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Perón Vuelve

Compilación de Sergio S. Olguín


Prólogo de Jorge Lafforgue
Grupo Editorial Norma,
Buenos Aires Barcelona Caracas Guatemala Lima México Panamá Quito
San José San Juan San Salvador Bogotá Santiago
©2000. De esta edición:
Grupo Editorial Norma
San José 831 (1076) Buenos Aires
República Argentina
Empresa adherida a la Cámara Argentina del Libro Diseño de tapa: Ariana
Jenik Diseño de interior: Daniela Coduto Fotografía de tapa: Archivo
General de la Nación, Archivo Kapelusz Editora S.A.
Impreso en la Argentina por Verlap S.A.
Printed in Argentina
Primera edición: noviembre de 2000
CC: 21167
ISBN: 987-9334-92-2
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso
escrito de la editorial
Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Libro de edición argentina
INDICE

Prólogo 9
Casa tomada Julio Cortázar 19
Cabecita negra
Germán Rozenmacher 29
La fiesta del Monstruo
Adolfo Bioy Casares / Jorge Luis Borges 41
La Señora muerta David Viñas 61
Mata Hari 55
Ricardo Piglia 73
Cura sin sotana
Félix Luna 89
Gorilas
Osvaldo Soriano 103
Los muertos de Piedra Negra Abelardo Castillo 111
Esa mujer
Rodolfo Walsh 123
La cola
Fogwill 137
Evita vive
Néstor Perlongher 157
Digamos boludeces José Pablo Feinmann 167
Sobre los autores 175
PRÓLOGO
Sí, el peronismo es el hecho maldito de nuestra historia. Y, por cierto,
la literatura argentina no queda excluida de esa maldición.
Después de la restauración conservadora de los años treinta
(alimentada por la Concordancia, el fraude “patriótico”, el poder
tradicional británico y el creciente norteamericano, la presencia militar y
los ramalazos de la contienda mundial, entre otros ingredientes), muertos
sus principales actores (los generales Uriburu y Justo, como también
Yrigoyen, Alvear y Ortiz), el 4 de junio de 1943, el archiconservador jurista
catamarqueño Ramón S. Castillo es desplazado del poder por una
asonada militar que impone en la presidencia al general “pantalla” Arturo
Rawson. Un par de días después, éste cede el cargo al general Pedro P.
Ramírez, a quien ocho meses más tarde sucederá el general Edelmiro J.
Farrell. En las sombras de ese inestable poder los oficiales nacionalistas
habían formado una logia, el GOU; su gran emergente será el entonces
coronel Juan Domingo Perón, que ocupa varios cargos, incluyendo la
vicepresidencia de la nación; aunque el puesto clave, desde el cual teje
una extensa red de compromisos, alianzas e inconmovibles respaldos, es
la Secretaría de Trabajo. No obstante, hacia mediados de octubre de 1945
su ascendente poder se ve obstaculizado: un grupo de oficiales que se
opone a sus planes lo destituye, arresta y envía a la isla Martín García. Su
pronta liberación, producto y efecto de una formidable movilización
popular el día 17, habría de sellar definitivamente su destino, y el de la
entera nación. Apenas cuatro meses después será ungido presidente por
el voto de la ciudadanía (fueron las elecciones “más impecables de
cuantas se habían realizado en el país”, afirman Carlos Floria y César
García Belsunce).
Dos hechos, aparentemente disímiles, condicionan los rechazos más
viscerales, proclamados con énfasis mayúsculo por los opositores a Perón:
en un plano personal, la relación del Coronel con una actriz de segundo
orden, una mujer de turbio origen social: María Eva Duarte; y en el plano
de su accionar político, el enorme apoyo de las masas obreras o, para ser
menos eufemístico, de los “negros” llegados del interior, que se han
asentado precariamente en el Gran Buenos Aires y que, al ser convocados
por el Líder, se solazan en poner las patas en las fuentes de Plaza de
Mayo, frente a la mismísima Casa Rosada. He aquí la “Argentina invisible”
(no la del envarado Mallea, por cierto) que surge sin previo aviso para
espanto de una sociedad tradicional, cuyos miembros, según alcurnia,
gustos e ideología, apoyan a los conservadores, radicales o socialistas,
quienes en aquellos días conforman la Unión Democrática.
Estos dos hechos, que enfurecían a los enemigos hasta sacarlos de
quicio, recibieron sendas respuestas nada conciliadoras: a fines del ’45
Perón se casa con Eva Duarte, que se afirma como su colaboradora más
cercana y combativa; a la vez, el movimiento sindical es apoyado con
notorio empeño por el Líder, hasta llegar a constituir “la columna
vertebral” del peronismo. Entonces, “Evita, la mujer del látigo” y “el
aluvión zoológico” serán dos de los muchos epítetos y calificativos que
enarbolan sus enemigos, con furia, con exasperación, con torpeza, con
acentuada miopía.
Es que aquel conjunto heterogéneo de personajes que tenían en
común sólo un elemento aglutinante, su antiperonismo, parecía a la vez
tener los ojos velados (vedados) a las mutaciones que bullían ante ellos.
Los indicadores eran, sin embargo, bien claros, pues si la Ley Sáenz Peña
había abierto los cauces políticos a la clase media, otra se había gestado
por debajo de ella en el país, y estaba reclamando su lugar. Algo más que
mera astucia tuvo Perón para percibir esta transformación de la estructura
social en acelerada marcha; y no sólo la percibió sino que la fomentó, la
cobijó y, más allá de toda discusión, se erigió en su Conductor. Al asumir
Perón, los quince millones de habitantes del país duplicaban la población
de 1914, y el sector urbano rondaba el 62 por ciento, con un aumento
incesante: entre el ’43 y el ’47 migraron de zonas rurales cien mil
personas por año, que se ubicaron en los viejos conventillos o erigieron
las villas miserias. La sustitución industrial de importaciones, encarada ya
por Justo/Pinedo, ofrecía fuentes de trabajo crecientes: en 1946 el número
de obreros industriales había superado el millón, duplicando la cifra de
sólo diez años atrás.
Es cierto que no todo fueron rosas durante esos años de gobierno
peronista: el culto a la personalidad, las persecuciones a los opositores,
los repudiados “antipatria”, las afiliaciones compulsivas, la intervención a
las instituciones díscolas, el marco impositivo de la “doctrina nacional” y
otros claros elementos de autoritarismo tiñeron la vida del régimen. Pero,
frente al desempeño de gobiernos posteriores, surgidos de los sucesivos
golpes militares antiperonistas, aquellos elementos autoritarios habrían de
verse casi como juegos de niños (notoriamente, frente a las sistemáticas
violaciones de los derechos humanos ocurridas entre 1976 y 1983,
cualquier violencia anterior empalidece).
Por otro lado, la instauración del sufragio femenino, el aumento del
salario real, la construcción de viviendas económicas, junto a muchas
otras medidas innovadoras en el área del trabajo y la previsión social,
afirmaron el apoyo popular al gobierno peronista en general. Aunque si
hubiese que señalar dentro del Movimiento la figura que en esos tiempos
encarnó emblemáticamente aquella profunda e intensa renovación sin
duda el nombre de Evita sería el primero en surgir. Por eso su muerte,
ocurrida el 26 de julio de 1952, que desencadenó un duelo popular sin
precedentes, habría de significar un duro golpe para Perón, marcando en
su política una inflexión de aristas negativas que se iría acentuando, hasta
producir crecientes ruidos de sables en los cuarteles y el progresivo
distanciamiento de la Iglesia católica, que concluyó en abierto
enfrentamiento. En este contexto, el 16 de junio de 1955 hubo un
levantamiento de la Marina, que produjo una masacre de civiles en Plaza
de Mayo ese mediodía y, como respuesta, la quema de templos por
grupos enardecidos e incontrolados esa misma noche. Tres meses
después, ante un levantamiento mucho mayor, Perón era obligado a dejar
el poder, que no tardó en pasar a manos de los “gorilas”, o sea los ultra
antiperonistas, quienes exigieron y se tomaron las consabidas revanchas,
comenzando por una lisa, cruda y larga proscripción.
Sin embargo, los diecisiete años siguientes a esta última fecha, con sus
ocho presidentes (Lonardi, Aramburu, Frondizi, Guido, Illia, Onganía,
Levingston y Lanusse), cinco de ellos militares, con dos “revoluciones”
pomposamente autodenominadas “Libertadora” y “Argentina”, con el
experimento desarrollista y la constante precariedad originada en aquella
proscripción y las consecuentes persecuciones, no eliminaron de la faz de
la tierra la presencia de Perón, según los manifiestos deseos de sus
enemigos; por el contrario, desde el exilio su figura se recompuso, se
volvió imprescindible, creció hasta tocar las dimensiones del mito. Desde
allí, desde su forzada ausencia del territorio nacional, en particular desde
su residencia madrileña de Puerta de Hierro, su presencia se instaló como
ineludible referente para cualquier opción constitucional, en sus sentidos
lato y estricto. Claro que este contradictorio, desgastante e intrincado
proceso histórico, que desembocó en la asunción de la presidencia por el
doctor, compañero o tío Héctor J. Cámpora el 25 de mayo de 1973, no fue
sólo producto de las torpezas y errores de los ocho gobernantes antes
mencionados ni del innegable talento político de Perón, ahora apodado el
Viejo (había nacido en 1895), sino también y muy especialmente de una
creciente oposición ciudadana. Primero surgió la Resistencia Peronista,
que se fue ampliando y consolidando; luego otros sectores sociales se
negaron a aceptar los vetos, los fraudes y las intolerancias de nuevo cuño
tanto como las opciones económicas que asumieron aquellos gobiernos. A
estos grupos habría que sumar, desde fines de los sesenta, a las diversas
organizaciones guerrilleras, cuya formación mayor fue Montoneros.
Recordemos ahora que la consigna electoral del ’73 fue “Cámpora al
gobierno, Perón al poder”, y consecuentemente cuatro meses después
nuevas elecciones le dieron a éste la suma del poder. Pero los meses que
el viejo General permaneció en ese tercer mandato presidencial, nueve
hasta su muerte, ocurrida el 12 de julio de 1974, estuvieron signados por
las tensiones y los enfrentamientos de todo tipo que se había instalado en
el cuerpo de nuestra sociedad y que, por ende, se recortaban también con
inusitado vigor en el seno mismo del peronismo, cuya identidad aparecía
escindida por múltiples opciones. Tras la muerte de Perón estas divisiones
acentuaron el clima de violencia generalizada. La “pacificación nacional”
no se había logrado mediante las urnas, por el juego democrático, ni
habría de lograrse en tales condiciones. Así lo entendieron las fuerzas
armadas y vastos sectores de la ciudadanía civil que optaron por una
solución a sangre y fuego: la dictadura militar que se autodefinió como
Proceso de Reorganización Nacional.
El cuarto de siglo que media entre aquellos trágicos momentos y el
presente constituyen nuestra historia reciente. No cabe aquí reseñarlo; sí
tal vez recordar algo bien sabido: el peronismo no murió pero tampoco
logró recobrar su identidad. ¿Unívoca? ¿Perdida? Sí para muchos que
reivindican la de aquellos años de apogeo hacia 1950; pero no para otros
muchos también, que a la hora de definirse apuestan al poder de
adaptación del peronismo, a su capacidad camaleónica. Apuesta que ha
llevado a elecciones muy encontradas, incluso hasta apoyar una versión
posmoderna y asimétrica, como la encarnada por el doctor riojano Carlos
Saúl Menem.
No resulta fácil saber qué es el peronismo. Quizá en términos estrictos
sea imposible. “Es un sentimiento”, se ha esgrimido para zanjar esa
dificultad. Pero tales coartadas no bastan. Una amplia producción
ensayística ha intentado dar cuenta del fenómeno: las respuestas han
sido múltiples, comprometidas y tan equívocas como el fenómeno mismo.
(Para una aproximación a ese debate recomiendo el libro de Federico
Neiburg, más allá de su título justificado aunque presuntuoso: Los
intelectuales y la invención del peronismo.)
En un primer momento, las voces mayores de nuestra literatura
“desconocieron” al peronismo de muy diversos modos o por razones bien
diversas: en el ’42 Roberto Arlt moría, habiendo tenido quizá un fugaz
contacto con Eva Duarte (según los brillantes esfuerzos ficcionales de
Guillermo Saccomanno); Leopoldo Marechal se ha de convertir en la
mayor figura de nuestras letras que adhiere al movimiento peronista, pero
no ha de ser un intelectual orgánico, acorde su producción de entonces;
por otra parte, Borges -como las hermanas Ocampo, el grupo Sur, los
izquierdistas orgánicos y, en general, una gran mayoría de nuestros
escritores- ha de militar en el antiperonismo recalcitrante (“La fiesta del
monstruo” lo atestigua). Sin embargo, en aquellos viejos tiempos el
peronismo alentó y fecundó manifestaciones culturales que corrieron por
carriles sin duda no honrados por los capitostes de las artes y las letras,
aunque sí transitados por oficiantes lúcidos y críticos de una producción
popular, como Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo. (La cultura
popular del peronismo, de Eduardo Romano, Norman Briski y otros, es un
acercamiento al tema, con planteos harto discutibles y muy datados
-1973-, pero útiles e incitantes.)
El avión negro, obra conjunta de Carlos Somigliana, Roberto Cossa,
Ricardo Talesnik y Germán Rozenmacher, como precursoramente los libros
iniciales de Leónidas Lamborghini, pueden ejemplificar en teatro y en
poesía, respectivamente, los asedios literarios al peronismo que, no por
azar, se multiplican a partir del ’55, cuando varios intelectuales toman
conciencia de que el monstruo no estaba en un solo lado. Y, en este
sentido, las autocríticas de algunos escritores nucleados alrededor de la
revista Contorno, o el giro realizado por Rodolfo Walsh a partir de
Operación Masacre pueden ser esgrimidos como claros testimonios.
La narrativa, por cierto, no ha estado ausente de esa doble requisitoria:
escrituraria e ideológica. (Incluso se han publicado estudios académicos
que, con mayor o menor suerte, intentaron dar cuenta de esa producción
narrativa, tal el caso del extenso trabajo de Rodolfo Borello; o ella ha
propiciado algunos precedentes de esta selección, como la preparada por
Marcos Mayer en 1994.) En la novela, o novela de no ficción, o novela-
testimonio, quien ha trabajado con mucho empeño y fortuna es Tomás
Eloy Martínez en sus dos textos dedicados a Perón y a Evita.
No es mi propósito ofrecer en esta oportunidad un repaso de la vasta y
heterogénea bibliografía acerca del peronismo en la literatura argentina;
sí señalar el acierto de esta antología preparada por Sergio S. Olguín. En
ella el lector arranca con “Casa tomada”, de Julio Cortázar (entiendo que
su inclusión acepta la ya clásica lectura que hiciera Sebreli en su Buenos
Aires, vida cotidiana y alienación), hasta desembocar en el inédito de José
Pablo Feinmann, único texto que trabaja sobre el escepticismo paródico
que siguió a la derrota de ciertos ideales de los setenta (recordemos que
Feinmann es autor del guión de la mejor película que se haya filmado
sobre Eva Perón). Diez cuentos entre uno y otro extremo, agrupados
según la secuencia temporal que hemos recordado más arriba para que el
lector de hoy tenga los referentes históricos correspondientes, algo así
como un telón de fondo.
No diré mi propia lectura de esos textos. No ratificaré el juicio
generalizado sobre las bondades narrativas de “Esa mujer”, por ejemplo;
o del cuento de Rozenmacher, que me ha vuelto a conmover. No afirmaré
que el binomio Borges-Bioy no se muestra a la altura de las
circunstancias, o sea que ni de lejos se acerca al Sarmiento de Facundo, si
es que validamos el juicio de “la segunda tiranía”. No diré otros impactos
de relecturas: Viñas, Piglia, Soriano, Castillo, Fogwill; o la sorpresa de un
Félix Luna cuentista (me he informado que tiene dos libros en el género:
La última montonera y La noche de la Alianza); o el efecto de los
fogonazos perversos con que nos sacude Néstor Perlongher.
Espero que el lector, a través de estos cuentos, sume elementos que
puedan contribuir a formar o enriquecer su propia imagen del peronismo;
pero espero sobre todo que goce con ellos, con su variada y notable
escritura.

JORGE LAFFORGUE
Casa tomada
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse.
Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de
las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba
a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba
nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato
almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin
mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea
de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en
nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su
actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su
dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen
cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada.
Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco
y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en
literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin
el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón
de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el
dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido,
mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole
las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos
canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era
hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala
con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la
parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera
donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al
cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un
zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que
uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los
lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba
la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se
podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un
pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta
estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para
moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca
íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues
es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una
ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay
demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en
los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el
aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los
pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las
ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del
mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un
volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del
pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la
puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí
el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la
bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este
lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en
reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba
ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado
en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura
francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba
unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo
sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos
mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la
casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las
once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir
conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos
bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría
platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta
molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las
fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo
andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más
cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de
papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy.
Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca
pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los
sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el
ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las
hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era
maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada,
nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de
cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se
ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed,
y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un
vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la
cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo
apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de
detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando
los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el
codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr
conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se
oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y
las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los
ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el
armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y
salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien puerta de
entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo
se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa
tomada.
Cabecita negra
Germán Rozenmacher
El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y
fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso,
sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas
levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar
pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león
enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los
zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado
escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero
cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus
faros rompiendo la neblina esperando turno para entrar al amueblado de
la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas
de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de
uno o dos a siete pisos y se perdía entre los pocos letreros luminosos de
los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría
abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho
esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más
que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer
esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho
para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía
despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio
que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera
despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de
la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de
lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno
aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien
a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la
dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban
como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría
hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero
suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de
semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que
estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas.
No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz,
un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada.
El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del
tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos
meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el
garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de
las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora
tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones.
No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de
abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro
que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos,
donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado varias veces al
borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la
pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para
sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida.
Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no
había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un
porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo.
Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no
podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el
camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había
hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces
juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido
tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él
tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en
paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo
desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla
era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un
ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a
nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a
todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras,
gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio
un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la
neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor
Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había
que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de
nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y
pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las
palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado.
Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta
la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el
umbral del hotel que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta,
despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la
falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia
de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella
de cerveza bajo el brazo.
-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para
irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón
de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que
así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó
cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando
vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con
las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola.
Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía
pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de
complicidad al vigilante.
-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se
embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante
morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito
despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
-Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó
violentamente y le gritó al policía.
-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar
muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? -Había dicho eso como
quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario
amigo.
-Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la
largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo
agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y
que dejaba
hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor
Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso?
Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces
no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una
comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una
comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y
no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas
muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía
confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.
-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo
señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban
ellos dos, del lado de la ley, y esa negra estúpida que se quedaba callada,
para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él y
que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes,
inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un
animal. Otro cabedta negra.
-Señor agente -le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra
no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca,
acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan
aplastada que ya nada le importaba-. Venga a mi casa, señor agente.
Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. -Y
sacó una tarjeta personal y los documentos, y se los mostró.- Vivo ahí al
lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba
en manos del otro sin tener siquiera un diputado para que sacara la cara
por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y
convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor
Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la
negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al
departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a
las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó
profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus
parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de
todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un
escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su
explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y
yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la
mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado
por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una
basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
-Dame café -dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que
lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para
que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un
vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que
era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo
qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque
aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había
venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido
en años de duro trabajo, todas sus posesiones y encima humillarlo y
escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió
de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer
la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una
amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni
cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca
abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para
leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado
el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en
cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso
tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del
mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese
hombre. Pero ¿de qué libros podía hablar con ese negro? Con la otra
durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose,
sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante.
De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese
tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la
campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado
alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo
mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera
ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le
habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que
no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona
civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa.
Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por
estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su
cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía,
ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
-Qué le hiciste -dijo al fin el negro.
-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así
que haga el favor de... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y
le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le
corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban
haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche
entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo
era un manicomio.
-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar
como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que
pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy
apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas.
Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a
la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de
hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a
patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no con la
cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica
despertó y lo miró y le dijo al hermano
-Este no es, José -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero
definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida,
humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se
levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía
adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien
dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos,
encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le
dolía terriblemente la boca de estómago. Sintió un vértigo, sintió que
estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un
torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los
bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba,
desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir?
Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había
pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba
de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba
patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido
violado. “La chusma”, dijo para tranquilizarse, “hay que aplastarlos,
aplastarlos”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos
toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que
odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás
estaría seguro de nada. De nada.
La fiesta del Monstruo
Adolfo Bioy Casares / Jorge Luis Borges

Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en


forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso a que se me ataje
el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama tuve un serio
oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo
pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta
en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a
las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio
en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la
almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo,
cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero, decime una cosa,
¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza
favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la
caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de
correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos
puntos que uno encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de
presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité y, ya en tren de
mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a hablar de la
distribución de bufosos para el magno desfile y de un ruso, que ni
llovido del cielo, que los abonaba como fierro viejo en Berazategui.
Mientras formábamos en la cola pugnamos por decirnos al vesre que
una vez en posesión del arma de fuego nos daríamos traslado a
Berazategui, aunque a cada uno lo portara el otro a babucha, y allí,
luego de empastarnos el bajo vientre con escarola, en base al
producido de las armas, sacaríamos, ante el asombro general del
empleado de turno ¡dos boletos de vuelta para Tolosa! Pero fue como si
habláramos en inglés, porque Diente no pescaba ni un chiquito, ni yo
tampoco, y los compañeros de fila prestaban su servicio de intérprete,
que casi me perforan el tímpano, y se pasaban el Faber cachuzo para
anotar la dirección del ruso. Felizmente el señor Marforio, que es más
flaco que la ranura de la máquina de monedita, es un antiguo de ésos
que mientras usted lo confunde con un montículo de caspa, está
pulsando los más delicados resortes del alma del popolino, y así no es
gracia que nos frenara en seco la manganeta, postergando la
distribución para el día mismo del acto, con el pretexto de una demora
del Departamento de Policía en la remesa de las armas. Antes de hora
y media de plantón, en una cola que ni para comprar kerosene,
recibimos de propios labios del señor Pizzurno, orden despejar al trote,
que la cumplimos con cada viva entusiasta que no alcanzaron a cortar
enteramente los escobazos rabiosos de ese tullido que hace las veces
de portero en el Comité.
A una distancia prudencial la barra se rehízo. Loiácomo se puso a hablar
que ni la radio de la vecina. La vaina de esos cabezones con labia es que
a uno le calientan el mate y después el tipo -vulgo, el abajo firmante- no
sabe para dónde agarrar y me lo tienen jugando al tresiete en el almacén
de Bernárdez, que vos a lo mejor te amargás con la ilusión que anduve de
farra y la triste verdad fue que me pelaron hasta el último votacén, sin el
consuelo de cantar la nápola, tan siquiera una vuelta.
(Tranquila, Nelly, que el guardaguja ya se cansó de morfarte con la
visual y ahora se retira, como un bacán, en la zorra. Dejale a tu Pato
Donald que te dé otro pellizco en el cogotito.)
Cuando por fin me enrosqué en la cucha, yo registraba tal cansancio en
los pieses que al inmediato capté que el sueñito reparador ya era de los
míos. No contaba con ese contrincante que es el más sano patriotismo. No
pensaba más que en el Monstruo y que al otro día lo vería sonreírse y
hablar como el gran laburante argentino que es. Te prometo que vine tan
excitado que al rato me estorbaba la cubija para respirar como ballenato.
Reciencito a la hora de la perrera concilié el sueño, que resultó tan
cansador como no dormir, aunque soñé primero con una tarde, cuando
era pibe, que la finada mi madre me llevó a una quinta. Creéme, Nelly,
que yo nunca había vuelto a pensar en esa tarde, pero en el sueño
comprendí que era la más feliz de mi vida, y eso que no recuerdo nada
sino un agua con hojas reflejadas y un perro muy manso que yo le
acariciaba el lomuto; por suerte salí de esas purretadas y soñé con los
modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había
nombrado su mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo. Desperté, y
para soñar tanto despropósito había dormido cinco minutos. Resolví cortar
por lo sano: me di una friega con el trapo de la cocina, guardé todos los
callordas en el calzado Fray Mocho, me enredé que ni un pulpo entre las
mangas y piernas de la combinación -mameluco-, vestí la corbatita de
lana con dibujos animados que vos me regalaste el Día del Colectivero y
salí sudando grasa porque algún cascarudo habrá transitado por la vía
pública y lo tomé por el camión. A cada falsa alarma que pudiera, o no,
tomarse por el camión, yo salía como taponazo al trote gimnástico,
salvando las sesenta varas que hay desde el tercer patio a la puerta de
calle. Con entusiasmo juvenil entonaba la marcha que es nuestra bandera,
pero a las doce menos diez, vine afónico y ya no me tiraban con todo los
magnates del primer patio. A las trece y veinte llegó el camión que se
había adelantado a la hora y cuando los compañeros de cruzada tuvieron
el alegrón de verme, que ni me había desayunado con el pan del loro de la
señora encargada, todos votaban por dejarme, con el pretexto que
viajaban en un camión carnicero y no en una grúa. Me les enganché Como
acoplado y me dijeron que si les prometía no dar a luz antes de llegar a
Ezpeleta me portarían en mi condición de fardo, pero al fin se dejaron
convencer y medio me izaron. Tomó furia como una golondrina el camión
de la juventud y antes de media cuadra paró en seco frente al Comité.
Salió un tape canoso, que era un gusto cómo nos baqueteaba, y antes que
nos pudieran facilitar, con toda consideración, el libro de quejas, ya
estábamos traspirando en un brete, que ni si tuviéramos las nucas de
queso Mascarpone. A bufoso por barba fue la distribución alfabética;
compenétrate, Nelly; a cada revólver le tocaba
uno de nosotros. Sin el mínimo margen prudencial para hacer cola frente
al Caballeros, o tan siquiera para someter a la subasta un arma de buen
uso, nos guardaba el tape en el camión del que ya no nos evadiríamos sin
una tarje- tita de recomendación para el camionero.
A la espera de la voz de ¡aura y se fue! nos tuvieron hora y media al
rayo del sol, a la vista, por suerte, de nuestra querida Tolosa, que en
cuanto el botón salía a correrlos, los pibes nos tenían a hondazo limpio,
como si en cada uno de nosotros apreciaran menos el patriota
desinteresado que el pajarito para la polenta. Al promediar la primera
hora, reinaba en el camión esa tirantez que es la base de toda reunión
social pero después la merza me puso de buen humor con la pregunta si
me había anotado para el concurso de la Reina Victoria, una indirecta, vos
sabés, a esta panza bombo, que siempre dicen que tendría que ser de
vidrio para que yo me divisara, aunque sea un poquito, los basamentos
horma 44. Yo estaba tan afónico que parecía adornado con el bozal, pero a
la hora y minutos de tragar tierra medio recuperé esta lengüita de
Campana y, hombro a hombro con los compañeros de brecha, no quise
restar mi concurso a la masa coral que despachaba a todo pulmón la
marchita del Monstruo, y ensayé hasta medio berrido que más bien
1
Mientras nos reponíamos con ensaimadas, Nelly tne manifestó* que
en ese momento el pobre mufio sacó la lengua de referencia. (Nota
donada por el joven Rabasco.)
*A mí me lo dijo antes. (Nota suplementaria de Nano Battafuoco, peón
de la Dirección de Limpieza.)
salió francamente un hipo, que si no abro el paragüita, que dejé en casa,
ando en canoa en cada salivazo que usted me confunde con Vito Dumas,
el Navegante solitario. Por fin, arrancamos, y entonces sí que corrió el
aire, que era como tomarse el baño en la olla de la sopa, y uno almorzaba
un sángüiche de chorizo, otro su arrolladito de salame, otro su panetún,
otro su media botella de Vascolet y el de más allá la milanesa fría, pero
más bien todo eso vino a suceder otra vuelta, cuando nos fuimos a la
Ensenada, pero como yo no concurrí, más gano si no hablo. No me
cansaba de pensar que toda esa muchachada moderna y sana pensaba
en todo como yo, porque hasta el más abúlico oye las emisiones en
cadena, quieras que no. Todos éramos argentinos, todos de corta edad,
todos del Sur y nos precipitábamos al encuentro de nuestros hermanos
gemelos, que en camiones idénticos procedían de Fiorito y de Villa
Dominico, de Ciudadela, de Villa Luro, de La Paternal, aunque por Villa
Crespo pulula el ruso y yo digo que más vale la pena acusar su domicilio
legal en Tolosa Norte.
¡Qué entusiasmo partidario te perdiste, Nelly! En cada foco de
población muerto de hambre se nos quería colar una verdadera avalancha
que la tenía emberretinada el más puro idealismo, pero el capo de nuestra
carrada, Garfunkel, sabía repeler como corresponde a ese farabutaje sin
abuela, máxime si te metés en el coco que entre tanto mascalzone
patentado bien se podía emboscar un quintacolumna como luz, de esos
que antes que usted dea la vuelta al mundo en ochenta días me lo
convencen que es un crosta y el Monstruo un instrumento de la Compañía
de Teléfono. No te digo niente de más de un cagastume que se acogía a
esas purgas para darse de baja en el confusionismo y repatriarse a casita
lo más liviano; pero embrómate y confesa que de dos chichipíos el uno
nace descalzo y el otro con patín de munición, porque vuelta que yo creía
descolgarme del carro era patada del señor Garfunkel que me restituía al
seno de los valientes. En las primeras etapas los locales nos recibían con
entusiasmo francamente contagioso, pero el señor Garfunkel, que no es
de los que portan la piojosa de puro adorno, le tenía prohibido al
camionero sujetar la velocidad, no fuera algún avivato a ensayar la fuga
relámpago. Otro gallo nos cantó en Quilmes, donde el crostaje obtuvo
permiso para desentumecer los callos plántales, pero ¿quién, tan lejos del
pago iba a desapartarse del grupo? Hasta ese momentazo, dijera el propio
Zoppi o su mama, todo marchó como un dibujo, pero el nerviosismo
cundió entre la merza fresca cuando el trompa, vulgo Garfunkel que le
dicen, nos puso blandos al tacto con la imposición de deponer en cada
paredón el nombre del Monstruo, para ganar de nuevo el vehículo, a
velocidad de purgante, no fuera algún cabreira a cabriarse y a venir
calveira pegándonos. Cuando sonó la hora de la prueba empuñé el bufoso
y bajé resuelto a todo, Nelly, anche a venderlo por menos de tres
pessolanos. Pero ni un solo cliente asomó el hocico y me di el gusto de
garabatear en la tapia unas letras frangollo, que si invierto un minuto
más, el camión me da el esquinazo y se lo traga el horizonte rumbo al
civismo, a la aglomeración, a la fratellanza, a la fiesta del Monstruo. Como
para aglomeración estaba el camión cuando volví hecho un queso con
camiseta, con la lengua afuera. Se había sentado en la retranca y estaba
tan quieto que sólo le faltaba el marco artístico para ser una foto. A Dios
gracias formaba entre los nuestros el gangoso Tabacman, más conocido
como Tornillo Sin Fin, que es el empedernido de la mecánica, y a la media
hora de buscarle el motor y de tomarse toda la Bilz de mi segundo
estómago de camello, que así yo pugno que le digan siempre a mi
cantimplora, se mandó con toda franqueza su “a mí que me registren”,
porque el Fargo a las claras le resultaba una firma ilegible.
Bien me parece tener leído en alguno de esos quioscos fetentes que no
hay mal que por bien no venga, y así Tata Dios nos facilitó una bicicleta
olvidada en contra de una quinta de verdura, que á mi ver el bicicletista
estaba en proceso de recauchutaje, porque no asomó la fosa nasal cuando
el propio Garfunkel le calentó el asiento con la culata. De ahí arrancó
como si hubiera olido todo un cuadrito de escarola, que más bien parecía
que el propio Zoppi o su mama le hubiera munido el upite de un petardo
Fu-Man-Chu. No faltó quien se aflojara la faja para sonreírse al verlo
pedalear tan garufiento, pero a las cuatro cuadras de pisarles los talones
lo perdieron de vista, causa que el peatón aunque se habilita las manos
con el calzado Pecus, no suele mantener su laurel de invicto frente a don
Bicicleta. El entusiasmo de la conciencia en marcha hizo que en menos
tiempo del que vos, gordeta, invertís en dejar el mostrador sin factura, el
hombre se despistara en el horizonte, para mí que rumbo a la cucha, a
Tolosa...
Tu chanchito te va a ser confidencial, Nelly: quien más quien menos ya
pedaleaba con la comezón del Gran Spiantujen, pero, como yo no dejo
siempre de recalcar, en las horas que el luchador viene enervado y se
aglomeran los más negros pronósticos, despunta el delantero fenómeno
que marca goal; para la patria, el Monstruo; para nuestra merza en franca
descomposición, el camionero. Ese patriota que le saco el sombrero se
corrió como patinada y paró en seco al más avivato del grupo en fuga. Le
aplicó súbito un mensaje que al día siguiente, por los chichones, todos me
Confundían con la yegua tubiana del panadero. Desde el suelo me mandé
cada hurra que los vecinos se incrustaban el pulgar en el tímpano. De
mientras, el camionero nos puso en fila india a los patriotas, que si alguno
quería desapartarse, el de atrás tenía carta blanca para atribuirle cada
patada en el culantro que todavía me duele sentarme. Calcúlate, Nelly,
qué tarro el del último de la fila, ¡nadie te shoteaba la retaguardia! Era,
cuándo no, el caminonero, que nos arrió como a concentración de pie
planos hasta una zona, que no trepido en caracterizar como de la órbita
de Don Bosco, vale, de Wilde. Ahí la casualidad quiso que el destino nos
pusiera al alcance de un ónibus rumbo al descanso de hacienda de La
Negra, que ni llovido por Baigorri. El camionero, que se lo tenía bien
remanyado al guarda- conductor, causa de haber sido los dos -en los
tiempos heroicos del Zoológico Popular de Villa Dominico- mitades de un
mismo camello, le suplicó a ese catalán de que nos portara. Antes que se
pudiera mandar su Suba Zubizarreta de práctica, ya todos engrosamos el
contingente de los que llenábamos el vehículo, riéndonos hasta enseñar
las vegetaciones, del puntaje senza potencia, que, por razón de quedar
cola, no alcanzó a incrustarse en el vehículo, quedando como quien dice,
“vía libre” para volver, sin tanta mala sangre, a Tolosa. Te exagero, Nelly,
que íbamos como en ónibus, que sudábamos propio como sardinas, que sí
vos te mandás un vistazo, el Señoras de Berazategui te viene chico. ¡Las
historietas de regular interés que se dieron curso! No te digo niente de la
olorosa que cantó por lo bajo el taño Potasman, a la misma vista de
Sarandí y desde aquí lo aplaudo como un cuadrumano a Tornillo Sin Fin
que en buena ley se vino a ganar su medallón de Vero Desopilante,
obligándome bajo amenaza de tincazo en los quimbos, a abrir la boca y
cerrar los ojos: broma que aprovechó sin un desmayo para enllenarme las
entremuelas con la pelusa y los demás producidos de los fundillos. Pero
hasta las perdices cansan y cuando ya no sabíamos lo que hacer, un
veterano me pasó la cortaplumita y la empuñamos todos a una para más
bien dejar como colador el cuero de los asientos. Para despistar, todos nos
reíamos de mí; en después no faltó uno de esos vivancos que saltan como
pulgas y vienen incrustados en el asfáltico, cosa de evacuarse del
carromato antes que el guarda-conductor sorprendiera los desperfectos.
El primero que aterrizó fue Simón Ta~ bacman, que quedó propio ñato con
el culazo; muy luego, Fideo Zoppi o su mama; por último, aunque reviente
de la rabia, Rabasco; acto continuo, Spátola; doppo, el vasco Speciale. En
el itinerario, Morpurgo se prestó, por lo bajo, al gran rejunte de papeles y
bolsas de papel, idea fija de acopiar elemento para una fogarata en forma,
que hiciera pasto de las llamas al Broackway, propósito de escamotear a
un severo examen la marca que dejó la cortaplumita. Pirosanto, que es un
gangoso sin abuela, de esos que en el bolsillo portan menos pelusa que
fósforos,
se dispersó en el primer viraje, para evitar el préstamo de Rancherita, no
sin comprometer la fuga, eso sí, con un cigarrillo Volcán, que me sonsacó
de la boca. Yo, sin ánimo de ostentación y para darme un poco de corte,
estaba ya frunciendo la jeta para debatir la primera pitada cuando el
Pirosanto, de un saque, capturó el cigarrillo, y Morpurgo, como quien me
dora la píldora, acogió el fósforo que ya me doraba los sabañones y metió
fuego al papelamen. Sin tan siquiera sacarse el rancho, el fun- yi o la
galera, Morpurgo se largó a la calle, pero, panza y todo, lo madrugué y me
tiré un rato antes, y así pude brindarle un colchón, que amortiguó el
impacto y cuasi me desfonda la busarda con los noventa kilos que acusa.
Sandié, cuando me descalcé de esta boca los taman- guses hasta la
rodilla de Manolo M. Morpurgo, l’ónibus ardía en el horizonte, mismo como
el spiedo de Perosio, y el guarda-conductor-propietario lloraba dele que
dele ese capital que se le volvía humo negro. La barra, siendo más, se
reía, pronta, lo juro por el Monstruo, a darse a la fuga, si se irritaba el
ciervo. Tornillo, que es el bufo tamaño mole, se le ocurrió un chiste que al
escucharlo vos con la boca abierta, vendrás de gelatina con la risa. At-
tenti, Nelly. Desemporcate las orejas, que ahí va. Lino, dos tres y PUM. Dijo
-pero no te me vuelvas a distraer con el spiantacaca que le guiñás el ojo—
que el ónibus ardía mismo como el spiedo del Perosio. Ja, ja, ja.
Yo estaba lo más campante, pero la procesión iba por dentro. Vos, que
cada parola que me se cae de los molares, la grabás en los sesos con el
formón, tal vez hagas memoria del camionero, que fue medio camello con
el del ónibus. Si me entendés, la fija que ese cachascán
se mandaría cada alianza con el lacrimógeno para punir nuestra fea
conducta, estaba en la cabeza de los más linces. Pero no temás por tu
conejito querido; el camionero se mandó un enfoque sereno y adivinó que
el otro, sin ónibus, ya no era un oligarca que vale la pena romperse todo.
Se sonrió como el gran bonachón que es; repartió, para mantener la
disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés el diente que me saltó y se
lo compré después para recuerdo) y ¡cierren filas y paso redoblado: mar!
¡Lo que es la adhesión! La gallarda columna se infiltraba en las lagunas
anegadizas, cuando no en las montañas de basura, que acusan el acceso
a la Capital, sin más defección que una tercera parte, grosso modo, del
aglutinado inicial que zarpó de Tolosa. Algún inveterado se había
propasado a medio encender su cigarrillo Salutaris, claro está, Nelly, que
con el visto bueno del camionero. Qué cuadro para ponerlo en colores:
portaba el estandarte, Spátola, con la camiseta de toda confianza sobre la
demás ropa de lana; lo seguían de a cuatro en fondo, Tornillo, etcétera.
Serían recién las diecinueve de la tarde cuando al fin llegamos a la
avenida Mitre. Morpurgo se rió todo de pensar que ya estábamos en
Avellaneda. También se reían los bacanes, que a riesgo de caer de los
balcones, vehículos y demás bañaderas, se reían de vernos de a pie, sin el
menor rodado. Felizmente Babugli en todo piensa y en la otra banda del
Riachuelo se estaban herrumbando unos camiones de nacionalidad
canadiense, que el Instituto, siempre attenti adquirió en calidad de
rompecabezas en la Sección Demoliciones del ejército americano.
Trepamos como el mono a uno caki y entonando el Adiós,
que me voy llorando esperamos que un loco del Ente Autónomo,
fiscalizado por Tornillo Sin Fin, activara la instalación del motor. Suerte que
Rabasco, a pesar de esa cara de fundillo, tenía cuña con un guardia del
Monopolio y, previo pago de boletos, completamos un bondi eléctrico, que
metía más ruido que un solo gaita. El bondi -talá talán- agarró p’al Centro;
iba superbo como una madre joven que, sotto la mirada del babo, porta
en la panza las modernas generaciones que mañana reclamarán su lugar
en las grandes meriendas de la vida... En su seno, con un tobillo en el
estribo y otro sin domicilio legal, iba tu payaso querido, iba yo. Dijera un
observador que el bondi cantaba; hendía el aire, impulsado por el canto;
los cantores éramos nosotros. Poco antes de la calle Belgrano la velocidad
paró en seco desde unos veinticuatro minutos; yo traspiraba para
comprender y anche por la gran turba como hormiga de más y más
automotores, que no dejaba que nuestro medio de locomoción diera
materialmente un paso.
El camionero rechinó con la consigna “¡Abajo, chichipíos!” y ya nos
bajamos en el cruce de Tacuarí y Belgrano. A las dos o tres cuadras de
caminarla, se planteó sobre tablas la interrogante: el garguero estaba
reseco y pedía líquido. El Emporio y Despacho de Bebidas Puga y Gallach
ofrecía un principio de solución. Pero, te quiero ver, escopeta: ¿cómo
abonábamos? En ese vericueto, el camionero se nos vino a manifestar
como todo un expeditivo. A la vista y paciencia de un perro dogo, que
terminó por verlo al revés, me tiró cada zancadilla delante de la merza
hilarante, que me encasqueté una rejilla como sombrero hasta el nasute,
y del chaleco se rodó la chirola epáe yo había rejuntado para no hacer tan
triste papel cuando cundiera el carrito de la ricotta. La chirola engrosó la
bolsa común y el camionero, satisfecho mi asunto, pasó a atender a
Souza, que es la mano derecha de Gouvea, el de los Pegotes Pereyra
-sabés- que vez pasada se impusieron también como la Tapioca Científica.
Souza, que vive para el Pegote, es cobrador del mismo, y así, no es gracia
que dado vuelta pusiera en circulación tantos biglietes de hasta cero
cincuenta que no habrá visto tantos juntos ni el Loco Calcamonía, que
marchó preso cuando aplicaba la pintura mondongo a su primer bigliete.
Los de Souza, por lo demás, no eran falsos y abonaron contantes y
sonantes el importe neto de las Chissottis, que salimos como el que puso
seca la mamajuana. Bo, cuando cacha la guitarra, se cree Gardel2. Es más,
se cree Gotuso2. Es más, se cree Garófalo2. Es más, se cree Gigan- ti-
Tomassoni2. Guitarra, propio no había en ese local, pero a Bo le dio con
Adiós, Pampa mía y todos lo coreamos y la columna era un solo grito.
Cada uno, malgrado su corta edad, cantaba lo que le pedía el cuerpo,
hasta que vino a distraernos un sinagoga que mandaba respeto con la
barba. A ése le perdonamos la vida, pero no se escurrió tan fácil otro de
formato menor, más manuable, más práctico, de manejo más ágil. Era un
miserable de cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era
colorado; los libros, bajo el brazo y de estudio. Se registró como un
distraído, que cuasi llevaba por delante a nuestro abanderado, el Spátola.
Bonfirraro, que es
2
El cantor más conocido de aquella temporada.
el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune
desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí no más lo chumbó al
Nene Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada,
que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada
como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro,
le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de respeto a la opinión
ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El otro contestó con el
despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las
explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la
ve, se acabó la escasez de carnasa y del bife de chorizo. Lo empujó a un
terreno baldío, de esos que en el día menos pensado levantan una playa
de estacionamiento, y el punto vino a quedar contra los nueve pisos de
una pared senza finestra ni ventana. De mientras, los traseros nos
presionaban con la comezón de observar y los de la fila cero quedamos
como sángüiche de salame entre esos locos que pugnaban por una visión
panorámica y el pobre quimicointas acorralado que, vaya usted a saber,
se irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para atrás y todos nos
abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de
un semicírculo, pero sin orificio de salida, porque de muro a muro estaba
la merza. Todos bramábamos como el pabellón de los osos y nos
rechinaban los dientes, pero el camionero, que no se le escapa un pelo en
la sopa, palpitó que más o menos de uno se estaba por mandar in mente
su plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos puso sobre la pista de
un montón aparente de cascote, que se brindaba al observador. Te
recordarás que esa tarde el mómetro marcaba una temperatura de sopa y
no me vas a discutir que un porcentaje nos sacamos el saco. Lo pusimos
de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el apedreo.
El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó
las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y
le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté la oreja y ya perdí la
cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue
desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como
ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat
se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más,
con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver
hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran,
me hizo clavar la cortaplumita en lo que hacía las veces de cara.
Después del ejercicio que acalora me puse el saco, maniobra de evitar
un resfrío, que por la parte baja te representa cero treinta en Genioles. El
pescuezo lo añudé en la bufanda que vos zurciste con tus dedos de hada
y acondicioné las orejas sotto el chambergolino, pero la gran sorpresa del
día la vino a detentar Pirosanto, con la ponenda de meterle fuego al
rejunta piedras, previa realización en remate de anteojos y vestuario. El
remate no fue suceso. Los anteojos andaban misturados con la viscosidad
de los ojos y el ambo era engrudo con la sangre. También los libros
resultaron un clavo, por saturación de restos orgánicos. La suerte fue que
el camionero (que resultó ser Graffiacane), pudo rescatarse su reloj del
sistema Roskopf sobre diecisiete rubíes, y Bonfirraro se encargó de una
cartera Fabricant, con hasta nueve pesos con veinte y una instantánea de
una señorita profesora de piano, y el otario Rabasco se tuvo que contentar
con un estuche de Bausch, para lentes, y la lapicera fuente Plumex, para
no decir nada del anillo de la antigua casa Poplavsky.
Presto, gordeta, quedó relegado al olvido ese episodio callejero.
Banderas de Boitano que tremolan, toques de clarín que vigoran, doquier
la masa popular, formidavel. En la Plaza de Mayo nos arengó la gran
descarga eléctrica que se firma doctor Marcelo N. Frogman. Nos puso en
forma para lo que vino después: la palabra del Monstruo. Estas orejas la
escucharon, gordeta, mismo como todo el país, porque el discurso se
trasmite en cadena.
Pujato, 24 de noviembre de 1947.
La Señora muerta
David Viñas
No me gusta el olor de la goma quemada -fue lo primero que dijo esa
mujer.
Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado
observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola
apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la
vez. “Levante”, se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió:
-No es goma lo que están quemando.
-Ah, ¿no? -esa mujer lo miraba con desconfianza-. ¿Qué es entonces?
-Inmundicias -murmuró Moure con malestar.
-¿Y de quién?
-De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo
lo mismo.
Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba
sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta,
apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido,
murmuró Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos
ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se
miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Moure advirtió
que se palpaba los labios.
-¿Le duelen? -se le acercó.
-No. Estoy despintada.
Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase
deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.
-Usted no tiene esa boca -señaló Moure.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque
de diversiones, con la desconfianza de un chico o un provinciano:
-Sí, tengo una boca de muñeco -se juzgó con un aire despreciativo.
-No, no... -protestó Moure.
-Pero me gusta tener una boca así.
Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que
aumentó en densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No
me puede fallar”, se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta
con una pañoleta se le arrodilló delante, agachaba la frente y parecía
rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando
la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin
dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.
-Rezan, ¿no?
-Sí -dijo Moure.
-Ah... -ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía
alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un
avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada.
Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a
medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel.
-¿Está cansada? -la sostuvo Maure mientras se repetía “No me falla; no
me puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.
Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no,
solamente que no estaba segura.
-¿Quiere irse?
-Cuando me sienta bien cansada.
Moure le oprimió el brazo:
-Pero mire que tenemos para rato.
Ella frunció las cejas:
-¿Lo dice en serio?
-Yo siempre hablo en serio.
-¿Y cuánto dice que falta?
Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha
larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que
volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta
que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí
arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol:
-Unas tres horas -dijo.
-¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había
preguntado, ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna
palabra:
-Y, hay mucha gente -reflexionó.
-A la gente le gusta.
-¿Estar en la cola?
-Sí -dijo ella con desgano-. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...
La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba,
cabeceaba y fruncía la frente. “Esta noche no puede fallarme”, seguía
pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más
despacio que una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por
cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se
habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. “Seguro.” Y había tan
poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan
borroso.
-¿Me permite? -ella se le apoyó bruscamente en un brazo, se descalzó,
primero un pie, después el otro, y se los sobó con unos quejiditos de
satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que
avanzase y ella repitió Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me
van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un
momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo.
-¿Un poco de sopa?
-No -ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener
el equilibrio y calzarse-. Me aburre la sopa.
-¿Ni un poco?
-No.
Moure señaló:
-Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía
una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa
mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un
parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella se había hundido las
manos en los bolsillos y sacudía los hombros:
-Me aburre la sopa -repetía-. De chica, me la hacían tragar: de arvejas,
de sémola, de verduras... Era un asco.
Maure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de
encenderlo. “Papa comida”, se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos
montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso,
incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se
acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato
frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las
palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les
susurraban a los que tenían al lado Vayan, vayan, no les dicen nada.
Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una
carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre.
-¿Fuma? -preguntó Moure.
Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que
seguía arrodillada y rezongando:
-¿Aquí?... -y no sacó las manos de los bolsillos.
Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella
oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. “Esto marcha
solo”, se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en
cuando le espiaba los labios, y la nariz se le hinchaba como si le costara
respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de
goma quemada.
-¿A usted le gustaba? -dijo de pronto.
Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada.
-¿Quién?
-La Señora... ¿Quién va ser si no?
Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una
hebra con la misma cautela con que se
hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa
mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho mas. Si me la pierdo
soy un...”. Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no
respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese
pecho tan abierto, el vientre, y la deseó bastante. Por fin dijo:
-Era joven...
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que esperar.
-Dicen que está muy linda.
-¿Sí?
-La embalsamaron. Por eso.
Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.
-Hay que correrse -dijo ella como si se tratara de algo inevitable.
-Sí -advirtió Moure-. Sí.
Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la
pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose
las rodillas; un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha
blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados,
esta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella
murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me
estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los
bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo
rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado
acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.
-¿Vio? -era ella que señalaba con el mentón desganadamente.
Moure volvió la cabeza y vio un hombre que orinaba al borde de la
vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber
ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera
puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y
uno debe saber lo que se puede aguantar.
-Está mal, ¿no? -murmuró.
Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada
de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque
no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la
obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del
pañuelo.
-¿Tiene sueño?
Ella negó sin dejar de bostezar:
-Hambre tengo.
-¿Quiere...?
-Sí.
Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subieran a
un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que
exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o
alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin
ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los
tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban
largamente sin atreverse a sonreír pero con muchas ganas de hacerlo
cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuando un
marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano el
vidrio. A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un
perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Y Lo
que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido,
entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a
preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba
con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él
había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía
atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más
se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure
advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito,
apenas dijo A otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de
toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente,
cálidamente en entrar de una vez a solas como dos chicos que se
esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan
ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca. Moure se empezó a
irritar. No hay lugar -informaba el chofer-, ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y
anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó
a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas,
pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer,
sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de
Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por
favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la
mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el
volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con
todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor. Y toparon
con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y
la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le
correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo
o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente,
pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son
mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía
ese mismo ademán de prescindencia.
-¿Todo está cerrado? -gritó Moure.
Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rió con
una risa que le dobló la espalda.
-¡No te rías más, mujer! -la sacudió Moure.
Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse,
apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano.
-¿No se puede ir a otra parte? -Moure se había tomado del respaldo del
chofer.
-Y, no sé...
-¿Nada, hay?
-Más lejos...
-¿Dónde?
-En la provincia.
-¿Seguro?
-No; seguro no.
-Estaba de Dios que tenía que pasar esto -cabeceó Moure.
-Hay que aguantarse -el chofer permanecía rígido, conciliador-. Es por
la Señora.
-¿Por la muerte de?... -necesitó Moure que le precisaran.
-Sí. Sí.
-¡Es demasiado por la yegua ésa!
Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que
no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
-Ah, no... Eso sí que no -murmuraba hasta que encontró la manija y
abrió la puerta-. Eso sí que no se lo permito... -y se bajó.
Mata Hari 55
Ricardo Piglia
La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta.
Se equivocan los que piensan que es más fácil contar hechos verídicos
que inventar una anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es
sabido, tiene una lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible
de narrar. Frente al riesgo de violentarla con la ficción, he preferido
transcribir casi sin cambios el material grabado por mí en sucesivas
entrevistas. La lealtad del Grundig W2A portátil sirve como testigo de la
verdad de este relato que me fue referido, por primera vez, entre el
atardecer y la medianoche de un día de verano, en el bar Ramos de
Corrientes y Montevideo.
R.P.
Cinta A - lado I
Estoy seguro que él nunca le dijo: “Tenés que acostarte con Ordóñez”.
Quiero decir: nunca se lo dijo así, brutalmente. Fue más bien una
maniobra por control remoto que al final se le escapó de las manos. Una
especie de bumerang: lo tirás como sin ganas y por casualidad para un
lado y si no te agachas te corta la cabeza.
Vos tendrías que conocerla para darte cuenta: es del tipo de las
trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un papel ya no para: si es
posible de mártir o de puta o de enfermera en el Congo. Cualquier cosa,
pero con heroísmo. Con ráfagas de ametralladora y heridos tirados por el
suelo. O muchacha que se acuesta con peronista para salvar la Patria
mientras cae el telón y los de la banda le dan con todo a la marcha de San
Lorenzo.
Cuando yo la conocí se le había dado por cambiarse el nombre. Hasta
ese entonces se había llamado Marta o Luisa, algo por el estilo, pero lo
encontraba demasiado vulgar. Al principio estaba un poco desorientada. A
los dos meses había pasado por Ligeia, por Lola y andaba en Delfina
mientras leía la vida de Pancho Ramírez.
Dos años después, cuando volví a encontrarla, todavía no se había
decidido.
Supongo que él le habrá tomado el tiempo a los diez minutos de
conocerla. Cuando descubrió la posibilidad la fue encauzando, seduciendo
de a poco: la metió en dos o tres reuniones con distribución de armas,
Himno Nacional y nombres cifrados y al final la embaló en el papel de
Mata-Hari nacional.
Todo pasaba en julio o agosto del 55, unos días antes de la revolución.
Yo no creo que ella entendiera mucho de Comandos Civiles, de Cristo
Vence y esas cosas, pero le encantaba el misterio, el peligro, la furtividad
con que venía empaquetado el asunto.
Al principio se reunían con ella por Palermo, sin bajarse del auto, dando
vueltas al lago con la luz apagada y hablándole en voz baja hasta dejarla
hecha una seda, convencida de todo.
La engatusaban con la puesta en escena, pobrecita, ella que en el
fondo siempre quiso ser Eva Perón.
Seguro pensaba en la Revolución Francesa, en el desfile por Santa Fe
después de la Bastilla, todos en el capó del auto, levantando las
metralletas mientras de las ventanas llueven flores y el viento agita las
banderas y todos cantan.
Por supuesto, cuando vino la revolución y el desfile ella no se contaba
entre los asistentes, sino estudiando gramática francesa en la Alianza
porque quería irse a Europa.
Eso después.
En aquel tiempo pensaba todo el día en la Liberación y ensayaba, sin
darse cuenta, el tipo de gorro frigio y ojos llameantes. Estaba tan llena de
literatura que vos no te hacés una idea. Por eso me da bronca pensar
cómo la usaron. Cuando me lo contó, estuve a punto de denunciarlos,
mandarlos presos, pero no tenía sentido y además ya se olfateaba la
revolución en el aire. Por otra parte eran inofensivos: chicos de la FUBA,
vos te das cuenta, marcados por las crónicas de la Resistencia Francesa,
los maquis peleando contra la Gestapo, cosas así.
Cinta A - lado II
Vos no me vas a creer. Parece mentira, sabés: el modo como los conocí,
todo. Me hace acordar a algo, a una película, no sé. Es raro, ¿te das
cuenta? Como si le hubiera pasado a otra y yo, ahora, pudiera mirarla
desde aquí lo más tranquila y acordarme.
Ademas yo a Javier lo conocí por casualidad. Porque para mí todo
empezó cuando lo conocí a Javier. Bueno no se si empezó justo ahí, pero
él fue la causa. Yo sabía’ que andaba metido en política, a mí mucho no
me interesaba; la verdad, lo peor era que no tuviéramos tiempo para
vernos; a veces, los sábados y domingos él tenía reunión y yo me opiaba
sola, en un cine o caminando por la calle No sé si lo quería. Me gustaba
mucho, eso sí. Tenía el pelo de un color tan raro, si lo vieras, de un rubio
tirando a ceniza, a gris y cuando le sol le pegaba en el pelo se iluminaba
todo, parecía un dios.
Salíamos una vez cada tanto, pero cada vez menos y estoy segura que
se hubiera terminado todo si no fuera por aquella tarde en la Facultad
cuando él me preguntó: "¿Lo conocés?". "¿A quién?", le dije yo. "A ése que
saludaste" "¿A Germán? Si, ¿por?” “¿Sabés lo que es?” Y mira si seré
estúpida que le contesté: “Claro, es abogado” Y no me di cuenta que era
por lo del peronismo. Él me miro como si no me hubiera escuchado. “¿Así
que lo conoces?”, dijo y yo pensé que eran celos y me apreté contra el y
le empecé a explicar.
Después de eso cambió. Yo me doy cuenta ahora. En aquel tiempo me
encantaba que nos viéramos más seguido, que Javier empezara a
hablarme de política, como buscando que yo lo comprendiera.
Yo me entusiasmo fácil, siempre me pasa. Cuando quise acordarme ya
estaba yendo a las reuniones.
Además era tan emocionante, tan misterioso, si vieras. Me parecía
mentira que en medio de Buenos Aires pudiera andar gente con armas,
reuniéndose en secreto y queriendo hacer una revolución.
Yo pensaba que se nos notaba en la cara. A veces iba por la calle y
sentía que todos me miraban o que me seguía algún policía disfrazado.
Nos encontrábamos en bares exóticos por Constitución o en el Bajo;
íbamos a un hotel de Adrogué lleno de eucaliptus. Me daban las
direcciones anotadas de un modo extraño, en papeles doblados o con
algún número cambiado. Después, para entrar, había que decir frases. Un
tipo te preguntaba: “¿Y los cóndores?”. Y vos tenías que contestar:
“Vuelan lento...”.
Una vez yo estaba tan contenta que cuando el tipo me preguntó: “¿Y
los cóndores?”. “Bien, gracias”, le contesté. Adentro me hicieron un lío
porque dijeron que yo no era seria o que no me tomaba las cosas en serio,
algo por el estilo. Y para colmo yo estaba tentada.
Pero miento si te digo que no me lo tomaba en serio. Yo creía en todo:
que tenían razón y que a Perón había que voltearlo para salvar la Patria.
Yo quería hacer algo, cualquier cosa, pero ellos siempre me
contestaban que tenía que esperar. Se la pasaban organizando grupos,
comandos y esas cosas, claro que yo apenas me enteraba porque en las
reuniones todo era en clave. Fui cerca de tres meses y nunca me hicieron
hacer nada.
Una sola vez salí con ellos en coche y pasamos a toda velocidad por
Plaza Congreso tirando papeles. La verdad que no sentí nada, fue como
dar un paseo.
Hasta que por fin empezaron con el “Operativo Ordóñez”. Lo llamaban
así: “Operativo Ordóñez”, pero yo en seguida me di cuenta. No porque me
dijeran nada, sino, que fue la sensación.
A veces me pasa que de golpe me doy cuenta de algo y si me
preguntan por qué no sé qué decir.
Al principio hubiera querido hablarlo con Javier, pero no pude. Además
yo no estaba segura, quiero decir, no iba a poder explicárselo, él me iba a
decir que estaba loca porque ninguno de ellos me había dicho:
“Necesitamos que vos te acuestes con Ordóñez”. Por lo menos, así,
directamente, pero yo me di cuenta.
Andaba todo el día con una sensación rara: viste cuando uno está en
una terraza o en un lugar alto que tiene miedo y al mismo tiempo como
ganas de tirarse, algo así.
Además, si te cuento te vas a reír: me acordé de una película donde
Michéle Morgan se tiene que acostar con un alemán. Es el tiempo de la
guerra y ella se tiene que acostar con un alemán. Qué sé yo, me acordé
de eso y pensé que ellos estaban esperando que yo lo planteara, que ellos
no se animaban a pedírmelo. Por eso fue que me paré y les dije: “Ustedes
saben que yo lo conozco a Ordóñez”. Me paré, ¿sabés?, sola en medio de
la reunión y trataba de no mirarlo a Javier. Si seré tonta, me daba
vergüenza mirarlo y no quería que él se sintiera mal, pero mientras
hablaba estaba segura que me iba a interrumpir. Me iba a decir que me
sentara. La verdad, no sé qué le hubiera contestado si él me hubiera dicho
algo, pero de todos modos Javier seguía fumando, sin levantar la cabeza,
mirando el piso.
Entonces yo les dije que si a ellos les parecía útil. “Si a ustedes les
parece útil”, les dije, “yo lo llamo”.
Cinta B - lado I
Cuando llamó, me sonó raro. Parecía demasiado necesitada de verme y
yo, vos sabés, desconfío por principio de los arranques pasionales. Sobre
todo con ella, que se entusiasma hasta el delirio con la novela que está
leyendo y si te toca la versión Temple Drake mejor esquivarla por unos
días o llevarla al cine a ver una de las carmelitas descalzas, para
balancear. De todos modos, como te imaginás, también yo me dejé
arrastrar por el entusiasmo y nos citamos para esa misma noche.
Hacía siglos que no hablaba con ella. La había conocido en Mar del
Plata, en el verano del ’53. El asunto se alargó hasta mediados de julio, ya
en Buenos Aires, y se desinfló dulcemente a pesar de las mutuas
promesas de amor eterno.
Después nos encontramos tres o cuatro veces por el centro, sobre todo
al principio, cuando a ella todavía le duraba el tostado. En general
terminábamos en la cama, alegremente y sin complicaciones,
deseándonos mutuamente felicidad y prontas llamadas telefónicas.
Estuve casi un año sin verla hasta una tarde —dos o tres meses antes
de lo que te cuento— que la crucé casualmente en la Facultad y ella me
saludó apurada, como con miedo de que yo fuera a pararme. Supuse que
era porque estaba al lado de uno de esos tipos de FUBA que sabían que
yo era peronista y ella no quiso que el tipo se enterara que yo la conocía.
También por eso me extrañó que me llamara, tan expansiva y de golpe,
tan con ganas de verme y charlar un rato.
Así que me preparé como para el Colón, con traje oscuro y lavanda
Yardley, pero en el fondo bastante intrigado.
Quedamos citados en el Jockey de Florida, y yo llegué temprano y
pagué el café en cuanto me lo trajeron, cosa de sacarla de allí no bien
entrara, llevarla a un lugar con más clima, esquivar las formalidades
caminando por la calle.
Verla entrar, pararme para salirle al paso y por poco no caerme de
espaldas fue todo uno.
Mientras ella iba entrando, yo cruzaba entre las mesas y no lo podía
creer. Estoy seguro que hasta me paré en medio de la confitería con todo
el mundo mirando. Parecía... ¿Cómo te puedo explicar?... ¿Viste una
sufragista?... ¿Te acordás de esas minas con botas de media caña y
carteles que salían en La Vanguardia? Algo así, pero no exactamente
porque era más patético. Estaba disfrazada, te juro. Disfrazada de
hombre, qué sé yo: con un pulóver negro y el pelo pegado a la cara, sin
pintarse y con un par de zapatones como para caminar sobre la nieve.
Daba tristeza, ganas de comprarle ropa. Pobrecita, carajo, ahora que
pienso.
“Estás linda”, le dije mientras salíamos y me miró como para matarme
y dijo: “Vos siempre con lo mismo” algo así.
Bajamos por Viamonte hacia Leandro Alem y ella caminaba rígida,
como escondiendo el cuerpo y para colmo no podíamos salir de “Y vos
qué tal” y otras consideraciones igualmente espontáneas sobre el calor y
la humedad de Buenos Aires.
Por fin terminamos en “La Escalerita” uno a cada lado de la mesa y
callados.
Cada tanto ella se pasaba la mano por el pelo, como acordándose de
sus tiempos de esplendor o queriendo despeinarse y estar más fea.
Al final nos trajeron el whisky y entonces respiré más aliviado porque al
menos había algo que hacer.
Al rato habíamos tomado tanto para disimular el silencio que
estábamos los dos bastante alegres: yo queriendo llevármela con
urgencia a la cama, a pesar del uniforme, y ella emperrada en no sé qué
historia y queriendo irse. “Pero para qué carajo me llamaste”, pensaba o
le decía yo, y a ella se le había dado por emocionarse y decir que me
amaba o que me había amado, algo así, porque se le confundía el tiempo
de verbo y para colmo se le había dado por llorar.
Cada vez que empezaba con la historia del amor, yo sentía renacer la
esperanza. “Bueno, ya está”, pensaba, “ahora nos vamos a la cama y
santas pascuas”. Pero no. Es tan tenaz que no te hacés una idea. Volvía a
llorar, a cruzar la mano por la nariz y a querer irse.
Yo trataba de sosegarla y entonces ella quería explicarme algo, pero
supongo que yo estaba obsesivo y lo único que quería que me explicara
era por qué se había vestido así, como para un pic-nic. “Vos no entendés”,
me decía, “yo cambié mucho”. “Estoy seguro.” Yo la interrumpía para
decirle que estaba seguro que había cambiado mucho y la tenía de un
brazo y le juraba por Dios que iba a hacer todo lo que pudiera para que
fuera otra vez la de antes y ella otra vez a decirme que yo no entendía y
yo a jurarle y ella a querer explicarme y yo a decirle.
Así, cerca de una hora.
Hasta que al fin corté la ronda, la levanté de un brazo y la subí a un
taxi que cruzaba por Tucumán mandado por Dios.
En el taxi ella se apretó contra mí y lloraba despacito, como no
queriendo que la notara. De vez en cuando se le cruzaba uno de esos
suspiros que se complican con la nariz y hacen un ruido raro, casi un grito
y entonces el chofer nos fichaba, insistente, por el espejito reglamentario.
Yo le hacía un gesto con la cara como diciendo “¿Qué le vas a hacer,
pibe?” y él seguía ligero por Las Heras para arriba.
La verdad, ahora que pienso, visto de afuera, desde el ángulo del
chofer, por ejemplo, debíamos parecer algo exóticos: ella con su cara de
ex alumna de Nuestra Señora del Huerto pero vestida de boy-scout y yo
de oscuro, de camisa celeste y trabita de oro, con todo el tipo del
cuarentón sádico.
Cuando llegamos y me agaché para pagarle, el chofer me miró como
diciendo: “No le da vergüenza, don”. Yo le dejé veinte pesos de propina,
pero seguro que lo mismo se anotó en la cabeza el número de mi casa,
por las dudas.
Cinta B - lado II
Adentro todo pasó de golpe.
O ahora me parece que pasó de golpe y fue distinto, no estoy seguro.
Me acuerdo que ni bien entramos ella se arrimó a la ventana y se
quedó mirando la plaza, como pensando algo.
Yo aproveché para apagar la luz que me había dejado prendida, para
traer vasos y servir whisky, para entornar la puerta del dormitorio porque
siempre causa mala impresión.
Por fin me le arrimé, tratando de parecer vivamente interesado en el
paisaje urbano de Palermo Chico, pero cuando le puse la mano encima se
echó para atrás como si yo hubiera querido tirarla por la ventana.
Cruzó todo el living y se paró en un costado, justo abajo de la única
lámpara prendida. Yo la dejaba hacer y fumaba, sin sacarle los ojos de
encima. Era bastante absurdo, bien mirado, una mujer metida adentro de
una lámpara de pie, con luz por todos lados. Seguro tenía un calor bárbaro
pero trataba de disimularlo sonriendo.
Vos tendrías que haberle visto la sonrisa para poder contarlo. Tenía la
cara seria, blanqueada por la luz, y destapaba los dientes como si, más
que nada, estuviera a punto de largarse a llorar.
Al rato pareció decidirse.
-¿No me vas a servir un whisky? -dijo, enfilando
hacia la mesa ratona.
Levantó un vaso y se me vino.
Yo estaba sentado en el sillón y ella se paró enfrente y me miraba
desde arriba, el vaso a la altura de los ojos, a través del vidrio. Se
hamacaba, sin moverse del lugar, como queriendo seducirme.
Daba pena, pobrecita, haciendo de mujer fatal con ese pulóver todo
desteñido y los zapatones.
Te juro que en un momento estuve a punto de prender la luz, sacarle el
vaso y mandarla a su casa a dormir el whisky. Pero no sé si llegué a
pensarlo o se me ocurre ahora porque cuando me quise acordar ya
estábamos en el dormitorio, ella colgada de mí y yo tratando de esquivar
los muebles, sin soltarla y haciéndola girar, para ubicar la cama por
encima de su hombro.
Cuando llegamos empecé a hablarle bajito, a dejarla que se fuera
calmando mientras le sacaba el uniforme, trabajosamente, hasta dejarla
desnuda, los dos tirados en la cama pero yo todavía con el traje y los
zapatos puestos porque no había querido distraerme,- no fuera cosa que
empezara de nuevo.
Mientras me desvestía traté de seguir acariciándola pero es muy difícil,
vos viste. No hay modo de cuidar el estilo si estás todo encorvado,
luchando con un par de zapatos, y en calzoncillos.
No sé cómo explicarte, ya te dije que las cosas se me mezclaban, culpa
del whisky, supongo, pero ahora se me da por pensar que ahí, pasó algo.
No me acuerdo muy bien, sé que yo estaba meta saltar en un pie
peleando por sacarme los zapatos y que de pronto ella se reía, como
antes.
-Estás bastante ridiculo, parecés un elefante bailando el can-can -me
dijo, y en ese momento no me causó ninguna gracia aunque ahora pienso
que desnuda y riéndose con todo el cuerpo ya era otra, era la de siempre,
la del verano del ’53.
Fue todo un acontecimiento volver a encontrarla, descubrir otra vez
esa curva del vientre, el gusto de la boca, recordar de nuevo el ritmo justo
para verla arquearse y gemir como una gata.
De todos modos lo que importa pasó después y ahora vas a entender
por qué te cuento esto y por qué quiero que vos lo contés.
Pasó al rato, los dos tirados boca arriba y fumando, yo le acariciaba los
muslos, le rozaba el vientre con la mano y de golpe ella dio vuelta la cara.
-Germán... -dijo y yo le pregunté qué quería sin mucho entusiasmo.
-Nada... Nada... -me dijo mirando el aire con una sonrisa rara y como
pensando en otra cosa.
Yo le seguí pasando la mano por el vientre, comprobando que todavía
le duraba una especie de línea divisoria, una franja donde la piel se le
aclaraba, entre el vientre y los muslos.
-Germán... -repitió al rato.
-¿Qué?
-Vos no me vas a creer...
-¿Cómo?
-Digo que vos no me vas a creer...
Yo estaba medio dormido y apenas la escuchaba y le contesté
cualquier cosa.
-Sí, querida, te voy a creer, no te preocupés, date vuelta y dormí.
Algo por el estilo, pero ella seguía, los ojos fijos en el aire.
—Parece un sueño, una película, no sé. Como si le hubiera pasado a
otra y yo, ahora, pudiera mirarla desde aquí, lo más tranquila y
acordarme. No sé si te das cuenta...
-No. No me doy cuenta -le contesté, furioso porque se me había
ocurrido darme vuelta y con el codo había
volcado el cenicero, así que de golpe la cama era un asco de puchos y
ceniza por todos lados.
Y mientras yo me arrodillaba en el colchón puteando y trataba de
juntar la ceniza y pasarla al cenicero, las cosas se complicaban.
Especialmente porque la ceniza es muy jodida de agarrar, se mete en los
recovecos del colchón y entonces casi no me daba cuenta que ella había
empezado a contarme todo esto, sin importarle que yo estuviera luchando
con los montoncitos de ceniza; sin importarle que yo la fuera entendiendo
de a poco, dele sacudir las sábanas, mientras ella seguía hablando lo más
tranquila, porque no era a mí (y esto lo pienso ahora por primera vez) a
quien le estaba descubriendo las reuniones y los nombres,
detalladamente, no era a mí sino a ella misma. A ella misma, ¿te das
cuenta?
Cura sin sotana
Félix Luna
Era una sensación extraña y agradable, la de sentirse confundido entre la
gente. Como si ese traje gris hubiera extraído todo lo que su persona
tenía habitualmente de singular. Un simple cambio de ropa y ya está: una
lustrosa sotana colgada del armario y en su lugar, ese traje gris común,
vulgar. El presbítero Navas se dejaba acunar por una voluptuosa
sensación de anonimato. De libertad. A un cura, siempre se lo mira. Un
cura en la calle, en el colectivo, en una oficina pública siempre atrae
aunque sólo sea una ligera mirada. Como si todos estuvieran dispuestos a
pescarlo en falta. La gente (pensaba a veces el presbítero Navas) sustituía
la función de aquel implacable celador que había vigilado siete años de su
vida en el seminario. La gente se encargaba de recordarle que un cura
está obligado a comportarse de un modo determinado: que no podía
sentarse en los cafés, ni mascullar palabrotas cuando el ómnibus pasaba
completo.
Pero ahora, vestido con su impersonal traje gris, el presbítero Navas se
enfrentaba con el mundo sin celador.
La orden había venido de la Curia: los sacerdotes no debían salir con
sotana. Los tiempos estaban tensos. El gobierno hostilizaba a la Iglesia.
Desde las esferas oficiales se promovía una campaña de provocaciones,
se lanzaban pequeñas fintas, se agredía. Existía la amenaza de una
persecución religiosa. Los curitas más jóvenes vivían el fervor del martirio
y ensayaban ademanes de santoral. En la Curia había preocupación: por
de pronto, para evitar incidentes, habíase ordenado no exhibir sotanas.
Quedaron colgadas las ropas talares y los curas empezaron a descubrir
solapas y botamangas, el planchado de la raya del pantalón, la gama
cromática de las corbatas y su complicada relación con medias y zapatos,
la importancia de los cuellos de camisa, el recogido misterio de la
bragueta.
Al presbítero Navas le habían parecido ridiculas estas precauciones. Era
teniente cura de una parroquia del suburbio donde todo el mundo lo
conocía. No había notado hostilidad en la gente: sólo algunas risitas al
pasar frente al café y cierta oscura histeria en las devotas que asistían a
las labores de la iglesia. El cura, en cambio, un macizo catalán, auguraba
horas tremendas.
-Lo mismo fue en España -decía con su voz pastosa-. Así empezaron
allá y luego terminaron quemando iglesias, matando sacerdotes, violando
monjas -y se lanzaba a sombrías digresiones que su joven ayudante
trataba de olvidar.
Pero había que cumplir las directivas. De modo que el presbítero Navas
se armó de un pasable guardarropas civil y esa tarde salió a la calle, muy
avergonzado al principio, más desenvuelto luego. Tenía que reunirse con
unos jóvenes para estudiar un plan de defensa de las iglesias, si ocurrían
los ataques que se estaban temiendo. La reunión fue breve e
intrascendente y el presbítero Navas se encontró, mediando la tarde, con
sus horas libres. Resolvió divertirse un poco examinándose en disfraz
seglar. Declinó la compañía de los jóvenes y se largó a caminar.
Durante horas anduvo por el centro. Entró en dos o tres confiterías,
sólo para verificar que su aspecto no llamaba la atención a nadie, que el
mozo lo atendía con el mismo estilo aburrido y sobrador con que atendía a
todos; que podía tomar un vermouth sin que nadie lo mirara irónicamente.
Se paraba delante de todas las vidrieras, hojeó largamente los volúmenes
de una librería, vagó deliciosamente. Después se sintió cansado y entró
en un cine de actualidades.
Navas gozaba de su libertad, sin encontrarla pecaminosa ni tampoco
demasiado apetecible. Era sana una experiencia así. No había podido
evitar, más de una vez, la nostalgia de una libertad que nunca había
conocido. En el colegio, en el seminario, después en la parroquia, se había
preguntado si su vocación permanecería incólume ante las tentaciones de
una vida libre, frente a la llamada del siglo. Bueno, ahora comprobaba que
la vida de un hombre común era agradable pero no demasiado atractiva.
No era muy excitante esto de estar librado a la propia suerte, tener que
estar decidiendo, optando a cada rato, sin una autoridad -el celador, el
cura párroco- que dispusiera lo que tenía que hacer. Podía estar tranquilo;
con sotana o sin sotana, seguía siendo un presbítero, sacerdote para la
eternidad.
Mientras Tom y Jerry seguían haciéndose jugarretas en la pantalla,
Navas decidió completar su noche con una cena, para volver después a la
parroquia. Salió del cine. La ciudad resplandecía de luces. Las calles
estaban llenas de gente. Navas recordó que la Iglesia estaba en plena
persecución y se asombró de que nadie pareciera afligirse por ello. La
verdad es que tampoco él se había acordado, en esa tarde deliciosamente
despreocupada. Se desprendió de esos pensamientos y empezó a buscar
un restaurante.
Comió abundantemente y regó su cena con un vino blanco capitoso
que lo dejó alegre, optimista. ¡Era tan rara una buena cena en la
parroquia! El catalán cuidaba los pesos y sometía a su teniente cura a un
régimen ascético. Cuando Navas salió del restaurante, su torpeza de
antes frente a la rara figura que hacía con traje civil se había evaporado
del todo. Sentíase preciso, desprendido de toda vacilación, seguro de sí
mismo.
Era más de medianoche. Había que tomar el ómnibus. El catalán
estaría inquieto. ¡Maldito catalán, con sus miedos y su mentalidad
medieval! La verdad es que los curas no deberían usar sotana. Así podrían
ver la vida de cerca, sin estar separados del resto de la gente por esa
ridícula frontera negra. Navas se sentía rebosante de iniciativas, de ideas
reformistas. ¡Ah, si fuera obispo! Echaría a todos los curas cavernícolas
como el catalán y apacentaría su rebaño con métodos modernos, con
curitas jóvenes, sin prejuicios, llenos de fe y entusiasmo…
Llegó hasta la parada del ómnibus. ¡Uf! El viaje, la parroquia... No tenía
ganas de volver tan rápido. Se concedería una pequeña prórroga.
Caminaría un poco más. Llegó a una calle flanqueada por brillantes
carteles de neón:
“El Marinero”, “Texas”, “Le Coeur Rouge”. Navas advirtió que ésta debía
ser la zona pecaminosa de la ciudad. Algunas mujeres caminaban
lentamente, entraban y salían de los piringundines. Tuvo un súbito
impulso de huir. Tenía miedo. Éstos no eran sus dominios. Una cosa era
pasear por la ciudad y otra meterse en la calle de las perdidas, en la calle
del vicio y el pecado por donde las mujerzuelas andan ofreciéndose. Pero
también sintió que si lograba pasar incólume, se sentiría con fuerzas
centuplicadas. Esa noche de libertad tenía que apurar de una vez todas
las posibilidades. Pasear por la calle mala sin contaminarse, sin que
siquiera llama la atención: eso sería la gloriosa culminación de su jornada.
Entró a “Pirouette”, un sótano poblado de gente apenas visible en la
oscuridad. Tropezó con los escalones y tuvo que afirmarse en la barandilla
para no caerse:
-Oiga, aquí no quiero borrachos -aclaró un agrio portero-. ¿Understand?
¡No drunks here!
-No estoy borracho -balbuceó Navas. El rubor le ardía la cara. Estuvo
por darse vuelta y escapar. Pero estaba resuelto a vencer. Tomaría un
trago, miraría a las mujerzuelas y se iría. Limpiamente, victoriosamente.
Pidió un whisky en el mostrador y trató de acostumbrar la vista a la
penumbra. La ojeada no le brindó nada especialmente pecaminoso:
hombres y mujeres sentados, un tipo tocando un desafinado piano, mucho
humo, algunas risas, lámparas de colores. Navas apuró su whisky. Estaba
firme, plantado bizarramente en su nuevo aplomo. Era capaz ahora de dar
un golpe en el mostrador y empezar a predicar el arrepentimiento a todos
esos pobres pecadores, aunque realmente no veía dónde podía estar el
pecado. Pero se sentía capaz de hacerlo. Sí señor, se sentía capaz...
-¿Me das fuego, rubio?
Le sobresaltó la vocecita. Una muchacha estaba a su lado, mirándolo.
Tenía unos ojos llenos de malicia, horriblemente pintarrajeados. El escote
generoso dejaba ver el nacimiento de sus senos. Se contorneaba y
sonreía.
-No fumo, señorita -alcanzó a decir Navas. No recordaba que ninguna
mujer lo hubiera tuteado jamás. Estaba tenso y a la defensiva, como un
gato acorralado. Le sudaban las manos.
-Entonces convídame un whisky. Me llamo Tina. Anda, sé bueno...
¿'Puedo pedir el whisky? —la vocecita había perdido la suficiencia de
antes y ahora era casi ansiosa.
Navas sintió un golpe de compasión que le subía blandamente desde
las entrañas. ¡Pobre muchacha! Hubiera querido hablarle largamente,
purificarla de sus pecados, abrazarla a ella, a todos, con unos brazos
largos cálidos, llenos de caridad.
-Sí. Otro whisky, por favor. Dos.
-Sos simpático, rubio. Hay tipos que vienen, te miran, te quieren
manosear y después... ni una copa. ¿Cómo te lia más?
-Me llamo Guillermo.
-¡Qué lindo nombre! Te voy a llamar Guille, ¿querés? -y le hizo una
caricia descuidada en la barbilla y siguió hablando y hablando, saltando
como un pajarito de una cosa a la otra—, ¿'Otro whisky, Guille? Dale, tomá
vos también —acercándole la cara para contarle un secreto muy
importante que después olvidaba, riéndose, tomándole la mano-. ¡Qué
manitos, Guille, seguro que sos bancario!
-asegurándole la corbata, brindando, mirándole a los ojos, contando cosas
deshilvanadas y sin sentido, poniéndose seria, guiñando un ojo, mientras
Navas, inmóvil, se limitaba a dejarla hacer, arañita que lo iba envolviendo
en su tela elemental, vieja como el mundo, pero él iba a decirle las
palabras dulces y profundas que la redimirían, ya iba a decirlas, las estaba
pensando...
Tina bajó de su banqueta, apoyó su cuerpo tibio sobre él y le dijo en
voz baja, gravemente, tan gravemente como había pensado hablar el
cura:
-¿Vamos...?
Se despertó con la boca pastosa y un vago dolor de cabeza. Un sol
lechoso se colaba por la cortina de rafia. Trató de recordar qué había
pasado. Un ronroneo a su lado lo sobresaltó. Tinita estaba acostada boca
abajo y rezongaba suavemente, buscando la tibieza del cuerpo de su
compañero.
-Quédate un poco más, querido...
Navas volvió a extenderse en la cama. Curiosamente, no sentía
remordimiento ni repugnancia ni horror por lo que había hecho: todo lo
que le habían dicho sus maestros en el seminario resultaba una tontería.
Estaba magníficamente bien. Sentíase poderoso, completo. La parroquia,
el catalán, las beatas, todo era tan lejano y pueril que parecía haber
pertenecido al pasado de otro hombre.
Miraba la pieza, con sus muñequitas colgadas en las puertas del
ropero, los bibelots de la cómoda, las fotografías pegadas en el espejo.
Nunca se había imaginado que en una habitación pudieran caber tantas
pequeñas
cosas. Le parecía que estaba comenzando a mirar otra versión de la vida:
una vertiente de la vida que nunca había pensado que existiera.
—Soy un cura pecador —pensó—. Soy un mal cura.
La idea no lo perturbó. Se arrepentiría en el momento oportuno.
Mientras tanto, prefería no pensar. ¡Que le dejaran beberse esta
oportunidad! ¡Que le permitieran este desvío, este pequeño desvío en su
sendero solitario de teniente cura de suburbio! Se fue adormilando de
nuevo. Tina se apretó contra su cuerpo. Navas sentía sus piernas
enrolladas a las de él, el calor de su vientre, el breve peso de los pechos,
la respiración acompasada. Pensó, ya durmiéndose, que así debía ser el
estado de santidad: sin tentaciones, sin conflictos, dulcemente laxo...
Se despertaron hacia el mediodía. Tina hizo café, puso en orden la
habitación, se vistió un poco. Parloteaba todo el tiempo, sin dejar de andar
un lado para otro. Le preguntaba a Navas qué hacía, en qué trabajaba, si
era casado.
-Porque los casados no se quedan toda la noche... Vos debés ser de
afuera, de la provincia... ¿No es cierto, ricura?
Y después, con una risita:
-Pero no creí que ésta fuera la primera vez... ¡A tu edad! No te enojés,
rico, a mí no me importa... Me gustás, me gustás así, medio zonzo para el
amor...
Resolvieron comer algo. Tina no tenía apuro en salir. Navas dejaba
pasivamente que el destino siguiera haciendo. Le dio todo el dinero que
tenía. Se quedó con un peso para el ómnibus: oscuramente sabía que en
algún momento tendría que volver a la parroquia. Ella guardó el dinero
con una morisqueta.
-¡Sos un amor! Ahora bajo a comprar algo para comer y después, si
querés, dormimos la siesta. Hace un día horrible...
Caía la tarde cuando salieron. Navas sentía ahora como una desazón.
Se despidieron en la puerta de la casa de Tina:
—Vení cuando quieras. Todas las noches me enconarás en “Pirouette”.
Navas se alejó. Tenía el alma tan vacia como la cartera. Iba distraído,
recordando. Por eso tardó en advertir algo extraño en la calle: no había
trafico, ni gente, los comercios estaban cerrados, el ambiente era lóbrego.
Le sobrecogió un terror absurdo: a lo mejor, toda la ciudad había sabido
su pecado y estaba haciendo penitencia por su culpa... Corrió hasta una
avenida: igual desolación. Era un desierto de cemento, iluminado apenas
por los focos amarillentos. Unos papeles volaban, arrastrados por un
viento flojo. Se le erizaron los pelos de la nuca. ¡La ciudad muerta! ¡La
ciudad que anoche había visto radiante, populosa, volcada en las calles!
Quedó alelado, abrumado, como si de un momento a otro fuera a oírse
una gran voz diciendo: “Dentro de tres días, Nínive será destruida” o
“Enviaré mi Ángel Vengador y Sodoma será arrasada”.
Un rumor se acercaba. Parado en la esquina, único habitante de la
ciudad, Navas vio pasar uno, dos, tres camiones cargados de gente
ululante. Acompasadamente voceaban un nombre rotundo. Llevaban
carteles, palos, antorchas. Pasaron y Navas se sintió tan angustiosamente
solo que hubiera querido volver a la casa de Tina como un niño asustado.
Como en sueños empezó a caminar hacia el centro, atravesando calles y
calles, todas en el mismo silencio, en la misma medrosa soledad.
Unas pocas personas que encontró lo fueron enterando, poco a poco,
de lo que había ocurrido. Habían bombardeado la Casa de Gobierno, había
muerto mucha gente, nadie sabía qué iba a pasar esta noche, venían
grupos armados. Se podía palpar el miedo. Cada vez que lograba arrancar
una palabra a alguien sentíase invadido por una creciente desesperación.
Ahora iba casi corriendo, gimiendo de remordimiento, con un jadeo animal
en la garganta. Anhelaba que volvieran los aviones y lo dejaran destripado
en medio de la calle, con sólo el tiempo suficiente para decir ¡perdón!
Corrió hasta que el corazón parecía reventarle. Tuvo un vahído y se apoyó
en una pared. Como un caballo vencido quedó recostado contra el muro,
resollando, tal vez rezando. Cuando levantó la cabeza, vio el incendio.
Habían derribado las puertas y toda la nave central estaba
resplandecida con la luz de la hoguera. Los hombres volcaban grandes
bidones en los altares, los confesionarios y los bancos de madera
amontonados frente al comulgatorio. Las llamas se estiraban hasta el
techo, danzaban y bailaban, como las figurillas grotescas que rondaban en
torno a la pira. Toda la iglesia estaba llena de ecos broncos y desgarrados.
El presbítero Navas sintió un cuchillo largo y ardiente que lo atravesaba
de parte a parte. Arrancó un bramido desesperado y se lanzó adentro. Era
una pesadilla, esa conga de malevos revestidos de ornamentos, albas y
estolas, barajando copones y crucifijos, imágenes y candelabros, como si
toda la liturgia hubiera enloquecido. Se metió a empellones entre los
hombres. Alcanzó a arrebatar una custodia que se estaban llevando. Sintió
golpes y puntapiés:
-¡Hay para todos, muchachos! ¡No se peleen! -Pero el cura seguía
luchando, tratando de detener el sacrilegio con sus manos, que todavía
conservaban olor a carne de mujer. Lo rodearon y lo golpearon hasta
hartarse:
-¡Éste es de los curas! ¡Hijo de puta! ¡Asesino!
Quedó arrodillado sobre el piso, deshecho, la cara ensangrentada, el
traje -el traje gris- hecho jirones. Alguien, un último forajido, salió
corriendo: llevaba en la cabeza una mitra torcida y esgrimía el báculo
pastoral: un obispo carnavalesco, innoble y apurado. Al pasar hizo un
gesto al cura: podía ser un corte de mangas o el signo sacramental de la
absolución. El presbítero Navas se echó a llorar con grandes sollozos. A su
lado habían abandonado una casulla. Trató de echársela sobre los
hombros para salvar algo, siquiera eso. A la luz bailarina de la hoguera
asemejábase a un celebrante postrado de hinojos ante el altar, rogando al
Cordero de Dios que perdonara los pecados del mundo. En la iglesia vacía
sólo se oía ahora el eco de su llanto y el hueco crepitar del fuego.
Gorilas
Osvaldo Soriano

bre del ’55. Aunque para mí fueron de viento y de sol porque vivíamos
en el Valle de Río Negro y los odios se atemperaban por la distancia y la
pesadumbre del desierto. Mandaba el General y a mí me resultaba
incomprensible que alguien se opusiera a su reino de duendes
protectores. Mi padre, en cambio, llevaba diez años de amargura
corriendo por el país del tirano que no lo dejaba crecer. Una vez me
explicó que Frondizi había tenido que huir en calzoncillos al Uruguay para
salvarse de las hordas fascistas. Y se quedó mirándome a ver qué opinaba
yo, que tendría nueve o diez años. A mí me parecía cómico un tipo en
calzoncillos a lunares nadando por el Río de la Plata, perseguido por
comanches y bucaneros con el cuchillo entre los dientes.
No nos entendíamos. Mi peronismo, que duró hasta los trece o catorce
años, era una cachetada a la angustia de mi viejo, un sueño irreverente
de los tiempos de Evita Capitana. Años después me iba a anotar al lado de
otros perdedores, pero aquel año en que empezó la tragedia escuchaba
por la radio la Marcha de la Libertad y las bravuconadas de ese miserable
que se animaba a levantarse contra la autoridad del General. El tipo
todavía era contraalmirante y no se sabía nada de él. Ni siquiera que
había sido cortesano de Eva. Todavía no había fusilado civiles ni prohibido
a la mitad del país. Era apenas un fantasma de anteojos negros que
bombardeaba Puerto Belgrano y avanzaba en un triste barco de papel. Era
una fragata bien sólida, pero a mí me parecía que a la mañana siguiente,
harto de tanta insolencia, el General iba a hundirlo con sólo arrojar una
piedra al mar.
Recuerdo a mi padre quemando cigarrillos, con la cabeza inclinada
sobre la radio enorme. Lo sobresaltaban los ruidos de las ondas cortas y
quizás un vago temor de que alguien le leyera el pensamiento. A ratos
golpeaba la pared y murmuraba: “Cae el hijo de puta, esta vez si que
cae”. Yo no quería irme a dormir sin estar seguro de que el General
arrojaría su piedra al mar. Tres meses atrás la Marina había bombardeado
la Plaza de Mayo a mediodía, cuando la gente salía a comer, y el odio se
nos metió entre las uñas, por los ojos y para siempre.
A mi padre por el fracaso y el bochorno, a mí porque era como si un
intruso viniera a robarme los chiches de lata. Me cuesta verme así. ¿Qué
era Perón para mí? ¿Una figurita del álbum, la más repetida?, ¿los
juguetes del correo?, ¿la voz de Evita que nos había pedido cuidarlo de los
traidores? Se me iba la edad de los Reyes
Magos y no quería aceptar las razones de mi padre ni los gritos de mi
madre.
Creo que allá en el Valle no se suspendieron las clases. Una tarde vinieron
unos milicos que destrozaron a martillazos la estatua de Evita. Al salir del
colegio vi un montón de gorilas que apedreaban una casa. Los chicos
bajábamos la cabeza y caminábamos bien cerca de la pared. El día en que
Perón se refugió en la cañonera paraguaya mi madre preparó ravioles y mi
padre abrió una botella de vino bueno. “Lo voy a cagar a Domínguez”,
dijo, ya un poco borracho, y buscó los ojos de mi madre. Domínguez era el
capataz peronista que le amargaba la existencia. El tipo que me dejaba
subir a la caja del camión cuando salían a instalar el agua. Creo que
mamá le hizo una seña y el viejo me miró, afligido. “¿Por qué me salió un
hijo así?”, dijo y me ordenó arrancar el retrato de Evita que tenía en mi
pieza. Lonardi hablaba por radio pero el héroe era Rojas. Para
convencerme, mi padre me contaba de unos comunistas asesinados y
otra vez de Frondizi en calzoncillos. No les tenía simpatía a los comunistas
pero ya que estaban muertos, ¿por qué no acordarse de ellos? Yo no quise
bajar el retrato y mi padre no se atrevió a entrar en mi cuarto. “Está bien,
pero dejá la puerta cerrada, que yo no lo vea”, me gritó y fue a terminar
el vino y comerse los ravioles.
Fue un año difícil. Terminé mal la primaria y empecé mal el industrial
de Neuquén. Hasta que Rodolfo Walsh publicó Operación Masacre no
supimos de los fusilamientos clandestinos de José León Suárez, ordenados
por Rojas. Mi viejo seguía enojado con Perón pero se amigó con el capataz
Domínguez. Alguien vino a tentarlo en nombre de Balbín. En ese entonces
yo me había puesto del lado de Frondizi, tal vez por aquella imagen del
tipo en calzoncillos que se aleja nadando hacia la costa del Uruguay, y
entonces mi padre se negó a entrar en política.
En el verano del ’58 empecé a trabajar en un galpón donde empacaban
manzanas para la exportación y en febrero se largó la huelga más terca
de los tiempos de la Libertadora. Largas jornadas en la calle, marchas,
colectas y asados con fútbol mientras el sindicato prolongaba la protesta.
Un judío de traje polvoriento nos leía presuntos mensajes de Perón. Un día
cayó con un Geloso flamante y un carrete de cinta en el bolsillo. Le decían
El Ruso; tenía unos anteojos sin marco que cada dos por tres se le caían al
suelo y había que alcanzárselos porque sin ellos quedaba indefenso.
Desde la cinta hablaba Perón o alguien con voz parecida. El General
anunciaba un regreso inminente y los rojos no eran sus enemigos, decía.
Al mal de la cinta nos hablaba al oído y decía que se le encogía el corazón
al pensar en esa heroica huelga nuestra ahí entre las bardas del desierto.
Algmen> un italiano charlatán, sospechó que el que hablaba no era el
General. En aquel tiempo no conocíamos los grabadores y la máquina que
reproducía la voz parecía demasiado sorprendente y perfecta para ser
auténtica.
Ruso no tenía pinta de peronista y la gente empezaba a desconfiarle.
Mi padre y yo no nos hablábamos, o casi, pero si existía alguien en
aquellos parajes capaz de confirmar que la máquina y la voz eran
confiables, ése era el. Le conté lo que pasaba y en nombre de la asamblea
le pedí que verificara si era auténtico el Geloso del Ruso Todavía lo veo
llegar, levantando polvareda con la ehuelche que me había ayudado a
comprar. Esquivó las barreras que habíamos colocado para cortar el
camino y se metió en el pajonal porque venía clandestino. Al principio
todos lo miraron feo por su aspecto de radical del pueblo. Un chileno
bajito lo trató de profesor y eso contribuyó a que se agrandara un poco.
Se puso los anteojos, saludó al Ruso y pidió ver el aparato.
Era una joya. Apenas conocíamos el plástico y aquello era todo de
plástico. Mi viejo lo miraba como aturdido, con cara de no entender un
pito de voces grabadas y perillas de colores. El Ruso desenrolló un cable
que había enchufado en la oficina tomada y colocó la cinta con cuidado,
como si agarrara un picaflor por las alas. Y Perón habló de nuevo.
Sinarquía, imperialismo, multinacionales, algo que hoy sonaría como una
sarta de macanas. El General recordó la Constitución justicialista, que
impedía la entrega al capitalismo internacional de los servicios públicos y
las riquezas naturales. Todos miraban a mi padre que escuchaba en
silencio. Ensimismado, saco los carretes y tocó la banda marrón con la
punta de la lengua. Después pidió un destornillador y desarmo el aparato.
Yo sabía que estaba deslumbrado y que alguna vez, en el taller del fondo,
intentaría construir uno me- jonPero esa tarde, mientras el Ruso se
sostenía los anteojos con un dedo, mi viejo levantó la vista hacia la
asamblea y murmuró: “Es Perón, no tengan duda Rearmó el Geloso pieza
por pieza mientras escuchaba la ovación sonriente, como si fuera para él.
Yo le miraba la corbata raída, y las uñas limpias. Aquel hombre podía
reconocer la voz de Perón entre miles, con ruido de fondo y bajo fuego de
morteros. Tanto lo había odiado, admirado quizás.
Dos días después llegaron los cosacos y nos molieron a palos. Así era
entonces la vida. El Ruso perdió los lentes y el Geloso. Mientras corría no
paraba de cantar
La Internacional. A mí me hicieron un tajo en la cabeza y a los chilenos los
metieron presos por agitadores. Al volver a casa, de madrugada, encontré
a mi padre en su escritorio, dibujando de memoria los circuitos del
grabador. Me hizo señas de que fuera al lavadero para no despertar a mi
madre y puso agua a calentar. Allá en el patio, frente al taller en el que
iba a reinventar el Geloso, me ayudó a lavar la herida y me hizo un
vendaje a la bartola, porque no sabía de esas cosas. “Parece mentira”, me
dijo, “antes cada cosa estaba en su lugar; ahora, en cambio, me parece
que son las cosas las que están en lugar nuestro”. Y no me habló más del
asunto.
Los muertos de Piedra Negra
Abelardo Castillo
Ese que va ahí, alto entre los diez que acaban de entrar en el regimiento
saltando las alambradas que dan al Tapalqué, contento y con ganas de
gritar viva Perón en medio de la noche, vestido con una garibaldina militar
reglamentaria verde oliva pero en zapatillas de soga y con una zapa o un
pico de mango corto sujeto al cinturón, no es soldado: es Anselmo,
carretillero de las canteras de Piedra Negra. Anselmo Iglesias, el más
chico de los dos últimos Iglesias. El otro, Martín, viene corriendo solo por
mitad del campo, lejos: Anselmo no lo sabe. Ni sabe que, cuando lleguen
a la Plaza de Armas, los van a matar a todos. Es la madrugada del 9 de
octubre de 1956. Por el puesto de guardia número 1, que da sobre la ruta
de Buenos Aires a Bahía Blanca, ha entrado en el cuartel, con otros veinte
hombres de las canteras, el coronel Lago; diez guarniciones, rebeldes al
gobierno de facto que destituyó a Juan Perón, esperan a que Lago,
apoderándose del regimiento, ordene marchar sobre Buenos Aires. La
cantinera de El Arbolito, doña Isabela Trotta, repartió vino fiado esta
noche, y algún soldado del Ejército Argentino duerme ahora con ella.
Martín Iglesias va a gritar: Anselmo.
Cuando todavía no habían salido de las canteras ni entrado en el
cuartel, Anselmo se asomó al paredón y levantó la mano. Y él mismo se
asombró del gesto, de haber sido él y no Martín quien alzara la mano en la
noche imponiendo silencio, mandando a los otros que se estuvieran
quietos ahí atrás. Los diez de atrás se detuvieron y él saltó el talud y se
dejó caer, sentado, resbalando por el declive entre el rumor sordo del
pedregullo. Mientras caía volvió a sentir eso en el estómago (como un
vacío, o acaso ganas de reírse) y vio las letras. Enormes y blancas,
pintadas en el paredón. Una P y una V. Oyó a su espalda el murmullo
apagado de otro cuerpo sobre las piedras: Martín. Iglesias el mayor
descolgándose entre las sombras. Mi hermano. Treparse y saltar, de
chicos lo habían hecho muchas veces, sólo que no tan de noche y que
antes el parapeto parecía más alto y el terraplén más largo, y no había
ningún camión esperándolos. Un camión del Ejército en marcha: un Mack
donde un teniente leal a Perón y al coronel Lago espera a los diez
hombres de ahí arriba. Diez sin contar a los Iglesias, que juntos venimos a
ser como otros diez, pensó el más chico riéndose hacia adentro. El chillido
largo de un pájaro entre los eucaliptus, en dirección al horno viejo, y
después, extendiéndose a lo ancho de la tierra socavada, la luz de la luna
que asomó sobre el cerro haciendo estallar como lentejuelas las piedras
laminadas de mica. Las toscas, sus vetas azules: que a uno lo maten y no
ver más las piedras, pensó Anselmo, y pensó ¿me hizo mal el vino o estoy
loco? Y volvió a tener ganas de reírse y más tarde a pensarlo, cuando ya
hayan entrado en el regimiento y él, Anselmo Iglesias, el más chico de los
dos últimos Iglesias, solo en medio de la noche (porque haber llegado al
cuartel sin Martin, por más que hubiera diez hombres y un teniente a su
lado y otros veinte entrando por el puesto número 1 al mando del coronel
Lago, y todos peronistas, igual era lo mismo que estar solo), creyó
entender que ahí había algo raro, en la noche o en ellos, sintió de golpe
que lo del vino no era una casualidad y supo que todos, no sólo el, tenían
ganas de gritar.
Viva Perón, leyó. O mejor lo vio, escrito con grandes letras de cal en el
paredón de la cantera. Ellos lo habían pintado un mes antes. En realidad
no decía Viva Perón, sino Perón Vuelve; pero no había necesidad de saber
leer para escribirlo: como el nombre de uno. Los Iglesias lo pintamos,
pensó. Y pensó ¡piiiuuu... ju!, contento bajos las estrellas.
-¿Qué? -oyó a su lado.
La voz del vasco Iturrain, dinamitero de Los Polvorines. Y antes de
darse cuenta de que aquélla no era, no, la voz de su hermano, Anselmo
comprendió que de contento (por el vino) había estado hablando en voz
alta. Llevándose un dedo a la boca, chistó al vasco.
Cuando volvió la sombra se arrastraron en silencio hasta el borde del
alero de piedra, sobre el camino; desde allí podía verse el horno viejo. Ése
es el camión ¿no?, murmuró Anselmo, ¿dónde quedó Martín?, murmuró,
las dos preguntas como si fueran una. El vasco dijo sí, el camión. Y Martín
estaba con la gente, atrás, en el parapeto. Echados de boca contra las
piedras, se miraron; el vasco Iturrain habló primero. Se descompuso, dijo.
Anselmo levantó el brazo e hizo señas a los de arriba sin dejar de mirarlo
y, mientras volvía a oírse el rumor como de lluvia de las toscas y la tierra,
preguntó, cómo, quién se descompuso. Levantándose a medias echaron a
correr hacia abajo, casi en cuclillas. Me parece que fue el vino, dijo Iturrain
siempre corriendo, le ha de haber caído mal el vino. Saltaron al segundo
alero; de ahí, al suelo. Gorda yegua, murmuró el más chico: pensaba en
Isabela, la cantinera de El Arbolito. Se dejó caer sobre la barriga para
ocultarse de la luz de un coche que pasaba rumbo al cruce del Cerro
Negro. Comenzaron a gatear velozmente recatándose a trechos entre los
recovecos del socavón. Anselmo miró hacia atrás: entre el movedizo bulto
de las sombras que los seguían, no distinguió a Martín. Justo esta noche
se le daba a la Isabela por fiar vino, gorda jetona. Justo hoy, pensó. Y una
arruga vertical, como una cicatriz súbita, le rayó la frente. Después se
detuvo en seco y se dio la vuelta, porque una mano se había apoyado
sobre su hombro. Martín no era. Era López, de los dinamiteros de la calera
Norte. Anselmo lo miró. López miró al vasco Iturrain y luego nuevamente a
Anselmo. El más chico de los Iglesias, ahora, habló en voz alta.
-Mi hermano -dijo-. Qué pasa con el Martín.
En el horno viejo, los faros del Mack se encendieron dos veces, como
un pestañeo.
-Lo volteó el vino. Dice que no llega, que vayás.
Gran puta, murmuró Anselmo. Miró hacia el horno, dijo crucen,
gateando pasó entre medio de los que llegaban y volvió a subir. Y ahora
está de nuevo frente a las letras blanquísimas, como fosforescentes sobre
las piedras veteadas. Él y el borracho de su hermano (Martín, susurró
buscándolo, Martín) las habían pintado la noche que los apalabró el
Coronel, ellos, que esta madrugada van a ser muertos entre una
zarabanda de gritos, estallidos y disparos y parábolas de cohetes
luminosos como una fiesta, porque esta madrugada Anselmo sentirá
ganas de pegar un grito en el silencio del cuartel y se dará cuenta de que
todos sienten lo mismo, como si estuvieran contentos o electrizados o
borrachos, y mordiéndose los labios resecos apretará el mango de fierro
del pico, pensando falta poco, pensando Martín, mientras al otro lado de
la Plaza de Armas el coronel Lago ya cruza en sigilo los sotos de la
Intendencia (con otros veinte hombres que a lo mejor también sienten
crecer aquello en la garganta), en el mismo instante en que Martín llegará
y saltará la tranquera que da al arroyo.
Perón Vuelve. El más chico había dejado el balde en el suelo aquella
noche, la noche que les habló Lago. Martín retocaba con su brocha esa
letra, la torcida. Y Anselmo, cuando fue a levantar el balde, presintió algo,
a su espalda: agachó del todo la cabeza y miró hacia atrás entre las
piernas. Vio las botas militares y, mientras metía la mano entre la camisa
buscando el pico, murmuro el nombre de Martín, quien cambió de mano la
brocha. Ya habían calculado la distancia entre ellos y el de las botas
cuando se oyó la voz. A ver si pintan como la gente esos Iglesias, dijo la
voz. Y después hablaron. Y ellos aseguraron que en las canteras había por
lo menos treinta dinamiteros capaces de todo. No sólo de volar el puente
de pontones sobre el Tapalqué, sino también de dinamitar el Depósito de
Arsenales del regimiento, ni bien les dijeran cómo entraban. De eso me
encargo yo, había dicho el coronel Lago, y explicó que entrar en un cuartel
es fácil. Jodido va a ser salir, dijo Anselmo, riéndose. Iglesias el mayor lo
miró con severidad y el Coronel le palmeó el hombro: buena gente estos
Iglesias, medio locos pero corajudos y peronistas. Los cuatro iguales. Sólo
que de los cuatro quedaban dos. A Humberto Iglesias, el del medio, lo
mataron en la Capital nomás cruzando el Riachuelo el 17 aquel de octubre
en que el gobierno ordenó levantar el puente de Avellaneda y la indiada lo
mismo cruzo a nado. Al padre, Casimiro, un viejo chiquito que había
quedado medio tullido en su juventud por apostar de puro bárbaro que él
levantaba ese carro cargado con bolsas de cemento caído en la cuneta, a
Casimiro Iglesias lo voló la descarga de un blindado en noviembre de
1955: el viejo se paró delante del busto de Eva Duarte en pleno patio de
la estación del ferrocarril, y el teniente coronel Cuadros, que traía la orden
(o la voluntad) de hacer volar el busto de Eva Perón, le dio diez segundos
para apartarse. El viejo dijo viva Perón la puta que te paño, y Cuadros
comenzó a contar. Buena madera esos glesias, si. Lago, que nunca había
sido peronista, ni lo era, pero no se iba a poner a explicarles a unos
carretilleros que restituir el Honor de la Nación exige, de sus hombres,
ciertas decisiones, el coronel Federico José Lago que también sera muerto
esta noche, sabía en efecto elegir a su gente. Afirmó que Perón iba a
volver, y se juramentaron.
siguieron viéndose en la cantina de Piedra Negra, o junto al paredón
donde ahora Anselmo anda buscando al borracho de su hermano, o en
algún bar del Pueblo Nuevo.
Lo encontró por fin, boca arriba, tendido bajo una especie de cornisa.
Martín dijo:
-Estoy borracho, Anselmito. Descompuesto estoy -y lo decía como si el
más chico, y no él, fuera quien necesitaba ayuda-. Vas a tener que seguir
solo -decía, y lo repitió muchas veces como si se quejara de algo, de una
injusticia. Anselmo lo acomodó estirado bajo la saliente, mas a reparo-.
Para peor vas a tener que seguir solo. -Apretaba con empecinamiento la
botella contra el pecho; se reía ahora.- La gorda me la dio, Isabela, cuando
salíamos.
De pronto, se echó a llorar.
Anselmo tomó la botella con intención de tirarla lejos, pero se
arrepintió.
-Dormite, dormite acá -le dijo-. Yo le explico al Coronel que te pasó
cualquier cosa. Dormite.
Le tocó la cara.
Se oyó abajo el acelerador del camión. Martín, sentado a medias, se
mordía el labio inferior con un gesto cómico, moviendo de un lado al otro
la cabeza, lagrimeando.
-Hacerle esto al General. Un Iglesias hacerle esto a Perón.
Golpeaba el suelo rítmicamente con el puno; después buscó en la
oscuridad la mano de Anselmo y la apretó. Anselmo oía ahora el motor del
Mack regulando entre las sombras. Comprendió que debía hacer algo, un
gesto, algo: levantó la botella y echó un trago largo como de complicidad
o despedida, y le guiñó un ojo al mayor que ahora volvía a golpear la
tierra con el puno y que después, haciéndole describir al brazo un gran
giro, se dio un puñetazo tremendo en el pecho.
Anselmo, con un movimiento de cabeza, le señalo e parapeto, arriba:
las letras blanquísimas. Cuando ya se iba, Martín lo detuvo.
-Anselmito -le dijo simplemente.
—Antes de Navidad —dijo Anselmo—, Antes de Navidad vuelve.
El mayor dijo:
-Cuídate, Anselmo.
El más chico echó a correr hacia el horno viejo.
Nos emborracharon adrede, pensó Martín. Unos minutos más tarde,
cuando el camión pasaba por el camino hacia el cruce, lo dijo en voz alta,
con los brazos abiertos. Se había puesto de pie y tenía los brazos abiertos
y la botella en una mano y gritaba. Después corría cortando campo en
dirección al cuartel, tropezando entre la tierra removida.
Y ahora los van a matar.
Quién sabe, a lo mejor ni siquiera es necesario el grito: cualquier
sonido sorpresivo, un relincho en las caballerizas o el chillar de un pájaro
espantado pueden desatar esto, esta alegría violenta que sube por las
venas. El grito no será sino un desencadenante, un estallido de la noche.
Desde que entró en el cuartel o desde el parapeto, mucho antes de
escuchar la voz de su hermano que acaba de saltar la tranquera y va a
llamarlo, Anselmo Iglesias ya estaba teniendo la sospecha de que eso
andaba en el aire. Ganas de reírse, o de hablar fuerte. Trató de no mirar al
vasco Iturrain pero adivinó su respiración, levísima, la misma ráfaga
contenida, la misma tempestad. No, no era miedo. Era casi todo lo
contrario del miedo: necesidad de que se les apareciera un soldado por
delante, o un escuadrón entero, y poder entonces agitar los brazos con
libertad, revolear los picos y putear a gusto, cualquier cosa que no fuera
este deslizarse silencioso detrás de las caballerizas, como sombras,
eludiendo los rayos de luz de alguna bomba de agua, rehuyendo tocarse
entre ellos para evitar el menor ruido, el menor roce que hiciera reventar
la noche. Anselmo sintió la frente mojada de sudor y la garganta seca; no
se atrevió ni a levantar la mano ni a tragar saliva. Pasaban, ahora, frente a
la cantina de tropa. El teniente se agachó por debajo de la línea del friso,
y Anselmo y los demás se agacharon juntos por debajo de la línea del
friso. Las luces, había dicho Lago, van a estar apagadas en las cuadras de
los escuadrones más cercanos. Estaban apagadas. Cuando vean que se
apaga y se enciende una luz en el otro extremo de la Plaza de Armas, en
la ventana de los calabozos, es que ya hemos tomado la sala de guardias:
crucen hacia el Depósito de Arsenales. La luz se encendió en el otro
extremo, en la guardia. Cruzaron, agachados. Lago, en aquel instante,
estaba dando un rodeo por detrás de la Intendencia. Diez guarniciones
rebeldes al gobierno argentino esperaban que llegase a la Mayoría.
Anselmo Iglesias se mordió los labios. El teniente desenfundó la pistola
Colt y comenzó, lentamente, a levantar el brazo. Martín Iglesias, a
cincuenta metros de allí, derribó de un fierrazo a un conscripto que le dio
el alto, alcanzó a ver unos ojos incrédulos, de chico, cuando el muchacho
caía, y arrebatándole el máuser en el aire, gritó:
-¡Anselmo!
Los diez hombres de las canteras se irguieron al mismo tiempo. Quién
vive, se oyó lejos. Viva Perón, gritó Martín y zumbó en las lajas el primer
tiro. Viva Perón, contestó Anselmo, todos contestaron, mientras
comenzaban a
encenderse luces y los gritos y las órdenes crecían entre los fogonazos y
los vivas.
Y ése es Martín. Viene revoleando un máuser entre los disparos y los
haces luminosos que parten como manantiales desde los cuatro extremos
del cuartel. El teniente, con espanto, le ha apuntado al verlo cruzar.
Anselmo le desjarretó la cabeza al teniente con la zapa. Aquel que se
vuelve hacia la guardia, tropezando con sus hombres que avanzan sobre
la Plaza de Armas, es el coronel Lago: un soldado que apuntaba al bulto lo
mata por la espalda. Un cohete, al caer, ilumina el salto de Lago y la masa
de los hombres de las canteras que le pasan por encima gritando,
viniendo al encuentro de los Iglesias y su gente, que ahí van: Martín a la
par de Anselmo, revoleando su máuser delante de los hombres de Piedra
Negra, a juntarse todos, al grito de Perón vuelve, dando la vida por Perón,
carajo, amenazando en el puño a los que tiran. Iluminados en el centro de
la Plaza de Armas.
Esa mujer
Rodolfo Walsh
El Coronel elogia mi puntualidad.
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El Coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito. Mientras sirve dos grandes
vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años
de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es
un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el
terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer,
las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera
momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible
de amor lo que nos ha reunido.
El Coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es
apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan
que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa
nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de
sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la
encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán,
poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya
no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El Coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de
marfiles y de bronces, de platos de Meíssen y Cantón. Sonrío ante el
Jongkind falso, el Figari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera
quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con
superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus
manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, Coronel.
Sonríe.
-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base.
Una lámpara de cristal está rajada. El Coronel, con los ojos brumosos y
sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa.
Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce
años -dice.
El Coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocilios de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de
neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
—La pobre quedó muy afectada —explica el Coronel—.
Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X
también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El Coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no
inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
—Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré
que estaba inventando hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se
usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de
Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el Coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El Coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el Coronel-, Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que
no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, Coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por
ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir
usted.
-Me gustaría.
~Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me
importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia,
¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, Coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el
palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana
policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El
Coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
—Porque yo la saque de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde
está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían
hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo
impidió.
El Coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia,
con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva
histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos
por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuánta basura tiene que oír uno! Este
país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura,
pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, Coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha
llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, Coronel. Enarbolando alegremente la bomba
y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto
brillan: azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles,
arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El Coronel es apenas
la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía
una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las
metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una
ventanilla mojada.
El Coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos.
Estaba ese capitán de navio, y el gallego que la embalsamó, y no me
acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el Coronel se pasa la
mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso.
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del Coronel es casi
invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga
despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos.
La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más
cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías,
sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas.
Y ahora el Coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi
sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier,
enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del
palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie, y
regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la
vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido
y el Coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró encima; ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del
cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire
-el Coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo
podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la
oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible
contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y
el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso
le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces “Eso le demuestra , como un juguete mecánico, sin
decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros
que había por ahí. Figúrese cómo se quedaron. Para ellos era una diosa,
qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente. -El Coronel lucha contra una escurridiza cólera
interior.- Yo también soy argentino.
-Yo también, Coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y
muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe?
Con todo, con todo...
La voz del Coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa
frasecita cada vez más remota encuadrada en sus líneas de fuga, y el
descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también
me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el Coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver
mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en
Polonia, el ’39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos,
pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo
movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el
agua.
-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: ‘Maricón, ¿esto es
lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San
Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo”. Después me
agradeció.
Miro la calle. Coca dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el
letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras
concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba.”
-Beba -dice el Coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
-Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El Coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca
con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba.”
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico,
¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que
hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que
iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló
todo, hasta le saco radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad
científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla.
No veo entrar a la mujer del Coronel, pero de pronto está ahí, su voz
amarga, inconquistable:
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Decíles que no estoy.
Desaparece.
-Es para putearme -explica el Coronel-. Me llaman a cualquier hora. A
las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos.
Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa
mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy enterrar como cristiana. Pero
tienen que ayudarme.
El Córonel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con
grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas
contra un peñasco y lo dejan mtocado y seco, recortado y negro, rojo y
plata.
La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de
Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían
quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho,
sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía
que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el Coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila
roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele
vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna,
remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orion.
-Llueve día por medio -dice el Coronel-, Día por medio llueve en un
jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
—¡Está parada! -grita el Coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo,
porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento,
cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas
lágrimas le resbalan por la cara.
—No me haga caso —dice, se sienta—. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice-. ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un
tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
-Dos.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero- ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la
historia, y usted queda bien, bien para siempre, Coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes. -Cuando llegue el
momento..., usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. París Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo
que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, Coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy,
qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no
volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario
por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras
sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni
siquiera en un mapa, la voz del Coronel me alcanza como una revelación:
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
La cola
FogwiU
Desperté a las seis, oscurecía. ¿Cuándo nos dormimos? Habrá sido a las
nueve o diez de la mañana. La fiesta terminó al amanecer y, contra la
voluntad de sus amigas, Mariana decidió quedarse a dormir en casa.
Las tres llegaron ayer desde Mendoza. Las trajeron para un Congreso
sobre Educación Técnica, pero las reuniones también fueron suspendidas y
mañana volverán a su provincia, si hay vuelos. Tienen veintitrés,
veinticinco, no más de veitisiete años. ¿Inteligentes? Tal vez. Una es
peronista, Delia. Las otras son de izquierda, algo entre PCR, PST, FAS, no
es fácil precisarlo. La peronista estuvo en la fiesta pero apenas participó:
atendió la cocina, merodeó por la biblioteca y festejó algunos chistes, pero
la vi rencorosa hacia sus amigas, aunque fui yo quien más la torturó con
intervenciones de humor negro sobre cadáveres, política, y su finado
Perón.
Consumí la mitad de la reunión indagando con cuál tendría mejor
chance. Sentí que mis amigos me concedían la primera elección, tal vez
por ser el anfitrión, o por haber sido el autor de la idea de transformar en
una fiesta lo que había comenzado como un encuentro ocasional de
solteros tratando de conseguir una cena en la ciudad paralizada.
Aposté a Mariana por motivos puramente estéticos. Por celos, o por
una suerte de honor de provincia, me pareció que a sus amigas no les
cayó bien que se quedara en casa. Yo mismo tuve que convencerlas con
bromas, para que nos dejasen en paz. Al parecer también mis amigos se
habían fijado en Mariana, porque cuando supieron lo nuestro se
desencantaron de la fiesta y anunciaron su retirada. Uno de ellos
acompañó a las tres hasta el hotel, bajo la lluvia, sin transporte.
Quedamos solos poniendo un poco de orden en la casa y después fuimos
a la cama con los diarios del día que acababan de llegar, y estuvimos un
buen rato leyendo: la última vez que miré el reloj eran las ocho y treinta y
la claridad se filtraba por la ventana. Hicimos el amor antes de dormir.
Hasta ese momento no la había besado.
Como el gremio gráfico ha resuelto no imprimir otra información, los
diarios sólo traen crónicas del sepelio, necrológicas, notas sobre el tema,
e infinidad de adhesiones, participaciones y solicitadas insertas como
publicidad paga. Mariana leía respetuosamente los textos mientras yo
calculaba la inversión de cámaras, sindicatos, reparticiones públicas e
instituciones diversas. Quise estimar la proporción de papel impreso
cubierta por publicidad en el día comparándola con la de las ediciones
habituales de los diarios. Las empresas editoras han hecho buen negocio:
hoy tendrán más tirada, distribución más económica y mayor venta de
publicidad. Registré en un blockcito que guardo sobre la mesa de luz el
propósito de encomendar a alguien en la oficina que lo compute con
precisión, tal vez lo cumpla.
No recuerdo qué hablamos antes de dormir, pero entendí que ella
estaba contenta y eso debió alegrarme. Mariana es inteligente,
observadora, dúctil. Supongo que la desarmó mi estilo displicente de
seducirla. En determinado momento me llamó “sociólogo porteño”,
palabras que marcaban cierta distancia, cierto asombro. Naturalmente,
aquí todo debió ser distinto para ella, también eso me gusta. Mañana,
dentro de veinte horas, volverá a su provincia para regresar no bien las
cosas se normalicen, y puedan realizar su congreso pedagógico. Eso creo.
De ser así jugaré mis cartas y me dedicaré por completo a ella mientras
las licenciadas deliberen. Esa segunda vez, cuando retorne a su provincia,
no habrá ni planes ni saudades. Tal vez me recordará por un tiempo y si
alguna vez voy a Mendoza seguramente inventará coartadas, confundirá a
su novio o a su marido, y vendrá a visitarme al hotel. Así sucede la
mayoría de las veces.
A las seis de la tarde nos despertó el teléfono. Dormíamos abrazados y
Mariana olía a cigarrillo, a mate y al perfume de ayer, ahora más diluido.
Creí haber escuchado el teléfono un par de horas antes, pero por fortuna
no pudo desvelarme. Esta vez era David, pidiendo me agregue a una
reunión. “Pancho te quiere ver”, me dice, “quiere que vengas”. Le explico
que estoy dormido aún y que en el mejor de los casos llegaría en una
hora. Le digo que no tiene sentido que me pongan en movimiento y entra
Pancho en la línea:
-Oye, ¿estás de fiesta tú?
Pancho es el presidente del banco. Representa al grupo mayoritario de
accionistas, americano. Es colombiano y puede decirse que es una buena
persona: la clase de ejecutivos social y políticamente derrotistas que
tratan de hacer el menor daño posible para justificar su sueldo, una
pequeña participación en las ganancias que llaman the bonus y un poco
de seguridad de supervivencia en el futuro. Yo lo aprecio, con todo lo que
este sentimiento puede significar en referencia a un presidente de banco.
Traté de explicar que no podría llegar la reunión:
-Daba por descontado que no se iban a reunir, el país entero se paró.
-Es que no se puede estar sin cambiar opiniones sobre lo que ocurre
-dice.
—Bueno, bueno yo no tengo ninguna opinión para cambiar.
-¿Pero sabes lo que pasó esta tarde? -preguntó, y yo me alarmé.
-¿Qué pasó?
-Nada que se sepa, pero hay versiones. ¿Quién es el presidente?
-Isabel -respondo-, lo dice la Constitución.
-¿Y los milicos..., ¿qué crees que harán?
-Se aguantarán.
-Pero mira que se habla que quieren salir, hablé con un hijo de Lanusse
y dice que ellos no pueden saber nada...
-Bueno, peor estamos nosotros -lo consolé.
Acordamos reunirnos cuando termine el sepelio. Para entonces se vera
mas claro. Pero no le voy a explicar a Mariana quién es Pancho ni qué es
este banco, ni por qué figuro como su asesor de prensa. La charla me ha
hecho parecer importante a su mirada de simpatizante universitaria del
PCR de capital de provincia. Y ahora quiere volver al hotel para aplacar a
sus amigas. Nos despedimos bebiendo el café que ella preparó mientras
yo buscaba alguna información por teléfono. Inútil: nadie sabe una mierda
de nada.
Mariana se marchó. Nos citamos a las doce de la noche en su hotel
para cenar juntos y despedirnos. ¿Habrá restaurantes?
Paso veinte minutos bajo la ducha cálida: empiezo a vivir. Me atraviesa
una excitación muy fuerte cuando pienso en la mendocina y en el trabajo
que me espera si se confirma el entierro para mañana. Los diarios no
arriesgan opinión, la radio tampoco. El país parece detenido.
Dudo al vestirme. ¿La campera azul de nylon? ¿La verde impermeable?
¿El saco de cuero...? Llovizna. Me decido por la verde impermeable,
aunque no tengo pantalón verde ni marrón, que son los que combinan:
toda mi ropa quedó bloqueada el lunes por la tarde cuando los japoneses
adhirieron al duelo y trabaron la cortina metálica. Me calzo un pantalón
azul y el pullover azul que combina con él aunque no liguen bien con la
campera verde, que es la que hace juego con el clima.
Qué bueno que Mariana haya preparado tanto café. Llevo la cafetera al
living mientras termino de planificar la jornada. Primero: concluir los
llamados telefónicos. A Laura: obligado. A Fernando, a ver si pasó por el
estudio: no fue. Miguel Ángel me dice que quiere verme urgente. Nos
citamos para las ocho en el bar Ramos de Corrientes y Montevideo.
Quedan cuarenta minutos libres y aprovecho para pasar por el estudio.
Levantaré la cámara fotográfica y el flash. La oficina huele mal: allí han
quedado las colillas de la tarde del lunes y el trabajo inconcluso. El
personal se retiró cuando fue confirmada la noticia. Exploro el escritorio
de Julio, mi niño problema. Veo que sigue redactando su nota sobre “El
discurso de la guerra”, de Gluksman, y que insiste en el proyecto de dotar
a su minicalculadora de un programa aleatorio que le permita examinar
los exagramas del I Ching. De trabajo: nada. Veo textos de estrategia,
circuitos de transistores, libros de filosofía: todo por un sueldo de
ochocientos mil pesos en carácter de investigador de mercado. Diez
millones anuales, más las cargas y los impuestos, quince millones que
pagamos los dueños del estudio para que él juegue: una desgracia.
Reviso los flashes. Tomo uno con carga suficiente. Elijo un objetivo 1/50
y armo la Nikkon. Me alegra encontrar media docena de rollos Ilford de
800 ASA. Resuelvo tratarlas como 1600 y anoto en la agenda para alertar
al laboratorista y no arruinar mis tomas. Encuentro un carnet de periodista
acreditado con la Policía Federal comprado hace un año, que nunca usé:
ahora me servirá. En un cajón descubro un sobre con dos cuentaganados
que creía perdidos. Los recogí automáticamente, sin confiar demasiado en
la utilidad que me puedan brindar.
Mostrando el carnet me permiten llevar el auto a la zona vedada al
tránsito, pero a un par de cuadras más allá debo estacionar, pues por
Lavalle pasa la cola y han instalado un ómnibus que hace de cocina y
enfermería de campaña. Dos muchachos se acercan y piden que
estacione. Visten camperas de cuero y su aspecto me sugiere que han de
pertenecer al CDO. Me tratan cortésmente:
me asombro, pero, igual, me resigno a dejar el auto y avanzar a pie. Tres
cuadras me separan del lugar de mi cita con Miguel Ángel y tengo más de
diez minutos para recorrerlas. El centro de la ciudad está a oscuras, han
apagado las dos terceras partes del alumbrado público y los comerciantes
interrumpieron la iluminación de sus vidrieras y propagandas el mismo
lunes antes de cerrar.
Llovizna. Avanzo por la vereda y en los umbrales y en los huecos de
algunos comercios veo figuras humanas protegiéndose de la garúa que
por instantes recrudece. Al parecer, donde alguien se instala pronto se
forman focos de agrupamiento de sujetos -familias, barrios, tal vez
comitivas de compañeros de trabajo- que se guarecen juntos. Muy pocos
hablan y todos lucen un aspecto agobiado, que la pobre iluminación y la
llovizna amplifican. Un hombre comenta: “están desde la madrugada” y
señala a una pareja de ancianos con dos chicos sentados en el suelo. Los
chicos tienen entre seis y ocho años y el señor que me habla cree
descubrir en mí un semejante, por mi apariencia de bien dormido, o por el
status de periodista que me otorga la Nikkon y su batería.
“Pobre gente”, dice. Parece un empleado de escribanía: viste traje
oscuro, es miope, calvo y por sus anteojos, o su manera de mirar, me
recuerda a Sabato. Todo indica que se trata de alguien despreciable, en
verdad, pero también yo pensé con él “pobre gente” y por un instante,
parecimos de acuerdo. Me desentiendo de él y avanzo hacia la cola.
La cámara y la campera: su conjunción me protege. No caminaría con
la misma soltura vestido con un traje y con mi portafolio de cuero bajo el
brazo. Fue buena idea traer la cámara, nadie dudará de mi identidad. Algo
de mí transmite que no tengo nada que ver con esta gente, pero quien lo
advierta, lo imputará a mi status de periodista, y me permitirá seguir.
Imagino por un instante que alguien grita: “un gorila” y veo la multitud
lanzándose a vengar en mi cuerpo la pérdida del líder: muerte asquerosa.
Pero ahora estoy a salvo. Recuerdo hacia 1950, en Quilmes, cuando
evitábamos circular frente a las unidades Básicas Peronistas porque ahí
estaban los negros. Siempre había un grupo de ellos en la puerta,
haraganeando. Los “negros” eran textiles, cerveceros, sindicalistas o
suboficiales de policía que nos sorprendían fumando y rompían nuestros
cigarrillos. Si casualmente vestíamos el uniforme de la escuela privada
nos gritaban “contreras” y alguna vez nos obligaron a gritar con ellos
“Viva Perón”. Los chicos de los negros nos tiraban piedras y cuando los
enfrentamos acabamos escapando, golpeados y escupidos, porque ellos
siempre escupen en las peleas. A veces aparecían por nuestro barrio:
tocaban timbres, robaban flores, molestaban a las mujeres. Una vez, en el
Náutico, se infiltraron dos. No bien corrió la noticia de que había negros
colados en el vestuario y en la pileta de natación desde la rampa de los
botes se formaron grupos que salieron a darles caza. Yo estaba furioso,
invadido, pero no aceptaba pelear en situación tan despareja y me limité
a observar la escena: los negros eran dos, los nuestros veinte. Los
rodearon gritando: negros hijos de puta’, “roñosos”, “chorros”. Alguno se
animó a golpearlos. El mayor de los negros tendría catorce años y pelo
muy rubio, tal vez sería hijo de inmigrantes rusos o italianos del norte. El
otro era menor y bastante morocho, sin llegar ser un “cabecita . Era un
chico de probable ascendencia española o portuguesa y entre los que lo
golpearon había varios más morenos, pero no se dirimían cuestiones de
colores de piel, era otra cosa. Ahora recuerdo a quienes insistieron en
golpearlos y quienes tratamos de entregarlos a la prefectura sin mayor
violencia. Entre los primeros había algunos que son ahora peronistas:
abogados de sindicatos, médicos peronistas, montoneros, miembros del
CDO. ¿Recordarán aquella escena de 1953? Después de la revolución todo
cambió. Perdimos el miedo físico a los negros y parece que ahora ellos nos
temen a nosotros. Desde 1955 fui muchas veces a las villas, estuve en
actos y movilizaciones peronistas y conviví con peronistas cuando la toma
del frigorífico: mi estatura o cierta confianza que exhibo les provoca lo que
aquellos hombres de comité nos inspiraban a nosotros cuando teníamos
diez años. Los veo aquí en las proximidades de la cola agotados y tristes:
algunos lloran, otros, sentados en el suelo, ni siquiera se protegen de la
lluvia.
Si mis cálculos son correctos, la gente que hoy, miércoles, al comenzar
la noche está en la cola que no avanza jamás verá el cuerpo velado en el
Congreso. Anoche la cola se incrementaba a razón de doscientas personas
por minuto mientras en Congreso circulaba a menos de cincuenta
personas por minuto. Estimando que el flujo de público se interrumpe
cada media hora al llegar embajadores o figuras importantes, sólo la
tercera parte de la cola llegará a ver el féretro. Aunque extiendan el
velorio un par de días más, a riesgo de que se termine de pudrir el
cadáver, poco más de la quinta parte de la gente accederá al Congreso.
Ahora comprendo por qué asentí cuando el señor Sabato me dijo
“pobre gente”: no pueden calcular. ¿No pueden rebelarse contra el
absurdo de continuar en la cola y volver al calor de sus casas? Evoco una
familia que conocí cuando era practicante de medicina, era gente criolla,
muy pobre. Yo atendía a la madre, diabética, que andaba ya por los
setenta años. Vivían en una casa' de ladrillos sin revocar, construida hacia
1920. De los hijos que con ella compartían la casa, tres eran obreros -dos
metalúrgicos, uno textil- y el otro hombre, hijo o yerno tal vez, era chofer
de ómnibus. Con lo que ganaban entre los cuatro podrían haber
transformado esa casa en un sitio habitable, pero vivían así, en la misma
miseria que encontraron cuando su padre, muerto ya, la edificó pensando
en ellos. El viejo debió haber sido quintero o cartero, los hijos le salieron
radicales populistas, boinas blancas”, como él. Ni en las villas he tenido
esa imagen de pobreza, resignación y persistencia en lo imposible que
conocí en esa familia Acosta, y que ahora estoy viendo en la cola.
Tomo treinta y seis fotos de este sector del público. Cada toma me
alivia, me satisface. Cambio el rollo mientras avanzo por Montevideo hacia
Corrientes. Es hora de encontrar a Miguel, pero todos los bares están
cerrados. Desde la radio reclaman a obreros y empresarios gastronómicos
que abran sus puertas para abastecer las necesidades de la cola, pero los
patrones de los locales han preferido desestimar el pedido para evitarse
contratiempos.
Una mujer joven ofrece un vaso con café: “compañero, no tire el
vaso...”, reclama. Dentro de un ómnibus han improvisado una cocina
donde lavan los vasos en
grandes ollas de agua hirviente. Son universitarios. La que alcanza café es
una chica de dieciocho años, me gusta. Lleva puesto un anorak de
esquiadora y pantalones Wrangler importados. Trabaja activamente y se
dirige a todos con la expresión “compañero”. No teme el contacto con la
gente, que en este sector es de composición mayoritariamente masculina.
A menudo he visto estas muchachas ocupándose de servir a gentes de
otras clases: como antes los curas, ahora los psicoanalistas, según parece,
vienen estimulado esta especie de turismo social en las chiquilinas, en la
creencia de que mejora en algún sentido. Prendo mi primer cigarrillo del
día -un Jockey- y preferirá quedarme contemplando el desplazamiento de
la muchacha entre el público, pero será inútil intentar un contacto: sus
compañeros del ómnibus parece monopolizarla. Trato de memorizar su
rostro y gracias a una compañera que la ha llamado descubro su nombre:
Gabriela. Es hermosa.
Miguel me esperaba en la puerta del Ramos. Sabe tan poco como yo de
lo que ocurre en el país pero interpreta todo de manera diferente. Calcula
que el velatorio sera postergado, cree que está comenzando una lucha
por el poder e imagina cambios de gabinete para las próximas semanas.
Miguel fue de la Juventud Peronista hasta hace un par de meses, ha
cumplido diez años de militancia y conoció todas las sectas internas del
movimiento.
Me citó, explica, por un trabajo urgente: sus amigos de los noticieros, él
y unos compañeros de la Secretaria de Prensa disponen de varios miles de
metros de película tomadas en la cola y quieren montarlos con saldos de
noticieros viejos para vender sus copias como documental en los próximos
días. Han pensado en mí para redactar los guiones y dar una mano en la
comercialización. Me ofertan un tercio de las ganancias. Calculo: quince
mil dólares a ganar en tres días de trabajo, muy buen negocio.
Pienso en Mariana y en mi cita de esta noche mientras comienza a
rondar en mi cabeza el tema del guión; alcanzará para un film de cuarenta
minutos, venderlo será fácil, los servicios de prensa de las embajadas
podrían intermediar en la operación por un pequeño porcentaje. Miguel
me mira, esperando una respuesta.
Un automóvil del noticiero se ha acercado a nosotros: alguien llama a
Miguel por la Motorola. Lo veo acodarse en la ventanilla para dictar
instrucciones a su gente en el laboratorio. Recuerdo que entró al
peronismo en época de Cooke y que antes había integrado varios grupos
de izquierda. No comprendo cómo concilia aquello con los nuevos cargos
públicos que ahora acumula ni con su recién nacida vocación para trocar
en dinero la pequeña cuota de poder que le ha tocado en suerte. Entiendo
que ahora está usando los servicios del noticiero para armar su película y
le pregunto por qué no comparte esto con sus compañeros políticos en
lugar de asociarse a mí y a otros técnicos que no tienen nada en común
con él. Me responde que la cosa “pasa” ahora por no “inflar” a nadie
dentro del “movimiento”, que es preferible compartir el negocio con
“gente de afuera” porque así no se rompe cierto equilibrio de poder que
han logrado.
Pienso en Mariana mientras caminamos por Corrientes buscando el
punto de origen de la cola. Miguel come una de las empanadas que
compramos a un vendedor con canasta. Yo tomo fotos y lamento no haber
traído el teleobjetivo para captar alguna escena más espontánea. La luz
alcanza para descubrir rostros y expresiones excepcionales que me
disparan recuerdos y emociones distintas, como en Santiago, cuando el
acto de consagración del FRAP. Solo allí había visto escenas como ésta.
Miguel me habla y yo pienso en Mariana y en la posibilidad de llevarla
conmigo al laboratorio. Miguel jura que ha pensado en mí por la
posibilidad de armar el guión en tres idiomas, pero sé que es porque cree
que puedo garantizar la venta rápida del documental. Resuelvo no decidir
hasta tanto lleguemos al origen de la cola. ¿Dónde comenzará?
Interrogamos a varias personas pero sus versiones son contradictorias:
no saben dónde nace ni cuál es su curso, que yo vi serpentear por calles
vecinas al barrio de Once. Los optimistas se sitúan a quince cuadras de
Congreso, los pesimistas a cien pero el cálculo exacto no puede hacerse
porque la cola da vueltas sobre sí misma: se bifurca en Avenida de Mayo y
uno de sus desprendimientos vuelve converger sobre el tronco principal
en, la calle Cangallo. Mi cálculo es que desde aquí hasta el edificio del
Congreso ha de medir cuarenta cuadras, ciento cincuenta mil personas de
cola aproximadamente.
Miguel procura persuadirme de que el trabajo me conviene.
-¿Cuánto tardás en ganar diez mil dólares? -me pregunta.
-Tres meses sin parar haciendo estudios de marketing y redactando
films de publicidad... En épocas buenas... No sé ahora... -le digo.
-Lo ganás en tres días... -insiste. Pero yo me concentro en las fotos
sabiendo que Miguel cree que lo presiono para llevarlo a mejorar su
oferta, y que tal vez mi vacilación es deliberada, para ocultar el
entusiasmo.
Esoy pensando qué hacer con Mariana. Puedo postergarla. Puedo
rogarle que se quede en Buenos Aires o invitarla a viajar conmigo el mes
próximo. Hay soluciones. Miguel insiste:
-Sos un gorila irracional...
Prefiero que piense así, y empiezo a sentirme mal mientras prendo el
segundo cigarrillo del día, un Parisiennes que me convida él y de repente
pienso que no soy un gorila.
Hemos llegado a la calle Talcahuano sin perspectivas de encontrar el
punto de partida de la cola. Termino de gastar el tercer rollo de Ilford
distraídamente y conservo bastantes cargas de flash. Reservo las
próximas tomas para más avanzada la noche. Con un cuentaganados en
cada bolsillo de la campera voy tratando de calcular la composición de la
cola; por indicios externos llego a estimar para una muestra de doscientos
metros de cola siete mil personas. De ellas, un tercio son mujeres, de
probable extracción obrera, unas dos mil.
Esto me asombra: ¿estará vinculado a la zona de la cola, que a su vez
representa una determinada hora de acceso a la concentración...?
Interrogo a unos muchachos: se unieron a la cola desde ayer a las diez de
la noche, pero después se dispersaron por la lluvia para volver a
agruparse durante la mañana. Al parecer, la cola se recompuso tal como
estaba antes de la lluvia, con excepción de unos pocos intrusos que ya
fueron identificados y remitidos al comienzo.
Cerca de Tribunales, Miguel vuelve a argumentar sobre el negocio del
film. Lo escucho y calculo que quince mil dólares equivalen a una
mudanza a un nuevo departamento con cochera, más otro cambio de
auto, un mes de vacaciones y algún ahorro. Pienso en Mariana: hasta
podría llevarla conmigo a Europa. Resumo mis estadísticas mientras
recuerdo las notas que registré sobre la publicidad del día.
Encontramos unos conocidos del Ministerio de Economía. Están en la
cola desde ayer y se turnan: la mitad avanza con la cola, los otros
descansan en un departamento vecino que les han prestado. Son diez
personas jóvenes que representan a otras tantas. El amigo de Miguel es
un economista de apellido Appelbaum. He leído un artículo suyo sobre
comercio exterior, muy académico. Appelbaum era comunista y hace un
tiempo devino peronista, de un sector que siempre ha sido un enigma
para mí. En su grupo hay una rubia que creo reconocer. En efecto, es una
socióloga que estudiaba demografía en Chile, se llama Miriam y ella
también me reconoce. Tomo posición a su lado y trato de separarla del
grupo. Impracticable: su única meta es avanzar en la cola y acceder al
Congreso. Le explico el carácter quimérico de su intención y exhibo mis
estadísticas: se ofende. La invito a acompañarnos en nuestra búsqueda
del punto de origen de la cola y vacila, parece interesada pero ha
considerado de muy mal gusto mis estadísticas y trata de recuperar el
diálogo con sus compañeros: perdí. Miguel me mira, ha comprendido y me
invita a seguir adelante. Nos despedimos cortésmente del grupo.
Narré a Miguel la reunión de anoche. Me reprocha no haberlo invitado,
también influido por mi descripción, él se interesa por Mariana.
Comentamos con sorpresa que son las ocho y veinticinco y que nadie ha
pedido un minuto de silencio por Eva Perón. Hace rato venían llamado mi
atención algunas observaciones que ahora toman cuerpo: no he visto
gente rezando. Manos entrelazadas, sí, en algún caso, pero sólo como
manera de sobrellevar la inmovilidad, no como postura de oración.
También me asombra que la Iglesia no haya hecho ningún esfuerzo para
explotar la religiosidad de la gente, que en estos casos siempre suele
incrementarse disponiéndola a sumarse a cualquier manifestación de fe.
Trato de comparar esta cola con el vago recuerdo de la de Eva Perón.
Yo entonces tenía diez años y no estuve presente pero la vi filmada. En mi
memoria, los fotogramas de esos documentales se confunden con las
imágenes de un cuento que publicó David en tiempos de Aramburu. Lo
hablo con Miguel. Le digo: “este velorio, comparado con el de Evita, es un
fracaso total”. Miguel asiente y me aclara con su lógica tan judía: “es que
ya no tenemos a Perón y sin Perón todo fracasa”. Por un momento nos
sentimos de acuerdo, aunque por diferentes motivos. Vuelve a
convidarme con sus sabrosos cigarrillos negros y seguimos en procura del
origen de la cola. Nos aseguran que está a pocas cuadras de aquí, en
Cerrito y Sarmiento. Ya se verá. Miguel pregunta si pienso dormir esta
noche y respondo que no, que dormí durante todo el día pegado al cuerpo
de Mariana. Anuncia que me llamará, pero no creo que me encuentre en
casa ni que los teléfonos funcionen bien y resuelvo correrme hasta el
hotel de Mariana y convencerla para que comamos algo liviano y nos
vengamos a hacer la cola juntos. Mientras, conseguiré que alguien nos
cuide nuestro puesto.
Evita vive
Néstor Perlongher C^O>
Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía,
bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado
yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás,
hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja
hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé,
ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos.
Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo
apareció el patrón: “Tres días de suspensión, por bochinchera”. Qué me
importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella,
con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía
engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla
siquiera, pero el negro -dulcísimo- me dirigió una mirada toda sensual y
me dijo algo así como: “Venite que para vos también alcanza”. Bueno, en
realidad no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio,
pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le
dije: “Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?”. El negro se mordió un labio
porque vio que yo había entrado en la sofocación y a mí, en esa época,
cuando me venía una rabieta era terrible -ahora no tanto, estoy, no sé,
más armoniosa- Pero en ese tiempo era lo que podía decirse una marica
mala, de temer. Ella me contestó, mirándome a los ojos (hasta ese
momento tenía la cabeza metida entre las piernas del morocho y, claro,
estaba en la penumbra, muy bien no la había visto): “¿Cómo? ¿No me
conocés? Soy Evita”. “¿Evita?” -dije, yo no lo podía creer—. ¿Evita, vos?”
—y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella nomás, inconfundible, con
esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que -la
verdad- no le quedaban nada mal. Yo me quedé como muda, pero claro,
no era cosa de aparecer como una bruta que se desconcierta ante
cualquier visita inesperada. “Evita, querida” -ay, pensaba yo- “¿no querés
un poco de cointreau?” (porque yo sabía que a ella le encantaban las
bebidas finas). “No te molestes, querida, ahora tenemos otras cosas que
hacer, ¿no te parece?”. “Ay, pero esperá, le dije yo, “contante de dónde se
conocen por lo menos”. “De hace mucho, preciosa, de hace mucho, casi
como del África” (después Jimmy me contó que se habían conocido hacía
una hora, pero son matices que no hacen a la personalidad de ella. ¡Era
tan hermosa!). “¿Querés que te cuente cómo fue?” Yo ansiosa, total igual
tenía el encame asegurado: “Sí, sí, ay Evita, ¿no querés un cigarrillo?”,
pero me quedé con las ganas para siempre de enterarme de esa mentira
(o me habrá mentido el negro, nunca lo supe) porque Jimmy se pudrió de
tanta charla y dijo: “Bueno, basta”, le agarró la cabeza -ese rodete todo
deshecho que tenía- y se la puso entre las piernas. La verdad es que no sé
si me acuerdo más de ella o de él, bueno, no soy tan puta, pero de él no
voy a hablar hoy, lo único que el negro ese día estaba tan gozoso que me
hizo gritar como una puerca, me llenó de chupones, en fin. Después al
otro día ella se quedó a de- sayurnar y mientras Jimmy salió a comprar
facturas, ella me dijo que era muy feliz, y si no quería acompañarla al
Cielo, que estaba lleno de negros y rubios y muchachos así. Yo mucho no
se lo creí, porque si fuera cierto, para qué iba a venir a buscarlos nada
menos que a la calle Reconquista, no les parece... pero no le dije nada,
para qué; le dije que no, por el momento estaba bien, así, con Jimmy (hoy
hubiera dicho “agotar la experiencia”, pero en esa época no se usaba), y
que, cualquier cosa, me llamara por teléfono, porque con los marineros,
viste, nunca se sabe. Con los generales tampoco, me acuerdo que dijo
ella, y estaba un poco triste. Después tomamos la leche y se fue. De
recuerdo me dejó un pañuelito, que guardé algunos años: estaba bordado
en hilo de oro, pero después alguien, no supe nunca quién, se lo llevó
(han pasado tantos, tantos). El pañuelito decía Evita y tenía dibujado un
barco. ¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella tenía las uñas largas muy
pintadas de verde -que en ese tiempo era un color muy raro para uñas- y
se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el
marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas y
gozaba, así de esa manera era como más gozaba.
2.
Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo
que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años,
rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de maquillaje,
con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los otros también,
pero era un poco bobo, andaba con Jaime que se estaba picando con
Instilasa y yo le tenía la goma, se lo comenté en voz baja y él me dijo algo
así como: “córtala loco sabés que sí”. Con los ojos en blanco, parecía
hacerlo de modo impersonal. Nos sentamos todos en el piso y ella empezó
a sacar joints y joints, el flaco de la droga le metía la mano por las tetas y
ella se retorcía como una víbora. Después quiso que la picaran en el
cuello, los dos se revolcaban por el piso y los demás mirábamos. Jaime
apenas me daba un beso largo, muy suave, para eso sí que era genial,
porque dos pendejos repálidos se rayaron totalmente entre lo gay y la
vieja y se fueron. Pero estaban los blues en la puerta y a los cinco minutos
se aparecieron todos con el subcomisario inclusive, chau loco, acá
perdimos, menos mal que no había ningún menor porque Jaime había
cumplido los 18 la semana pasada, pero igual loco, le habíamos pedido el
rouge a Evita y estábamos casi todos pintados como puertas tipo Ali- ce
Cooper. Los azules entraron muy decididos, el comi adelante y los agentes
atrás, el flaco que andaba con un bolsón lleno de pot le dijo: “Un
momento, sargento”, pero el cana le dio un empujón brutal, entonces ella,
que era la única mujer, se acomodó el bretel de la solera y se alzó: Pero
pedazo de animal, ¿cómo vas a llevar presa a Evita?”. El ofiche pálido, los
dos agentes sacaron las pistolas, pero el comi les hizo un gesto que se
volvieran a la puerta y se quedaran en el molde. No, que oigan, que oigan
todos -dijo la yegua-, ahora me querés meter en cana cuando hace 22
años, sí, o 23, yo misma te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos
eras un pobre conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si
te querés hacer el que no te acordás , yo sé lo que son las pruebas.”
(Chau, fue un delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del
hombro y le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la
empezó a chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos
que estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero
después se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que
sí, que la mina era Evita.) Yo aproveché para chuparle la pija a Jaime
delante de los canas que no sabían qué hacer, ni dónde meterse: de
pronto el flaco del trafic entró en el circo y se puso a gritar: “Compañeros,
compañeros, quieren llevar presa a Evita” por el pasillo. La gente de las
otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió gritando:
“Evita, Evita vino desde el cielo”. La cosa es que los canas se las tomaron,
largaron a los dos pendejos que encima se hacían muy los chetos, y ella
se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a la gente que
estaba en el patio primero y después en la puerta: “Grasitas, grasitas
míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los
barrios para que no les hagan nada a sus descamisados”. Chau loco,
hasta los viejos lloraban, algunos se le querían acercar, pero ella les decía:
“Ahora debo irme, debo volver al cielo”, decía Evita.
Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos íbamos,
entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones para que Ies
contáramos -las mismas que hasta hacía una hora nos habían hecho una
guerra que no podía ser-, Jaime y yo les hicimos toda una historieta: ella
decía que había que drogarse porque se era muy infeliz, y chau, loco, si te
quedabas down era im- bancable. Claro, la gente no nos entendía, pero
como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo public re- lations
para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos importaba. Estábamos
relocos y las viejas dele coparse con el llanto, nosotros les pedimos que
ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total, Evita iba a volver: había ido a
hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a
cada pobre para que todos los humildes andaran superbién, y nadie se
comiera una pálida más, loco, ni un bife.
3.
Si te digo dónde la vi la primera vez, te mentiría. No me debe haber
causado ninguna impresión especial, la flaca era una flaca entre las tantas
que iban al depto de Viamonte, todas amigas de un marica joven que las
tema ahí, medio en bolas, para que a los guachos se nos parara pronto. La
cosa es que todos -y todas- sabían dónde podían encontrarnos, en el
snack de Independencia y Entre Ríos. Allí el putito Alex nos mandaba,
cada vez que podía, viejos y viejas, que nos adornaban con un par de
palos, así después a él le hacíamos gratis el favor y no le andábamos
afanando el grabador o las pilchas. De ésa me acuerdo por cómo se
acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio, que yo
ya me lo había garchado una vez en el Rosemane. Con las pibas
estábamos haciendo pinta junto al puesto de flores, así que me llamó
aparte y me dijo: “Tengo una mina para vos, está en el coche”. La cosa
era conmigo, nomás. Subí.
“Me llamo Evita, ¿y vos?” “Chiche”, le contesté. “Seguro que no sos un
travestí, preciosura. A ver, ¿Evita que?” “Eva Duarte”, me dijo “y por
favor, no seas insolente o te bajás”. “¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?”, le
susurre en la oreja mientras me acariciaba el bulto. “Dejame tocarte la
Conchita a ver si es cierto.” (Hubieras visto como se excitaba cuando le
metí el dedo bajo la trusa!
Así que fuimos al hotel de ella; el putito quiso ver mientras me
duchaba y ella se tiraba en la cama. También, con el pedazo que tengo,
hacen cola para mirarlo nomás. Ella era una puta ladina, la chupaba como
los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guarde el cuarto para el
marica, que la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer. Tenía
una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera, si
precisaba algo. Le contesté que no, gracias. En la pieza había como un
olor a muerta que no me gusto nada. Cuando se descuidó abrí un estuche
y le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no dijo
nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca chorreando
leche: “Todos los machos del país te envidiarían, chiquito; te acabás de
coger a Eva”. Ni dos días habían pasado cuando llego a casa y me
encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada
por dos canas de civil. “Desgraciado -me gritó-, ¿Cómo pudiste robar el
collar de Evita?”
La joya estaba sobre la mesa. No la había podido reducir porque, según
el Sosa, era demasiado valiosa para comprarla él y no me quería estafar.
Los de Coordina no me preguntaron nada: me dieron una paliza brutal y
me advirtieron que si contaba algo de lo del collar me reventaban. De esa
esquina y del depto de los trolos, los vagos nos borramos. Por eso los
nombres que doy acá son todos falsos.
Digamos boludeces
José Pablo Feinmann
Hace una semana me llamó Luisito Espinosa. Gran sorpresa. Qué hacés,
cómo te va, tanto tiempo. Sí, veintiséis años. Veinte años no es nada, pero
veintiséis son muchos. (Lo sé: es una frase trillada, pero me gusta.) Nos
dejamos de ver cuando terminamos la carrera. Sí, abogacía. Nos recibimos
en, a ver, claro: en 1970. ¿Por ahí empezó todo, no? El infinito despelote.
Le digo: “Luisito, ¿sos vos?”. Me dice que sí, que es él, ¿o acaso existe otro
Luisito Espinosa? “Creí que eras boleta”, le digo. Me dice: “Yo también
creía que vos eras boleta, pero te busqué en la guía y te encontré”.
“Boleta, las pelotas”, le digo. “Estoy vivo y me va fenómeno. ¿Para qué
llamas?” Me explica: una reunión de viejos compañeros de facultad. Pero
vos sos loco, le digo. Ese es el argumento de una telenovela y, encima,
mala: compañeros de facultad que se encuentran después de veintiséis
años. “Vos qué hiciste. Cómo te fue. ¿Te casaste? Estás más gordo. Más
pelado. ¿Se te para todavía?” No, le digo, no me jodas. Si querés nos
vemos vos y yo, nos tomamos un café y
Dos días despúes estoy entrando en una parrilla en San Telmo....
^ySgreaSl7eentrand0 “ ^ PardlIa en tranquila. Llego tarde. “^Sov cluca’P°ca gente,
“Falta Carlitos Badalucco” nae d' U p0'' ’ fresunto-
to. Insisto: íerollTo" ^ n
°”’ ** Luisi-
Badalucco estaba muv * ^ T °
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Luisito, «Debe estar llegando”’ Y bu ’ ’^
“¡Muchachos, qué alegría!” En el “°’“e,°r Para él
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“fAco„trama:i^2?^:;:m„ E, C , r “°’
n d S COn m

SKss?5as£?S» Traen vino, provoletas y ......


algunas achuras. El barrigón Gutiérrez se moría un chinchulín, se liquida
otro vaso de tinto, se pone de pie y atronadoramente exclama: “¡La puta
que vale la pena estar vivo!”. Parece que vio Caballos salvajes y le gustó.
Entonces llega Carlitos Badalucco. “Creí que eras boleta”, le digo. “De vos
sí, eh. De vos estaba seguro: boleta.” Carlitos no me contesta. Se sienta
en el único lugar que queda libre: la cabecera. Qué cosa, le quedó justo la
cabecera. No lo hicieron boleta y encima ahora está en la cabecera. El
barrigón Gutiérrez sigue comiendo. Carlitos Badalucco nos saluda con
algunos amables movimientos de cabeza. Y claro, le cuesta integrarse.
Nosotros, la verdad, ya estamos casi en pedo. Casi, eh. Porque el que es
inteligente, en pedo no se pone nunca. El barrigón Gutiérrez sigue
comiendo. Casi se liquida una provoleta de un tarascón. Ahora se para
sobre una silla. “¡Un brindis por Carlitos Badalucco!”, dice. “Porque todos
creíamos que era boleta y ¡boleta, las pelotas! Está con nosotros y es feliz
como nosotros.” Todos brindamos por Carlitos Badalucco. “¡Viva Carlitos
Badalucco que no es boleta, carajo!”, dice Luisito Espinosa. Y el ruso
Marquitos Goldstein agrega: “Y que nunca va a ser boleta. Porque el que
ya no fue boleta nunca va a ser boleta. Zafó, zafó y a otra cosa”. “¡A vivir
la vida, carajo!”, digo. Sí, yo. Yo digo eso. Y el barrigón Gutiérrez, todavía
desde arriba de la silla, vocifera: “¡La puta que vale la pena estar vivo!”.
Creo que Caballos salvajes, por lo menos, la vio dos veces. Y yo -cosas así
suelen pasarme- me pongo reflexivo. Con voz serena y grave digo:
“Nuestra generación exageró las cosas. No habíamos leído a Lipovetsky”.
“Sí, señor, claro”, dice Luisito
Espinosa. “Lipovetsky, vale oro el franchute ese.” Yo como si nada, sigo:
“Hay que tener imperativos livianos. Hay que vivir la era del posdeber. La
era del vacío. Revolución no, individualismo responsable sí. Sexo no
ternura”. Me exalto: “¡Puta madre, no haber leído a Lipovetsky en los
70!”.
Y entonces, ¿cómo decirlo?, sobreviene la calma. Garlitos Badalucco, ni
una palabra. Siempre ahí, en la cabecera de la mesa, serio. Se sirvió un
vaso de tinto y na a mas. Sigue silencioso. Y nosotros también. El barrigón
Gutiérrez, el colorado Castro, el ruso Goldstein Luisito Espinosa y yo, en
silencio. ¿Se pudrió todo? ’ e pronto, Luisito Espinosa enciende un
cigarrillo y dice... Dice la frase fundamental de la noche. La larga asi
nomas, casi como si no se diera cuenta de su impor- tancia. Dme, Luisito
Espinosa dice: “Digamos bolude- ces . El colorado Castro lo mira: “¿Te
parece que dijimos pocas boludeces?”. LuisitoEspinosa insiste: “Cuando
digo boludeces digo boludeces. Boludeces en serio, randes, inmensas,
desmesuradas boludeces. ¿Está cla-
,r°, • C?n^0nda COnvicaón, repite: “Desmesuradas boludeces . Un silencio. Otro
silencio. Otro silencio más.
entonces yo digo: “Hay que nacionalizar la banca” ¡Y nos cagamos de
risa! ¡Nos meamos y nos cagamos de risa, si señor! ¡Qué boludez! Pero,
¡qué boludez! ¿Alguno tiene una mejor? “Yo”, dice Luisito Espinosa. “Yo
ten- g° una boludez maravillosa. Escuchen: ‘Patria sí, colonia
h° ; T°reS’ esa sí <3ue es una boludez. ¡Mozo, una otella de champan para

festejar esa boludez! A ver a ver se escuchan bokdeces. “Yo, yo”, dice el
ruso Goldstein.’ dice: Reforma agraria, ya”. Bueno, qué puedo decir
las palabras no alcanzan. Nos ahogamos de la risa. ¡Más! ¡Más! ¡Más
boludeces! El barrigón Gutiérrez dice: “Liberación o Dependencia”. Luisito
Espinosa dice: Con la democracia se cura, se come, se educa”. Pero, ¡que
buena boludez! ¡Una boludez radical! ¡Vamos, se reciben boludeces
radicales! El colorado Castro dice: Franja
Morada, la Patria Liberada”. Bueno, en seno, no hay palabras. Con ésta
casi vomitamos de las carcajadas. •Más, más boludeces! ¡Digan
boludeces! Y entonces yo digo: “Señores, la suprema, la suprema
boludez: cm- co por uno no va a quedar ninguno . .Si. ,Si. ,M. -.Grandiosa
boludez! ¡Otra, por favor, otra! Escuchen ésta”, dice el barrigón Gutiérrez,
“ésta es genial, una boludez genial: ‘La patria dejará de ser colonia o la
bandera flameará sobre sus ruinas’”.
Y seguimos, seguimos, seguimos. Luisito Espinosa, el barrigón
Gutiérrez, el ruso Goldstein, el colora o Castro y yo seguimos. Una boludez
tras otra. Mil boludeces. Y, de pronto, yo digo: “¡Escuchen! ¡Escuchen
esta. .
Y todos me escuchan. Y yo digo una gran boludez. Digo: “El peronismo es
el hecho maldito del país burgués . Y seguimos cagándonos de risa. Y =1
colorado Castro le da una niña al ruso Goldstein. Derecho vie¡o, sin decir
agua va. Una pina en un hombro. Flor de pina, cara>o
Y el ruso Goldstein le dice: “¡Que haces, bolu o. ' aué me pegás?”.
“¡Porque sos judío!”, chilla el Colora o.
Y le sirve vino al ruso Goldstein. Y le dice: “Tomate un vino, flaco.
Y no te enculés”. Y el barrigón Gutiérrez dice algo espectacular.
Impresionante. Dice: “No 1<: de:i vi alSiud(oP que se deprime y
empieza a Hablar e Hoto-, causto”. Y entonces alguien -con voz
muy potente, con poderosa indignación- dice: “¡Basta! ¡Hay cosas con
las que no se jode!”. Y todos nos quedamos en silencio. ¿Quién dijo eso?
¿Quién dijo “Basta”? ¿Quién dijo “Hay cosas con las que no se jode”? Y
allí, en la cabecera de la mesa, de pie, erguido, rojo de ira, imponente...
está Carlitos Badalucco. Él dijo “Basta”. Él dijo “Hay cosas con las que no
se jode”. Y entonces nos mira a todos, uno a uno, mira a Luisito Espinosa,
al barrigón Gutiérrez, al colorado Castro, al ruso Goldstein y a mí. A todos.
Nos clava los ojos y después, con desdén, con furia, con asco, dice:
“Miserables”.
Y ahí, claro, ahí se acabó todo, ¿no? ¿Qué íbamos a hacer? ¿Ponernos a
discutir con ese obstinado? ¿Quién puede discutir con un fanático? Y yo
siempre lo supe, eh: Carlitos Badalucco estaba muy metido. La verdad, no
sé cómo no lo hicieron boleta. Porque él... él sí que iba a contramano de la
Historia. Y todavía sigue yendo. Ni por joda debe haber leído a Lipovetsky.
Así que agarramos nuestras cosas y nos fuimos. En silencio. Sin
contestarle. Nos fuimos y chau. ¿Para qué seguir al lado de un fanático
que no había sido capaz de decir una boludez en toda la noche? Nos
fuimos y... a otra cosa. Y Carlitos Badalucco se quedo allí: en la cabecera
de la mesa, erguido, puro, ético, sintiendo que tenía todo el derecho del
mundo a despreciarnos, a decirnos “miserables”. Pero, ¿la verdad? Es un
boludo. Sí, tal cual. Carlitos Badalucco es un boludo. ¿Por qué? Porque se
mandó la gran boludez de la noche, la más enorme boludez de esa noche
de boludeces. Tuvo que pagar la cuenta.
SOBRE LOS AUTORES
Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999.) Supo combinar el origen patricio, la alta
erudición y la búsqueda obstinada en la perfección de la forma. Hijo de
estanciero, y escritor, se crió entre el campo y la ciudad. La literatura lo
salvó de convertirse en uno de esos argentinos despreocupados de las
primeras décadas del siglo que conquistaban los cabarets de París. Su
acercamiento al mundo de la literatura fue de la mano de las hermanas
Ocampo. Con Silvina se casó y con Victoria mantuvo una cordial relación
intelectual que se extendía a los demás integrantes de la revista Sur. Allí
conoció a Jorge Luis Borges. Juntos formarían la amistad más rica de las
letras argentinas: escribieron los cuentos policiales paródicos firmados
como H. Bustos Domecq y dirigieron la colección Séptimo Círculo, que
introdujo a lo mejor de la novela policial anglosajona en la lengua
española. Manejó con maestría tanto el cuento (La trama celeste -1948-,
El lado de la sombra -1962- e Historias desaforadas -1986-, entre otros
once volúmenes) como la novela, algunas de ellas ya convertidas en
clásicos: La invención de Motel (1940), Plan de Evasión (1945), Diario de a
guerra del cerdo (1969), Dormir al sol (1973) Nadie como Bioy ha sabido
retratar cierto des del argentino sutdT 1990 ^ Un !e"SUa'e trabaÍad° y de humor sutil.
En 1990 gano el Premio Cervantes, el más importante en lengua española.

Jorge Luis Borges


(Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986.) El más universal los escritores
argentinos. Su reconocimiento internacional lo coloca entre los creadores
más influyentes del siglo. Practicó de manera insuperable el cuento, la
poesía y el ensayo. Viajó por el mundo, fue profesor universitario (a pesar
de haber estudiado sólo hasta el colegio secundario), director de la
Biblioteca Nacional y SU figura de anciano ciego es un icono reconocido
hasta por el público no lector. Comenzó a Publicar muy joven.
Aun no tema treinta años cuando ya había dado a conocer algunas obras
brillantes: sus libros de poesía Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de
enfrente (1925) Cuaderno San Martín (1929) y sus ensayos inquisiciones
(1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos
(1928). De su obra de madurez se destacan los libros de cuentos ficciones
(1944), El Aleph (1949) y El informe de Brodie (1970), los poemas de El
otro, el mismo (1964),elogio de la sobra (1969), el oro de los tigres
(1972)) y La cifra (1981), y los ensayos de Otras inquisiciones (1952).
Escribió diversas obras en colaboración. Además de los realizados con
Bioy Casares, se destacan sus trabajos junto a Silvina Ocampo María
Esther Vázquez y Silvina Bullrich. En su juventud trabajó en diversos
diarios y revistas; sufrió, en los años´ 50 la persecución del gobierno
peronista, se le negó por razones extraliterarias el más que merecido
Premio Nobel y cosechó en vida la admiración demostrada desde todos los
rincones del planeta.
El cuento “La fiesta del Monstruo” fue tomado de Nuevos cuentos de
Bustos Domecq en Obras completas en colaboración, de Jorge Luis Borges
©Emecé Editores S. A., 1979, 1991 y ©María Kodama, 1995.
Abelardo Castillo
(San Pedro, 1935.) Es el más destacado cuentista de los escritores
surgidos en los '60 que renovaron el género. En 1959 obtuvo el Primer
Premio del Concurso de Teatro organizado por la Gaceta Literana con El
otro judas. Sus cuentos fueron reunidos endistintos| volúmenes entre los
que se destacan notablemente Las otras puertas (1961) y Cuentos crueles
(1966). En reiteradas ocasiones ha insistido en que toda su obra
cuentística forma parte de un solo y siempre inconcluso libro llamado Los
mundos reales. En 1997 aparecieron sus Cuentos completos, que
incorporan algunos no reunidos entonces en libros. Fundó tres revistas
literarias, publico tres novelas, diversas obras teatrales y no ha evitado la
polémica Iterarla o política. Su último libro es la novela ti evangelio según
Van Hutten (1999).
do dH rent° L°S rWOS de Piedra Negra" fue 'ornado de Cuentos crueles, Buenos Aires,
Seix Barra!, 2000.

Julio Cortázar
(Bruselas, 1914-París, 1984.) A pesar de que nació y murió en el
extranjero, Cortázar trabajó notablemente el lenguaje argentino en sus
cuentos, ensayos y novelas Novelista renovador, su obra Rayuela (1963)
marca un antes y un después en el sistema literario local. Sus cuentos
incursionan en distintos registros y géneros pero con n especial énfasis en
la literatura fantástica. En 1951 apareció Bestiario, su primer libro de
relatos. Otros libros fundamentales de su cuentística son final del juego
(1956), Las armas secretas (1959) y Todos los fuegos, el fuego (1966) . Sus cuentos completos (1994)
permiten observar el conjunto de su obra como una de las más portantes
de este siglo. Además de novelas experimentales como 62/modelo para
armar (1968) y Libro de Manuel (1973) ha escrito libros tan inclasificables como
encantadores: historia de cronopios y famas (1962) y La vuelta al día en
ochenta mundos (1969). Adhirió a la Revolución CUbana y a las causas de
la liberación de america latina. Asumió la ciudadanía francesa en sus
últimos años.
El cuento “Casa tomada” se encuentra en Bestiario, Buenos Aires,
Sudamericana, 1969.

José Pablo Feinmann


(Buenos Aires, 1943.) Narrador, ensayista guionista y profesor de
filosofía a comienzos de la década del ■ Su primer libro fue El peronismo
y la primacía de política (1974) donde ya muestra su preocupado» por las
relaciones existentes entre la ,deobg.ai peroms a realidad argentina y el
pensamiento ftlosoftco. Sus bajos de no ficción pasaron de un corte mas
académico (filosofía y Nación, 1982) a la aplicactón de conceptos
lulsóficos y políticos en arríenlos de interes masivo: El mito del eterno
fracaso (1985), ha creación de ¡o posible (1986) e Ignotos y famosos
(1994). Como no vetea utilizó los elementos del género po .cal sm ab
donar su interés por la filosofía y la po nica: Ultnn días de la victima
(1979), Ni e tiro del El ejército de ceniza (1986), La astucia dé la razón
(1990) El cadáver imposible (1992), Los crímenes de Van Gogb (1994) y El
mandato (2000). Entre sus guiones cinematográficos se encuentran En
retirada y Cuerpos perdidos.
El cuento “Digamos boludeces” es medito.

Fogwill
(Buenos A,res, 1941.) Narrador, poeta, soeiólogo. Su obra narrama ha
stdo fundamental en la literatura de os 80 y los >90. Continuador de la
tradición realista, supo también experimentar con las formas en relatos
como Japones o “Música”. Publicó los libros de cuentos M,s muertos pu„k
(1979), Música japonesa (1982) Eiér Mos imaginarios (1983), Pájaros de la
cabeza (1985) Muchacha pu„k (1992) y Restos diurnos (1993). Su J' mera
novela, Los picbiciegos (1983), fue el primer tex- o importante (y uno de
ios pocos, hasta el momento) obre la guerra de Malvinas. Fue editor de
poesía y sus so r°á en este genero> a posar de ser menos difundidos,
/ ” rTj ,Ca ldad admirable, especialmente El efecto de la real,dad (1978) y
Panes de, todo (1990). Sus cuentos mcursionan en temáticas conflictivas
(el sexo, la políti- ca;. bu ultima novela es Vivir afuera (1999).
El cuento “La cola” se encuentra en Música japonesa Buenos Aires,
Editorial de Belgrano, 1982.

Jorge Lafforgue
(Esquel, provincia de Chubut, 1935.) Es profesor de filosofía por la
Universidad de Buenos Aires, de la cual fue secretario de prensa en los
años 60. Se ha dedicado enseñanza de la literatura latinoamericana en
diversas universidades y ha trabajado como periodista cultural, pero su
principal actividad se ha desarrollado en el
ámbito editorial, donde ha sido director de colecciones, asesor literario y
jefe de producción en vanas empresas nacionales (desde 1993 se
desempeña al frente de la sucursal argentina de Alianza Editorial). Estas
actividades han estado estrechamente ligadas a su labor critica: publicado
dos volúmenes sobre la Nueva novela latinoamericana, ensayos sobre el
género policial en colaboración con Jorge B. Rivera bajo el título Asesinos
de pápel e innumerables trabajos acerca de Horacio Quiroga Rodolfo
Walsh, Florencio Sánchez, José Mana rgue as, Neruda, Augusto
Monterroso, Leopoldo Marechal, vio E. Gandolfo, Antonio Skármeta, entre
otros escritores Editó las antologías Cuentos policiales argentinos,
Historias de caudillos argentinos y Textos de y sobre Rodolfo Walsh.

Félix Luna
(Buenos Aires, 1925.) Historiador, periodista, narrador, poeta Su
profusa obra en el campo historiografía) lo -onvirtió en el estudioso de la
historia argentina mas reincido popularmente. Sus múltiples actividades lo
han llevado a fundar una revista (Todo es Hrstona) y a colaborar con el
músico Ariel Ramírez en la composición de canciones como “Alfonsina y e1
mal■ . Entre S“ '¡TDiá_ libros se destacan Yrigoyen (1954), Alveo, ( 5
*>’
°
logos con Prondizi (1962), Los cundifío (1966) Eí (1969) La argentina ie
Perón a Unusse (1973), Conver ^cjosé Luis Romero (1977), Ortiz (1978),
Con-
StovdMwí 7 k h7,oria aTn,im (1982)’ s°y R°■
’ reVe botona de los argentinos (1993).
de /f Tm° SÍn S°tana” fue tomado de La noche allanza, Buenos Aíres, Ziur, 1997.

Nestor Perlongher
H>9f>pÍT‘Ia’ BT°S A,KS’ mS-Sm Fabl°’ B«sil sifDesde T y Pr°feSOr uniWKÍ«™ en Bra-
(1980) II SUJ'"m'jr llbm d'-' ("ternas, Austria-Hungria ( 980), llamo la atención de
los críticos por la comb.C
“ñT “ ^ P-'-Xoto”!
la defi ’ - 'e0m° S°bre k escuela Mobarroca v
la defimocomo «neobarrosa^orla influenda de“ba
P atense en la escuela que destacó al cubano I0- por
B«m“B ”vS ^ 'Íbr0S dC P°'Sk »
Premio Bons Vían), (1989), ftmp* Lezumu (1990)
aéreas (1990) v F/ ,u ,,
(1992). Sus Pn^iao y
^ ^as iluminaciones
■' as com
pletos aparecieron en 1997. “Evi-
xve en cada hotel organizado” fni=,, LJ- .
ra vez en inglés en 1981 T „ P P
” Prin*-
la revista El Porteño. ' " casKlIa"° apareció en 1987en
El cuento “Evita vive” fue tomado de Prosas profetas, Buenos Aires,
Colihue, 1997.

Ricardo Piglia
m nn„ A;res 1940.) Narrador, guionista y profeso •' mt o “u novela Respadón
artificial (1980) es
"uTdamental pata comptendet la —% las últimas décadas. Como cuentista
publico (1967) Hombre falso (1975), Prisión perpetua (198 )y ’ ; /i Q98i
También publicó los ensayos
Cuentos morales ( h &
de Crítica y ficción (1986) y la nove l997
lató el Ptem o Planeta de novela con Plata «uemaia. r ' ,! Sene Negra, que
divulgó lo me¡or de la noventa norteamericana, escribió importantes
guiones cinematográficos e impartió clases en las umvers.dades de
Princeton y Harvard.
E, cuento “Mata Hari 55” se encuentra en La inva- sión, Buenos Aires,
Jorge Alvares, 1967.
©Ricardo Pigüa

Germán Rozenmacher
causa de emanaciones de gas en u P
vacaciones. Deiah* ^
obras teatrales,, dos ^rencia literaria un par de
K
"° dc “<M familia judíale cf”05' HaMa Mcido “ "O 1Pero„isn,0j prositó di*8' ba,a.
Adhi- rolucónLibertadora.En 19a r 7 ““E05 de ,a Re-
“ Una edtó» de autor. Esc ”<*w aPa«ció
concurso de cuentos de £/ ¿27 “° ^ ga"ado el
7° mduid° en el libro, -Los ™ ’° f °TO ™” *-
fne puesta en escena su primerf^T 1964
Para un „Kr„es „ la obra
* teatro, Réqwem
telera. Su otra obra teatral ÉL ' ° ° StUV d S años
™ car-
¿T a otros tres autores’ (¿TsT^?970’’^«■*» Taíesnií; y Roberto
Cossa) L «Hana, Ricardo ¿ Peronismo. En 19S8 ^¿77 “““ u"a ver
Som

tna's Los
o,os del tigre A .. otro bbro de cuentos
,Ur
«° P "ddante baV:ea~S * “«Ista, ££
1“e e,erció por mis de un/d¿¿a de Periodista, oficio
El cuento “Cabecita neara” f,
^ Enenos Aires, ©l9978"y p7,'®aíd° de Cabecita
’ yEdjcl°nesdeJa F|orSK L

Osvaldo Soriano
(Mar del Plata 1943 R
v periodista. Su popularidad"05 ^ ^ Narrad°r -denlos periodísticos no tuv„ ° **“
P aator de 27 D“de su primer-0bbro 77“ ? fos afl» '«O
revista mensual Sin Censura. Durante esos años elaboró novelas que
reflexionaban sobre el peronismo y la violencia en la Argentina: No habrá
más penas ni olvido (1978) y Cuarteles de invierno (1980). De regreso al
país publicó las novelas A sus plantas rendido un león (1986), Una sombra
ya pronto serás (1990), El ojo de la patria (1992) y La hora sin sombra
(1995). Sus trabajos periodísticos aparecieron en La Opinión y Página/12,
entre otros medios. Publicó cuatro recopilaciones de sus artículos donde la
crónica periodística deja paso a la ficción. El último de esos libros,
Memorias del Mister Peregrino Fernández, apareció postumamente en
1998.
El cuento “Gorilas” se encuentra en Cuentos de los años felices,
Buenos Aires, Norma, 1999.

David Viñas
(Buenos Aires, 1929.) Formó parte de la primera generación (y hasta
ahora, única) de parricidas que, en un movimiento digno de una maniobra
militar, intentó acabar con sus escritores mayores y le arrebató la crítica
literaria (“el poder” de la crítica literaria) a la derecha cultural en la
Argentina. Desde su primera novela publicada, Cayó sobre su rostro
(1955), al reciente libro de artículos Menemato y otros suburbios (2000),
Viñas ha mantenido una asombrosa y poco común coherencia ideológica y
estética. Un especial interés por los momentos conflictivos de la historia
argentina, postulados polémicos, un denso trabajo con el lenguaje, una
ironía feroz y una
so„Z ,emPrcúealiSta (“balzadaM” Podría decirse)
«tiva rC,PZ f ST ,UC ha" marad° »da « na U“° , ndadOKS dC 'a ttVÍSta C°n>or-
«o 1953), que lmclo h nueva crítica 1¡teraria ^ ^
gentina. Entre sus novelas se destacan Cuyo sobre su
"(1962) P55)’ L°S ^ lá tiena (1958)> Oar /u cura
(1^62) Prontuario (1993) y CWtó «umersu (1995) £n tre sus libros de ensayos
cabe nombrar UteraL
7mZttUt'ca (1964)’ eiérci,
°y
S4) y De Sarmiento a Dios (1998). Tanto en sus novelas como en sus
ensayos (y también en sus clases de
gumelridr8entintPr°dllCe ' “Par“ "» lengua,e florido sin ser barroco, irónico sin
llegar al cinismo.
El cuento “La Señora muerta” fue tomado de Las malas costumbres,
Buenos Aires, Jamcana, 1963.

Rodolfo Walsh
(Río Negro, 1927-Buenos Aires, 1977.) Narrador periodista, traductor.
Su valiente obra periodística es-
’50 y 70d fraS°r ^ ^ denUnda P°lítica los años
ra A los ir”3”"6 ““ ** ^ de ,a buena Kteratu- , °S ^ 3nOS Comenzó a trabajar como
corrector de
am¿iosev ' : ’°
e Ei 13 déCada dd 5 pubJicó
bersos
Veri T í
7 UentOS pollcia,es
en las revistas Leoplán y y ea. n 1953 publicó su primer
libro de relatos
PobcZ°neS ^ ra/°’ 7 CdÍtÓ k ant°,0gía Diez cuent°s policiales argentinos. A fines de
1956 comenzó una investigación periodística sobre los fusilamientos a
militantes
189

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