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Susana Villavicencio
Investigadora Instituto Gino Germani-UBA
Susanavillavicencio@gmail.com
(versión preliminar- no reproducir)
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Hannah Arendt, en los capítulos finales de Los orígenes del totalitarismo (1948)
dedicados al imperialismo ya había puesto en el centro de la reflexión política las figuras “sin
derechos” (apátridas y refugiados en cuyo origen había una discriminación racial) Su
argumento (que doy por conocido en este ámbito) consiste en mostrar que el “sujeto de
derecho”, la figura jurídico-política central de la democracias modernas, está sustentado en
la pertenencia a un Estado y que, junto con la pérdida de la identidad política, es la
condición humana misma la que está en riesgo( Arendt [1948] 1994:378). La pérdida del
entramado social en el que se nace y la imposibilidad de hallar uno nuevo, la pérdida de la
protección de un gobierno propio y del status legal en el país de origen y consecuentemente
en otros, lo convierten en el hombre desnudo, nueva condición paradojal representada por
estos sujetos reducidos a una existencia meramente natural donde literalmente “no hay
derechos”. Para Arendt, esta situación ilustraba las perplejidades inherentes al concepto de
derechos humanos, pensados como derechos pertenecientes a la condición humana. Nos
interesa aquí retener que la cualidad de humano no va de suyo. Las vidas no son
igualmente instituidas como vidas humanas, porque hay vidas precarias. Así, una suerte de
jerarquización política de las formas de vida hace difícil el reconocimiento de la diversidad
cultural
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Una respuesta a estas cuestiones es formulada por la ética discursiva que afirma que
sólo son válidas aquellas normas y arreglos institucionales normativos que pueden ser
acordados por todos los interesados bajo situaciones especiales de argumentación llamados
discursos (Habermas 1999; Benhabib 2006) Estos acuerdos sobre normas y construcciones
institucionales se basan en principios de moral universal y reciprocidad igualitaria que
constituyen en sí mismos una meta-norma (criterio de validación de las normas específicas).
Benhabib describe los componentes del diálogo, reconociendo a todos los seres capaces de
habla y acción el derecho a ser participantes en la conversación moral, y el derecho a iniciar
nuevos temas y a reclamar justificaciones de los presupuestos de las conversaciones.
Sin embargo, uno de los corolarios de esta postura teórica, es que resulta irrelevante
frente a las normas de membresía que dividen a los ciudadanos de los no ciudadanos, a los
propios de los extraños. Esta irrelevancia ante el hecho del cierre democrático, se
manifiesta en que no puede adoptar ningún criterio justificable de exclusión, sino que
termina aceptando las circunstancias históricas que determinan estas divisorias como
“moralmente neutras”, decisiones políticas que no requieren validación. Los conflictos entre
derechos universales y la autodeterminación soberana son intrínsecos a las formas
estatales democráticas.
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mayorías democráticas, pero que implican sin embargo exclusión. También la distinción
entre moralidad y funcionalidad sin la cual no es posible cuestionar las prácticas de
inmigración, naturalización y control de las fronteras, cuando estas violan las creencias
morales, constitucionales valoradas por la comunidad moral universal. Para la autora los
dilemas de la modernidad nos obligan a un tira y afloje entre la visión de lo universal y las
ataduras de lo particular. Pero a la vez no es posible fundir lo moral universal en lo
particular.
Es decir que una salida a esa “tensión fatal” depende de los intercambios que se
producen a través de lo que la autora denomina “diálogo cultural complejo” (Benhabib
2005:55). Éste se opone a la visión holística de las culturas como “totalidades internamente
coherentes y sin suturas”, revalorizando la apertura y el diálogo “inter” e “intra-cultural”.
Posición contraria a un multiculturalismo “mosaico” que reafirma la diferencia y el cierre de
las culturas sobre sí mismas, y descarta la oposición de universalismo y relativismo cultural,
el diálogo se sostiene en la idea de una hibridación radical y de la plurivocidad de todas las
culturas, en coincidencia con la emergencia de lo nuevo como “acto insurgente de
traducción cultural” (Bhabha 2002). La articulación de un universalismo ético e ilustrado a
escala mundial es, desde esta perspectiva, no sólo posible sino necesaria en el contexto
mundial de hoy.
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Estado de derecho) frente a los procesos de abstracción, autonomización y formalización
fetichizante que inducen tanto la mundialización del derecho mismo, como las
representaciones de la modernidad que acompañan estos procesos (singularmente la
corriente que va de Kant a Habermas). Estas atribuyen al Estado una función de pivote
como instancia de poder que transforma en derecho verdadero las aspiraciones pre-jurídicas
inscriptas en los sujetos1. Entendemos que la cuestión planteada por los “derechos de la
diversidad” permanece encerrada en esa oposición sin solución: la afirmación de un
universalismo de los derechos (moral, ética, humanismo) confrontado a los repliegues
identitarios, particularismos (nacionalismos, etnización del discurso social y político)
Una posición frente a este dilema es la que desarrolla Etienne Balibar en varios de
sus artículos o intervenciones, entre ellos Fronteras de la democracia, donde comienza a
desarticular la relación entre ciudadanía y nacionalidad. Balibar propone una genealogía del
universalismo, cuyo sentido final será mostrar la equivocidad de esta noción tan arraigada al
pensamiento filosófico y político occidental, y distinguir una pluralidad de universalismos
actualmente operantes para situar mejor en ellos las tensiones que lo atraviesan (Balibar
2009).
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Estas reflexiones forman parte de un proyecto de cooperación con Francia (ECOS/MINCYT
A08H03) que se propone interrogar los paradigmas contemporáneos de la comunidad política y poner
la atención en todas las figuras que se operan en la práctica a partir de las formas abstractas y
universalizantes del sujeto de derecho, en el marco de una reconfiguración conflictiva de los espacios
democráticos.
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tratamiento de las diferencias antropológicas constitutivas de la especie humana vida:
muerte, femenino masculino, normal patológico.
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Otro punto que querría tocar es el de la pluralización de la noción de lo universal,
porque al lado del “universalismo ficcional” hay un universalismo real que se corresponde
con los desarrollos históricos del universo, identificado hoy con el proceso de globalización.
“La universalidad real es un proceso que simultáneamente construye y destruye la unidad
del mundo, multiplicando dependencia mutuas entre unidades políticas, económicas y
culturales.” (Balibar 2009:71)
Una lectura genealógica del universalismo anula así el universalismo como discurso
de lo por-venir, de una reconciliación posible o de un cosmopolitismo a construir. Este
realismo de lo universal, de la forma en que la humanidad se da hoy en el modo de la
globalización, hace patente el universalismo de las desigualdades y desarma las utopías
clásicas de un cosmopolitismo basado en una esfera moral. La relación de toda la
humanidad consigo misma no es un fenómeno por venir, coincidiendo con la reconciliación
de todos los hombres, ya es un hecho adquirido, indisociable de la generalización de las
desigualdades. “La mundialización afecta a la vez la condición material de los grupos
humanos, sus relaciones de competencia y de desigualdad, y la representación que se
hacen unos de otros (sobre todo aquellas reenviadas por los medios de comunicación de las
imágenes, monopolizadas y mundializadas)” (Ibíd.: 73)
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Noruega, de los aborígenes australianos a los pueblos originarios de la federación
canadiense, existen naciones cuya identidad cultural está arraigada en formas de vida
vinculadas a una región, territorio o zona de caza tradicionales. Estos pueblos no sólo
buscan preservar su idioma, sus costumbres y su cultura, sino mantener la integridad de sus
formas de vida, en gran medida contrarias a la modernidad” Aunque se muestra escéptica
sobre las posibilidades de supervivencia de muchos de estos grupos culturales, les
reconoce derechos de autodeterminación “no simplemente como libre albedrío de cada uno
en el gobierno de sus asuntos, sino en el derecho a participar en la comunidad en su
conjunto” que permitiría adaptar sus formas de vida (se refiere a cuestiones de género) más
igualitarias. Sin duda la cuestión cultural es una cuestión política y hay argumentos para
sostener las opciones éticas que impone la diversidad cultural (sea en cuestiones de
territorio, de recursos, o de justicia) pero encontramos que allí nos topamos nuevamente con
el inexpugnable universalismo occidental que jerarquiza las culturas como un escollo. El
diálogo se concibe finalmente en términos de adaptación cultural.
Bibliografía mencionada:
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Benhabib, S (2005). Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos.
Barcelona: Gedisa.
Benhabib, S. (2006). Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era
global. Buenos Aires: Katz.
Bhabha, H. (2002), El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial
Butler J., Spivak G (2009) ¿Quién le canta al Estado-nación? Lenguaje, política, pertenencia
(prólogo de Eduardo Grüner) Buenos Aires, Paidos.
Villavicencio S., Pacceca M.I. (comp) (2008) Perfilar la nación cívica en Argentina, Ed. Del
Puerto/IIGG, Buenos Aires.
Wieviorka, M. (2008), Informe sobre la Diversidad. Paris: Editions Robert Laffont.