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Benjamin y la hora decisiva del arte

Por Lucas Bidon-Chanal

Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Traducción y


notas de Andrés E. Weikert y prólogo de Bolívar Echeverría. Buenos Aires: la marca editora,
2017, 144 págs.


Sin lugar a dudas, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es uno de
los textos centrales de la estética contemporánea. Aunque se trata de un ensayo que
Walter Benjamin redacta entre 1935 y 1936, la magnitud de algunas de las
observaciones e intuiciones vertidas al modo de pequeñas tesis tiene una vigencia que lo
convierte en un texto difícilmente eludible para la estética, la historia y la filosofía del
arte, incluso para los estudios culturales, la sociología y la teoría política. Junto con
algunas otras páginas luminosas del autor, inaugura una nueva forma de considerar el
arte, la cultura y la imagen y sus vínculos con las condiciones políticas, sociales y
técnicas. Es su pretensión declarada desde un comienzo, al partir de la observación de
que las transformaciones en el campo de la producción artística hacia las primeras
décadas del siglo XX exigen de la reflexión estética nuevos conceptos que permitan
pensar el arte en tiempos atravesados por el desarrollo tecnológico y la cultura de
masas. El problema estético se inscribe así en el marco de un análisis materialista con
fines revolucionarios que implica hacer a un lado conceptos tradicionales como el de
creatividad, genio, valor imperecedero o misterio, los cuales, según Benjamin, terminan
siendo utilizados en el siglo XX de manera acrítica para el estudio del arte en un sentido
fascista. Sin embargo, como suele suceder con los grandes textos filosóficos, el planteo
de Benjamin tuvo un alcance que trasciende la coyuntura política que lo impulsó –y
que, por cierto, no puede ser obviada– y persiste aún hoy en debates ajenos a tradiciones
ligadas al marxismo.

Breve historia del aura

Una frase resume el enfoque en que se apoyarán buena parte de los diagnósticos
que se despliegan en el ensayo: “Dentro de largos períodos históricos, junto con el
modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su
percepción sensorial” (p. 56). La observación de Benjamin encierra al menos dos
cuestionamientos fundamentales: por un lado, a la idea de una esencia inmutable de la
obra de arte, independiente de las condiciones histórico-sociales y técnicas que influyen
tanto en su producción como en su recepción; por el otro, íntimamente ligado al
anterior, a la concepción de la estética como filosofía del arte. El primero desemboca en
los señalamientos de Benjamin acerca de las transformaciones que atraviesa el arte en
los diferentes períodos históricos y así en la tesis del declive del aura en la época en que
las obras están signadas por la reproducción técnica. El segundo, acaso más sutilmente,
implica un retorno a la estética como reflexión acerca de la percepción sensorial, que
parecía haber quedado relegada en la época idealista, y su conexión con los fenómenos
socio-políticos en la cultura de masas, poniendo de relieve la pérdida de la autonomía
del arte.
Es a partir de la irrupción de la fotografía y el cine (y de la polémica de
admitirlas como formas artísticas) que Benjamin observa la necesidad de una
reformulación de la concepción tradicional del arte. Aunque la reproducción siempre
formó parte del hecho artístico, desde las imitaciones de cuadros pintadas por discípulos
hasta las reproducciones mediadas por técnicas como la imprenta y la litografía, la
aparición primero de la fotografía y del cine después implicó una intervención mucho
más directa del proceso de reproducción técnica sobre el objeto artístico mismo. Uno de
los primeros resultados de esta intromisión avanza sobre el concepto de autenticidad: en
otras épocas el significado estético de una obra estaba referido al momento inicial, este
criterio permitía distinguir el original de la copia falsa; con la técnica mecanizada,
pierde sentido la distinción entre original y copia de una película o una fotografía y la
obra adquiere una ubicuidad extraordinaria (la música sacra, por ejemplo, ya no queda
recluida a su escucha en un recinto para unos pocos, ahora tiene la posibilidad de
alcanzar un público masivo mediante la radio), arrancando a la obra del dominio de la
tradición. De ahí que una serie de conceptos que se habían convertido en atributos casi
esenciales para la tradición estética son discutidos por Benjamin en virtud de la que
acaso es la tesis más famosa del ensayo: “lo que se marchita en la época de la
reproductibilidad técnica del arte es su aura” (p. 54).
Benjamin define el aura como la “aparición única de una lejanía, por cercana
que pueda estar (einmalige Erscheinung einer Ferne, so nah sie sein mag)” (p. 57). La
reproducción técnica quiebra entonces esa trama de espacio y tiempo en que la lejanía
(lo primordial, lo fundante) se hace presente en un aquí y ahora, y con ella decae la
cualidad mágica del arte de producir experiencias únicas y elevadas. El concepto de
aura liga a la obra de arte con una función ritual, con un culto, y repone un aspecto
sagrado en el arte. Pero este carácter aurático no ha sido el mismo en distintos
momentos de la historia del arte occidental. Este fenómeno observado en términos
espacio-temporales es correlativo entonces a una progresiva desaparición del valor de
culto de las obras en favor de su valor de exhibición. Benjamin despliega tal proceso en
una suerte de breve historia de los vaivenes de este par conceptual.
Hay una primera etapa signada por el predominio del valor cultual de la obra de
arte, es decir, la época en que el arte se funda en un ritual primero mágico, después
religioso. A partir del Renacimiento, en que las formas profanas se ponen al servicio de
la belleza, el rito se seculariza y crece el valor exhibitivo del arte, pero aun así sigue
predominando su función ritual y la norma de autenticidad se convierte en la
adjudicación de origen (piénsese, por ejemplo, que son los pintores renacentistas los
primeros en firmar sus obras y empiezan a ganar el reconocimiento como “genios
artísticos”). El carácter aurático de la obra artística prevalece, proviniendo de su
inserción en un culto, es decir, en una tradición, que la convierte en única y durable.
Pero, ante la proximidad de la crisis que se oculta tras la aparición de las formas
artísticas técnicamente reproductibles, el arte reacciona con una teología del arte como
sería el art pour l’art, hasta llegar a una teología negativa con la idea de un arte “puro”,
que rechaza no sólo cualquier función social, sino además toda determinación por
medio de un contenido objetual (por ejemplo con la poética mallarmeana). La irrupción
de la reproducción técnica en el arte y su consecuente apropiación por parte de las
masas, en su afán de acercar espacial y humanamente lo distante y volver repetible lo
singular, liquidan el ámbito de la tradición en pos de una experiencia fugaz y repetible,
que encuentra su mayor expresión en el cine.
Las nuevas formas artísticas, a las que la reproductibilidad técnica es inherente,
rompen con la norma de autenticidad, diluyendo así el carácter aurático y ritual de la
obra. Con lucidez Benjamin observa entonces que, en lugar de esforzarse en decidir si
estas nuevas formas son arte, cabe preguntarse si la invención de las primeras no
modifica completamente el carácter del segundo. En la época de la reproductibilidad
técnica se trastorna así la función íntegra del arte, según los presupuestos heredados. La
obra artística se desliga de su fundamento cultual y, según Benjamin, encuentra su
fundamentación en la praxis política, extinguiéndose así su halo de autonomía.

Retorno a una estética (política)

La autonomía de lo bello había sido uno de los presupuestos centrales de la


estética al menos desde su formulación kantiana. Sin embargo, el propio Kant mantenía
la noción de estética en un sentido amplio, ligado aún al que le habían dado los griegos
como doctrina de la percepción sensorial (cabe recordar que en la Crítica de la razón
pura “Estética trascendental” designa al estudio de los principios de la sensibilidad).
Desde posturas como las de Schelling, Hegel y algunos románticos, la concepción del
arte como esfera autónoma dio lugar a un desplazamiento que convirtió a la estética en
filosofía del arte. Esta perspectiva adoptada por la estética idealista se sostenía sobre un
aparente equilibrio entre los valores cultual (ya como ritual secularizado) y exhibitivo
de las obras de arte. Con la irrupción de la reproducción técnica y la participación de las
masas, la autonomía de la obra de arte va quedando progresivamente apabullada por el
creciente predominio de su valor de exhibición. No obstante, la observación de esta
liquidación de la autonomía no lleva aparejada una pérdida de emancipación estética,
sino más bien lo contrario: la experiencia estética se emancipa de las condiciones de la
tradición que separaban a la obra del receptor, ya sea en los tiempos en que las obras se
recluían de la mirada o la escucha de las mayorías en un recinto sagrado, ya sea bajo la
custodia de aquellos formados en el conocimiento de la lejanía aurática. Así, los efectos
de las nuevas formas artísticas parecen revelar que la idea de la autonomía del arte es
propia de un momento de su historia y llevan la discusión estética nuevamente al
terreno de la percepción sensible (aísthesis, en griego).
Benjamin encuentra en el cine el agente más poderoso de este proceso de
transformación que afecta tanto a la producción artística como a su recepción y va de la
mano de la transfiguración de los modos de percepción en la sociedad de masas y los
cambios sociales. Frente al recogimiento, la concentración y la ponderación, modos
característicos de la recepción del arte aurático, el comportamiento del público
cinematográfico pone en evidencia una de las cualidades medulares del nuevo régimen
perceptual: la recepción en la dispersión. El recogimiento hace del espectador alguien
que se sumerge, se adentra en la obra; en cambio, “la masa, escribe Benjamin, cuando
se distrae, hace que la obra se hunda en ella; la baña con su oleaje, la envuelve en su
marea” (p. 108). La forma en que el público masivo se comporta ante el film expone lo
que ha ocurrido desde siempre con la recepción de la arquitectura, que se da de manera
táctil y óptica, es decir, por el uso y por la percepción de los edificios. La aprehensión
háptica del espectador de cine no responde a la percepción atenta propia de la
contemplación óptica, que se identifica más bien con un “atender tenso”, sino a un
acostumbramiento, a un “notar de pasada”. Además el cinematógrafo ensancha el
mundo significativo con su capacidad de someter a examen: con sus ampliaciones se
expande el espacio y el movimiento con las tomas en cámara lenta. A diferencia de la
imagen total que extrae el pintor en su obra, de la operación de la cámara, del montaje,
de la edición, surge una imagen fragmentada, inorgánica, que se vuelve a reunir bajo
una nueva legalidad; la cámara descubre una nueva naturaleza que el ojo no ve. De
manera que el cine hace retroceder el valor cultual del arte no sólo porque el espectador
toma en él la posición de examinador sino porque se trata además de un examinador
distraído.
Otro aspecto central de la recepción táctil no aurática es el shock. Benjamin
resalta la proximidad de los efectos del cine con las búsquedas de vanguardias como el
dadaísmo. Contra el recogimiento, convertido en comportamiento asocial por el arte
burgués, las manifestaciones dadaístas dan lugar a la distracción como tipo de
comportamiento social, al poner a la obra de arte en el centro de un escándalo y cumplir
así con la exigencia de irritar al público. Lejos de la visión cautivadora o complaciente
del arte, la obra dadaísta se vuelve un proyectil dirigido al espectador. El dadaísmo, más
preocupado por enfrentar la inutilidad del recogimiento de la contemplación artística
desinteresada que por la utilidad mercantil del valor comercial, prepara el terreno para
el efecto de shock físico del cine, basado “en el cambio de escenarios y de enfoques,
que se introducen, golpe tras golpe, en el espectador” y que el cine termina liberando
de la “envoltura moral en la que el dadaísmo lo mantenía todavía empaquetado” (p.
106). En la percepción táctil que detenta la recepción cinematográfica, hay un recorrer y
una instantaneidad; el shock sería la interrupción del recorrer de la distracción
acostumbrada.
Este tipo de modificaciones que introduce el cine le permiten a Benjamin
vislumbrar la potencia de los efectos de los avances de la técnica en la sociedad de
masas y el lugar que le toca al arte y a la estética en este escenario. Esto es lo que señala
Bolívar Echeverría en el prólogo del libro como la motivación más inmediata de este
ensayo: la necesidad de plantear la relación entre el arte de vanguardia y la revolución
política. La reproductibilidad técnica, lejos de obturar la emancipación estética, la
acrecienta, se podría decir que democratiza las condiciones de la recepción de las obras
de arte. Ya el espectador del arte post aurático no se encuentra sometido al dominio de
los iniciados pues él mismo se convierte en experto. Pero en la llegada de la “hora
decisiva del arte” se manifiesta, según Benjamin, una doble potencialidad: una de
carácter reaccionario, que se cumple en la estetización de la política y de la guerra por
parte del fascismo, y otra inclinada hacia una salida revolucionaria, que responde a la
anterior con la politización del arte.

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Reportaje imaginario a Walter Benjamin

Durante los últimos años ha estado trabajando en un libro acerca de Baudelaire y


los pasajes parisinos del siglo XIX. ¿Qué relación guarda este proyecto con su
ensayo sobre la reproductibilidad técnica?
Se podría decir que ambos escritos avanzan en la dirección de una teoría materialista del
arte. El problema es indicar el punto preciso en el presente al que se orientará mi
construcción histórica, como a su punto de fuga. Si el pretexto para el libro de los
pasajes es el destino del arte en el siglo XIX, este destino tiene algo que decirnos porque
está contenido en el tic-tac de un reloj cuya hora acaba de alcanzar nuestros oídos. Lo
que quiero decir con esto es que la hora decisiva del arte ha sonado para nosotros y he
capturado su rúbrica en esta serie de reflexiones preliminares, que intentan dar a las
cuestiones planteadas por la teoría del arte una forma genuinamente contemporánea; y
de hecho desde adentro, evitando cualquier referencia no mediada a la política.
¿De qué manera aparecerían prefiguradas en el siglo de Baudelaire algunas de las
transformaciones del siglo XX en la relación del arte con la naturaleza, la técnica y
la política?
Así como con la construcción en hierro la arquitectura empieza a emanciparse del arte,
la pintura lo hace con los panoramas; y el punto más alto de la expansión de los
panoramas coincide con la aparición de los pasajes. No se cansaban de hacer de los
panoramas, por medio de dispositivos técnicos, lugares de una imitación perfecta de la
naturaleza. Se buscaba imitar el cambio de la hora del día en el paisaje, la salida de la
luna, el estruendo de las cascadas. David aconsejaba a sus alumnos dibujar del natural
en los panoramas. Al buscar producir cambios asombrosamente parecidos en la
naturaleza representada, los panoramas anticipan el camino, no sólo de la fotografía,
sino también del cine mudo y del cine sonoro.
Los panoramas, que anunciaron una completa transformación de la relación del arte con
la técnica, son a la vez expresión de un nuevo sentimiento vital. El habitante de la
ciudad, cuya superioridad política sobre el campo se expresa de múltiples maneras en el
transcurso del siglo, intenta traer el campo a la ciudad. La ciudad se extiende en los
panoramas hasta ser paisaje, como de un modo más sutil hará luego para el flâneur.
Daguerre es discípulo del pintor de panoramas Prévost, cuyo establecimiento se
encuentra en el passage du Panorama. En 1839 se quema el panorama de Daguerre, y
ese mismo año da a conocer el invento de la daguerrotipia.
Tenga en cuenta, por ejemplo, que Arago presenta la fotografía en un discurso
parlamentario. Allí señala su lugar en la historia de la técnica, incluso profetiza sus
aplicaciones científicas. Mientras tanto, los artistas comienzan a discutir su valor
artístico. La fotografía lleva a la destrucción del gran gremio de los miniaturistas de
retratos y esto no ocurre sólo por razones económicas. La primera fotografía era
superior artísticamente al retrato en miniatura. La razón técnica de ello radica en el
largo tiempo de exposición, que exige del retratado la mayor concentración y la causa
económica radica en la circunstancia de que los primeros fotógrafos pertenecían a la
vanguardia, y de ella provenía en gran parte su clientela. Por otro lado, el adelanto de
Nadar frente a sus colegas de profesión se caracteriza por su proyecto de hacer
fotografías en el alcantarillado de París. Con ello se presume por primera vez que el
objetivo puede hacer descubrimientos. Se va notando entonces que la fotografía
adquiere más importancia cuanto menos se toleran, a la vista de la nueva realidad
técnica y social, las intromisiones subjetivas en la información pictórica y gráfica.
La exposición universal de 1855 inaugura por primera vez una sección de “Fotografía”.
Ese mismo año el pintor belga Antoine Wiertz publica un gran artículo sobre la
fotografía, donde encomienda a ésta el esclarecimiento filosófico de la pintura.
Esclarecimiento que, como muestran sus propias pinturas, entendía en sentido político.
Wiertz puede considerarse el primero en haber, si no anticipado, sí exigido el montaje
como utilización políticamente revolucionaria de la fotografía. Con la creciente
extensión de los transportes, disminuye el valor informativo de la pintura, la cual,
reaccionando contra la fotografía, empieza a subrayar ante todo los componentes de
color. Cuando el impresionismo cede al cubismo, la pintura se ha procurado un amplio
dominio en el que la fotografía, de momento, no puede seguirla. Por su parte, la
fotografía amplía drásticamente desde mediados de siglo el ámbito de la economía de
mercado, en la medida en que pone en él cantidades ilimitadas de figuras, paisajes y
acontecimientos que antes o bien no se podían valorar, o bien sólo tenían valor en
cuanto imagen para un solo cliente. Para aumentar las ventas, renovó sus objetos con
pequeñas transformaciones en la técnica de exposición, que determinan la historia
posterior de la fotografía.
¿Considera que el ensayo de Adorno “Sobre el carácter fetichista de la música y la
regresión de la escucha”, de alguna manera, continúa en el campo musical sus
reflexiones acerca del arte en la época de su reproductibilidad técnica?
En cuanto a su tema, me concierne en dos aspectos. Por un lado, en aquellas partes que
relacionan ciertas características de la apercepción acústica actual del jazz con las
características ópticas del film tal como las describí en mi ensayo. Ex improviso, no
puedo decidir si la diferente distribución de pasajes de luz y sombra en nuestros
respectivos ensayos deriva de divergencias teóricas. Posiblemente sólo se trate de
aparentes diferencias en el punto de vista, pero el hecho es que estos puntos de vista se
aplican a diferentes objetos y ambos son igualmente válidos. Por supuesto, no puede
decirse que las apercepciones acústicas y ópticas estén igualmente abiertas a un cambio
revolucionario.
En La obra de arte… intenté articular los momentos positivos tan claramente como
Adorno articula los momentos negativos. En consecuencia veo una fortaleza en su
ensayo donde había una debilidad en el mío. Su análisis de los tipos psicológicos
engendrados por la industria y su descripción de la forma en que se engendran son
acertados. Mi ensayo habría ganado en elasticidad histórica si hubiera prestado más
atención a este aspecto de las cosas. Me resulta cada vez más obvio que el lanzamiento
de la película sonora debe verse como una acción industrial diseñada para romper la
primacía revolucionaria de la película muda, que fomentaba reacciones que eran
difíciles de controlar y políticamente peligrosas. Un análisis de la película sonora
proporcionaría una crítica del arte contemporáneo que mediaría dialécticamente entre su
punto de vista y el mío.
Lo que me atrajo especialmente sobre la conclusión de su ensayo es la nota de reserva
que suena en el concepto de progreso. Al principio Adorno justifica esta reserva sólo de
pasada y al referirse a la historia del término. Realmente me gustaría llegar a sus raíces
y orígenes. Pero no puedo ocultar las dificultades que esto implica para mí.
Su ensayo concluye con la necesidad de una politización del arte, favorecida por las
nuevas condiciones sociales y técnicas. Sin embargo, la presenta como respuesta a
las posibilidades de una salida reaccionaria y, en “Experiencia y pobreza” o “El
narrador”, usted parece no llegar a conclusiones muy optimistas respecto de los
cambios ocurridos en el siglo XX. ¿Son motivo de celebración entonces estas
modificaciones en la experiencia, esta caída de la tradición?
La cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío.
Basta echar una mirada a un periódico para corroborar que ha alcanzado una nueva baja,
que tanto la imagen del mundo exterior como la del ético, sufrieron, de la noche a la
mañana, transformaciones que jamás se hubieran considerado posibles. Con la Primera
Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No
se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de
retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello
que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver
con experiencias que se transmiten de boca en boca. Una generación que todavía había
ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie,
en un paisaje en que todo había cambiado menos las nubes y en cuyo centro, en un
campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el quebradizo cuerpo
humano.
Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme
desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la sofocante riqueza de ideas que
se dio entre la gente. O más bien que se les vino encima al reanimarse la astrología y la
sabiduría del yoga, la Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis,
la escolástica y el espiritismo. Porque además no es un reanimarse auténtico, sino una
galvanización lo que tuvo lugar. Pero la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre
en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie
de nueva barbarie. Lo digo para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie.
¿Adónde lo lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Lo lleva a comenzar desde el
principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin
mirar ni a diestra ni a siniestra. Entre los grandes creadores siempre ha habido
implacables que lo primero que han hecho es tabula rasa. Un constructor fue Descartes
que por de pronto no quiso tener para toda su filosofía nada más que una única certeza y
de ella partió. También Einstein ha sido un constructor al que de repente de todo el
ancho mundo de la física sólo le interesó una mínima discrepancia entre las ecuaciones
de Newton y las experiencias de la astronomía.
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de
la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces
menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo “actual”. La crisis
económica está a las puertas y tras ella, como una sombra, la guerra inminente.
Aguantar es hoy cosa de los pocos poderosos que son menos humanos que muchos; en
el mayor de los casos son más bárbaros, pero no de la manera buena. Los demás en
cambio tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco. Lo hacen a una con
los hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan
en atisbos y renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus historias la
humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que resulta
primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo bárbaro. Que cada uno ceda
a ratos un poco de humanidad a esa masa, que un día se la devolverá con intereses,
incluso con interés compuesto.

Las respuestas del entrevistado imaginario provienen de varias fuentes: Cartas a Max
Horkheimer y a Theodor Adorno (Briefe, II, Frankfurt, Suhrkamp, 1978), “París, capital
del siglo XIX” (Libro de los pasajes, trad. de Luis Fernández Castañeda, Madrid, Akal,
2005), “Experiencia y pobreza” (trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1989) y “El
narrador” (trad. de Roberto Blatt, Madrid, Taurus, 1999).

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