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REMEMBRANZA

Qué edad tendría el tío Anselmo


cuando dejó de chacchar.
Colgada entre dos espinos,
su hamaca horadaba el tiempo.

El mundo de los otros entraba en él


desde una radio afónica
más antigua que su coca.
Si alguna vez creyó en Dios,
la cal de su checo quemó en silencio
los vestigios de algún milagro recibido.

Un día fue obligado a dejar de alimentarse


con los frutos de sus manos.
En los pálidos remansos
de sus ojos, el mundo era una puerta
que acababa de cerrarse.

Su hoz, su lampa y su machete


lo esperan todavía; pero ya todo no es suyo:
otro bebe chicha en su poto.
MI ANALFABETA

Dicen que la pequeña Inés


no sabía dibujar la O redonda.
Que vino muy joven
de la sierra y se puso codo a codo con la urbe.

Las hojas de los diarios que llegaban a sus manos


le sirvieron tanto tiempo
para espantar el mal de ojo de sus hijos
y envolver la menudencia que vendía.

Y nosotros
los que fuimos jubilosos a la escuela
no aprendimos a leer en la mirada de la gente
la desdicha ni el orgullo como ella.

Su mano ágrafa
acarició tiernamente mis cabellos
mucho antes de que yo aprendiera a refugiarme
en mi oscuro alfabeto.

Préstame, Inés, tu abecedario. En mi lengua capichosa


intento explicar mis desencantos,
pero siempre yerro.
VALENTÍN

a pesar delos muchos años que vivió, Valentín tuvo pocos amigos.
tantas veces bordeando las acequias y desobedeciendo el ladrido de los perros, me acompañó a la
escuela. pero su tarea principal era llevar a mi abuela al mercado del pueblo con el maíz, el frejol y la
fruta que siempre daba su tiempo. Por eso desperté asustado aquella mañana en que mi abuela vino a
darme la noticia.

- ¡Yopi, Valentín no quiere levantarse!

Salte de la cama, corrí hasta el corral y allí lo encontré recostado sobre el pasto, en el rincón de siempre.

- ¡Valentín!, ¡Valentín! – Le hablé al oído-.

Levantó la mirada, sorprendido como si hubiera sido la primera vez que me escuchaba, y volvió a
quedarse quieto.

Toda la mañana, mi abuelo revisó cada centímetro de su cuerpo y, al final de la tarde, se sentó a
chacchar sobre un tronco de espino y nos informó de sus hallazgos:

- ¡Valentín no tiene ninguna enfermedad! ¡Sólo quiere descansar porque ya está viejo!

Y era cierto. Algo había en su trote y en la manera de obedecer a nuestras órdenes que confirmaban
las palabras de mi abuelo.

- ¡Pobre Valentín! – se lamentó mi abuelo.

- ¡Nada de pobres, mujer! -dijo mi abuelo-. ¡La vejez no es maldad! Pero aquí no debe morirse.
Un día de estos iremos a dejarlo al bosque de eucaliptos y Dios ya sabrá lo que hace con él…

El gran bosque de eucaliptos era un lugar alejado de la campiña a donde iban a vivir libres todos los
asnos viejos hasta el día en que les llegaba la hora.
Los días que siguieron lo atendimos a cuerpo de rey y me convertí en su médico de cabecera.

- Valentín, ¿Ya sabes a donde irás?

Moviendo lentamente la cabeza, mordía el pasto y me decía que sí.

- A lo mejor por allá encuentras una novia… ¿Cuántas novias has tenido?
A pesar de los cuidados, nuestro amigo perdió poco a poco su fortaleza de montaña y el trabajo para
todos aumentó porque teníamos que acompañar a mi abuela con la carga hasta el mercado, mientras él
sólo tenía ánimo para pasear por la huerta cuando calentaba el sol.

Una mañana, mi abuelo y yo acompañamos a Valentín hasta el gran bosque de eucaliptos. Iva sereno
y cabizbajo, como un hombre que algo quisiera decir y sin embargo calla.

Desde ese día palideció el verano y enmudeció la campiña. Los frutos del huerto maduraron, pero eran
insípidos manjares que los pájaros saboreaban sin alegría. Por las noches, reunidos a la luz de la
lámpara, mi vuelo iniciaba el relato de una nueva historia de duendes o aparecidos, mientras yo cerraba
los ojos y veía a Valentín trayéndome de la escuela, volando, porque le habían crecido unas alas
inmensas.

Así vivimos largos días, hasta la tarde en qué, atravesando los linderos de las chacras vecinas, mi
amigo regresó a desatar la algarabía en el corral donde encontró todavía su rincón vacío. Mi abuelo
espantó a las gallinas reilonas que quisieron brincar sobre su lomo y mi abuelo le ofreció una ruma de
pasto fresco. Junto a él recibimos las primeras estrellas. Y Valentín vivió con nosotros hasta el final
del verano.
UNA VISTA NOCTURNA

El tío Boldo era joven aún y amaba como nadie la campiña; pero al morir Adriana, se quedó con
Gabriel, su hijo de apenas un año de nacido y ensombreció como los árboles de invierno.

Los días en el campo ya no eran los mismos sin alguien que llevara en orden la casa, por eso al año
siguiente se comprometió con Hermelinda, una muchacha del pueblo.

Gabriel crecía sano y alegre. El tío Boldo, viéndolo feliz, o cargaba sobre sus hombres y decía: “¡Por
estos campos también paseaba tu madre!” Pero estas palabras enfermaban el corazón de Hermelinda
y la ponían de muy mal humor.

Una tarde, mientras el pequeño Gabriel correteaba a las gallinas, Hermelinda se molestó tanto que lo
reprendió hasta hacerlo llorar y nadie pudo consolarlo. Cuando Boldo regreso del pueblo, merendó en
silencio con su hijo en brazos y al acostarlo se acordó de Adriana. ¿también Gabriel la extrañaba?
¿eran realmente felices sin ella en la campiña?

Boldo se durmió pensativo y a media noche oyó que alguien tocaba la puerta con insistencia. ¿Quién
era? ¿tan urgente seria que venían a buscarlo a esa hora?

- ¡Quien! – dijo en voz alta – pero nadie respondió.

Hermelinda no sintió nada y permaneció dormida.

La puerta sonó otra vez y el tío Boldo escucho voces.


‘’¿Quiénes conversan afuera?’’, se preguntó, intrigado. No era el chirriar de los zancudos ni el
ronroneo de los gatos.

Descalzo y sin encender la lámpara, caminó hasta un rincón, cogió el machete con sigilo y sitio que
detrás de la puerta de hojalata u corazón palpitaba: ¡pum pum!, ¡pum pum! Y por primera vez en su
vida tuvo miedo a la oscuridad.

- ¡Quien es! - dijo con voz imperiosa y abrió la puerta con el machete en alto.

Era Gabriel. Tenía el cuerpo tibio y alegre le tendía los brazos.

El tío Boldo, muy asustado, abrazó a su hijo y vio que por el sendero de hojarasca de la huerta se
alejaba la silueta de una mujer conocida.
Manuela
Imitando la voces de los pajaros , manuela se bañaba en un recodo
del rio, a la sombra de los eucaliptos. Gume

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