer
mis injurias. Ella bebió hasta la última gota. Después me enteré
que se hizo cristiana.

1v. Entró por la estrecha puerta. El alcohol hacía brillar su


piel. Sus ojos llenos de problemas. Desenfundó sus tetas. Al
vaciarme entre sus gemidos algo se derritió. Por fin pude sentir.
Sentir algo que no fuese apatía.

1w. Tuve que rogarle al mar que me diera la valentía suficiente


para dejar de titubear. Traté de explicárselo sobre la mesa del
comedor. Mi playera entre sus dientes. El mar me siguió con-
testando que sí.

1x. Sólo el aburrimiento vence a un trastorno. Pero neta hay


que aburrirse mucho. Lo desgasta. Como la suela de un zapato.

1y. La miraba correr en el parque, mientras yo bebía café en la es-


quina. Dolía verla pasar. Sólo una vez, sólo con ella, pude venirme
siendo cabalgado. Berreé como el animal primitivo, frágil y es-
túpido que soy. Le dije que me llamaba Fausto.

1z. Resulta tan arcano elaborar sobre la sexualidad. Es peor


que un pescado osando hablar sobre el agua. Este capítulo está
destinado a aproximarse, y fallar. En México al acto sexual lo
llamamos "coger". Es muy atinado, ya que coger es sobre todo,
un intento por pescar lo inasible.

89
3. La compulsión es tan convincente. Te postra. Para encontrar
alivio, antes de que la vorágine se desatara de nuevo, hablé con
E. Seguí al pie de la letra la receta. Fui al hotel. Solo. Sí, solo
al fin. Ahí.
Llené el jacuzzi con agua hirviendo y 3 kilos de sal. Me
sumergí. Respiré y respiré hondo durante una hora. Escuché
los tacones, las risas en el pasillo y los gemidos del otro lado
del muro. Observé qué me pasaba. La ansiedad, como cubierta
agridulce, sobre las ganas de llorar. Respiré. Al quedar vacío,
después de cada exhalación, pesqué un cacho de experiencia:
no es necesario estarme llenando y atiborrando de tantas co-
sas, gente, situaciones, vivencias, sensaciones… Sin ese vacío
desaparezco en los límites de un nihilismo que tarda poco en
hacerse insulso. El vacío es lo contrario al nihilismo. Sin ese
vacío, me busco en cualquier jeringa, en cualquier teoría, en
cualquier forma de contacto; en alguna historia que me cuento
sobre la vida, con suficiente desorientación como para saciar
mi confusión.

90
Cl ea n

1. Vomité en un basurero de plástico azul. Apenas un par de


minutos después de retirar la jeringa de mi antebrazo. Mi es-
tómago quedó vacío. Esa sensación de recién haber vomitado
es como quedar en ceros. La rendición, el alivio que siempre
llega tarde y, ya que llega, parece hacerlo justo a tiempo. Lo más
terrible es la letanía que marea la mente antes del vómito. La
resistencia. Acabando de vomitar, las amapolas hacen lo suyo.
El efecto tarda poquito; pero sucede antes de lo esperado.
Si algo me gustaba de drogarme era eso: no saber qué esperar.
Lo puedes investigar, te lo pueden contar, pero el efecto como
tal sólo se conoce en carne propia. Ese no saber —no tener idea
de cómo iba a poner la sustancia, cómo se iba a salir del otro
lado de la experiencia—, eso era lo bueno. Era algo iniciático.
Se evaporan las expectativas a cambio de una sacudida.
Desde las tripas eclosiona un alivio abrumador. Enfoca,
imagina bien: un alivio abrumador. Se expande y te envuelve
como los pétalos de una flor traslúcida, aromática. Al cerrar
los ojos veía el rojo del hongo atómico de sangre entrando en
la jeringa, como nubes girando. Una euforia aterciopelada me
poseía; me entregaba al placer de la indiferencia. Tumbado en
un colchón, escuchaba saxofones a lo lejos. La morfina abraza-
ba. Cualquier forma de dolor o angustia se vuelve inoperante.

91
Por fin era inmune al mundo y cada uno de sus infinitos por-
menores. Sude y dormí, en su olor a medicina. Y, claro, fumé
un cigarrillo tras otro.
Envuelto en esa dulce indiferencia, empieza el espectáculo.
Los opiáceos son como el calco inverso de un sueño lúcido.
El cuerpo pesado, tumbado, mientras la mente divaga en un
déjà vú continuo. El sueño se bate con la realidad, como flores
en una licuadora; la realidad cede su estatus de real al verse
invadida por el suave torrente de contenido onírico. Vuela el
dragón y no hay de dónde sujetarse.

2. Jamás he estado de acuerdo con que traduzcan el Bardo


Thödol como Libro tibetano de los muertos. Y no es un problema
meramente de traducción. La mayoría de los tibetanos también
lo piensan así. Las lecturas erradas de dicho texto no asumen
la posibilidad de la muerte, la fagocitosis como el fin último
de la conciencia. En cambio, conciben la muerte como una
transición. Énfasis en “conciben” a diferencia de “conocen”.
Piensan en la muerte como un cambio de envase pero con el
mismo jugo. Para ello no tienen mayor fundamento que sus
ganas de creer.
Por ello, mi versión favorita de este texto es la traducción
realizada por Francesca Freemantle y Chogyam Trungpa, bajo
el título Luminous Emptiness. Ésta se refiere a una descripción
práctica de la realidad como una luminosidad sin punto de
referencia y sin origen cierto. Precisa algo que otras traduccio-
nes, en su literalidad tanatológica, pasan por alto: el bardo es
un estado intermedio y no tiene por qué ser necesariamente un
limbo entre una vida y otra. En cualquier momento dado de la
vida estamos en un estado intermedio. Nosotros, nuestros esta-
dos mentales y todo fenómeno alrededor están continuamente
en estado transicional, pasando de un estado a otro, en un
constante intercambio con el resto del entorno.

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No en vano Timothy Leary basó su Psychedelic Experience
en el Bardo Thödol, para describir la sucesión de eventos que
transcurren en una experiencia de LSD. Sumemos, también,
que el cuerpo humano segrega DMT (componente psicoactivo
del ayahuasca) al nacer y poco antes de morir. Por ello entiendo
el Bardo Thödol como un manual para ahora mismo, para este
estado intermedio que por costumbre llamamos vida. El libro
describe la secuencia de paisajes por los que transita nuestra
experiencia viviente. Describe el paso por distintas tonalidades
e intensidades que recorremos a diario o cada tanto. Si reti-
ramos la discursividad de por medio nos queda un mapa de
texturas de nuestra experiencia. El Bardo Thödol lo hace, claro,
sintetizando campos de intensidades en las figuras simbóli-
cas de buda. Es su cosmología, pueden hacerlo como gusten.
Aunque antropomórfico, resulta una invitación a considerar
las cualidades vivientes de nuestra experiencia, de cada una de
sus sensaciones, ambientes y sutilezas.
El Bardo Thödol describe así una secuencia de budas que
se aparecen uno tras otro. Rojo, azul, amarillo, verde y blan-
co. Primero se aparecen en forma pacífica, luego en forma
cachonda, luego en forma iracunda, luego en forma comple-
tamente loca (así lo recuerdo). Cada uno de estos presenta
una forma de despertar, una cualidad energética con la cual
nos relacionamos, un estilo de adormecimiento y neurosis
que va de la mano de un modo de despertar. Hay quienes lo
interpretan como luces post mortem, y consideran que cada
buda conduce a un despertar particular, o, en su defecto, a un
renacer en algún reino.
A ratos me parece un poco como nichos de porno; es
decir, que a cada quien nos enciende o adormece una cualidad
distinta, tenemos predilección por situaciones muy específicas.
La realidad, y en esto atinó Freud, es una relación erótica con
la experiencia. El Bardo Thödol describe la secuencia de tonali-

93
dades, de estilos de seducción de la realidad, como una secuen-
cia de colores. Una luz brillante que emana de los budas, una
luz prácticamente insoportable que nos despierta al total fulgor
de la realidad, siempre, a un lado, acompañada (por decir,
porque espacialmente es difícil de describir, supongo) por una
luz tenue que invita al confort de renacer.
Puede tomarse como un mapa para la reencarnación para
cuando (los creyentes en la transmutación suponen) la concien-
cia deja el cuerpo, o alguna de esas supersticiones imposibles
de validar por medio de la ciencia. Pero si consideramos esto
como un estado intermedio, resulta más bien un GPS para
navegar en la vida misma e incitar la propia curiosidad. La idea
es prestar atención al “ahora” y decidir si se asume la intensidad
de cada tonalidad de la vida o mejor le damos otra mordida a
nuestra ansiedad y a todos sus discursos, para seguir en un loop
neurótico y luego morir. Esto es estar sobrio.

3. La cirrosis es un padecimiento cruel. La velocidad con que


deforma el cuerpo es inclemente. Es una enfermedad venga-
tiva. Aquél que antes ingirió sin reservas, de pronto, no puede
ni siquiera tomar agua, porque sin hígado ésta se convierte en
veneno y desorienta sin piedad.
Le mojaban los labios con una pequeña esponja. Quizás fue
la única vez que lo vi sobrio. Desde niño, recuerdo el olor a al-
cohol y mota que manaba de él, y todas las reuniones familiares
en que se pasó el día en el baño inhalando —haciendo como que
pujaba para dar la impresión de que estaba cagando—. Vivió por
la canasta básica y murió por la canasta básica.
A pesar de su condición, fue siempre un amigo para mí.
En épocas tenebrosas de mi propio consumo, llegó a ser el úni-
co ser humano con el que me podía entender. Se paraba afuera
de mi ventana, fumándose un toque, y coreaba desafinadas las

94
canciones que yo aprendía con mi guitarra. Yo no quería ir a
Harvard, yo no quería cambiar el mundo. Mi tío confiaba en
mí y mis acordes, cuando nadie más podría haberlo hecho.
En el Bardo Thödol se describen 6 reinos de la existencia.
Estos pueden tomarse literalmente como locaciones para la
reencarnación. También pueden considerarse propensiones
psicológicas a cierto tipo de lógicas neuróticas o estados men-
tales. Uno de esos reinos es el de los fantasmas hambrientos.
Estos seres, de piel amarillenta, viven condenados a la insatis-
facción crónica. Tienen enormes panzas, siempre hambrientas,
pero delgados y largos cuellos con los que jamás logran saciar
su hambre. Pero tampoco encuentran cómo dejar de intentar-
lo. No pierden la esperanza de la próxima dosis. Como todo
yonqui. Así son la obsesión y la compulsión. Es peculiar que
estos seres estén descritos con cuerpos iguales a los de cual-
quier paciente cirrótico. Mi tío de pronto portaba una enorme
barriga cuadrada, su cuello adelgazó y su voz también se hizo
pequeña, como la de un ratón.
Ahora que quiero parar, ya no puedo. Había tal resignación en
su voz, desde la cama de ese hospital en Vaqueritos. Esa sola
frase me mantuvo sobrio al menos un año. Veía yo la crueldad
de esa enfermedad. No hay lujo que alivie a un paciente en
estado terminal. Nada. Quizás sólo algún tipo de analgésico.
Afuera una luz tenue parpadeaba en la calle. Adentro de la
habitación una luz fluorescente fija, intensa. Eso fue lo único
que se me ocurrió decirle a mi tío. Le hablé sobre las dife-
rencias entre esas dos luces. Él prestaba, extrañamente, mucha
atención.
El día que murió se apareció un arcoíris, nítido, justo arriba
de su casa. Así supimos que había muerto. Aún no creo en la
reencarnación ni mucho menos. Pero Descartes no logra en-
contrar un sitio para ese arcoíris, tampoco. En el Bardo Thödol

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un arcoíris se considera muestra de iluminación, de que se ha
pasado el bardo, por así decirlo. Quizás de tanto estar intoxica-
do le fue fácil transitar sin temor esa falta de solidez del bardo,
situado entre una vida y otra. Quizás sólo llovió un poco esa
mañana y el sol fue gentil sin querer. Quizás sólo lo tomamos
como placebo para asimilar la muerte de alguien querido.

4. Cuando visité la pieza Zee, de Kurt Henschlager, en el Labo-


ratorio de Arte Alameda, tuve la fortuna de que el guía de turno
se llamara Elvis. Le sumó desorientación y absurdo a la experien-
cia. Al entrar a ese cuarto aislado, iba agarrado de una cuerda
pegada a la pared. Fue necesario, dada la densidad del hielo
seco ahí adentro. Era extraño entrar ahí después de firmar una
responsiva, que aclaraba que no era epiléptico. Mientras Elvis
daba advertencias sobre la pieza, yo sólo pensaba que ojalá no
temblara justo en ese momento. Las instrucciones de Elvis con-
cluyeron así: si no pueden más, tápense los ojos y los oídos y griten
“Elvis, ayuda”. Sonaba prometedor.
Con esa densidad no era posible ver claramente siquiera a
la persona que venía a mi lado. Nada. Sólo hielo seco. Empezó
algo de ruido rosa a girar alrededor y con ello se dispararon
una serie de estrobos de colores. El efecto era total y abruma-
dor. Tuve que agarrarme de la cuerda atada a la pared, de otro
modo mis sentidos no tenían la más remota idea de dónde era
abajo y dónde arriba.
Ante la ausencia de puntos de referencia empecé a proyec-
tar. Similar a tomar LSD. Aluciné figuras geométricas donde-
quiera que volteara. Sin solidez, la mente puede también bailar.

5. Si algo detesto de las historias sobre la adicción es la tenden-


cia a narrarlas como tragicomedias de redención. Van cargadas
de arrepentimiento y de un tono de satisfacción en la malicia

96
previa. Por ello me aburren tanto las películas biográficas sobre
la vida de Ray Charles o Johnny Cash, por ejemplo. Ya sabe-
mos la trama desde el principio: su talento será descubierto,
su vida se hará cada vez más decadente, estará al borde de la
perdición y, finalmente, regresará como el fénix. Son apologías
del prohibicionismo y el puritanismo. Como si todas las ganas
de destrucción y despropósito pudiesen sólo reducirse a una
patología relacionada con la ingesta de sustancias.
Historias plagadas de lugares comunes. Nunca vieron cuan-
do pasaron la línea invisible de la compulsión, pero luego se reen-
contraron con dios o consigo mismos, etc. Basura. Al describir,
a lo largo de este libro, lo que ha sido en mi caso la adicción y
el uso de sustancias, situaciones o personas, sólo buscaba algo
de claridad. Pero hay que decir un par de cosas: un consumidor
y un adicto no son lo mismo; estoy a favor de la legalización y
en contra de ese rol paternalista del Estado; por otro lado, mi
intención en estas páginas en ningún momento fue que el lector
se hiciera consciente, dejara de drogarse o comenzara a hacerlo
—reitero: ése no es mi problema—. Comparto este testimonio por
gusto, confusión, exhibicionismo, oficio, qué sé yo. Intento, en
la medida de lo posible, reflexionar sobre mi pasado y sobre las
ramas borrosas de mi memoria. Nada más.

1a. Nunca pude parar solo. No hubo pena o argumento que


bastara. Me recosté en mi cama, después de masturbarme viendo
infomerciales. Me inyecté una ampolleta de morfina y prendí un
cigarro. Estaba planeando robar el dinero que mi padre había
dejado en su clóset e irme de la casa, cuando entraron a mi cuarto
dos tipos con chamarras de la NFL. Una era de los Cowboys y la
otra de los Steelers. Dijeron que venían a ayudarme. A pesar de
haber llorado la noche entera por no poder dejar de drogarme,
a pesar de la evidente devastación, a pesar de haber rezado ro-

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gando que algo me detuviera las manos, no entendía. Mi brazo
izquierdo inyectando a mi brazo derecho, sin pedirme permiso o
considerar el uso de razón. Les dije que no quería ayuda.
No te estamos preguntando. Ponte los tenis. Lo hice despacio
para salir del cuarto aún más despacio Después intenté correr.
Atravesé mitad del cuarto de mis padres, iba hacia la ventana
para huir. Me tacklearon. Mi madre escondida en el baño de
la lavandería. Grité de pánico. Le imploraba que no dejara
que me llevaran. No puedo imaginar qué sentía ella en esos
momentos. Yo era un animal asustado. Un animal de 43 ki-
los. Peleé lo mejor que pude. Llegó un tercer tipo, de cabello
blanco. Amarren a este hijo de su pinche madre. Les dio un par de
rollos de vendas y me ataron las manos y los pies. Me llevaron
cargando en los hombros a un bocho negro. Fue la última vez
que vi a mi primo C. Falleció, tan hermoso niño de sonrisa
gigante, en un accidente automovilístico que sin alcohol de por
medio probablemente no hubiese pasado.
Trepados en el bocho subieron al radio. Sonaba cumbia.
Los Socios del Ritmo. Tomaron Circuito Interior. El tipo que
venía a mi lado tenía ojos tristes. Luego supe que eran porque
en su última dosis fue a pedir dinero para drogarse y amaneció
con el ano distendido, y la sensación de aún tener una verga
adentro. Venía enojado conmigo, porque al luchar, para que
no me amarraran, le rompí una cadena.

2a. No todos los budas son pacíficos o están absortos en su


meditación; y algunos de nosotros sólo despertamos con baldes
de agua fríos, con alaridos o con una lengua metida en el oído.

1b. La segunda vez que dejé la jeringa nadie vino a amarrarme.


No hubo golpes, ni insultos, ni sudores fríos o ese pinche dolor
en los huesos. Estaba solo, en otro país, lejos de casa de mis pa-
dres, lejos de su dinámica y sus voces. Vivía solo, tenía dinero

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a mi nombre y había tirado mi última dosis en un basurero del
aeropuerto. No sentí nada. No sentía cuando me drogaba, ni
sentía cuando dejaba de hacerlo.
Recostado en una cama king size, pensaba en salir a la noche
para buscar una bolsita y una aguja. Pero lo pensaba solamente,
no sentía la urgencia, ese llanto sofocado en el vientre, el vacío
convertido en voracidad. Nada. No conectaba con nada. Ni
con las personas, ni con el entorno, ni con mi cuerpo, ni con la
película que intentaba ver, ni con las ganas de drogarme.
Estaba pálido y cansado. Miré el techo. Tampoco había
ya insomnio. Solos yo y la ansiedad. Esa ansiedad sin nombre,
ahí estaba, y estuvo siempre, de fondo. Omnipresente. Ni con
la suma total de litros de morfina que me había inyectado me
había dejado siquiera un segundo, ni con las miles de jeringas
que saqué de debajo de la cama en casa de mi madre, ni la vez
que me inyecté éxtasis y me produjo tanto placer que sólo sentí
asco. Nada había resultado. El peso juicioso de la conciencia
de mí sólo había cedido acaso por accidente, de vez en cuan-
do. Pero la angustia ante la vida, difusa y siempre presente, no
había cesado de asomarse por cada rendija de mi experiencia.
La ineficiencia de las drogas para aliviar la angustia fue
contundente, aunque después, dejar mi placebo favorito, no re-
sultase en un proceso lineal. Después hubo muchos tropiezos,
y retrocesos. Pero de esa sensación, de ese aburrimiento, ha de-
rivado cualquier forma de sanidad que después haya cultivado
en mi vida. No hay dosis que alcance. Podía mirar esa angustia
y asumirla plenamente o seguir huyendo hasta toparme con la
muerte, seguir escondiendo la cabeza en la tierra para que de
todos modos no parara el temblor.
El resplandor del aburrimiento nos hará libres. Abrazar
al monstruo, en vez de correr, buscando dónde esconderse
cada vez que nos llama por nuestro nombre. Mirarlo a los ojos,
subirle al volumen, respirar hondo y aventarse el tiro.

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2b. “Pero la brillante luz de la realidad es difícil de soportar. Es
cegadora y al manar hacia nosotros atraviesa el corazón como
una espada afilada. Al mismo tiempo otra luz parpadea hacia
nosotros, invitadora, tenue y agradable…” (Luminous Emptiness)

100
ÍND IC E

5 World in my eyes
11 Sweetest perfection
17 Personal Jesus
37 Halo
51 Waiting for the night
59 Enjoy the silence
69 Policy of truth
81 Blue dress
91 Clean
Algo tan trivial de Fausto Alzati Fernández
se terminó de imprimir en octubre de 2015
en la Ciudad de México.
¡Festina Lente!

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