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Cuándo dejó de ser niña?

Los años en que un niño se convierte en adulto los pasé en un campo de


concentración, no viví las etapas normales de maduración, así que incluso ya
casada seguía siendo infantil.

Los nazis llegaron a Praga cuando usted tenía 10 años.


A mi padre, funcionario, lo echaron del trabajo. Pronto comenzaron las
restricciones: Los judíos no teníamos derecho a ir a ningún parque, ni al
colegio, ni al centro deportivo, ni ir a nadar al río o salir de la ciudad. Así que
el único lugar para jugar que nos quedaba a los niños judíos era el cementerio.

¿Cómo vive eso un niño?


Llevábamos la estrella en el abrigo, bien visible, y teníamos prohibido cruzar
una palabra con quienes no la llevaban. Dejamos de hablar con los vecinos y
con los compañeros de colegio de un día para otro.

Un año en el gueto de Terezín y después al infierno de Auschwitz.


Hacinados en transporte de ganado durante tres días y haciendo nuestras
necesidades en un cubo. Cuando el tren se paró, era de noche. Frente a
nosotros había personas con uniformes de rayas y palos, y hombres con perros
que nos acosaban. Nos hicieron dejar el equipaje en los vagones, junto a los
cadáveres de los que habían muerto. Separaron a hombres y mujeres y nos
llevaron a un barracón: ahí nos quedamos dos días tumbados en el suelo.

¿Sin comer y sin beber?


Sí. Luego una ducha helada, bajo cero. Mojada y desnuda, me tatuaron mi
nuevo nombre: 73.305. A mi madre y a mí nos trasladaron al campo familiar,
donde pasamos seis meses. Mi padre murió a los pocos días.

¿Por qué había un campo familiar?


Querían que la Cruz Roja internacional visitara el gueto de Terezín; lo
prepararon para que tuviera buen aspecto. Y por si el comité preguntaba
dónde estaba el resto de los judíos, montaron ese campo lleno de niños a los
que no afeitaban la cabeza.

¿Sobrevivían?
Los gaseaban al cabo de seis meses porque ya no daban una buena imagen:
estaban esqueléticos; y los sustituían con un nuevo transporte. Nosotros
debíamos morir en junio, nos salvamos porque necesitaban gente en Alemania
para trabajos forzados.

¿Llegó el comité de la Cruz Roja?


Estuvo en Terezín, visitó los simulacros de guarderías, en las que a los niños
les habían enseñado a decir: "Ya no queremos más sardinas", y no hizo
preguntas, de manera que el campo familiar ya no era necesario.

Tal vez la Cruz Roja debería haber investigado un poco más.


Los convencieron con demasiada facilidad.

En ese campo familiar se improvisó una escuela clandestina.


Yo no lo llamaría escuela: se me otorgó el trabajo de cuidar de los ocho libros
prohibidos.

Una tarea peligrosa.


Lo peor era el hambre. Nos daban un cuenco de sopa al día y una rebanadita
de pan.

¿Leyó usted esos libros?


No lo recuerdo, pero sí el lugar que me asignaron: podía apoyar la espalda en
el tubo de la chimenea. Fui afortunada.

Tenía entendido que la lectura la ayudó a sobrevivir emocionalmente.


Lo que me ayudó fue ser una niña tonta, una ingenua, creer que no iba a
morir.

¿Qué es lo que más temía?


Las cámaras de gas.

¿Sabía para qué servían?


Nos lo contaron al llegar y pensamos que el hambre les había hecho
enloquecer. Lo eliminé de mi mente; pero no podía obviar el olor a carne
quemada ni la lluvia permanente de cenizas, como copitos de nieve.

Restos de personas.
No hacían diferencias entre niños y adultos. Llegaban los transportes: niños,
madres, mujeres embarazadas iban directos a las cámaras de gas. No morían
inmediatamente.
¿Recuerda buenos momentos?
Sí, recuerdo un día que un chico mayor compartió conmigo una salchicha.

¿No quiso nada a cambio?


La gente hambrienta no piensa en el sexo.

¿Qué ha entendido del ser humano?


No puedo comprenderlo.

Usted y su madre fueron seleccionadas para ir a trabajar a Alemania.


Recuerdo la mirada de Mengele sobre mi cuerpo desnudo. Seleccionó a 1.000
mujeres y 1.000 hombres; a los más de 7.000 restantes los envió a las cámaras
de gas.

¿Mejoró su vida en Alemania?


Trabajábamos como bestias, apenas comíamos, pero tenías una posibilidad de
vivir.

¿Se sentía culpable por haber sobrevivido a Auschwitz?


No, yo no hice nada para seguir viva. Pero sí me siento culpable de no haber
estado con mi madre cuando murió. Tras la liberación estuvimos en un
hospital improvisado, ella pasó allí la noche; cuando fui al día siguiente su
cama estaba vacía. Murió sola.

¿Qué fue de usted?


Me quedé sin familia y sin casa, tenía 16 años. Me acogió el padre de una
amiga. A los 18 me casé y nació mi primer hijo, e imaginé que algún día
podríamos bailar juntos.

¿Qué le ha devuelto la alegría?


Nada, después me pasaron muchas otras cosas malas.

¿Hay algo peor que el holocausto?


Sí, hay algo peor: perdí a una hija.

¿Qué ha entendido de la vida?


Que es un buen asunto que tenga un final.
Momentos contados
Antonio Iturbe ha novelado la vida de Dita Kraus en La bibliotecaria de Auschwitz
(Planeta): cómo Fredy Hirsch improvisó en aquel infierno una escuela clandestina, cómo
Dita se las apañó para cuidar de la minúscula biblioteca y cómo la literatura le permitió
sustraerse del horror. Con esa heroica y esperanzadora idea del triunfo de la cultura sobre la
brutalidad me enfrento a Dita, amable y triste. Ella no recuerda haber leído; sin embargo,
me describe con precisión el recorrido en tren hasta Auschwitz, el olor que desprenden las
chimeneas de los crematorios, y me recuerda que la felicidad son momentos contados y que
depende del bienestar de aquellos a quienes amamos más que del propio.

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