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Contra el Ensayista sin estilo


Vivian Abenshushan

Como cúmulo de erudición y paráfrasis ostentosa, el ensayo no se me presenta más que como un objeto obsolescente.
Esto podrá parecer una idea controvertida y caprichosa. Pero no lo es tanto si no se olvida –aunque a veces se olvide– que
el ensayo fue concebido en las tardes ociosas de Michel de Montaigne como un género libre y placentero, entregado a la
especulación espontánea sobre cualquier cosa. Informal, diverso, inacabado, el ensayo divaga sin proponerse dar con una
verdad general, pero sin renunciar por eso a encontrar una verdad íntima, particular. Su espíritu contradictorio (preso de la
duda) acepta la precariedad de sus aproximaciones, pero su minucia de verdad lo salva del nihilismo o la complacencia.
Así, la tentación narcisista, o lo que Arreola llamaba en Montaigne una “hipertrofia del yo” –esa animada neurosis del que se
ocupa de sí mismo convencido de que en su experiencia pueden reconocerse otros hombres – da cuenta de la renuncia a
todo saber sistemático, a toda ruina del pensamiento. Lo que cuenta son los azarosos objetivos de las pulsiones privadas o
incluso gástricas, cuyos trastornos, nacidos de la amargura o el regocijo ante una idea, desmientes los prestigios de los
trastornos heredados, disuelve las certezas, contraviene los dogmas de la razón o la gazmoñería. Al hacerse materia de sus
indagaciones, al conversar con su monstruo más íntimo, el ensayista escapa al riesgo de convertirse en fiscal o moralista,
chamán o autoridad de alguna superstición convincente. Es un escéptico, pues se conoce a sí mismo. Y la ironía, que es el
rasgo más fecundo de su ego autocrítico, lo salva tanto de las unciones ciegas como de los argumentos irrefutables. Se
diría que lo suyo es el esbozo, las probabilidades imperfectas de lo que, por pereza o discreción, nunca llegará a ser.
Despojo y recorte, pero también señal, indicio, rastro: seguir la huella de una idea con la certeza de que no sabrá a dónde
va a ir a parar y, también, de que la perplejidad lo detendrá antes de que intente prolongar sus pasos. El ensayista no
propone soluciones totales, sino puntos de partida, anuncios destinados sólo a aquel que estuviera en la disposición de
retomar lo inconcluso.
El ensayo es un paseo, o mejor: una deriva, es decir, una excursión fortuita, imprevisible y llena de de riesgo a
través de zonas poco exploradas del pensamiento. No me parece extraño que a lo largo del tiempo se hayan escrito tantos
ensayos sobre el paseo, como los clásicos de Stevenson o Hazlitt, dos ensayistas que venero de manera absoluta y que
dieron forma, a través de sus deambulaciones verbales, a ese género entre los géneros llamado el ensayo inglés. En
realidad, pocas cosas se parecen tanto al discurrir del pensamiento como caminar; tal vez por eso Kierkegaard escribió:
“Caminando he logrado mis mejores ideas”, como si la posibilidad de entendimiento dependiera directamente de la actividad
de los pies. Lo cierto es que divagar, como andar, una serie de asociaciones e imágenes que parecerían extrañas entre sí
se ven de pronto atraídas hacia el imán del ensayo que sigue después su propio camino, por senderos insospechados. Algo
curioso: el ensayo es el trayecto, no la llegada. Es como si a lo largo de un terreno sinuoso, lleno de digresiones, el
ensayista recogiera piedras, rarezas botánicas, desperdicios, con la única intuición de que entre ellos existe una asociación
oculta que descubrirá el lector al volver a casa.
En algún lado, Maeterlinck dijo que, al escribir ensayos, en lugar de una verdad, lo que buscaba era ofrecer tres
buenas respuestas verosímiles. Y esa verosimilitud, es decir, ese triunfo de los razonamientos más descabellados frente al
a incredulidad –sumida a menudo en el letargo de las ideas comunes – ha de estar guiada por la expresión. No se trata de
pontificar ni de iluminar; mucho menos de contradecir a secas, sino de agregarle al curso racional una segunda dimensión,
más próxima al arte que a la ciencia, más activa en el dominio del ánimo y sus perturbaciones estéticas que en el de los
corolarios. Por eso, lo único que resguarda al ensayista de ser un pensador ocasional o diletante es el tono estratégico con
que va formulando su paseo mental, ese acento peculiar que en una buena conversación excita y en una mala, aburre.
Filósofo sin sistema, su verdad radica en el estilo. Encontrará la complicidad espontánea o la repulsa de sus lectores, pero


Abenshushan, Vivian. “Contra el ensayista sin estilo”, en Una habitación desordenada. México, UNAM/ Equilibrista
(Pértiga), 2007, pp. 101-108.
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nunca los dejará indiferentes. Pues a menudo, el buen ensayista convence, aunque sea por un momento, no por la
veracidad de sus argumentos, sino por la agudeza de sus frases, la originalidad de sus hallazgos, el inquietante oleaje
aforístico o la malicia de sus paradojas; en suma, esos juegos en los que no puede caer el filósofo sin correr el riesgo de ser
tachado de falsario o charlatán.
Es difícil equivocar los límites del ensayo, pues carece de ellos. Sólo una cosa hay que exigirle: procurarse un
estilo. Porque una lucidez sin carácter es un derroche inútil de la inteligencia, digamos, una inversión sin interés:
permanecerá en estado virtual o se degradará a letra muerta. Y ése es el penoso estado al que conducen tanto las prisas
del maquinazo por encargo como la dilatada y cada vez más incomprensible jerga del tratado académico, dos
consecuencias naturales del afán de protagonismo y confort cultural que hoy se propaga como la peste. Es una desgracia
que un género que había sido practicado en México durante décadas con tanta singularidad, sentido del humor e
inteligencia haya entrado en un proceso de degradación tan penoso y no despierte hoy el interés ni de los editores,
ocupados más bien en los vaivenes del mercado, ni de los lectores, que han perdido la confianza, cansados ya del basural
de los suplementos semanales y las revistas. En estos momentos pienso con nostalgia en la magnífica prosa que Salvador
Novo dispersó durante décadas en numerosos artículos periodísticos, o las columnas (luego recogidas en libros) que
sostuvieron en distintos momentos Jorge Ibargüengoitia y sus Autopistas rápidas, Salvador Elizondo y sus frecuentes
conversaciones con el Dr. Johnson en El estanquillo, Augusto Monterroso exhibiendo su timidez desde el diario público La
letra e, y más recientes, Enrique Serna que goza en contradecir lo evidente en Las caricaturas me hacen llorar o Guillermo
Fandanelli y sus corrosivos ensayos desde la podredumbre, publicados por aquí y por allá. Pero hoy los ejemplos son cada
vez más exiguos, al menos comparados con la amnesia masiva que se esmera en olvidar que el impulso del ensayo no
radica sólo en la reflexión (que en la prensa cultural suele confundirse con el mero comentario), sino en la invención, esa
tonalidad sin la cual las ideas no son más que un desfile de conceptos o fórmulas, carentes de vibración, de hiel irónica o
aliento emotivo, no creando nunca, siempre eludiendo el compromiso del temperamento, la irritación o la exaltación del que
escribe, como el desapasionado académico que santamente ha renunciado a sus propias ideas, para reiterar con esmero y
tibieza las de los otros; o, peor aún, como el reseñista de oficio que, encandilado por las idolatrías de la novedad y el
oportunismo, absuelve su posición crítica en la plegaria de un eufemismo y sus miradas falsas, o se pliega rápidamente a
las muletillas que no dicen nada o dicen a medias.
Digo esto porque hace unos doce años fui invitada por un par de amigos universitarios a formar parte de la
redacción de la revista Ensayo. No tardé en desconcertarme: parecía que nadie, tal vez ni siquiera nosotros mismos,
entendía el sencillísimo nombre de la revista. Lo que recibíamos a diario eran textos de una solemnidad soporífera que no
podían prescindir del comentario crítico de otros libros y donde el arte ventrílocuo sólo exhibía la falta de destreza de la voz
propia. Me alejé poco después de que alguien elogiara la revista como “una refrescante publicación de crítica literaria”.
Supongo que ésa era una definición favorable de buena fe que, sin embargo, a nosotros nos instalaba negativamente en los
propósitos originales de la revista. Pero, ¿qué propósitos eran esos? A mi entender, sólo se trataba de hacer que el desierto
floreciera. En otras palabras, intentábamos restituir la vocación creadora del ensayo entre los escritores más jóvenes que lo
practicaban poco o mal, pues lo consideraban un género secundario, alejado de las avenidas prestigiosas de la novela o la
poesía. Quizá entonces nos encontrábamos demasiado cerca de la universidad y muy lejos de la literatura, pero el asunto
es que el fárrago y el tono académico de las páginas que llegaban a la redacción de Ensayo terminó por impacientarme y
me fui. Sin embargo, la revista sobrevivió varios años, menos precipitada y veleidosa que yo, y supo contrarrestar
discretamente el poco espacio que las publicaciones periódicas le conceden al ensayo casual, errabundo y breve. Entre sus
mayores virtudes encuentro la de haber inventado, en los márgenes de la revista, una sección dedicada a definiciones de
ensayo, desde la serpiente sinuosa de Chesterton, hasta el inevitable centauro de los géneros de Reyes, como si se hubiera
propuesto educar pacientemente a los ensayistas despistados y astrosos. Y, en efecto, en varios de sus números lo ha
conseguido.
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Yo, por mi parte, sólo he seguido acumulando argumentos en favor de mi gusto insatisfecho. Con la mirada perdida
en busca de una frase oblicua, alguna contradicción matizada por cláusulas irónicas que nunca aparecen, contemplo la
homogeneidad de la prensa cultural cada vez con mayor indiferencia. Páginas firmadas como documentos de un trámite,
artículos cortados con el mismo patrón y que terminan por hacer del ensayo un espectáculo de la hora; o bien, en el otro
extremo de mi queja, las autoauscultaciones teóricas a las que se somete cada revista académica, especializada, sobre
todo, en rehuir los oídos anónimos del común de los mortales con esas concienzudas notas al pie de página
encadenándose fatalmente unas detrás de otras y en las que apenas logran sobresalir algunas frases neutras y embotadas.
Entre esos dos malentendidos, el ensayo tiende a bambolearse sin brillo ni perdurabilidad, llenando las horas huecas de
nuestra incertidumbre. Y es una lástima, porque no hay mejor tónico para el espíritu del ensayo que una época tan
desquiciada, ruin y absurda como la que nos ha tocado en suerte vivir.
Entre los escombros de la modernidad, entre los deshechos de una época que parece estar viviendo horas extra,
se anuncia el fin de los grandes sistemas, el ocaso de la cultura del libro, la imposibilidad de inventar nuevos estilos y
mundos porque todos ya han sido inventados, la caída inevitable del chorro creador en una grandiosa nada. ¿Qué cabe
escribir en una época que se exhibe voluntariamente tan desprovista de imaginación? Para algunos sólo queda la
impostura, la apatía legítima, las conversaciones sobre nada, la crítica oficiosa, la nota farisea, el cinismo complaciente. Yo
prefiero el extraño placer que produce el saberse derrotado, el autodegradarse, antes que consentir en los adulterados
remedios contra la decepción que circulan en los mercados públicos. Y no habrán de sorprenderse demasiado los lectores
ante la expresión cada vez más frecuente del autoescarnio, el humor despiadado y el sarcasmo de los nuevos ensayistas,
es decir, de aquellos que han ido asumiendo el riesgo de pensar desde la rumia de sus afecciones interiores, haciendo del
desencanto universal, acaso incurable también en ellos, materia de invención reflexiva. Han nacido sin asideros, pero esa
evidencia desconsoladora parece más bien como el clima ideal para desplegar su nota incrédula, discordante, personal, y
así disponer en plenitud de ese recurso supremo del ensayo que es el ejercicio de la libertad y la lucidez creadora. No son
muchos, pero entre los escritores nacidos en la década de los setenta hay algunos que ya se ejercitan en la reflexión
fragmentaria, el humor y el escepticismo (algo muy parecido a la ecuación cioranesca: expresión, reflexión e ironía) como
las precisiones de su estilo: Heriberto Yépez que ejerce desde Tijuana la escritura radical, cosa rara en un país desierto de
escritores extremos, y que en Ensayos para un desconcierto y alguna crítica ficción ha tenido la osadía de reinventar el
género más recurrente a la reinvención: la crítica literaria; José Israel Carranza que escribe con descreimiento y
socarronería sobre la mujer iracunda y otras perplejidades cotidianas en los apuntes de La estrella portátil; Luigi Amara,
filósofo que, como quería Wallace Stevens, ha hecho de la poesía y el ensayo corto dos versiones no oficiales del ser y que
se aplica en denunciarla incómoda acumulación de las revistas o los libros que no deben leerse, desde la mirada, a la vez
meditabunda y campante, del Peatón inmóvil; Héctor J. Ayala que en un desplante sarcástico de ensayista inconforme ha
renunciado a los prestigios de la posteridad en su libro, ya para siempre inédito, Los impublicables. Provocadores versátiles,
estos ensayistas conjuran a su manera las ridículas aspiraciones de su época, el paso de unas costumbres mentales a
otras, desde la interpretación asistemática pero diáfana de su estilo.
Ensayar es alejarse de toda servidumbre metal; leerlo todo para después prescindir de todo lo leído; comenzar de
cero. Y así, ajeno a todo éxtasis adquirido de segunda mano, el ensayista aspira a pensar por sí mismo. Algo saludable y
necesario en momentos en que ya casi nadie quiere pensar de ninguna forma.
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“El arte del ensayo”


Hugo Hiriart

El ensayo limita al sur con el aforismo y la máxima, que son destilados de ensayo, y al norte o septentrión con el tratado que
es examen exhaustivo de algo. De un lado Nietzsche vanagloriándose: “digo más en un aforismo que otros en libros
enteros”, del otro, por ejemplo, el enorme Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke (traducido entre nosotros
por O’Gorman). Entre estos dos extremos heroicos se sitúa el ameno, libre y proteico campo del ensayo.
Pero el ensayo se distingue del tratado por su irresponsabilidad gozosa. El único compromiso del ensayo es no
aburrir; quitando eso tiene hospitalidad de tribu del desierto y lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el
juego, el dicterio, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad. Y es ilimitado: cualquier tema es bueno para un ensayo,
desde la sesuda disquisición sobre la realidad política hasta la receta de cocina y la mosca de Proust que Alfonso Reyes
oyó zumbar. Todo se vale.
¿Todo? ¿Puede un ensayo tener, por ejemplo, personajes? Desde luego, ahí están los diálogos de Platón, Plutarco
o Cicerón, y uno de los mejores ensayos jamás escritos, El sobrino de Rameau, de Diderot (traducido por Goethe al
alemán), tiene personajes.
¿Cuál es entonces la diferencia entre cuento y ensayo? El camino más corto es decir que el cuento tiene que ser
verosímil, creíble; el ensayo, en cambio, no. “Verosímil” aquí no quiere decir real, sino coherente, creíble. Volar en caballo
alado en un cuento fantástico es perfectamente verosímil. Es decir, no contradice las premisas de la situación o del
personaje. En el ensayo no se narran acciones humanas, por tanto, no hay nada en que creer y no tiene sentido pedirle
ninguna verosimilitud. Al ensayo puede pedírsele perspicacia, lógica, ingenio, información, pero no hay espacio en él para la
delicada coherencia de lo creíble.
Con la novela la relación es diferente. La novela es monstruo donde todo cabe, barril sin fondo. Es frecuente que
las novelas contengan ensayos disfrazados o patentes. Por ejemplo, los famosos, y pesadísimos, “De los monasterios en
general” y, como si no bastara con un plomo, “De los monasterios en Francia” que figuran en Los miserables, o el admirable
elogio del agua del Ulises de Joyce. Pero, como es obvio, pueden distinguirse estas digresiones no narrativas del cuerpo de
peripecias narrativas sin ninguna dificultad con el criterio, ya enunciado, de la verosimilitud.
Otra cosa es cuando la novela se presenta ella misma como ensayo: por ejemplo, Thomas Mann describía La
montaña mágica como “un largo ensayo sobre la situación cultural de Europa”. Sí, pero esa es sólo una de las muchas
lecturas posibles de la novela. Es posible leerla de otras maneras. La novela, frente al ensayo, se caracteriza por su
pluralidad de interpretaciones legítimas, mientras que el ensayo no tiene casi nunca esa ambigüedad: está escrito para ser
comprendido sin necesidad de interpretación. Nos llevaría muy lejos juntar los dos criterios y explicar por qué lo verosímil
puede siempre interpretarse de diferentes modos. (La respuesta es, quizá, que cualquier acción humana puede describirse
de diferentes modos, y a cada descripción diferente correspondería, grosso modo, una interpretación también diferente.)
El ensayo puede estar escrito en prosa o en verso. Sobre la naturaleza de las cosas, largo ensayo donde Lucrecio expone
su filosofía materialista, está en verso. Partes del Libro de Job, brillantísimo ensayo sobre el mal, está también en verso.
Pero es cierto que el verso se ha venido, por desgracia, reservando sólo a las expansiones y desahogos líricos de los
poetas y sus otros usos han sido olvidados.
Crónica es narración de un suceso real, ensayo es discurrir racional sobre un tema dado. La crónica es falsa o
verdadera, puntual o no. El ensayo es interesante o aburrido, pero no fiel o infiel, porque no puede tener ningún compromiso
de fidelidad con nada.
No hay ninguna razón para no llevar ensayos al teatro o al cine. Que el ensayo es tan representable en teatro
como las ficciones habituales lo prueban, por ejemplo, el teatro de Cantor en conjunto o la adaptación de Peter Brook de El


Hugo Hiriart, “El arte del ensayo”, prólogo a Discutibles fantasmas, México, ERA, 2001, pp. 7-10.
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hombre que confundió a su mujer con un sombrero del médico y escritor Oliver Sacks. Es deseable, claro, que no sea un
ensayo ilustrado más o menos gratuitamente en escena, sino una auténtica obra de teatro con contenido ensayístico.
Bernard Shaw, que en sus obras se acerca a ese teatro ensayístico, solía decir: “la inteligencia tiene sus pasiones y son tan
fuertes como las que brotan del sentimiento”.
Los ensayos en cine son frecuentes, se llaman “documentales”.
Al marcar los límites de la cosa, la identificamos. Así que no diré más acerca de la naturaleza del artefacto literario. Paso
ahora a cómo debe fabricarse el ensayo, tema escabroso donde no habrá nunca acuerdo ni paz perpetua. La práctica me
ha enseñado que el arte del ensayo debe cumplir algunas condiciones, todas socráticas:
1. Ha de ser conversación con el lector. No estás hablando solo. Por tanto el ensayo ha de cumplir las reglas de
urbanidad y cortesía de la conversación hablada. Por ejemplo, no platicas para lucirte, sino para comunicarte con
otro.
2. Por tanto, busca por encima de todo la claridad. Ése ha de ser tu único criterio estético: si está claro, está bien escrito.
Y sitúa lo que vas diciendo al alcance de la crítica y la discrepancia del lector. En no esconder nada está tu
honestidad de escritor.
3. Escribe para resolver problemas que tú mismo formules, no hables por hablar, habla para entender, para responder
preguntas claras. Huye, entonces, de lo vago y general, aférrate a tus preguntas particulares, concretas y bien
delimitadas. Cuando la prosa discurre alejada de la respuesta a alguna pregunta implícita, o mejor, explícita, tórnase
arbitraria, sin pertinencia, gratuita. Sólo cuando argumentas, tu escrito se llena de puntería y precisión.
4. Por último, escribes ensayos porque, según decía Sócrates, “una vida sin interrogatorios lanzados en todas
direcciones no es digna de ser vivida”.

Ésta es mi manera de matar pulgas, ¿cuál es la tuya?


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Sobre el ensayo
G. K. Chesterton

Hay estados de ánimo tristes y morbosos en los que siento la tentación de creer que el Mal ha vuelto a entrar en el mundo
en la forma de ensayos. El ensayo es como la serpiente, suave, graciosa y de movimiento fácil, y también ondulante y
errabundo. Además, supongo que la palabra misma ensayo significaba originalmente «probar, tentar». La serpiente es
tentativa en todos los sentidos de la palabra. El tentador está siempre tentando su camino y averiguando cuánto pueden
resistir los demás. Este engañoso aire de irresponsabilidad que tiene el ensayo es muy desarmante, aunque parezca
desarmado. Pero la serpiente puede golpear sin garras como puede correr sin patas. Es el símbolo de todas las artes
elusivas, evasivas, impresionistas y que se ocultan cambiando de matices. Supongo que el ensayo, por lo menos en lo que
concierne a Inglaterra, fue casi inventado por Francis Bacon. Puedo creerlo, pues siempre he pensado que fue el villano de
la historia inglesa.
Quizá sea conveniente que explique que no considero hombres malvados a todos los ensayistas. Yo también he
sido ensayista, o he tratado de ser ensayista, o he pretendido ser ensayista. No aborrezco lo más mínimo los ensayos. Su
lectura me causa quizá el mayor de los placeres literarios, después de esas necesidades intelectuales realmente serias que
son las novelas y cuentos policiales escritos por locos. En el mundo no hay lectura mejor que la de algunos ensayos
contemporáneos, como los del señor E. V. Lucas o del señor Robert Lynd. Si pudiera imitar el tono tímido y tentativo del
ensayista auténtico, me limitaría a decir que hay algo en lo que digo, existe realmente en la literatura moderna un elemento
que es al mismo tiempo indefinido y peligroso.
Lo que quiero decir es esto: la diferencia entre ciertas formas viejas y ciertas formas relativamente reciente de la
literatura consiste en que las viejas estaban limitadas por un propósito lógico. El drama y el soneto pertenecen a las formas
viejas, y el ensayo y la novela a las nuevas. Si un soneto abandona la forma de soneto deja de ser soneto. Puede
convertirse en un ejemplo estrafalario e inspirador de verso libre, pero no hay que decir que es un soneto porque no se
pueda decir que es otra cosa. Pero en el caso de la novela moderna, hay que llamarla con frecuencia novela cuando en
realidad apenas ni siquiera es una narración. No hay nada que lo pruebe ni defina, como no sea que no está espaciada
como un poema épico, y con frecuencia tiene todavía menos de relato. Lo mismo se aplica a la comodidad y la libertad
aparentemente atractivas del ensayo. Por su naturaleza misma no explica con exactitud lo que se propone hacer y así elude
un juicio decisivo sobre si lo ha hecho realmente. Pero en el caso del ensayo existe un peligro práctico, precisamente
porque trata con tanta frecuencia de cuestiones teóricas. Trata constantemente de cuestiones teóricas sin la
responsabilidad de ser teórico o de proponer una teoría.
Por ejemplo, se han dicho muchas cosas sensatas e insensatas en pro y en contra del llamado medievalismo. Se
han dicho también muchas cosas sensatas e insensatas en pro y en contra del llamado modernismo. Yo he tratado a veces
de decir algunas cosas sensatas, con el resultado de que me han atendiendo en general todas las insensatas, si un hombre
desease una prueba real y racional que distinga verdaderamente el estado de ánimo medieval del moderno, se podría
enunciar así: el hombre medieval pensaba en función de la tesis, en tanto que el hombre moderno piensa en función del
ensayo. Quizá sería injusto decir que el hombre moderno sólo trata de pensar, o, en otras palabras, sólo hace un esfuerzo
desesperado para pensar. Pero sería cierto decir que el hombre moderno, con frecuencia, sólo ensaya, o intenta, llegar a
una conclusión. En cambio, el hombre medieval creía que no merecía la pena de pensar si no podía llegar a una conclusión.
Por eso es por lo que tomaba una cosa concreta llamada tesis y se proponía probarla. Por eso es por lo que Martín Lutero,
hombre muy medieval en muchos aspectos, clavó en una puerta la tesis que se proponía demostrar. Muchas personas
suponen que al hacer eso hacía algo revolucionario e inclusive modernista. En realidad hacía exactamente lo que habían
hecho todos los demás estudiantes y doctores medievales desde el crepúsculo de la Edad Media. Si el modernista


en La cólera de las rosas y otros ensayos. Xalapa, Ver., Editora de Gobierno del Estado de Veracruz, 2004, pp. 47-53.
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realmente moderno tratara de hacerlo, descubriría probablemente que nunca ha ordenado sus pensamientos en la forma de
tesis. Pues bien, es un error suponer, en lo que a mí se refiere, que se trate de restaurar el aparato rígido del sistema
medieval. Pero creo que el ensayo se ha alejado demasiado de la tesis.
Hay una especie de cualidad irracional e indefendible en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más
bellos. No hay ensayista que me satisfaga más que Stevenson; no hay probablemente un hombre viviente que admire a
Stevenson más que yo. Pero si tomamos alguna frase favorita y citada con frecuencia, como «Viajar con esperanza es
mejor que llegar», veremos que proporciona una escapatoria para sofisterías y sinrazones de todas clases. Si se la pudiera
formular como una tesis, no se la podría defender como un pensamiento. Un hombre no viajaría con esperanza si creyera
que la meta será desilusionante en comparación con los viajes. Se puede sostener que eso hace al viaje tanto más
agradable, pero en ese caso no se puede decir que inspira esperanzas, pues se supone que el viajero pone su esperanza
en el término del viaje y no sólo en su continuación.
Ahora bien, no quiero decir, por supuesto, que paradojas gratas de esta clase no tengan un lugar en la literatura, y
a causa de ellas el ensayo tiene un lugar en la literatura. Hay un lugar para el ensayista meramente ocioso y errabundo,
como hay un lugar para el viajero meramente ocioso y errabundo. Los pensadores errabundos se han convertido en
predicadores errabundos y en nuestros únicos sustitutos de los frailes errabundos. Y ya sea materialista o moralista,
escéptico o trascendental nuestro sistema es necesario que sea un sistema. Después de caminar durante cierto tiempo, la
mente necesita llegar adonde se propone o regresar. Una cosa es viajar con esperanza y decir medio en broma que eso es
mejor que llegar, y otra cosa es viajar sin esperanza porque se sabe que nunca se llegará.
Me llamó la atención la misma tendencia a leer algunos de los mejores ensayos que se han escrito y que
agradaban especialmente a Stevenson: los ensayos de Hazlitt. «No se puede vivir como un caballero con las ideas de
Hazlitt», observó justamente el señor Augustine Birrell, pero inclusive en esas ideas vemos el comienzo de esa índole
inconsecuente e irresponsable. Por ejemplo, Hazlitt era radical y se mofaba constantemente de los tories porque no
confiaban en los hombres ni en las multitudes. Creo que fue él quien sermoneó a Walter Scott por una cuestión de tan poca
importancia como haber hecho que en Ivanhoe el Populacho medieval se burlara sin generosidad de la retirada de los
Templarios. De todos modos, no deduciría de cierto número de pasajes que Hazlitt se presentaba a sí mismo como un
amigo del pueblo.
Pero se presentaba a sí mismo más furiosamente como un enemigo del pueblo. Cuando comenzó a escribir acerca
del público describió exactamente el mismo monstruo de muchas cabezas ignorante, cobarde y cruel al que los peores
tories llamaban populacho.
Ahora bien, si Hazlitt se hubiese visto obligado a exponer sus ideas sobre la democracia en forma de tesis como
los escolásticos medievales, habría tenido que pensar con mucha más claridad y que tomar una decisión de una manera
mucho más terminante. Cederé la última palabra al ensayista, y confieso que no estoy seguro de si en ese caso habría
escrito tan buenos ensayos.

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