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SELECCIÓN DE POEMAS DE CHARLES BAUDELAIRE

Correspondencias
La Naturaleza es un templo donde vividos pilares
Dejan, a veces, brotar confusas palabras;
El hombre pasa a través de bosques de símbolos
que lo observan con miradas familiares.

Como prolongados ecos que de lejos se confunden


En una tenebrosa y profunda unidad,
Vasta como la noche y como la claridad,
Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.

Hay perfumes frescos como carnes de niños,


Suaves cual los oboes, verdes como las praderas,
Y otros, corrompidos, ricos y triunfantes,

Que tienen la expansión de cosas infinitas,


Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso,
Que cantan los transportes del espíritu y de los sentidos.

A una que pasa


La calle atronadora aullaba en torno mío.
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
Una dama pasó, que con gesto fastuoso
Recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos,

Agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.


De súbito bebí, con crispación de loco.
Y en su mirada lívida, centro de mil tomados,
El placer que aniquila, la miel paralizante.

Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza


Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?

¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!


Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quien hubiese amado. Oh tú, que lo supiste!

Spleen
Cuando el cielo bajo y grávido pesa como una losa
sobre el espíritu gimiente víctima de largos enojos,
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y que del horizonte abrazando todo el círculo


nos depara un día negro más triste que las noches;

cuando la tierra está cambiada en un calabozo húmedo,


donde la esperanza, como un murciélago,
se va batiendo los muros de su ala tímida
y golpeándose la cabeza contra los techos podridos;

cuando la lluvia extendiendo sus inmensos regueros


de una vasta prisión imita los barrotes,
y que un pueblo mudo de infames arañas
viene a tender sus hilos en el fondo de nuestros cerebros,

las campanas de súbito saltan con furia


y lanzan hacia el cielo un horrísono aullido
como los espíritus errantes y sin patria
que se ponen a gemir obstinadamente.

Largos coches fúnebres, sin tambores ni música,


desfilan lentamente en mi alma; la esperanza,
vencida, llora, y la angustia atroz, despótica,
en mi craneo abatido planta su bandera negra.

El viaje
VIII

¡Oh, Muerte, venerable capitana, ya es tiempo! ¡Levemos el ancla!


Esta tierra nos hastía, ¡oh, Muerte! ¡Aparejemos!
¡Si el cielo y la mar están negros como la tinta,
Nuestros corazones, a los que tú conoces, están radiantes!

¡Viértenos tu veneno para que nos reconforte!


Este fuego tanto nos abraza el cerebro, que queremos
Sumergirnos en el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa?
¡Hasta el fondo de lo Desconocido, para encontrar lo nuevo!

Sueño Parisiense
a Constantin Guys

I
De aquel terrible paisaje
Como nunca vio mortal,
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Esta mañana, aún la imagen


Vaga y lejana perdura.

¡Lleno está el sueño de magia!


Por un singular capricho
Desterré de ese espectáculo
Al barroco vegetal,

Y, pintor fiel de mi sueño,


En el cuadro saboreé
La monotonía embriagante
De agua, mármol y metal.

Babel de arcos y escaleras,


Era un palacio infinito
lleno de fuentes y aljibes
En oro bruñido o mate;

Y rumorosas cascadas,
Como cortinas de vidrio,
Se suspendían destellantes
Sobre murallas metálicas.

No árboles, sino columnas,


Ceñían estanques dormidos,
Donde gigantescas náyades
Como damas se miraban.

Capas de agua se extendían,


Por muelles rosas y verdes,
Durante miles de leguas,
Hacia el fin del universo;

Había piedras inauditas


Y olas mágicas; había
Inmensos hielos absortos
Por lo que ellos reflejaban.

Taciturnos y distantes,
Ganges en el firmamento,
Arrojaban sus tesoros
En diamantinos abismos.

Arquitecto de mis magias


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Hacía, a mi voluntad,
Bajo un enjoyado túnel
Pasar un manso océano;

Y hasta los negros colores


Parecían claros y limpios;
Fundía su gloria el líquido
En el rayo cristalino.

No había vestigio de astros,


¡Ni siquiera el sol poniente,
Para alumbrar los prodigios
Que con su fuego brillaban!

Y sobre esas maravillas


Planeaba (¡atroz novedad!
Presente el ojo, no el oído)
Un infinito silencio.

II
Al abrir mis ardientes ojos,
Miré el horror de mi cuarto
Y sentí, de nuevo en mi alma,
De la inquietud el aguijón;

El fúnebre son del péndulo,


Me recordó el mediodía;
Caía la oscuridad
Sobre el embotado mundo.

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