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Una frase resume el enfoque en que se apoyarán buena parte de los diagnósticos
que se despliegan en el ensayo: “Dentro de largos períodos históricos, junto con el
modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su
percepción sensorial” (p. 56). La observación de Benjamin encierra al menos dos
cuestionamientos fundamentales: por un lado, a la idea de una esencia inmutable de la
obra de arte, independiente de las condiciones histórico-sociales y técnicas que influyen
tanto en su producción como en su recepción; por el otro, íntimamente ligado al
anterior, a la concepción de la estética como filosofía del arte. El primero desemboca en
los señalamientos de Benjamin acerca de las transformaciones que atraviesa el arte en
los diferentes períodos históricos y así en la tesis del declive del aura en la época en que
las obras están signadas por la reproducción técnica. El segundo, acaso más sutilmente,
implica un retorno a la estética como reflexión acerca de la percepción sensorial, que
parecía haber quedado relegada en la época idealista, y su conexión con los fenómenos
socio-políticos en la cultura de masas, poniendo de relieve la pérdida de la autonomía
del arte.
Es a partir de la irrupción de la fotografía y el cine (y de la polémica de
admitirlas como formas artísticas) que Benjamin observa la necesidad de una
reformulación de la concepción tradicional del arte. Aunque la reproducción siempre
formó parte del hecho artístico, desde las imitaciones de cuadros pintadas por discípulos
hasta las reproducciones mediadas por técnicas como la imprenta y la litografía, la
aparición primero de la fotografía y del cine después implicó una intervención mucho
más directa del proceso de reproducción técnica sobre el objeto artístico mismo. Uno de
los primeros resultados de esta intromisión avanza sobre el concepto de autenticidad: en
otras épocas el significado estético de una obra estaba referido al momento inicial, este
criterio permitía distinguir el original de la copia falsa; con la técnica mecanizada,
pierde sentido la distinción entre original y copia de una película o una fotografía y la
obra adquiere una ubicuidad extraordinaria (la música sacra, por ejemplo, ya no queda
recluida a su escucha en un recinto para unos pocos, ahora tiene la posibilidad de
alcanzar un público masivo mediante la radio), arrancando a la obra del dominio de la
tradición. De ahí que una serie de conceptos que se habían convertido en atributos casi
esenciales para la tradición estética son discutidos por Benjamin en virtud de la que
acaso es la tesis más famosa del ensayo: “lo que se marchita en la época de la
reproductibilidad técnica del arte es su aura” (p. 54).
Benjamin define el aura como la “aparición única de una lejanía, por cercana
que pueda estar (einmalige Erscheinung einer Ferne, so nah sie sein mag)” (p. 57). La
reproducción técnica quiebra entonces esa trama de espacio y tiempo en que la lejanía
(lo primordial, lo fundante) se hace presente en un aquí y ahora, y con ella decae la
cualidad mágica del arte de producir experiencias únicas y elevadas. El concepto de
aura liga a la obra de arte con una función ritual, con un culto, y repone un aspecto
sagrado en el arte. Pero este carácter aurático no ha sido el mismo en distintos
momentos de la historia del arte occidental. Este fenómeno observado en términos
espacio-temporales es correlativo entonces a una progresiva desaparición del valor de
culto de las obras en favor de su valor de exhibición. Benjamin despliega tal proceso en
una suerte de breve historia de los vaivenes de este par conceptual.
Hay una primera etapa signada por el predominio del valor cultual de la obra de
arte, es decir, la época en que el arte se funda en un ritual primero mágico, después
religioso. A partir del Renacimiento, en que las formas profanas se ponen al servicio de
la belleza, el rito se seculariza y crece el valor exhibitivo del arte, pero aun así sigue
predominando su función ritual y la norma de autenticidad se convierte en la
adjudicación de origen (piénsese, por ejemplo, que son los pintores renacentistas los
primeros en firmar sus obras y empiezan a ganar el reconocimiento como “genios
artísticos”). El carácter aurático de la obra artística prevalece, proviniendo de su
inserción en un culto, es decir, en una tradición, que la convierte en única y durable.
Pero, ante la proximidad de la crisis que se oculta tras la aparición de las formas
artísticas técnicamente reproductibles, el arte reacciona con una teología del arte como
sería el art pour l’art, hasta llegar a una teología negativa con la idea de un arte “puro”,
que rechaza no sólo cualquier función social, sino además toda determinación por
medio de un contenido objetual (por ejemplo con la poética mallarmeana). La irrupción
de la reproducción técnica en el arte y su consecuente apropiación por parte de las
masas, en su afán de acercar espacial y humanamente lo distante y volver repetible lo
singular, liquidan el ámbito de la tradición en pos de una experiencia fugaz y repetible,
que encuentra su mayor expresión en el cine.
Las nuevas formas artísticas, a las que la reproductibilidad técnica es inherente,
rompen con la norma de autenticidad, diluyendo así el carácter aurático y ritual de la
obra. Con lucidez Benjamin observa entonces que, en lugar de esforzarse en decidir si
estas nuevas formas son arte, cabe preguntarse si la invención de las primeras no
modifica completamente el carácter del segundo. En la época de la reproductibilidad
técnica se trastorna así la función íntegra del arte, según los presupuestos heredados. La
obra artística se desliga de su fundamento cultual y, según Benjamin, encuentra su
fundamentación en la praxis política, extinguiéndose así su halo de autonomía.
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Las respuestas del entrevistado imaginario provienen de varias fuentes: Cartas a Max
Horkheimer y a Theodor Adorno (Briefe, II, Frankfurt, Suhrkamp, 1978), “París, capital
del siglo XIX” (Libro de los pasajes, trad. de Luis Fernández Castañeda, Madrid, Akal,
2005), “Experiencia y pobreza” (trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1989) y “El
narrador” (trad. de Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1999).