No tenemos respuestas seguras. Yo personalmente no creo que sea ni para
ayudar, ni para ser feliz, ni mucho menos para sufrir. Lo cierto es que no lo sé. Solo hay una cosa que sí sé: y es que estoy; aquí, ahora, independientemente de lo que “esto” realmente sea (¿un sueño, una simulación, una simple reacción química?). Soy capaz de sentir cosas externamente y también internamente, y dentro de mí percibo cosas importantes: cosas sin resolver. Tengo miedo. Todos compartimos eso, y quien diga que no es porque tiene su mente demasiado ocupada como para darse cuenta. Es mera cuestión de tiempo. Ciertamente es una putada ser consciente de esto, pero es la realidad: todos nos vamos a ir; no sabemos lo que hay después (¿peor?, ¿mejor?, ¿directamente nada?). Y, sabiendo esto, la pregunta necesaria que se me ocurre es: ¿por qué no aprovechamos este minúsculo tiempo de que disponemos para amarnos? Pero amarnos de verdad. Volvernos “locos” de amor, tirar la casa por la ventana, por las cosas que nos hacen sentir realmente vivos. ¿Por qué no mandamos a tomar por culo las costumbres sociales que nos asfixian y aprisionan por dentro sin preguntar por qué, cuándo ni cómo? ¿Por qué no somos quienes realmente somos? ¿Quién puso la primera atadura en nuestras gargantas y nos hizo tener un nudo en el estómago? ¿Quién ha hecho que tengamos que vivir el amor de una manera culturalmente impuesta? Y más importante aún: ¿en qué momento aceptamos eso? Hay tantas cosas que no hacemos y tantas palabras que no nos decimos, y todo por no parecer inferiores, por puro miedo. Y yo me pregunto por qué: por qué no mandamos todo eso a la mierda y nos decimos clara y sinceramente quiero abrazarte, quiero decirte te quiero, quiero hacer el amor contigo y, sí, aunque sea un símbolo de inferioridad, te necesito. Y me encantaría que, cuando me siento mal o no puedo ser lo que tú esperas de mí, pudiera decírtelo sin tener que tener temor a una reacción social... estúpida. ¿Por qué no podemos ser reales y auténticas? Me jode. Me jode tener que plasmar estos sentimientos en un texto y ante un público no elegido –sin acritud– en vez de coger a la persona que tengo delante y decirle lo que realmente siento. Es decir: tener que ser, a fin de cuentas, un actor fuera del escenario. Adoro subirme a las tablas e interpretar un papel, pero no quiero ser un actor fuera y tener que ponerme máscaras que yo no he elegido, sino que me han sido impuestas. No quiero. Quiero ser yo. Quiero ser yo y no tener que sufrir por cosas realmente evitables y que tienen solución. Y eso se hace jugando el amor “al extremo”. El amor... la única fuerza capaz de plantarle cara a la muerte y a ese miedo intrínseco que todos tenemos como animales conscientes de su fragilidad. Despreciar esto, despreciar el amor, probablemente lo único verdaderamente relevante de nuestra existencia, es el mayor error y la mayor estupidez que podemos cometer. Antes decía que no sabemos por qué estamos aquí –y eso nos angustia–, pero lo que parece estar claro es que estamos aquí. No sabemos hasta cuándo, pero este momento, nuestros momentos, están existiendo. Pero nuestros momentos tendrán un límite, y malgastar nuestro tiempo y despreciar nuestros sentimientos es propio de unos seres que, por muy elevados que se crean y sean en algunos aspectos, son aún tremendamente pobres en otros. Yo estoy hasta los cojones de mentir, y aunque no deja de ser verdad que en cierta manera podemos elegir, una cosa es que podamos ser quienes nosotros queremos que la gente crea que somos, y otra bien distinta es ser quienes nosotros sentimos que realmente necesitamos ser. Y todo lo hacemos para encajar en un marco social que nos ha sido impuesto desde que nacimos. Cuando somos niños, somos capaces de mostrar amor puro y sin condicionantes, pero la sociedad nos va cincelando como el escultor que va tallando la piedra. Y así nos convertimos en una especie de estatuas en movimiento cuya forma externa es reconocible por todos, pero que en su interior contienen literalmente una infinidad de posibilidades y expresiones, esencialmente ocultas, acalladas. Y así nos volvemos irremediablemente rígidos. Nos guardamos cosas y nos aprisionamos unos a otros, lo cual nos lleva a la frustración y a lo que tenemos hoy por hoy: un fracaso como humanidad. Un fracaso claro y triste, que ojalá algún día podamos superar: el día que tengamos la suficiente valentía para mostrarnos tal y como somos. Me jode... me jode profundamente que nos hallemos inmersos en marcos sociales que nos perjudican y asfixian. ¿Por qué no podemos mostrar y desbordar nuestro amor y expresar nuestros deseos si parten de algo bueno? No hacemos más que señalar con el dedo y juzgar al de al lado sin que nos haya hecho nada malo: tiramos piedras a nuestro propio tejado, vivimos en una constante lucha de supervivencia social en la que parece haber más enemigos que aliados. ¿No sería más lógico emplear todo ese tiempo que destinamos a aprender a combatirnos a nosotros y nosotras mismas en disfrutar y vivir como realmente queremos todos y todas? No sé... Sé que esto es idealista, pero eso no lo hace menos cierto. Y sé que para todo esto que planteo existe una explicación racional, pero eso no me interesa. Lo que a mí me interesa es una respuesta del corazón, de ése que no engaña porque es incapaz. Y ese corazón me dice y me muestra que existe un enclaustramiento dentro de mí... como si hubiera cosas que tienen puesta una camisa de fuerza y a las que, de vez en cuando, les quitan la mordaza y les dicen: “Ala, desfógate porque si no revientas”. De ahí nace muchas veces esa necesidad de expresión artística que todos sentimos: en la música al escuchar, al cantar, al tocar... en el baile, en la actuación... En cualquier tipo de arte. Son sentimientos sin nombre a los que necesitamos darles salida. A veces simplemente a través de un abrazo, un paseo o un polvo... o una paliza, o una adicción... Diferentes maneras de desquitarse para poder sostener una existencia absurda y banal en la que lo realmente más importante rara vez es lo más importante. No vivimos como queremos. Y es absurdo porque la riqueza de nuestro planeta y nuestro universo es inmensa, y nuestra capacidad para amar es infinita. ¿A qué esperamos para aprovechar, para aprovecharnos, para dar y dar? Somos nosotros y nosotras las que nos ponemos límites, y contra eso quiero rebelarme. Pero no lo voy a hacer. ¿De que serviría a fin de cuentas si nadie lo entiende? Porque a todos nos encantan las obras “bohemias” y reivindicativas con las que disfrutamos identificándonos, pero luego, en cuanto entra alguien mínimamente genuino y provocador en nuestras vidas, levantamos la barrera, fruto del miedo; qué poco nos gusta arriesgarnos realmente. Y es que nos sentimos tan solos en este mundo... “Nacemos y morimos solos”. Hemos desarrollado unas costumbres tan aisladas y aislantes... ¿Quién nos ha enseñado a vivir así? Es curioso pensar en todo ese cariño y amor que instintivamente damos gratuitamente a muchos animales, un cariño y un amor que también sentimos por las personas, pero que rara vez expresamos: por lo que podrían pensar de nosotros. Y al final aprendemos a tomar a mal tantas cosas, a aceptarnos tan poco, a ceder tan poco por los demás y a no reconocer el amor y entregarnos a él con todas sus consecuencias... que somos infelices. Y nos vemos envueltas en una lucha constante por lo que nosotras consideramos que es la felicidad. Nos gusta pensar que es un cúmulo de cosas comprensibles y razonables, aunque difíciles; y lo que nosotros realmente necesitamos son cosas mucho más sencillas, pero verdaderas. A mí, por ejemplo, me jode no poder decir “te quiero” todas las veces que lo siento, porque es algo tan bueno y tan bonito que es como: “¿Por qué me tengo que guardar yo esto?”. Me gustaría poder decírtelo y que no me juzgaras por ello, que no me “quitaras puntos”. Pero estamos encadenados: espiritualmente, emocionalmente. Nos impedimos todo como los animales asustadizos que somos, lo cual es lógico; lo absurdo es que hayamos llegado hasta aquí, o que no hayamos salido todavía, de este callejón sin salida en el que no paramos de darnos golpes contra la pared y al que nos hemos conducido nosotras mismas: esas malditas convenciones sociales, ese miedo animal tan necesario y a la vez tan limitante... La vida no es tan complicada; no tiene por qué serlo. Para qué. Para qué perder el tiempo haciendo cosas que no queremos. Vamos a entregarnos al amor, que sabemos que funciona. Y vamos a hacerlo sin peros; vamos a hacerlo sin contrapartidas, sin cláusulas, sin condicionantes. Vamos a hacerlo sin injusticias, sin juicios, sin egoísmos: solo hay que dar y dejar dar. Si dar es una cosa preciosa... pues vamos a dar, joder.