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Cuentos para
niños.
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IN- DICE
°°° Caperucita Roja
°°° El tejido de la araña josefina
°°° El gato ladronzuelo
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U
na niña pequeña llama- da Caperucita con un pañuelo rojo
amarrado a su cabecita, fue al bosque con una cesta de alimentos
a visitar a su abuela sin contratiempos.

Por el camino encontró unas lindas flores y en el cielo vio unos cuantos arreboles.

Caperucita Roja. Un lobo disfrazado de tímida oveja se cubría con esmero una gran oreja.

¿Caperucita Roja a dónde vas deprisa?, preguntó el lobo con maliciosa risa.
A ver a mi abuelita que ha estado enferma con una ciática dolorosa en una pierna.
Por Marianela Puebla
Te propongo que te vayas por ese camino, dijo el lobo astuto planeando su destino.
Yo me iré por este otro largo sendero a ver quién de los dos llega allá pri-
mero.

¿Irás a visitar también a mi abuelita? preguntó la niña con voz


suavecita.
Claro que iré, yo soy su mejor amigo, siempre merodeo alrededor
de su abrigo.
Entonces Caperucita se fue cantando por el largo camino lentamen-
te caminando, mientras
el lobo con la rapidez de un leopardo se fue por el ata- jo
tronando como petardo.

El lobo al llegar golpeó fuerte la puerta y comprobó que la perilla


estaba bien suelta, entró sigiloso y atacó a la abuela que también
se quejaba de dolor de muela, la escondió con apuro dentro de un
armario y se puso su gorrita y su escapulario.

Luego se acostó a esperar a Caperucita que venía del bosque con un ramo de
florcitas.
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¡Abuelita! ¡Mira lo que te mandó mamá! Déjalo en la mesa y vente para
acá, siéntate a mi lado para verte mejor que sin los lentes me está cegando el sol.

¡Ay, abuelita! ¡Qué grandes orejas tienes y tanto pelo negro crecido hasta tus sienes!
No te preocupes hija que casi no te escucho no hay buena acústica en este cuartucho.
¡Ay, abuelita! ¡Qué grandes y feos ojos veo! Verte mejor hijita, es lo único que deseo, no
te pongas así, que tengo un gran resfrío, y de no verte, linda, tengo en los ojos un río.
¡Ay, abuelita! ¡Qué enormes brazos tienes! Para abrazarte toda, mi corazón ahora quie-
re, acuéstate un poquito en
El tejido de Doña
esta misma cama, y te arropas mejor con el chal de lana.

¡Ay, abuelita! ¡Qué dientes tan enormes!


¡Ajá! ¡Mira los tuyos, están todos deformes!
Josefina.
Mis dientes querida niña no han comido nada, y ahora tú serás grrrr... Por Marianela Puebla
Mi cena de empanada.

Los pájaros volaron a llamar a los leñadores, y estos llegaron con sus
gruesos suspensores,
le dieron al lobo tan magnífica paliza que le rompieron los dientes y
su blanca camisa.

Caperucita a salvo junto a su abuelita escaparon de ser del lobo su


cenita.

Dicen que el lobo se fue a otra parte, es vegetariano y hoy se dedi-


ca al arte.
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J
Doña Josefina alarmada tejía sin terminar esperando le avisarán que ya podía desayunar.
osefina, la araña de la esquina tejía con esmero las calcetas para su prima.
Su prima llegó corriendo con la noticia esperada los bichos y sus maletas salieron de sus mo-
Tejía dos puntos y los destejía pues le gustaba la perfección que lucirían en las del-
radas dejando un alboroto por donde ellos pasaban, mientras todo el pueblo de verlos tiritaba.
gadas patitas de la negra Romana, una simpática araña, hija de su tía hermana, doña
Venturosa, la que vivía en una antigua caja la cual había servido para guardar alhajas.
Por fin volvió la paz a reinar por ese día, los bomberos y los otros alegres se despedían y doña
Josefina descubrió que esa mañana en vez de las calcetas para su prima hermana, había te-
Se levantó temprano a comprar la parafina y prepararse un apeti-
jido una enorme y fea calceta morada que la deshizo molesta muy, pero muy enojada y pen-
toso desayuno, pero, ese día como acostumbraba doña Jo-
só que no era su modo, tejer de esa manera que por todo el trastorno se le mezcló la sesera.
sefina, se encontró con el gordo de don Bruno, quien
le contó de unos malvados bicharracos venidos
Ahora teje que teje sin miramientos ya
de muy lejos en unos apolillados sacos.
tiene más claros sus pensamientos.
La negra Romana luce alegre en su cocina
Don Bruno muy, pero muy asustado
unas hermosas calcetas de su tía Josefina.
corría por el barrio con ojos desorbita-
dos, prohibiéndoles a los niños pasar
por aquella esquina, pues esos mal-
vados los cazarían para su cocina.
Doña Josefina terriblemente alarmada
tejía las calcetas y luego las desarmaba de los
nervios que tenía esa mañana temprano,
nadie con esa noticia, tendría el juicio sano.

Así que sin pensarlo más llamó a la policía, a unos grillos forta-
chones, amigos que ella tenía, a unos saltamontes armados con
aguijones y todos al mismo tiempo se pegaban empujones.
En el carro lanza agua, llegaron Juan y Pablo se apostaron cau-
telosos cerca del viejo establo a expulsar los malhechores de
inmediato a la calle y se fueron rapidito a volar sin más detalles.
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E
n una casa abandonada vivía un gato pardo muy singular. Era solitario
pues no tenía amigos ni amo que cuidara de él. Pero a Bigotes, así se llamaba, eso
no le importaba. Su primer y único amo fue una persona muy mala y por esa ra-
zón él prefirió huir de esa casa y evitar el contacto con la gente. Sólo salía cuando tenía
hambre. Por supuesto que no cazaba ratones. No, no, era más apetitoso robar comida de
las cocinas, especialmente cuando las ventanas estaban abiertas.
Bigotes entraba sigilosamente y robaba los alimentos que estaban sobre la mesa, claro
que siempre escogía un buen trozo de carne. Las dueñas de casa al verlo salir por la ven-
El gato Ladronzuelo tana, gritaban ¡Atajen al ladrón! ¡Atajen al ladrón! Pero como siempre, él se las ingenia-
ba para escapar sin que nadie le pudiera dar alcance. Por eso los otros gatos del barrio le
tenían envidia y lo miraban con desdén sin dirigirle ni un solo miau miau.
Por Marianela Puebla Este gato vagabundo diariamente lucía sus pelos desgreñados y sucios, como si acabara
de revolcarse en la tierra. Era muy flojo y nunca se daba el tiempo para peinarse como
los otros gatos que casi todo el día se entretienen en acicalarse.
Bigotes tenía unos hermosos ojos amarillos que siempre estaban en movimiento buscan-
do a algún ratón descuidado para jugar con él. Lo tomaba entre enormes garras y des-
pués de darle un gran susto lo dejaba ir. Era su entretenimiento favorito.
Lo único que hacía durante el día era husmear las coci-
nas del barrio. De noche, se iba camino a la laguna para
cantar allí unos miau miau con su voz desafinada, con
tan mala suerte que ahuyentaba a todas las posibles
conquistas.
Un día en que estaba de ocioso como siempre, le llegó
desde lejos un apetitoso olor a carne asada y se lamió
los bigotes una y otra vez.
-Uhm, qué rico olor, se dijo, iré a inspeccionar quién
está cocinando tan temprano. Con mucha cautela
dejó su refugio en la casa abandonada. Cruzó una
verja de abetos y se detuvo a oler para saber si algún
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otro gato había pasado por allí, sin su autorización. Luego volvió a poner su saltó lo atrapó, pero estaba tan caliente que tuvo que soltarlo. En ese instante
marca y siguió caminando pausadamente. Rápido atravesó la calle y se escondió bajo un los esposos lo vieron junto a la asadera y pusieron el grito en el cielo.
auto estacionado. Con mucha precaución se deslizó por la banqueta en donde dormía -¡Atrapen a ese gato ladrón! Gritaba doña Micaela mientras su esposo se armaba de un
plácidamente un perro llamado Gruñón, que dormitaba haciendo pequeños gruñidos. palo.
Este perro lo odiaba porque una vez le robó un hueso carnudo y le tenía muy malas Bigotes viendo el peligro agarró el trozo de pollo entre sus dientes y corrió a esconderse
pulgas. bajo los arbustos cercanos.
Al tiempo que avanzaba, el olor se hacía más Con el alboroto de sus amos, Sultán despertó bruscamente y al divisar la
penetrante. Definitivamente, muy cerca, al- cola de su enemigo número uno se lanzó tras él. Sin embargo Bigotes
guien asaba pollo, su comida preferida. ya estaba corriendo frente a Gruñón quien lo jaló de los últimos pelos
En el patio de doña Micaela, una señora bien de la cola y le arrancó varios de ellos.
gorda de cabellos ensortijados había una asa- Al ver a Gruñón, Sultán retrocedió de inmediato y se volvió a su
dera con carbones humeantes. Sobre la parri- casa muy enojado.
lla, don Rómulo, un señor delgado, calvo y de Mientras tanto Bigotes se deslizó por debajo de un carro, cruzó entre las piernas de
bigotes, daba vueltas muy entusiasmado un varios niños que iban de excursión y atravesó la calle esquivando los autos que pasaban,
pollo trozado a punto de estar listo. hasta que llegó a su refugio en la casa abandonada.
Bigotes se escondió entre los geranios y los Por fin pudo soltar el trozo de pollo que le quemaba el hocico y ahí se quedó esperando
arbustos y desde allí esperó su momento. que se le pasara el dolor y sobándose la cola. Esta vez
Doña Micaela trajo los platos y una ensalada estuvo muy arriesgada la empresa de robar el ali-
y los dejó sobre la mesa de picnic. Mientras mento, pero así era su vida, y se conformó con lamer
que Sultán, un enorme gato negro, dormitaba con mucho cuidado, su apetitoso premio.
bajo una silla muy satisfecho, pues ya había
comido su porción de carne, por lo que el
olor del pollo no le quitaba el sueño. Sin embargo a Bigotes, se le
hacia agua el hocico, no por ello debía ser menos precavido ya que en el pasado
tenía varias peleas con Sultán de las que salió un poco maltrecho. Claro, todo por Dulci-
nea, una gata angora muy coqueta que vivía cerca.
Así es que cuando doña Micaela y su esposo entraron a la cocina por unas servilletas y
el vino, Bigotes salió de su escondite y rápido se dirigió hacia la asadera. Desde el suelo
pudo ver un trozo de pollo que se asomaba en una esquina. Sin pensarlo dos veces de un
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